Biblioteca

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Mis amigas Las estanterías se elevaban hasta el infinito. El pequeño niño no sabía cómo acabó allí. Cuando quiso darse cuenta, ya se encontraba en aquella habitación circular, con tan solo un robusto atril y un asiento en el centro de la sala, demasiado elevados para su baja estatura. Trepó a la silla de madera con dificultad. Una vez que logró sentarse, contempló el atril. En él descansaba un libro de páginas amarillentas que esperaba ser escrito. Cogió la pluma. Meditó. ¿Qué debería escribir allí? Empezó garabateando unas desaliñadas letras. Escribir con tinta era difícil. Decidió seguir practicando en aquella página hasta que su caligrafía fuese inteligible, costase lo que costase. No podría escribir nada si después aquello no iba a ser leído. Poco después, algo captó su atención: los primeros intentos habían desaparecido. Buscó las letras perdidas por todo el atril, y las encontró en la página siguiente. Se habían escapado. Eran diferentes, habían cambiado, pero las reconoció, como un padre reconoce a su hijo. Por algo era su creador. Las letras estaban más estilizadas, y formaban una frase distinta a la que él intentó escribir una vez. “¡Vaya! ¡Qué traviesas! Menos mal que eso no servía para nada. Era una prueba. Hacedme caso esta vez, ahora que ya tengo una idea.” Trazó una T, que, de un movimiento de caderas, se transformó en una L. Aun así, intentó seguir desarrollando su historia, ya que pensó que era merecedora de aquel libro, de aquellas estanterías, de aquel espacio infinito. Pero en el tercer párrafo se quedó estancado. Separó la pluma del papel, se la llevó a la barbilla, y las letras saltaron del folio, emocionadas, recorrieron el papel, bulliciosas, bailando, fundiéndose unas con otras en un gran abrazo, dándole un nuevo significado al texto. El atardecer La Noche brillaba más que nunca. Quizás porque el Sol estaba pensando en ella. Él también quería verla, él también quería sentirla. Pero era imposible. - La Noche es espléndida - suspiraban las estrellas.- en ella relucimos más que nunca. Y los niños nos miran, alargando el brazo, queriendo tocarnos. Es una bella dama. De rostro pálido, vestido oscuro; espléndido, infinito. El Sol ansiaba conocerla. Corría en su busca, y ella huía. Era como un corcel rápido, asustado, que a trote ligero y apetecible escapaba de las manos del Sol. Torturado, él lloraba. Pero era tan grande, era tan bruto, que las lágrimas se convertían en vapor exhausto. Hasta la Noche sintió lástima de él, siendo tan orgullosa y reservada como era. Así que, mientras el Sol, agotado, se retiraba, cansado de llamar su nombre en vano, apareció. El Sol se tiñó de rojo. Era muy hermosa, mucho más que como él jamás la había imaginado. Quiso abrazarla, pero era tan bruto, tan torpe, tan grande, tan descuidado, y se sentía tan abrumado, que su corazón y sus brazos fuego no se coordinaron, tiñendo el implacable vestido en rojo sangre. El pequeño escritor leyó su propio cuento. Una y otra vez. Anonadado, miró al libro, a la nada, y otra vez al papel. “¡Sois malas conmigo!” Gritó. “¡Yo no quería hacer esto, yo no quería escribir un crimen!”. Tras unos intentos frustrados, se volvió a llevar la mano a la incipiente perilla. “¡Claro!” Hay indicaciones que nos da la vida que, aunque hayan sido producidas por azar, son la última pieza que quedaba por encajar en nuestro precioso puzzle. No tiene por qué ser un acontecimiento importante, destacado, de película. A veces es un simple comentario en voz alta, un cruce de miradas, un gesto traicionero, una mina de lápiz que quiebra y vuela, desapareciendo para siempre, como un recuerdo o un pensamiento. Por ello, hay que tener todos y cada uno de estos


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