«Descendió a los infiernos» El médico debe estar junto a los enfermos Dolores ALEIXANDRE* (en Revista Sal Terrae, mayo 1998)
Si en un referendum imaginario se propusiera a los cristianos responder a esta pregunta: «¿Estaría usted a favor de la supresión de la fórmula del Credo: 'descendió a los infiernos'?», posiblemente en la Iglesia oriental se asombrarían de que se pusiera en cuestión un artículo de fe tan central en su fe y en su liturgia. En cambio, tengo la impresión de que bastantes católicos votarían a favor de su supresión, y los más ilustrados darían como motivos: «es un lenguaje mítico», «evoca aspectos superados», «no aporta nada a nuestra vida concreta»... La verdad es que la primera objeción acierta: estamos ante un lenguaje mítico, pero porque resulta imposible hablar de cualquier aspecto de la fe sin acudir al lenguaje analógico: «La mediación de los símbolos penetra y empapa todo el suelo de la teología (...) La teología se pone en marcha por experiencias simbólicas y no por análisis puramente racionales de datos neutros (...) Es absolutamente imposible para la teología cristiana trabajar sin conceptos analógicos: Dios, salvación, autoridad, vida eterna, resurrección, perdición... Irremediablemente, siempre nos encontramos con la necesidad de plantear analogías para exponer o interpretar lo cristiano»1. En el principio existía el mito Uno de los primeros testimonios literarios que conserva la humanidad (2500 a 2000 a.C.) es un himno sumerio, «Descenso de Inana al infierno» en el que una divinidad femenina desciende al mundo inferior, lucha y vence al poder antidivino, que al final la deja en libertad a cambio de que ella envíe otra presa. En otro poema acádico es «Istar», la que desciende al infierno diciendo: «Quiero resucitar al que está muerto..., para que la vida supere a la muerte». Este mito de dioses o héroes que descendían a los infiernos para liberar a los muertos impregnó muchos mitos griegos, tuvo influencia en las regiones siro-palestina y antioquena y era conocido en los medios de los que surgieron el Nuevo Testamento y los apócrifos. Los nombres dados al «infierno» varían: los LXX traducen el sheol del AT por hades; en otros textos aparecen el tártaro, la gehenna, el abismo... El lenguaje del Antiguo Testamento Para acercarse al sheol del AT hay que dejar atrás el imaginario que puebla nuestra mente a propósito del infierno: el sheol es el lugar de abajo, en contraposición a los cielos, que son la morada del Altísimo. Cuando alguien muere, el «alma» que, hace viva a la persona, vaga como una sombra en el espacio subterráneo del sheol, en el que «no hay ni obra, ni pensamiento, ni saber, ni sabiduría» (Qo 9, 10). Es el lugar del silencio, del olvido y de la perdición, lugar de tinieblas sin sufrimiento y sin alegría. No hay retribución fuera de esta vida. Descender a los infiernos es hacer la experiencia de la muerte, de la inexistencia y de la nada; es el corte de todas las relaciones con los