Una habitación propia
Cien años de Edmundo Valadés Eraclio Zepeda, In memoriam
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Recuerdo de Abigael Bohórquez
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casadeltiempo • número 22 • noviembre 2015
Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. II, número 22 • noviembre 2015 • $60.00 • ISSN en trámite
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Editorial Hace unas semanas, como sucede al inicio de cada octubre, arrancó la inquietud por determinar quiénes serían distinguidos con algún premio Nobel en cualquiera de sus ramas. En particular los de Literatura son los más llamativos para los medios y el público en general ya que son muy próximos a su comprensión e intereses. Los de Medicina, Química, Física y Economía no son tan populares, aparentemente, por el general prejuicio respecto a estas materias. El premio de Literatura pareciera ser el que se presta a interesantes apuestas que asemejan las de una carrera de caballos, o bien las de un duelo de grandes boxeadores de estatura mundial o las más subjetivas: las de una pasarela de belleza. El resultado suele ser desconcertante. O mostrar la vastedad del mundo literario y la extraña manera de coquetear por parte de la Academia del Nobel con los lectores especializados y con amplios grupos que podrían cobijarse bajo el concepto de “interesados en la cultura general”. Cuando Svetlana Alexievich fue nombrada Nobel de Literatura 2015, se comentó que continúa la tradición de A sangre fría de Truman Capote, ya que su libro Voces de Chernobyl es incluso considerado la puerta de entrada “a un nuevo género”. En este siglo, antes que ella lo han recibido también las escritoras Alice Munro (2013), Herta Müller (2009), Doris Lessing (2007) y Elfriede Jelinek (2004), lo que acerca a la Academia a un equilibrio de género que tiene una más alta proporción en referencia a periodos semejantes del siglo pasado. Asimismo, este año, se otorgó a la poeta mexicana María Baranda el Premio de Poesía Gaetien Lapointe-Jaime Sabines que promueven el Seminario de Cultura Mexicana y el Festival Internacional de Poesía de Trois-Rivières con el fin de consolidar las relaciones literarias entre México y Quebec. Antes que ella, Elsa Cross y Coral Bracho lo han obtenido por la parte mexicana y Yolande Villemaire, por Quebec. Casa del tiempo felicita por este reconocimiento a María Baranda, quien fue una de sus editoras durante la década de los ochenta. Así, en Casa del tiempo presentamos a nuestros lectores una brevísima muestra de voces que han hecho suya la creación y decir, que han encontrado con fortuna ese espacio vital en donde poder desenvolverse y nombrar el mundo de nuevo: la escritura. Del mismo modo, en un afán de no renunciar a nuestra historia, rendimos un mínimo homenaje a tres figuras centrales de la literatura mexicana: Edmundo Valadés, Abigael Bohórquez y Eraclio Zepeda. Cada uno, también, construyó su propia habitación, y nos hizo partícipes y habitantes de ella. Y entre las paredes que alzaron desde la narrativa, la ficción o la edición, podemos ver la luz con nuevos ojos.
Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Álvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate
editorial, 1 torre de marfil La luz y su ignorancia, 3 María Baranda
Secretario Abelardo González Aragón
profanos y grafiteros
Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro
Cuando se abrió la puerta no estaba el lobo, era Virginia hablando de mujeres, 4 Verónica Bujeiro Un preludio y siete cantos, 7 Ingrid Valencia Majka, 11 Marisol García Walls Mnemotecnia, 15 Penélope Córdova El invisible, 18 María Tabares Legado de la sombra, 23 Mariana Bernárdez
Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi
ménades y meninas
Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma
María Girona: el placer de la pintura, 26 Miguel Ángel Muñoz Alice Rahon: el arte como sortilegio, 31 Héctor Antonio Sánchez
Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado
antes y después del Hubble
Casa del Tiempo, año xxxv, época v, vol. ii, núm 22 • noviembre 2015. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Walterio Francisco Beller Taboada Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Asesoría editorial Paola Castillo, Brenda Ríos Jefe de Diseño Francisco López López Diseño gráfico y formación Rosalía Contreras Beltrán Imagen de portada: María Baranda, fotografía de Elena Juárez / cnl-inba diseño original Guadalupe Urbina Martínez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Casa del tiempo. Época V, Volumen II, número 22, noviembre de 2015, es una publicación mensual de la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F.; teléfono 5483 4000, extensiones 1509 y 1510. Página electrónica www.uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@correo.uam. mx /editoruamct@gmail.com. Editor Responsable Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013092511191100-203, ISSN en trámite, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F.; Fecha de última modificación: 30 de octubre de 2015. Tamaño de archivo: 2.4 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.
Eraclio Zepeda. In memoriam, 36 Jorge Ruiz Dueñas Edmundo Valadés, editor, 41 Josué Barrera En una tarde oscura de terrible tempestad, 44 Jesús Vicente García Abigael Bohórquez: para que “no olvides mi nombre casi angustia”, 49 Gerardo Bustamante Bermúdez Populismo, 54 Jaime Augusto Shelley De la independencia entre los contratos de explotación de derechos de autor, 57 Paul Jaubert
armario Las puertas de oro, 60 Concha Bernardelli
intervenciones, 62 Mateo Pizarro
francotiradores Miramar de David Miklos y El beso esquimal de Manuel Pereira, 63 Nora de la Cruz Melancólica armonía, 66 Juan Patricio Riveroll El color del tiempo de Clarisse Nicoïdski, 69 Luis Paniagua
colaboran, 72 Tiempo en la casa. Suplemento electrónico Tres poemas y una carta inédita, Isabel Fraire Isabel Fraire, una evocación, Miguel Ángel Flores
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La luz y su ignorancia María Baranda
...y una catedral en el corazón de una isla de rascacielos... Nicolás Echevarría
Luz en tu materia de sal y tierra incierta como un relámpago de fondo, no nos pidas otro tiempo en las piedras más altas de las columnas blancas. No sepas ya del necio y su palabra de hurto, su fe que olvida el beso de la amante bajo las sábanas del humo. Deja en este altar fugaz lo que traspasa como la risa detrás de los columpios, la costumbre con su velo de amor indescifrable por lo que no sabemos —aquí— o no tenemos —allá—
por lo que nunca fuimos bajo tus muros como el silencio de aquel mar cuando escuchamos: “ven, ven, que aquí comienza el mundo”. Abre luz tu parte de vida y todo y deja que sea aún la que no tiene y palpita en cada paso de su propia, propia, ignorancia.
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Cuando se abrió la puerta no estaba el lobo,
era Virginia hablando de mujeres Verónica Bujeiro 4 | casa del tiempo
Virginia Woolf en 1933. (Fotografía: Central Press/Getty Images)
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Qué papelón haría doña Virginia Woolf si tuviese que hablar de la mujer y la ficción el día de hoy. Quizás lo haría de nuevo como lo hizo en 1929, en privado y como si fuera un personaje. O tal vez sería la conferencista invitada a esa especie de comida rápida para el pensamiento que se inventaron los gringos con eso de las ted Talks. Si fuese así, tendríamos a Virginia con su micrófono auricular explicando que para escribir una mujer necesita “una habitación propia con cerrojo y quinientas libras al año”. Una frase demoledora que rápidamente sería presa de reduccionismos aptos para anunciantes de casas de decoración, números cero-uno-ochocientos para donaciones a la causa literaria de las mujeres y demás bajezas dignas de estos circos que se hacen pasar por educativos. Entre el público sin duda estarían varias feministas furiosas, demandando ahí mismo un espacio para debatir semejante proposición, rompiendo ya la puerta de ese espacio confinado; amas de casa con pretensiones literarias esperando con sus libros bajo el brazo para ser firmados; jóvenes tímidas con tabletas supersónicas; mujeres que necesitan de una guía, mujeres que no saben cuál es el tema, desde luego hombres varios y diversos que demandarían también su cuarto y las quinientas libras, so pena de reclamo por exclusión, y una mujer más que llegaría tarde y se sentaría en la última fila. Sobre la blanca frente de la tía Virginia aparecerían unas gotas de sudor, acorralada ante la posibilidad de herir una vasta cantidad de susceptibilidades que en 1929 no tenían cabida, sin voto femenino en las urnas (al menos en diversas partes del mundo) ni métodos anticonceptivos, ideas de feminismo, libertad sexual, independencia económica y una educación garantizada. La mujer tendría aún por delante probar su punto, pese a que la espectadora escéptica de la última fila comenzara a pensar que el ángulo inclinado de su nariz (ese mismo que le dio un Oscar a la Kidman) guarda cierta relación con su código postal. La duda crecería ante la primera parte de la conferencia, soporífera y digna del detalle y el decoro de una dama del siglo xix, quien abundaría en pormenores como céspedes que no pueden pisarse, cenas insulsas y tragos ilícitos de jerez, sólo para denunciar el condicionamiento al que se orillaba a una mujer cuya sagrada trinidad consistía en el matrimonio, la maternidad y la muerte, sin posibilidad obviamente de tener un tiempo o un cuarto propios. Sin que la conferencista Lobo acabara de hablar, la espectadora de la última fila se encontraría tecleando sobre el teléfono para contestarse a sí misma la duda de si todas aquellas mujeres que hasta 1929 habían escrito sus libros contaban con las condicionantes que la dama de postín apremiaba como necesarias o al menos ideales. La búsqueda en el teléfono traería de vuelta la puerta chirriante que avisaba a Jane Austen que debía esconder las hojas y la tinta debajo del tejido, el cajón donde se escondían las Brontë, la inesperada procedencia de Mary Shelley que salió al
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mundo desde el útero cojonudo de Mary Wollstonecraft (quien ya hablaba de derechos de la mujer en el siglo xviii), la masculinidad literaria de George Sand y otras tantas de las que no sabría y las que la misma tía Lobo mencionaría después; aunque quedaría fuera de la plática de la insigne inglesa una de las pocas poseedoras de una habitación propia, aunque ésta fuese la celda de un convento: la iluminada y desafiante Sor Juana Inés de la Cruz, quien tantos sortilegios hizo de su género bajo el hábito de las letras, pero hay que recordar cómo se le cierra el mundo al que no voltea más allá de su imperio. La audiencia presente (y también la lectora de este texto, seguramente) gritaría enardecida citando sus propios ejemplos; nombrando las imposibilidades que atravesaron tantas otras, sus cruzadas heroicas para imponerse sin voto, pastillas, educación y la libertad de sus propios cuerpos. Pero los murmullos no afectarían a la espectadora de la última fila, quien traerá a su pensamiento a aquellas que aun con cuarto propio perecieron por combustión espontánea, en una dieta rigurosa de cigarros, huyeron por la rendija de las pastillas o conectaron la lámpara errónea. Esos vínculos vacilantes del hipertexto que el teléfono trajo de vuelta tejen ya una constelación particular, cual árbol genealógico de cuyas ramas a más de una le gustaría colgarse, en el buen sentido. La tía Lobo notará la agitación de su público, la conferencia se habrá desviado hacia el género del melodrama y eso no es el punto, el punto son esas cuatro paredes y lo que sucede ahí dentro. Es un reclamo por un espacio imaginario que permita a la mujer convertirse en letra. El cuarto es el inicio de una fuga. Y al decir esto, la constelación proyectada anteriormente comenzará a encontrar otras ligas. En 1949, pensando también en cuartos y prohibiciones históricas, Simone de Beauvoir enuncia la famosa frase: “No se nace mujer, se llega a serlo”, aunque la barrera entre el francés y el español fije la segunda parte de la misma, on le devient, como una meta y no como la posibilidad de un devenir.
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“No se deviene Hombre, en tanto que el hombre se presenta como una forma de expresión dominante que pretende imponerse a cualquier materia, mientras que mujer, animal o molécula contienen siempre un componente de fuga que se sustrae a su propia formalización. La vergüenza de ser un hombre, ¿hay acaso alguna razón mejor para escribir? Incluso cuando es una mujer la que deviene, ésta posee un devenir-mujer, y este devenir nada tiene que ver con un estado que ella podría reivindicar”,1 enuncia Gilles Deleuze tomando la cita de Beauvoir como un eco que le permite hablar de la literatura y la vida. En este punto la agitación de la audiencia sería tal que la tía Lobo decidirá terminar la conferencia: “Aunque rebusque en mi mente, no encuentro ningún sentimiento noble acerca de ser compañeros e iguales e influenciar al mundo conduciéndole hacia fines más elevados. Sólo se me ocurre decir, breve y prosaicamente, que es mucho más importante ser uno mismo que cualquier otra cosa”.2 Lejos del vitoreo esperado, unos aplausos débiles la despedirán. La mujer se quitará el micrófono y bajará del podio, recordando aquel césped que tenía prohibido pisar. Complicado es pasar por aquí sin ofender a nadie. Hay que andarse de puntitas por este terreno escabroso, incompleto, en devenir constante. La espectadora de la última fila y ella se encontrarán calles más adelante por casualidad. Se mirarán por un momento, palparán las piedras en sus bolsillos y seguirán adelante como personajes de otra ficción.
1 Gilles Deleuze, “La Literatura y la vida”, en Crítica y Clínica, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 5. 2 Virginia Woolf, Una habitación propia, Seix Barral, 1967, p. 79.
Un preludio y siete cantos Ingrid Valencia
Preludio Comienzo a mirar el pabellón de la locura recuerdo el instante del aplauso, la cúspide del tacto donde el peso de la carne es la prisa y la imagen se aferra al deterioro, al barullo de las manos. Creí en la espuma, en el ardor del roce. Comienzo a mirar los signos delante, los semáforos, el vaho, la nostalgia crecida en los cuerpos del día, ya amontonados como rocas al centro de una plaza milenaria donde flotan las hojas del árbol y crece la vida a pedazos. Comienzo a mover las bancas de lugar, los pizarrones de una tarde vencida por la indiscreta boca que se rompe junto con objetos traídos de la guerra. Escribo el sonido de mi nombre con las vocales húmedas de una fuente. Los precipicios se llenan de polvo. Las palabras no sirven para tocar ojos. Acaso iluminan el rostro que se aleja. Las alas de un pájaro muerto yacen en el agua podrida del olvido.
Comienzo a mirar las ondas circulares, la reproducción de su caída, el hundimiento de su canto. Podría expulsar la voz, impedir la triste proliferación de aves que surcan el cielo, deformar la trayectoria, introducir un vuelo, ostentar el baile submarino de un adiós que anuncie el fulgor de un amanecer sobre terrazas y cables. Comienzo, sí, a mirarme, a recordar la danza, el aleteo, el frágil desequilibrio de abrirse paso por dentro de la piel, incluso en la multitud de aves que mueren cada noche mientras respiro.
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Siete cantos a Paul Celan El agua cae con su impureza más bella.
i Es de vidrio un eco. Es la playa un jardín de pieles plásticas tendidas como puentes, como una habitación llena de feroces manos abiertas como el fuego, encendidas como orillas que han dejado su marca, su respiración caída en el oleaje de luz. ii Como una habitación llena de feroces ojos con urgencia de mirar un infinito en la piel, es de vidrio un eco, son de piedras las voces que arroja el tiempo con sus tonos circulares, con su frialdad de acero, con sus ruedas vencidas, con sus dominantes pasos escuchados en la noche durante la vigilia. iii Algo rompe lo lejano como un medicamento que adormece la calma. El vaivén de los insectos
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hace tregua con la arena, con el polvo enterrado en las comisuras de ayer. El eco es traslúcido, es ardor en lo indecible, es atropello en zigzag como la lluvia inocua que moja la enfermedad, como una huella negra al fondo de los caminos, como un espejo ya azul detrás de un arma fría sumergida en el viento. iv Llego de los ecos grises, de los pasillos de cristal, de un mundo al reverso de la hoja de un árbol que se agita y muerde los sonidos de las risas, de las lágrimas ya secas por la tarde que avanza hacia las palabras rotas también quebradas en eco, en polvo que ingiere los soles de la infancia los soles de lo húmedo. v Respiro como si entrar fuera ya lo adecuado, fumo la cárcel nocturna de un agitado muelle anclado a los dictados
del agua que me suaviza las formas de repetirme. Convivo con la maniobra de abrir y cerrar frascos de abrir y cerrar días, de beberlos detrás de mí, de un rostro con pliegues y ansia. Olvido el asir de la voz, desperdicio las horas en una rotunda huida hacia el bosque de los nombres que me dividen en sombra. vi Así es el eco, la paz, un presentir de las pieles, las ojeras, los cabellos, la pupila amniótica, el deseo de la mano que toca lo ya perdido, lo oscurecido al ojo. Es de vidrio un eco que empuja el amanecer que inunda el valle verde y rocoso de la espera como gotas invasivas que trepan por las paredes, que traen un coro frágil de años en la lengua. vii Escribo como quien viene de una casa habitada, llena de feroces manos, abiertas como el fuego, encendidas como orillas.
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Inscripciones de Carl Gustav Jung en la piedra angular de la Torre de Bollingen, en Suiza
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Majka Marisol García Walls
La perra arrastra una piedra por toda la casa. Escucho de lejos que la tira, con un ruido sordo, contra el piso de madera. Levanto la mirada desde la computadora, abandono lo que estoy escribiendo y me cruzo con sus ojos negros y brillantes. Me devuelve la mirada con cierta desconfianza. Toma la piedra entre sus dientes y se la lleva lejos. Probablemente la esconde de mí. Maestra del desliz, huye pegada a los muros. A veces, cuando estoy sola, hago lo mismo. Escribo frases en mi mente, espalda contra la pared, tratando de palpar un límite concreto. Digo mi nombre. Y mis palabras rebotan, redondas y pesadas, como si fueran las piedras de un río. Una vez que se ha cansado de subir y bajar del sillón, dar la pata, fingir su muerte, enterrar la piedra y echarse al sol, la perra se acuesta en el piso, convertida en un ovillo, y empieza a mordisquear su pata trasera con una violencia persistente y rítmica. Pronto me percato de que se está haciendo daño. Trato de apartar su hocico a la fuerza, pero bajo la espesa capa de pelo ya hay una herida que emana calor. Día con día, la misma historia. La necedad es algo que ambas tenemos en común. Nuestra obstinación radica en el método. Ella rasca sus incomodidades hasta convertirlas en una llaga y yo indago en las mías para transformarlas en escritura. Me pregunto si las palabras son el medio preciso para trazar la genealogía de una herida. Empezar a escribir es caminar por un terreno accidentado. Parecería que uno va por el texto como va por la calle, renunciando a ver las particularidades geográficas o haciéndolo desde lejos con pretendida objetividad. Es fácil confiar en que se está pisando firme cuando uno mira el camino desde las alturas. Pero basta con fijar la atención para descubrir que bajo nuestros pies hay un universo entero. Lo que primero parece un paso limpio resulta que está plagado de escollos. El riesgo asedia,
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aun cuando nada en el contenido o en la forma de la primera frase permite adivinar que la ruta a seguir se interrumpe más tarde; nada permite imaginar que la vía conduce a una encrucijada. De pronto la intuición fugaz deviene tropezón: imposible seguir por el tramo recto de una certeza. A veces los senderos más tranquilos se tornan impredecibles. Bifurcan o conducen a la pregunta. Por eso las palabras iniciales son tan difíciles de colocar: el tránsito de la idea por la página se ve obstaculizado por una grieta que provoca la caída. Pronuncio un nombre, digo “piedra” y convoco una de color negro, invariable en su tamaño y en su forma. La palabra oblitera las diferencias que permiten pensar más allá de la abstracción del trazo. Se pierde la riqueza concreta de la sinonimia: guijarros, rocas, pedruscos, cantos, cálculos e incluso las piedras metafóricas que aparecen en el zapato de la vida y que constituyen sus grandes problemas. Ante la piedra, uno enfrenta varias posibilidades: puede elegir rodearla, patearla, o bien, tomarla en las manos para examinarla con detenimiento.
trabajadores que la regresaran al barco de donde había venido, pero Jung se negó rotundamente: de inmediato supo que esa era su piedra. La colocó en un lugar especial frente al lago y la dejó hablar. En el costado de una de sus cuatro caras mandó tallar los siguientes versos:
Cuando Jung estaba construyendo su casa en Suiza, quiso que el lugar donde iba a retirarse a escribir se pareciera al arquetipo del hogar materno, imaginando, quizás, que esto facilitaría el parto de sus investigaciones sobre el psicoanálisis. Con las chozas africanas como modelo, emprendió la construcción de una torre circular en Bollingen que imitaba las tiendas sencillas que giran en torno a un fuego en el centro. Avanzado ya el proceso, el constructor que encargó los materiales a una cantera cercana notó que la piedra angular sobre la que debía cimentarse el edificio entero tenía unas dimensiones distintas de las que había solicitado: era casi un cubo. Indignado, le pidió a los
Todas las tardes, la perra saca un guijarro del jardín y lo trae al interior para acostarse a su lado y lamerlo durante horas. Su cuidado es el de una madre primeriza, arropando a su hijo para que no le dé frío. Desde que empezó la temporada de lluvias, afuera aparecen hongos. En el interior de la casa, las piedras se acumulan en lugares insospechados. Irritada, hago todo lo posible por desaparecerlas, pero siempre vuelvo a encontrármelas a mitad del camino. Mis esfuerzos resultan inútiles. Una mañana los dedos de mi pie descalzo impactan contra un cuerpo frío en la sala. Maldigo en voz alta a la perra mientras me froto la uña lastimada, a sabiendas de que ella sólo
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Soy huérfana, sola; sin embargo, me encuentro en todas partes. Soy una, pero opuesta a mí misma. Soy joven y vieja al mismo tiempo. No he conocido ni padre ni madre porque tuve que ser sacada de las profundidades como un pez, o caí como una piedra blanca del cielo. Ando errante en los bosques y las montañas, pero me escondo en lo más interno del alma humana. Soy mortal para todo el mundo, sin embargo no conozco el curso del tiempo.
Una piedra huérfana en un hogar materno. Palabras que caen del cielo o son extraídas de las profundidades. Un pensamiento atraviesa mi mente e interrumpe mi escritura: la certeza de que Jung, como yo, debía ser un hombre muy necio.
desviará la mirada y agachará las orejas. Sé que lo volverá a hacer, una y otra vez. A ratos pienso que ella sabe algo que yo sólo alcanzo a intuir: que toda creación requiere de la tenacidad de los niños que, cuando lanzan piedras al agua, las hacen rebotar para llegar cada vez más lejos.
Tomo la piedra y me la guardo en el bolsillo. Se me ocurre que la letra guarda el mismo parentesco con un diagrama de vectores que los edificios con respecto a los planos: una sumatoria de fuerzas en direcciones contrarias.
Dentro de la casa, imagino líneas que trazan muros invisibles. Delimitan el espacio, pero también generan posibilidades. La perra y yo luchamos por conquis tarlas. Aquí —como en el lenguaje— no hay territorio neutro. Construir un edificio no sólo es levantar muros, castillos y trabes siguiendo un plano. Entre el boceto y la obra, entre la teoría y su puesta en práctica, se juega la creación de nuevas estructuras. El fin último de la construcción es lograr que las ideas se concreten en su dimensión real. Para la arquitectura, arte del desafío, lo más importante es alejar la línea que marca el horizonte entre lo posible y lo imposible. La obstinación permite contrarrestar el riesgo: negarse a la renuncia es otra manera de designar una utopía. Los edificios en las ciudades modernas son el terreno experimental donde se llevan al límite los materiales y las formas. El riesgo, en este caso, es su motor: construcciones cada vez más altas se comen porciones del poco cielo que queda. Desde el aire, la ciudad se parece extrañamente a una herida en la piel de la Tierra. Abajo, en la banqueta, pateo una roca. Quiero ver qué tanto se aleja de mí. Equivoco el primer golpe y agito el polvo, la nada, con la punta de mis tenis. La segunda patada atina, y consigo que la piedra se despegue del suelo y vuele describiendo un arco. En la escritura tampoco interesa el punto de llegada, sino su trayectoria.
Escribir es parir: las heridas que se apilan dibujan su propia genealogía. Como una perla formada por capas, un texto adquiere densidad de sentido en la búsqueda, en la experimentación con orden de los componentes de sus frases. Aprender a escribir, lejos de ejercitar la mano para ordenar vocablos en fila, es poner la argamasa que junta las piedras, saber engendrar las diferencias que habitan las palabras para darles un sentido pro fundo, despertarlas del estado embrionario donde las ideas dormitan en su sueño amniótico. Es probable que en la mente de mi lector se dibuje un animal indeterminado, de tamaño mediano, de color oscuro, sin rasgos particulares que lo distingan. Sería difícil que mi lector imaginara con la sola mención del sustantivo que una mancha cubre la mitad de la cara de la perra, que tiene una nariz pecosa, y que tres tonos de color café ensombrecen su pelaje. A menos, claro, de que en mi escritura los nombre. En este caso, el nombre precedió a la perra. Durante un viaje en Eslovenia, hace casi cuatro años, me senté a comer en un restaurante al aire libre donde, de pronto, sentí que una nariz húmeda tentaba mi mano. Me asomé debajo del mantel y encontré a una perra negra. Su dueño, un músico, se apresuró a sacarla de ahí y a extenderme una disculpa. Cuando le pregunté por el nombre de su compañera, me dijo que se llamaba Majka, que en su idioma significa “pequeña
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madre”. Había decidido llamarla de este modo porque ella siempre estaba cuidándolo, pendiente de todos sus movimientos. Era su única familia. Hay personas que son huérfanas del mundo, que sienten una necesidad vital de ejercer discordancias fundamentales frente sus predecesores y que están midiendo siempre profundidades y distancias con el golpe de una piedra. Cuando la tuve por primera vez entre mis brazos, decidí que iba llamarse Majka, igual que su homónima eslovena. El nombre puede ser destino o ser fortuna. A veces pienso que la relación entre el pensamiento y la escritura es una relación genética. Las ideas germinan en palabras y éstas a su vez van tejiendo el entramado complejo de un texto. Procrear se convierte en una manera de resolver la continuidad entre la vida y la letra. Piedras que, como los materiales de construcción, se van ordenando hasta generar nuevas formas. Sin embargo, en cierto sentido, esta continuidad se rompe en la práctica.
Conforme avanzo en el ensayo dejo de ser la madre que da a luz y paso a ser la hija: a la vez que le doy forma al texto, el texto me da forma a mí. Se trata de un parto inverso que recuerda la idea de Borges, según la cual un escritor es quien hace a sus precursores. En este caso, lo que engendro me completa: las palabras alisan mi carácter y liman mis sentimientos. Tal vez un día termine pareciéndome a las rocas circulares pulidas por las olas del mar. Al escribir voy recorriendo la genealogía de mis propias heridas, que se muestran en su carácter polisémico y circular: parto y orfandad son la llaga abierta, un signo y un símbolo a la vez, una marca que se lee y se interpreta. Un ultrasonido revela que Majka va a ser mamá. En su vientre ya hay cinco perritos que van a nacer pronto; sus vidas apenas son un trazo. La piedra angular es la que junta dos paredes de un edificio, haciendo esquina; la que atrapa el acto de la escritura entre dos dominios, el de la maternidad y el de la orfandad, el de lo dicho y lo inefable. Yo también me obstino en conservar esta piedra. Sin ella, me sería imposible nombrar las cosas.
(Fotografía: Thurston Hopkins/Picture Post/Getty Images)
Mnemotecnia Penélope Córdova
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El personaje de esta historia poseía un talento poco común que, por lo demás, salvo cuando se lo proponía, no era la cosa más útil: hablar con las sombras. Lo descubrió una vez, de pequeño, oculto entre los libros del padre, cuando leyó al azar una línea en un tomo empastado en cuero: Mi nombre es Nadie. A partir de entonces, cada vez que abría un libro, se presentaba con variaciones de la misma oración: Mi nombre es Cuervo, Mi nombre es Ceniza, Mi nombre es Poeta Menor. Hay que decir que en el mundo de los hombres de carne nadie se ha acercado todavía a preguntarle: Oiga, ¿y usted cómo se llama? ¿Le apetece ir a tomar un café? Nuestro señor es un hombre de costumbres. No por obsesivo, sino porque intenta confiar en el poder que ejerce la repetición sobre la memoria. Toma su café de la tardes desde hace años en el mismo lugar, compra sus camisas a rayas en la misma tienda, cena los sábados con su esposa en el mismo restaurante y pide los mismos platos esperando que los meseros se presenten con una sonrisa y la frase: “¿Lo mismo de siempre, señor?”; pasa Navidad con su hijo en una casa de campo y en Año Nuevo pide siempre el mismo deseo. También aborda la ruta que va de Chapultepec a Miguel Ángel de Quevedo todos los días a las ocho de la mañana y conoce a cada uno de los empleados que trabajan en aquel paradero. Sin embargo, al abordar el camión, por ejemplo, el operador pasa su mirada a través de él sin pedirle el pasaje, y cuando él lo llama para exigirle que le cobre, el hombre lo mira de arriba abajo antes de extender la mano con una risa sarcástica. La escena se repite en todos los lugares que frecuenta, y los empleados siempre se excusan de la misma forma ensayada. Este hombre conversa con sus visiones como si estuvieran presentes y a la vista de todos, o mejor dicho, como si él mismo adelgazara hasta colarse por una grieta en la dimensión paralela de los hombres sin rostro. Una vez, después de un viaje a Londres, discutió durante semanas con Bartleby porque se negaba a responder las preguntas más sencillas, como un retrasado mental que sólo sabe una muletilla. Si alguna vez su mujer lo sorprendía en mitad de una de estas charlas, él ni siquiera la miraba, porque en ese momento era él quien no estaba ahí, y lo que ella veía no era más que una grieta que creía que era su marido. —La gente como nosotros —dijo una vez nuestro señor a Wakefield mientras golpeteaba con ansiedad la mesa del Café Central—, sólo puede presentarse en la vida como daño colateral. Somos la rebaba del mundo. A mi modo de ver, querido amigo, nuestra única victoria consiste en una de estas dos opciones —Wakefield apuró un sorbo hirviente mientras se mesaba la espesa barba que no se había rasurado en varios meses, y escuchó con atención—: matar o hacernos matar. El hombre de quien hablamos casi nunca mira de frente, odia los rostros hermosos, los lunares que cautivan, las cicatrices, los ojos color gris nublado, las voces
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armoniosas, la simetría de los cuerpos, la muda aceptación con la que uno ejecuta las convenciones sociales más absurdas, las pequeñas mentiras cotidianas que dice la gente para evitar los sobresaltos; esa desgraciada belleza y la irrepetible fealdad de los extraños que el recuerdo captura durante unos segundos para después quedarse con el sedimento. Y así, casi sin querer, la mirada de este personaje se detiene una tarde en un rostro perfectamente apagado, como una taza de café diluida en medio litro de agua: una mujer silenciosa en quien nadie ha posado la vis ta, una mujer como él, sin luz ni sombra. Él se dedica a observarla. Después de media hora ella mira el reloj, toma su bolso y se levanta. Él la sigue hasta una pequeña pensión en Bucareli donde recoge su maleta y después se dirige a la central de Observatorio, donde aborda un autobús con destino a Toluca. La escena se repite el siguiente martes y el siguiente y todos. El hombre la observa beberse el café y la acompaña en silencio hasta la puerta de la pensión y luego hasta la estación. Piensa en la mujer el resto de la semana y le inventa una vida, mientras Wakefield, Goriot, Oneguin y Fausto palidecen entre el polvo de los libreros. Durante algunos años, la vida del hombre se limita a las últimas horas de los martes, cuando acompaña calladamente a beber café a Silvia, la mujer sinónimo, cuyo rostro no recuerda más que esos martes por la tarde, cuando el hueco en su mente embonaba con la presencia deslavada de ella. Con el tiempo, Silvia y el hombre de esta historia ya conocen todo de la vida del otro. Silvia se queda viuda y él sin hijo. La llegada del martes supone para este hombre el cumplimiento de una cita inevitable, el sentido de los días. Entre los muros de su casa ya sólo resuenan los pasos leves de su esposa, pero él sigue esperando los martes como un viejo la carta de una joven amante.
Una tarde, el señor acude a su cita con Silvia y se da cuenta de que ella ha llegado antes. Él se sienta en la mesa de siempre y se pone a hojear unos versos de López Velarde; a los pocos minutos levanta la vista y nota que lo mira. Enseguida, ella se sienta en su mesa y se presenta con un nombre diferente. La conversación que sigue no tiene importancia, todo es mentira. Pero los ojos pequeños enmarcados en una piel que comienza a marchitarse penetran el alma de nuestro personaje y lo paralizan por completo. Él le dice: Mi nombre es Nadie. Esa tarde, él deja que la mujer se marche y decide no seguirla. Vuelve a su casa y duerme desde el momento en que su cabeza toca la almohada. Transcurre una semana. Empieza a oscurecer cuando la mujer sale de la pensión hacia la central de autobuses. Él sigue sus pasos. Al llegar su turno en la fila para abordar, el revisor lo mira a los ojos y le pide el boleto, luego le desea buen viaje y lo saluda con una inclinación de cabeza. Nuestro personaje lleva en el cuerpo una emoción tensa como cuerda de arco. Es invierno, la ciudad se duerme un poco más tarde que en verano. El frío lo excita. En el trayecto, conversa en voz baja con Wakefield y le pide que le describa el frío de los inviernos londinenses. Después la charla deriva hacia otros temas como la gastronomía de la costa del Pacífico, la salud de la señora y las erratas en los horarios de trenes del siglo xix, mien tras la mano del hombre acaricia la cacha de la pistola y suda dentro del bolsillo derecho. El inspector de policía interroga al revisor con voz fatigada de insomnio. Le muestra la fotografía de un hombre calvo de baja estatura, vestido con gabardina marrón y zapatos negros. Le pregunta si lo ha visto en el autobús de México a Toluca. —No, señor, si ese hombre hubiera viajado en alguno de los camiones dentro de mi horario, lo recordaría. Yo jamás olvido un rostro.
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El invisible
Le Bénédicité, Jean-Simeon Chardin, 1740
María Tabares
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Se entristece la luna de verlos reflejarse en su silencio, desesperanzados en fuego sus ojos ardiendo en fuego ardiendo el vacío estómago ardiendo i n e v i t a b l e m e n t e, sin que nadie los socorra.
Se ha dicho que detrás de todo gran hombre existe una gran mujer. Sin embargo, ¿qué pasaría si nos atrevemos a invertir esta sentencia y a ver frente al espejo su reflejo? ¿A quién veríamos detrás, delante o al lado de ella? ¿De una gran mujer o de una cualquiera? Sigámosle, propongo, el rastro a este invisible. Develemos a ese sujeto que aparece tácito en la oración de quien escribe versos; a ese ser que, sin ser directamente nombrado, algunos poetas, hombres y mujeres, por amor u odio, dedican algunos de sus versos. He aquí a Juana en túnica penitencial, / despojada de la armadura, la melena rapada / sujeta con una cuerda a su alrededor / cual pierna de cordero al horno… /… Toda pálida, las manos y los pies desnudos, / la fina vestimenta, agotada y perpleja, / blanca como el centro de una bengala, / sabe ya lo que el destino le ha preparado… /…/1
Observemos a esta Juana en el espejo. ¿A quién vemos atando la cuerda alrededor de su cuerpo? ¿Quién hace la veces del destino para sustentar su asesinato? ¿Un hombre, una mujer? “¿En perseguirme, mundo, qué interesas? / ¿En qué te ofendo, cuando sólo intento / poner bellezas en mi entendimiento / y no mi entendimiento en las bellezas? /…/”2 pregunta Sor Juana Inés de la Cruz, en el siglo xvii. ¿A quién se referirá cuando nombra el mundo? ¿Será a quien se ha creído representante de Dios sobre la tierra? Gracias a un poema que recrea la vida de la egipcia Hipatia, quien destacó en los campos de las matemáticas y la astronomía, y fue miembro de la Escuela de Alejandría a comienzos del siglo v, sabemos que además de ser pagana “Lee a Aristarco y
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Margaret Atwood, “Santa Juana de Arco en una postal”. Sor Juana Inés de la Cruz, “Hombres necios que acusáis”.
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deja en el armario / el rollo de papiro escrito en griego… / … recita en alta voz un silogismo / en la gran sala de filosofía… /… toma a Esquilo y presiente la jauría. / Sajada en el horror… ve en espejismo / su carruaje hacia el mar, de Alejandría. /…/”.3 La jauría viene por ella para llevarla a la muerte. Como es de suponer, no la conforman la madre, las primas o las hermanas, si bien una que otra hembra pudo venir con la manada. A Hipatia la asesinó una turba de cristianos guiados por un tal “Pedro el Magistrado”. Según la Real Academia de la Lengua Española, es necio “quien es ignorante, que no sabe lo que podía o debía saber (primera acepción); imprudente o falto de razón (segunda); terco y porfiado en lo que hace o dice (tercera)”. En este sentido, la necedad no es como aparenta, antagónica a una avezada sagacidad para abusar del otro. El otro, la mujer; el otro, el niño; el otro, el animal, la planta o mineral, quienes según la ordenación del mundo del necio son mucho menos que él en la escala evolutiva. En la radio anuncian que han tomado el pueblo. / Que hubo explosiones / restos de carne que se estrellaron contra otros cuerpos. / Que todo fue muy rápido. / Que las gallinas dejaron en el aire / después de arder bajo el estallido / sus plumas como un ala de neblina / que no permitió ver con claridad / cuántos muertos fueron. / … /4
¿Quién hizo posesión del pueblo? ¿Quiénes empuñaron las armas? Sí. ¿Quién, quiénes, son los que en otro pueblo de Colombia o en cualquier parte del mundo y cada día y a cada hora, llegan por Mónica cuando “Oye tumbar la puerta de la casa / a la una de la mañana. / Las paredes no se abren. No hay zarzos en el techo… / La casa es una tumba de miedo… / Y Mónica tiene en los brazos al hijo / como para irse por él / y lo mira ya ida / sentada, vencida / con su pavor de cierva espantada / en un rincón de la cama / y lo abraza por última vez / y lo desprende de su pecho / y lo encomienda a la madre / y sale / en ropa de dormir / y descalza / por la calle de siempre / y de nunca / baja / a la muerte. /… /”.5 ¿Será un hombre o una mujer quien apunta con el fusil al niño, en este poema llamado Patria?: El niño recoge espigas de sol./ Vuelve sereno y cantando por el campo. / Revienta sobre su cuerpo el fusil del asesino; / lo embiste la noche. / Vuelan por el aire las ropas como banderas / de una patria sin nombre./6
Marga López Díaz, “Hipatia”. Camila Charry, “Chengue”. 5 Marga López Díaz, “Mónica.” 6 Camila Charry, “Patria”. 3 4
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Y aún más lejos en el tiempo, ¿quién es responsable de esta mutilación?: La ciudad libre de miedo, / multiplicaba sus puertas. / Cuarenta guardias civiles / entran a saco por ellas.. /… Los sables cortan las brisas / que los cascos atropellan. /… Rosa la de los Camborios, /gime sentada en su puerta /con sus dos pechos cortados /puestos en una bandeja. …/7
Todo indica que necios ha habido y habrá por los siglos de los siglos, amén. No existe, en nuestra forma contemporánea de vivir, resquicio libre de su ideología y sus actos. Si no fuera así el mundo sería otro. ¿Mejor? Imposible saberlo. ¿Peor? Quizás no habría cómo. ¿Alguna otra cosa puede ser la guerra, tantas guerras, todas las guerras, que la más descomunal necedad? ¿Habrá mayor necio que aquel que históricamente ha justificado y, además, ha sustentado en ella su propio valor? El poema “Tamerlán” (1336-1405), que escribiera Borges sobre el llamado “Timur el Cojo”, último de los grandes conquistadores nómadas de Asia Central, nos permite ver en máxima soberbia a pesar de la inquietud y tal vez la simiente de una culpa que lo aterra, a un hombre que dice y piensa:
Pero abandonemos la guerra. Duele tanto. Vamos tras el ansiado amor, tras Cupido, el niño que según la mitología tuvo que ser escondido por Venus (Afrodita), su madre, diosa del amor, la belleza y la fertilidad, para evitar que su abuelo Júpiter, el padre de Marte (dios de la guerra) lo asesinara. Con este origen, con esta infancia, no es de extrañar que precisamente sea una flecha (otra arma) el símbolo del amor que nos hiere y atraviesa a hombres y a mujeres por igual. Leamos estos dos fragmentos y reconozcamos en ellos la pasión y belleza de la herida. Deja por última vez que mi tacto te sepa / porque quiero aprenderme tu cara de memoria, / porque quiero iniciar un poema diciendo: / “En Segovia, una noche de torres, mi alma no pudo, / no le fue posible...”. / Déjame, sí, déjame. / Déjame aunque sea fatigar tus huellas / por esta almohada con aroma de rostro / porque quiero hacer un pájaro con tu piel / para despertar mi corazón muerto. / Yo te amé de frente, por entero / y me miraba largamente en tus manos / buscando dar olvido a mi antigua sed de orilla. /…/9
Tener y perder, qué dilema inseparable. Unos meses mi sangre fue tu sangre / mi voz / se acompasó a tu vida / y los ojos se volvieron hermanos incestuosos. / Se llenaron de verde mis pestañas (y mis sienes de blanco) y mi cuerpo mordías de un amor entredicho que no era tanto amor / pero yo lo soñaba donde las cicatrices. Te deseaba de amor y amoraba el deseo al mismo tiempo. / Y el tiempo tuvo fruto de tres y piel extraña. / Cuando en lugar de un beso fue un rasguño / en vez de algún te quiero hubo una ofensa /…/10
Mi reino es de este mundo. Carceleros/ y cárceles y espadas ejecutan / la orden que no repito. / Mi palabra más ínfima es de hierro. /He derrotado al griego y al egipcio, / He devastado las infatigables / leguas de Rusia con mis duros tártaros, / He elevado pirámides de cráneos, /…Sé todo y puedo todo. Un ominoso /…Soy los dioses/…/8
Tamerlán no es ni será el único hombre que crea esto, ni antes ni ahora. Sólo se requiere hoy en día ojear la primera página de un periódico para saberlo. Son diversas como flores carnívoras las formas de la guerra. Diversas sus violencias. Uno solo el miedo.
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Federico García Lorca, “Romance de la guardia civil española”. Jorge Luis Borges, “Tamerlán”.
Quizás podemos entrever en este último fragmento la presencia de un tercero, desgarradura frecuente en el amor. Sin embargo, sería falso afirmar que la infidelidad es exclusiva de los necios. Múltiples factores intervienen
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Eduardo Cote Lamus, “Poema imposible”. Luis Armenta Malpica, “FRÜHLING”.
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en ella. Muchos los hombres y mujeres que aparecen y desaparecen en nuestro espejo, desnudos, amándose en una danza. Pero no hay duda: como hábito, la infidelidad es propia de los hombres necios y es otra de sus formas de violencia. “No me aterra el dolor y lo sabes, es casi una condición inmanente a mi ser, aunque sí te confieso que sufrí, y sufrí mucho, la vez, todas las veces que me pusiste el cuerno... no sólo con mi hermana sino con otras tantas mujeres... ¿Cómo cayeron en tus enredos?… ¿qué buscabas, qué buscas, qué te dan y qué te dieron ellas que yo no te di?...”,11 escribe y pregunta Frida Kahlo a Diego Rivera en una carta, el día que van a amputarle una pierna. Preguntas, no lejanas a las que hiciera, de otra manera, Sor Juana a los necios cuando escribe, por ejemplo, “¿Pues para qué os espantáis / de la culpa que tenéis? / Queredlas cual las hacéis / o hacedlas cual las buscáis. /… /”.12 Infortunadamente la infidelidad de los necios no suele afectar únicamente a la pareja, sino la trasciende. ¿Cuántos de ellos, después de clavar el aguijón, salen corriendo? (ya habrá otra oportunidad de ahondar sobre la necedad femenina). Es por ello que podemos leer estos versos sobre una madre que sola levanta el sustento de los hijos y, al hacerlo, ver en el espejo que como ella hay muchas. Tú sólo cosías y cosías / el pedal oxigenando la biela / la caja de bobinas traqueteando /… Quisiste coserme bien por dentro y por fuera, / asegurarte que nada se desbordara. /…/13
Si no me lo dicen me lo invento / si no me lo dicen lo voy a buscar / por internet / en la guía telefónica / en los obituarios del periódico / debajo de los botes de basura / en las paradas del bus / en las filas de la seguridad social /…/14
La suya es la presencia del ausente. Del invisible, ese sujeto tácito que como dije al inicio de este escrito, existe en muchos versos aunque nadie directamente lo nombre. Parece ser que la ausencia de la palabra crianza como acepción de la palabra padre es una peste contagiosa, y hace a la gama de los necios grande y florecida. Son demasiadas en el mundo las madres sin ningún hombre al lado, detrás o al frente de ellas. Muchas las mujeres que en el espejo descubrimos son niñas, con la mirada baja, tratadas como si fueran nadie o casi. Las que incluso jamás veremos, por que ellas mismas no se miran al espejo por no poder soportar su rostro sin forma, derretido por el ácido o los golpes del corazón iracundo de alguien que quizás aman o amaron. ¡Por supuesto, no todos los hombres son así! Existen padres, hermanos, hijos, abuelos, amigos, esposos, amantes, inteligentes y sensibles, respetuosos y comprometidos que, como vimos, también han padecido la guerra, la forma cómo los necios gobiernan el mundo, sus presiones y exigencias, incluso su castigo. Pero desafortunadamente han sido y siguen siendo muchos los necios que se acomodan en fila, sonrientes, para esta gran foto en el espejo de la historia. Un espejo empañado con el vaho de tanta multitud.
La presencia de la progenitora es fundamental. También la del necio, a su manera:
Frida Kalho, “Carta a Diego Rivera”. Sor Juana Inés de la Cruz, Op. cit. 13 Denisse Vega Farfán, “Máquina de coser”. 11
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Nicole Cecilia Delgado, “Secretos familiares”.
La muerte de EurĂdice, Erasmus Quellinus II, 1630
Legado de la sombra Mariana BernĂĄrdez
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Despertar tratando de ordenar los infinitos puntos que no acortan el trecho con lo que se mira; la mano no habrá de alcanzar la ciruela que pende de la rama, ni podrá la mente resolver los acertijos que la habitan desde su inicial venida al mundo; la línea de su progresión no habrá de atinar al blanco ni resolver las antinomias de Zenón. Este tanto se reduce a que entre la ciruela y yo se interpone un ventanal. Pareciera que siempre se está a salto de mata salvando la inexactitud y la velocidad del fluir, como si fuera posible apresar lo que se vive o como si sólo quedara como remedio la aceptación de la evanescencia. ¿Quién pudiera leer las sombras del corazón, esas siluetas livianas que a veces son prendidas en su tránsito irreparable? Mirada brillada, dicen, fulgor, destello, a saber. Lo indudable es que desafían el suspiro de Eurídice y la honda tristeza de Orfeo, que más le habría valido perder la lira y la voz, que no la cordura de lo irreparable. Sea así la sentencia de unos dioses que no conocían ni siquiera para sí la misericordia ni la gravedad de la pérdida. Legado suyo será lo oscuro que revela su presencia en el latido y que irá ahondándolo hasta convertir su eco en caverna de sentido. Hueco. Sombra. Corazón. Habrá momentos extraordinarios donde su precisión será palabra justa en busca de balbuceo, pues a sabiendas de que la verdad no lo liberará de su condición de siervo, el alumbrar el peso de su decir dará un mayor nacimiento a su condición de paria, que aún del tránsito por el desierto guarda memoria de su exilio en señal perenne de su incompletud. Fractura como fundación de lo por venir, abismo, resquicio, flagelo que acusa la distancia, que aunque mínima, se perpetúa en la existencia para afinar el filo de la espada que la agranda. Y aquí y ahora, sólo la herida. ¿Y el corazón?, el corazón llora su vendaval. A veces mejor perderse que ser hallada, mejor confundir las coordenadas y dar inicio al viaje, dejarse arrastrar por la marea antes de llegar a puerto, antes de rendir cuenta de los vientos… Deambular sin cartografía precisa y reparar en la sal incrustada sobre la barandilla del barco o escuchar el golpeteo de las olas en la quilla o mirar la lontananza de la estela… como si en su cadencia se encontrara un
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sentido más alto y una relevancia que diera razón al sinsentido de saberse cara a la muerte. Hueco. Sombra. Corazón. No ser de algún lugar ni tener lengua propia ni paisaje de infancia fijo, salvo la luz y su derrotero por las hojas de los árboles; perder las ataduras y dejarse llevar a la deriva vadeando arrecifes y calas, porque nada sana de lo amado como imposible es salvar el cruce del olvido. Si hubo palabra de amor que luego arrancó su fuego para lacerar y dejar el rastro de la ceniza, sea la dicha de haber sido alguna vez pronunciada por su quemadura, aun de que el pálpito se anegue en la desesperanza y gravite el derrumbe al punto de quebrar el cuerpo que lo sostiene. Legado de la sombra. Hueco o tajo en el corazón. Corazón. Corazón. Reparo en la hoja y en la rama, en el fruto y en el pájaro que picotea su pulpa, el chasquido del aleteo me alerta sobre la exigencia de estar frente al ventanal y vienen a mí los versos inmemoriales de Kavafis: “A Lestrigones, Cíclopes, / al fiero Poseidón, nunca encontra rás / a menos que en tu alma los lleves dentro, / al menos que tu alma los ponga delante tuyo”.1 Difícil ignorar el tridente que afianza su percusión al menor descuido, y más difícil aprender que el corazón es la fortaleza que arrincona su volición. ¿Quién no ha sido seducido en la contemplación de esas variaciones del azul verdad? ¿Quién, puro de cualquier pasión, puede alzar la voz y lanzar un puño de aire contra los que preferimos detenernos al borde del camino? Pasa, todo pasa, me digo a mí misma, porque no hay hora ineludible ni plazo que no se cumpla. Inútil tratar de enmendar la carencia y la astilla. Inútil reandar los pasos, el mar borra la pisada y se lleva consigo la senda.
Constantino Kavafis, “Ítaca”, en Obra escogida, Selección y traducción de Alberto Manzano, Barcelona, Ed. Teorema, 1984, p. 46.
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María Girona: el placer de la pintura Miguel Ángel Muñoz
Bodegón blanco, 2001
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Fotografía de María Girona, cortesía Miguel Ángel Muñoz
Yo quiero pintar el aire que envuelve el puente, la casa, el barco, la belleza del aire en el que están estos objetos, y esto no es en modo alguno imposible. Claude Monet
Cuánta razón tenía José Hierro al referirse a la sencillez estética en la obra de la pintora catalana María Girona (Barcelona, 1923 - 2015), cuando afirma: Si hubiese algún rasgo que pudiera caracterizar suficientemente la pintura de María Girona, este rasgo sería la sencillez, lo más difícil en arte. Sencillez significa que un mundo inocente, casi infantil, es expresado con unos medios justos, limpios, nada aparatosos. Porque lo que importa no es el cómo, sino el qué. No importa, naturalmente, para el contemplador, aunque lo sea todo para el creador, ya que la única manera de que su visión del mundo llegue a nosotros es gracias a los medios expresivos.1
Girona es una artista que en un momento de rupturas formales —el expresionismo abstracto y el informalismo— y declaraciones estéticas radicales se comprometió con la difusión de la tradición cultural mediterránea y catalana. Reflexionó durante seis décadas en la soledad de su estudio sobre las posibilidades de la pintura, del dibujo, del collage. Una pintura hecha de pintura, a partir de una admirable economía de motivos figurativos, y de la belleza interpretada a partir de la mirada del artista. En 1945 expuso por primera vez su obra junto al Grup dels Vuit en Barcelona; estudió en el taller de Ramón de Capmary y en la academia de Tárraga. Participa en la formación del colectivo “Estampa Popular”. Es parte de una generación dorada del arte español-catalán: Antoni Tàpies, Josep Guinvart, Albert Ràfols-Casamada, Joan Brossa, Juan Eduardo Cirlot. En los años cincuenta vive y trabaja en París con una beca del gobierno francés y ahí redescubre a Cézanne, Matisse, Picasso, Braque, Bonnard, Sunyer, en fin una tradición noucentista.
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José Hierro, Los sentidos de la mirada. Convergencias sobre arte, Editorial Síntesis, Madrid, 2014.
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Florentino, 1999
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“El París de los años cincuenta fue fundamental para mí, pues supuso —dice Girona— quitarme de encima todo el lastre que llevaba. El impacto fue fundamental. Asistía con Albert Ràfols-Casamada a un taller de dibujo en la Grand Chaumiére, academia entonces legendaria”. De regreso a Barcelona fundó y dio clases en la Escuela de Diseño Eina y no dejó de exponer en ferias, museos y galerías. Participó en la ii Bienal Hispanoamericana de La Habana, 1953; expuso en los Salones de mayo de Barcelona, en la Galería Sur de Santander; en la Galería Lambert de París, el Ateneo de Madrid y en el Museo de Ceret, en Francia, en 1966. Del mismo modo tuvo presencia en la Galería Pecanins de México, así como en las galerías Rene Metras y Joan Prats, en Barcelona, en 1985, entre muchas otras. Recibió la condecoración La Creu de Sant Jordi gracias a una vida y obra independiente, pero que supo mantener un diálogo interminable en la creación, al lado de su compañero de vida, Albert Ràfols-Casamada, uno de los nombres esenciales de la pintura abstracta del siglo xx. Hoy no se discute la capacidad de Girona para dominar la esencia pictórica y emotiva de los objetos cotidianos, su configuración intemporal que los convierte en simbólicos. Sillas, vasos, tazones, ventanas, fruteros, teteras, macetas, residuos de una vida simple embalsamados por un halo gris de viejo polvo. Casa de Santander, 1955; Homenaje a Picasso, 1967; Díptico pompeyano, 1998; Terraza, 1994 y Vaso y jazmín, de 1997, son cuadros de tonos apastelados, en los que mezcla un sentido cálido con cierta añoranza, y un dibujo sencillo pero evocador que fue parte constante de su lenguaje, de un universo de sensaciones imprevistas que da vida a un mundo de arte inédito de cierta belleza extraña. Un motivo conduce a Cézanne, otro Giotto y a Matisse: ordenar el espacio con empastaciones de color
Veneciana, 1999
que el dibujo transforma en volúmenes autónomos. Un arte que admira la discreción constructiva de Joaquín Sunyer. Cercana siempre a Joan Miró, de quien admira la economía gestual y la originalidad cromática, de él obtuvo una fuente de inspiración para los pequeños bodegones que definen su obra madura. Algunos de ellos permiten insinuarlo, como Desayuno, de 1996, donde no oculta el dominio de recursos sobre los que incide una paciente búsqueda de imágenes, convertidas en espacios silenciosos donde los objetos parecen flotar en un espacio único. María Girona crea una pintura de objetos modelados por la luz, creados por los empastes del color y líneas muy sutiles que se transfiguran en masas cromáticas como en Valencia, de 2004, o el contraste blanco-gris y plano-luz de Frutero y limones, de 2005. Motivos reiterativos, sí, pero nunca repetidos. Todo esto sin énfasis y en silencio. Girona trabajó con limitados recursos temáticos que administró con exigente destreza visual: la naturaleza recreada con una imaginación depurada por el tiempo. El poeta José Hierro acierta, como solía hacerlo, en la apreciación de la pintura de Girona. Un arte de apariencia sencilla con poco que ver con las vanguardias más radicales. Ángel Crespo —ese gran poeta de lo cotidiano— en su poema Fuego verde, dedicado a María Girona, dice en su fragmento final:
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Son las formas —y pasos— del fuego verde, de su multicolor madurez, de su muerte amarilla, granate, tierra en llamas. El aire lo enciende y lo apaga, y también el agua y la arena, todos siervos donados de la imaginación.
Girona despliega en su obra no sólo el fuego verde, sino un abanico de colores profundos y deslumbrantes: malva, azul, violeta y blancos fijados por el saturo marrón y el siena arcilloso de los objetos y el espacio entorno a Port de la Selva, 1999, o los polícromos bodegones y collages últimos. La naturaleza se transformó en un mundo de arte sin límites. El pintor Robert Delaunay decía: “Una buena pintura murmura siempre algún ritmo cósmico”. Y cada obra creada por María Girona susurra siempre poesía.
Otoño, 1997
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Autorretrato como payaso, 1951
Alice Rahon: el arte como sortilegio Héctor Antonio Sánchez ménades y meninas |
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Como sabemos, las décadas de los treinta y los cuarenta fueron escenario de una fecunda actividad artística en México. Este brío provino no sólo de la vigorosa “Escuela Mexicana de Pintura”, sino de una serie de creadores que, acaso a despecho de ella, partieron por corriente propia a la búsqueda de lenguajes que se apartaban de los grandes temas históricos y sociales y se aventuraban en los ignotos continentes del ser, del sueño y de la forma. “No hay más ruta que la nuestra”, había proclamado Siqueiros, en una actitud no exenta de soberbia: otras miradas demostrarían a la larga su tontería; miradas que, con fortuna, se verían reconocidas o insufladas por el arribo de artistas europeos a estas latitudes. La obra de Alice Rahon (1904-1987) cabe lícitamente en nuestra tradición, si justamente a partir de su llegada a México podemos fechar el comienzo de su actividad pictórica. Pues, ¿qué significa para el arte la impronta de “lo mexicano”? ¿La recurrente presencia de ciertos temas, un preciso dominio de los formas, la alusión a tal o cual geografía? O: ¿tan sólo el hecho de que un creador, nacido aquí o en cualquier sitio, hubiera escogido México como escena de su producción? La misma artista confesaba que fueron los colores de México los que la estimularon a cambiar la pluma por el pincel: antes, en París, había publicado À meme la terre (1936), un poemario acompañado de un grabado de Yves Tanguy y, dos años más tarde, Sablier couché, bellamente ilustrado por Joan Mirò, a quien admiraría largamente. Fueron libros saludados con entusiasmo por André Breton. De hecho, la vida de Rahon, estrella de varias puntas, rozó o francamente atravesó la trayectoria de otros creadores, varios de ellos afines al surrealismo, donde se integra también parte de su producción: así, es singular el olvido a que crítica e historia la han condenado, acaso por la inercia de una biografía concluida en el ostracismo. Hace ya más de un lustro, en 2009, nuestro Museo de Arte Moderno presentó la exposición Alice Rahon. Una surrealista en México (1939-1987). El título era un poco torpe pero la intención benévola: con ochenta piezas, fue el primer esfuerzo desde su muerte por abarcar la totalidad de su quehacer: acuarelas, dibujos, óleos, collages y documentos que daban fe de una visión propia, onírica, sí —como varias veces se ha dicho—, pero también orgánica y mítica, que no palidece al lado de otras mujeres de su tiempo, cuyos nombres recordamos con mayor fortuna, como Leonora Carrington o Remedios Varo. Fue una lástima que no se editara un catálogo, con lo que aún echamos en falta, un compendio decoroso de su producción. Alice Marie Yvonne Philppot nació en Chencey-Buillon, al este de Francia, pero fue el paisaje de Bretaña, donde moraban sus abuelos, el que marcó su infancia. En 1934, ya rodeada del ambiente bohemio de París, se casa con Wolfgang Paalen, ese inmenso creador tocado por la desgracia, la locura y el suicidio: sería una presencia central en su carrera y en su estilo. La pareja frecuenta a la fotógrafa suiza Eva Sulzer, a Paul Éluard y a Max Ernst, por quienes se acercan a la esfera del
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El eclipse, 1947
surrealismo; más tarde, en 1936, Alice viajará junto a la poeta Valentine Rose a la India, en parte para huir de la tormenta que ha lanzado sobre su matrimonio un leve desliz con Pablo Picasso. Es una fuga y a la vez un encuentro: con un mundo ancestral, un reino originario que clavará su filo en algunos poemas, como Muttra, y ya en México, en la luz singular de varios óleos. 1939 es un año decisivo: en París conoce a Frida Kahlo, con quien habría de hermanarla más de una natural afinidad. La trayectoria irrepetible de nuestras vidas es, también, la experiencia única del cuerpo: para Rahon esa línea estuvo atravesada varias veces por el accidente y la penitencia. A la edad de tres años había sufrido una severa fractura en la cadera. Pasó largo tiempo enyesada: tres años —si creemos en su testimonio—, del cuello a los tobillos. Nunca recuperó el andar normal. A los doce padeció un nuevo percance: esta vez se quebró una pierna. Los sinsabores no acababan aún: en
su adolescencia quedó embarazada, pero el nacimiento se malogró. El niño murió por un defecto congénito: Rahon no conocería nunca la experiencia de la maternidad. También su cuerpo era una columna rota… Frida invita a los Paalen a visitar México, y ese mismo año la pareja se embarca, con su amiga Eva Sulzer, en una larga travesía que tocará Alaska, la costa oeste de los Estados Unidos —un descubrimiento colosal para Wolfgang—, y concluirá en San Ángel, donde instalarían su hogar: allí los sorprenderá la noticia de la guerra. Alice edita un último poemario, Noir animal, y colabora en Dyn, el proyecto editorial de su marido que será fundamental para el arte moderno, la etnografía y el arte primitivo. En 1944 celebrará una primera exposición individual, en la Galería de Arte Mexicano; al año siguiente vendrán otras más, en California y Nueva York. Después de la guerra, se sucederán las muestras y los viajes: Los Ángeles, San Francisco, París y el Líbano.
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Alice y Wolfgang habrían de separarse en 1947; la pintora contraería nuevas nupcias con el cineasta canadiense Edward Fitzgerald. La pareja intenta un proyecto conjunto: la realización de un filme cuya trama, de naturaleza fantástica, es producto de la mente de Alice y tiene por protagonista a un mago que vive en el fondo del mar. Es un proyecto largo, costoso y, como el matrimonio, malogrado: tras la separación de la pareja, la única copia del proyecto se pierde. Rahon, mujer de mundo, continúa su obra, sus viajes y sus relaciones intelectuales —con Tamayo, con
Las musas inconformes, 1959
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Mérida, con Paz, a quien la une la fascinación por la India; con Henry Miller, Anaïs Nin, Henry Moore—; pasa temporadas en Acapulco, donde halla materia favorable: el agua le otorga un área de movimiento más propicia que la tierra y se filtra a su obra, en forma de sistemas fluviales. No es la única orografía allí presente: hay en sus óleos formas de la tierra —montañas, bosques, llanuras, desiertos— que, en mayor o menor grado de abstracción, se integran a una textura dictada por el vibrante uso del color en una suerte de paisaje metafísico.
Tampoco son las únicas formas naturales: aparecen astros, insectos, aves, bestias, estructuras vegetales, y aun se cuelan objetos primitivos, como casas rudimentarias y las artesanías de Piedad para los Judas (1952). Con frecuencia, al aproximarse a su trabajo, la crítica de su tiempo hizo alusión a la Alicia de Lewis Carroll: el otro mundo, la galería de espejos de la ensoñación. Si un tanto cursi, esta referencia era sobre todo insuficiente. Todavía en su noviazgo con Paalen, la joven pareja visitó las cuevas de Altamira. Rahon nunca olvidaría aquella visión, pilar de su obra: “en la época prehistórica, la pintura formaba parte del reino de la magia; era la llave para lo invisible… como el chamán, la sibila y el brujo, el pintor tenía que practicar la humildad para poder compartir la manifestación de los espíritus y las formas”. Así, la otra orilla que alcanzamos por la obra de Rahon no es la del absurdo o el sueño —antítesis de la razón— sino la de la magia y el ritual. Y algo hay, también, de infantil e ingenuo en su obra, pues, ¿no se corresponden las imágenes tempranas de la humanidad con las formas de la niñez? Y, ¿no fue en sus orígenes la pintura un medio de invocar al otro mundo, de hacer de esta dimensión una que pudiéramos dominar por los símbolos? La obra de Alice Rahon convoca por igual al rito en la cueva originaria y al espacio sideral: sus imágenes son benefactoras, cosmogónicas. Así, en última instancia, no buscan escapar de este mundo por la tangente del sueño, sino aprehenderlo por el sortilegio: por la herida del mito que lo salve del hábito de nuestra educación racional y nuestra era. Hacia el final de su vida Alice Rahon, gran viajera, cedió finalmente a la reclusión y aun a la inmovilidad. En 1967 había sufrido un accidente en la inauguración de una nueva exposición, en la Galería Pecanins de la Zona Rosa: cayó por las escaleras y se lastimó la columna. No quiso ver más doctores; antes, se recluyó en casa. El hecho inicia un declive, en su producción y en su ánimo: celebrará ya muy pocas exposiciones y, en 1986, una exitosa retrospectiva en el Palacio de Bellas Artes. Es el canto del cisne: la artista está radiante y feliz en la apertura, pero será una de las últimas veces que se le vea fuera de casa. Sus amigos, entre ellos la siempre fiel Eva Sulzer, la visitan y atestiguan el deterioro de sus facultades: la casa abierta, el gas escapando por la estufa. Alice Rahon es ya una octogenaria y hace falta mudarla a un asilo. Deja de comer: ya sólo vivirá unos cuantos meses. No es una imagen halagüeña. Haríamos mejor en preservar la imagen que de sí misma ella nos legara: un Autoretrato como payaso, de 1951. Allí, el bello rostro de la pintora aparece renovado por las formas del arlequín. Su boca es un pez rojo; su torso, una sucesión de paisajes en que es posible ver una procesión de hombres primitivos, un cuerpo fluvial, un bebé en el huevo primigenio, rudimentarias estructuras arquitectónicas. Un ambiente azul enmarca el conjunto: el espacio sideral en que convergen el sol, la luna y otro astro. Es una comunión del ser por la hechicería, la experiencia del cuerpo propio que se reúne al fin con la geografía y la memoria del mundo y aun con el universo: la cosmogonía personal resuelta por la nigromancia del arte.
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FotografĂa: conaculta
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Eraclio Zepeda In memoriam
Jorge Ruiz Dueñas
Es frecuente hablar de hombres de acción y hombres de pensamiento. Por algún motivo, esta clasificación es un lugar común en México y nunca está ausente cuando se habla de José Vasconcelos. Sin embargo, poco se dice de casos ajenos, para bien o para mal (como afirmaban los clásicos del siglo pasado que llegó a nuestras vidas cargado de innovación y utopías fracasadas), así se trate de las actividades políticas de Ernesto Cardenal y Sergio Ramírez, de la fallida campaña política de Mario Vargas Llosa o de José Sarduy, sólo por mencionar algunos. Empero, menos aún he oído, si acaso ha sucedido, traer a cuento a Henri-Louis Bergson, escritor y filósofo francés, por aquello de: “Hay que pensar como hombre de acción y actuar como hombre pensador”. Tal era la consigna del Premio Nobel de literatura correspondiente a 1941, pero igualmente afirmaba que: “El hombre sapiens, la única criatura dotada de razón, es también el único ser que aferra su existencia a cosas irracionales”. Y aquí uno debería preguntarse si el amor, la amistad y el apego a la tierra, es decir al mundo y a la vida, son inclinaciones racionales o es el reflejo de nuestra aspiración a permanecer como dicen los físicos de la eternidad, a perdurar como proporción infinitesimal del polvo de las estrellas que provenimos. Sin embargo, nadie puede dudar que Eraclio Zepeda pensó en las consecuencias de sus acciones y actuó como pensador. Cuando se tiene una perspectiva de vida con la experiencia como trasfondo, las ideas y la actuación personal se corresponden con una íntima convicción de lo que se considera correcto. Sólo si se desea oír el corifeo y las alabanzas orientados por esa entelequia llamada posteridad, puede dudarse al expresar nuestra razón por satisfacer a las galerías. Se requiere valor, como lo tuvo Laco, para no disfrazar el pensamiento propio y rechazar el juicio sesgado y el prejuicio, aunque esto sea lo que resulte más cómodo y redituable. No hay dictadura del pensamiento que no haya pasado por ese trance. Cuando Eraclio Zepeda escribió la primera línea de Benzulul: “Mientras avanzaba por la vereda, una parte de su cuerpo se iba quedando en las marcas de sus huellas”, quizá su juventud no le permitía siquiera imaginar que estaba escribiendo la impronta de su propio destino. Tengo la convicción de que Laco, con su formación académica múltiple a la que pocas veces nos referimos, venció la tendencia de dejarse arrastrar por la confusión de las opiniones difusas como estructura común temerosa del aislamiento o al servicio de la pereza intelectual. Él sabía que la unanimidad no hace la pluralidad de criterio ni la democracia verdadera.
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No recuerdo con precisión cuándo coincidí con Laco por primera vez. Mas sí vienen a mi memoria las circunstancias. Nos reuníamos, según la antigua usanza, en torno de una mesa redonda a falta de una mesa de cantina, donde se nos pedía discutir nuestros puntos de vista sobre la cultura para después no incorporarlos en las llamadas consultas populares. Debo decir a favor de estas reuniones que no eran sectarias, seguramente siguiendo los preceptos de Nicolás Maquiavelo para dejar salir la presión de los contrarios. Creo haberme centrado entonces en la idea —aún sostenida— de que la tradición es dinámica, precisamente para sobrevivir en los aluviones de la historia, y al contrario de la concepción anquilosada. Entre los contertulios —algunos de ellos amigos y singulares poetas, pero irremisiblemente negados a la polémica— mis ideas sonaron como anatema ideológico. Me sorprendían los comentarios. Pero después de tres cursos con el maestro Botas, estaba preparado para escuchar cualquier expresión de falsa conciencia. Sin embargo, me sorprendió que Eraclio, a quien veía y oía por primera vez, con su voz de hombre de aula y de armas, tomó mis argumentos y explicó con paciencia de sabio oriental las mismas ideas despejando la bruma de las interpretaciones absurdas. Después, como una legión, a lo largo de mi existencia disfruté de su charla y narraciones orales, sin saber, como en el caso de García Márquez, cuándo se iniciaba la realidad y cuándo se construía una verdad detrás de la verdad, que lo es, porque resguarda la verdad literaria. A Laco lo recuerdo como líder, voluntario de la defensa de un pueblo en vilo, explorador de sociedades, político, maestro, poeta, cuentero, cuentista, narrador, dramaturgo, orador, ameno conversador, actor pero, sobre todo, siempre un amigo leal, amable, respetuoso, dispuesto a apoyar y a no hacerle a nadie en desgracia más amarga la derrota. Entendí también que cuando me hablaba no sólo me decía historias posibles donde se sostenía la microhistoria de Mesoamérica, esa forma de ver cómo se conducen a diario las clases sociales, y de lo que ahora los historiadores de Quaderni Storici, como Carlo Ginzburg, han hecho su reino. Me decía en realidad breves
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parábolas para ayudarme a entender la existencia y orientarme sin el magisterio canónico de los prebostes culturales, sino a manera de ejercicios del pensamiento que entre las charlas dejaban el limo de una lección de vida. Dos amigos y maestros que partieron antes no podían decir su nombre sin acompañarlo de una sonrisa de simpatía: Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez. Gabo, quien también experimentó con vehemencia el fuego de la filmación, y el Gaviero, en alguna época voz insustituible en los hogares de habla española con sus narraciones televisivas y radiofónicas. Ambos recordaban las convincentes interpretaciones de Francisco Villa en Reed, México insurgente de Paul Leduc y en Campanas rojas de Serguei Bondarchuc. Admiraban la metamorfosis de un mesoamericano encarnado en el Centauro del Norte. Pero gustaban también de poseer esa misma textura literaria que les hermanaba para llegar a la universalidad amando profundamente lo propio, aquello escondido en los recuerdos como jaguares al acecho. Sin pretender repetir lo bien dicho por otros en diversos medios, no puedo dejar de hurgar en el jardín de la memoria —para usar la metáfora de Orhan Pamuk que siempre deambula en el Estambul de su corazón— el ejercicio literario que hizo de Eraclio Zepeda un escritor de inagotables recursos. Él jugó la partida a la manera del bahiano Jorge Amado, nacido igualmente en la raigambre de su pueblo, comunista, diputado, que, como nuestro Laco, describe la sangre, la discriminación, el abuso, y sobre todo la naturaleza humana. La narrativa de Eraclio Zepeda acompañado o impostado en Ezequiel Urbina nos ha dado otra versión de la formación nacional y de un entrañable territorio del país que pudo no ser, porque esta forma de permanecer es la apropiación de la palabra por el pueblo mismo, hacedor y lector de su propio destino. En la gesta de una familia tan incandescente como los Buendía de Aracataca, va la narrativa chiapaneca de Eraclio fluyendo a la manera de los ríos tumultuosos y bermejos al recorrer estos espacios poblados por seres reales y por seres etéreos. La saga de los indígenas y de los mestizos, de los criollos y los invasores, con los
elementos eternos, abren heridas por donde el combatiente al pasar el tiempo hace de la oralidad el legado testimonial y surrealista, tanto como la propia realidad que supera frecuentemente en vértigo y violencia. Por Laco conocí la bondadosa sabiduría de Juan de la Cabada arracimados en la mesa de un sitio que se ostentaba como espacio de la vieja Inquisición siglos antes de vender comida y trago, y supe que entre la textura humana y la literaria apenas hay una tela de cebolla que transparenta la naturaleza de lo que en verdad somos. Antes supe de sus andanzas en un día de fiesta nacional donde se prendó de una bella joven que a la postre sería una poeta importante de equilibrado verbo, pero que entonces le hizo a él perder el centro de gravedad y emigrar donde los grillos cantan en jaulas tal y como nosotros nos apoderamos del canto de los canarios. Esa misma señora, la poeta Elva Macías, estudiosa de la literatura rusa, a quien escribir con tanta donosura y talento no le ha impedido ofrecernos cenas medievales con jabalíes y otros manjares, quizá para recordarnos de manera áulica que somos unos juglares en la fiesta del mundo. Probablemente Laco me indujo a fabular con la historia para no dejar rastros de ella hasta hacerla metáfora de la existencia, y yo sólo le pude retribuir con un relato que entonces creí misterioso y ahora repite su dedicatoria en francés y en árabe del que sólo puedo traducir la palabra “a”, pues, nuestros nombres como nuestra esencia son intraducibles. Recuerdo al laureado amigo cuando ese libro echó a andar, generoso, en el kiosco morisco de Santa María —por intervención solidaria de Alejandro Sandoval— con Álvaro Mutis, Edmundo Valadés y Bernardo Ruiz prodigando inmerecidos adjetivos para cumplir la máxima de Rubén Bonifaz Nuño de nunca dejar de loar a los amigos. Lo recuerdo en aero puertos, donde coincidimos con personajes de otros mundos maravillosos como Andrés Henestrosa quien —repitiendo a Borges al mencionar sus impresiones sobre su encuentro con Juan José Arreola— nos permitía intercalar algunos monosílabos en medio de sus coloridas bromas. Vienen a mi memoria los llamados amistosos de muchos fines de semana, pletóricos de
noticias y de cordialidad, preocupado siempre por nosotros con más caridad que un dominico discípulo de Fray Bartolomé de las Casas, antes de despedirse y decir siempre, “hermanito, mucho cariño para ti”: esa forma tan suya de expresar el afecto, ausente ahora entre las cóleras de nuestra desgracia nacional. Podría narrar sus intentos en la Cámara de Diputados para que oyesen mis reservas respecto de la original Ley Federal de las Entidades Paraestatales; nuestros viajes coincidentes en busca de un sitio decoroso para comer hasta llegar sanos pero hambrientos en Tijuana a un lugar de carnes y tortillas que avivaron nuestras lenguas como odaliscas de Las mil y una noches. Recordar, quizá, algunos de sus vitales discursos en los que tirios y troyanos hubieron de rendirse a la precisión y elocuencia, pero, sobre todo, al sentido de sus conceptos. Podría evocar, como él lo supo, la devoción por su narrativa de una lectora excepcional, pues, donde ponía el ojo sabía el destino del que escribía y anticipó como gitana literaria la ventura de más de un Nobel, que pidió escuchar por última vez las tres páginas finales en su segunda lectura de Las
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grandes lluvias… Podría también hablar de Asela uno de los poemas amorosos más bellos de la lengua española y repetir una y otra vez: “Eres la mar profunda habitada de sorpresas: hay peces extraños en tu vientre, sueños de marino en la baranda, viejos navíos sepultados en el fondo.” Pero todo eso sería hacer otra relación de muchos hechos colectivos de los cuales todos tenemos nuestra propia versión. Mi único viaje a Cuba lo hice al presidir una delegación de funcionarios a pesar de ser sólo un académico. Llevaba para mis propósitos personales una carta de García Márquez dirigida a Norberto Fuentes, pero también, algunos contactos amistosos y consejos prácticos de Laco. Lo primero se convirtió en una carga, porque algunos altos burócratas mexicanos consideraron que no podía hablar libremente de mis dudas institucionales y se sintieron ofendidos en su médula partidaria. Yo salí del apuro en tierra ajena cerrando la sesión y el encuentro binacional con un poema de Martí. Lo segundo me ganó que una llamada de Jorge Valdés Díaz-Vélez, a la sazón agregado cultural, diera luz sobre mi carta y relación con el Gabo e inquietara sobremanera a mis anfitriones quienes dado su estupor descargaron contra mi chofer su enojo, porque un día decidí sin alertarlo retornar a pie a la casa de visitas para disfrutar de las calles arboladas de Marianao. Me hice amigo telefónico de la madre de Norberto, porque, aunque no estaba aún en su segunda desgracia, jamás acabó de llegar a la Habana. Por supuesto, la carta la conservo. Pero lo único verdaderamente útil fue lo que me proporcionó Laco: una forma correcta de relacionarme con mi bedel, ex combatiente de Angola, quien pudo rescatarme de la casa de visitas y ubicarme en el Hotel Habana Libre con argucias para escaparnos a visitar mis intereses, la pintura de Portocarrero, y a los amigos cubanos de nuestro ex miliciano mexicano a quienes habría de entregar sus múltiples obsequios y saludos. Con ellos, superados los recelos mutuos, el ex combatiente pudo intercambiar impresiones sobre su situación en un bar de Cojímar cuando me llevaron a conocer la casa de Hemingway, y a tomar ron en el mismo sitio que él lo hiciera. Las advertencias se volvían
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reglas para despejar las dudas. Este fue el regalo oculto de Laco y la preparación discreta para entender un día El hombre que amaba los perros de Leonardo Padura. Por supuesto, la sabiduría popular y el Matusalem añejo me invadieron con una alegría elegiaca y ante mi admiración por los flamboyanes en explosión de un amarillo indescriptible, ellos me recordaron con sabiduría popular que ese era el símbolo del matrimonio, porque primero otorga flores y después, puras vainas. Siempre sospeché que ese cuento se los vendió nuestro Laco. Como ha escrito el poeta mayúsculo de Chiapas, Jaime Sabines, que todo lo vio y todo lo oyó desde el Génesis hasta el Apocalipsis: Yo no lo sé de cierto… pero mis encuentros con Eraclio Zepeda —hombre y nombre dignos de un corrido— concluyeron apenas unos meses atrás, allá, en su tierra, donde la existencia aún se anima con la paleta de la naturaleza indigente y rica a la vez, y no los puedo ni quiero olvidar. En aquella última reu nión, todo sucedió como ruega el personaje del Libro negro, sea verdadero o imaginario, pues finalmente eso se hace vida y por ello lo celebramos. Sí, para mi fortuna he visto rodeada mi vida de chiapanecos. Casi al final de la ruta de Eraclio Zepeda, tuve el gozo de estar con él, con la querida Elva y, como decía el mismo Laco, con la “chiapanecada” que los acompañaba. Me apenaba entonces sólo la finitud. La certidumbre de que ese momento se extinguiría, pero me reanimaba pensar que estaremos todos reunidos en la memoria de otros y entonces, como en nuestra juventud, seremos nuevamente eternos. Siempre me sentiré honrado de haber participado en el homenaje de un hombre entrañable y excepcional narrador que pudo decir como Sebastián Pérez Tul, lo mismo que su personaje afirmó: Quien dice verdá tiene la boca fresca como si masticara hojitas de hierbabuena, y tiene los dientes limpios, blancos, porque no hay lodo en su corazón (…). Quien no recuerda vive en el fondo de un pozo y sus acciones pasadas se ponen agrias porque no sienten al viento ni al sol. Los que olvidan no pueden reír y el llanto vive en sus ojos porque no pueden recordar la luz (…).
Edmundo Valadés, editor
Fotografía: Hermanos Mayo/cnl-inba
Josué Barrera
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Una pieza importante en la historia de la literatura mexicana son las revistas literarias. No es de extrañarse encontrar una y otra vez la referencia a revistas como Azul que marcó a la generación de finales del siglo xix; Contemporáneos, que reunió a un grupo de poetas y dramaturgos que renovaron las letras mexicanas; Barandal y Taller, primeras publicaciones periódicas de Octavio Paz; y publicaciones con nombres pomposos como la Revista Mexicana de Literatura, Letras de México o Revista Mexicana de Cultura. Nadie duda de la importancia de estas publicaciones en la literatura mexicana, pero un rasgo común es que cada una de ellas cobijaba a un grupo de escritores con una visión particular de la cultura. Muchos de estos grupos se volvieron mafias que al nombrar una y otra vez las revistas donde ellos mismos publicaban o editaban se volvieron una referencia que aún tiene eco en la historia del país. Sin embargo, al margen de estas revistas surgieron otras que no han sido tan citadas porque no agruparon a una generación de autores, porque no surgieron para difundir una ideología política, no se editaron para discutir con otras publicaciones y no dependieron de la administración cultural en turno. Uno de estos logros editoriales fue la revista El cuento. Al hojear cualquier número, ya sea de la primera etapa iniciada en 1939 o de la segunda etapa, en 1964, lo que es visible es la calidad literaria. No fue la revista de Edmundo Valadés como Azul lo fue de Nájera o Taller lo fue de Paz, sino que fue de todos los cuentistas. Cada número es una antología de la narrativa, sin el interés de elegir entre el canon literario o con la consigna de desprestigiar a narradores de provincia. El cuento fue el centro donde muchos partieron y volvieron con los años. Fue el trampolín de escritores jóvenes y la presentación de autores extranjeros. Fue una revista que viajó por el peso de sus textos, no porque el director fuera embajador en otros países. Fue una publicación de entretenimiento para lectores no especializados, pero al mismo tiempo una referencia clave de la narrativa del siglo xx. Editar más de cien números de una revista no es algo fácil en ninguna parte del mundo y mucho menos en México. El propio Valadés señaló que en esta revista se publicaron alrededor de mil cuentos. Para elegirlos, confesaba que leyó alrededor de diez mil historias. ¿Cómo encontraba Edmundo y su equipo de trabajo tantos cuentos en una época sin internet?, ¿cuántas horas invertiría para preguntar, investigar, leer, elegir, corregir, releer y editar? Esto sin duda tuvo un precio. En una serie de entrevistas, Valadés confesó, sobre todo al final de su vida, que pasó mucho tiempo leyendo cuentos y difundiendo el trabajo de otras personas. En algunas entrevistas aceptó que pudo haber invertido ese tiempo en su propia obra. Recordemos que publicó dos libros de cuentos
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—La muerte tiene permiso y Las dualidades funestas— y uno donde recopila cuentos anteriores agregando otros nuevos —Sólo los sueños y los deseos son inmortales, palomita—. Por cierto, ¿no es momento de publicar una reunión de sus cuentos como fueron los casos de Jesús Gardea y Amparo Dávila? En apariencia sus cuentos son sencillos porque están escritos de manera tradicional, sin hacer uso de varios planos narrativos o tratando de innovar el lenguaje (excepto “Rock”). Son historias claras y sin muchos giros sorpresivos. Pero en eso radica su importancia: describen la condición humana tal cual es, llena de miedos, sobresaltos, nostalgias y sorpresas. Un rasgo notorio en sus relatos es algo que delata a Edmundo: su timidez. En muchas entrevistas aceptó que lo era y al final de su vida lamentaba no haber escrito más cuentos y publicar otros volúmenes. Así eran sus personajes: el hombre que duda si roba o no, los campesinos que piden permiso para matar, el peón que se pregunta si vale la pena rebelarse. La obra de Edmundo Valadés estuvo opacada por los libros de Juan Rulfo y Juan José Arreola. La muerte tiene permiso se publicó en el mismo año y en la misma editorial que Pedro Páramo. Hoy podemos decir que Rulfo no volvió a publicar por culpa de sus fantasmas, mientras que Valadés no volvió a publicar por su trabajo como divulgador del cuento. En sus últimos años, según un artículo de Guadalupe Aldaco, Valadés estuvo lleno de nostalgia y aparentemente de depresión. En este texto se citan las palabras de Valadés: “yo debería de haber dejado todo para encerrarme y ser el amanuense de ese escritor —el escritor que todo autor lleva dentro— y escribir lo que me dictaba. Desafortunadamente no lo hice, así fui matándole su voz a ese escritor. Quizás por eso he escrito poco, porque mi escritor se habría sentido defraudado, cansado de exigirme y que yo no le hiciera caso”. En otra entrevista, Valadés, quien se definía como un buceador de cuentos, mencionó: “El cuento me ha dado mucho pero también me ha quitado mucho, porque tengo que leer por obligación, hasta que de repente encuentro un buen cuento”. En otro lugar
indicó: “Quizá lo mejor que he hecho es El cuento… Si quedo en la literatura mexicana va a ser porque fui editor de la revista”. Todos los escritores que han fundado revistas — Manuel Gutiérrez Nájera, Octavio Paz, Carlos Fuentes, entre otros— aportaron su legado editorial a la literatura, pero se enfocaron en su obra literaria. El caso de Valadés fue diferente, y eso lo convierte en un promotor y difusor de la cultura excepcional. ¿Pero cómo logra sobrevivir una revista que tiene tirajes de miles de ejemplares en un país como México? Él mismo aseguraba que en algunos números tuvo que poner dinero de su bolsa. Con los años, su sobrino, Adrián García Valadés, compró la revista, nombró di rector a su tío y le asignó un salario. Fue así que pudo continuar; aunque también su sobrino enfrentó problemas económicos. ¿Qué haría Valadés en estos tiempos?, ¿editaría la revista de manera física o se volcaría a internet? ¿Abriría una cuenta en Twitter donde publicaría minificciones? ¿La revista digital duraría más de treinta años?, ¿buscaría una beca para imprimirla?, ¿respondería a cada uno de los correos electrónicos que le llegaran? O tal vez la revista se perdería en el mar de publicaciones actuales. Si la trayectoria de El cuento fue algo excepcional en la literatura mexicana, el proyecto de digitalizar cada uno de sus números no es algo menor. Mediante este proyecto podemos leer los más de cien números y, por si fuera poco, buscar por autor o por texto. Esto permitirá la difusión de El cuento entre un público joven y depende de nosotros asegurar su permanencia en el mundo digital. Se pueden encontrar cada uno de sus más de cien números en: http://www.elcuentorevistadeimaginacion.org/ El trabajo de editor de Valadés es una lección de paciencia y constancia para las generaciones actuales que buscamos resultados con rapidez; una lección para no dejar los proyectos propios a la par de otros trabajos; una lección de persistencia en épocas oscuras y de crisis (a la revista le tocó el 68, el 71 y varias devaluaciones); una lección de sobrevivencia editorial; pero sobre todo una lección de buena literatura.
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En una tarde oscura
de terrible tempestad Jesús Vicente García
—Pues mira, Helena Beristáin dice que “el pleonasmo resulta de la redundancia o insistencia repetitiva del mismo significado en diferentes significantes, total o parcialmente sinónimos, ‘lo vi con mis propios ojos’; es muy usual en el habla. A veces proviene de la ignorancia de la etimología de una palabra, ‘melómano de la música, hemorragia de sangre’”. Basilio lee en su cel. En tanto, el olor a incienso invade el aire que respiramos en este mercado de Jamaica, las flores, los disfraces, los gritos de la vendimia, los sonidos de los productos: calacas que ríen con el choque de sus dientes, brujas que se carcajean, ratones de plástico chillando, cadenas que se arrastran, la risa siniestra del final de la canción “Beat it”, en voz de Michael Jackson, que se intercala con “En una noche oscura de terrible tempestad, allá en Zacazonapan empezaron a gritar los monstruos tenebrosos, Frankenstein y Blackaman, comieron quesadillas de vampiro con pipián. Qué monstruos son, qué monstruos son…”, en la voz de Luis “Vivi” Hernández, que a su vez se funde con “Flaco, no me dejes, Flaco, vení, quiéreme un poquitito, no seas así; Flaco, no me dejes, Flaco, vení, si no tengo tus huesos qué será de mí…”, con el argentino nacionalizado español Luis Aguilé. Caminamos frente a puestos de máscaras y artilugios que, al igual que las canciones, se reúnen culturas distintas para hacer una, la del día de muertos mexicano y
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la del Halloween estadounidense, que unidos es igual a una borrachera, junto a máscaras de hombres lobo, rostros descuartizados, ojos de chamuco (visión gabacha, por supuesto), cerebros de fuera, dentaduras al aire libre, dráculas en franca andropausia, calacas vestidas de músicos, una con acordeón y sombrero, que se parece a Marina de Ita, la de Polkamadre, grupo que Basilio adora y ha ido a ver, porque le gusta la chava del acordeón. Cuestan 50 pesos. “Tenemos de a 30 y de 20 y estas pequeñitas de a 10, joven, usted vea aunque no me compre, para eso estamos”, y le sonríe. Él se lleva la que se parece a la de Polkamadre. Paga con uno de a 100. La vendedora (mujer que ha de frisar los treinta años, pantalón ajustado y playera pegada con las manos de miquimaus en los pechos, hace que Basilio no sepa ni qué mirar, pero mira) le entrega su cambio. “Vea, joven, si está bien”. “Está perfecto”, responde sin contarlo. A mí me dice “cliente” y a él “joven” y le sonríe. Basilio sigue con la perorata de los pleonasmos. Hace una pausa para olfatear cual perro. El objetivo lo marca su andar: quesadillas, gorditas, sopes y pambazos. Puesto cercano al mercado de flores. El aroma es exquisito. Lo sigo. Sin titubear, pide una quesadilla de chicharrón prensado. Y continúa con lo que le sucedió en la librería Gandhi: Basilio pone dos libros en el mostrador: “¿Tiene boleto de estacionamiento?”. “No”. “¿Tarjeta de descuento Gandhi?”. “Tampoco”. “Le informo que la tarjeta tiene un costo de 150 pesos y va adquiriendo puntos que lo beneficiarán en las siguientes compras, además…”. “No tengo tarjeta y le agradezco”. “¿Le atendió alguno de nuestros…?”. “Oye —además de pararlo en seco, Basilio lo tutea; yo estoy detrás de él; él lo platica como si hubiese ido solo, no sé si con algún objetivo u olvidó mi presencia, o son estrategias narrativas; sonrío un poco; no es la primera vez que compra libros en esa tienda; el rostro del cajero guarda cierto temor; Basilio le saca al menos una cabeza de estatura y aquel lo ve como pollo al beber agua, de abajo hacia arriba—, no traigo auto, carezco de tarjeta Gandhi, no me atendió nadie, tampoco traje mi acta de nacimiento ni el curp, no sé si te sirva mi credencial del ine que está nuevecita”. Le hago la seña para que calme su neurosis. No se acuerda que por lo bajo me dijo: “Es que este cabrón…”. Él afirma que no fue así. El cajero le sonríe y le dice que es parte de su trabajo. “Pero no exageres, compita”. Son 243 pesos. Le paga con 300. “Recibo 300”, agrega el joven cajero. Aquel sonríe pero al mismo tiempo su cara es de no te esponjes, porque también sé esponjarme. Le da el cambio, antes le pregunta que si le interesa la oferta fulana, por una lana más, para que le den una bolsa con la cara de Frida Kahlo al frente y la de Diego Rivera al otro lado. En su versión, explica que sólo dijo no, gracias, y que para qué tantos vericuetos le da al asunto, que cobre, que aplique la de compro, pago, gracias y adiós. Yo escuché que dijo no mames, no mames, no mames. —Es parte de la atención —le respondo hincándole el diente a una gordita también de chicharrón, con una salsa verde que me hace sudar y entrar en calor, lo cual agradezco, últimamente las tardes han estado frías.
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Junto a nosotros pasan las señoras con sus hijos de primaria en busca de un disfraz para la escuela, una momia, un Drácula con colmillos incluidos, un monje, un mameluco con huesos, o el vestido de Merlina con todo y su muñeca sin cabeza, mientras que las canciones reverberaban: “Bailaba la Llorona en los brazos de Acuamán, y Drácula volaba al compás del chachachá; Morticia se peinaba con cajeta y aguarrás, mientras que el hombre lobo aullaba sin cesar. Qué monstruos son…” —Lo que cuestiono es la forma automática de tratar al público, aunque su objetivo sea en favor del cliente, porque de él viven, todo eso lo entiendo, pero están enflacando el lenguaje, desnutren el idioma, lo están matando; los mismos mensajes del cel, los guats, el féis son deformidades del idioma —él, defensor de la tecnología con todo y sus cambios que tan sólo “crea sus propias formas”, me confunde—. Lo mismo sucede en Parque Delta o en cualquier plaza (pero la Narvarte es mi zona), lo que compres, siempre te responden con pleonasmos. Das un billete y te repiten que están recibiendo el billete que tú sabes que estás dando; te dan el cambio y te dicen lo que te están dando y que estás viendo, y no es nuevo, ya lo sé, pero de pronto suena falso, sin ápice de humanidad, como una grabadora que te dice “Su saldo está por agotarse, favor de marcar asterisco cien…”. El punto, mi estimado Flaco, es… oye, escucha, la canción esa de “Flaco no me dejes, Flaco, vení”, está mandada a hacer para ti —todavía le da tiempo de mofarse sin terminar la idea; mi mirada le indica que no succione, mientras estoy a punto de recibir una quesadilla—. Es como si ahorita la señora te dijera de forma automática: “señor Pamelo, le entrego su quesadilla de pollo con salsa verde, con todo, gracias por su compra, esperamos haya sido de su agrado, ¿lo podemos atender en algo más?” “Señor Basilio, ¿usted pidió una quesadilla de chicharrón prensado con salsa roja, con todo, una coca y dos papeles estraza? Aquí está su orden, gracias por su compra, esperamos haya sido de su agrado, ¿lo podemos atender en algo más?” “Señora Fulana, le entrego su sope sencillo sin lechuga…” Qué flojera. En cambio aquí, en el “merca” de Jamaica, está padre, te atienden con las mismas formas idiomáticas que uno utiliza a diario, sin automatismos, Flaco, aquí es la realidad a nivel de cancha. Al terminar nuestra comida quesadillesca, entramos al mercado de flores. Basilio compra un arreglo floral en forma de gato, vamos por los adornos para el departamento, papel picado con la catrina y el catrín posando para la boda, personificados de panaderos o de mariachis, o con algunas huesudas en trajineras de Xochimilco; calabazas de barro con sonrisa, espray que avienta telarañas, prendedores para la ropa: fantasmas, arañas, momias, dráculas, gatos negros, ratones grises y blancos.
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Echamos al hombro nuestras bolsas que traemos del súper. Quiere ir atrás del mercado para ver unas calacas de papel maché, porque a Beatriz le gustan, ahí vamos y llegamos a Plaza Jamaica, y nada qué ver con lo globalizado, pero sí con cosas de día de muertos, de la Revolución mexicana y de navidad, además de flores y cosas de vidrio. Lo curioso es que cada que Basilio compra algo, le sonríe al vendedor y le hace un comentario agradable: son hermosas sus flores, señito; oiga, su papel picado es único, qué bárbaro; con ese incienso me tomaré un tequila a su salud, se atrevió decirle a una señora treintona, quien le dio las gracias y hasta le dijo: “Ay, joven, favor que me hace”, con una sonrisa que más parecía una novia que finge titubear para decir sí al nuevo novio que una vendedora del mercado. Volvemos sobre el Eje 3, donde está el metro Jamaica. Me pregunta qué nos falta. Lo principal, le recuerdo: lo de las ofrendas. Volvemos a entrar al mercado. Él pondrá dos ofrendas, por sus abuelos. Yo, el de mi papá y mi gato, además de los nueve que Malena tiene entre los suyos. Después daremos comida a los invitados. No les había dicho que haremos nuestro día de muertos en el departamento. Es la primera vez que lo hago y es causa de Basilio, quien además quiere leer sus poemas de La muerte moribunda, así los tituló; es una sorpresa, afirma cada que le pido uno para leer. Ya invitó a otros poetas, colegas suyos (profesores), supongo que borrachos y tragones. Hasta Vera y Malena se han puesto de acuerdo para la cena de mañana. Cada vez es más difícil caminar en los pasillos por tanta gente. Basilio sigue de agradable con los marchantes, es como si de niño bien, como yo lo conocí, que apenas y sabía lo que era el metro, un microbús, un tianguis, un barrio, ahora se hubiese fundido, adaptado y asimilado con este ambiente, al que de pronto veía tan lejano a él, y que ahora lo maneja a la perfección. Vemos otra vez a la del pantalón ajustado que le vendió las calacas con acordeón, le sonríe, y ella le dice “¿ya regresó por más?”, y yo: aguas, porque le digo a Bety, yo sí rajo, y como no me cree, le tomo unas fotos, por si las moscas. Observamos que el mismo puesto de música ha reproducido no sé cuántas veces esa de “Qué monstruos son. En una jaula de hule, pendiente de un dragón, se hallaba un pajarillo cantándose un buen son. Ciriaca le bailaba tamaño charlestón y a mí me acongojaba tremendo tortijón”; y se unía con lo del flaco: “La Flaca siempre lo seguía a todas partes, no lo dejaba ni siquiera respirar y no había forma de que el Flaco consiguiera que aquella Flaca se quisiera despegar. Flaco, no me dejes, Flaco, vení, quiéreme un poquitito, no seas así; Flaco, no me dejes, Flaco, vení, si no tengo tus huesos qué será de mí”.
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La tarde se enfría, ya anuncia la noche tenebrosa, y los muertos nos dicen que aunque la muerte es pareja, no está globalizada, ni en la forma de hablar, como dice Basilio, porque aquí nadie habla así, con pleonasmos al servicio de la seguridad en el manejo del dinero, para no equivocarse, y maldito el momento en que se lo recuerdo, porque ha vuelto sobre la crítica a la enunciación del dinero en las plazas comerciales, las figuras retóricas mal usadas, la repetición auditiva y lingüística; se enciende como si se lo estuviera llevando la parca. “Que me lleve mejor la de Polkamadre”, grita a los cuatros puestos, y me enseña la calaca que compró. Volvemos a salir y andar esos pasillos que huelen a incienso, a flores, a disfraces, a muerte y a vida; así que mientras esperamos el metro (no quiso que abordáramos un taxi ni quiso traer su auto) improvisó una calaverita dedicada al tenebroso pleonasmo y la cantó en el vagón al ritmo del “Vivi” Hernández: En un panteón de muertos la Parca se llevó a cientos de cajeros de plaza comercial. Que mueran los paleros del idioma ya global, que mueran los muerteros con su lengua fantasmal.
Ilustraciones de Beatrix G. de Velasco
Qué monstruos son, qué monstruos son.
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Abigael Bohórquez:
para que “no olvides mi nombre casi angustia” Gerardo Bustamante Bermúdez
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Entre el 25 y 27 de noviembre de 1995 falleció en su diminuto departamento de Hermosillo, Sonora, a consecuencia de un infarto, el poeta, dramaturgo, maestro y promotor cultural Abigael Bohórquez. El que nació a unos días de la primavera (12 de marzo de 1936), en Caborca, Sonora, fue velado en la funeraria León el 28 de noviembre y sepultado al día siguiente en el Panteón Municipal de Hermosillo. Después de vivir casi treinta años en la ciudad de México, Abigael Bohórquez regresó a Hermosillo. Algunos intelectuales y amigos habían realizado gestiones para que la Universidad de Sonora le pudiera otorgar una beca vitalicia. El poeta tabasqueño Dionicio Morales reunió firmas de connotados escritores mexicanos para lograr el propósito. Se trataba del hijo pródigo al que había que homenajear y agradecerle toda una vida dedicada al teatro y a la poesía, pero no hubo beca y a Bohórquez le llegó la muerte en medio de la orfandad institucional. Tenía 59 años. No es arriesgado decir que Abigael Bohórquez pertenece a la estirpe de los poetas malditos que cierra el siglo xx en México. Su labor con la escritura fue constante, muy a pesar de los ataques, silencios y ninguneos a los que fue sometido por sus muchos detractores. El hombre que al final de sus días aparecía con boina, guayabera, pantalón de vestir y botas de gamuza de la marca Torito murió en la orfandad crítica, a pesar de que cuenta con un número considerable de lectores, principalmente jóvenes poetas, que abrevan de la poesía eficaz de un poeta mayor que lo mismo conocía a la perfección la tradición literaria galaico–portuguesa, la poesía renacentista y barroca, que la literatura de corte popular. En la poesía de Bohórquez está él mismo; en sus versos encontramos la rabia y la conciencia de un hombre de su tiempo que habla y protesta por Hiroshima, Alabama o la Guerra Fría. Habla sobre el México falto de libertad de expresión, por las dictaduras en Perú, Guatemala, Chile o Argentina. De los temas intimistas como la soledad, el amor, el homoerotismo y la poesía de tema social, Abigael Bohórquez dejó en su haber trece libros de poesía de gran factura literaria. En 1970, Bohórquez llega a Milpa Alta, Distrito Federal, después de haber vivido por más de una década en el centro de la ciudad de México, principalmente en la colonia Guerrero y en la calle de Donceles. En Milpa Alta no sólo forma grupos de teatro y de poesía coral, sino que también publica uno de sus libros más importantes, Memoria en la Alta Milpa (1975), aparecido con ilustraciones a lápiz del extraordinario Leopoldo Estrada. Luego vendrá, en 1976, Digo lo que amo, ilustrado por Gonzalo Utrilla. Se trata de dos libros que abren vanguardia no sólo en cuanto a estructuras y formas poéticas, sino en la confesión del amor libre y homosexual del poeta que ama a otros hombres y no tiene reparo alguno en confesarlo. Bohórquez es nuestro Oscar Wilde porque se ofreció en holocausto a la voracidad de los moralistas, incluyendo a los críticos, que censuraron toda posibilidad de difusión de su obra. Bajo esta
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perspectiva, y al paso de las décadas, Bohórquez es un escritor proscrito al que poco a poco se le hará justicia; él mismo lo sabía, cuando en 1983 escribe: Pero he aquí que Abigael Bohórquez tiene que vivir. A como dé lugar, se dice. Resuelve. Vuelve a sentar palabra. Y preconiza. Andando. Hoy es día de muertos. Y por eso.1
En su insuperable antología Las amarras terrestres, Dionicio Morales dice: “Chalco en la biografía de Abigael Bohórquez es una llaga nunca cicatrizada porque bajo ese cielo y en esa tierra quedó sepultada su madre doña Sofía Bojórquez García, la niña de los ojos de su alma, hecho del que el poeta no pudo reponerse nunca, no sólo por el natural dolor de una existencia que para él ya estaba trunca o vacía sino porque hubiese querido que sus restos regresaran a su lugar de origen: Sonora, algo que no logró. Ella reposa acá en el altiplano y él, por lo mismo, no puede descansar en paz en Hermosillo”.2 Doña Sofía Bojórquez García falleció la madrugada del 26 de agosto de 1980, a la edad de 68 años. El diagnóstico médico habló de una bronconeumonía, con edema agudo pulmonar. Fue sepultada en el Panteón Municipal de Chalco. Al regreso de Bohórquez a Sonora, la tumba de doña Sofía quedó también en la
Heredad. Antología provisional (1956-1978), prólogo de Carlos Eduardo Turón, México, fem, 1983, p. 169. 2 “Las amarras terrestres de Abigael Bohórquez”, en Las amarras terrestres. Antología poética (1957-1995), nota, selección y prólogo de Dionicio Morales, México, uam (Molinos de Viento, núm. 131, pp. 13–14. 1
orfandad, de tal forma que en la actualidad no es posible saber en dónde están los restos de la madre del poeta porque las autoridades no tienen registro alguno; es posible que se le haya exhumado. Dentro de los muchos temas que abarca la poesía de Bohórquez, doña Sofía está presente; se habla de ella o se le habla a ella. Hija de don Ángel Bojórquez y Adela Íñigo, doña Sofía supo afrontar su estado de madre soltera en un Caborca que en los años treinta juzgó el estado de las mujeres que se atreven a ser madres sin antes haber formado un hogar. Al paso de los años, una atenta lectura de la poesía de Bohórquez nos permite concluir que su madre fue el gran amor de su vida. Poemas como “Madre, ya he crecido”, “Llanto por la muerte de un perro”, “Noche noche”, “Día franco”, “Reconcilio”, “Anécdota” y “Nocturno” son algunos ejemplos en donde se puede construir un esquema biográfico de la madre del escritor, esa mujer que acompañó a su hijo a los diferentes lugares en los que vivieron, incluso bajo penurias económicas lamentables. En “Noche noche”, dice: “que la sal vuelva al agua en el sudor/ de los amantes adrede/ y mi madre se duerma harta de trabajar/ veinticuatro horas en el corazón de la pobreza”3. Doña Sofía en Milpa Alta y Chalco se dedicaba a las labores del hogar, a la siembra y cultivo de hortalizas para el autoconsumo, así como al cuidado de sus palomas. En “Anécdota”, el yo lírico dice lo siguiente sobre su progenitora: “mi fórmula secreta,/ mi era espacial,/ niñita bajo las arrugas,/ me parió frente a todos, a palos.”/ Mi abuelo hizo un ademán, pero mi madre/ trazó una raya en el suelo./ Sofía Bojórquez García/ supo entonces su burla,/ le taparon la boca/ y fui mi huérfano, mi bastardo, el hijo de limosna/ en un pueblo lleno de saliva”.4
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Heredad. Antología provisional (1956-1978), p. 104. Ibíd., p. 160.
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Abigael Bohórquez no se quedó en su natal Caborca; madre e hijo vivieron la adolescencia del futuro poeta en San Luis, Río Colorado, en donde él tuvo oportunidad de estudiar taquimecanografía, oficio que le permitió trabajar en el municipio de dicha localidad y, en los años sesenta, ya instalado en la ciudad de México, trabajar como mecanógrafo en el departamento de Difusión del inba, lugar en donde ganó el salario del hambre y la irrestricta censura por su afanosa tarea de poeta. En medio de las penurias, las parrandas y los muchos amigos e incluso amores de Abigael, doña Sofía fue la madre amorosa. La muerte de doña Sofía supone un “antes” y un “después” en la vida de Bohórquez. A partir del poemario Poesía en limpio (1979–1989), publicado por la Universidad de Sonora en 1990, se observa la orfandad, la desolación del poeta que añora a su madre ausente. Los años ochenta debieron ser catastróficos en lo emocional para el poeta, sólo así le puede escribir a su progenitora: Madre, hoy volví a la ciudad, porque se repartía harina, porque necesitaba que me vieran pedir y tener pan; ay, madre, qué jodidos están ya todos los cuates, los vi irresistiblemente desteñidos; pero siquiera ellos viven de estarse viendo el alma más seguido, hijo, aspirándose. Aquel calvo rural, humildería del pan bajo el sobaco, ¿era yo?5
Poesía en limpio (1979-1989), México, Universidad de Sonora, 1990, p. 22.
Bohórquez tiene una visión sobre su orfandad y pobreza. Para el tiempo en que escribe este poema, vive en Chalco; labora en el Centro de Seguridad Social del imss en el mismo municipio, en donde es promotor cultural y profesor de teatro y declamación. Bohórquez anticipa su vejez, se observa acabado, solo; rememora la presencia de su madre fallecida, aquella mujer sonorense de ojos claros que le daba de comer a las palomas y golondrinas. Dice el autor: y yo amanezco pensando en ella ida, y el gallo heralda y las palomas zurean su costumbre, me dispongo a escribir sobre mi madre muerta y aquella golondrina que se quedó esperando las semillas de alpiste y de bondad, que madre no consiguió ofrecerle el lunes aquel horrendo que no volvió del hospital.6
La presencia de doña Sofía Bojórquez en diversos poemas del autor de Memoria en la Alta Milpa es sostenida incluso en obras como Poesida (1996), texto póstumo que vio la luz gracias al poeta Mario Bojórquez, quien rescató del olvido y el ninguneo editorial un manuscrito que en 1992 el Conasida, la Organización Panamericana de la Salud y la unam seleccionaron en el contexto del Premio Internacional de Poesía Conasida. Bohórquez no recibió ni el premio en efectivo y el libro no fue publicado por las instituciones convocantes. En medio de los desoladores poemas que hacen frente al tema del sida inserto en los espacios de la marginalidad, la pobreza, el estigma y el olvido, Bohórquez refiere a doña Sofía en sentidísimos versos de tono fúnebre. En poemas como “Cantares”, la voz lírica enuncia su condición de hombre solo, con ganas de amar. Se afana en su quehacer de no olvidar un amor ausente, víctima
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Ibíd., p. 23.
de la terrible pandemia. En medio de los lamentos, hay una referencia a doña Sofía en ese binomio madre/hijo que los une en una célula: Es ahora cuando me acuerdo más y también otra vez de ti, doña Sofía que por setenta años lástima cargaste pesadumbre de tu hijo como tú, irguiendo la mirada sufrida de tu dolor contra el pueblo rascuache; es ahora cuando vivo terrible tus harapos, tu podredumbre de sierva malquerida alrededor del niño tú que fuimos.7
registrar dignamente sus orígenes y rendir homenaje a la mujer que defendió su libertad y que le enseñó a su único hijo, además del canto, a ser consecuente con las decisiones que tomó en su vida, quizás por ello la vocación literaria de Bohórquez fue siempre firme y al margen de los grupos literarios que censuran y excluyen a lo disidente. A veinte años del fallecimiento del sonorense, queda su palabra poética; entre sus versos doña Sofía vive, no puede ser exhumada de las páginas del escritor porque su obra ha sido convocada para estar en los anales de la poesía clásica mexicana del siglo xx.
Madre e hijo forman la dualidad del sufrimiento y las penurias económicas. En otro poema de Poesida, el autor afianza esa identidad que es casi una misma, cuando se dirige a su progenitora: levántame del polvo de tus huesos, de tu palabra final de expiración que no escuché, levántate de tu vestido que guardo para ponérmelo un día de total abandono, ya deja que no te sueñe a diario, y ven otra vez en la derrota de estar sin derrotada otra vez, madre con hijo así, maravillosa, y cántame con aquella voz tuya, tipluda, delgadita: que no es necesario que cuando tú pases me digas adiós, porque no estaré.8
Doña Sofía Bojórquez García quedó en la poesía bohorquiana como el testimonio de un hijo que quiso
Poesida, México, Fondo Regional para la Cultura y las Artes del Noroeste, 2009, p. 50. 8 Ibíd., p. 78. 7
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Jaime Augusto Shelley
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George Bernard Shaw, dramaturgo irlandĂŠs y miembro de la Sociedad Fabiana. (FotografĂa: Ann Ronan Pictures/Print Collector/Getty Images)
Populismo
El uso del término populismo que acaba de renacer en los discursos de la derecha, contrariamente de lo que cree la gente, aparece en la España reaccionaria y franquista ante la amenaza que supone la posibilidad muy real de que los partidos emergentes de izquierda logren ganar en las elecciones de noviembre. El pánico de la extrema derecha trepada en el poder es visible sobre todo en los exaltados discursos del presidente Mariano Rajoy, que parece a veces sufrir un ataque de convulsiones a punto de llevarlo a la paralización. Como es costumbre —dado que el estratega de la Presidencia en México disemina la doctrina neoliberal— es una agencia española, venida aquí desde los tiempos de Vicente Fox, la que rige los argumentos de los discursos presidenciales desde entonces. Al igual que sucede en otros países de América Latina, muy singularmente en Colombia y Perú. Ahí se repiten, palabra por palabra, los mensajes de esa derecha que recibe instrucciones de los centros financieros mundiales, dueños de la gran mayoría de los medios de comunicación en el mundo, incluyendo Televisa. Esta estrategia de desprestigio tampoco es nueva, aunque parecía ya un tanto olvidada. Nace en la Inglaterra de principios de siglo xx, al emerger en la vida pública el Labour Party (Partido de los Trabajadores). Pero este Partido no nace de los habituales juegos de política o políticos ya envueltos en las habituales conspiraciones de la cúpula, sino que viene de una pequeña formación de intelectuales socialistas entre los cuales aparece, de manera prominente, el dramaturgo George Bernard Shaw. Es una pequeña reunión de unas veinte personas que tomaron el nombre de Fellowship of the New Life (Fraternidad Para Una Nueva Vida). Poco después, el grupo ya crecido en su membresía, decidió crear una segunda organización de carácter político, hermanada con la primera, a la que nombraron Fabian Society (Sociedad Fabiana) en enero de 1884, en honor del general romano Fabius Maximus (cuya estrategia consistía en la victoria gradual mediante persistencia, acoso y debilitamiento del enemigo, es decir en el desgaste, más que un enfrentamiento directo en batalla, del ejército que comandaba el renombrado general cartaginés Aníbal). En 1895, la Sociedad Fabiana fundó la London School of Economics and Political Science (Escuela de Economía y Ciencias Políticas), una de las más reputadas instituciones académicas hasta la fecha, “para mejorar la sociedad”. La Sociedad Fabiana —una organización socialista cuyo propósito era el avance de los principios del socialismo por la vía del gradualismo y el reformismo, más que por el camino de la revolución— pretendía echar abajo el poder por la fuerza. Como el peso de una mayoría de miembros tenía inclinación por el aspecto político y la organización era ya numerosa, la Sociedad se convirtió en 1900 en the Labour Party.
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Los Fabianos impulsaron, en 1906, el establecimiento de un salario mínimo y, en 1911, la creación de un sistema de Salud universal gratuito y, para 1917, la abolición de las herencias de los nobles, así como el desarrollo de un programa de viviendas para los trabajadores y la reforma de la educación pública. Muchos personajes y gobernantes imitaron las propuestas. Es particularmente notable la participación de Jawaharlal Nehru quien, al darse la independencia de India, siguiendo las ideas del Fabismo, estableció la propiedad del Estado en los medios de producción, en especial, los sectores estratégicos como el del acero, el eléctrico, las telecomunicaciones, el transporte, la minería y el desarrollo urbano. Por supuesto, las naciones, parte de la Comunidad del Reino Unido, así como sus Colonias, fundaron Sociedades Fabianas en sus países. Desde entonces, y hasta la criminal traición de Tony Blair, el Partido Laborista (o de los Trabajadores, para decirlo más puntualmente) sirvió a su comunidad y dio al país un orden más democrático que en ninguna otra región del mundo, excepto en los Estados Unidos que al final de la Segunda Guerra Mundial pasó a ocupar el lugar de primera potencia mundial y adoptó muchos de los programas planteados por el Fabismo. Sucedió lo mismo en México, satélite de la economía norteamericana hasta la llegada del neoliberalismo hace unos treinta años, que desmanteló la estructura económica del país y destruyó la propiedad del Estado en áreas estratégicas como las telecomunicaciones, el sistema laboral, la minería, la energía, la industria eléc trica y la seguridad social. La fórmula ha sido sencilla y a la luz del día. Se ha usado a nuestros gobernantes como cómplices, muchas veces víctimas del chantaje (casi todos tienen pasados turbios que la cia archiva y manipula a su antojo) o,
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como en el presente, mediante la participación feliz y sumisa, deseosa de agradar al Patrón y a sus secuaces locales que medran con la miseria del pueblo siempre callado o acallado en sus mínimas expresiones de descontento. ¿Adónde nos lleva esta asfixiante situación? Es difícil imaginarlo. Se vive tan precariamente, con servicios insuficientes, salarios infames, con la presencia omnipresente del crimen en nuestra vida diaria, con miedos de toda clase: perder el empleo, salir a la calle, tomar un camión, no tener lo suficiente para darle de comer a la familia al final de la semana, temer por la seguridad de los hijos que van a la escuela, y tanto más. La brutal desigualdad que nos agobia y difracta nos hace aparecer como dos países distintos, antagónicos de hecho: una minoría con privilegios, un veinte por ciento de la población, educada en escuelas privadas, que vive en casas y conjuntos rodeados de aparatos de seguridad privada; muchos de ellos alejados de la zona urbana, con servicios propios, con centros comerciales, cines, clínicas y, aún más, con escuelas. No sólo en la ciudad de México, también en ciudades de provincia, donde se asientan grandes corporaciones trasnacionales cuyos empleados de alto rango requieren de condiciones para establecerse seguros, confortablemente, en un entorno parecido al de su origen o aspiración. Y lejos de esas murallas, la gente común, mayoritaria, parada bajo la lluvia, esperando un transporte en el que viajarán por horas para volver a su hogar sin certeza alguna de no sufrir un asalto, una agresión, la muerte tal vez, a manos de un delincuente sicótico o cargado de drogas. Y quienes vengan a defender los derechos de esa población inerme, clamando por una mejoría en sus lamentables condiciones, serán anatemizados, perseguidos, llamados populistas.
Robert Redford, caracterizado como Jay Gatsby, en un still publicitario del filme El gran Gatsby, basado en la novela de Francis Scott Fitzgerald y dirigido por Jack Clayton en 1974. (Fotografía: Paramount Pictures/Getty Images)
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entre los contratos de explotación de derechos de autor Paul Jaubert antes y después del Hubble |
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Desafortunadamente se ha generalizado en nuestro país la práctica indebida de celebrar contratos en materia de derechos de autor, que aparentemente obligan a los autores a ceder sus derechos para todos los medios de explotación de sus obras, lo que resulta ilegal y contrario al espíritu de nuestras leyes, aunque los editores y productores voraces pretenden aplicar tales disposiciones contractuales.
La Ley Federal del Derecho de Autor de nuestro país establece que dicha ley es de orden público e interés social, es decir, que la misma persigue un fin de protección para un sector de la sociedad que se encuentra en desventaja frente a otro sector de la misma que resulta ser dominante. Este mismo carácter lo tiene la Ley Federal del Trabajo, diversas disposiciones del Código Civil —particularmente en lo relativo al arrendamiento de casa habitación— y muchas otras que vigilan la situación que se presenta entre un sector dominante, los patrones, arrendadores, editores, productores, etcétera, frente a sus contrapartes de menores recursos, como son los trabajadores, los inquilinos, y en el caso que en particular nos ocupa, los autores. A pesar de que los autores suelen ser intelectualmente más aptos que aquellos empresarios con quienes contratan la explotación de sus obras, para que éstas sean difundidas, editadas o explotadas de cualquier forma, la relevancia que el poder económico les da a unos frente a los otros hace que los autores —con tal de ver publicadas, editadas, producidas o realizadas sus obras— cedan de forma indiscriminada derechos que no corresponde transmitir. Esto para que las obras se den a conocer mediante el soporte que estipule el contrato con los editores o productores, pero estos últimos generalmente intentan obtener ventaja sobre los autores, arrogándose contractualmente derechos y prerrogativas que legalmente no les corresponden. Así, en el artículo 27 de la Ley Federal del Derecho de Autor, quedan establecidas las facultades a favor del autor para autorizar o prohibir: I. La reproducción, publicación, edición o fijación material de su obra; II. la representación, recitación, ejecución, exhibición pública; III. la transmisión pública, teledifusión o radiodifusión de sus obras, en cualquier modalidad; IV. la distribución de la obra, por medio de la venta, renta, u otras formas de transmisión de la propiedad de los soportes materiales que la contengan; VI. la divulgación de obras derivadas, en cualquiera de sus modalidades, tales como la traducción, adaptación, paráfrasis, arreglos y transformaciones, y VII. cualquier utilización pública de la obra.
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El listado de las facultades y modalidades de explotación arriba transcrito, aun cuando se trata de una enumeración meramente enunciativa, nos da una clara idea de las distintas formas en que se puede explotar una obra intelectual, además de aquella para la cual fue expresamente creada. Toda obra creativa no se puede restringir a un solo y único medio de explotación, sino que, sumando el ingenio del propio autor, la misma es suceptible de ser traducida, adaptada o modificada para ser usada en distintas formas y medios de explotación, con lo que la obra adquiere un carácter universal. A efecto de proteger las obras de los autores, la Ley Federal del Derecho de Autor, en su artículo 28, contiene una disposición importantísima que establece que las facultades anteriormente enumeradas son independientes entre sí, y cada una de las modalidades de explotación, también. Tanto los productores como los editores en México y el mundo han olvidado esta clase de disposiciones protectoras, con lo que ahora intentan obtener mayores ventajas sobre los autores, de forma tal que parecería que pretenden despojarlos de todos sus derechos a cambio de un plato de lentejas. Las disposiciones contenidas en el artículo 28 son tan importantes que merecerían ser aun más claras y específicas, pues, por ejemplo, una las editoriales transnacionales más grandes que operan en México, Editorial Planeta, pretende que a cambio de un diez por ciento (como máximo) del precio de venta al público que paga a los escritores que publican en dicha casa editorial, posea todos los derechos de explotación de la obra. Por extraño que les parezca, como a mí también me pareció, vi una cláusula en los contratos de Editorial Planeta en la cual los autores tenían que pagar a la editorial el treinta por ciento de cualquier venta
que realicen de sus obras para su adaptación a medios distintos al impreso, tales como su adaptación a cine, radio, televisión, etcétera. Para todos aquellos que se encuentran ajenos al medio editorial y de producción de obras cinematográficas y audiovisuales, la situación es tan grave y dispar como lo siguiente: la regalía que paga Editorial Planeta a un autor de primera línea es del diez por ciento en ejemplares de pasta dura y un seis por ciento en ejemplares de bolsillo, ambos sobre el precio de venta al público. Los tiros actuales son de máximo cinco mil ejemplares, con precio de venta al público aproximado de doscientos pesos, lo que nos arroja un total de cien mil pesos, si la edición completa se vendiera de inmediato en formato de tapa dura; mientras tanto, la contratación de una novela para su producción cinematográfica se cotiza en un mínimo de ciento cincuenta mil pesos y puede llegar a más del millón de pesos. Así, la editorial puede aspirar —y en su vorágine aspiran—, por el simple hecho de haber firmado un contrato a todas luces ventajoso, leonino e ilegal, a obtener el treinta por ciento de dicho pago, y seguramente después también el mismo porcentaje de las regalías que la taquilla genere a favor del autor. De este modo, para prevenir los conflictos que están ahora creando estos tiburones de la industria editorial, es importantísimo que se reforme nuestra legislación, y quizá la del mundo entero, para establecer las condiciones en que se deben negociar y convenir cada uno de los medios y formas de explotación en que se puede producir cada obra, dejando muy claro que se tienen que pactar de forma independiente y con base en los usos y costumbres de cada medio en particular, pues son muy diferentes la industria editorial, la cinematográfica, la televisiva o la radiofónica.
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Las puertas de oro
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Concha Bernardelli
28 de julio de 1896 Después de haber devorado con hambre famélica una buena provisión de libros que me prestó un amigo de mis hermanos, siento que hay algo que me entusiasma tanto o más que el amor de Félix, que me produce sensaciones tan deliciosas como la idea de amar y ser amada, y estos son los goces sublimes de la inteligencia; quisiera penetrar en ese paraíso vedado en que me parece que viven los hombres de talento, los escritores, los poetas… ¿Por qué para los hombres están abiertas esas puertas de oro y para la mujer están cerradas con llave y hasta con cerrojo? A ellos se les empuja por el camino de la ciencia y del arte, con los maestros por guías y conductores, y a la mujer se le cortan las alas, y para emplear la vida entera, se le dan las llaves de la despensa, la aguja y el piano. Cuando por casualidad caen a mis manos libros como los que acabo de leer, siento ansias terribles, inauditas, de conocer esos autores que nuestros escritorcillos critican, parodian, ensalzan y veneran. Lo que más me ha interesado es una colección de estudios críticos. Un estudio sobre Leconte de Lisle, y ¿por qué no leer los versos de Leconte de Lisle si son tan armoniosamente bellos y marmóreos? Otro sobre una obra de Tolstoi, y ¿por qué no conocer las obras de Tolstoi? Pero sobre todo, ¿por qué no estudiar para comprender las obras de Taine, que según Conchita Bernardelli, 1887. Fotografía: archivo familia Corvera
* En De espinas y flores. Diario íntimo (mayo de 1895-abril de 1928), Concha Bernardelli, México, uam, 2012, pp. 48-50.
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dice este crítico son tan profundas y filosóficas? Mi familia dice que esos libros no deben leerlos las muchachas. ¡Ay Dios mío! Qué cosa tan fastidiosa es ser muchacha. Si algún día me caso me desquitaré... Entre tanto, siento una curiosidad rabiosa y aun más... me siento con bríos de emprender estudios serios, y hasta aprender latín y griego para leer a los clásicos antiguos, quisiera saberlo todo, comprenderlo todo, y consagrar lo que resta de mi juventud a probar las manzanas codiciadas del árbol de la ciencia. Por supuesto que cuando me pasan estos arrebatos me río de mí misma. Porque esto es tan imposible como ver volar un buey. Sin contar con que mis padres me declaraban loca de remate, bonita tempestad de burlas se desencadenaba contra mí, comenzando por las de mis hermanos. Bien está, dicen en mi casa, que una señorita sea ilustrada, esto es, que sepa bordar, tocar el piano, chapurrear el francés y el inglés y hasta pintar uno que otro cuadrito, pero ¿aprender latín?, ¿leer libros de filosofía?, ¿tener maestro de retórica y literatura? Esto es risible, ridículo, insoportable, y confieso que las burlas y el ridículo me espeluznan. En verdad nada me causa tanto miedo y vergüenza como los dictados de mujer-pedante, preciosa-ridícula, y todos los nombres burlescos que se aplican a las mujeres cuando son instruidas o pretenden serlo, por lo mismo estas ideas mías las oculto con tanto cuidado como pudiera ocultar una deformidad física, y sólo a mí misma, y muy en secreto, me digo que hay en mí facultades comprimidas, cosas en germen que pudieran desarrollarse, algo que me sobra y no puedo expresar qué cosa sea. Dice un versito que repiten mis parientes a menudo: Mujer que sabe latín no puede tener buen fin
Y yo pienso cómo pudiera leer las obras de Virgilio en el idioma en que fueron escritas ¡aunque tuviera mal fin! Pero no hay que darle vueltas, lo único accesible para mí es el amor y el matrimonio, además casándome es probable que tuviera un hijo inteligente y que sintiera en él todas las ansias de saber, todo el entusiasmo por lo bello que he sentido yo; y entonces... ¡qué felicidad! Para él no habría cortapisas ni limitaciones, le haría estudiar cuanto quisiera, despertaría en él anhelos de gloria y de celebridad y le ayudaría a llegar adonde sueño que puede llegar un hombre de corazón y de talento. Y esta sería otra forma de ser feliz, y la que me parece más fácil de obtener.
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intervenciones Mateo Pizarro
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Miramar de David Miklos y El beso esquimal de Manuel Pereira
Nora de la Cruz Malecón de La Habana. (Fotografía: Quim Llenas/Cover/Getty Images)
Recientemente, la presencia y la variedad de editoriales independientes ha aumentado de forma significativa. Con su propia feria del libro y catálogos consistentes que les otorgan identidad, han conseguido acercar sus propuestas a lectores afines a ellas (en este sentido, los libros buscan a su lector hasta hallarlo). Textofilia es una de las que ofrecen una propuesta más variada: han publicado narrativa, ensayo, poesía e incluso han incursionado en la literatura infantil. En su catálogo figuran autores conocidos y libros premiados; se trata, pues, de una editorial que no corre demasiados riesgos. Últimamente publicó, en narrativa, dos libros cuya naturaleza disímbola llama la atención al formar parte de la misma colección: Lumía. Miramar, de David Miklos David Miklos es uno de los autores más prolíficos de las letras mexicanas actuales: en una década ha publicado siete libros, ha coordinado algunas antologías y ha colaborado en diversas publicaciones periódicas. Es una voz reconocible por su gran sutileza y contención, además de su interés en temas y estéticas como lo erótico, el doble, la identidad y la alteridad, el poder, el origen y los lazos familiares, entre otros. Su más reciente publicación, Miramar, es sin duda la más compleja y arriesgada de toda su producción hasta el momento, y en cierta forma la convoca casi enteramente. Miramar es, según el comentario de Gonzalo Soltero que aparece en la cuarta de forros, “una novela híbrida que reflexiona sobre el paso del tiempo, la construcción de la memoria y los frutos de la imaginación”. El hilo conductor de los cinco
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segmentos del libro —“La piel viva”, “Miramar i, ii y iii”, y “La piel muerta”— es la naturaleza de la escritura como proceso creativo pero también como componente de la identidad de un autor. En cada una de las secciones hay un personaje que escribe, un manuscrito hallado y revisitado y un Otro que también escribe y acecha, en ocasiones desde el papel. Así, Miramar es una historia que se replica en varios niveles narrativos, con recursos como la metalepsis y la metaficción, así como algunos motivos que funcionan como imanes semánticos para vincular las secciones entre sí. Un ejemplo de ello es el propio topónimo Miramar, que aparece en todos los relatos pero alude siempre a un sitio diferente. Por otra parte, los motivos no se re-escriben sino que se trasladan de una manera que recuerda un poco al mecanismo de Melinda and Melinda, de Woody Allen. Esta operación no se limita a elementos dentro de este relato, sino que abarca otros textos de Miklos. Una muestra de ello es la alusión a otras de sus obras, quizá la más clara sea la réplica de una escena de Dorada (Tusquets, 2014), en un contexto distinto, aunque con un ambiente onírico similar. Si bien cada segmento inaugura y clausura una historia, no puede decirse que exista una linealidad narrativa. Lo que unifica todas las partes de la novela es, más bien, su subtexto: la exploración de la escritura como forma de ser otro e incluso cierta idea de lo literario que se hace patente de maneras explícitas (uno de los personajes afirma, por ejemplo, que su aspiración es “la obra total”) o veladas. La organización del relato en tantos niveles superpuestos (v. g., un escritor revisa su manuscrito, en el cual alguien sueña, y en ese sueño algo sucede…) exige un grado altísimo de cooperación textual. La novela no se vehicula fluidamente y lleva tiempo asimilar su código. Sin embargo, al final genera la impresión de que todos estos recursos no terminan de vincularse entre sí, o bien, que el sentido que los une no es lo suficientemente contundente como para justificarlos. En suma, nos esforzamos mucho para leer esta historia, pero su densidad estructural no corresponde con la temática, y nos produce la impresión de que no valió la pena. Es cierto que algunos segmentos y recursos muestran la capacidad y el oficio de Miklos, pero al
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encontrarse desvinculados entre sí dan la apariencia de tratarse de ejercicios de escritura reunidos sin un propósito evidente. Se trata, en suma, de una de las novelas más extensas y complejas de Miklos, pero también de las menos logradas, que contrasta en densidad y exceso con el resto de su obra. El beso esquimal, de Manuel Pereira Si la novela de Miklos es una historia, diríamos, “sobreliteraturizada”, la de Manuel Pereira podría representar el extremo contrario. Con pocos recursos narrativos propios, se atiene a lo formulario en muchos niveles: en primer lugar recurre a lo melodramático en la presentación de su anécdota y la caracterización de sus personajes; en segundo, se adscribe a la extensa tradición de autores cubanos que escriben sobre las difíciles condiciones de vida en la isla; finalmente, para elaborar su relato se basa en los personajes cliché que se encuentran en casi todas las novelas o películas del tema (la jinetera, el taxista pícaro, la burócrata fea, el babalao de provincia y el intelectual con ínfulas —el propio narrador—), además de hacer uso de los chistes, las anécdotas y las frases que se le pueden escuchar a cualquier cubano de a pie en un viaje de turismo por La Habana desde hace más de veinte años. La historia comienza cuando “el visitante” —así se denomina siempre al personaje central— llega a la capital de Cuba haciendo uso de un permiso humanitario que le permite visitar a su madre, cuya muerte es inminente. Cada uno de los cuatro capítulos de la novela corresponde a uno de los días de duración de dicho permiso, y también a una fase del reencuentro con una ciudad y una parte de su biografía que creía olvidadas, luego de vivir durante varios años en distintos países de Europa y América Latina. El planteamiento no es original, como se ha señalado, ni tampoco la perspectiva con la que se aborda, que linda casi con lo folletinesco en más de un sentido: no sólo por el uso de estereotipos, lugares comunes, el abuso de adjetivos y elementos melodramáticos, sino también por el tono apodíctico del narrador, que termina por ser cansado al intentar adoctrinarnos en lo político, lo económico e incluso lo
literario. Este narrador no duda en introducir extensos segmentos dialógicos que le permiten al personaje central expresar sus opiniones, por más inverosímiles que parezcan dichas conversaciones en el contexto familiar y emotivo que se plantea en un principio. Pero no es eso lo único que revela el parentesco con el folletín. También aparecen ciertos tópicos propios de este tipo de literatura; el más evidente, el descubrimiento del protagonista de su origen superior, que lo diferencia de los viles (en este caso, ignorantes) entre quienes se encuentra. Además, como en casi toda la literatura popular, los contenidos de conciencia de los personajes se hallan simplificados y representados como realidades físicas casi siempre con fines efectistas: en El beso esquimal, el visitante orina sobre los sellos que el gobierno ha puesto en la entrada de su antigua vivienda. Uno más, la condición de mártir virtuoso del protagonista que logra sobreponerse a toda adversidad sin contaminarse de cubanía, condición vil que representa como casi cercana a la bestialidad. Cuando le preguntan si tiene mujer, dice que ha tenido algunas relaciones, al preguntarle si con cubanas, maldice en buen cubano: ¡solavaya! Esa contradicción interna es el signo de la novela, en general. La perspectiva desde la que se cuenta la historia deprecia tanto lo cubano, es tan incapaz de encontrarle algo bueno, que fuerza la verosimilitud, operando con el mismo maniqueísmo que la literatura de consumo. La necesidad del narrador de introducir comentarios doctrinarios interrumpe la fluidez del relato —que pareciera ser un mero pretexto— y, finalmente, termina resolviéndose en un final semi-fantástico o simbólico que no se justifica pues no hay suficientes elementos que lo precedan en el texto. En suma, El beso esquimal privilegia la ideología sobre lo literario, sin que ninguno de los dos aspectos sea propositivo. Además, genera la impresión de haberse escrito hace algunas décadas, pues la realidad de Cuba ha cambiado, y también la del mundo, que ya no es ese lugar en el que “la gente hablaba mal del presidente en la calle, en televisión, en radio, y no les pasaba nada”.
Miramar David Miklos México, Textofilia, 2014, 135 pp.
El beso esquimal Manuel Pereira México, Textofilia, 2015, 185 pp.
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Juan Patricio Riveroll
Hablar sobre Béla Tarr es hablar sobre un maestro indiscutible. Su filmografía deslumbra por la profundidad de sus temas y la belleza de sus imágenes; por su incansable exploración del alma y del ser humano como ser social, pero desde adentro, pues sus películas se cuentan desde el interior de sus personajes; los suyos son paisajes íntimos. Si Lars von Trier fue del preciosismo técnico en sus primeras películas al naturalismo, hasta llegar a Dogma 95 y más allá, Tarr tomó el camino inverso, del realismo en sus primeros trabajos al artificio formal a partir de su adaptación de Macbeth. Pero no escribiré sobre su filmografía, un estudio que rebasaría los límites de este texto, aunque “sólo” abarque una decena de largometrajes y un puñado de cortos y documentales. De entre lo que conozco, la que más me conmueve es Werckmeister harmóniák, cuya traducción sería Armonías de Werckmeister, en alusión al músico y teórico germano Andreas Werckmeister (1645-1706). En numerosas ocasiones es necesario agradecerle al cine el acercamiento a la literatura, como en la relación entre Béla Tarr y László Krasznahorkai —autor de Melancolía de la resistencia, novela en la que está basada la película— guionista y colaborador cercano, al grado de que las cintas en las que han trabajado juntos no las firma sólo Béla como realizador, sino el equipo formado por él, Ágnes Hranitzky, co-directora y encargada del montaje, y László. Ellos ven sus películas como una creación conjunta.
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Fotograma de Las armonías de Werckmeister
Melancólica armonía
La novela está compuesta por la introducción, titulada “Una emergencia”; la parte principal y más larga: “Las armonías de Werckmeister”, con el subtítulo “Negociaciones”, y la conclusión, “Sermo Super Sepulchrum”. Béla y László se enfocan únicamente en la parte media, y, como es inevitable, la simplifican. Por ejemplo, el monólogo del músico György Eszter dura poco menos de cinco minutos en pantalla, mientras que en el libro abarca siete abultadas páginas que contienen rodeos histórico-filosóficos sobre la idea existente en ambas interpretaciones. La adaptación sintetiza y aclara lo que en la novela es más difícil de comprender, y que podría resumirse en que los instrumentos europeos, en los últimos doscientos o trescientos años, han estado afinados conforme al tiempo armónico que Werckmeister describió en sus escritos canónicos y que, según el personaje de György, están equivocados o no son lo precisos que se ha hecho creer que son. Una breve historia de la musicología que hace hincapié en el tono musical como un tema filosófico, y de ahí el título de una de las grandes obras cinematográficas de nuestro tiempo. El protagonista en ambas versiones es Valuska, personaje arquetípico de la familia del Cándido de Voltaire y el príncipe Myshkin que Dostoyevski retrata en El idiota, aquel a quien su entorno social trata como tonto pero que, quizá, tiene una visión del mundo más acorde, acaso deseable. El espíritu de este como de algunos otros personajes se respeta en la adaptación. Para poner en contexto, condensaré la trama: a un pueblo en Hungría llega una atracción de circo: la ballena más grande del mundo, disecada, presentada por el Príncipe, un oscuro personaje que borda entre la maldad y la locura. Los disturbios que provoca este suceso son de proporción apocalíptica, y Valuska, muy a pesar suyo, se ve envuelto en el torbellino de la rebelión. He dicho que algunos personajes mantienen su espíritu en ambas obras, mas no los matices. La perversidad de la señora Eszter, por ejemplo, apenas y se esboza en la pantalla, mientras que en las páginas su sombra se proyecta por sobre todos los
habitantes de la localidad. Sus motivos, su método y su objetivo no quedan del todo claros en el celuloide, en el que desfila con cierta malicia pero sin su verdadera fuerza tenebrosa. El personaje es interpretado, para deleite del cinéfilo, por Hanna Schygulla. La novela une los puntos que en la cinta quedan aislados, como un cuaderno infantil para colorear, y en ocasiones es también una, o varias, historias paralelas. Tedioso sería enumerar las diferencias, en cambio hay cuestiones relevantes que son necesarias mencionar, comenzando por la relación entre György, el músico septuagenario, y Valuska, que lo atiende con la veneración de un creyente religioso. El tratamiento de Béla y László construye un vínculo cercano al del patrón y su sirviente, aunque Valuska no recibe paga a cambio; en contraposición, el libro eleva su amistad a lo largo de cientos de páginas para que al final György quede absolutamente demolido tras el destino de Valuska. Hacia el desenlace, pero antes del clímax, el viejo ya no concibe el futuro sin su aliado, su mejor amigo, su Sancho Panza. En sus planes el único porvenir es juntos. Esta columna, esencial en la obra literaria, no existe en la cinematográfica, o si existe está completamente desvirtuada. La puesta en escena hace de György un intelectual incomprendido, seco e inseguro, despojándolo de la honda humanidad que le da la pluma de László. La comparación entre la fuente y su adaptación cinematográfica es por lo común una pugna en desventaja para la segunda, pero este no es el caso: los planos largos, que en su mayoría comprenden secuencias enteras, filmados en blanco y negro por varios fotógrafos, y el tema musical de Mihály Vig, contrarrestan las carencias que forzosamente existen al filmar una trama original de trescientas páginas. Armonías de Werckmeister es tan soberbia como Melancolía de la resistencia, cada una con las armas que le otorga su medio. Si bien es cierto que es preferible que una novela no sea demasiado buena para que funcione como adaptación, por más que a veces represente una batalla perdida, se seguirán filmando los clásicos. El Quijote, las mejores novelas
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Melancolía de la resistencia Lászlo Krasznahorkai Barcelona, Acantilado, 2001 424 pp.
Werckmeister harmóniák Dirección de Béla Tarr y Ágnes Hranitzky Hungría, 2000, 145 minutos
del Gabo, inclusive la obra de Dostoyevski continuarán siendo sometidas a las restricciones de la pantalla, con resultados poco alentadores ante las originales, imposibles de traducir con fortuna a otra plataforma que no sea la literatura. El cotejo entre ellas es un deleite recomendable para cualquier interesado en una o en la otra, pues las minucias, los caminos no tomados y la dimensión que una le concede a la otra, en ambas direcciones, crean un tercer hábitat que carece de nombre, pero que existe para quien va en su búsqueda. Aquí una línea del cuaderno de notas de uno de los tantos responsables de la rebelión, cuaderno que en la cinta Valuska lee cuando ya todo ha pasado, y cuyo contenido no se revela ahí: Nos dimos cuenta de que nada era imposible, convencidos de que el conocimiento común y cotidiano era inútil, y comprendimos que lo que hicimos no tenía significado, pues éramos víctimas de un momento en una arena infinitamente vasta, que desde semejante posición efímera no había manera de estimar la magnitud precisa de esa vastedad, porque la fuerza de la mera velocidad no puede saber nada de la naturaleza de una mota de polvo a la deriva, porque movimiento y objeto no pueden tener conciencia uno del otro.
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Ejemplo de lo intraducible y de la filosofía intrínseca a la novela, interpretada por el cinematógrafo en momentos emocionales igualmente abstractos pero de otra índole. Tal vez la pieza de piano compuesta por Vig nos eleve aún más que la palabra impresa, pero ese sentimiento no cabe en un texto. Tanto Sontag como Sebald comparan a László con Gogol, y dado que el leviatán es traído a escena, la comparación con Melville es también recurrente, sumado al uso del lenguaje que en ambos escritores es un personaje en sí mismo. En cuanto a Béla, en la presentación de El caballo de Turín en la Cineteca Nacional afirmó que esa sería su última película, que su obra cinematográfica había concluido, y que de ahí en adelante se abocaría a enseñar y a producir el cine de otros. Un productor, dijo, es como un paraguas que protege de las inclemencias del clima al realizador, que en muchos casos no tiene la fuerza o el carácter para lidiar con ello, además de concebir y dirigir una película. En ambas cuentas ha cumplido su promesa: no ha filmado nada más, y desde aquella fecha acumula créditos de productor. En las obras de esos hombres pueden encontrarse trazos de la historia y claves del presente.
El color del tiempo de Clarisse Nicoïdski Luis Paniagua
En 1492 se decretó la expulsión de los judíos de las tierras españolas. Con ello, los Reyes Católicos cometían un acto brutal de antisemitismo en detrimento de la rica cultura hispánica. Desalojados, discriminados, maltrechos, en ocasiones lo único que les era permitido llevar consigo como patrimonio era un puñado de palabras: la lengua que llevaron a cuestas como cruz y como toldo. Las naciones que los alojaron después fueron Marruecos, Turquía y Portugal, entre otras. Esta última se mostró tanto o más cruel que España: en 1497 decretó que todo aquel judío que no se bautizara sería expulsado, con el agravante de no poder llevar consigo a sus hijos pequeños. Una gran cantidad, por este mismo motivo, se volvió “cristiano nuevo”. Todo ese dolor, toda esa amargura, angustia y desesperación pareciera que se hubieran decantado, condensado en la lengua con la que partieron de España: la que ellos llamaban sefardí. Con frecuencia, los eruditos judíos de la diáspora siguieron escribiendo en los países donde se establecieron; en la mayoría de las ocasiones, el idioma que preferían era el español. Sin embargo, el grueso del grupo se asimilaba a las costumbres y a las lenguas de los países que los acogieron, guardando para el ámbito doméstico el idioma con el que habían salido de la tierra hispánica. Y así lo siguieron haciendo a través de los cinco siglos que han pasado desde entonces, lo- grando para esta curiosa modalidad del español ciertas características que lo hacen sumamente nostálgico. Más allá de lo visto en las aulas sobre la lengua sefardí, mi contacto con la literatura relacionada era bien escaso: algún texto de Margo Glantz, Myriam Moscona y
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El color del tiempo Clarisse Nicoïdski México, Sexto Piso, 2014, 120 pp.
su Tela de sevoya; Delta de las arenas, volumen de cuentos compilado por Rose Mary Salum, que reúne trabajos de autores mexicanos de ascendencia árabe y judía. Una visita rápida a las novedades de una pequeña librería me entregó un descubrimiento: El color del tiempo, de Clarisse Nicoïdski (1938-1996), editado por Sexto Piso. Su composición y factura sobrias me llamaron la atención. Me llevó a comprar el libro cierta pulsación; la cuarta de forros fue el anzuelo: “palabra de una lengua perdida / intento escucharte / cuando duermen los ojos con la cara al frente / cuando / no eres más que un barco al final de su viaje / nada más que una escritura muda”. Me intrigó su autora, de la cual no tenía noticia (además del subtítulo del delgadísimo volumen: Poemas completos). Por un impulso, decidí buscar en la web información referente a ella, la cual resultó ser sumamente escasa en nuestra lengua: la entrada en Wikipedia (en francés) daba datos de nacimiento, de parentesco y matrimonio; así como información acerca de su ejercicio literario: escribió un par de ensayos biográficos sobre sendos pintores, una historia de las mujeres pintoras, un libreto de ópera, pero fue más conocida por sus novelas eróticas. Su obra, en fin, fue traducida a varios idiomas y es considerada por la crítica como la última poeta del judeo-español. Entro a la página de Sexto Piso y, de manera podría decirse que natural, se refuerza la última
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afirmación: no sólo es la última, sino la más notable poeta del sefardí en el siglo xx. Como se ha dicho, Clarisse Nicoïdski fue en mayor medida novelista en lengua francesa. Por estas obras es que resulta mucho más conocida. Su obra poética, inhallable en español nos dicen los editores, responde a unos mecanismos mucho más minuciosos e íntimos (aventuro): la lengua del ámbito doméstico y familiar: el ladino. El escueto volumen no lo es en intensidad. Dividido en dos partes: “Los ojos Las manos La boca” y “Caminos de palabras”, es un recorrido vital por la sonoridad y la expresividad de esa variante del español que se quedó detenida en el siglo xv y que fue asimilando léxico y giros lingüísticos de los diversos países en los que se afincaron sus encriptados hablantes. Al leer El color del tiempo queda la sensación de una nostalgia añeja, de una honda herida, de un arraigo atemporal a una patria lejana (la España que los expulsó, sí, pero también la lengua-madre/hermana-gemela que se quedó y que creció de manera distinta). Dice Salomón Gaón (1912-1994), presidente de la Federación Sefardí Mundial, en su discurso de recepción del premio Príncipe de Asturias que Ay historianos ke demandan porké los Djidiós refugiados in Espania nunka olvidaron de su vieyo país […]. Ay solamente una respuesta: de todas las diásporas en kualas bivían dispersos el pueblo de Israel, solamente in Espania se kreó una époka de oro. […] Por esto se sintieron muy dolorozos kuando los izieron salir de la tierra onde bevían kasi dos mil anios… Para mozotros los Djidiós, Sefarad mos aze rekordar el tiempo kuando nuestros padres bevían in Espania […]
Se condensa, pues, en los poemas de El color del tiempo esa voz errante, desbalagada por el mundo y a la vez confinada a las alcobas familiares; pero además de ese dolor de siglos impostados, hay que señalar que nuestra autora vivió sus primeros años en medio de la Segunda Guerra Mundial; así que esa nostalgia que ve sólo la muerte y el espanto es el remanente de lo que
le dejó la infancia: “Atravesaron la guerra [sus padres] como tanta gente: sufriendo, escundiendose, y al fin se salvaron con los dos niños que eramos a aquel tiempo. La más grande parte de la familia quedada en Jugoslavia fue exterminada por los Ustachis, aliados de los Nazis”. Así, la lengua “de la familia” y del “secreto”, como dice Nicoïdski, es también la del “espanto”. En la sección “Los ojos”, esas “ventanas del alma” si de verdad lo son, no pueden mentir: “i comu mi sulvidaré / di vuestrus ojus pardidus / […] cuandu di spantu / si avrian lus di lus muartus”;1 así, los ojos son “estus pozzus sin fondo / ondi mi alma si afoga”.2 La sección “Las manos” es una extensión de “Los ojos”, es decir, del horror: las manos que contagian el espanto que lo invade todo, las manos en las que se lee un destino demoledor: aún más espanto: avrio la puarta cun sus manus incindió un fuegu di spantu tumo il pan cun sus manus cumio una cumida di spantu tumo il agua in sus manus bivio un’agua di spantu i cuandu avrio las manus maldi in ellas una mancha di spantu3
En “La boca”, también podemos ver cómo se prolonga este sufrimiento vital y lingüístico: la boca “aviarta /
com’un pozzo / ondi mi pudia ichar / sarrada / com’una puarta / cuandu matavan in la cay”.4 No obstante, en el volumen hay poemas que son demoledores por su efecto contrario: logran poner en relieve “milagros cotidianos” (como los llamara Wislawa Szymborska, otra poeta que sufrió en carne propia la segunda Gran Guerra): “tus manus / supierun partir la nochi / amustrándumi las strellas”,5 es un ejemplo. De este modo, además del dolor de siglos, el sefardí también nos da testimonio de la entereza, la belleza y la felicidad. El texto que sustenta esto que digo es el que transcribo a continuación, en el cual se refutan los ocultamientos, las puertas cerradas y los miedos: una manu tumo l’otra li dixu di no scundersi li dixu di no sararsi li dixu di no spantarsi una manu tumo l’otra mitio un aníu al dedu mitio un bezu in la palma i un puniadu di amor las dos manus si tumarun aliviantarun una fuarza a cayersi las paredis a avrirsi lus caminus6
En palabras de Ernesto Kavi, el traductor de estos poemas, “Tal vez aún es posible atisbar, siglos después, toda la dulzura acallada por la historia; tal vez, al leer estos poemas, logremos restaurar el color del tiempo. ¿Qué habrá después? No lo sé. Quiero creer que el paraíso perdido no quedó atrás. Está adelante”.
abierta / como un pozo / donde me podía arrojar / cerrada / como una puerta / cuando asesinaban en la calle. 5 tus manos /supieron abrir la noche / mostrándome las estrellas. 6 una mano tomó la otra / le dijo no te escondas / le dijo no te cierres / le dijo no te espantes // una mano tomó la otra / puso un anillo al dedo / puso un beso en la palma / y un puñado de amor // las dos manos se tomaron / levantaron una fuerza / para tirar paredes / para abrirse los caminos. 4
y cómo olvidaré / vuestros ojos perdidos / […] cuando de espanto / se abrieron los de los muertos. 2 estos pozos sin fondo / donde mi alma se ahoga. 3 abrió la puerta / con sus manos / encendió / un fuego de espanto / tomó el pan / con sus manos / comió / una comida de espanto / tomó el agua / en sus manos / bebió / un agua de espanto / y cuando abrió las manos / leyó en ellas / una mancha de espanto. 1
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colaboran María Baranda (ciudad de México, 1962). Poeta, editora y traductora. Ha publicado, entre otros, El jardín de los encantamientos, Nadie, los ojos, Narrar y Dylan y las ballenas. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes en 2003 y, en 2015, el Premio de Poesía Jaime Sabines-Gatien Lapointe Josué Barrera. Autor de Pasajeros (Jus, 2010), La brevedad constante (Universidad Autónoma de Coahuila, 2011) y de la antología de cuento sonorense Naves que se conducen solas (forca, 2011) Mariana Bernárdez (ciudad de México, 1964). Estudió comunicación (Universidad Anáhuac) y tiene maestría y doctorado en letras modernas (Universidad Iberoamericana). Sus más recientes publicaciones son Simetría del silencio (2008) y Ramón Xirau hacia el sentido de la presencia (2010). Concha Bernardelli (Guadalajara, 1872 - ciudad de México 1970). Concepción Sánchez Aldana vive la transición del periodo revolucionario en su ciudad natal y en la ciudad de México vivió con su hija Sylvia y sus dos nietos, Jorge y Gonzalo. Verónica Bujeiro (ciudad de México, 1976). Es egresada de la Licenciatura en Lingüística de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y La Fundación para las letras mexicanas. Gerardo Bustamante Bermúdez. Doctor en letras y maestro en letras mexicanas por la unam y Licenciado en letras hispánicas por la Universidad Autónoma Metropolitana. Es profesor investigador en la uacm. Penélope Córdova (Salvatierra, Guanajuato, 1982). Cursó el diplomado en creación literaria de la Sogem y es traductora de francés. Es autora de Yo maté al emperador y Locus. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Ha realizado estudios en literatura en la unam, uam y el Claustro de Sor Juana. Ha colaborado en publicaciones digitales como La Fábrica de Mitos Urbanos, Distintas Latitudes, Hoja Blanca, Posdata y Testigos Modestos. Jesús Vicente García (ciudad de México, 1969). Estudió letras hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el IX Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura.
Mariso García Walls (ciudad de México, 1989). Actualmente prepara una tesis sobre el Primer nueva corónica i buen gobierno de Felipe Guaman Poma de Ayala. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en ensayo literario en 2014 - 2015. Paul Jaubert. Estudió derecho (Escuela Libre de Derecho). Es especialista en derecho de autor. De 2000 a 2008 fue abogado general de la Sociedad General de Escritores de México. Miguel Ángel Muñoz (Cuernavaca, 1972). Poeta, historiador y crítico de arte. Es autor, entre otros, de los libros de poesía El origen de la niebla, El lugar de la ausencia y Fragmentos sobre el muro. Luis Paniagua (San Pablo Pejo, Guanajuato, 1979). Es autor de Los pasos del visitante (Premio Punto de partida, 2004), Maverick 71 (Premio Literal Latin American Voices 2013) y Casa (xxxix Premio Hispanoamericano de Poesía San Román 2014, en prensa). Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Juan Patricio Riveroll (1979, ciudad de México). Director, escritor y productor de cine. Estudió Comunicación en la Universidad Iberoamericana. Realizó su primer largometraje, Ópera, en 2007. Jorge Ruiz Dueñas (Guadalajara, 1946). Profesor fundador de la uam. En 1997 obtuvo el premio Xavier Villaurrutia y en 1992 el Nacional de Periodismo. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió letras hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Jaime Augusto Shelley (ciudad de México, 1937). En 1960 aparece su primer libro La rueda y el eco. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y es creador artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Su más reciente libro es Mar de la tranquilidad, editado por la uam. María Tabares (Bogotá, Colombia). Es egresada de la Escuela de escritores de la Sogem. Ha formado parte de talleres de poesía, narrativa, dramaturgia y guión en Colombia, España y México. Ingrid Valencia (ciudad de México, 1983). Poeta y editora, es autora de los libros de poemas La inacabable sombra, De Nebra, Taxidermia y One Ticket. Obra suya aparece en las antologías Diez y nota, y el Anuario de poesía mexicana, entre otras.
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Recuerdo de Abigael Bohórquez
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casadeltiempo • número 22 • noviembre 2015
Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. II, número 22 • noviembre 2015 • $60.00 • ISSN en trámite