Relato certamen literario

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A veces me pregunto: ¿quién no salta dos escalones de un solo brinco al salir de casa? Esta es mi definición de “día normal” y ese en concreto no lo fue en absoluto. Yo era un hombre corriente, con una novia, amigos del trabajo y un café en mi mano derecha cada mañana. Mientras caminaba por las calles de Málaga en mi día libre, mi paseo mañanero, empecé a meditar, y comencé a plantearme mi vida como si fuera un hombre invisible, invadiéndome una tremenda curiosidad. Y puedo afirmar que la curiosidad mató al gato. Como no llevaba reloj, y el tiempo vuela, le pregunté la hora a un hombre que paseaba a mi lado. Hizo como si no me oyera. “Hay que ver… y luego hablan de la juventud de hoy en día” pensé. Intenté hablar con otras personas pero me ignoraron de la misma manera que el anciano antes lo había hecho. De repente, empecé a tropezar con todo el mundo, como si el mundo no se percatara de mi existencia. No sé qué ocurrió, y sigo sin saberlo a fecha de hoy: los planetas se alinearon, creando una línea perfecta entre el Sol y el planeta más lejano de la Vía Láctea, las fuerzas cósmicas se pusieron de acuerdo y dijeron: “vamos a convertir en realidad los pensamientos que tenga José García Bernal a las 11:00 de la mañana” o que quizá había alguna razón por la que el destino me había dado esa oportunidad. Cierto es que ninguna de estas opciones era verosímil, pero como este relato tampoco lo es, intentad hacer un esfuerzo y despertad vuestra imaginación. El caso es que me convertí en un hombre invisible. Como podía asir los objetos con las manos, decidí ir a ver a mi amigo Rodrigo, mi mejor compañero de fatigas desde la infancia, para gastarle una broma, haciéndole creer que un espíritu maligno poseía su casa. Pensé que todo saldría redondo, y que por fin le iba a devolver las miles de bromas que cada año me gastaba el día de los inocentes. Cuando llegué a su casa, no estaba solo. Un hombre trajeado con un maletín, del que no quise sacar conjeturas sobre su contenido, se sentaba al lado suyo. En el interior de su abrigo distinguí una pistola, cuyo modelo no supe distinguir por mor de mi odio profundo a las armas. Por su acento, supuse que era sudamericano. En ese momento, escuché la voz de mi amigo: - Pero, ¿cuándo vas a matar de una vez a José? Se me está acabando la paciencia –dijo Rodrigo- Lo siento mucho jefazo. Hoy fui a la oficina pero me dijeron que no estaba.- dijo el sicario con un tono arrepentido. - Claro melón, ¿no te dije que hoy era su día libre? Anda y mátalo ya, que van a empezar a sospechar. - No se preocupe. Confíe en mí. Si me permite la pregunta, ¿por qué tiene este interés repentino en matar a un viejo amigo de la infancia? - Por dos razones: sé que en su testamento figura mi nombre, aunque no es esta la razón principal. No soy tan ruin como para matar a alguien simplemente por su dinero. Lo que pasa es que… llevo enamorado de su novia desde hace seis años. –los años que yo llevaba saliendo con ella-, sin embargo, en su momento le prefirió a él. Si no me libro de José, mi ventana se cerrará, igual que mis posibilidades. - No hace falta que diga nada más. Mañana ya podrá ver su esquela. Por si no se habían dado cuenta, estaban hablando de mí. Como todos comprenderéis, quise luchar por mi vida, pues no sabía cuánto iba a durar esta especie de conjuro, pero me figuraba que si no lo hacía al día siguiente, lo haría al otro. El fatídico momento iba a llegar de todos modos. Una hora más tarde con las ideas más claras, ya en un bar cercano a mi casa, sin bebida porque nadie había notado mi presencia, me di cuenta que no podía centrarme en el odio profundo que en mí había surgido hacia Rodrigo en ese instante, sino en la forma de salir con vida de ese embrollo. Nunca fui el más trabajador de mi clase, es más, era muy mediocre en los estudios, aunque mi madre siempre decía que si hincara codos, no habría nadie capaz de superarme. Decidí usar el cerebro que tengo dentro de la cabeza, que, con un poco de polvo en lo alto, había dejado de usar hace tanto tiempo, e ideé un plan para intentar salir con vida de aquella situación. Ocurrió algo impactante, algo chocante, algo increíble: todo lo que pudo salir mal, salió mal. Me fui a casa, a coger mi osito de peluche (sí, tengo treinta años), que siempre fue un foco de ideas. De pronto, se iluminó una bombilla en mi cabeza. Cogí la grabadora que nunca pensé que


utilizaría y llamé a Rodrigo. Mi plan consistía en hacer que dijera estas palabras exactas: “No podemos llevar a cabo el plan. La policía no tardará en descubrirte. Huye a tu país”. Con ayuda de un editor de grabaciones, podría conseguir anular el asesinato y, así, ganar tiempo hasta que se me ocurriese algo mejor. El sicario creería estar hablando con el mismo Rodrigo y nunca sospecharía nada. Lo entenderéis mejor si seguimos con la historia. Me dispuse a llamar: - Rodrigo al aparato. -¿Qué tal te ha ido hoy en el trabajo?- pregunté sin interés de saberlo. - ¡Ah, hola! Me ha sorprendido oír tu voz- ya me daba por muerto. ¡Qué pena que no era así!-. - ¿Habéis conseguido llevar a cabo el plan que teníamos para evitar el ERE? - No, no lo hemos conseguido. - ¿Qué?- no había tenido en cuenta la tendencia que tenemos a responder con frases cortas. - ¡QUE NO!- dijo harto. - No... ¿el qué? - ¡QUE NO PODEMOS LLEVAR A CABO EL PLAN! ¡SORDO!- dicho con un tono nervioso, justo como yo quería - No hace falta que chilles, hombre. Cambiando de tema, ¿te has enterado de lo que le ha pasado al inmigrante que vive al lado mía? - No, ¿qué ha pasado?- dijo Rodrigo intrigado. - La policía le ha descubierto con drogas. Ha tenido que huir a su país.- aproveché la de veces que Rodrigo me había mostrado la xenofobia que sentía hacia mi vecino sudamericano. - Yo ya le dije que huyera a su país. Le dije “la policía no tardará en descubrirte”, pero no me hizo caso. Como ya había conseguido lo que quería: - Bueno, ya nos veremos. Adiós. - Adiós. Había ya conseguido las frases que quería. Sólo quedaba llamar al sicario para anular “el pedido”. Si os dais cuenta, mi plan tenía una laguna muy importante. No tenía el móvil del sicario. Tuve que ir al piso de Rodrigo para coger el móvil. Así lo hice, y, además, me libré de varios problemas en una sola visita. Aproveché el don que me habían confiado las fuerzas cósmicas. Cuando llegué a su casa, toqué el timbre. Abrió la puerta, pero, supuestamente, “no había nadie”, situación que aproveché para colarme en su salón. Encendió la televisión. Yo la apagué. La volvió a enchufar. Se fue la luz. El microondas y la cafetera empezaron a funcionar. Volaban todo tipo de objetos por la casa. La nevera se abría y cerraba cada dos por tres. La cara de Rodrigo se iba descomponiendo por segundos. En un ataque de locura, intentó salir de la casa. Lástima que la puerta estuviera cerrada con una llave que, acto seguido, saltó por la única ventana abierta. Como la primera vía de escape que se le ocurrió fue esa, decidió probar suerte y trepar por la pared. Empezó a gritar “¡Socorro!, ¡socorro! Hay fantasmas invisibles contra mí en mi propia casa! ¡Pónganse a salvo! ¡El apocalipsis acecha!”, causando la mofa y el desprecio de los vecinos. De repente, el gato de la señora de arriba cayó por el balcón, clavándole las uñas a Rodrigo, que era el vecino del piso de abajo. No pudo resistir los arañazos y se precipitó al vacío, desde un undécimo piso. He de decir que me sentí más pena por el gato que por la persona que yacía en la acera. Para que pareciese un suicidio, coloqué todo lo que había tirado por los aires en sus sitios correspondientes, aprovechando la desaparición de mis huellas dactilares. Los policías nunca pensaron en la posibilidad de un asesinato, pues había testigos para probar el ataque de nervios que había consumido al suicida antes de la caída. Acto seguido, cogí su móvil que, afortunadamente, estaba sobre la mesita de noche, pero no encontré el número. ¡Cómo iba a tener el número del sicario en el móvil! Nunca supe lo que pasó con él. Supongo que vería la noticia del suicidio de “un importante hombre de negocios” en los periódicos y pensó: “como este hombre está muerto, es imposible que me pague”; o quizás... quizás lo maté yo. No me acuerdo. Ocurrió hace sesenta años. El caso es que nunca más apareció. Lo que sí recuerdo como si fuera ayer es lo que me divertí yo ese día, tirando todo lo que veía en mi mano por los aires, siempre guardando un minuto de silencio por la triste pérdida del gato de la señora que vivía en el duodécimo piso. Hoy día, todavía no sé cómo me convertí


en un hombre invisible. Está fuera de toda lógica, y, por eso, nunca se lo conté a nadie. ¡Quién sabe! A lo mejor nunca pasó... Eso ya lo dejo a elección del lector.


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