Enrique Jardiel Poncela por Eduardo Haro Tecglen

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14 de Abril de 1931 Enrique Jardiel Poncela por Eduardo Haro Tecglen Como otras muchas personas, Enrique Jardiel Poncela creía tener una ideología política firme y clara: y se engañaba. Es una aventura muy abundante en España, en la izquierda como en la derecha. Enrique Jardiel Poncela creyó ser un hombre de derechas y luego ocurrió que, o bien él no lo era, o bien la derecha se sobrepasó en sus pretensiones durante los años treinta. En los escritores la confusión es frecuente: desean escribir la libertad, la apertura y la capacidad de crítica que les parecen propias de la izquierda, pero vivir con arreglo a una clase social acomodada y privilegiada. Este equìvoco que presidió su obra y determinó su vida tiene una considerable importancia por las fechas históricas en que se produjo: el final de la monarquía, la II República, los sobresaltos revolucionarios que se produjeron en el perìodo republicano, la sublevación del conjunto de fuerzas que formó lo que con bastante precisión se llamaría "Movimiento" (hasta que se convirtió en inmovilismo), la espécifica situación de esa república durante la guerra y el triunfo de Franco, que elevó la idea general de la derecha a un sistema político exagerado y decididamente indeseable. Un "movimiento" es el acto por el cual unas fuerzas políticas que tienen una afinidad, a veces relativa, se mueven contra otras adversas: en aquel caso, las que se llamaron Frente Popular. Enrique Jardiel Poncela era un hombre del "Movimiento"; sobre todo, porque encontraba, como fue muy frecuente en su tiempo, que la República estaba entregada al comunismo y que el comunismo acabaría con una burguesía a la que pertenecía y que formaba, según creía él, su mayor clientela. La del teatro: un arte de la derecha, en España. "Ningún artista verdadero puede ser comunista; el arte no existe sin un sentido de la aristocracia. Y las cosas bellas jamás pueden ser un bien común", escribía. Su pintura cablegráfica de la España republicana: "Retracción del capital. Gravamen de impuestos. Reducciones de sueldos. Desórdenes sociales contínuos. Represiones. Tiros, muertos y obreros parados. Policía con pistolas-ametralladoras. Deportaciones". Esta descalificación aparece en otros escritores de su tiempo, sobre todo los humoristas: Wenceslao Fernández-Florez, Julio Camba. Y Tono, y Mihura. Todos ellos fueron derrotados por los suyos: se les acabó la libertad de la escritura. Sus libros fueron prohibidos, sus comedias sometidas a la censura. Algunos no solo sobrevivieron sino que encontraron acomodos o sustituciones, aún distanciándose del régimen al que habían propugnado. No pasó así con Enrique Jardiel Poncela: el triunfo del Movimiento le destruyó. Sus novelas pasadas fueron consideradas blasfemas, como "La tournée de Dios" o pornográficas, como "Pero ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?". El lenguaje de este mismo libro que tenemos ahora en nuestras manos, "Espérame en Siberia, vida mía", era imposible de aceptar por un censir bienpensante. Aunque se riera en el secreto de su covachuela. Todo lo que intentaba escribir Jardiel desde el "Año de la Victoria" era imposible. Peor aún: su técnica, su idioma, su


sistema de ideologías, se había hecho inútil. Es decir: había acabado el ámbito en el que sus obras literarias podían ser estimadas. No se le volvió a entender nunca más, y comenzó un descenso a los infiernos que le llevaría a la muerte: pobre, abandonado, enloquecido. Sus estrenos de teatro de después de la guerra fueron aventuras arriesgadas; verdaderas batallas, a veces. Las críticas le degollaban; y él a los críticos. Los empresarios le huían; y los cómicos. Pedía dinero prestado para montar compañìas de teatro: los estrenos eran ruidosos fracasos, aquí y en América --se llamaba "cruzar el charco" a los viajes casi regulares de las compañías de teatro entre dos temporadas españolas-- y los acreedores le perseguían. Sus últimas posesiones de un pasado de cierta riqueza, sobre todo de su temporada en Estados Unidos, iban siendo empeñados en el Monte de Piedad: como es ahora muy conocido, utilizaba a amigos para que pignorasen camaras fotográficas, prismáticos, botanaduras de chaleco de etiqueta. Algunos amigos que habían sabido entrar en el terreno de la burguesía dominante, como José López Rubio, o como Fernando FernánGómez le prestaban dinero: practicamente, se lo daban, con tal discrección que no se ha sabido hasta muchos años después, cuando ya es solo un dato histórico. Y se cuenta mas en su honor que en su desdoro: es la prueba de que no se vendió ni siquiera a los suyos. Ni a su régimen. Pero otros amigos evitaban ir a verle al café de Castilla o a su casa cuando ya no salía para evitar no solo la petición, sino la amargura. Fue amargo y duro toda su vida: no solo en la desgracia. Es dificil emplear, al tratar de movimientos literarios, morales o políticos, la palabra "salto atrás": nada vuelve a ser como antes, ni siquiera cuando pretende imitarlo. Es una incongruencia: el tiempo no se detiene y lo que se quiere repetir solo se remeda. El Movimiento quiso repetir tiempos imperiales y figuras que le parecían afines del pasado, y no logró mas que la caricatura en forma burguesa. Pero las fuerzas que se llaman conservadoras no cejan en el empeño de la vuelta atrás aunque solo sea para volver a empezar. Nada vuelve a ser como antes: pero un cierto sentido de la vida se corta, se decapita. Enrique Jardiel Poncela había comenzado a escribir en un tiempo literariamente abierto que precedió a la Repùblica y había comenzado a recibir influencias de las nuevas corrientes de pensamiento desde muy jóven. Tal vez ser párvulo en la Institución Libre de Enseñanza y en la Sociedad Francesa no indiquen más que una vocación decidida de sus padres --un periodista, una pintora-- a sacarle del espeso pozo español; pero le llevaron luego a San Antón, donde iban los niños dificiles, y quizá influyese mas la severidad de los rudos padres escolapios en su decisión de rebeldía y de descreimiento: por la clásica reacción. Las redacciones, los cafés, las amistades literarias, creaban un ambiente, a principios de siglo, enormemente permeable. Una época, una burguesía determinada, se estaba rompiendo. Por el comunismo, por el fascismo. Si en Jardiel influyó mas el fascismo de Marinetti, futurista, no fue al pie de la letra: pero si las condenas de Jardiel al comunismo fueron explícitas y muy duras , no aparecieron nunca otras paralelas con respecto a Hitler o Mussolini; pero, claramente, no fueron tampoco elogiosas (hay que recordar que Jardiel tenía un odio patológico por lo inglés, que iba a convertirse en verdadero fastidio en los úmtimos años de su vida: cuando su hija tuvo un novio inglés --Dorrell, un escritor desconocido, que llevaba siempre una corbata blanca-- y cuando tuvo que inyectarse con la penicilina del Dr. Fleming). En Italia estaba floreciendo


un tipo de humor nuevo que podía llegar a España mas facilmente que el de la Europa del Norte. Es posible que sin Cami o sin Pittigrilli no hubiera existido el Jardiel que conocemos, el de esta novela que aquì se reedita, y que esta misma casa publicó por primera vez. Es seguro que sin ellos y sin Mosca y sin los dibujantes y escritores de "Settebello" o de "Bertoldo", no habría existido en España una publicación como "La Codorniz" y como su antecesora de guerra, "La ametralladora", publicada en San Sebastian por Tono y Mihura y con la que Jardiel entró en contacto cuando se pasó al territorio del "Movimiento". Jardiel pasó sin problemas el primer año de la guerra en Madrid: le detuvieron, pero su propia fama le puso inmediatamente en libertad. No se imagiban sus cárceleros que ese personaje tan libre y tan divertido pudiera ser su enemigo. Pero Jardiel decidió irse a Barcelona: parecía que allí había una mayor moderación polìtica y, sobre todo, un puerto, una frontera por donde escapar. Otros lo intentaron con éxito: excepto Muñoz Seca que fue reconocido por un cómico al que había rechazado en un reparto, le denunciò y le enviaron a Madrid, donde fué asesnado: le sacaron para ello de la cárcel de San Antón, instalada en el colegio donde había estudiado Jardial. En Barcelona Jardiel Poncela encontró su ámbito. Editó un libro un libro de aforismos ("Maximas mínimas", Miracle, Barcelona, 1937) y trabajó en el cine. Estaban allí sus compañeros de teatro y de tertulias: la actriz Pastora Peña y el actor Luis Peña, Jacinto Guerrero con su amante, Conchita Leonardo; el camara Cecilio Paniagua, el director Luis Marquina. Estaba, sobre todo, un jóven director, Isidro Socias, (algunos textos le llaman "Horacio Socías"), que había sido ayudante de dirección en "Usted tiene ojos de mujer fatal" 1936; allí rodaron "Las cinco advertencias de Satanás", y realizaron algunos "celuloides cómicos" (luego se llamaron "celuloides rancios": viejas pelìculas del cine mudo a las que Jardiel ponía un texto que grababa con su propia voz): "Definiciones", "Fakir Rodriguez"... En "Un anuncio y cinco cartas" (1937) puso la músico Jacinto Guerrero y Conchita Leonardo. Ah, fue una larga pareja que jamás se casó pero que nunca se separó: hasta un poco de antes de la muerte. El confesor de Jacinto Guerrero prohibió que la visitase una mujer con la que había vivido en pecado, y la familia del maestro la cerró la puerta. Esto sucedía en 1951 y suponía otra de las contradicciones de estos hombres de derechas que no sabían donde estaban. Fue un aventura muy frecuente: Manolete no pudo recibir en su lecho de muerte la visita de Lupe Sino, y los hijos naturales de Victor Ruiz Albéniz, "El TebibArrumi" (cronista de Franco en Marruecos y España) no se pudieron despedir de él. Hoy se han vencido una gran parte de esas incompatibilidades. *** "Esperame en Siberia, vida mía" es la segunda gran novela de Jardiel: la publicó en 1930, después de "Amor se escribe sin hache". Las dos le habían sido encargadas por Ruiz Castillo para su editorial, Biblioteca Nueva, que estaba iniciando una colecciòn de humor; y uniría a ellas la tercera, "pero...¿ hubo una vez once mil vìrgenes?" Otros autores de la colección: Dominchina, Edgar Neville, Antonio Robles (que firmaba sus libros infantiles como "antoniorrobles). Jardiel tenía 29 años, había estrenado dos obras de teatro aunque tenía más en el cajón; escribía en periòdicos, colaboraba en revistas humorísticas y preparaba otras novelas. Una, anterior, "El plano astral", era


demasiado juvenil para ser importante (la envió a un concurso cuando tenía veinte años y fué mencionada y publicada). Su vocación teatral no era aún única, como suceería después; era una parte de su carrera de escritor. De humor: la palabra comenzaba a imponerse a la de comicidad. La revista "Buen Humor" fué una de las primeras que buscaron en España caminos nuevos, distintos ya de los del "Madrid cómico", los chascarrillos y los caricatos. En esa revista escribía Ramón Gómez de la Serna: ejerció una influencia decisiva en todos los escritores de su generación, y muy especialmente en Jardiel, que tendía a escribir tambien pequeños fragmentos soprendentes, como las greguerías, aunque aceptó para ellos el nombre clásico de aforismos: esta novela comienza con una serie de ellos, en forma de "pensamientos"; y con un prólogo en el que escribe que "Wilde tuvo razón en todo cuanto escribió": y ahí se reconoce otro de los maestros de Jardiel. Como Georges Bernard Shaw. El humor se consideraba aún como un arte británico, y no se entendía que fuera un fundamento de la risa, sino de la sonrisa. Tono y Mihura rondaban las mismas fuentes inmediatas del humor y algunas mas lejanas, las del surrealismo, que aún se llamaba en España "superrealismo", como lo había bautizado "Azorín" que, sin embargo, se incliaba más hacia la vieja escuela, la de Muñoz Seca, a quien consideraba un Aristófanes moderno y con el que llegó a colaborar: es de temer que "Azorin" no llegase nunca a comprender a Jardiel, y mucho menos a Tono y a Mihura, a Edhar Neville. La tentación de oponer a Jardiel con Muñoz Seca es muy fuerte y tiene algunas bases: probablemente, la edad era una de ellas: Muñoz Seca tenía veinte años cuando nació Jardiel, y el sentido de la literatura, del teatro, de la comicidad del sentimiento español, tan arraigado en los dos, tenía la diferencia de una generación muy marcada. Algo de lo que separa y de lo que une, en otros planos literarios, a la generación del Noventa y ocho, a la que pertenecìa Don Pedro, y a la del Veintisiete, que es la de Jardiel. Pero los dos tenían algunas cosas comunes: la facilidad por la parodia, el hallazgo de la gracia en el lenguaje común, la crìtica social contra la izquierda; y la inverosimilitud. Probablemente "Azoín" fue el único escritor que se atrevió a considerar a Muñoz Seca "superrealista", pero las que dió en sus articulos se hubieran podido aplicar a Enrique Jardiel Poncela bastante mejor. No creo que Muñoz Seca creyese de sí mismo tal surrealismo; ni que gustara de Ramón Gómez de la Serna, ni probablemente de Jardiel. Jardiel, en cambio, tomo la inverosimilitud como objetivo de su literatura. mas tarde se ha dicho que se adelantó a la literatura del absurdo; no lo veo de esa manera. El absurdo es algo preexistente en la vida: el escritor, desde Camus a Beckett, o al gran humorista de ese género, Ionesco, lo señalan, lo enseñan. Lo inverosimil es algo que no tiene similitud con la verdad. El paso que Jardiel dá hacia la inveromilitud, acompañado de algunos compañeros de generación, tiene una limitación considerable: trata de explicarlo. Hablaba él de que el humor era un mecanismo de relojería: estudiaba minuciosamente el tiempo y la sopresa, creaba un mecanismo que debía estallar en su momento, pero que tenía una explicación, una lógica. A veces destrozaba toda una obra de teatro por encontrar un acto tercero donde la incongruencia de los dos anteriores tuviera un final lógico. El paso siguiente lo dieron los hunmoristas de "La Codorniz" es lo que es mas patente del absurdo: no hay explicación. No hace falta. "Amor se escribe si n hache" fue un gran éxito de libreria; y de estima en las críticas y los comentarios. Era una parodia: de las novelas de amor. Cuenta Rafael Florez --su mejor biògrafo; su mejor retratista es Miguel Martín--



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