A Juan Suárez no lo pudo pintar Goya en los fusilamientos de Príncipe Pío
Juan Suárez fue el único de los que iban a ser arcabuceados la madrugada del 3 de mayo de 1808, que pudo salvarse echándose a correr por la Montaña de Príncipe Pío, hasta saltar la tapia de la finca real de La Florida y enseguida poder cruzar el Manzanares de la salvación.
Una de las obras maestras de la pintura universal que mejor refleja los horrores de la represión humana, es el cuadro “Los fusilamientos del 3 de mayo de 1808 en la Montaña del Príncipe Pío”. Esa es la denominación oficial del Museo del Prado. El cuadro lo pintó Francisco de Goya en 1814, seis años después de las matanzas. El 24 de febrero, Goya dirigió una carta a la regencia de España, transmitiéndole su deseo de “perpetuar por medio del pincel las más notables y heroicas acciones o escenas de nuestra gloriosa insurrección contra el tirano de Europa.” En la contestación del 9 de marzo se indicó que “mientras Don Francisco de Goya esté empleado en este trabajo, se le satisfaga por Tesorería mayor, además de lo que por sus cuentas resulte invertido en lienzos, aparejos y colores, la cantidad de mil y quinientos
reales
de
vellón
mensuales
por
vía
de
compensación.” Las ejecuciones en grupos, por venganza y escarmiento, se practican siempre en parajes alejados de las poblaciones. Se ha escrito que Goya pintó el horror que presenció, pero es inverosímil que en aquellas horas de absoluta represión en las calles de Madrid nadie en sus cabales osaría ir detrás de los franceses para esconderse en cualquier rincón y presenciar las ejecuciones burlando el cerco de vigilancia que mantendrían. Los fusilamientos llevados al lienzo constituyen un alarde portentoso de recreación artística de la imaginación, alentado Goya por las muchas litografías que circulaban por Madrid con las escenas más crueles y humillantes de la represión, que acabaron convirtiéndose en testimonios gráficos que acrecentaban ira en unos, patriotismo en otros e inspiración literaria y pictórica entre los intelectuales.
El 2 de mayo de 1808, los vecinos de Madrid se enfrentan a las tropas imperiales francesas al mando del mariscal Joachim Murat, Duque de Berg, que ante el cariz negativo que estaban tomando los acontecimientos decreta la ejecución de toda persona que portase una navaja, unas tijeras o cualquier objeto contundente. A la jovencísima Manuela Malasaña la mató en plena calle una patrulla francesa que le acababa de requisar unas tijeras en un bolsillo de la falda; las tijeras con las que trabajaba una costurera como ella que regresaba a su casa al anochecer. Pero no se trata ahora de adentrarse en razones y sinrazones políticas, ni en la inhibición de una mayoría de ciudadanos ni en la contundente reacción del pueblo llano, sino de reconstruir lo más fielmente posible cómo pudieron discurrir las últimas horas de los patriotas que iban a ser arcabuceados durante la noche del 3 mayo en el bosque de la Montaña de Príncipe Pío. Se sabe que los que iban a morir partieron del entonces llamado Cuartel de los Polacos, que tenía que ser el modo con que referirse al convento y huertas de San Bernardino, ubicado en el solar que ocupa la actual Plaza de España, espacio con trazas evidentes de vaciamiento. La plaza de Santa Ana también se formó echando abajo un convento. Aquel cuartel del que apenas se conoce nada debía de estar rodeado de callejas, una de ellas, la principal, es la que siempre se conoció por Cuesta de San Vicente, que se internaba en Madrid por la calle Leganitos, mucho antes de la existencia de la Gran Vía. Llegó la noche y los franceses se dispusieron a cumplir la orden de las ejecuciones, pero a donde llevar a los condenados. No conocían Madrid ni sitios apropiados para tal menester, y porque el tiempo apremiaba fácil es suponer que algún miserable complaciente con los franceses les indicó el lugar más apropiado. En 1808, los bosques de la Montaña del Príncipe Pío tenían que ser los más solitarios e inhóspitos de Madrid, y tan cercanos a la urbe que no se requerían carromatos de transporte, ardua operación de por sí en unas horas en que proliferaban por Madrid los ataques desde ventanas y tejados.
La Montaña que hoy corona el Templo de Debod es un monte con desniveles muy pronunciados que pueden alcanzar los 200 metros. Su aspecto imponente ya lo había plasmado Goya desde la lejanía en sus cartones para tapices. Acostumbrados a la gran ciudad y disimulado el terreno entre árboles, calles, aparcamientos y casas, el madrileño no toma conciencia de su magnitud. El monte lindaba con el Real Sitio de la Florida que pertenecía a Carlos IV desde 1792, extensa finca con palacetes, fuentes, jardines, incluida la iglesia de San Antonio de Padua, que ocupaba los terrenos más llanos aledaños a la margen izquierda del río Manzanares. La iglesia es la que pintó Goya y en la que fue enterrado finalmente, sacado de su tumba del cementerio de San Isidro. Estaba cercada por un muro, recto en varios tramos y sinuoso en otros. Con anterioridad, el propietario fue un aristócrata; el Príncipe Pío de Saboya. La puerta principal era la de San Vicente, a unos pasos de la actual Estación del Norte, pero se sabe que el cercado disponía de varios portillos que permitían el paso de la finca con el terreno más abrupto y el mismo río. Una de esas portezuelas se hallaba a unos pasos del cuartel, seguramente en el espacio en el que hoy se alza el conjunto escultórico “A los héroes del 2 de mayo”, realizado a comienzos de siglo XX por Aniceto Marinas. Franqueado el portillo venía la bajada que bordeaba lo más escarpado del monte, y que tiene que coincidir con la calle Irún que desemboca en el Paseo del Rey que viene de la Cuesta de San Vicente. El entorno empieza a tener un significado solemne, aunque para reconocerlo debidamente haya que hacer un notable esfuerzo de abstracción que oculte la degradación urbana de esos parajes.
La secuencia de los hechos aquella noche tuvo que ajustarse mucho al mismo recorrido que hice un frío amanecer de febrero, y que muestro en la secuencia fotográfica que recoge los rincones más señalados, estrechamente relacionados con lo que acaeció aquella madrugada del 3 de mayo de 1808. Soldados, fusileros y víctimas tomaron el camino cuesta abajo por la calle Irún hasta desviarse a mano derecha por la calle de la Rosaleda, que avanza en ligera cuesta arriba hacia el pequeño cementerio de la Florida donde fueron enterrados y siguen estándolo. No parece factible otro modo de internarse en el bosque. El instinto natural lo hace sentir. ¿Dónde fueron ejecutados? El lugar exacto es imposible determinarlo, por lo que no cabe decantarse por una u otra depresión o por éste o aquel ribazo, pero algo en el aire revela que ese espacio está presente a cada paso hasta el mismo cementerio y aún tras éste. No son factibles otros parajes más arriba, ya cercanos el Paseo del Pintor Rosales, ni más abajo por donde se alinean las antiguas dependencias ferroviarias. Ribazos como el que muestra Goya en su cuadro surgen aquí y allá, y también sinuosas veredas que resaltan entre el verde del monte por los que podría haber caminado, guiándose por faroles como el que aparece en el cuadro.
Goya pintó un piquete formado por seis arcabuceros frente a un ribazo con un pequeño rellano para alinear a víctimas y verdugos. Los arcabuces eran armas pesadas e incómodas y requerían terrenos firmes para quien los usaba de pie y tenía que apuntar al corazón a la tenue luz de los faroles. El escenario elegido tenía que ser holgado, permitiendo mantener apartadas a las víctimas unos 50 metros y a distancia similar disponer de la zanja en la que ir arrojando los muertos. La operación de principio a fin pudo haber durado entre una o dos horas. Requería tiempo. Si eran 6 los que disparaban, 6 únicas balas tenían que dirigirse a otros tantos corazones, y si eran 44 las víctimas, fue preciso disparar y cargar unas 7 veces.
El arcabuz requería unos dos minutos entre disparo y recarga. La escasa luz reclamaba la mayor puntería, y ésta sólo podía asegurarse con la corta distancia, como muestra el cuadro de Goya, otro dato tremendamente realista, lo que hace pensar en que el artista pudo ser asesorado. Pero por quién si no pudo haber testigos vivos. Como negar que es tentador pensar que fue el propio Juan Suárez por inverosímil que parezca. Aquel hombre se salvó y siguió viviendo en su casa de Madrid con su esposa, hijos y anciana madre. La salvación de Juan Suárez empezaría cuando se percata de que podía soltar las ligaduras de sus muñecas, pero lo arduo vino luego cuando el trajinero sólo pudo recurrir a echarse al suelo al tiempo que se daba la orden de abrir fuego. La bala que tenía destinada no impactó, por lo que Suárez no tuvo más que fingir que estaba muerto. ¿Se podía fallar el tiro del arcabuz? Sí. El cansancio de los brazos, teniendo que sostener repetidas veces uno de aquellos pesados arcabuces y la más que previsible falta de luz, lo hacen factible. Benito Pérez Galdós en Los Episodios Nacionales deja claro que los errores de los piquetes eran frecuentes y que el apresuramiento y la improvisación hacían que no se procediera a los tiros de gracia, dejando agonizantes durante horas y días enteros a las personas. Suárez no podía nunca echar a correr con el pelotón formado, pero sí una vez efectuada la descarga y el proceso de recarga, amén del tiempo empleado en la retirada de los muertos y la disposición de una nueva tanda de víctimas. Es entonces cuando Suárez de un brinco debió de soltarse y lanzarse monte abajo hasta saltar las tapias del Real Sitio. Lo persiguieron y llegaron a herirlo de un sablazo.
Cómo detuvieron y cómo logró salvarse Juan Suárez: Datos fidedignos del Archivo Municipal de Madrid: “Abandonando a una madre sexagenaria, mujer y tres hijos, Juan Suárez corrió al Parque de Monteleón. Ayudó a sacar los cañones y se batió bien. Los franceses lo prendieron cuando corría a esconderse después de concluído e combate. Lo aporrearon con los fusiles y lo llevaron al palacio de Murat, y de allí al cuartel de los polacos, y luego a la Montaña de Príncipe Pío para ser fusilado. Ya de rodillas para recibir las descargas, pudo deshacerse de sus ligaduras, y tendiéndose en el suelo antes de disparar, echarse a rodar por la hondonada. Viéndose perseguido de nuevo, pudo ganar y saltar la tapia, yendo a refugiarse a la iglesia de San Antonio.”
Las ejecuciones acaecieron hacia las 4 de la madrugada del 3 de mayo, pero no se procedió a la retirada de los 43 cadáveres, que hubieron de permanecer allí tirados, insepultos, a la intemperie, durante 8 días, hasta el 11 en que el párroco de la iglesia de San Antonio de la Florida, Julián López Navarro, obtiene licencia para que sea la Real Congregación de la Buena Dicha la que se encargue de trasladarlos a la iglesia con el fin de celebrar las primeras honras fúnebres de cuerpo presente, lo que se hace el día 12. “Les hizo oficio y misa de cuerpo presente y todo lo demás correspondiente a un entierro solemne.” (Libro de Entierros de la Real Florida). Ese mismo día fueron llevados a enterrar a la fosa del único cementerio dieciochesco de los más de 100 que había repartidos por Madrid, destinado el de la Florida a la servidumbre del Palacio Real desde 1798 a 1852, y hasta 1874 para enterramientos de feligreses de la parroquia de San Antonio de Padua. Desde poco antes 1839 se había hecho cargo del cementerio la Sociedad Filantrópica de Milicianos Nacionales Veteranos, a quienes la reina Isabel II les encomienda velar por la memoria de los cuarenta y tres fusilados. En 1868 el cementerio de 17 por 8 metros será cedido a la Congregación de la Buena Dicha y Víctimas del Dos de mayo, que deposita los restos óseos de los 43 en dos urnas metálicas colocadas en una cripta de la capilla del cementerio, levantada en 1960 junto a la primitiva. En el pasillo de entrada que empieza en la verja de la calle Francisco y Jacinto Alcántara figura una reproducción en cerámica del cuadro de Goya. Un pasillo entre árboles conduce a la puerta del recinto. En el otro extremo se alza la capilla, obra reciente.
De los 43 se han identificado la mitad, cuyos lugares de origen eran Madrid, Valdemoro, El Bierzo, Pedrosa del Rey, Vecilla, Santander, Daimiel, Segovia, y sus oficios, sacristán, fraile, mozo de tabaco, maestro cerrajero, maestro de coches, carpintero, guarnicionero, platero, cantero, escribano real, palafrenero, mayordomo de palacio, empleado del Resguardo de la Real Hacienda, botillero y soldado. Descansen en paz. Secuencia fotográfica del itinerario más probable que siguieron franceses y condenados desde la partida del Cuartel de los Polacos en la Plaza de España hasta los parajes de las ejecuciones en la Montaña de Príncipe Pío.
Calle Irún en descenso por donde debieron de acceder arcabuceros ejecutores y madrileños condenados a muerte desde su confinamiento en el cuartel que había en la Plaza de España, unos 200 metros más atrás. A la izquierda, los terraplenes más meridionales de la Montaña del Príncipe Pío, que había que bordear.
La calle Irún de bajada confluye en la Senda del Rey que tomaron a la derecha por alguna estrecha vereda que iría ganando altura suavemente. En lo más alto del monte se halla hoy el Templo de Debod.
Muro construido para trazar el Paseo del Rey a través del Parque de la Montaña de Príncipe Pío, que en 1808 sería mero camino cuesta arriba entre árboles.
El Paseo del Rey se denomina así desde las inmediaciones calle de la Rosaleda. La escalinata, de
altura pronunciada, conduce al Templo de Debod. Los terraplenes entre pinos muestran claramente lo apropiado del entorno entonces para llevar a cabo las ejecuciones sumarĂsimas.
La emoción es intensa cuando se recorren estos bosques al amanecer con el sol entre los pinos, consciente el caminante observador de que se halla ante una página de la historia. Lo que es lejano en el tiempo se hace presente por momentos.
La perspectiva fotográfica tiende a aplanar el entorno, pero cuando uno camina por estas calles y veredas se percata de lo abrupto que tenía que ser el monte hace dos siglos.
El lugar de las ejecuciones pudo estar en cualquiera de estos parajes. Entre las edificaciones que se distinguen en esta foto está el cementerio de la Florida.
Verjas de los Jardines de la Rosaleda, un espacio explanado en su día que fue monte. Es este el entorno más elevado del itinerario que debieron seguir en mayo de 1808. Desde este punto al cementerio no habrá más de 150 metros.
Al fondo se divisa la cúpula de la ermita de San Antonio de la Florida, donde está enterrado Goya y a donde llevaron los cadáveres de los 43 fusilados para ser trasladados seguidamente al pequeño cementerio, oculto entre los árboles.
Capilla y cementerio de la Florida, adosada contra los muros de la Escuela de Cerámica en la calle Francisco y Jacinto Alcántara, fuertemente protegida con gruesas verjas para evitar actos vandálicos en paraje tan trascendental para la ciudad de Madrid.
Datos del Museo del Prado acerca del cuadro de Goya Num.
de
catálogo
P00749 Autor Goya
y
Lucientes,
Francisco
de
Título El
3
Cronología 1814 Técnica
de
mayo
en
Madrid,
o
"Los
fusilamientos"
Óleo Soporte Lienzo Medidas 268
cm
x
347
cm
Escuela Española Tema Historia Expuesto Si Procedencia: Palacio Real, Madrid, 1814; ingresó en el Museo del Prado, procedente de la colección real con su compañero, antes de 1834, registrándose en ese año en el "Depósito Grande"; en 1840 visto por Théophile Gautier en las salas del Museo, descrito por el mismo autor en 1843; en 1850, visto por el conde Clément de Ris; en 1867, figura ilustrado en la monografía de Goya de Charles Yriarte; se incorpora finalmente al catálogo del Prado de 1872. Finalizada la guerra de la Independencia en 1813, el regreso a España de Fernando VII se había conocido desde diciembre de 1813, por el tratado de Valençay, así como su consiguiente entrada en Madrid. A principios de febrero la cuestión era inminente, habiéndole enviado el Consejo de la Regencia las condiciones para su vuelta al trono, en primer lugar, la jura de la Constitución de 1812. Su llegada a la capital
iba a coincidir con la
primera conmemoración del alzamiento del pueblo de Madrid contra los franceses el 2 de mayo de 1808. Entre febrero y marzo de 1814, el infante don Luís María de Borbón y Vallabriga, presidente del Consejo de la Regencia, así como las Cortes y el Ayuntamiento de Madrid, comenzaron la preparación de los actos para la entrada del rey. En la bibliografía sobre El 2 de mayo de 1808 en Madrid, o "La lucha con los mamelucos" (P-748), y su compañero, El 3 de mayo de 1808 en Madrid, o "Los fusilamientos", se fue consolidando, erróneamente, la idea de que estas obras fueron pintadas con un destino público en las calles de la capital. Sin embargo, ninguno de los documentos de esos actos ni la descripción de los monumentos efímeros,
con decoraciones alegóricas, presentes en las calles de Madrid, recogen las pinturas
de
Goya.
Recientemente,
la localización
de varias
facturas
(localizadas en el Archivo General de Palacio) relativas a los pagos de la manufactura de los marcos de dos cuadros, como gastos del "Quarto del rey" y en los meses de julio y noviembre de 1814, indican que fueron financiados por Fernando VII y por lo tanto pintados para las salas de Palacio, casi con seguridad,
después de mayo de 1814, cuando el rey
regresó a Madrid. La idea de los cuadros, sin embargo, se inició por la Regencia en el mes de febrero,
según
la
documentación
procedente
del
Ministerio
de
la
Gobernación y de su titular, Juan Álvarez Guerra, aceptando el 24 de ese mes las condiciones de Goya para realizar el trabajo por "la grande importancia de tan loable empresa y la notoria capacidad del dicho profesor para desempeñarla... que mientras el mencionado Goya esté empleado en este trabaxo, se le satisfaga por la Tesorería Mayor, además de lo que por sus cuentas resulte de invertido en lienzos, aparejos y colores, la cantidad de mil y quinientos reales de vellón mensuales por vía de compensación... para que á tan ilustre y benemérito Profesor no falten en su avanzada edad los medios de Subsistir". Se ha pensado, y así aparece en la bibliografía más al uso, que el trabajo había sido propuesto por Goya mismo, ya que se cita una carta del artista del Archivo de Palacio, que en la actualidad no se ha localizado, en la que se ofrecía a pintar obras para esa conmemoración, avance insólito en un Pintor de Cámara, siempre a las órdenes de sus superiores. El 11 de mayo, dos días antes de su entrada en Madrid, Fernando VII detuvo a los ministros del gobierno de la Regencia y desterró en Toledo al infante, aboliendo, además, la Constitución, lo que pudo detener el encargo de estas obras durante algún tiempo. Las facturas para la manufactura de dos marcos, para "los cuadros grandes de pinturas alusivas á el día 2 de Mayo de 1808", los dan por terminados el 29 de noviembre de 1814, fecha a partir de la cual debieron de colgarse en Palacio, aunque no existe documentación alguna al respecto. Goya pintó solamente dos cuadros con los hechos del 2 de mayo de 1808 y no cuatro, como se propone habitualmente en la bibliografía, como atestiguan las facturas relativas sólo a dos marcos. Se trató de un encargo de la Regencia,
continuado por el rey Fernando VII y se siguió el trámite reglamentario en los encargos de la corte. Goya planteó dos temas cruciales, que se complementan visualmente y tienen un significado conjunto: el violento ataque del pueblo de Madrid a las tropas de Murat en la mañana del 2 de mayo y la consiguiente represalia del ejército francés. Escogió para este último asunto, iniciado ya por las tropas francesas en la misma tarde del 2 de mayo en el paseo del Prado y a la luz del día, las ejecuciones de la noche y la lluviosa madrugada del 3 de mayo a las afueras de Madrid, lo que confería a la escena un mayor dramatismo. En el siglo XIX, Charles Yriarte dio por sentado en su monografía sobre Goya, que éste había situado la escena en la zona de los cuarteles del Príncipe Pío, donde hubo lugar ejecuciones importantes, aunque se llevaron a cabo en muchos otros lugares de Madrid, incluidas sus puertas principales. El lugar propuesto por Goya se ha identificado también como el desmonte de la Moncloa, un lugar próximo a la plaza de los Afligidos, junto al antiguo convento de San Bernardino, cerca del palacio de Liria, o la urbanización entre la montaña del Príncipe Pío y el Palacio Real. El escenario planteado por el artista no se corresponde, sin embargo, con la zona del Príncipe Pío, recordando más claramente en los perfiles de las torres de las iglesias, así como en la puerta monumental, y en la disposición de las casas al fondo o en el terraplén a la izquierda, la zona situada a la salida de la Puerta de la Vega, derribada en 1820, y situada al final de la calle Mayor. La torre más alta podía ser así, la de la iglesia de Santa Cruz, conocida entonces como la "atalaya de Madrid", por ser la más alta de la ciudad y visible en la distancia. La otra, de menor altura, sería la de Santa María la Real, la iglesia de Palacio, y el desmonte contra el que están siendo fusilados, los terrenos cercanos al Palacio, emplazado a la izquierda, fuera de la escena, por lo que Goya pudo haber insinuado así, aquí también, que la muerte de los rebeldes había sido en defensa de la Corona, como en el ataque del 2 de mayo de 1808 en Madrid, o "La lucha con los mamelucos" (P-748). Los violentos patriotas de la mañana se enfrentan ahora aquí, sin salvación ni ayuda, al pelotón de ejecución, formado por granaderos de línea y marineros de la guardia con uniforme de campaña y capote gris, reflejándose el miedo de distintas formas en cada uno de los que van a ser
fusilados. Llegan en oleadas desde la ciudad, en una fila interminable que termina con su muerte, representada con crudeza en el primer término.La restauración realizada en 2008 ha devuelto al cuadro su brillantez original, apreciándose la técnica directa y magistral de Goya.