«Creo en Dios Padre Todopoderoso» Tres formas de la omnipotencia divina Luis Mª ARMENDÁRIZ* (en Revista Sal Terrae, mayo 1998)
Preguntas nuevas y antiguas No deja de resultar extraño, y sintomático a la vez de los tiempos que vivimos, que al creyente de hoy le resulte más difícil confesar la omnipotencia de Dios que su paternidad. Extraño, porque la omnipotencia se ha tenido siempre por connatural al ser divino, mientras que la paternidad, especialmente como la entiende el cristianismo, como participación gratuita de los hombres en la filiación del Hijo de Dios, es lo verdaderamente asombroso e increíble. De hecho, su confesión requiere de los creyentes un acto de audacia («nos atrevemos a decir: Padre»). ¿A qué obedece ese desplazamiento del coraje de la fe? ¿Tan hondo ha calado en los creyentes el mensaje jesuánico de la paternidad de Dios que ha relegado al olvido o a un segundo plano sus otros rasgos, o será que hemos banalizado el misterio de aquella paternidad y perdido el sentido de la divinidad de Dios? Dejo flotando en el aire esta pregunta y me vuelvo a aquellos otros factores a los que suele achacarse ese cambio. En primer lugar, a la experiencia del creciente señorío del hombre sobre la naturaleza y a la cada día más patente capacidad de ésta de regularse a sí misma. En tiempos de masiva secularización, ambas cosas apuntan, al amparo del repetido axioma de que todo se mueve al vaivén del azar y de la necesidad, a un declive del poder del Creador, cuando no a su jubilación o desbancamiento. Pero más que nada es probablemente el largo y espeso silencio de Dios en la historia de la humanidad, sobre todo en momentos en que más se le reclama, lo que lleva a dudar de su omnipotencia. Ambos problemas, el de ésta y el del mal, se rozan, si es que no se solapan1. Esa situación se viene tipificando y divulgando hace ya unos decenios con el nombre de Auschwitz, en razón de la vasta y extrema crueldad de aquel holocausto al que Dios pareció asistir impasible o impotente. Pero podría llamarse también «Yugoslavia», «Ruanda» o cualquiera de las mil zonas de nuestro mundo donde la civilización destila barbarie y violencia y engendra desigualdades insoportables, o donde la naturaleza arrasa sin miramientos vidas y creaciones humanas. Impasible o impotente: ¿habría modo de eludir este tremendo dilema? El recurso a la omnipotencia de Dios es tan antiguo como el hombre, y las dudas acerca de ella vienen también de lejos. Cuatro siglos antes de Cristo formuló Epicuro su célebre argumento, según el cual, a la vista del mal existente, hay que concluir que Dios no puede ser a la vez omnipotente y bueno. Dado que a un Dios verdadero le competen ambas cosas, habría que negar su existencia o desentenderse de ella2. Estas ideas no sólo circulan por el mundo de la increencia, sino que se infiltran entre los creyentes tentándoles a dejar de serlo3.
Sin embargo, no todos los que se plantean el dilema entre omnipotencia y amor desembocan en el ateísmo. Al interior de la fe ha surgido la tendencia a seguir creyendo en Dios y asumir al mismo tiempo su pérdida de omnipotencia4. Es como si el silencio de Dios, que invita a lo segundo, no llegase a borrar experiencias positivas y reconfortantes de la fe. Algunos tienden incluso a sublimar esa pérdida, ya sea porque el epíteto «todopoderoso» no goza de buena prensa (sugiere arbitrariedad y amenaza opresión), ya porque esa presunta impotencia de Dios le aproxima a los sin poder, a los pequeños y pacientes de su creación. Tal solidaridad añadiría, según ellos, nuevos quilates a su amor. En este contexto recupera sentido el término kénosis, aquel vaciamiento de su condición soberana por el que el Hijo de Dios asumió la de siervo y padeció la muerte de sus hermanos, y una muerte en cruz5. De hecho, mientras calla la teología de la omnipotencia, alza su voz la del «dolor de Dios»6. Diríamos, haciendo un poco de retórica, pero sin falsear sustancialmente la tendencia, que al «Felix culpa» de Adán habría que sumar el «Felix impotentia» de un Dios, así más entrañable. Y, sin embargo... Esa teoría puede acabar en suicidio, por dulce que sea. Porque ese Dios, al hacer suyos de ese modo nuestros males, corre el peligro de anegarse en ellos con nosotros o dejarnos irredentos. Todo lo que de ternura apunta ese amor, lo tiene de impotencia, lo cual hace que fracase como amor, ya que no puede salvar a los que quiere. A menos que, como deseamos lo hagan nuestros seres queridos cuando una pena irreparable nos embarga, sólo pidamos a Dios que esté simplemente a nuestro lado. Pero ¿no esperamos de Él algo más?; ¿quién podrá creer en Él, en el sentido de fiarle la existencia propia y todo aquello que se ama (los otros, el mundo), si se le juzga incapaz de otra cosa que de acompañarnos en la aflicción?; ¿será capaz de liberarnos, de resucitarnos, de darnos su propia vida eterna? Sacrificar la omnipotencia divina en aras de su bondad conduce no sólo a dejar en suspenso el primer artículo de la fe, sino el Credo todo. A no ser que toda la fe se reduzca a esperanza de que nos devolverá la vida después de muertos. Pero ¿podrá hacerlo entonces, si ahora no da señales de omnipotencia?; ¿no se desplaza ésta al futuro, dejando desamparados el pasado y el presente?7 Las dificultades de mantener la fe en la omnipotencia de Dios no son menores que las consecuencias negativas de no creer en ella. Eso indica la necesidad de mantenerla en pie y de confesarla a una con la paternidad de Dios, como hace el Credo. ¿Será ello posible a la vista de aquella aparente y desoladora impotencia de Dios en la historia y en el cosmos? Mirémoslo más de cerca. Desde qué presupuestos se reclama omnipotencia El término todopoderoso evoca en nuestros oídos, y sobre todo en nuestros deseos, un poder sin límites que podríamos hacer nuestro con esa invocación. En lo más profundo del corazón del niño delata Freud una treta semejante. La imaginación infantil fantasea un padre omnipotente con quien poder solventar su invalidez y conseguir poder y supervivencia sin límites. ¿No será ese mismo traspaso de poderes el que, en el fondo, anhela nuestro corazón, sin confesárselo a sí mismo, cuando proclama la omnipotencia de Dios? Pero eso sería tanto como dejarla a merced de
nuestros deseos y que éstos dicten su significado, trastocando así la relación básica entre Creador y creatura y volviendo del revés la petición del Padre Nuestro («Hágase tu voluntad») y la de Jesús en el Huerto («no se haga mi voluntad, sino la tuya»). Hay que renunciar a ese fantasma del Padre y transformarlo en símbolo pasándolo por el principio de realidad, que en nuestro caso sería el principio de creaturidad. Esto quiere decir que únicamente tras haber ocupado su lugar como creatura y renunciado a su propia omnipotencia puede uno confesar en adultez y libertad la de Dios. El significado de ésta lo da no sólo el sentido literal del término, que ahora consideraremos, sino también la actitud del que lo profiere. Significado del epíteto «todopoderoso» en el Credo Al confesar la fe en Dios Padre todopoderoso, no hacemos sino traducir al pie de la letra el Deum Patrem omnipotentem de los primeros símbolos latinos y el Theón patéra pantokrátora de los orientales. Ambas expresiones fueron asumidas como confesión de fe de todas las Iglesias en los concilios de Nicea8 y de Constantinopla9. De este último saltaron muy pronto (siglo V) al Credo de la Misa, en el que vienen repitiéndose hace más de mil quinientos años, y nos salen al encuentro en el doble lenguaje de la confesión y de la alabanza. Y no sólo en el Credo, sino en la doxología final de la plegaria eucarística10. Se ha hecho notar que pantokrátor no ha significado siempre todopoderoso, sino a veces «el que gobierna todo», «el que todo lo tiene en su mano», y que en ese sentido de Creador-providente figuró tal vez en los primeros Credos11. Ese matiz atemperaría lo absoluto de la omnipotencia de Dios al decantarla en favor de las creaturas. Más significativo resulta el hecho de que el título de pantokrátor (solo o acompañando a Kyrios o Theós) es mayoritariamente usado en la versión griega de los LXX (de la que pasó al NT)12 para traducir la fórmula Jahvé Sebaot (Jahvé de los ejércitos), que es a su vez la expresión privilegiada de la Biblia hebrea para describir (hasta 267 veces) la omnipotencia de Dios13. Traducción que, a la vez que universaliza el poder de Dios, deja de evocar los momentos en que fue experimentado históricamente y silencia, o sustituye por el más genérico de Señor o Dios, el nombre de Jahvé. Esto nos conduce a una cuestión que consideramos decisiva: ¿A quién llama todopoderoso el Credo? Es a Jahvé, y no simplemente a Dios, a quien la Biblia hebrea refiere el señorío de los ejércitos. Lo cual no quiere decir que únicamente le atribuya las gestas salvíficas en favor de su pueblo14. De Él y de su poder se hacen afirmaciones universales e ilimitadas: «el que hace cuanto quiere», «ejecuta cuanto le place», «realiza lo que concibe», «ha hecho cielo y tierra, ya que nada le es imposible»15. Todo esto, y no sólo la salvación de Israel, lo compendiará el título de pantokrátor. Pero en todo ello fue Jahvé el que obró «con mano fuerte y brazo extendido»16. «Todopoderoso» es en este caso un epíteto abstracto con una historia concreta. El que lo detenta lo pone al servicio de ésta y del modo libre y peculiar de llevarla a cabo. En tal sentido, y retomando la pregunta del principio, no se pueden contraponer omnipotencia y bondad de Dios ni considerarlas como dos líneas de fuerza paralelas en paradójica convivencia. Por el contrario, la primera se supedita a la segunda, no porque se sacrifique a ella, sino porque es el amor el que la modula.
Lo mismo hay que decir del Dios cristiano. El Credo llama «todopoderoso» al Padre, y Éste no es otro que el Padre de Jesús y ha creado el mundo por él y hacia él. Así lo afirma insistentemente el Nuevo Testamento17. Y a medida que se clarifica la estricta divinidad de Cristo (¡en el Concilio de Nicea!), el Padre todopoderoso del Credo resulta ser Aquel mismo que es fuente y origen de la Trinidad. De Él se predica la omnipotencia, y ésta consiste no sólo en crear, sino en hacerlo por el Hijo y en el Espíritu, participando al mundo su propia vida trinitaria. Los tres artículos de la fe, y no sólo el primero, pregonan y articulan tres momentos y formas de la omnipotencia de Dios18: 1. La omnipotencia con-descendiente del Creador Creador es «el que llama la nada a ser»19. En eso consiste en un primer momento su omnipotencia: en hacer que existan otras realidades, en hacerles un lugar en el ilimitado ámbito del ser, que antes le pertenecía en exclusiva. Ahora bien, en ese mismo instante la omnipotencia de Dios queda limitada, y no por razón de espacio, sino de convivencia. Dios se aviene a con-vivir. Si la frase no sonara burdamente antropomórfica, diríamos que la omnipotencia divina se complica la vida al co-implicarla con otras. Cierto que se trata de una autolimitación, pero ya no podrá actuar «como si nada existiese». Habrá de tener en cuenta y respetar esos límites que se ha marcado. Si el Creador (y volvemos a hablar demasiado humanamente de Él) sintiese celos de ese mundo que libremente ha creado, o temores de que con su creciente poder entorpeciese su proyecto, y decidiese por eso restringir su oferta, no sólo delataría una inverosímil falta de previsión, sino una omnipotencia «de baja intensidad». Porque crear, decíamos, es llamar la nada a ser, que es exactamente lo opuesto a reducir a nada lo que ya existe. Un Creador verdaderamente tal, es decir, libre y generoso, plenamente consecuente con su designio de participar a otras realidades su ser y su plenitud, las quiere vigorosas, autónomas, y se goza de que sean así, bellas y fecundas20. Y si es libre, querrá interlocutores que también lo sean, aun a sabiendas de que con ello se expone a que trastornen la creación y rompan la relación con Él. A un Creador así, que renuncia libremente a una omnipotencia omnímoda y convoca al ser a otros poderes libres y creativos21, es al que llamamos «todopoderoso». Si esa forma de omnipotencia es la que preside, como dijimos, todo el proceso histórico, habrá que presuponer que el Creador contará en adelante con todo lo que ha hecho: no podrá interrumpir la dinámica que ha introducido en la creación ni interferir en los procesos que en ella ha desencadenado, so pena de abdicar de su condición de Creador y rebajarse a uno de los poderes creados, en pugna con los otros. No podrá, por tanto, retirar la libertad concedida a las personas ni bloquear el curso de la naturaleza y su margen de azar, por dolorosos y aun mortíferos que ambos resulten22. ¿Quiere esto decir que ha abdicado de su omnipotencia? Eso equivaldría a conjugar en pasado el primer artículo del Credo, reduciéndolo a arqueología de la fe. Sería dar la razón a quienes afirmaban que paga su bondad al precio de su omnipotencia. Pero no es así. El tiempo no deja atrás el eterno presente de Dios desde el que emplaza en todo momento a sus creaturas. Él continúa siendo creador y todopoderoso23.
¿De qué manera? Permaneciendo capaz, sin violentarlas ni recortarlas, de orientar esas libertades que provocó, y de dirigir, sin coartarlos, esos procesos cósmicos a los que dio impulso. Pero lo hace desde su condición de Creador. Lo torpe sería buscarle a su omnipotencia determinados ámbitos y «zonas de influencia» dentro de lo creado. Eso le rebajaría a creatura. Su omnipotencia hay que situarla a su nivel divino de causa transcendente, que hace que las cosas sean y sean lo que son, sin que Él forme parte, ni siquiera como primer eslabón, de la cadena mundana de la causalidad. Desde esa «morada suya, santa y gloriosa» (Is 64, 15) puede hacer que esa creación camine en una dirección, en respuesta al proyecto que diseñó al crearla. Puede hacer, sin forzar las libertades, que éstas se sientan atraídas por el Bien, que los seres busquen derroteros de convergencia y de orden y que el mundo provoque el triple pasmo de su existencia, de su armonía y de su esplendor. Que todo sea, en suma, aun con sus zonas de incertidumbre y dolor, una realidad con sentido. Al poner en primer plano a sus creaturas, Dios no se retiró de la escena del mundo, no hizo mutis por el foro. Como telón de fondo, como horizonte inagotable de ser, de bondad, de verdad, de belleza, se hace anónimamente ver y sentir a través de todo lo que de ellos transmite cada realidad; como Tú absoluto, asoma en la dignidad y el requerimiento ilimitados que refleja todo rostro humano. Más aún hay que decir que no sólo se hace presente, sino que actúa y se actualiza en y a través de lo que hacen sus creaturas. Es todopoderoso en el poder de ellas24. Los que al principio señalamos como algunos de los más severos reparos a la omnipotencia de Dios se revelan como posibles argumentos a su favor, como índices de nuevas formas y grados de ella. Resulta más compleja, pero mayor. 2. La omnipotencia com-pasiva del Amor Basta con mirar a la historia para cerciorarse de que ni con esa atracción del Bien ni con esa dinámica de sentido acaba Dios con el mal moral y físico ni, por consiguiente, con las dudas acerca de su omnipotencia. ¿No le quedará a ésta sino resignarse a ese estado de cosas y esperar al futuro? La fe cristiana entiende más bien lo contrario. Así como, según el AT, ese poder creador fue desvelado a fondo por las intervenciones históricas de Jahvé con su pueblo, el NT vincula la omnipotencia creadora a lo que sucedió con Jesús de Nazaret25. En él, Dios no sólo siguió presidiendo la historia como su trasfondo transcendente-inmanente, sino que, por la encarnación de su Hijo, se adentró en las entrañas de una mujer y del mundo. Pero lo hizo sin dejar de ser Dios, sin intervenir avasalladoramente como tal en el curso de los acontecimientos, sino haciéndose creatura para liderar desde el entramado histórico, activándolo y padeciéndolo, la causa de Dios. Sin embargo, ni siquiera se revistió de la gloria y el poder que le correspondían como Hijo de Dios encarnado, sino que se vació de ellas y apareció como «uno de tantos», sometido a los poderes cósmicos e históricos e incluso a la muerte, y una muerte en cruz (Flp 2, 6-8). El omnipotente se hizo impotente.
Pero también esta fórmula requiere explicación. No es que Jesús renunciase del todo al poder: tuvo el de su palabra, su libertad, su proyecto. Tuvo incluso el poder de sus milagros, aunque no lo empleó en favor propio (Mt 26, 53), ni para confirmar ilusiones de un mesianismo triunfal, ni para ahorrar a los suyos el salto del creer. Cuando invocó para sí la omnipotencia divina, acabó remitiéndose a su querer26. Fue haciendo suyos, en medida creciente, aquellos mismos lugares y trances de impotencia en los que los humanos reclaman la omnipotencia de Dios, y terminó en el mayor desamparo de Él y de los hombres. Pero eso mismo le granjeó el poder del amor entregado y solidario. En efecto, ¿llamaremos a eso im-potencia o tiene todos los visos de la omnipotencia del amor?; ¿no es «esa debilidad de Dios más fuerte que los hombres» (1 Co 1, 25)?; ¿no es ese mesías en cruz más convincente que el que las muchedumbres esperaban?; ¿cómo se gana lo más alto y resistente de la creación: las libertades y los corazones? Por eso preguntamos: ¿dejó Dios de ser omnipotente en Jesús o descubrió en él nuevos y más altos grados de poder, precisamente en la impotencia del amor? Nuestro Credo tiene un tercer artículo que proclama la fe en el Espíritu, al que llama Señor y dador de vida, lo cual es otro título de omnipotencia. Se refiere al Aliento del Padre Creador y del Hijo abajado. En boca del primero planea sobre el caos original, estableciendo orden y haciendo brotar en ese cosmos la vida27. Exhalado por el segundo en la cruz, derrama sobre la historia los sentimientos de Cristo, crea ámbitos de convivencia, de perdón, de esperanza («creo en la Iglesia, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la vida eterna»). Apenas cabe prueba mayor de omnipotencia que la transformación que ese Espíritu opera en el mundo de los deseos. Éstos reclamaban para sí la omnipotencia de Dios y la imaginaban a su medida. Cuando los de Jesús abren el flujo de sus anhelos, invierten radicalmente esa lógica y piden ante todo «que el nombre de Dios sea santificado, que venga su reino, que se haga su voluntad». Piden también para sí mismos el pan, el perdón, la liberación del mal, pero a continuación y dentro del gran deseo de que Dios sea lo que es: Señor de la creación. ¿No es eso ya un modo de hacer que lo sea?; ¿no tiene ahí lugar una auténtica creación de voluntades nuevas y libres? Esta actuación de la omnipotencia divina no se constriñe al ámbito de la Iglesia. En una de sus fórmulas más audaces y con más futuro, el Vaticano II ha dicho que «el Espíritu Santo, por caminos que sólo Dios conoce, ofrece a todos la posibilidad de asociarse al misterio pascual»28. 3. La omnipotencia con-sumadora del final Tampoco esa actuación histórica de Dios, como ni antes la transcendental, acaba de momento con los reductos de dolor y tiniebla que claman por su omnipotencia y siguen albergando dudas sobre ella. Pero Dios no ha dicho aún su última palabra ni desplegado todo su poder. Tampoco Jesús acabó en la cruz. Por el contrario, de esa forma concentrada de nada, densa de toda la fragilidad y violencia históricas, que se alzó en el Gólgota como reto supremo a la omnipotencia de Dios, hizo ésta brotar vida interminable y ya no amenazada. Por eso el Creador no es ya sólo «el
que llama la nada a ser», sino también «el que da vida a los muertos» (Rom 4, 17). Ése es nuestro Dios y Padre; ése, su poder. Al Hijo que se abajó hasta lo más hondo «lo exaltó por encima de todo y le dio el título de Señor» (Flp 2, 9-11) y «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 19), en particular el de hacer partícipes de su resurrección a todos aquellos cuya impotencia compartió (Flp 3,21). El Espíritu de Jesús y del que le resucitó de entre los muertos aniquilará el más universal y reluctante de los males, la muerte (Rom 8, 11), aquella suprema invalidez y contrariedad que hacía que los hombres reclamaran la omnipotencia de Dios. Ya no quedarán dudas sobre ésta, porque se habrá agotado la fuente de toda lágrima y de toda pregunta. La creación entera dará la razón a Dios. «Grandes, maravillosas son tus obras, Señor Dios todopoderoso, plenos de justicia y verdad tus caminos» (Ap 15, 3-4). Éste será el único, universal e interminable cántico a la omnipotencia de Dios y a sus irrastreables designios. Entonces «Dios será todo en todo» (1 Co 15, 24-27). Ésta es la fórmula cabal de su omnipotencia. Dios se hará definitivamente con toda la realidad, al tiempo que la afianza y plenifica en sí misma29. De esa omnipotencia participan y a ella apuntan la que está al origen del ser y la que trabaja el corazón de la historia. Esa triple forma de poder, conjugado en pasado, presente y futuro, es la que confiesa la fe cuando dice «Creo en Dios Padre TODOPODEROSO». Él mismo se presenta así: «Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso (Pantokrátor)»30.
NOTAS * Jesuita, Profesor de Teología. Universidad de Deusto. Bilbao. 1. Como se aprecia en la reciente publicación de A. TORRES QUEIRUGA, «Mal y omnipotencia: del fantasma abstracto al compromiso del amor», en Razón y Fe 236 (1997) 399-421. 2. Reproducimos el argumento entero y comentamos el eco que desde antiguo ha despertado fuera y dentro de la fe en «¿Pueden coexistir Dios y el mal?»: Cuadernos de Teología Deusto, Universidad de Deusto, Bilbao (de inmediata aparición). 3. Gaudium et Spes, 19. 4. Es ya un clásico a este respecto H. JONAS, «El concepto de Dios después de Auschwitz. Una voz judía», en Pensar sobre Dios, y otros ensayos, Herder, Barcelona 1998, 195-212. Comenta esas ideas J.P. JOSSUA, «¿Repensar a Dios después de Auschwitz?», en Razón y Fe 223 (1996) 65-73. 5. Flp 2,6-8. Los influjos del «pensamiento débil» posmoderno en el actual recurso a esa concepción kenótica de Dios y de la fe pueden apreciarse en G. VATTIMO, Creer que se cree, Paidós, Barcelona 1996. 6. Véase S. DEL CURA, «El 'sufrimiento de Dios' en el trasfondo de la pregunta por el mal. Planteamientos teológicos actuales», en Revista Española de Teología 51 (1990) 331-373. 7. Entramos en contacto con una de las más repetidas y razonadas tesis de Torres Queiruga, reiterada una vez más en el artículo citado en la nota 1. Él insiste en la imposibilidad de Dios de evitar el mal, supuesto que decide crear. En el librito que citamos en la nota 2 preferimos, por una serie de razones que allí se indican, no abundar en esa formulación tan absoluta. Baste aquí con decir que, como se verá, no reducimos el poder de Dios sólo a la capacidad originaria de crear y a la de asumir al final lo creado en su propia vida. En todo el proceso histórico, entre ambos extremos sigue presente y viva su omnipotencia, aunque de modo peculiar, como veremos. 8. Año 325, DS 125. 9. Año 381, DS 150. 10. «Por Cristo, con él y en él, a Ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos».
11. Es decir, en los prenicenos, que reflejarían el monoteísmo popular de los primeros siglos de nuestra era y no expresaban aún la plenitud de sentido cristológico-trinitario. Así lo estima como probable A. HALLEUX, «Dieu le Père tout-puissant», en Revue Théologique de Louvain 8 (1977) 401-422. 12. Si bien en contados pasajes. Cf. Ap 1,8; 4,8; 11,17; 15,3; 16,7.14; 19,6.15; 21,22. Fuera del Apocalipsis, sólo en 2 Co 6,18. 13. Cf. A.S. VAN DER WOUDE, «Saba, ejército», en (E. Jenni - C. Westermann, [eds.]) Diccionario Teológico manual del Antiguo Testamento II, 1985, 627-639. En el «Sanctus» de la Misa latina («Dominus Deus Sabaoth») repetíamos con Isaías esa fórmula de omnipotencia, traducida ahora como «Señor Dios del Universo». 14. No es del todo claro a qué ejércitos se refiere: si a las huestes triunfantes de Israel, o a los poderes cósmicos que pasan a formar parte de la cohorte celeste de Jahvé, o a los demoníacos, o a todo poder en general. En este sentido, como «plural abstracto intensivo», la expresión «Jahvé de los ejércitos» equivaldría a «Jahvé del poder o «Jahvé todopoderoso». Cf. A.S. VAN DER WOUDE, Ibid. 15. Véase respectivamente Sal 115,3; Is 46,10; Job 42,2; Jer 32,17. 16. Dt 4,34;26,8; Jer 32,17. 17. Jn 1,1-8; 1 Co 8,4-6; Ef 1,4-12; Col 1,13-20; Heb 1,1-4. 18. Precisamente en torno a la encarnación y los sucesos que la acompañan vuelve a resonar en el N.T. la afirmación de que «para Dios nada hay imposible» (Lc 1,37). 19. 2 Mac 7,28; Rom 4,17. 20. Gn 1,10.12.18.21.25.31. 21. Cf. A. GESCHE, «El hombre creado creador», en Dios para pensar I, Sígueme, Salamanca 1995, 233268; A. TORRES QUEIRUGA, «Dios crea creadores», en Recuperar la creación, Sal Terrae, Santander 1996, 109-160. 22. No estoy negando con esto la posibilidad y el hecho del milagro. Sencillamente, lo comprendo no como suspensión del orden de la naturaleza e intromisión de Dios en él, sino como su potenciación para que dé de sí esa llamativa novedad que invita a creer. Puede verse R. LATOURELLE, Milagros de Jesús y teología del milagro, Sígueme, Salamanca 1997, esp. 293-335. 23. El verbo bara, característico del poder creador y que, como tal, figura en el relato creacional del Génesis, aparece también en el de las intervenciones históricas de Jahvé. Cf.Is 41,20; 43,1.15; 45,8; 48,6ss; 65,17. Véase W.H. SCHMIDT, «bara», en (E. Jenni - C. Westermann [eds.]), Diccionario... I, 486491. En favor de esto y de lo que diremos en este apartado, se debería aducir buena parte del cap. III de la Gaudium et Spes, esp. nn. 34 y 36. La teología, por su parte, completa el concepto de creación con el de «conservación» y «concurso» para expresar, a través de ellos, que Dios no es menos creador y omnipotente en cada momento histórico que cuando hizo el mundo. Pero estas y otras consideraciones las remitimos a lo que diga el que aborde en este volumen la fe en el Creador. 24. La teología ha sabido desde antiguo de esa forma de omnipotencia de Dios que no sólo concede poder, sino que pervive en él. Tan íntimamente que todo efecto creado es todo de la creatura y todo de Dios. Es lo que designa el término «concurso», que no hay que entenderlo como concurrencia-rivalidad, sino todo lo contrario. 25. Véanse los textos citados en la nota 17. 26. «Abba, Padre; todo te es posible: aparta de mí este cáliz, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que Tú» (Mc 14,36). 27. Gn 1,2; Sal 104,29-30. 28. Gaudium et Spes, 22. 29. Estoy manifestando mi esperanza (a más no puede llegar un cristiano, pero tampoco contentarse con menos) de que no habrá ni infierno ni aniquilación. Nada quedará al margen de la omnipotencia del amor del Padre. 30. Ap 1,8.