CONCURSO DE CUENTOS “CONTÁMELO VOS”
Montevideo, octubre de 2016
CONCURSO DE CUENTOS “CONTÁMELO VOS”
Montevideo Biblioteca Central de Educación Secundaria Dr. Prof. Carlos Real de Azúa
2016
2016 Editado por Biblioteca Central de Educación Secundaria Dr. Prof. Carlos Real de Azúa. Eduardo Acevedo 1427, 11200 Montevideo. Teléfono: 2408 30 51 http://www.bibliotecacentralsecundaria.edu.uy biblos@adinet.com.uy
Autores ©Hugo Mieres, ©Darwin Pereyra, ©Andrés Barterreche, ©Luis Antonio Beauxis Cónsul, ©Sergio Daniel Carpellino y ©Juan Carlos Alvarado
Ilustración de Cubierta: ©Nicolás Rodríguez
TABLA DE CONTENIDO
TABLA DE CONTENIDO Páginas
Presentación de Marianela Falero…………………………………………………….........................11 Bases del Concurso …………………………………………………..………………………………….…………15 Acta del Concurso de Cuentos………………………………………………………………………….………20 Cuentos Ese otro hombre de Sergio Daniel Carpellino……………………………………………….…….……24 Los colores del jardín de Juan Andrés Acosta Cattolica………………………….…….………….28 Buena suerte de Darwin Pereyra………………………………………………………………….…………33 Cuentos Finalistas Apertura de Juan Carlos Alvarado………………………………………………………………..…………38 Azul ceniza de Luis Antonio Beauxis Cónsul…………………………………………….……..………39 La lección con olor a cazón de Andrés Barterreche………………………………….…….………44 Perfumes – Hugo Mieres………………………………………………………………………….……………47 Índice Onomástico…………………………………………………………………………………………………51 Índice Analítico……………………………………………………………………………………….….…………54
PRESENTACIÓN
PRESENTACIÓN En el marco de la celebración del Día Nacional del Libro 2016, la Biblioteca Central de Educación Secundaria “Prof. Dr. Carlos Real de Azúa”, resolvió realizar una actividad que traspasase el ámbito del local y a la vez se prolongase en el tiempo, así surgió la idea de organizar el concurso literario “Contámelo Vos” Como producto de este concurso tenemos el agrado de presentar esta publicación en la que encontrarán los tres cuentos premiados, seguidos por los otros cuatro finalistas. En esta experiencia, inédita para esta biblioteca, no hay perdedores, todos ganamos, todos nos enriquecimos poniendo nuestra creatividad y esfuerzo: participantes, funcionarios, y quienes replicaron nuestra convocatoria, pero el Jurado debió realizar igualmente su labor. Deseamos a todos los participantes futuros éxitos en su camino creativo. Por todo esto felicito a todos por este trabajo colectivo que hoy finaliza dando a conocer, en forma de libro digital, los cuentos seleccionados. Como todo libro, éste que presentamos tomará su propio vuelo. ¡Ojalá le den la bienvenida y lo disfruten!
Directora Lic. Marianela Falero
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BASES DEL CONCURSO
BASES DEL CONCURSO
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ACTA DEL CONCURSO DE CUENTOS
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CUENTOS
PRIMER PREMIO ESE OTRO HOMBRE Sergio Daniel Carpellino Mi nombre es Daniel y, en este momento, tengo diecisiete años. Ayer tuve treinta y cuatro y anteayer cinco. Pensarán que estoy hablando en sentido figurado o, de lo contrario, que estoy loco. Ni una ni otra. Estoy muy cuerdo –a mi criterio– y, aunque me gustan las metáforas, este no es el caso. De verdad ayer tuve treinta y cuatro, sin embargo, ese hecho no es importante para la historia. Mi problema es mucho mayor y más profundo. Podría definir mi futuro y quizás el de toda la humanidad, si es que existe humanidad después de que tome la decisión que estoy pensando. No sé cómo explicarles ni por dónde empezar. “Por el principio”, dirán ustedes, pero esto de un día tener treinta y cuatro y al otro diecisiete, me ha hecho perder el sentido del tiempo y ya no sé cuál es el principio o, si quiera, si es importante comenzar siempre por el principio. Al inicio creí que era un déjà-vu, ¿saben lo que es? Es esa sensación de haber vivido una situación que se está experimentando por primera vez. Recuerdo algunos déjà-vu de mi niñez. Hubo un tiempo en que me pasaba seguido. El que más recuerdo es uno que sucedió en mi antigua casa de José Batlle y Ordóñez. Hacía los mandados de mi madre. Por ser el hijo menor me solía tocar esa tarea con frecuencia. Llegué al almacén de Graciela −así era conocido en el barrio el comercio– y supe, en el instante en que estuve frente a la almacenera, qué iba a pedir y cuál sería su respuesta, vi los mismos rostros y las mismas expresiones que ya había visto. Sorprendido y temeroso, pedí lo que tenía que pedir, me respondieron lo que tenían que responderme y regresé a mi casa. En el camino reflexioné sobre qué hubiese pasado si hubiera cambiado mi discurso o mi actitud, si no hubiera hecho lo que se suponía que debía hacer. Sin embargo, no hice nada diferente y todo siguió igual. Las páginas del libro de mi vida no cambiaron y ningún cataclismo sucedió. No había vuelto a pensar en ese asunto hasta hoy, pues los siguientes déjà-vu nunca me habían dado la oportunidad de cambiar algo. Pero hoy es diferente, hoy no
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se trata de un simple déjà-vu, ni siquiera sé de qué se trata; tal vez sea la oportunidad de poner en blanco otra vez el libro del futuro. ¿Y si se produce un cataclismo que haga desaparecer la humanidad? Sepan que la decisión no es fácil. Creo que el inicio de todo esto fue ayer, cuando tenía treinta y cuatro años. Quizás deba empezar a contar desde ese momento.
Ayer tuve treinta y cuatro años. Supe de mi edad porque escuché la fecha en la radio de un auto que paró frente a mí. Los ruidos fuertes me asustan un poco, pero escuchar voces en la radio me agrada, no pueden golpearme si los insulto y, por el contrario, me siguen hablando sin gritar. Antes de que me robaran mi radio, yo escuchaba la 89.1, es una comunitaria de Solís de Mataojo. Supe que no era la del auto, pues no reconocí sus voces. Mi Spica modificada –en momentos de lucidez la había alterado para poder escuchar FM– me la sacaron unos gurises mientras actuaba que dormía. Sí, prefería hacerme el dormido antes que reaccionar y arriesgarme a que me golpearan. Ya estoy cansado de tanta violencia. Con apenas treinta y cuatro años he escuchado más veces la expresión “viejo sucio” que don Ñafirú con sus noventa y nueve. Estoy seguro de que nadie en este pueblo sabe mi edad y mucho menos mi nombre. La mayoría no sabe que existo y suelo vagar como fantasma entre la gente. Imagino que es mejor así, pues los que me reconocen me agraden y debo irme a otro lugar. Solo cuando sé que no me van a golpear o me harto demasiado, me abalanzo sobre ellos para que corran y se vayan. Creen que es para lastimarlos, pero en realidad solo quiero que se vayan. A veces miro el cielo gris y me pregunto cómo acabé así, en este lugar; no me refiero a este pueblo, sino a este lugar de vago muerto de hambre y sin hogar, abandonado a la soledad y a la compañía de unos perros. Mientras estaba semiacostado en los escalones de la iglesia, observé que una niña conversaba con su padre a la vez que me miraba y me señalaba. No era algo habitual, la gente ya no se detenía en mí; yo solía ser una cosa más en el paisaje pueblerino, por eso me llamó la atención. Más me sorprendí cuando vi que la niña se soltó de su padre y cruzó la calle desde la plaza. - ¡Emma! –gritó el padre desesperado−. ¡No! La niña no escuchó y se me acercó.
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- Hola –me dijo. Moví la cabeza con un gesto que no se sabía si era un saludo o le pedía que se retirara. De alguna manera me sentía invadido y molesto. - Mi hermano dice que tú comes a los niños, pero mi papá dice que es mentira, que duermes en la calle porque tomaste malas decisiones. ¿Tú tienes mamá? –me preguntó. - ¡Emma! ¡Ven! ¡Deja al señor! –interrumpió el padre y continuó retándola mientras se la llevaba. Dos hechos importantes habían acontecido en ese momento: alguien me había llamado “señor” y una niña me había hecho pensar sobre el porqué de mi desdicha, cuáles habían sido las decisiones que me habían llevado a vivir en los escalones de una iglesia. Entonces recordé que tenía la capacidad de viajar en el tiempo. En los recuerdos o en los sueños el ser humano puede romper las barreras del tiempo. Lo había descubierto en la niñez, cuando una noche de fiebre las imágenes se habían tornado vivas y reales, tan así que podía tocarlas y sentirlas. Lo confirmé en los primeros pasos de la adolescencia, cuando me arriesgué y me hundí tan profundo en mis recuerdos que supe que los estaba viviendo realmente. Sin embargo, siempre que viajaba al pasado, hacía lo que debía hacer para que nada cambiara, solo viajaba con el propósito de volver a sentir las caricias que me habían hecho feliz y que cada vez se me despintaban más. Intenté regresar a la misma edad de la niña para partir desde allí, pero no pude recordar, había borrado los recuerdos felices de mi vida. Volví a intentarlo, aparecieron algunas imágenes que se desvanecieron fugazmente. La coraza de frío, tormentas y mugre que había acumulado durante años no me dejaba volver a mis años de felicidad. Intenté por tercera vez y, ante un nuevo fracaso, me puse a llorar, tristemente arrepentido y sabiéndome culpable. Entregado a mi destino me dormí. Y desperté hoy, en este instante que les cuento, sin saber cómo ni por qué, pero aquí estoy, habiendo vivido mil veces esta misma situación, haciendo este mismo camino y tomando siempre la misma decisión. La diferencia hoy es que sé que a los treinta y cuatro años seré un vagabundo con aspecto de noventa, que me llamarán viejo de mierda, que me golpearán y me robarán, y que seré infeliz el resto de mi vida.
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Por eso aquí estoy, por tomar una decisión que me atemoriza, una opción diferente que me lleve por otro camino. Pero temo que si cambio lo que ya está previsto suceda un cataclismo que tenga consecuencias en los otros, que cambie la humanidad o, peor aún, que desaparezca por mi culpa. ¿Qué hago? Consumo la misma porquería de siempre, me borro con el polvo maldito de la muerte o abrazo a la última mano amiga que me queda, al último lazo que puede guiarme hacia un camino diferente, incierto, pero diferente. Cerré los ojos, respiré la última gota de valentía que me quedaba y corrí. Corrí sin mirar atrás, sin saber si todo se estaba destruyendo, si la humanidad se estaba desmoronando, corrí buscando otro camino, otra vida, corrí con la esperanza de hallar otro cielo, de encontrar a ese otro hombre que me había llamado señor y no viejo sucio, corrí con la ilusión de pensar que a los treinta y cuatro años ese otro hombre podría ser yo y que esa niña llamada Emma podría ser mi hija.
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PRIMERA MENCIÓN LOS COLORES DEL JARDÍN Juan Andrés Acosta Cattólica Montes de Marina. Así se llamaba el pequeño balneario donde el cirujano Manfford había construido su casa de veraneo. Tenía dos pisos con grandes habitaciones y amplios ventanales, visibles desde los barcos de los pescadores. La rodeaba un verde césped, con flores coloridas plantadas por su esposa, quien le dedicaba extensas tardes de verano para que lucieran bellas. Las habitaciones estaban adornadas con muebles rústicos y cuadros con pinturas de barcos y retratos de mujeres hermosas. La casa no estaba a más de cincuenta metros del mar, aunque el cirujano casi nunca bajaba a la playa. Prefería sentarse todas las mañanas en la reposera a leer el diario junto a la piscina. Podía pasar horas sin moverse de allí, bajo la sombrilla, acompañado de un vaso de jugo de naranja que más tarde reemplazaba por uno de whisky, conforme se aproximaba el mediodía. Por la tarde, sólo abandonaba su reposera para ir a comprar pescado que él mismo preparaba al día siguiente. Cuando al caer el sol divisaba las barcas acercándose por el horizonte, se arrimaba a la costa a esperarlas. A excepción de esos momentos, las restantes horas de los días del verano, se lo podía ver desde la empinada calle de balastro que pasaba por un costado de la casa, descansando en una paz imperturbable. Se distraía leyendo y alternando su mirada hacia los veraneantes del balneario que caminaban rumbo a la playa. Una mujer gorda era siempre la primera en pasar; iba con una silla plegable bajo el brazo, junto a sus tres hijos que parecían todos de la misma edad. Más tarde bajaba un hombre alto y delgado, de parietales canosos, de la mano de una mujer. Todos los años era una mujer diferente. Y siempre al menos una década mas joven que él. También pasaba otro hombre con su hija, de no más de cinco o seis años. Cuando transitaban por allí, la niña miraba las flores del jardín que había plantado la esposa de Manfford y entonaba una canción. Duendes de siete colores que pintan las flores detrás del jardín rojo, azul, verde, rosa violeta, amarillo y el blanco jazmín La voz de la niña era acompañada por el canto de los pájaros que llenaban de música el jardín de los Manfford. Se alejaba junto a su padre rumbo a la playa entonando esa canción. Al cirujano le parecía escucharla aún cuando la niña ya había desaparecido de su vista.
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El matrimonio Manfford permanecía durante todo el verano en aquella casa. Era un balneario con pocos veraneantes, de una quietud casi absoluta, el lugar preciso que el cirujano necesitaba para descansar durante sus vacaciones. Aunque a decir verdad, su actividad no era demasiado intensa a lo largo del año. Su gran reconocimiento lo había llevado a transformarse en un cirujano exclusivo. Por eso su nombre nunca figuraba en los listados de hospitales o mutualistas. Tampoco en centros de alta especialización, ni en las cátedras de la facultad de medicina. Sus clientes eran más bien pocos, con problemas de salud que requerían su alerta y con la suficiente capacidad para pagar sus servicios. Su esposa era algunos años mas joven que él. Era una compañera incondicional, siempre atenta a los requerimientos de su marido. Su último estado depresivo lo había superado dedicándose a las flores, siempre detestadas por el cirujano. Pero Manfford entendió que el efecto provocado por sus tres abortos ameritaba una distracción, y permitió reemplazar una parte del verde césped por algunos canteros con flores. Los veranos eran siempre iguales: Manfford sentado en su reposera junto a la piscina, leyendo el diario o algún libro, y relojeando a las personas que bajaban a la playa. Su esposa se pasaba la mañana encerrada en su dormitorio, sólo salía al jardín para preguntar a su marido si necesitaba algo o por la tarde para embellecer sus coloridas flores. Las regaba con paciencia, usando una regadera de metal, podaba las que estaban marchitas, y cuando su marido bajaba a comprar pescado, les hablaba casi en secreto. Tenía la cara transparente y sonreía sólo para festejar algunas de las bromas hostiles de su marido. Pero durante el verano no estaban solos: tenían dos empleados. A uno de ellos lo llamaban el Jardinero, pero en realidad no se dedicaba a las flores, ya que tenía prohibido acercarse a ellas. Realizaba todo el mantenimiento de los alrededores de la casa, cortaba el césped, limpiaba la piscina y dejaba acondicionada la reposera del cirujano para el día siguiente. También tenían una empleada que llamaban Josefa. Era la esposa de un paciente de Mannford a quien el cirujano le había realizado un trasplante algunas décadas atrás, cuando en afán de ganar prestigio, el cirujano no seleccionaba sus pacientes. Como nunca le pudieron abonar el costo de la operación, ni siquiera con la entrega de su propiedad, la mujer quedó condenada a ser su empleada durante el verano, por más que su marido falleciera seis meses después del trasplante. Los años fueron pasando sin grandes cambios para los Manfford ni para los veraneantes que bajaban a la playa. La mujer gorda siguió bajando con sus hijos, ahora adolescentes, aunque ya no eran tres, sino dos. El hombre de canas en los parietales, que ahora empezaban a invadirle el resto de su cabellera, continuaba pasando cada año con una mujer cada vez mas joven, y la niña, que ya no era una niña, ya no pasaba junto a su padre sino que caminaba sola rumbo a la playa moviendo sus caderas con gracia juvenil, bamboleando sus pechos que crecían prometedores bajo su blusa. Por más que ya no cantaba y sólo se limitaba a contemplar las flores, cuando el cirujano la veía, recordaba aquella canción, para él repugnante, que entonaba de niña. Duendes de siete colores que pintan las flores
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detrás del jardín rojo, azul, verde, rosa violeta, amarillo y el blanco jazmín Una mañana mientras presenciaba ese escaso desfile de veraneantes, sonó su teléfono celular. Había advertido a sus clientes que no lo llamaran en verano, salvo por una emergencia. Atendió. -¿Sí?...¿Urgente? – dijo inquieto incorporándose levemente de su reposera. El cirujano pensó unos instantes. -Sí, tal vez. Puede ser. En una hora le confirmo. Pero le advierto: mis honorarios serán más elevados que de costumbre.- y cortó malhumorado sin esperar respuesta. Permaneció varios minutos pensando en silencio. Los pájaros cantaban entre los árboles. De repente, volvió a su teléfono y marcó un número. -¿Domínguez? Lo necesito para mañana a las 8. Sí, en punto. Y traiga dos ayudantes.
Se quedó mirando al horizonte unos instantes, donde el mar parece terminar abruptamente. - Querida.- llamó a su mujer que estaba dentro. La mujer se acerco en silencio. – Hoy debes ir a lo de tu madre. Cuanto antes. Quédate ahí hasta que te llame. Que el Jardinero y Josefa no regresen hasta el lunes. La mujer se dio media vuelta y sin decir palabra entró de nuevo a la casa. Quince minutos más tarde volvió a salir al jardín, se subió a su Mitsubishi blanco y luego que Josefa guardara un bolso en el baúl del auto y el Jardinero abriera el portón, se alejo de la casa rumbo a la capital. El lunes siguiente todo parecía haber vuelto a la normalidad. Manfford estaba junto a la piscina con un vaso de jugo de naranja mientras leía el diario. El jardinero cortaba el césped y Josefa limpiaba su biblioteca. La biblioteca era el lugar más custodiado por el cirujano. Siempre estaba bajo llave, que él mismo conservaba. Aún así le confiaba a Josefa la limpieza de aquel sitio. Los adornos que habían allí eran de una calidad extraordinaria: relojes antiguos, cajas de música, pequeños hombre de metal, armas finas de todas partes y libros llenos de ilustraciones. Cuando Josefa terminaba la limpieza, cerraba la biblioteca y devolvía las llaves al cirujano. Al silencio de la mañana lo interrumpieron dos patrulleros que estacionaron clavando los frenos y levantando polvareda en la puerta de la casa. Bajaron cuatro policías uniformados. El propio Manfford fue a recibirlos, como si los estuviera esperando. Los hizo pasar. Caminando a través de un sendero de piedra laja los hombres ingresaron al vestíbulo donde tres generosos sillones junto a los ventanales aguardaban por ellos. Luego de una hora de conversación, Manfford los acompañó hasta el portón. Estrechó sus manos. -Lo lamento mucho- dijo con una mirada grave. -Los mantendré informados si me entero de algo. Cuenten conmigo. Dentro de dos días terminan mis vacaciones y
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regreso a la capital. Pero ustedes saben dónde encontrarme- Se dio media vuelta y regresó a su reposera. Los cuatro hombres se subieron a los patrulleros. Antes de abandonar el lugar, el oficial a cargo tachó en su formulario el nombre del cirujano con un grueso marcador.
-El alboroto general se fue diluyendo con el tiempo: la prensa se ocupó cada vez menos del asunto pues era tiempo de abocarse a otros horrores, las acciones de la policía no dieron resultado y una vez entrado el otoño, cuando las actividades cotidianas reaparecieron tras la pausa de las vacaciones, todo se redujo a un simple misterio de verano. Así fue que el año siguiente comenzó con la paz natural de Montes de Marina: el cielo y el mar claro, las barcas de los pescadores haciendo equilibrio sobre la línea del horizonte y algunos pocos veraneantes caminando por la orilla. La mañana del día de reyes encontró a Manfford en la cocina, abriendo un pescado que el día anterior había comprado a los pescadores en la costa. Tenía puesto guantes de cirujano y a la distancia parecía que operaba un paciente. Lo abrió con un filoso cuchillo y comenzó a limpiarlo bajo el agua. Josefa no estaba en la cocina. Cuando Mannford cocinaba, nadie podía acercarse a ese lugar. Ni siquiera su mujer. El equipo de audio del living estaba encendido. El programa de música clásica que Mannford escuchaba todas las mañanas durante el desayuno había terminado y nadie había tenido la precaución de apagar el equipo. Ahora era el turno de un programa de chismes, música y otras distracciones. El programa era presentado por una pasta dental que convertía cualquier dentadura amarillenta, en una sonrisa blanca y fresca. La locutora tenía una voz juvenil y como ese día era día de reyes, regalaba a los más pequeñitos una canción.
Duendes de siete colores que pintan las flores detrás del jardín rojo, azul, verde, rosa violeta, amarillo y el blanco jazmín El rostro del cirujano se endureció. Atravesó con fuerza el cuchillo a través de la carne del pescado y lo dejó estacado en una tabla de la cocina. -Josefa, la radio – dijo en el tono más calmo que pudo. Nadie respondió. - Rosa, la radio – dijo esta vez levantando algo más la voz. Pero su esposa tampoco respondió. Estaba vomitando en el baño. Salió de la cocina molesto, tomó el control remoto del equipo de audio y apretó el botón rojo con violencia, como si fuera el gatillo de un revolver. Luego regresó a la cocina donde el pescado permanecía con el cuchillo atravesado sobre la tabla. Dentro de la casa el silencio era absoluto, y sin embargo, seguía escuchando aquella canción de forma reiterada que, al fin, se dio cuenta que no estaba dentro de sus oídos.
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Miró hacia la calle de balastro. Vio pasar a la mujer, cada vez más gorda, esta vez con uno solo de sus hijos. Instantes más tarde, vio pasar al hombre de canas, con la cabeza completamente blanca y un abdomen respetable, tomado de la mano de una veinteañera. No debería pasar más nadie. Más nadie. Pero seguía escuchando la canción, cada vez más nítida. No pudo mirar más hacia fuera. Bajó la vista y su mirada se topó con el ojo del pescado, que parecía observarlo de forma acusadora. Duendes de siete colores que pintan las flores detrás del jardín Regresó al living. Tomo entre sus manos el equipo de audio y lo arrojó con furia contra la pared. -¡Rosa! – llamó a los gritos a su mujer mientras sus oídos seguían escuchando aquella voz dulce cada vez más cerca. Sentía que su cabeza se hinchaba. Se apretó la cara con las manos. -¡Rosa!- volvió a gritar mientras sacaba de su bolsillo la llave de la biblioteca. rojo, azul, verde, rosa violeta, amarillo y el blanco jazmín Cuando la mujer salió del baño, pálida, escuchó el sonido seco del Colt 45. Al ver la puerta de la biblioteca abierta, supo que ya no quedaba nada por hacer. Algunos días después, todas las flores del jardín se marchitaron.
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SEGUNDA MENCIÓN BUENA SUERTE Darwin Pereyra - Abuela, cuénteme el cuento. - Pero m’hijo si ya se lo conté cien veces. - No importa, me gusta oírlo. - Se lo sabe de memoria. - Igual. - Bueno, ahí va otra vez: Su tatarabuela Nicolasa era una india charrúa que vivió en Paso del Gordo sobre el arroyo El Cordobés por donde pasaban los contrabandistas trayendo yerba y caña. Era la época de la guerra entre blancos y colorados. Con algún milico que nunca supo quién, tuvo a Macaria Militona. - Mi bisabuela, interrumpió el niño. La abuela asintió con la cabeza mientras revolvía la sopa que hervía sobre la cocina a leña. - Sí, mi madre – dijo con orgullo. Afuera había caído la noche, llovía y hacía frío. El farol a kerosén alumbraba la cocina. El oyente tenía sus brazos cruzados, apoyados en la mesa y sobre ellos su cabecita de pelo negro. Mientras escuchaba, balanceaba las piernas a modo de juego. La abuela prosiguió con el relato: Cuando Macaria tuvo dieciocho años su madre la empleó como doméstica en la casa del doctor del pueblo cercano. “Aquí le traigo a m’hija, espero se comporte como le he enseñado” – dijo y se fue. Macaria no solo hacía la limpieza de la casa sino que el Doctor la empezó a llevar para ayudarlo a atender los partos.
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Le vio talento a la pardita, como solía llamarla y al tiempo la mandaba sola a ejercer el oficio de partera. - Pero el Doctor se murió y vino otro de la capital que no la dejó seguir siendo comadrona porque no tenía título – recitó el pequeño para demostrarle a la abuela que en verdad se sabía la historia de memoria. - Así fue, dijo la vieja mientras ponía la mesa. - ¡Saque los brazos, déjeme poner el mantel! Para ella era importante servir la mesa. Estiró el mantel, puso dos vasos y dos cucharas, una jarra de agua y una maderita con rodajas de pan casero. Trajo los platos con la sopa humeante y mientras esperaban a que se enfriara un poco, siguió con el relato: Al poco tiempo al doctorcito lo llamaron para atender el parto de la esposa de un estanciero. Allá fue muy orgulloso de su título y su saber, pero se encontró con un parto complicado y no sabía qué hacer. - Llame a Macaria – dijo el estanciero. - No. Ella no tiene título, es analfabeta. - Llame a Macaria – insistió el hombre que veía que su mujer se moría de dolor. - No. Ya le dije, ella no puede ejercer la medicina. - Llame a Macaria o lo mato a usted si se muere mi esposa – exigió sacando un trabuco del cajón de la cómoda. Ante este último pedido el médico mandó buscar a la partera con el chofer de su carruaje. Mientras se limpiaba la transpiración de la frente empezó a mirar su reloj de bolsillo. Al fin, luego de más de una hora de angustia del doctor y sufrimiento de la futura madre llegó Macaria. Ya tenían el agua caliente y las toallas limpias. Se lavó las manos, se puso su delantal blanco y se acercó a la cama.
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Trató de calmar a la mujer dándole algunos consejos y comenzó a trabajar metiendo su mano en la vagina buscando la cabeza del bebé. Pero en vez de una mollerita tocó unos deditos, un talón. Siguió buscando hasta que juntó “las dos patitas” y exclamó: ¡NACE PARADO! El padre aplaudió contento y dijo: “¡señal de buena suerte!”
El doctor sabía en teoría que había partos normales, de nalga y de pies pero nunca había visto uno. Macaria logró sacarlo luego de dar una orden firme: “PUJE, PUJE” Al fin el llanto… está bien. Cuando se aprestaba a extraer la placenta le dijo al padre: -“No se apure, ahí viene otra criatura”. Y así la fama de la buena comadrona se confirmó por todo el pueblo. El doctor extendió un comprobante de aptitud para el ejercicio de la profesión, el estanciero le pagó con monedas de oro y Macaria vivió hasta los ciento catorce años y una calle del pueblo lleva su nombre. - Tomemos la sopa que casi está fría.
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CUENTOS CUENTOS
APERTURA Juan Carlos Albarado - Peón blanco e4. Solía adelantarme a tus movimientos y nunca, a pesar de ser amigo, el de la infancia, el de los grandes secretos, te había descuidado ninguna casilla. - Peón negro e5. Nos defendíamos como espartanos, aunque no conociéramos el término. ¿Te acordás las peleas en el liceo? Siempre salíamos lastimados pero sabían que aunque fueran más nosotros no nos separábamos. Espalda con espalda decíamos y terminábamos casi siempre revolcados por los más grandes. Años después, claro, llegamos juntos a la conclusión de que estas no eran las formas. - Dama blanca h5. Y luego aparecieron ellas. A vos las morochas a mí las rubias. Nunca un malentendido, nunca una pelea ni una discusión. - Caballo negro c6. ¿Te acordás las salidas al centro? Escapados por supuesto. - Alfil blanco c4. Hasta que ella fue mi vida y vos te alejaste un poco. Supongo que sabía por qué. A veces pienso que esa aguja que se clavó entre nosotros ya la teníamos desde siempre, solo que no la sentíamos o la olvidábamos en cada una de las jugadas que nos acercaban - Caballo negro f6. Pero algunos no se preveen nunca. - Reina blanca f7 jaque mate. Conociéndote... Conociéndolos... Supongo que podría haberme adelantado a aquel movimiento.
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AZUL CENIZA Luis Antonio Beauxis Cónsul Las Malvinas Son Argentinas Reivindicaba un cartel, mientras que otro pregonaba: USHUAIA fin del mundo Aunque lo había leído numerosas veces durante mi estadía en la ciudad nunca, pero nunca, me había resultado tan abrumadoramente cierto como ese día en el que se me fue haciendo la noche en la mitad de la tarde (como dice la zamba). Los tres mil y pico de kilómetros que me separaban de mi Montevideo natal se habían transformado, por obra y gracia del volcán Puyehue, en algo tan infranqueable como la distancia entre la Tierra y el Sol, cada vez más velado por esa nube de cenizas que había obligado a suspender todos los vuelos de Austral y Aerolíneas Argentinas. - Los micros ya están todos completos ¿viste? – dijo, masticando chicle, la flaca rubia que atendía el mostrador de la agencia de viajes – Al no haber vuelos… ¡los pasajes volaron! Maldita la gracia que me causó su jueguito de palabras y malditas las ganas que tenía de disimular, hasta ella pudo darse cuenta. - Mirá, lo único que puedo ofrecerte, en este momento – continuó entonces, tratando de parecer canchera – es un pasaje en el vapor Chaco, hasta Río Gallegos. Ahí podés enganchar algún micro que llegue a Capital Federal. ¿Te va? Aquellas noches gélidas de diecisiete horas, dando vueltas en el sobre de dormir, solo como un perro, se me habían hecho insoportables. Dije que sí enseguida. Acaso habría sido mejor ver el barco antes de aceptar… El vapor Chaco estaba (des)pintado al óxido con unos cuantos cascarones cuarteados, de los más diversos colores, salpicados al azar sobre el fondo. Estoy en condiciones de afirmar, sin temor a equivocarme (como dicen los vendedores en el ómnibus) que ese Chaco bien podría haber sido aquel mismo vapor que transportó a Gardel, una vez purgada su condena, allá por 1907. Tragué saliva y subí la planchada con mi mochila a cuestas. -¡Por fin! – suspiró el Capitán – El otro pasajero ya está a bordo desde hace rato, solamente faltaba usted... Sin darme tiempo para intentar presentar algún tipo de excusa, me dio la espalda y se puso a dirigir apresuradamente las maniobras. Zarpamos con una celeridad que no dejó de parecerme llamativa pero, como coincidía con mi propio apuro, me abstuve de hacer comentarios al respecto.
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El viento helado cortaba más que una gillette, mientras yo miraba alejarse los techos a dos aguas cubiertos de nieve y cenizas. Cuando casi ya no sentía los dedos decidí que era tiempo de buscar el camarote (o lo que hubiera) y conocer a ese otro pasajero tan madrugador. La cámara destinada al pasaje era un cuchitril de dos metros por uno y medio. Tenía dos cuchetas adosadas a la pared, la de abajo ya estaba ocupada.
Mi compañero de suite aparentaba tener como noventa años; las arrugas de su cara terrosa me evocaron, de inmediato, un campo arado en el que la afilada nariz hacia las veces de reja. Tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta; los dientes postizos habían sido retirados, supongo que para evitar que se los tragase durante alguno de esos accesos de tos espasmódica que sacudían periódicamente su letargo casi comatoso. - ¿Quién es? – pregunté a un marinero que justo pasaba frente a la puerta. - Un viejito que viaja para morir en Río Gallegos – me explicó – Creo que allá está esperándolo una nieta. Lo trajeron en una ambulancia, dicen que el pobre tiene cáncer por todos lados... Tiré la mochila en la cucheta de arriba y salí disparado otra vez hacia cubierta. Por más frío que hiciera, siempre era mejor que velar anticipadamente al moribundo. Cuando dejamos atrás Les Éclaireurs, el faro que supuestamente sirvió de inspiración para la novela de Julio Verne, le comenté al Capitán: -¡Qué suerte! Parecería que ahora vamos a tener el cielo más despejado, sin esa puta nube de cenizas… -Sí, claro – sonrió – hasta que nos caiga arriba la tormenta. -¿Tormenta? ¿De qué tormenta me está hablando? -De la que anunciaron hoy temprano en el boletín meteorológico. -¿Por eso tenía tanto apuro en zarpar? -¿Y a usted qué le parece? Esperemos que, para cuando se largue, ya podamos estar a salvo en el Estrecho de Le Maire. Todo parecía indicar que la cosa iba a agitarse bastante; lamenté no tener biodramina a mano, según asegura Arturo Pérez Reverte en “La Carta Esférica”, es un remedio infalible contra los mareos. Con las últimas luces del cortísimo día austral avistamos la Isla de los Estados. No tuvimos ni tiempo para enfilar la proa hacia el Estrecho de Le Maire, la tormenta se nos echó encima sin compasión. ¡Abajo! – me ordenó el Capitán, disponiéndose a empuñar él mismo la rueda del timón, mientras la tripulación aseguraba la carga estibada sobre cubierta. Por una fracción de segundo, dentro de mi mente relampagueó la idea de hacerme atar a un mástil, igual que Ulises, para poder asistir a la furia desatada de la Naturaleza. El vendaval, rugiendo a través de mis oídos, se encargó de llevarse bien lejos aquel pensamiento tan poético como descabellado. De haberme hallado a bordo del Carpanta, y no en el Chaco, seguramente el Piloto habría sentenciado: -Siempre leíste demasiados libros… Eso no podía traer nada bueno. ______________________________________________________________________________________40
Regresé pues a la cabina de pasajeros. -¿Buenas tardes? – fue más una pregunta que un saludo. -Lo de “tardes” puedo asegurárselo – respondí – pero creo que eso de “buenas” se lo voy a quedar debiendo… -Dos ojos de agua habían regado algo de vida en los terrosos surcos resecos. -Me llamo Santiago – se presentó el anciano. -Mucho gusto, yo soy Washington. -Uruguayo ¿no? – dijo la sonrisa desdentada. -¡Y a mucha honra! – reí, recordando que los argentinos siempre dicen que en Uruguay tomamos los apellidos anglosajones para transformarlos en nombres de pila. El Chaco, que hasta entonces se había limitado a cabecear, dio el primer bandazo. Tuve que agarrarme de la pared para no caer. Mi mochila voló desde la cucheta superior y salió disparada hacia el pasillo. Como pude, tambaleándome, la llevé de vuelta al camarote y la coloqué bajo la cama del viejo; allá arriba era un peligro potencial. Además, yo comenzaba a experimentar los efectos de la tormenta y no iba a tardar mucho en ocupar la cucheta. ¿Nadie a bordo tendría biodramina? Me felicité por no haberme comido todavía la milanesa en dos panes que llevaba en la mochila, sólo de pensar en ella era mi estómago el que se ponía a pegar furiosos bandazos a babor y estribor. Cuando ya no aguanté más de pie, creo que murmuré una disculpa al viejo y me trepé, a duras penas, en la cucheta. Quedé tendido boca abajo, más muerto que vivo. Una especie de sopor fue ganándome; la idea de un naufragio ni se me pasaba por la mente embotada lo único que temía, casi a nivel subconsciente, era que algún bandazo me tirara para afuera como había ocurrido con la mochila. Por suerte eso no sucedió, ni siquiera cuando se produjo una sacudida notoriamente más intensa que cualquiera de las anteriores y que motivó un comentario de mi compañero que no alcancé a comprender. Finalmente me quedé dormido. Cuando desperté parecía haber retornado la calma, solamente se sentía el cabeceo habitual del Chaco. Santiago, el viejo, dormía de una manera bastante más serena que cuando lo vi por primera vez. Sus pelos blancos, esparcidos sobre la almohada, parecían los jirones de una vela después de la tormenta. Tratando de no despertarlo, subí a cubierta. No había ni rastros de la tormenta. Elevé los ojos hacia el firmamento nocturno, en busca de la Cruz del Sur, y sólo encontré oscuridad, cenizas… y nubes de humo. -¡La sacamos baratísima! – el Capitán estaba a mi lado, fumando su pipa. -¿Sí? -Para lo que podía haber sido… Es cierto que nos desviamos del curso… -¿Mucho? -Y sí, bastante. Unos cuatrocientos kilómetros hacia el este. Pero lo peor fue la pérdida de una de las hélices. -Disculpe la pregunta: ¿cuántas hélices nos quedan? -Una – sonrió detrás de la pipa. -¿Y podremos llegar a Río Gallegos con esa sola?
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-No, claro, vamos a tener que hacer escala en Port Stanley que es lo que nos queda más cerca. Ya veremos si los kelpers nos quieren dar una manito. -¡Seguro que sí! ¿Por qué no? – me atreví a bromear – Después de todo, según la O.N.U., el Atlántico Sur es una zona de paz y cooperación. Le dio una fuerte chupada a la pipa y se marchó sin decir nada más. Yo me quedé otro rato buscando estrellas, no pude encontrar ni una sola. Cuando volví al camarote, para ver si podía comerme la milanesa de una vez por todas (las paredes del estómago ya se me lijaban unas contra otras), el viejo había despertado nuevamente. -Malas noticias, don Santiago – comenté, pensando en la nieta que lo esperaba allá en Río Gallegos – vamos a tener que hacer una escala técnica en las Malvinas… -¡Qué suerte! – la alegría brilló plateada, igual a un pez volador saltando fuera del agua, en los ojos del viejo - ¿Sabe cuánto hace que no vuelvo a Puerto Argentino? ¡Una punta de años! ¡Desde que lo liberamos de los ingleses! Aquella afirmación me dejó más que perplejo: la Guerra de las Malvinas había sido en 1982, cuando yo era un niño. En ese entonces Santiago debería haber tenido, a juzgar por su apariencia, arriba de 60 años. ¡Era imposible que hubiese combatido con esa edad! Igual decidí seguirle la corriente. -¿Cómo fue eso, don? ¿Por qué no me cuenta? -Pero ¡cómo no! – el orgullo se elevaba como un vaho desde los surcos terrosos - Yo estaba en el acorazado Rivadavia cuando el Presidente ordenó atacar... -¿Presidente? ¡Ja! – lo interrumpí – “Dictador” querrá decir... -¡Qué dictador ni que ocho cuartos! – se indignó – Eso podrán decirlo los radicales pero para mí, y para la mayoría de los argentinos, el General fue un gran Presidente. -¿El General Galtieri? – yo no conseguía salir de mi asombro. -¿Quién? -¡Galtieri! El que vino después de Viola... -¡Vea, mocito! Yo solamente recuerdo la “Vieja Viola” del tango, aquella que era “garufera y vibradora”, y el único Galtieri que conocí fue un suboficial del Ejército al que su superior hizo fusilar, ahí en Malvinas, por cobardía ante al enemigo. Volví a acordarme de Pérez Reverte y de otro suboficial: Horacio Kiskoros (alias “el enano melancólico”), pero ése había sido condecorado… -Yo le estoy hablando del General Justo – continuó el viejo con vehemencia. -¿Quién? – fue mi turno para preguntar. -El General e Ingeniero Agustín Pedro Justo, Presidente de la Nación cuando reconquistamos las Islas Malvinas. -¿Pero de qué año me está hablando, don Santiago? -¡1938, por supuesto! ¿Cuándo iba a ser si no? Aquella respuesta me dejó sin palabras. Santiago siguió adelante: -Ese año, como Hitler tenía bastante preocupados a los ingleses allá en Europa. El Presidente consideró que el momento le hacía honor a su apellido: “Justo”, y no se equivocó. Como le decía, yo estaba haciendo el servicio militar, la colimba
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¡bah!, a bordo del acorazado Rivadavia. Estábamos anclados en el puerto de Bahía Blanca ¡qué emoción cuando recibimos instrucciones de zarpar rumbo al Sur! Los soldados ingleses en Malvinas eran cuatro gatos locos... -¿Se rindieron sin pelear? -¡Qué se iban a rendir! ¡Pelearon como leones! Eso sí, primero vino a bordo el Comandante de ellos para parlamentar con el nuestro. Era todo un gentleman, como esos que ya no se ven más que en las películas, lo único que pidió fue que nuestra artillería respetase una iglesia construida en el Siglo XIX, sólo eso. -¿Y ustedes qué hicieron? -La dejamos intacta, tal cual estaba. Ni el polvo le sacudimos. Alguien me comentó que después le pusieron una placa en memoria de aquel Comandante que cayó durante el combate. -¿Y los ingleses no trataron de recuperar las islas? -Y... ganas no les deben haber faltado pero enseguida se les vino la Segunda Guerra Mundial arriba y, para cuando se terminó, con reconstruir su propio país tenían más que de sobra… La perfecta sistematización de aquel delirio me había dejado casi sin habla, todo lo que atiné a comentar fue: - Mire usted. Yo no sabía nada de todo eso, como pasó tantos años antes de que yo naciera... Un brazo descarnado emergió de las cobijas y me amenazó con un dedo nudoso y manchado de nicotina: - Vea, mi amigo – dijo Santiago, muy serio – yo tengo edad más que suficiente como para ser su abuelo, así que me voy a tomar la libertad de darle un consejo: agarre los libros que no muerden. Yo, por ejemplo, no había nacido en los tiempos de Don José Gervasio de Artigas pero eso no justificaría que ignorase su existencia. Como agotado por aquel sermón, dejó caer nuevamente la cabeza blanca sobre la almohada. La aridez volvió a campear por los surcos de su rostro. Saqué la milanesa y, entonces sí, la devoré sentado encima de la mochila. No quise hacerlo en la cucheta por si se me caía alguna miga que pudiese perturbar el sueño de Santiago. Cuando terminé de comer me quedé largo rato cavilando acerca de la historia que acababa de escuchar. Comencé a sentir las piernas entumecidas, por aquella posición acuclillada, y decidí estirarlas en cubierta. El Chaco se disponía a atracar en el muelle, la tripulación ya tenía dispuestas las amarras. No había ni rastros de cenizas. El sol se presentó, con su séquito de gaviotas y petreles. Se oyó un toque de clarín y entonces se elevó majestuoso, sobre el oscuro fondo de los Wickham Heights, el pabellón celeste y blanco, a tope, en el mástil principal de Puerto Argentino.
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LA LECCIÓN CON OLOR A CAZÓN Andrés Barterreche Hacía tiempo que le pasaba. Sobre todo con olores, o ante determinados ambientes o paisajes. Se sentía desdoblarse y poder volver a vivir hechos que había vivido o que, al menos él, creía recordar o imaginaba haber vivido. Varias veces se había desdoblado en el niño que fue ante un estímulo preciso. Las primeras veces se preocupó, y hasta le dio un poco de miedo, o al menos preocupación. Siempre se angustiaba ante la palabra esquizofrenia. Después, al reiterarse estas situaciones no sólo se acostumbró a ellas sino que en muchas ocasiones lograba entretenerse y jugar con esas realidades paralelas que volvían desde la memoria. Pero esta vez fue distinta. En primer lugar porque estaba en su oficina, en el medio de la vorágine de su trabajo. En segundo lugar porque fue a través de la pantalla de su computadora portátil, y a partir de una foto que le fue enviada por un compañero a su correo electrónico. La foto venía acompañada por un texto que hacía referencia a la envidia que evidentemente produciría en aquellos que en ese tórrido verano se habían quedado trabajando en la ciudad. La foto era una imagen del momento de una amplia bahía con playa que no reconoció especialmente si no fuera porque su remitente le decía: “… desde Punta del Diablo…” El desdoblamiento fue casi automático. Lo podía ver en la pantalla. El numeroso grupo de niños, casi adolescentes, que en dos destartaladas bañaderas se trasladaban en su viaje de fin de cursos, del último año de una escuela de los suburbios de la ciudad. Él se identificó rápida, claramente. Sintió sus dudas en esta aventura. Se le mezclaban sensaciones encontradas: la propia aventura, las playas que siempre lo cautivaron, la frontera que no conocía y le llenaban la cabeza de fantasías de contrabandistas y bandoleros, el primer enamoramiento distinto de aquella compañera, que venía acompañado de sus primeros pelitos púbicos y las vergonzantes erecciones matinales que trataba de esconder a los ojos de sus padres. Pero también le asaltaban las valoraciones negativas, los fracasos, el asedio de aquellos compañeros con sus insultos, sus golpes, sus humillaciones. No sabía por qué lo atormentaban así desde hacía cuatro años. Ahora lo llaman bullying para poderlo diagnosticar, pensó volviendo a su rol de adulto de más de 40 años. Y reafirmando que no hay derecho que ningún ser humano haga sufrir este infierno a otro, que aunque pase, sus consecuencias lo acompañarán toda la vida. Nuevamente se introdujo en ese niño que había decidido asumir el desafío, aunque más no fuera para poder cerrar una etapa y relanzarse a otra en la que se juró no permitir que volviera a suceder. Todo había ido bien, y hasta a veces mejor de lo imaginado. Un par de compañeros que lo trataban mejor, casi amigos. De todas maneras no dejó ese
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aislamiento que lo acompañó toda su vida y que se enorgullecía cuando hablaba de su gusto y necesidad de soledad. No en vano le decían Loco, El Loco. El pueblito de frontera, con calles polvorientas y almacenes que se imaginó como tiendas de beduinos. La comprobación de la atracción, recíproca, por aquella niña que también entraba raudamente en la adolescencia. Aunque como siempre, no pasó de esa comprobación, sin ninguna otra consecuencia. Y hasta aquel partido de futbol, que como siempre quedó último en ser elegido y por ello con destino al arco. Comprobó que el acoso y los golpes le habían mejorado los reflejos, logrando por ellos tapar dos mano a mano contra el crack del equipo contrario. Y que en el último penal que atajó cuando la pelota con toda la violencia le abarcó toda la cara, a pesar del dolor, no había llorado. Muchas veces había logrado ante cada golpe, torcedura, humillación, no llorar. Creía de esa manera exorcizar la vergüenza de la cobardía. Mucho tiempo después descubrió que sobre todo lo que había incorporado era la capacidad de disimular sus miedos, su falta de coraje ante un blindaje de dureza. Con la cara roja del pelotazo recibió la noticia, entre abrazos de sus compañeros de equipo. “Che Loco, Gordo Culón, mañana sos el arquero de la selección de la escuela en el partido contra la escuela de Punta del Diablo, más vale atajes como hoy o…”. No importaba, por primera vez el Loco tenía una satisfacción que le llegaba desde lo colectivo. Esa noche soñó, además de con la compañerita, con varios triunfos con una destacada actuación suya, atajando, con la cara, todas las pelotas, y llevado en andas por los más despóticos de sus condiscípulos. A la mañana siguiente se levantó con ansiedad, era el día de reivindicarse. Se subió a la desvencijada bañadera como si lo trasladara al Estadio. Gritos, cantos, vivas se adueñaron del camino. Hasta llegar al lugar. Pero no había una multitud, ni un estadio, ni siquiera una cancha empastada, ni una escuela como la del barrio obrero de la que provenían. Apenas unos ranchitos de maderas, unas viejas chalanas, unas redes colgadas y un intenso olor, a mar y viernes de semana de turismo, era el paisaje que cobijaba a una decena de niños flacos, muy pobres, de todas las edades y tamaños pero nunca muy grandes, que de pies desnudos se apoyaban con ojos asombrados en esa inmensidad de dunas. Tragó saliva, lo invadió una tristeza inmensa. Se enojó con él mismo por su autocompasión. Su tormento, aunque las consecuencias lo acompañaran hasta el día de hoy, pensó el hombre de más de cuarenta, no era como esa miseria. La de ellos era para toda la vida. Se le fueron las ganas de jugar. Ya no le interesaba el momento glorioso, esa gloria. Pero el resto de su equipo ya se estaba cambiando. Con sus buenas camisetas y pantalones que demostraban su presencia en las más notables ligas del futbol infantil.
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Casi obsceno parecieron canilleras, tobilleras y demás adminículos deportivos. Pero sobre todo, los grandes ojos en caritas flacas de niños pescadores se fijaron en esos portentosos zapatos deportivos, todos con tapones, y algunos hasta con championes de cuero. Al menos, pensó el niño, soy el más parecido a ellos, sin ropa profesional y de calzado deportivo brasilero barato recientemente comprado en la incursión a la frontera. Por un instante volvió el burócrata desde su sillón giratorio y reclinable. Pensó en todos esos niños con posible revancha en la vida por la vía de su desarrollo deportivo. ¿Alguno habría llegado? Al puntero derecho se lo había encontrado en alguna mesa de votación de alguna elección de las tantas a las que había concurrido. De mirada perdida, demacrado, sin dientes, destruido. Ese había perdido la revancha. Posiblemente buena parte de esos triunfadores que caminaban a la canchita de piso de arena hubiesen perdido en el largo plazo. Volvió a la pantalla y a la piel del niño que recibía el grito, “Dale Loco, que esto es un paseo, dejá de poner esa cara, cagón”. Ya se había acostumbrado a los insultos, pero esa vez hubiera querido explicarles, y que le creyeran, que la cara no era de miedo sino de pena por esos otros gurises. Efectivamente fue un robo, a pesar de que el juez era el maestro de los niños del mar y cobraba para ellos, a pesar del amor propio que esos niños ponían, a pesar de la displicencia que ponía el equipo de la capital. Primer tiempo 1 a 0 y sobradas ocasiones de aumentar el tanteador. Ya avanzado en segundo tiempo siguió todo igual. Faltando poco para terminar ya se sabía el final. Cuando el niño arquero, con la pelota en sus manos, siente del más sádico un grito: “¡Dámela Loco, dámela ya!” pensó que era el momento de su revancha, sin riesgo. Si la pateaba para adelante y no le hacía caso posiblemente el partido terminara y a su torturador se le hubiera frustrado su gusto por hacer su última jugada y terminar el partido con la pelota en sus pies. También supo lo que le esperaba si lo hacía. Y una vez más su cobardía le ganó la partida. Mansamente se acercó al costado del área. ”¡Dale Loco de mierda, pasámela de una vez!” Y se la dio. Picando muda en la arena llego a los pies del atormentador, que rápidamente se la dio, como si se hubiera equivocado, al más adelantado de los niños de pueblito marinero, que con el arco libre y en la hora marcó el empate ante la algarabía de todos los pescadores. En ese instante se le cruzaron sentimientos pero sobre todo el de frustración porque a ese compañero no iba a poder odiarlo como se merecía. El peor había hecho la acción más noble, mostraba sentimientos. Le coartaba hasta la posibilidad de odiarlo y eso era lo peor. Oyó el intercomunicador que le avisaba que las personas para la próxima reunión ya estaban. Las gotas que rodaban por las mejillas caían y desteñían el informe utilizaría para ella. Imposible leer, pensó, el lunes tengo que ir a cambiarme los lentes.
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PERFUMES Hugo Mieres Ofelia usaba el mismo perfume desde que nos conocimos. Era una fragancia barata y violenta, pero no podíamos imaginarla sin ella. Si hubiéramos cerrado los ojos habríamos podido guiarnos sin errores por el camino que había recorrido el aroma y que se mantenía en el aire espeso del bar, como un sendero de árboles apretados, desafiando el olor a humo de tabaco, esquivando las sillas, para detenerse al final sobre el círculo de la mesa y flotar como los anillos de Saturno alrededor de nuestros cuerpos, de los vasos, empañando de un rocío amarillento el vidrio de la ventana. La primera noche que me encontré solo porque habían empezado las detenciones, (Horacio y Ofelia se habían exiliado y yo pude todavía por un breve tiempo mostrarme, ir dos o tres veces más al mismo bar), no reconocí una grapa triste, insulsa. Llamé al mozo, le pedí que la cambiara y le pregunté si de verdad era grapa lo que me había servido. Se llevó el vaso en silencio y cuando regresó con el otro, dijo: -El perfume. Le falta el perfume. Sus palabras me sacudieron como si me hubieran despertado de una pesadilla, y me dediqué a buscarlo en vano en farmacias y perfumerías, maldiciéndome por la imprevisión de no haber preguntado su marca. Cada martes llegaba a la mesa con un frasco diferente, y siempre terminaba con la grapa arruinada y el frasco en la basura. El mozo me sorprendió cuando hacía la primera prueba, me miró con la mueca que se dispensa al drogadicto, pero no dijo nada. Disimulé sin convicción mojándome las manos y llevándolas a la cara con esos golpecitos que amortiguan la escaldadura que deja una hoja de afeitar demasiado nueva, y lo único que logré fue acentuar el ridículo, pues llevaba una barba de dos días. Probé la grapa en busca del recuerdo, y sin quererlo, apareció el de otra mujer que había usado el mismo perfume, -era de lo único que estaba seguro-, pero esa mujer entraba y se esfumaba, me mostraba sus manos pero me escamoteaba el rostro semioculto detrás del de Ofelia, que ponía ante mí como un escudo, jugaba a las escondidas desde un pasado que yo rechazaba, y no sabía bien por qué. La grapa tenía un gusto dulzón, pero no era la dulzura de rosas que buscaba, sino de alguna fruta con aroma mareante. Miré al mozo, lo llamé y le pedí ayuda. Me hizo una seña de que esperara, atendió a otros clientes, después fue detrás del mostrador, habló algo con el dueño y avanzó hacia mi mesa con su túnica que casi arrastraba por el suelo, jamás lavada, su apariencia de enfermero de locos, y no sé por qué, imaginé que alguna vez había
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servido a grandes señores en clubes exclusivos, todo para nada, o solo para rodar en la bajada de un tiempo que ni yo ni él -quizá- podíamos medir, de bar en bar, y terminar clandestino, arrinconado y secreto en éste, donde sus pocas fuerzas y sus canas no desentonaban con la miseria, las moscas y el olor a amoníaco, sirviendo sin apuro grapa, whisky nacional y vino suelto a viejos pensionistas y a estudiantes. Conservaba todavía unos ojos brillantes y alertas, maneras afables, refinadas, y se conducía con un leve aire de superioridad. En los últimos tiempos me veía llegar y después de servirme, se sentaba frente a mí, mirándome en silencio, a esperar el fracaso. Ni siquiera se molestaba en acercar la cabeza hasta el vaso. Bastaba que el aroma le llegara a la nariz para que se levantara triunfante por el regocijo que el tiempo le ofrecía, de un ejercicio de revancha contra uno de esos jóvenes que creían que podían llevarse el mundo por delante, sin ponerse a meditar que ya el futuro (es decir, la vejez y el desgano) también a él hacía rato que le estaba golpeando la nariz. Yo creía que me compadecía, pero él nunca decía nada, porque parecía estar acostumbrado o quizás sentía que era su obligación actuar en todo como un profesional. Solo una vez dudó. Cuando percibió la fragancia, miró el vaso con una atención desusada, y como el alquimista que solo necesita dar el último paso para descubrir la piedra filosofal, me pidió probar la grapa. Desconsolado de antemano, le hice un gesto de aprobación displicente, aunque no había nadie en el mundo que estuviera en ese momento prestando más atención que yo. Tomó un buen trago y levantó la cabeza hacia el cielorraso, poniendo los ojos en blanco. Señaló enseguida el vaso con el dedo. Por fin, habló: -Es éste, -dijo. Pero le falta algo. -¿Cómo que le falta algo? Quizá compré un frasco ya viejo y el aroma ha perdido su fuerza. -No, -sentenció. El perfume es éste. Lo que le falta es la mujer. Aunque mi puteada la oyó todo el bar, en el silencio que siguió, oí que le decía a un parroquiano levantando los hombros en un intento de disculpa: -Le falta la mujer.
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
ÍNDICE ONOMÁSTICO Páginas
Acosta Cattolica, Juan Andrés……………………………………………………………………………….28 Alvarado, Juan Carlos…………………………………………………………………………………………..38 Barterreche, Andrés…………………………………………………………………………………………….44 Beauxis Cónsul, Luis Antonio…………………………………………………………………….…….……39 Carpellino, Sergio Daniel……………………………………………………………………………….….…24 Mieres, Hugo…………………………………………………………………………………………………….…47 Pereyra, Darwin…………………………………………………………………………………………….….…33
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ÍNDICE ANALÍTICO
ÍNDICE ANALÍTICO Páginas
Apertura………………………………………………………………………………………………………..….…….38 Azul ceniza……………………………………………………………………………………………………………….39 Buena suerte………………………………………………………………………………………………….…..……33 Ese otro hombre……………………………………………………………………………………………….……..24 La lección con olor a cazón…………………………………………………………………………..….………44 Los colores del jardín…………………………………………………………………………………….…………28 Perfumes…………………………………………………………………………………………………………………47
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Biblioteca Central de Educación Secundaria Dr. Prof. Carlos Real de Azúa
Montevideo, octubre 2016