El duelo de Felipe Ducazcal y José Paúl Angulo
“En
aquel momento la bala de José Paúl y Angulo le entró por una oreja. Felipe
Ducazcal dio una gran voltereta y cayó como muerto. Mientras los padrinos, acudiendo a socorrerle, daban por terminado el lance, Paúl recogió y desdobló su capa tranquilamente, se la puso, se caló el sombrero, y sin más saludo que una grave reverencia, se marchó con su padrino La Rosa” (Benito Pérez Galdós)
Benito Pérez Galdós en La España Trágica de Los Episodios Nacionales describió los pormenores del duelo a pistola más insólito de la historia de Madrid, por los personajes que se enfrentaron –Felipe Ducazcal y José Paúl y Angulo-, por las consecuencias que supuso para uno de los dos y por cómo se llegó a los hechos. Ocurrió en 1870. El perdedor fue Ducazcal, de 25 años, que acabó con un balazo incrustado en lo más profundo del oído y que nunca pudieron extraerle. Convivió con la bala 20 años, hasta su muerte a los 46. Del relato de Pérez Galdós se desprende que Ducazcal cometió un error muy grave cuando en un instante volvió la cabeza hacia un lado mientras arrojaba su pistola encasquillada al suelo. Paúl y Angulo no vaciló un segundo, apuntó, disparó y el proyectil impactó en su rival. “En una de las suertes, le falló a Ducazcal la pistola; arrojola con gallardo gesto, volviendo la cabeza. En aquel momento la bala de Paúl le entró por una oreja. Felipe dio una gran voltereta y cayó como muerto”.Una crónica en el “Blanco y Negro” de 1925, el novelista, dramaturgo y periodista Augusto Martínez Olmedilla, recordaba que aquel duelo tenía un primer contrincante: el propio Prim, pero en su lugar acabó acudiendo Ducazcal: “Uno de los hechos que más contribuyeron a la popularidad de Ducazcal fue su desafío con el batallador periodista Paúl y Angulo. Había éste retado al General Prim, que rehusó el duelo por ser Gobierno a la sazón. Entonces Ducazcal se prestó a sustituirlo, y aceptado el trueque, se verificó el lance en condiciones duras. Paúl y Angulo lo hirió; mas pudo dar por bien empleada la sangre que vertiera, pues reafirmando su amistad con el general, omnipotente a la sazón, le aseguraba un brillante porvenir en la política, del que no quiso aprovecharse.” José Paúl y Angulo fue un político, escritor y periodista nacido en Jerez de la Frontera, Cádiz, en 1842 y fallecido en París 1892, que ha pasado a la historia como principal sospechoso de la emboscada a tiros, una noche en Madrid en la calle Marqués de Cubas, al General Juan Prim, pero nada ha podido probarse, máxime hoy cuando se le ha practicado la autopsia a la momia del general y las averiguaciones han resultado sorprendentes. En Biografías y Vidas se dice de él: “Político español. Apoyó la revolución de 1868 y fue diputado por Jerez. Tras participar en la insurrección republicana de 1869, tuvo que exiliarse. A su regreso a España instigó, al parecer, el asesinato de Prim, lo que le obligó a expatriarse. Emigró a América, donde amasó una gran fortuna, y luego a París. Es autor de Memorias de un pronunciamiento (1872) y de Los asesinos del general Prim y la política en España(1886)”. José María Fontán Bertrán en su obra “El magnicidio del general Prim”, refirió acerca de Paúl y Angulo: “Se le conformó fama de pendenciero y borracho, cosa que no era cierta. Era un hombre muy culto. Se había educado en Inglaterra como casi todos los hijos de familias de vinateros de Jerez de la Frontera. Era un hombre altruista. Tenía dinero y se dedicó a promover la República con el ideario de libertad, fraternidad e igualdad. Se gastó su fortuna persiguiendo esos ideales. También es verdad que iba protegido por una serie de compañeros. Había sido atacado varias veces por la conocida 'banda de la porra’. Incluso habían atacado a la redacción del periódico 'El Combate' cuando estaba en la Plaza de los Mostenses. Además Ducazcal, que era jefe de esta banda, se batió con Paúl y Angulo por unos artículos que se cruzaron en un periódico. En este duelo Paúl y Angulo le hirió de un disparo en la oreja que, bastante tiempo después, le provocaría la muerte a Ducazcal.”
Felipe Ducazcal, nacido en 1845 en el número 3 de la calle de la Palma de Madrid y fallecido en 1890 en su casa de la calle Alcalá 77, fue un personaje mucho más trascendente que su rival. Fue tipógrafo en la imprenta de su padre en la Plaza de la Ópera, donde se alzó el Real Cinema, razón por la que desde muy temprano entrase en contacto con Pablo Iglesias, fundador del PSOE, también de profesión tipógrafo, a quien aún admitiendo que había errado en su carrera política e ideológica, mostró por él siempre admiración, protección y afecto. Ducazcal desde muy joven se afilió al partido del general Prim. Fue destacado empresario teatral en Madrid con su Teatro Felipe, un barracón de madera, ubicado donde se levantó el Palacio de Correos de la Plaza de Cibeles, entonces aún terrenos más avanzados de El Retiro, en el que se estrenó en julio de 1886 la zarzuela “La Gran Vía” de Federico Chueca, Joaquín Valverde y Felipe Pérez, de donde pasó a representarse en el Teatro Apolo de la calle Alcalá, también de su propiedad. Pero en su vida hay un lado negro, que de no haber existido hubiera hecho de él un personaje admirable: la organización y dirección de la siniestra Partida de la Porra, grupo de matones a sueldo o sencillamente fanáticos, que asaltaban redacciones con las que no comulgaban, reventaban mítines políticos o molían a palos a periodistas incómodos, llegando incluso a ocasionar muertes. Llegado el instante de recibir las pistolas, cada uno de los duelistas dejó ver su peculiar temperamento y psicología
Benito Pérez Galdós: “Una noche de las últimas de noviembre (1870), los mitológicos asaltaron el teatrito de Calderón, donde había de estrenarse un sainete cómicoburlesco, titulado Macarronini I (Eduardo Navarro Gonzalvo fue el autor de aquella bufonada cómica en un acto y en verso). Tomadas y ocupadas por la cuadrilla todas las butacas, desde la fila 4.ª a la 24, apenas se levantó el telón empezó el disparo de patatas y de verduras arrojadizas sobre los pobres comediantes; y como estos protestaran con ira, los alborotadores invadieron el escenario, y allí no quedó decoración entera, ni mueble sano, ni actor sin desgarrones en la ropa y cardenales en el rostro. Huyó el público despavorido, se desmayaron muchas señoras, y algún niño salió magullado. A los agentes del Orden no se les vio el pelo, y el acto vandálico se consumó con discreto alejamiento de la autoridad. Y menos mal que no hubo muertos, como en el salvaje atropello del casino carlista de la Corredera. De este y otros desmanes quedó en el público un rastro de indignación, de acres disputas. Paúl en su Combate y Ducazcal en La Iberia, se pusieron de vuelta y media, achacándose uno a otro la culpa del escándalo. Felipe se jactó de haber maltratado al jerezano en plena calle. Lo más suave que Paúl dijo a su enemigo fue este puñado de flores: «Al jefe de la partida de asesinos, protegidos por el Gobierno que a España deshonra, a Felipe Ducazcal, tiene dicho el director de El Combate: -Que le reconoce como vil y cobarde agente del ignominioso Gobierno de Prim y Prats. -Que mintió como un villano al asegurar que le había maltratado, quitándole el revólver. -Y, por último, que sin embargo de su despreciable condición, dispuesto estaba a batirse con él cuando quiera y como quiera». Inevitable fue salir al campo del honor; empezaron las visitas de caballeros, el discutir y fijar las condiciones del lance. Este se concertó al fin a muerte. Padrinos de Paúl fueron Santamaría y La Rosa; los de Ducazcal, Doñamayor y Menéndez Escolar, teniente de Cantabria. El 10 de diciembre, muy de mañana, habían de encontrarse los dos valentones con sus testigos detrás de las tapias del cementerio de San Isidro. Si un duelo es siempre cosa de cuidado, para Ducazcal fue aquel atrozmente inoportuno, porque se hallaba el hombre en la luna de miel: días antes se había casado con una hermosa pescadera de la calle Mayor.
Tempranito salió Felipe de su casa, próxima a la llamada de Pajes, detrás de la Armería, y en coche de la Casa Real, tirado por magnífico tronco de mulas, se fue con sus padrinos al Tiro de Leonardo, en la Castellana, donde estuvo más de una hora ejercitándose en el tiro de pistola. Con admirable destreza puso doce blancos. Los padrinos le felicitaron, asegurándole un triunfo si en el terreno apuntaba y afinaba tan bien como en la Castellana. Después del feliz ensayo, partieron a la carrera para San Isidro; llevaban las mismas pistolas que en marzo de aquel año sirvieron para el duelo en que Montpensier mató al Infante don Enrique. La llegada a San Isidro coincidió con la de un lujoso entierro escoltado de innumerables coches. Viendo de lejos los dos simones en que venía Paúl con sus padrinos, comprendieron la dificultad de escabullirse tras el cementerio sin llamar la atención. Vacilaron entre ir a lo suyo o agregarse a la cáfila del entierro, y estando en estas dudas, se les presentó un sargento de la Guardia Civil de a caballo con dos números, interrogándoles en forma que indicaba el propósito de impedir el duelo. Grande fue la contrariedad de Ducazcal, que agotó todo el repertorio de apóstrofes para maldecir su suerte. Le sacaba de quicio la idea de que el otro le supusiera capaz de haber dado el soplo a la policía, para librarse de un encuentro en tan graves condiciones. Invocando a todos los demonios, dio con una estratagema que salvaría su opinión de caballero intachable. Convino con sus padrinos en echar pie a tierra para confirmar lo que habían dicho al guardia civil, esto es, que formaban parte de la comitiva del entierro. Y en tanto, el amigo Menéndez Escolar corrió a donde estaban los dos simones de Paúl, y contó a este lo que pasaba. El mejor medio para salir del atranco era que don José y sus padrinos se metieran en el coche de la Real Casa, y salieran pitando para el arroyo Abroñigal, mientras Felipe y los suyos irían en los alquilones al Gobierno Civil para ver a Martos y exponerle el caso. No dudaban que el Gobernador interino les daría permiso para matarse como caballeros en donde lo tuvieran por conveniente. Así se hizo, no sin que Paúl, escamón, pusiera el ceño de matachín perdonavidas. Mientras los unos iban al Abroñigal en el coche regio, los otros emprendieron la carrera hacia el Gobierno Civil, donde Ducazcal, con fieras maldiciones, pintó a su amigo Martos el desairado trance en que le ponía echando la Guardia Civil en persecución de los honrados paladines. Martos le dijo: «Váyanse, váyanse al Abroñigal; pero a prisita, y despachen lo más pronto que puedan, que yo aguardaré un poco... Calcularé el tiempo para que la Guardia Civil llegue allá cuando de los dos valientes no queden más que los rabos».
Salieron Ducazcal y los suyos con loca impaciencia, ofreciendo propina de un duro a cada simón; y ya eran más de las once, cuando se juntaron unos y otros en un barranco del Abroñigal, a la izquierda y fuera de la vista de las Ventas... Pero no había tiempo que perder, y aunque el sitio era estrecho, sin espacio bastante para partir el sol, no se entretendrían en buscarlo más cómodo, por no parecerse a Bertoldo eligiendo el árbol en que había de ser ahorcado. El día era glacial. De la nieve caída en la noche anterior, quedaban enormes cuajarones en los sitios no acariciados por el sol. ¡Al avío, al avío! Activaron los padrinos las prolijas funciones preparatorias: medir distancias, sortear los puestos y las armas, cargar, etc... Llevaba Ducazcal un majestuoso carrick nuevo de última moda, levita inglesa y chistera flamante. Paúl iba envuelto en luenga capa de paño verde, con larga esclavina y cuello alto. Sobre este campeaba un sombrero de alas anchas. Llegado el instante de recibir las pistolas, cada uno de los duelistas dejó ver su peculiar temperamento y psicología. Felipe, con gesto semejante al de un tenor de ópera en la escena de las bodas de Lucía, arrojó lejos de sí el carrick elegante y la bimba lustrosa; Paúl se quitó la pesada capa, y doblada cuidadosamente, como si apreciase la prenda pluvial más que su propio cuerpo, la dejó en un sitio despejado de nieve, y sobre ella puso el blando chapeo. Quedó la figura escueta, con zamarra, pantalón de pana y botas altas. Tocó a Ducazcal disparar primero. También en la manera de tirar se declaraba la diferencia de temperamentos. Ambos eran valientes; pero el valor, como todo lo humano, reviste formas variadísimas. El de Felipe era enfático y decorativo; el de Paúl, reconcentrado, profundamente austero... Tiró Ducazcal con precipitación desdichada, disgustando a sus padrinos, que en la mañana de aquel día le habían visto hacer blancos con admirable precisión en el Tiro de Leonardo... Por segunda vez disparó con más arrogancia que tino, con teatral guapeza. Y se le acercó su padrino Menéndez Escolar, diciéndole: «Afine usted, afine por Dios... o ese hombre le mata». Siguieron tirando. En una de las suertes, le falló a Ducazcal la pistola; arrojola con gallardo gesto, volviendo la cabeza. En aquel momento la bala de Paúl le entró por una oreja. Felipe dio una gran voltereta y cayó como muerto. Mientras los padrinos, acudiendo a socorrerle, daban por terminado el lance, Paúl recogió y desdobló su capa tranquilamente, se la puso, se caló el sombrero, y sin más saludo que una grave reverencia, se marchó con su padrino La Rosa.
En las primeras referencias que del lance llegaron a la casa de Halconero, se dijo que Ducazcal había muerto. Pero en la noche del mismo día (10 de diciembre) rectificó Bravo la triste noticia, por testimonio del propio Menéndez Escolar. Cuando los padrinos llevaron a su casa en el coche de Palacio al jefe de la Partida de la Porra, creyeron que se les quedaba en el camino. Pero no fue así. Vivía, y podría salvarse si se lograba extraer la bala. Los comentarios de desafío y de la relación del mismo con la cosa pública, no tenían fin en la tertulia de Halconero. Allí se leía El Combate, que en su número del 12 traía estas convulsiones epilépticas: «La traición revolucionaria está probada; el volcán de las iras populares está próximo a estallar... se aguarda un momento terrible; se aproxima una tempestad siniestra; óyense los primeros rugidos del aquilón revolucionario; se necesita una víctima para reivindicar nuestros derechos... Esta víctima la traéis vosotros al sacrificio... ¡Sobre vosotros caerá su sangre, y la sangre generosa del pueblo que por vuestra culpa se derrame!».
Teatro Felipe, propiedad de Felipe Ducazcal, donde se estrenó la zarzuela La Gran Vía, que estaba ubicado donde luego se alzó el Palacio de Correos y Comunicaciones de la Plaza de Cibeles, entonces comienzo de El Retiro.