No te muevas. Todo tiene un comienzo y un fin, o ese fue mi pensamiento hasta aquel día… Antes me presentaré, me llamo Anaïs… O eso recuerdo. En mi mente un vago recuerdo danza debido a que olvidé todo desde aquel día que prendí la llama de mi vela, que me aseguraría la perdición. Todo empezó en un 28 de Octubre en mi instituto perdido entre los bailes de las olas y los llantos de las nubes, donde cometí mi peor error. Nunca fui una chica poco social, siempre quise ser conocida por el mundo y que se escuchara mi nombre en cada rincón de las calles perdidas de mi ciudad. Así que si me veías sola en mi instituto era porque estaba enferma, la soledad ya me reconcome cuando llego a mi hogar, no quiero demostrar mi debilidad ante todo el mundo. Estaba con un grupo de amigos cuando estos propusieron quedar el 31 para hacer una ouija, un escalofrío me recubrió el cuerpo. Otra vez no. Con cierto desasosiego acepté, ¿miedo? ¿Dónde? En los días consecutivos se preparó todo, yo compraría las velas, César compraría los vasos, Isabelle traería el tablero y el lugar donde ocurriría el “juego” sería en la casa abandonada situada en el sureste de la ciudad, rodeada de campos trigueros que se habían muerto con el tiempo, haciendo que ese lugar fuera el menos deseado de la zona. Llegó el 31. No deseé levantarme de la cama, no quería que pasaran las horas… No debí haberme levantado. Pareció que el día no amaneció de ánimos, el cielo estaba encapotado, el viento jugaba a ser el más rápido y frío y al parecer las nubes estaban aguantando llorar. En el instituto reinaba el silencio y las únicas palabras pronunciadas eran la complicidad de nuestras miradas. Sonó el timbre y un escalofrío me acarició el cuerpo… Casi era la hora. A la salida Isabelle me llevó obligada al “Casón Odethawa”. Ahí habitó una anciana mujer sin familia ni amistad alguna. Solo se le veía cada primer domingo del comienzo de mes si había luna llena. Se decía que recorría la ciudad en busca de la memoria de su familia, que le abandonó contra su voluntad.