Julio Antonio Rodríguez Hernández

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Julio Antonio y Ruperto ChapĂ­


El escultor Julio Antonio Rodríguez Hernández visto por Ramón Gómez de la Serna en 1915: “Aparece a veces con su cara de cantaor flamenco, con su mirada tosca y renegrida, y sus manos de cachetero, de matarife, manos que accionan en el aire como si llenas de barro hurgasen el barro, el dedo índice siempre “palillo” del escultor que modela lo que dice...” A la derecha del Paseo de Coches de El Retiro, conforme se accede desde la calle O’Donnell, en un paraje de esbeltos magnolios, puede admirarse la única obra pública en Madrid de Julio Antonio Rodríguez Hernández (1889-1919), escultor tarraconense fallecido a los 30 años, considerado la gran esperanza de la nueva escultura española que arrancaba con el siglo XX por su carácter innovador. Julio Antonio, que no cosechó nunca malas críticas, desde la perspectiva actual de quien nunca ha oído hablar de él, constituye uno de esos personajes por el que sentirse atraído a poco que se lee acerca de su vida y trayectoria artística. En Madrid apenas nadie sabe nada de él; sí en la ciudad de Tarragona donde figura la mayor parte de sus obras en un encomiable museo. En El Retiro permanece desde su inauguración en 1921 el monumento que erigió la Sociedad General de Autores al ilustre compositor de zarzuelas alicantino Ruperto Chapí, que vivió en Madrid desde los 16 años hasta su muerte en 1909. Chapí, porque en 1893 fundó la SGAE, la sociedad acordó en abril de 1917 erigir el monumento en su memoria, que le fue adjudicado al escultor tarraconense de 28 años Julio Antonio Rodríguez Hernández.En derredor se alzan también los dedicados a Luis de Góngora, a Cristóbal Colón e Isabel la Católica, a los hermanos dramaturgos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, a Alfonso XII, al General Martínez Campos, a Santiago Ramón y Cajal, a Fray Pedro Ponce de León… Pero aquel mundo de Julio Antonio, que se había confirmado en la segunda década del siglo XX con tres obras fundamentales: el monumento a Ruperto Chapí, el de los héroes de 1811 en Tarragona y el grupo Lemonier con la dama enlutada y su hijo muerto, se vino abajo en un febrero de 1919, cual la siniestra mano negra de la tuberculosis apareció para arrebatar la vida de Julio Antonio.

Juan de la

Encina (1888-1963), prestigioso crítico, escribió en 1920 de Julio Antonio: “Nadie sabe lo que el futuro le hubiera deparado de no sobrevenir tan prematuramente la muerte del escultor”.


Julio Antonio se encargó de la figura sedente de Ruperto Chapí, ataviado con vestimenta clásica, y de la dama con manto y peineta que sostiene en su mano derecha la Victoria Alada de Samotracia, mientras extiende abierta la izquierda. También el marco arquitectónico de cuatro columnas fue obra suya. Tardó dos años en concluirlo; en 1919, año de su muerte, y no fue inaugurado hasta 1921. Es un monumento póstumo. Las figuras originales fueron realizadas en piedra arenisca, pero no tardaron en deteriorarse por la intemperie, al igual que otras muchas en lugares públicos de Madrid, lo que obligó a hacer las réplicas en bronce, de las que se encargó Eduardo Capa Sacristán (1919-2013), gran escultor y maestro fundidor en su taller de Arganda del Rey. Con diez años se inició el artista en la escultura en su pueblo natal, modelando una cabeza de Cervantes con barro de la calle, que deshizo cuando intentó cocerla con medios rudimentarios en casa. En 1896 se trasladó con su familia a Tarragona, lo propio de la familia de un militar. Las primeras clases de escultura las recibió en el Ateneo de aquella ciudad. En 1897 nuevo traslado a Barcelona, donde Julio Antonio empezó a trabajar en el taller del escultor Feliu Ferrer Galzeran (1843-1912), también natural de Mora de Ebro como él. En 1903 se encontraba viviendo en Murcia. Él empieza a realizar sus primeras obras.


En 1907 con 18 años se fue a Madrid alentado con una beca de la Diputación

de

Tarragona, y empezó a trabajar en el taller del gran escultor Miguel Blay Fábregas, catalán como

él.

Pero

Julio

Antonio, en compañía siempre de su íntimo amigo el pintor leridano Miquel Viladrich Vila (1887-1956), se independizó con su propio taller en 1908 en la calle Villanueva. Un día de 1909 emprendió un largo viaje por varias regiones españolas, en compañía de Viladrich, al que seguiría otro por Italia. El alma y los tipos populares españoles calaron hondamente en su mente de escultor: mineros, venteros, campesinos, arrieros..., lo propio de un tiempo en que la intelectualidad se había puesto de acuerdo para captar y representar lo castizo español, que llevó a una revitalización total y absoluta de lo tradicional, principalmente la fascinación por lo genuinamente castellano. Cortina y Giner en 1919: “Con su escultura prodigiosa logró interesar a todo un pueblo; atraer como un imán hacia su obra a todos los madrileños.” Castilla, la vieja tierra áspera, dura y seca, de enormes llanuras y cerros aislados, fascinó a toda la Generación del 98, y a pintores como Ignacio Zuloaga y escultores como Julio Antonio y Victorio Macho, que plasmaron la tierra con realismo y espiritualidad. Todo un mundo que no quiso ver nunca la poetisa gallega Rosalía de Castro. En 1911 ganó el concurso para la realización del monumento a los Héroes de Tarragona de 1811, la primera de sus grandes obras. Para realizar esta magna obra, Julio Antonio trasladó su taller en 1912 a una de las naves que desde 1906 la Fundición de Benito Codina tenía en el centro de la capital, donde asimismo realizó el monumento a Ruperto Chapí. El 15 de febrero de 1919, a los 30 años, murió Julio Antonio de tuberculosis en el Sanatorio Villa Luz de Madrid, fundado por el doctor Antonio García Tapia (1875-1950) en la confluencia de las calles Castelló y General Oráa, en cuyo solar se construyó un edificio de viviendas y oficinas. Con él estuvieron hasta el último hálito el doctor Gregorio Marañón, que había conseguido su ingreso en aquella institución, y su madre Lucía Hernández y las dos hermanas del artista… Julio Antonio Rodríguez Hernández creo que bien merece una visita detenida a su monumento de El Retiro.


A la izq., Eduardo Capa, maestro fundidor, escultor y coleccionista de arte, artĂ­fice de las esculturas en bronce del monumento a Ruperto ChapĂ­ en El Retiro. Las otras tres corresponden a Julio Antonio.


Julio Antonio en su taller en 1918, un año antes de fallecer de tuberculosis en Madrid. A la izq. de la foto pueden distinguirse dos Victorias Aladas de Samotracia, que incluyó en el monumento a Ruperto Chapí de El Retiro de Madrid. A la derecha, un autorretrato del escultor.

Sanatorio Villa Luz en la calle General Oráa, 45 de Madrid, fundado por el doctor Antonio García Tapia (1875-1950), donde fue internado Julio Antonio de grave enfermedad y donde falleció en presencia de su familia y del prestigioso Doctor Marañón, uno de sus grandes amigos. El sanatorio ya no existe y en su lugar hay un edificio de viviendas y oficinas.


Ramón Pérez de Ayala: “Bajo la lluvia seguía al ataúd una muchedumbre acongojada, en que formaban cuantas personalidades notorias hay en la corte. Yo acostumbraba ir a verle varias veces al día, en compañía del doctor Marañón, desde que había caído en cama, ya para no volver a levantarse. Mariano Benlliure iba por primera vez. Cambiamos breves palabras. Me dijo el afortunado escultor: ‘Que lástima de muchacho! Ya ve usted… Con él, comenzaba el renacimiento de la escultura española’. El mismo que un mes antes no estaba seguro si aquel muchacho genial se llamaba Marco Antonio o Julio César… ¿Hablaba ahora irónicamente? Yo le miré un instante con estupor; luego, me alejé, abrumado.” Ramón Gómez de la Serna en La Tribuna: “Yo que hice las primeras apologías de Julio Antonio, debo hacer la del día de su muerte, y por eso he velado sobre las cuartillas la última noche en un silencio más profundo que el de su alcoba de muerte.”






Dama de mantilla y peineta que sostiene en su mano izquierda la Victoria Alada de Samotracia. Monumento a Ruperto ChapĂ­ (Foto propia) Otras grandes obras de Julio Antonio


Informaciรณn complementaria acerca del artista: Francesc Miralles en La Vanguardia. Junio 1997


«Es lógico que el Musen d’Art de la Diputació de Tarragona insista periódicamente en mostrarnos parte de la producción del escultor Julio Antonio y en editar publicaciones que documentan aspectos de su vida y de su proceso creativo. El museo posee la colección más importante de sus obras a partir de la compra de cerca de noventa esculturas y dibujos, así como de documentación personal, que en 1962 se hizo a las hermanas del artista. Ello constituyó el núcleo originario del museo, que le dedica permanentemente una parte importante de su espacio. La actual es la exposición más importante que se ha realizado hasta ahora del escultor tarraconense (Móra d’Ebre, 1889-Madrid, 1919). Puede decirse que se exhibe la mayor parte posible de su producción. En ello han colaborado las entidades que poseen obras en sus fondos, desde el Centro de Arte Reina Sofía de Madrid hasta el Museu d’Art Moderm de Barcelona. La planta principal del museo muestra, con toda amplitud y coherencia, bronces, mármoles, terracotas y dibujos tanto de Julio Antonio como de algunos otros artistas con quienes su obra se relaciona. Como ocurre con buena parte de creadores, tras su muerte, Julio Antonio quedó apagado y su nombre apenas recordado. Ello a pesar de que en vida, y en Madrid, a cuyos círculos artísticos e intelectuales se vinculó estrechamente, fue muy valorado y constantemente referenciado, con grandes elogios, por ejemplo, de Ramón Gómez de la Serna y de Ramón Pérez de Ayala. No hay un literato destacado de la capital española —desde Azorín a Pío Baroja, desde Eugenio Noei a Gregorio Marañón— que no lo haya glosado. Así como la crítica más influyente del momento. En realidad, el realismo de buena parte de su obra se hacía coincidir con el nuevo hombre que la generación del 98 se proponía como regenerador del ámbito nacional. Pero como a tantos artistas, le llegó el olvido, básicamente porque a partir de su muerte, al acabar la Primera Guerra Mundial, comenzaron a imponerse, aunque fuera lentamente, los valores de vanguardia. El no estaba para consolidar su obra, para imponerla de manera definitiva, y los nuevos caminos del arte y de la vida divergieron de su posición. Este es un momento propicio para acercarse a la obra de Julio Antonio. Los radicalismos vanguardistas han amainado, los realismos adquieren cada vez mayor consolidación, el noucentisme sirve de punto de controversia y popularización. La obra de Julio Antonio tiene mucho de realista así como del clasicismo mediterranista. En el Mausoleo Lemonier — monumento funerario en el que trabajó los tres años últimos de su vida y que no llegó a instalarse en el cementerio— podemos apreciar el realismo y el dramatismo de la figura que, sin duda, lo emparenta con la gran imagineria española barroca. Y nos revela, a su vez, un perfeccionismo anatómico que tanto admiró en Miguel Ángel.


Pero si paseamos por la Rambla de Tarragona nos es inevitable ver el “Monumento a los héroes del sitio de 1811«. En ella pesa de forma contundente el clasicismo que imperaba en buena parte de la escultura noucentista, entre los años 1906, cuando comenzó los primeros bocetos de la obra, hasta 1914, en que cerró, aproximadamente la original concepción del monumento. Realismo y clasicismo se conjugan en su hacer de manera tan sutil que apenas parecen movimientos tan contradictorios como se quieren hacer ver. Excelente exposición ésta que nos presenta el Museu d’Art de la Diputació de Tarragona, que va acompañada de un no menos excelente catálogo, a cargo de Antonio Salcedo Miliani, que aporta un impresionante rigor documental.»

Juan Antonio Vera Camacho en Asociación Cultural Coloquios Históricos de Extremadura. 1981 “Nació el escultor Julio Antonio, uno de los más valiosos artistas anterior a

los años veinte, en Mora de Ebro (Tarragona), falleciendo de tuberculosis el 15 de marzo de 1919, en plena juventud, a los 29 años de edad cuando su obra no era una promesa, sino una acabada realidad. Lo traemos hoy a estos Coloquios porque Julio Antonio vivió dos años en el pueblo de Almadén, colindante con Extremadura; y de Almadén fue el escultor Lozano, que le hizo la mascarilla el día de su muerte, en cera, y que luego pasó al bronce el madrileño Codina, obra que hoy se encuentra en el Museo Camón Aznar de Zaragoza. La cercanía de Almadén a las tierras extremeñas, dentro de lo que se llamó la “Mancha Baxa”, que abarcaba desde el propio Almadén hasta Siruela, en la provincia de Badajoz, hizo que Julio Antonio visitara a menudo La Siberia Extremeña, a la que quería profundamente -y son palabras de un discípulo suyo- y que en la serie de esculturas titulada “Los Bustos de la Raza”, incluyera, junto a “El novicio” y a “El minero de Almadén”, dos tipos extremeños “El Cabrero”, inspirado en un hombre del Baterno, y “El ventero”, en otro de Peñalsordo, pueblos ambos de la provincia pacense. Relativo a la Mancha Baxa existe un croquis en el Monasterio de Guadalupe, del que yo di una copia el año pasado a nuestro amigo Elías Diéguez, y que fue confeccionado por un escribano de Trujillo llamado Francisco Pedro de Soto, en el año 1803. He tenido la suerte, hace un año, de conocer a José Leonor, grabador, repujador, pintor y encuadernador de


Arte, 3ª Medalla de la Nacional de Bellas Artes en 1932 y ganador de otras Medallas más, entre ellas una en Lieja (Bélgica), por su labor artística. José Leonor, al que el novelista Alejandro Núñez Alonso escribió “que infundía en su arte ese sentimiento básico de humanidad vibrante por el cual la obra inerte se asocia a las palpitaciones del momento que le da vida”, fue durante dos años discípulo de Julio Antonio. Leonor, con larga estancia en París, donde vivió y encuadernó un precioso libro de Malraux para el Presidente de la República, Auriol, nos cuenta que a Julio Antonio se lo presentó Salazar, amigo de Benlliure; y que Julio Antonio fue un excelente artista, bohemio y raro, que trajo normas nuevas al Arte y que hoy se encuentra quizá injustamente olvidado. Nos dice asimismo que Julio Antonio gozaba de muy buena presencia, que cuantas mujeres lo veían se enamoraban de él, y nos cuenta la anécdota de que una vez entró en una pastelería, a comprar, y que la dependienta, una joven, no le cobró el importe, ni se lo cobraría cuantas veces fuera; pero el escultor era muy orgulloso y por tal motivo no volvió a entrar en aquélla tienda. Quizás este atractivo del sexo femenino hacia el artista fuera causa de su muerte, de “peste blanca”, como se llamaba entonces a la enfermedad que le acometió. Nos cuenta Leonor que el primer maestro de Julio Antonio fue Mariano Pedrol, luego Blay. Que compartió el escultor gran parte de su vida con su pariente y también artista Miguel Villadrich, que en 1931 se retiró a trabajar a Fraga, donde le hicieron hijo adoptivo. Y aquí otra curiosa anécdota: los amigos; en los ratos de bohemia, para picarle, le decían “higo adoptivo de Fraga”, aludiendo a los ricos higos que se crían en esa ciudad aragonesa. Ganó Julio Antonio el premio del concurso del Monumento a los muertos en el asalto de Tarragona, en el año 1911, y esculpió el grupo “Mater Dolorosa”. No pudo acabar, por su temprana muerte, los bustos de Wagner, Chapí, Rubén Darío y otros. A Almadén llegó a vivir con unos parientes suyos, uno de los cuales ostentaba un alto cargo en las minas de mercurio, y desde allí se desplazó a los pueblos extremeños colindantes para buscar motivaciones a su obra


escultórica. Amaba a Extremadura tanto como Cataluña, a pesar de haber nacido allí -nos cuenta su discípulo, José Leonor. Nuestro amigo ya fallecido, Luis Cavanillas Ávila, periodista que fue, natural de Almadén, dedicó varios trabajos a las andanzas extremaras y manchegas del escultor de Mora de Ebro, y él nos enseñó fotografías diversas de su obra. Julio Antonio tuvo amigos de mucha clase intelectual: el caricaturista Bagaría, con el que vivió cierto tiempo en el estudio de la calle del Rosario, en Madrid; el dibujante Rafael de Penagos, en otro estudio de la Guindalera; el doctor D. Gregorio Marañón, que le visitó como amigo y como médico cuando estaba en las últimas; y Sebastián Miranda…. y los Cañedos, aristócratas que le dejaron el local para su estudio, a los que hizo sendos bustos y que estaban emparentados con el conde de Agüera; el duque de Tarancón, etc., etc. Hizo un busto a la hija de D. Ramón Menéndez Pidal, Piedad, que le salió muy bonito, pero le costó mucho trabajo hacerlo, porque según frase de Julio Antonio que nos transmite su discípulo Leonor, Piedad “no tenía en su rostro nada interesante, artísticamente hablando”. Y aquí terminamos estas pinceladas de un escultor que se interesó por Extremadura y en nuestra tierra buscó motivaciones para dos o tres de sus obras más interesantes.”


Foto mĂĄs antigua que se conoce del monumento a Ruperto ChapĂ­ en El Retiro. Madrid


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