La decapitación de Goya
Estaban todos los huesos de un cuerpo humano, excepción hecha de la cabeza que faltaba por completo, lo que no dejó de sorprendernos grandemente a todos los allí presentes.
Francisco de Goya y Lucientes falleció en Burdeos en 1828, Francia, donde permaneció enterrado 71 años, hasta su traslado a Madrid hace 122, a la ciudad en la que discurrió buena parte de su vida y donde pintó sus obras maestras, y que hubo de abandonar forzado por las circunstancias políticas con la vuelta de Fernando VII. A los denigrantes extravíos y entierros y desentierros de Miguel de Cervantes, Lope de Vega y Pedro Calderón de la Barca, las mismas trazas se dieron en el caso de Goya, pero mucho más siniestras por la desaparición y extravío de la cabeza, que pese a que poco se ha averiguado de tan truculenta historia que engrosa la lista de humillaciones que hubieron de padecer algunos grandes personajes de la cultura y el arte de España,
de ello hay que hablar aquí y ahora.
Goya vivía en Burdeos. Allí falleció el 16 de abril de 1828, alrededor de las 2 de la madrugada. Fue enterrado al día siguiente, 17, en un panteón del cementerio de la Chartreuse en el que yacía su propietario desde hacía tres años, su consuegro el comerciante navarro de Alsasua Martín Miguel de Goicoechea, residente en Madrid donde era un próspero negociante de tejidos y ropas. Goicoechea nació en 1775 y murió en 1825, tres años antes que Goya. Goicocechea, contrario al absolutismo que habría de reinstaurar Fernando VII a su vuelta a España, se vio obligado como otros a exiliarse, instalándose con su familia en Burdeos. El personaje era el padre de Gumersinda Goicoechea, esposa del hijo mayor de Goya: Javier Goya. A la muerte del personaje en 1825 fue sepultado en un panteón particular en Burdeos, el cual tres años después también fue enterrado el propio Goya, pero no debieron de hacerse bien las cosas por alguna razón. El caso es que ambos fueron depositados en la misma tumba sin haber recurrido quien tenía que hacerlo a la identificación de ambos. Eso motivó que cuando fueron exhumados para el traslado de Goya a España no hubo forma de saber qué restos correspondían a quién. La diferencia entre ambos es que todo estaba duplicado menos las cabezas. Faltaba una, que alguien determinó sin la menor prueba que se trataba de la de Goya. De ahí arrancó la leyenda de que el pintor había sido decapitado, cuando lo cierto es que el decapitado pudo ser perfectamente Goicoechea.
Dos retratos de MartĂn Miguel de Goicoechea, pintados por Goya
Francisco de Goya murió muy probablemente de los trastornos derivados del contacto durante muchos años con pinturas hechas con alto contenido en plomo, al igual que Van Gogh, según expertos médicos que coinciden en señalar que Goya fue víctima del saturnismo o plumbosis, intoxicación por ingestión de plomo, que habría de afectarle a órganos vitales y también al cerebro, incluida la sordera. Desde su enterramiento en 1828 transcurren 52 años hasta 1880 en que el cónsul de España en Burdeos, Joaquín Pereyra, en una de sus visitas al cementerio de La Chartreuse en el que yacía su esposa, se topa con la tumba de Goya en muy mal estado. “Como desde el año 1878 tengo enterrado en el cementerio de la Chartreuse de esta ciudad el cadáver de mi señora, tengo la costumbre de visitarlo con mucha frecuencia. En una de estas visitas, en el año 1880, hizo la casualidad que descubriese la tumba que encierra los restos del insigne pintor Don Francisco de Goya y Lucientes en un estado ruinoso, y de tal manera abandonada que no puede menos de impresionarme, sonrojándome al considerar que los restos de esta ilustre gloria se encontrasen sepultados en el mayor olvido y abandono en tierra extranjera, y sentenciados de que un día fuesen a confundirse en el osario común. Traté de tomar informes sobre el particular a fin de dar cuentas a nuestro gobierno, y me propuse procurar hacer lo posible por mi parte para que estos restos fuesen trasladados a España a un panteón digno de tan insigne patricio.”
Hubieron de transcurrir 4 años hasta 1884 para que el gobierno español diese carácter oficial al estado de la tumba. Pereyra entonces emprende las gestiones pertinentes ante las autoridades francesas para que le autorizaran a abrirla. No se entiende muy bien el porqué de tanto empeño sabiendo que la apertura del féretro no le daba derecho al inmediato traslado a España. ¿Se debió a que había llegado a sus oídos la noticia de que Goya estaba sin cabeza y que había que comprobarlo antes de comunicárselo a España? No es inverosímil pensar que el cónsul Pereyra abriese la tumba en 1880, días después o semanas después de su visita al cementerio, y se topase en efecto con el macabro hallazgo del que pudo no informar a nadie tratándose de una acción ilegal. Oficialmente, no obtuvo permiso de apertura hasta pasados 8 años, es decir, hasta 1888, que es cuando redacta el detallado informe:
“Habiéndose llevado
a cabo la exhumación y reconocimiento de los restos mortales
del insigne pintor Don Francisco de Goya con las debidas formalidades, observamos que abierta la tumba nos encontramos en presencia de dos cajas, una de las cuales estaba forrada de zinc, y la otra de madera sencilla sin ninguna placa ni inscripción exterior, y ambas de igual longitud, por lo que procedieron a abrirse ambas. En la que estaba forrada de zinc se encontraron los huesos completos de una persona, y en la otra estaban todos los huesos de un cuerpo humano, excepción hecha de la cabeza que faltaba por completo, lo que no dejó de sorprendernos grandemente a todos los allí presentes. Y precisamente todo induce a creer que los huesos encerrados en esta última caja son los de Goya por ser los huesos de las tibias mucho mayores que los contenidos en la caja de zinc y además por haberse encontrado en ella restos de un tejido de seda de color marrón, que deben ser los del gorro conque se presume fue enterrado Goya, así como por estando más próxima de la entrada del caveau debió ser la última que en él se colocó. No habiéndose encontrado en la caja de madera traza alguna de que hubiere sido abierta ni la mandíbula inferior ni diente alguno, todo induce á creer que á Goya lo enterrarían decapitado, bien por un médico o por algún amador furibundo de notabilidades.”
Pereyra concluye extrañamente con la referencia a “un médico o un amador furibundo de notabilidades”. ¿Qué hay que entender? No se puede negar que resulta intrigante que el informe hablara de dos suposiciones, una verosímil y la otra no. Es verosímil una sustracción de la tumba por “un amador furibundo de notabilidades”, pero resulta insólito que hubiese sido “bien por un médico”. ¿Lo supo desde el primer momento y se delató inconscientemente? El informe exacerbó las cábalas, ayer y hoy. Algunos han supuesto que pudo ser el mismo Goya quien diese consentimiento a su amigo el doctor Jules Lafargue para que nada más fallecer le cortase la cabeza y la analizase. Entonces estaba en boga la frenología instaurada por el alemán Franz Gall, que trataba de relacionar la observación del cerebro y el cráneo con la genialidad, la maldad o la locura, entre otras cosas.
La operación la suponen algunos en secreto en el asilo San Juan de Burdeos, lugar donde Goya se inspiró para realizar su serie de dibujos conocida como Los locos de Burdeos. Es decir, que si Goya falleció a las 2 de la madrugada, la siniestra operación tuvo que haberse hecho en las horas que quedaban de la noche, ya que en el transcurso del día que comenzaba Goya iba a ser enterrado. Las cosas no concuerdan realmente, porque es del todo impensable que la familia del pintor, sus amigos y vecinos más queridos, además de las autoridades eclesiásticas, pendientes en aquel momento del cadáver del pintor, no se hubiesen percatado de la decapitación. Otra teoría ahonda en que se hizo lo que se hizo porque Goya fue convencido amparándose en su deterioro mental a causa del saturnismo o plumbosis que padecía, es decir, la intoxicación por ingestión de plomo de las pinturas utilizadas durante muchos años, que habría de afectarle a órganos vitales y también al cerebro, incluida la sordera.
La desaparición de la cabeza, como sugiere Pereyra, pudo deberse también a su sustracción de la tumba con el fin de vendérsela sencillamente a quien podía interesarle entonces: un médico frenólogo, y que mejor ocasión para el ladrón tratándose de un genio de la pintura del que todos en Burdeos sabían de sus agudos padecimientos mentales. Pero el enigma vuelve a surgir cuando el informe de Joaquín Pereyra constata que no había detectado manipulación alguna de tumba y féretro. “No habiéndose encontrado en la caja de madera traza alguna de que hubiere sido abierta…” Pudo mentir y pudo no ver el trabajo impecable de alguien que además dispuso de todo el tiempo del mundo para tan macabra acción.
Pereyra obtuvo por fin permiso para abrir la tumba, pero no bastó puesto que tuvo que esperar 3 años más para que en 1891 le concediesen la orden oficial del traslado de los restos de Goya a Madrid. Ante aquella dilación, la tumba abierta hubo de volver a ser cerrada a cal y canto, y así permaneció nada menos que 8 años, hasta 1899 en que se procede al traslado definitivo por tren, lo que se hace el 5 de junio por la noche. El día 6, el tren llega a Irún; Goya entraba de nuevo en suelo español, tras 71 años ausente en el cementerio bordelés. El día 7 el tren arriba a Madrid, y el féretro es llevado temporalmente a una cripta de la Colegiata de San Isidro, en la calle Toledo, donde permanece un año hasta 1900, a la espera de que el panteón que iba a acoger definitivamente a Goya se terminase, que no fue hasta el 11 de mayo de 1900. La nueva tumba se hallaba en la Sacramental de San Isidro, junto a la Ermita de San Isidro, en lo alto de la margen derecha del Manzanares, donde la Pradera de San Isidro que tan bien conoció Goya cuando vivía en La Quinta del Sordo. La obra constaba en realidad de cuatro tumbas opuestas dos a dos en torno a un pedestal con medallones sobre el que se alzaba una columna de varios metros coronada por la alegoría de la Fama. Goya tuvo que compartir el mausoleo con Leandro Fernández de Moratín, su amigo, Meléndez Valdés y Donoso Cortés. La tumba de Goya mira hacia Madrid. Aun dentro de su elegante diseño, el mausoleo fue un desacierto y una desconsideración enorme, porque Goya se merecía una obra funeraria para él solo y en emplazamiento mejor, y no entre un marasmo de panteones y tumbas de aristócratas y grandes burgueses, pero aun así, contemplarla unos minutos en silencio es de una emoción impresionante que uno no se espera. La obra se había iniciado cuatro años antes, en 1896, a cargo del arquitecto Joaquín de la Concha y del gran escultor Ricardo Bellver, autor del Ángel Caído del Retiro, que realizaron un trabajo impecable. En ese cementerio permaneció Goya 19 años, hasta 1919. Compartió cementerio entre 1900 y 1919 con Pepita Tudó, ubicada en un modesto nicho a unos cien metros de donde estaba quien la hizo eterna. Pepita Tudó fue la Maja Desnuda y la Maja Desnuda; también la amante y mujer del todopoderoso Manuel Godoy. 19 años juntos, pintor y modelo, hasta que en 1919 se determina su traslado a la ermita de San Antonio de la Florida, cuya bóveda había pintado magistralmente. Allí, en el centro del templo, Goya reposa en su última tumba diseñada por el arquitecto Antonio Flórez, juntamente con su inseparable consuegro, que lo acompañaba desde los días de Burdeos. La ermita se halla a una veintena de pasos de su réplica, abierta para evitar daños a las pinturas. A otra veintena de pasos puede admirarse un monumento a Goya, en el que se al pintor sentado con la paleta entre las manos. Se parece a la de Velázquez ante el Museo del Prado. A otra veintena de pasos discurre el río Manzanares, que tan bien conocía Goya.
Detrás de ambos templos pasa un enjambre de raíles de la estación del Norte, por donde en su día vino Goya desde Irún. Más atrás, a otros cien metros, se levanta el espectacular macro monumento dedicado a Goya, realizado por el escultor Joaquín Vaquero Trucios, autor asimismo de las moles del descubrimiento de América en la calle Serrano. Y a sólo cinco pasos, el diminuto cementerio en que reposan los restos de los fusilados la madrugada del 3 de mayo de 1808 por tropas francesas de ocupación y que Goya plasmó en su obra maestra Los Fusilamientos del 3 de mayo. Todo ese entorno formaba parte del Real Sitio de la Florida, cuyo último dueño fue el rey Carlos IV desde 1792, que tenía su prolongación en el camino real de la Senda del Rey que arranca desde la ermita-réplica de San Antonio. Un ámbito cultural de gran lujo que se disputaría cualquier capital del mundo y que no obstante causa decepción por deterioro, abandono, suciedad, ruido de coches, pintadas al por mayor y afeamientos por tendido eléctrico, señales de tráfico, jardines y setos, etc.