Editorial Atrás quedaron las dos primeras décadas de un siglo que se resiste a ser la coronación de los sueños y las aspiraciones de la humanidad, y que, más bien, insiste con su momentum en la dialéctica consustancial a nuestra naturaleza; mientras nuestras decisiones entre Eros y Tanatos saldan la cuenta del devenir humano, desgastan nuestra esperanza y abren en par las puertas del Tártaro. Abrumados por las pérdidas numerosas de propios y de extraños —tantos, tantos, que sus nombres escapan a nuestra capacidad de evocación, que no de dolor, de duelo—, encarnamos nuestras pérdidas en varios de los amigos que fueron entrañables compañeros de viaje. Así, Casa del tiempo dice adiós en estas páginas —mas no olvida— a Jaime Augusto Shelley, a José Francisco Conde Ortega, a Sandro Cohen, a Uriel Martínez, a Luis Zapata y a Arturo Rivera, hacedores en la vida y en la palabra todos ellos, excepto Rivera, quien mostró su sensibilidad poderosa mediante imágenes avasalladoras que lo distinguen y lo perpetúan. Se hallan a cargo de este homenaje, respectivamente: Eduardo Casar, Fabiola Eunice Camacho, Guillermo Vega Zaragoza, Ana Clavel, Sergio Téllez-Pon y Héctor Antonio Sánchez. En otros espacios, Tayde Bautista contempla la peculiar Torre de Marfil donde una mujer culmina sus sueños secretos y los desarrolla con habilidad valiente. En contraste, en el orbe de Ménades y meninas, Virginia Negro nos presenta la lúcida evolución y coherencia de las percepciones visuales de Minerva Cuevas. Por su parte, Antes y después del Hubble apunta hacia mundos poco frecuentados: Marina Porcelli continúa con el viaje del tranvía que no paraba nunca, ahora en un recuento de criminales célebres; Moisés Elías Fuentes encuentra una hendidura desde donde se ve crecer el mito de Gloria Swanson en la revisión de Billy Wilder y El ocaso de una vida; y Jesús Vicente García testifica que pocos mexicanos son tan fieles y aferrados compañeros de su tapabocas como el habilidoso Pamelo en sus riesgosas travesías capitalinas. Los Francotiradores, entretanto, se apostan frente a obras de Gloria Steinem, Jazmina Barrera, Irene Vallejo y Rey Andújar. Por último, Tiempo en la casa ofrece la reflexión de Marco Antonio Campos: “El escritor y el poder”, donde se detalla una trama con numerosos rostros destacados del siglo xx.
Rector General Eduardo Abel Peñalosa Castro Secretario General José Antonio De los Reyes Heredia Unidad Azcapotzalco Rector Oscar Lozano Carrillo Secretaria María de Lourdes Delgado Núñez Unidad Cuajimalpa Rector Rodolfo Suárez Molnar Secretario Álvaro Julio Peláez Cedrés Unidad Iztapalapa Rector Rodrigo Díaz Cruz Secretario Arturo Leopoldo Preciado López Unidad Lerma Rector José Mariano García Garibay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rector Fernando de León González Secretaria Claudia Mónica Salazar Villava Casa del tiempo, año xl, época v, vol. vii, núm 66 • enero-febrero 2021. Revista bimestral de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Francisco Mata Rosas Subdirector Bernardo Ruiz Consejo editorial Silvia Pappe Willenegger, Carlos Illades Aguiar, Jesús Rodríguez Zepeda, Alejandro Natal Martínez y Arnulfo Uriel de Santiago Gómez Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental y asesoría editorial Miguel Ángel Flores Vilchis, René Rueda y Jorge Vázquez Ángeles Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Imagen de portada Arturo Rivera, Casi siempre, óleo sobre tela y madera, 90 x 70 cm, 2008 Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XL, época V, vol. VII, número 66, enero-febrero 2021, es una publicación bimestral editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex Hacienda San Juan de Dios, alcaldía Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica de la revista: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo, dirección electrónica: editor@correo.uam. mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México. Fecha de última modificación: 31 de diciembre de 2020. Tamaño de archivo: 20 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.
editorial, 1 torre de marfil Farandulera, 3 Tayde Bautista
profanos y grafiteros Seis poemas, 7 Jaime Augusto Shelley Jaime Augusto Shelley, 12 Eduardo Casar Seis poemas, 15 José Francisco Conde Ortega La codicia de la calle y la voz del poeta: homenaje luctuoso a José Francisco Conde Ortega, 19 Fabiola Eunice Camacho Seis poemas, 23 Sandro Cohen Sandro Cohen, maestro de vida, 28 Guillermo Vega Zaragoza
de las estaciones Un poeta en azotea. Sobre Uriel Martínez, 32 Ana Clavel Luis Zapata: ¿Qué fue de tanto galán?, 35 Sergio Téllez-Pon
ensayo visual, 39 Arturo Rivera (1945 - 2020)
ménades y meninas Teoría del escalpelo: la obra de Arturo Rivera, 45 Héctor Antonio Sánchez Responsabilidad y disidencia. Entrevista a Minerva Cuevas, 50 Virginia Negro
antes y después del Hubble El tranvía que no paraba nunca. Criminales cifrados. Galería de ladrones célebres, 55 Marina Porcelli Mantener el entusiasmo, leer a Remedios Zafra, 60 Verónica Bujeiro Setenta años de El ocaso de una vida: Billy Wilder y la efímera eternidad de Hollywood, 64 Moisés Elías Fuentes Un canto a la sana distancia, 68 Jesús Vicente García
francotiradores “Feminismo es memoria”: la escritura autobiográfica de Gloria Steinem y Jazmina Barrera, 73 Nora de la Cruz Los sueños del junco, 75 Rafael Toriz Candela, eso que viene del caribe y se convierte en fuego, agua, algo que transforma, 77 Brenda Ríos
colaboran, 80 Tiempo en la casa. El escritor y el poder Marco Antonio Campos
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Farandulera Tayde Bautista
Me encanta disfrazarme de payaso. Adoro la nariz roja de pelota, las cruces pintadas encima de los ojos y la sonrisa de loco. Mi deseo por simular ser farandulera comenzó cuando mis padres nos llevaron a mis hermanas y a mí al circo. Desde entonces quedé prendada. La sorpresa empezó con las luces que fueron iluminando, poco a poco, a los personajes circenses: el sombrero misterioso del mago, las piernas ágiles de las bailarinas, el cuerpo musculoso del trapecista. Todo era elegante y delicado a la vez, hasta que apareció el payaso. No era elegante, ni exquisito, no había signos de nobleza en él. Todo era grotesco y burdo. La luz hacía más patente su torpeza. Miré a mis hermanas, pero ninguna parecía extrañada. No pude preguntarme más porque el espectáculo se inició; se apagaron las luces y se escuchó la música. Cada uno de los actores representó a la perfección su papel: los trucos mágicos, y las piruetas de bailarines y trapecistas eran maravillosos. Aplaudíamos sin parar, número tras número, pero cuando llegó el turno del cómico, la atmósfera cambió. El payaso apareció con su atuendo estrafalario y la gente reía sin parar. A mí me pareció siniestro, pero era muy pequeña para entenderlo. Había algo cómico pero terrible escondido en esa máscara. Algo de esa sonrisa y ese caminar eran falsos. ¿Qué había debajo de esos ojos y esa nariz roja? ¿Cómo era el verdadero rostro de esa persona? Podía ser un deforme; un hombre o una mujer, tal vez era un ser malvado o sumamente triste. El disfraz lo ocultaba. Años después pensé en la maldad, en la oscuridad y creo que eso fue lo que me llamó la atención. Pero esa noche estaba muy confundida. Al terminar
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la función nuestros padres preguntaron si nos había gustado; mis tres hermanas estaban extasiadas y cada una habló de su número favorito. Yo sólo escuchaba. Al llegar a casa subí al cuarto de mi hermana mayor sin que ella me viera. Abrí su caja de pinturas y me pintarrajeé: una mancha roja, otra azul, otra negra. Lo que vi fue espantoso: una niña maquillada torpemente con una mueca deforme, pero me encantó. Después tuve ganas de ponerme una peluca naranja y caminar sobre unos enormes zapatos bostonianos. Pasó mucho tiempo antes de que comenzara a disfrazarme y a deambular por las calles durante la noche. Algunas personas se ríen de mí, me insultan, me han confundido con una prostituta, otros ni caso me hacen. No es sencillo que la gente sea indiferente a un payaso que además lleva zapatos de tacón. Así fue como elaboré un plan, debía cumplir mi deseo sin que eso significara delatarme. Es decir, tenía que llevar una doble vida. Inventarme algo. La idea comenzó cuando cumplí cuarenta años: estaba muy deprimida, me veía al espejo y notaba mis incipientes canas y arrugas. Amaba a mis hijos y a mi esposo, pero me aburría. Siempre pensaba en el circo y en el deseo de pasearme disfrazada, que poco después se convirtió en una obsesión. Tal vez si me divirtiera un poco, pensaba. Así fue como le dije a mi marido que necesitaba un espacio propio, un sitio para mí donde pudiera pintar, relajarme y leer. Encontré un departamento espacioso. Las paredes están pintadas de un amarillo tenue, no hay ningún cuadro. Lo he decorado con cosas que compro de vez en cuando en algún mercado de antigüedades o en sitios que hallo en mi camino. No hay un sólo objeto de mi casa, no quiero que me recuerde a mi hogar, es un sitio muy acogedor. Tiene dos recámaras; una es mi estudio, la otra es la habitación de los disfraces; ahí es donde me maquillo y tengo un armario con llave en el que guardo todos los atuendos de payaso. A mi esposo no le he dado la dirección. No me gustaría que me sorprendiera; es mi lugar secreto.
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Después de ir a la oficina donde trabajo como contadora, paso a mi departamento algunas tardes y una que otra noche: cuando invento que voy a salir con amigas y puedo escaparme de casa. La mayoría del tiempo libre estoy aquí. Mi marido me dice que me he vuelto muy sociable; pero he dejado de ver a mis amigas, no imagino qué pensarían de mí. Mi esposo es un buen hombre. Me quiere mucho. Es guapo y muy considerado, cree fervientemente en que las mujeres se deben desarrollar y nunca ha puesto un obstáculo a ninguna de mis actividades. Habla de la liberación femenina como uno de los asuntos más importantes de la historia, pero no sé qué pensaría de que su mujer ande por las noches vestida de payaso con zapatos de tacón. Aunque también tengo excusa, porque él es un ladrón. No tenemos necesidad, gana bien en su empleo —y yo igual—; pero hace tiempo descubrí que además de los muebles que transporta en un camión de carga lleva otras cosas; me da miedo lo que pueda encontrar, aunque prefiero no darle vueltas al asunto. Al principio me dije que si él era un ladrón yo también podía ser un payaso; fue cuando comencé a vestirme así, pero me sentí culpable. ¿Qué pensarían los amigos de mi esposo y mis hijos de esto? Una vez intenté jugar a los payasos con ellos: me puse una peluca y una pelota en la nariz y comenzaron a llorar, a gritar. Parecía que estuvieran mirando una película de terror. A partir de entonces ni hablar de payasos y olvidarse de las fiestas infantiles donde los hay. ¡Es una lástima! Una vez a la semana me disfrazo y deambulo por las calles. Bebo un trago mientras me preparo. Primero me maquillo: el colorete blanco, el rojo, las cruces en los ojos y luego sigo con la vestimenta. Tengo dos trajes principales con variantes, el de pantaloncillo corto y el de pantalón largo. Algunas noches, cuando me encuentro indecisa, me cambio las medias o los zapatos. Es horrible porque me gustaría cargar con muchas cosas encima, pero siempre elijo la sutileza.
Antes de salir bebo otro whisky. A las ocho de la tarde en punto me dirijo a la entrada, me despido de la foto de mi familia; les pido que me cuiden y salgo. Cierro con doble llave y ahí voy. La vecina entreabre la puerta cuando me escucha. Seguramente le da curiosidad, hago mucho ruido al bajar, digo no tanto así, pues sólo es el sonido de mis tacones, y no es con mala voluntad. He pensado en quitarme los zapatos para ponérmelos en la calle, pero me ensuciaría los pies y no me gusta andar sucia. A mis hijos siempre los reprendo cuando van sin zapatos. Casi siempre escojo una calle al azar, algunas veces tomo el auto y después de analizar la zona salgo a caminar. Creo que puede ser peligroso, hay tanto crimen hoy en día que no sabes lo que sucederá, pero confío en Dios que nada me pasará. El jueves anterior paseaba por una calle oscura, me dio un poco de miedo, pensé en irme a otra parte cuando un auto se detuvo junto a mí. Dentro iban unos hombres que llevaban barba larga y lentes oscuros: un atuendo extraño. Me pidieron que los acompañara y cuando me acerqué para decirles que yo sólo caminaba por las calles me dijeron que necesitaban un payaso para una fiesta infantil. —¿No creen que es un poco tarde para eso? — les pregunté—. Ese tipo de fiestas se hacen durante la mañana. Uno de los hombres se carcajeó y me dijo que si yo era una verdadera payasa debía acompañarlos, ya que necesitaban de mis servicios. ¿Y si me atacan?, pensé. —No doy servicios sexuales. El mismo tipo soltó otra carcajada y me dijo: —Vaya, ya te dije que necesito que nos acompañes. Sólo sube. —Pero ustedes son cuatro... En ese momento noté que uno de ellos se bajaba del auto y su aspecto me asustó. Se dirigía hacia mí e imaginé que me subiría a la fuerza, así que contra mis principios de limpieza, me quité los zapatos de tacón y comencé a correr.
Me seguían, entré a un callejón y los perdí. Mi corazón latía acelerado y me senté en el suelo, di la vuelta y noté un gato negro junto a mí. Se subió a mi regazo e intentó quitarme uno de los botones de mi cinturón. No sé por qué, pero me inspiró confianza. Miré a ambos lados, no había nadie a quien preguntar por el gato, lo llevé conmigo. Salí del callejón y los hombres estaban ahí. El hombre que pretendía subirme al auto se acercó sonriendo. El corazón me volvió a latir, no sabía para dónde correr, si entraba al callejón quedaría sin salida. —No te vamos hacer nada. Nos gustan los payasos. Nosotros también lo somos. Yo no sabía para dónde correr, tenía el gato en mis brazos, se me subió al hombro, se erizó echando un enorme maullido al hombre. Él no retrocedió, siguió caminando hacia mí, me rozó la mano con algo y grité. Él sonrió, me había tocado con una peluca de payaso. Se la puso y me dijo: —¿Ves? Me volví a ver a los otros hombres y noté que todos tenían una peluca de payaso. Una era verde, roja y amarilla. Lanzaron una carcajada. El hombre se subió al auto y me dijo: —Adiós. Desde entonces el gato es mi talismán, camino con él y me siento segura. No importa lo que suceda, siempre salgo bien librada. El gato vive en mi estudio, creo que es feliz, igual que yo. Ha pasado algún tiempo y seguimos con nuestras caminatas. No he vuelto a encontrarme a esos sujetos. La luna es nuestra acompañante; a veces cuelga como una media sandía, otras, se descubre como una bola de voleibol. Me sentía tranquila con mi rutina, encontré calles nuevas que enseñaban edificios arquitectónicos de todo tipo; mis preferidos son los de art decó. A veces mi gato y yo nos deteníamos frente a las fachadas. Recuerdo especialmente una noche en que la luna alumbró a una de mis preferidas precisamente cuando pasaba frente
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a ella. El cielo estaba estrellado, la luz de la luna encima del edificio y el gato en mi hombro.
Hace poco un suceso interrumpió mi tranquilidad. El papá de uno de los compañeros de escuela de mis hijos me descubrió o yo lo he descubierto a él. Se llama Manuel. Todo comenzó porque noté que me miraba fijamente. Pensé que era un maniático. Después me di cuenta que sus hijos iban a la misma escuela que los míos. Fue una noche, durante mis paseos, que lo vi. Me seguía en su coche muy despacio. Al principio pensé que quería sexo, ya sé cómo ahuyentarlos, pero cuando me volví para decirle que se largara noté que era el fulano que me observaba en la escuela, me quedé fría. Él sabía quién era yo, por eso me miraba de aquella manera. Así que me volví, caminé más rápido y entré en la primera calle donde él no pudiera dar vuelta con su auto. Los días siguientes inventé excusas para que mi marido fuera por los niños, pensé en cambiarlos de escuela, pero ellos protestaron: ahí tenían muchos amigos. Un día ese hombre se acercó y pretendió presentarse, dijo su nombre y extendió la mano. Sin responder, di la media vuelta. ¿Qué quiere? Seguramente imagina que yo soy una cualquiera. Pensé en mis hijos y en mi esposo. Sufrirían si se enteraran. Ni hablar, pensarán que me he vuelto loca. Mi marido se divorciaría de mí y yo lo acusaría de ladrón y acabaríamos mal; además, mis hijos no me querrían volver a dirigir la palabra. Amo a mi familia, esto no puede suceder. ¿Y si este hombre comprendiera mi deseo? Seguramente tiene una manía. ¿Qué hacía a esas horas de la noche en su auto? Sí, él busca chicas, no me cabe duda. Puedo extorsionarlo si continúa con sus andares. También yo puedo exponerlo ante la comunidad y padres de los amigos de sus hijos. Hasta ahora lo único que ha hecho es seguirme en el auto. No hablamos; él finge, yo también. Comencé a saludarlo a la salida de la escuela, durante el día, pero en las noches, ni una palabra, ni una mirada. Así continúo. Voy por la calle vestida de payaso con un gato en el hombro; me sigue un sujeto conduciendo un auto. Creo que es un espectáculo extraño, pero no puedo evitarlo.
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FotografĂa: cortesĂa de Lorena M. Larenas
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Seis poemas Jaime Augusto Shelley
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De la partita (algo muy sencillo)
ars moriendi
En la sociedad del futuro no habrá hambrientos, gente descalza o viviendo a la intemperie.
Aúllan, aúllan.
En el futuro, no habrá odio racial, social, político. No habrá nada de eso, dicen.
Aúllan, aúllan, caen muertos.
Sin cosas que lamentar, en el futuro habrá sólo presente. Los ayeres, una canción: y el mañana, un cuento para niños. Es algo muy sencillo —dicen los expertos—: en el futuro no habrá futuro.
De Concierto para un hombre solo, Plan C editores, 2001
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Dan miedo las calles.
La gente guarda silencio, cierra las puertas.
Aúllan, aúllan, no los lobos, los hombres.
Tierra de nadie Hacer el amor en los hoteles. Develar el misterio humedecido de la intimidad en tierra de nadie. Por primera vez, con manos que arden acariciar palomas y estrujar cadencias ávidas de oscuridad. Por primera vez, siempre por primera vez, jugar a conocer el cuerpo otro, ahora tuyo, embrocado en sustancias elásticas, temblorosas. Gargantas sumergidas en la espuma del grito quedo y la precipitación de una flor que deja caer sus pétalos de multiplicado aroma en el arqueado respiro de los besos.
Y uñas trepando hacia esa luz que se derrama por el lecho. Aurora de cabellos largos, llena de respiros y de ansia, resbalando exquisita, cosquilleante, mientras el fuego tibio de los cuerpos se mueve al filo de la cama, buscando, allí, dentro, al fondo, fondo perdido de la noche. Noche que se graba, agridulce, en el brusco secreto de un reloj con su alarma de irritados gallos, en el moho que, al despertar, es ya jardín de la memoria. En tierra de nadie.
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Punto de quiebre
El otro camino a Santiago
Todavía el dulce otoño, cuando se conmemoran las batallas antes de la caída irremediable de las hojas.
Entonces atravieso las llanuras cruzo altas montañas y ya llegado, abrazo con mi propia y desollada piel la muerte material de ese sueño cortado a tajos, que todavía cargo —inmerso en su luz—, a horcajadas de la sombra, crecida, de mi propia ausencia.
Las jóvenes parejas desoladas buscan refugios para desatar su tanto amor efímero y la escasa moneda que salta en el bolsillo cuando ya el pan, el pan sube de precio mientras los demás en casa aguardan, confiados preparando el café. Parejas que no saben de batallas: de pechos frente a las balas reclamado derechos, de muerte en las anchas avenidas o en este parque frondoso donde un par busca un lugar sombreado bajo los árboles, una maleza lejos de la mirada viandante. Abrazarse al menos, tocarse entre las ropas, olvidar por algunos minutos la ida en Metro, volver a casa. Y de lo otro, lo de antes, mejor no hablar. Es la regla. Buenos Aires, otoño del 08.
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Sueño viejo puesto a chirriar en la memoria para que alguien, como yo, arrojado a puntapiés, sin misericordia, a la intemperie, coma y beba, siga viviendo. Alguien cualquiera seguramente olvidado ya de la luz prodigiosa de esa estrella. Urdido él en la áspera sed y el hambre del frío amanecer. Camina por las alamedas, sin reconocerse ni reconocerme. Juan pueblo, Juan miseria, Que dejó de existir para no morirse. Él y yo, caminando por las anchas avenidas sin saber por qué. Ni adónde. Con heridas que no sanan.
Estudio Justamente allí, donde aprendí a dar con todo el cuerpo. Instante de ser. Ser en el otro. Y desde allí trasponer la luz, la poca luz subyacente. Ensombrecido aparato de vida que anda, corre, salta. Compra y vende sus días. Amedrentada bóveda encadenada al deseo que inerme, miente, casi feliz cuando, antes de la aurora, con pájaros revoloteando, salimos del hotel y sin despedirnos cada quien vuelve a casa. Trato de recordar, ¿fue allí, entonces, cuando aprendí? Amor de uno, amor de todos. Cómo se parecen los cuerpos entrelazados de las parejas en el sueño. * De Mar de la Tranquilidad, Molinos de viento, uam, 2011
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Jaime Augusto Shelley 12 | casa del tiempo
Eduardo Casar Jaime Augusto Shelley. FotografĂa: Bernardo Ruiz
sólo confianza —respirar un poco—, reír; ser y estar en tiempo y lugar donde no imperen los ladrones. J. A.S.
Tengo aquí, frente a mí, junto a mí, frente a ti, algunos de los libros de mi amigo Jaime Augusto Shelley, o Shelley el augusto, quien siempre fue para mí un misterio. Cuando comencé a leer poemas más interesadamente, al entrar a la Facultad de Filosofía y Letras en 1971, ya había leído y recitado algo de poesía, pero muy poco. Uno de los libros que estaba leyendo en esos tiempos fue A la intemperie, de Jaime Labastida. Y resultó que Labastida, el autor, era profesor de la dichosa Facultad. Comencé a escribir cuando entré a ella, con el simplificado propósito de estudiar literatura, pero los sujetos que más me simpatizaron en el bendito salón de clases escribían: Armando Pereira, cuentos; Nelson Oxman también; Ariel Contreras, poemas; y para no quedarme atrás, para que me aceptaran, para no quedarme solo, escribí mi primer poema, “Dónde comienza el gris”. Una tarde perpetua, Paloma Villegas me leyó en voz alta, sentados ambos en el piso afuera de la sórdida cafetería, el fragmento de “Muerte sin fin” que aparece en la antología Poesía en movimiento. Y quedé deslumbrado, deslumbrado hasta la fecha, como quien ve por primera vez el mar. Gracias, Paloma. Y en la antología venían los jóvenes poetas del grupo “La espiga amotinada”. Comencé a escribir poemas imitando los de Homero Aridjis. Tenía tinta, tenía cuaderno y tenía una musa a la cual recargarle mis palabras. Gracias: tú ya sabes quién eres.
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Y cuando había acumulado como unos 120 poemas que apresaba en una de esas carpetas que nadie sabe por qué se llamaban eléctricas, me le acerqué a Labastida, que daba Teoría del conocimiento, y le dije que ya lo había leído y que qué tal si en reciprocidad él se leía mis poemas. Como a las dos semanas me dijo que ya los había leído, que estaban bien y que perseverara en mi ser con lo que estaba haciendo. Gracias, Jaime. Ya acabada la carrera fui conociendo a cada uno de los poetas de La espiga. Y trabajé con ellos: Óscar fue decisivo para lo que ahora soy, si es que soy algo; y Labastida, quien me invitó a la redacción de Plural cuando comenzó a dirigirla; y Eraclio, con quien hice muchas giras, que él llamaba “palenques”, hablando de literatura. Con quien nunca trabajé fue con Bañuelos. A Jaime Augusto lo conocí de frente y frecuentemente en la Escuela de Escritores de la Sogem. Tengo aquí, para ustedes: Victoria (editado por Martín Casillas), Patria amaneciendo (uam), Ávidos rebaños (unam), Concierto para un hombre solo (Plan C Editores), su antología en Material de Lectura # 120 (unam), Patria prometida 1984-1995 (Conaculta), La gran escala (Universidad Veracruzana), Fantasmas (LunArena), Exilio interior (Ítaca), Himno a la impaciencia (Siglo XXI) y Horas ciegas (Paradigma). Todos son libros de poemas. Y también tengo Hierofante. Vida de Percy B. Shelley, su ancestro, publicado en los Cuadernos de lectura popular, que estaba bajo la dirección de Marco Antonio Millán y José Revueltas. Jaime Augusto Shelley fue un indignado suelto y dueño de una libertad casi irresponsable. Fue un amante de la poesía y un constante admirador secreto del ejercicio poético. Su esposa Lorena escribió dos muy buenas tesis académicas sobre su obra y su vida, en cuya culminación tuve el enorme gusto de participar. Pero admito que sus poemas se me escapan. Shelley mantuvo desde su primer libro un estilo que no sé bien a bien cómo es. Quien más ha escrito sobre la poesía de Shelley es Jesús Morales Bermúdez, grande escritor chiapaneco. Pero yo, retomo el hilo, lo leo y lo vuelvo a leer y sus poemas me dicen cosas, aunque yo no sepa cómo me las dicen. Allá, dentro de mí, sus poemas y yo nos entendemos. Shelley no era fácil. Pero usted, y yo, tampoco.
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Fotografía: Mónica Villa
Seis poemas José Francisco Conde Ortega
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Un poema de la tarde
Las sílabas primeras del poema
Cuando llegaste de la tarde, como una paloma infinita, una calle con sol jugaba en tu piel de camelia adormecida.
Las sílabas primeras del poema, la música del barrio, las cervezas, las injustas lecturas victoriosas. Siempre comenzar y siempre a la deriva.
Entonces me pareció ver tu cara desde siempre, desde los recuerdos presurosos entre las lentas sombras de la tarde.
Con la presencia de la aurora toda flor era magnolia o pálido ángel sin sonrisa, o piel sin fiebre.
Y tus ojos se volvieron un crepúsculo, una luna llena, un ejemplo de alba en gris, un amanecer rabioso; y gastadas, muchas palabras.
Un mar sin olas prolongaba la distancia hacia la orilla; y una noche sin ruidos era también una paloma y labios impunemente solitarios.
Sin embargo volví a la tarde del color de tus cabellos; pensé en tus labios y en tu cuerpo; y me abrasó otra vez un olvido de silencios.
A la orilla del silencio un amor y la ternura por los nombres que nunca conocimos: la primera letra del poema.
(De Vocación de silencio, 1985)
(De La sed del marinero que regresa, 1988)
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Celebración
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Es de noche y sigues siendo mi amada medieval bajo el signo del amor cortés.
Los lobos viven del viento que conocen como nadie.
Es otra noche de julio cuando el escudo de Amadís convierte el vino en luna llena; tus ojos cruzan el arco de los leales amadores y tus labios deciden el triunfo en esta corte de amor. Es la noche de la ternura inacabable, de tu fresca piel bajo mi espada; la noche del triunfo de los cuerpos y de los vinos en francés. Es tu noche, y del poeta —o algo así— que amó otra vez tus manos infantiles que abrieron rutas en mi frente y mis cabellos.
Llenan sus pulmones con la noche y caminan y descubren edificios, caras, palacios ofendidos, huellas de paso y de polvo: Madrugadas a punto del hastío. Por eso son cazadores que abandonan los restos de la pieza —la codicia es un bien nunca aprendido en la estricta permanencia del acecho. Aire no; sólo aquel viento que llena los oídos y los ojos, deja su frescura en la piel y los lobos aprenden su designio. (De Los lobos viven del viento, 1992)
Es tu noche, amor; es nuestra noche. (De Para perder tus ojos, 1990)
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XX
pueden nacer los signos del desastre; pero también —consuelo del que vive— el agobio tenaz de la existencia.
20 He rebasado el medio siglo, canto ahora del guerrero de su elevada lucha contra el tiempo. Lo canto en el recuerdo tan luminoso y fiel de su presencia. En mi hijo, por ejemplo, sobreviven su tacto y sus maneras, las inflexiones de su voz, la suave mirada generosa. Igual que en mis hermanos y en sus hijos. Y todo nos quedó de ese guerrero, que, con su muerte, dijo, confirmó lo valioso de la vida, sin tristes dioses falsos, con absoluto amor y varonía.
(De Rosa de agosto, 1995)
(De Canto del guerrero, 2017)
Hemos visto llover con el orgullo puesto a prueba. Después la dura tierra —con un poco de sal y polvo y fuego— fortaleció la sangre de guerreros que envolvían la calle con sus pasos. Los campos de batalla, los escudos, eran la forma de entender el miedo; una espada sin filo, una bandera, la incierta soledad de la victoria. Por eso el agua y no la flama sabe que de la hierba o de las flores tristes
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Fotografía: Mónica Villa
La codicia de la calle y la voz del poeta:
homenaje luctuoso a
José Francisco Conde Ortega Fabiola Eunice Camacho
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En los momentos menos esperados la muerte se adentra. Ante su acecho, comienzan los primeros signos de supervivencia, la respiración ya no nos detiene; el aire, otrora dulce, se ha tornado en una marea cuya promesa nos advierte que jamás volveremos a ser los mismos. El lugar de los muertos está allende los mares, en realidad, su voz lo inunda todo y los chorros de vino de otoño y las promesas de amor son lo que nos sostiene ante el estertor. Dice Anne Carson que las cosas mayores —aquellas que no son sino las imágenes primigenias y artesanales de nuestra cultura— son “el viento, el mal, un buen caballo de combate, las preposiciones, el amor inagotable, la forma en que la gente elige a su rey” en la literatura. Y todo es así: a cada quien su caballo, a veces la poesía, otras la crónica y cada escritor de alguna forma elige a su rey, ante quién desnudar los verdaderos dolores, el amor de las tardes de septiembre, las lágrimas ante el padre que no volverá más. José Francisco Conde Ortega (1951 - 2020) fue el último hombre ungido por las aguas del tiempo; con su último aliento termina una tradición que si bien en algunos poetas menores logra desplazarse hasta su verbo, lo cierto es que la poesía amorosa ha visto a su último hijo. Para muchos resulta conocida la anécdota de su primer libro, Vocación del silencio, publicado por la uam en 1985: éste se hizo cuerpo de las servilletas que Vicente Quirarte fue juntando en diversas mesas donde la bohemia y el gusto por la amistad y la palabra sumaban horas y con ellas hojas donde se abrirían las primeras líneas de madurez. Desde ese momento abriría su juego, sin temor a nada y con la compañía de sus clásicos y de sus poetas de cabecera, los maestros que citó hasta el final de sus días: Rubén Bonifaz Nuño, Efraín Huerta y sus modernistas. Y todos siempre reunidos ante los dos centros, la ciudad y el amor. Como maestro forjó un sinnúmero de estudiantes en sus casi cuatro décadas en la unidad Azcapotzalco de la Universidad Autónoma Metropolitana.
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Su generosidad, su disciplina y una práctica pedagógica envidiable —a la que él siempre contestaba que únicamente se debía “al amor al trabajo”— lo hicieron ganarse un espacio en la memoria de las ahora sociólogas, abogadas, economistas; las jóvenes mentes que, pese a las enseñanzas de Sinbad, lo esperaban cada mañana para arborizar, hablar de los cantos griegos, del cine y sí, también del amor y las dudas adolescentes. Con su sonrisa y a veces las heridas de la noche, Conde Ortega volvía al orden cada mañana, a los salones, a los jardines cuyas jacarandas cubrirán el rastro de sus pasos. Y entre lecciones, pérdidas —también la de la ciudad— fue entregándonos uno a uno sus versos, sus pasos y el derrame de cantos y noches batientes. Así fueron gestándose las siguientes rutas, las dudas al encuentro de la madurez, el crecimiento de su hijo, el amor. Es difícil hablar de amor en tiempos donde parece que se ha perdido todo, pero si lo pensamos bien, en cada etapa de nuestra historia siempre existen sismos capaces de tirar una ciudad entera o incluso de secar un poco la llama del canto, pero “la ciudad parece —y es— otra” dice el poeta cuando ve cómo pasan los años y la pluma, una fuente de aguas de color azul, violeta o sepia; está siempre atenta a sus pasos, a la gente que recorre las calles de la ciudad. Así ve la luz hasta la llegada de la década de los noventa: La sed del marinero que regresa (uam, 1988), Para perder tus ojos (uaz, 1990), Los lobos viven del viento (unam, 1992): en los tres se conjuntan los elementos con los que José Francisco marca su poética desde el primer poemario, el amor existe y es tan grande que se abre lo mismo a los amigos, marineros que se han ido como Arturo Trejo Villafuerte o su maestro de facultad, el poeta César Rodríguez Chicharro, o a la urbe cuyos trazos que dibuja el alba se traducen en ese fiel reconocimiento de Huerta, como se perfila en Paisaje urbano II: Los edificios son ahora gigantes y doble el cuerpo bajo un cielo de plomo; la primitiva agonía, certidumbre. No se ve más allá de los alambres y no existen las nubes; el silencio
es un recodo de la sed: la noche tiene esquinas; cada hueco Es la guardia de las voces.
Esas formas solitarias que centran la imagen de la ciudad serán también los escenarios donde las heridas resurjan y el amor, como una iluminación plena, encuentre su matiz en el autoconocimiento de quien se sabe vivo incluso en los momentos límite de la madrugada. Así, en Los lobos viven del viento, la incertidumbre deambula entre escenarios y horas noctívagos para encontrar la luz que se cuela entre los párpados. Los cantos nos llevan a la comprensión de lo que esta suerte de nahual encamina al personaje, no hacia el infierno, sino al conocimiento de sí y la espera de un ángel que lo salva, a semejanza del de Rilke, y a ese velo donde lo terrible es darse cuenta de hasta dónde se puede llegar por palpar su luz. En todo caso, “el conocimiento de la noche”. Dudo que exista un poeta vivo que conozca tanto la noche como la conoció Conde, siempre dispersada por todas las calles del Centro Histórico, pero también por las rutas de la adolescencia, por la Faja de oro, por Peralvillo, escenarios que sirvieron como umbrales para las experiencias iniciáticas a todo aquello que puede tocar el hombro del artista, los primeros goces, las primeras crudas, la muerte. Desde muy joven la muerte tocó sus cabellos, apenas tenía dieciocho años cuando su padre murió, y a partir de ahí, en sus días el asombro y la luz fueron amor en forma de paloma; por eso no es extraño que durante toda su obra escribiera para reconocerse tras el naufragio. La década de los noventa siguió su paso con poemarios que dejaban ver sus propias melancolías, sus obsesiones y otros dolores, como la muerte de su madre a quien ayudó hasta el punto de ser el eje de esa gran familia, que de diversas maneras fue dibujada en los poemarios Imagen de la sombra (Toque de poesía, 1994), Intruso corazón (uam, 1994), Rosa de Agosto (Ediciones Arlequín, 1995), Estudios para un cuerpo (Tintas, 1996), Codicia de la calle (Mándala, 1997) y La arena de los días (Daga, 1999). Cada uno muy distinto y en donde,
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sin embargo, volvemos a ver los placeres, los cuerpos deseantes, y también los dolores profundos, como el motivado por el recuerdo o las últimas vistas a la Ciudad, una ciudad que al final reconocía que no podía retratar más, pues se había vuelto inabarcable y por ello en las últimas notas de esta ciudad laberíntica pudo leer la piedra y surcar las memorias con sus crónicas poéticas. Al inicio de la siguiente década y milenio, se publica su primera antología, Práctica de Lobo (uam, 2011), que reúne los poemarios antes citados, pero que en un trabajo de edición y selección personal, sin duda la vuelve una obra completa de la cual asirse para el viaje iniciático. Por supuesto que la obra y mente lúcida de José Francisco vio otros puertos. Es reconocida igualmente su pluma en la crónica y el ensayo, incluso en el cuento. Su carrera periodística estuvo repleta de notas por casi dos décadas, en Sábado, Novedades, El Nacional, entre otros. Textos que denotaban su característica ironía, su repudio a los cotos de poder —político y en el campo artístico— y su profunda honestidad. Fue un hombre de letras, pero en un sentido incluso socialista, pues no lo veía como un elemento que lo pusiera por encima de las demás mujeres y hombres que cumplían con otras labores y oficios, incluso ama de casa, obrero o presidente, era el trabajo que eligió y por ello nunca pidió becas de ningún tipo, como tampoco aceptó premios que vinieran del poder. Ese fue el hombre que dió más de una veintena de poemarios, libros de ensayo y notas: un maestro que comprendió el verdadero oficio. Por eso no es raro que entre sus siguientes dos antologías, Fiel de amor (Praxis, 2009) y Espina del tiempo (forme, 2013) —en la cual se incluyen los poemarios Cuadernos de febrero (uam, 2006) y Fiera urgencia del día (Ediciones Talión, 2007)—, se encuentre reunida una obra que sobrepasa en calidad, forma y madurez a buena parte de una generación ya de por sí importante, pero que Conde pudo forjar con la llama que el amor, el dolor y la disciplina pueden conceder, como se lee en el siguiente fragmento:
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Nuevamente la sed Una limpia mañana de febrero tres veces la doble condición del horóscopo inviolable nos dijo tu voluntad de ser distinta y necesaria.
Y después el silencio. Una década donde todo cambió, la ciudad, los contrastes de luz e incluso la familia. Durante esos años, continúo publicando ensayos y, desde luego, siguió escribiendo. Al igual que Bonifaz, regresó con ahínco a los clásicos, a sus cantos griegos, que junto con la lluvia del verano lo hicieron terminar lo que sería su última obra en vida, Canto del guerrero (uam, 2017), el poemario con el que cerraría el duelo en torno a su padre y, con él, su propia obra. El poeta había elegido a su rey y cuando pudo cantar en torno a la pérdida y a las herencias sagradas —el amor al trabajo, la noche, el amor a su pareja, los hijos, la ciudad— descansó con la certeza de haber cumplido un ciclo de lecturas, de hermandad —sus hermanos de sangre, de literatura y de orfandad— y de escritura. Quedan cuadernos, notas, piezas en donde, juntas, o no, el poeta habla, con la codicia de la calle, como el guerrero que siempre fue: Y todo nos quedó de ese guerrero que, con su muerte, dijo, confirmó lo valioso de la vida sin tristes dioses falsos: con absoluto amor y varonía.
Este es el inmenso amor que nos queda de José Francisco Conde Ortega. Las palabras destinadas a su padre se repiten para él mismo, el poeta guerrero. Afuera, el invierno parece eterno, una estación más se une a la elegía del otoño, sus líneas serán repetidas por otros jóvenes huérfanos: contarán estas historias y vivirán sus amores y dudas en medio de los cantares del poeta amoroso.
Fotografía: Facebook
Seis poemas
1 Sandro Cohen
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grafiteros Poemas tomados de Quintaesencia. Poemas: Antología personal, Coordinación de Humanidades unam, 2006; y profanos Flor de piel,y El Errante Editor, 2017.
Música somos nosotros A cuatro manos sobre el blanco y negro, cuatro manos, el hombro contra el hombro. A cuatro manos, dedos, veinte lumbres en el blanco y su negro, piel, marfil. Puede tocarse música por dentro, tu música de adentro y por lo bajo. Así suena tu música, a respiro y tormenta, remanso y catarata. Una vez y de nuevo, flotas sobre el teclado con dedos, brazos, lengua, el pecho contra espalda, espalda contra el tiempo, fuga con dos contra tres sobre la partitura entre tus piernas en la cadenza, ritardando, notas negras son sobre blancas, esta fusa hasta el fandango, hasta el fin, hasta el fondo. Canta contra mis ojos. toca, loca. no te detengas, llena mis oídos de tu viento, saliva con sudor y semen, lágrimas y sangre adentro. Mueve tus dedos, piano y piano, suave pianísimo y más fuerte, ¡sí!, más lento. ¿Notas las notas? ¿mis corcheas, fusas revueltas? todo es piel entre las sábanas escrito en blanco y negro a cuatro manos, dos lenguas con sus dedos, su saliva
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en mi hombro y en tu pecho, sus tresillos desbocados, su encabalgada furia de frases al oído, dedos… canta con tus dedos adentro, que los muevas piano, suave, tan fuerte como puedas hasta que vibren todos nuestros músculos, hasta que se relajen, por vencidos. toca tu blanco y negro a cuatro manos. Entre tus dedos y el marfil, silencio. Entre papeles y armonía, el aire. Estamos suspendidos todavía, por siempre: música somos nosotros.
Tiempo en la casa 66, enero-febrero de 2021 “El escritor y el poder”, de Marco Antonio Campos “El escritor debe ser independiente del poder político, un escritor o una escritora incómodos, alguien que interprete y dé claridad al lenguaje oscuro y ambiguo de los políticos y dé a los hechos pasados y presentes su verdad y objetividad o lo que más se aproxime a ellas”.
Y si no me bendices con tus garras…
Hay tiempo…
Y si no me bendices con tus garras de terciopelo, dientes que me inventan con cada trozo de mi carne, dura en el altar perfecto de tu boca; si no me abrazas, con tu muerte líquida, la lisa superficie de mi sangre a presión entre el vaso y sus esclusas, la leche que no encuentra la salida, la tinta que renuncia a los azules, el agua que se priva de su sangre… si no me vienes a erigir tu esclavo, el que limpia tus botas con saliva de sereno candente, que recorre la lengua por tus piernas enlodadas para probar la gloria de tu infierno; si no te hincas como diosa virgen y vencida a mis pies que, victoriosos, pisan tu pecho inflado de miradas que cualquiera te ha puesto sin pensar; si no eres luz y oscuridad tejidas, un solo torbellino de fracaso triunfante entre los brazos más desnudos de un cuarto desvalido, que amanece solo por el calor de nuestros cuerpos; no soy nada, ni el blanco de la sombra que dejas al pasar por una calle o el mismo cielo donde naufragamos tantas veces, felices, en tinieblas.
Hay tiempo. Todavía no muere ningún sol de mañana. Esperaba encontrar todas las huellas pero ni doy con el lugar del crimen. Busco un lugar que esté fuera del tiempo: su sentencia me alcanza inexorable y no muero. Esto, solamente, quisiera pedir: que me des una muerte que lo sea de veras, que me tomes en brazos de tu infierno blanco. No sé dónde he pasado tantas noches sin voz, sin cara, lengua que me diga: Yo no soy de este mundo.
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Midrash
Morir, a veces
¿Para qué sirve el silencio si no es para que canten las aves?
A veces me da gusto, así, morir: boca arriba, flotando, en una barca de sábanas tan limpias que se escapan del tiempo, como yo, cuando me muero. Las nubes se transforman. Son los libros que me acompañan río abajo, páginas abiertas que se leen en verso blanco, casi igual que estos, pero son mejores aquellos que escribimos en el cielo.
¿Para qué sirven las aves si para su canto no hay mañana? ¿Para qué sirve el mañana si no es para sentirnos más solos? ¿Para qué sirve estar solos si no podemos amarnos de nuevo?
Morir, a veces me da gusto así: sin darme cuenta, poco a poco, lento, como anochece el alma, como muere el día entre los últimos capítulos de una novela que habitamos todos. Así —sin aspavientos, con los ojos hacia atrás y sintiendo todo el peso de la tierra en mis huesos que también son forma que sostiene, que son versos blancos que ritmo y gracia dan al cuerpo— me da gusto morir, a veces, mas no siempre, sino a veces, sin pensarlo…
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Esto, en esencia, se acabó… Esto, en esencia, se acabó. Hace mucho empezó, lo sé, pero desde hace rato no me siento inmortal. Y cuando yo ya no esté, las servilletas seguirán en su mismo lugar sobre la mesa, los mismos autos se estacionarán en los mismos lugares, más o menos, con los mismos niveles de esa angustia tan mexicana y entrañable, pero yo ya no los veré desde esta mesa verde con mantel, sentado en esta silla de plástico innegable que me permite estar tranquilo, leyendo las noticias de las cuales ya no voy a enterarme, a medio metro de la banqueta donde se pasean señoras con sus perros y sus hijos, donde colocan, con cuidado, bolsas de basura en espera del camión que ya no tarda con su campanita insoportable, pero yo ya no pienso quejarme, ni me taparé los oídos: simple y sencillamente, no estaré.
Y no he estado desde hace muchos años. Estas palabras, que se escriben solas, serán mi testimonio, darán fe de que por fin lo he comprendido: solo un poco estaremos en la tierra, pero es de todos, como he sido todos, y entre todos escribiremos las palabras que urgen, aquellas que se escapan y que hemos dicho desde siempre.
Y es difícil hacerme a la sólida idea de mi ausencia, pero es palpable, tan palpable como los pechos de una joven, o sus labios, o su manera de pedirme que le haga caso, ¿pero cómo, si ya no voy a estar?
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FotografĂa: Facebook
Sandro Cohen, maestro de vida Guillermo Vega Zaragoza
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Sandro Cohen (1953-2020) era un gran maestro, no sólo en el aspecto académico y literario, sino —por sobre todas las cosas y más importante— un maestro de vida. Y ejercía su magisterio de la manera más contundente que puede haber: con el ejemplo. A los demás no nos pedía cosas que él mismo no demostrara que era posible hacer. Y casi todo lo que hacía lo ejecutaba con excelencia, comprometiéndose al máximo con cada nuevo proyecto que emprendía. Se empeñó en aprender español para leer en su idioma original la poesía de García Lorca y llegó a dominar los secretos del castellano como pocos, al grado de convertirse en uno de los mejores maestros de redacción. Aprendió a tocar el piano, no para dar conciertos, sino por el gusto de interpretar a los grandes maestros clásicos que veneraba. Luego de que muriera su padre, se acercó de nuevo a la cultura y la religión hebraica y la abrazó con especial devoción. Se volvió fanático de la bicicleta, recorrió en dos ruedas cientos de veces la ciudad y sus alrededores y escribió un manual zen para el ciclista urbano. Era un hombre siempre curioso, cuya seriedad no obstaba para que poseyera un excelente sentido del humor, con un ánimo excepcionalmente vital y energético. Por eso su inesperada partida nos tomó por sorpresa y nos ha dolido tanto a quienes tuvimos la suerte de disfrutar de su amistad. Desde luego, nuestro vínculo más estrecho tenía que ver con la literatura. Lo conocí en persona en 2002, aunque ya tenía mucho leyéndolo, desde que él era colaborador en el suplemento Sábado de unomásuno que dirigía el maestro Huberto Batis, donde publicaba reseñas críticas, sobre todo de poesía, y, además, crónicas urbanas en la sección “Ciudad”. Pero el encuentro real fue mediante su esposa, la también escritora y maestra Josefina Estrada. En 2001 publiqué en el suplemento La Jornada Semanal, de La Jornada, una reseña sobre una antología en inglés de cuentistas mexicanos, recopilada por Mónica Lavín, en la cual estaba incluida, precisamente, Josefina Estrada, quien me llamó para agradecerme la mención a su persona en la reseña. A partir de ahí Jose y yo nos volvimos amigos, aún más cercanos cuando descubrimos que compartíamos fecha de cumpleaños (14 de mayo). Somos Tauros típicos. Empecé a frecuentar el departamento de Josefina y Sandro en la colonia Santa María la Ribera, donde muy cerca tenían el despacho en el que operaban la Editorial
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Colibrí y el Instituto La Realidad. En 2003 me invitó a presentar su novela Los hermanos Pastor en la corte de Moctezuma. Josefina planeó que la presentación se hiciera de manera más informal, por lo que escogió el famoso Salón Corona de la calle de Bolívar, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. En la mesa estaría también Jorge Volpi, quien ya era una rutilante estrella, por haber ganado el premio Biblioteca Breve con En busca de Klingsor. En ese entonces, Sandro rondaba apenas los cincuenta años, pero ya traía a cuestas una importante carrera literaria y editorial. Había publicado varios volúmenes de poesía y estaba por aparecer su obra más célebre: Redacción sin dolor. Había sido director editorial de Planeta y de Patria-Nueva Imagen, para luego fundar su propio sello editorial: Colibrí. Precisamente, en Nueva Imagen, había sido editor de Volpi y sus compañeros de la llamada Generación del Crack: Ignacio Padilla, Eloy Urroz, Pedro Ángel Palou y Ricardo Chávez Castañeda. Fue idea de Sandro lanzar sus libros en conjunto, como parte de un grupo, en 1996, y de ahí salió el dichoso manifiesto que levantó ámpula en el medio literario de entonces por su supuesta insolencia y arrogancia por querer elevarse a la altura del Boom latinoamericano y darle cristiana sepultura. En una ocasión, Sandro me enseñó una primera versión de Klingsor (un mamotreto de más de 700 páginas o algo así), con múltiples observaciones de Sandro marcadas en rojo. De hecho, Sandro es uno de los personajes de la “novela del Crack” de Eloy Urroz, La mujer del novelista, y como tuiteó Pedro Ángel Palou el día que murió Sandro: “Sin él no existiríamos”. Así de cercana fue su relación con los del Crack. Así que la presión era doble: tenía que estar a la altura. Creo que no lo hice tan mal. Hace poco encontré el texto que leí en esa ocasión y pude constatar que no dije demasiados despropósitos. Y partir de entonces nuestra relación se estrechó. Sin embargo, de las experiencias literarias compartidas con Sandro, las que me resultan más entrañables son las que tienen que ver con la poesía.
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Tuve el privilegio de hacer el comentario de la cuarta de forros de su libro Quintaesencia. Poemas: Antología personal, que publicó la Coordinación de Humanidades de la unam en 2016. El libro no está organizado cronológicamente sino por temas o atmósferas poéticas, porque Sandro quería armar otro discurso y otra lectura de sus poemas. A pesar de que abarcan un periodo de 36 años, desde su primer libro, De noble origen desdichado, de 1979, con el nuevo acomodo se leen con renovado vigor y frescura. Me atrevo a reproducir el parrafito en el que busqué resumir mi apreciación sobre la poesía de Sandro: La de Sandro Cohen es una voz poética de registros al mismo tiempo clásicos y modernos; de profunda sensibilidad al abordar temas universales, como el amor, el erotismo, la nostalgia y la pérdida, pero también otras preocupaciones propias de su tiempo: la soledad del hombre común, la aparente sinrazón del mundo moderno y la cotidianidad urbana. No es una voz estridente y altisonante: muy al contrario, se desliza bajo una emotividad profunda, donde la forma contiene a la perfección el sentimiento y expresa con precisión la idea filosófica y vital que lo anima.
Poco tiempo después de que apareciera el libro, se organizó una presentación-charla-lectura en la Casa de las Humanidades de la unam, en Coyoacán, a la que Sandro me invitó a acompañarlo en la mesa. Él estaba muy emocionado porque había casa llena, casi exclusivamente de público femenino (siempre tuvo mucho pegue con las lectoras), y leyó su poesía como nunca. Aunque era un gran lector en voz alta, en esa ocasión se manifestó algo más, un sentimiento especial. Pocas veces me había conmovido tanto un poema como cuando esa vez leyó uno dedicado a su padre. En cierto momento, la voz se le quebró, las palabras se le atrancaron en la garganta y asomaron las lágrimas. Me conmocionó ver y estar al lado de ese hombre, que siempre había percibido tan centrado y cerebral, dejarse llevar por la emoción del poema. También tuve el privilegio de que aceptara presentar un libro mío (Poemas para ablandar a las rocas) en
el Palacio de Bellas Artes, junto con el maestro Héctor Carreto. En 2017 apareció el que sería su último libro de poesía: Flor de piel. Nuevamente me invitó a acompañarlo, ahora en la FIL de Minería, en febrero del año siguiente. Para esa ocasión hice un repaso más exhaustivo de su obra poética (que se publicó en la edición de abril-mayo de 2018 de Casa del tiempo).1 Al releer el libro, a la luz de su ausencia, me sorprende un poema en especial, titulado “Esto, en esencia, se acabó…”. Leído ahora, suena macabramente premonitorio, como si Sandro ya estuviera despidiéndose, dándole cerrojazo a este plano de la existencia: Estas palabras, que se escriben solas, serán mi testimonio, darán fe de que por fin lo he comprendido: solo un poco estaremos en la tierra, pero es de todos, como he sido todos, y entre todos escribiremos las palabras que urgen, aquellas que se escapan y que hemos dicho desde siempre.
Sandro fue pionero en muchos aspectos, pero destacan sus incursiones en el mundo digital. Fue de los primeros en explorar la Internet, en foros y chat rooms (muchísimo antes de Facebook). Escribió abundantemente acerca de la relación entre el ser humano y las nuevas tecnologías, en las columnas que mantuvo durante años en revistas especializadas. Su Editorial Colibrí fue de las primeras en México en ofrecer libros electrónicos al mismo tiempo que los de papel. Fue de quienes aprovecharon el potencial de los blogs como vehículos de educación, con La Caja Resonante, donde comentaba los dislates gramaticales de la publicidad y la prensa (El diario Reforma era cliente frecuente). Manejaba sus redes con especial dedicación: todos los días publicaba comentarios inteligentes sobre la vida cotidiana, pública y cultural, compartiendo enlaces a artículos interesantes, sobre todo de The New York 1
Times, que devoraba religiosamente a diario, además de fotografías de sus recorridos cotidianos en bicicleta alrededor de la ciudad y de sus opíparos desayunos con sus infaltables chilaquiles (me consta que era un glotón de hamburguesas, pasteles y helados, que Josefina batallaba por mantener a raya). En los últimos meses estuvo preparando la versión en línea de su curso “Redacción sin Dolor”, pero lo interrumpió debido a la pandemia. Ahora Josefina Estrada y sus hijas Yliana y Leonora le darán seguimiento. Hablaba de esta incursión en la educación digital como su “pensión de jubilado”, porque ya había cumplido 40 años como profesor en la uam Azcapotzalco y sabía que con el fondo de retiro apenas le alcanzaría para vivir decentemente. Su libro Redacción sin dolor, del que se han vendido más de 150 000 ejemplares desde su primera edición en 1994, es de referencia obligada para todo aquel que quiera, de manera accesible, aprender a escribir con corrección. Ningún otro autor ha contribuido tanto a la difusión del uso correcto del español escrito como él. Por eso siempre me llamó la atención que, con todo su prestigio y sus merecimientos, nunca hubiera sido invitado a formar parte de la Academia Mexicana de la Lengua. Pero él tampoco lo buscó, como tampoco anduvo detrás de premios o becas. Apenas en octubre de 2019, poco antes del encierro al que nos obligó la pandemia, el inbal organizó un homenaje por sus 40 años como poeta en el Palacio de Bellas Artes, en la sala Adamo Boari (ni siquiera en la Manuel M. Ponce). Pero eso ya no importa mucho ahora que su ausencia resuena en nuestra vida. Lo importante es su legado vital, mediante sus hijas y sus nietos, pero sobre todo su trabajo como maestro, formando a decenas de generaciones de jóvenes, mediante sus clases y libros; su obra literaria, sobre todo su poesía, llena de vida, pasión e inteligencia, y su ejemplo, las enormes enseñanzas que nos regaló a quienes tuvimos el privilegio de compartir con él su estancia en esta tierra.
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Un poeta en azotea En memoria de
Uriel Martínez 32 | casa del tiempo Uriel Martínez Venegas. Fotografía: Facebook
Ana Clavel
Hace poco murió el poeta Uriel Martínez Venegas (1950-2020). Lo conocí un par de años atrás, en su paso por la Ciudad de México, durante unas vacaciones de diciembre en que buscaba alejarse de ese congelador de ciudad que era su Zacatecas natal. Lo contacté pues comenzaba yo a trabajar una novela sobre el también poeta Darío Galicia, amigo de Uriel desde los lejanos años setenta, que durante casi tres décadas estuvo desaparecido. Me obsequió entonces su libro Lubricantes (Juan Pablos Editor, 2017), un volumen de alta densidad poética. Antes había publicado los poemarios Primera comunión, Vengan copas, La noche de Hugo (y otros poemas), Bulevar infinito, y libros de cuentos como Zepelín compartido y Los cuervos. También una obra de teatro, Tres de José Alfredo, melodrama en dos actos que utiliza como contrapunto canciones del compositor guanajuatense para resaltar el abandono, la soledad y la tristeza en la que sus personajes se precipitan en el abismo. Poemas suyos aparecieron en revistas impresas y digitales de Puerto Rico, Colombia, Argentina, España y Uzbekistán. También fue incluido en la antología Donde está el humo, compilada en Nueva York, en Asamblea de poetas jóvenes de México, de Gabriel Zaid, y en Sol de
mi antojo. Antología poética de erotismo gay reunida por Víctor Manuel Mendiola. En tiempos recientes, atendía un par de blogs en redes sociales: “Los Lavaderos” y “La Azotea”, irónicos lugares privilegiados para la observación y el entretenimiento, donde compartía actualidades del mundito literario y lecturas y poemas de autores consagrados y otros muy jóvenes. Conmigo fue generoso aquella vez que nos vimos: me compartió recuerdos y testimonios de la época y del mundo de Darío. Después, cuando regresó a Zacatecas, mantuvimos contacto por Messenger y nuestro diálogo se aderezó de picantes anécdotas, críticas y chismes del medio. Poco después me envió el PDF de su libro Primera comunión, editado por Premiá en 1983, que ya no se conseguía. Ahí apareció el poema “Lady Orlando”, dedicado a un joven Darío Galicia, donde daba cuenta de cómo la desgracia le había caído encima con el peso de una Enciclopedia Británica —no sin un dejo de ironía pues el poeta Galicia era amante de la literatura en lengua inglesa y después de ese encontronazo tuvieron que intervenirlo y ya nunca se recuperó del todo—. Aquí lo reproduzco como muestra del arte sutil y a la vez atroz, del que Martínez Venegas era capaz.
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Lady Orlando A Darío Galicia, poeta Iba Darío a levantar con ambos brazos La crueldad sólida de una Enciclopedia Oxford Cuando sintió brotar de su nuca La punta helada de una aguja. De la belleza también cruel De sus sienes escapó la neuralgia, El trastorno, el girar elaborado Del último respiro. Enderezando la pronunciada S Que construye y sostiene La espina dorsal, Dejó huir de su aliento de hombre El quejido hostil y femenino. Círculos concéntricos acudieron A llamarle la atención de una presencia Y su párpado izquierdo fue cayendo Lento, como fumarolas de volcán En extinción. El vientre cóncavo adquirió La gravidez del espejo convexo, Y antes de cumplir 22 años Suplió el perfil de ballerina Por el sopor dulce de un péndulo, Una moneda de níquel y un atardecer. De día en día, y sentado al borde De cualquier cama, respiraba alcohol, Éter, algodón esterilizado y jeringas hipodérmicas. Finalmente logró conciliar el sueño. Finalmente durmió trescientos años y para siempre. Finalmente despierta. Se incorpora. Ve su cuerpo, otra vez desnudo. Cada día que transcurre desentume un ala, Una pierna, un seno, un párpado, Una lanceta, un pie, un pliegue Que le devuelve el aliento, el llanto, La sangre primera y femenina.
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Yo me daba cuenta que sobre todas las cosas Uriel era un solitario recalcitrante que amaba los libros y el arte. Conforme lo fui leyendo, descubrí a un poeta profundo, a quien no se le prestaba suficiente atención. Tal vez porque la suya era una poesía de crudeza emocional, con un erotismo homosexual muchas veces descarnado. Yo creo que saberse tan buen poeta y tan poco reconocido le hacía mella, sobre todo al ver los malos poemas que revistas prestigiosas y premios consagran con demasiada venalidad. Eso lo había hecho afilar la mirada crítica hacia los otros y la exigencia hacia su propio trabajo. Quien lea su poesía reconcentrada se dará cuenta que ahí se dan cita la carnalidad de las pasiones, el golpe de conciencia a partir del deterioro y la soledad, o las bajezas personales que todos guardamos en el clóset, transfiguradas en oscuro espejo verbal. Sus poemas son muchas veces entrañables encuentros con la inocencia primera y sus edenes que, irremediablemente, ya no nos abandonarán jamás. Pero también borbotones de sangre, semen y desasosiego de noches y días furibundos. Lúbricos hasta el tuétano del desamor, relampaguean un horizonte donde el cuerpo y sus humores, el corazón y sus graznidos, galopan el fulgor de una herida vital. Como cuando dice: “Escúchala, es la noche abierta/ como rosa a punto de sangrarse”, y nos invita a inundarnos de belleza despiadada y espesa claridad. En la novela que escribo y que lamentablemente ya no leerá, lo nombro Arcángel Uriel porque vino a iluminarme en el laberinto de versiones sobre la vida de su amigo Galicia. Por esa novela en proceso y por su propia poesía hermosa y brutal, nos hicimos cómplices. Por eso ahora lo despido con tristeza —otra vez la Ciencia de la Tristeza de la que hablaba su amigo Darío—, pero sabiendo que volveremos a encontrarnos para que me lea poemas de honda y sabrosa soledad, y nos ríamos de la aleve vida desde esa otra azotea que algunos llaman eternidad.
Luis Zapata:
¿Qué fue de tanto galán?
Fotografía: Autor anónimo, cnl / inbal
Sergio Téllez-Pon
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A Malena Steiner
Inquieto. Si pienso en una palabra, un adjetivo que me ayude a describir a Luis Zapata es “inquieto”. Con eso no quiero decir que Luis fuera una persona aventurera ni parrandera y menos desmadrosa; muy al contrario, era tranquilo, sereno, sin excesos y pocos vicios, uno de los cuales era el cigarro. Era inquieto intelectualmente o, para decirlo con otras palabras, era una de esas personas curiosas que quieren hacer todo. Por ejemplo, aunque hablaba con facilidad francés, inglés y portugués, durante un tiempo se puso a aprender italiano, alemán y latín. Era inquieto porque siempre quería hacer cosas, confabulaba proyectos con todos sus amigos, involucraba a varios de ellos para poder realizarlos cuando sea que se pudieran concretar. También era inquieto como lo son los muchachos, lleno de jovialidad, pues siempre aparentó menos años. Publiqué cuatro libros de Luis Zapata entre 2007 y 2009 bajo el sello de la primera editorial gay mexicana, Quimera ediciones. El primero fue una novela, La historia de siempre (2007), le siguió Triple función (2007, en coautoría con José Joaquín Blanco y José Dimayuga), luego vino otra novela suya, Melodrama (2008), y finalmente su traducción de El buen negro (2009), de Adolfo Caminha. Luis llevaba algunos años sin publicar. Su libro anterior había sido Siete noches junto al mar (Colibrí, 1999), un libro de cuentos que justamente le publicó Sandro Cohen, muerto un día después que él. De manera que quisimos hacer un gran lanzamiento para La historia de siempre y nos fuimos a presentarlo a varias partes, a todas, claro, a las que Luis podía porque, como no se subía a aviones, sólo iba en autobús a lugares más o menos cercanos: Guadalajara fue la más lejana pero porque allá tenía familiares y querencias. Con esos viajes y presentaciones nuestra amistad se estrechó más al grado de que me “adoptó”.
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La edición de La historia de siempre fue un poco ríspida pues en mi papel de editor le envié una lista de correcciones y él me respondió con una larga carta rechazándolas todas. Luego, habiéndole agarrado el modo, la publicación de los otros libros fue relativamente sencilla. Él participaba y aceptaba las recomendaciones de diseño y portadas casi sin chistar. Para El buen negro aceptó que omitiéramos su prólogo original y que incluyéramos uno del poeta Alfredo Fressia y, sobre todo, aceptó que le cambiáramos el nombre, que le pusiéramos uno en español en una traducción cercana al original en portugués. Él conoció esa novela brasileña del siglo xix por el fragmento que se publicó en la antología My Deep Dark Pain Is Love (Gay Sunshine Press, 1983) y, según me contó, luego les pidió el original en portugués a esos editores de San Francisco para traducirla. Fue así como se tradujo y publicó por primera vez en español Bom-Crioulo (Posada, 1987) y, después de varios años, la rescatamos en una nueva edición. En el proceso de edición, la correctora propuso algunos cambios, pero Luis volvió a ser inflexible, no aceptó ninguno, que yo recuerde. De la misma manera en que fue inflexible cuando le pidieron poner puntuación y mayúsculas a El vampiro de la colonia Roma como condición para publicarla. Melodrama y Triple función fueron dos libros que Luis y José Joaquín Blanco tenían en mente publicarlos ellos mismos, en ediciones casi de autor. A Luis se le ocurrió que podríamos unir esfuerzos y hacer una especie de coedición en lo cual Joaquín estuvo de acuerdo y dio luz verde al proyecto. Por eso aparecieron bajo el sello de Quimera aunque en una de las portadillas también dice Producciones Caimito. Confieso que yo no había leído Melodrama, la leí corrigiéndola y me encantó, me fascinó desde la primera lectura. A partir de entonces se convirtió en una de mis favoritas, incluso más que el Vampiro, cosa que Luis sabía. Hubo una feliz coincidencia, pues me di cuenta de que ese 2008 la novela cumplía 25 años de haberse
publicado por primera vez, así que hicimos una edición especial que consignaba el festejo en la portada, hecha muy atractiva para la ocasión. Melodrama era un conflicto interno para él pues su propósito siempre fue llevarla a la pantalla grande (o a la chica, la que más nos acomode, leo que me escribió en la dedicatoria). Nunca pudo hacerlo, sólo se adaptó una vez al teatro producida por su gran amiga Angélica Ortiz (la mamá de su admirada Angélica María): ella le prometió que produciría la película pero murió al poco tiempo y el proyecto se quedó siempre como obsesión de Luis. Muchas veces él se entusiasmó para rodarla e hizo varios cast y cambiaba de actores conforme conocía a algunos galanes. Eso sí, el papel de la mamá de Alex siempre estuvo reservado para Angélica María. En los últimos meses estaba muy emocionado porque ya había firmado el contrato que llevará El vampiro de la colonia Roma al cine. Ver estas dos novelas adaptadas al cine era, sin duda, su mayor sueño que ya no podrá ver realizado. Gracias a la importancia que le dio al lenguaje coloquial, deuda que siempre reconoció en la novela de la Onda, hizo un gran manejo de los diálogos como puede apreciarse en novelas totalmente dialogadas como De pétalos perennes (Posada, 1981), ¿Por qué mejor no nos vamos? (Cal y Arena, 1992) y La más fuerte pasión (Océano, 1995). Además, en Melodrama y De pétalos perennes hay una sensibilidad muy camp, pues están escritas de una forma en que sólo puede hacerlo un escritor gay, aunque De pétalos perennes no sea propiamente una novela gay o protagonizada por un hombre homosexual: son dos mujeres representadas por un homosexual sensible a sus emociones. En ese sentido, habría que verlas como a las mujeres que Almodóvar ha presentado en sus películas. De pétalos perennes tuvo su versión cinematográfica: Confidencias (1982), dirigida por Jaime Humberto Hermosillo, con Beatriz Sheridan en el papel de la señora Adela y María Rojo en el de Anastasia, “Tacha”. En años recientes, el inquieto Luis pensaba hacer una nueva adaptación actualizada: que en vez de
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ver hombres en revistas y escribirles cartas, ahora los vieran por Facebook y les escribieran por allí. Y, por si fuera poco, filmarla con celular, pues ése era el nuevo método que el propio Hermosillo le contó que estaba usando en sus recientes filmes. Sin embargo, la más conocida de sus novelas fue El vampiro de la colonia Roma (Grijalbo, 1979), sin duda una obra central en la literatura lgbt mexicana. Luis no fue uno de los pioneros en la literatura gay mexicana, como se dijo y se repitió en los días que siguieron a su fallecimiento. Habría que matizar un poco esas palabras porque antes de que él publicara sus primeras novelas ya habían aparecido algunos libros (pocos, eso sí) que abordaron la temática, como Fabrizio Lupo (1953), de Carlo Coccoli, El diario de José Toledo (1964), de Miguel Barbachano Ponce, o Después de todo (1969), de José Ceballos Maldonado, entre otros muy contados. Lo que sí hizo Luis Zapata con sus novelas y sus personajes fue darle un giro radical a la manera en que hasta entonces se presentó al personaje gay, desde El vampiro de la colonia Roma mostró al homosexual no sólo como protagonista de la historia, sino haciéndolo vivir de forma más libre y gozosa, sin tabús ni conflictos internos. Los personajes gays de Zapata viven su sexualidad a plenitud. Y, por si fuera poco, en varias de sus novelas esos personajes tienen finales felices. Cuando conocí a Luis tenía otras dos novelas listas y que se publicaron después: Como sombras y sueños (Cal y Arena, 2014) y Autobiografía póstuma (Universidad Veracruzana, 2014). Luis publicaba poco o muy espaciado porque, como él decía, no sabía ofrecer la charola de merengues. Así que como no buscaba editor o editorial, más bien publicaba cuando le pedían o alguien le ayudaba a colocar el libro en cuestión o, en caso extremo, cuando tenía la suficiente confianza con un amigo y se envalentonaba para ofrecerle un libro inédito.
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En el caso de Como sombras y sueños se la ofreció a Rafael Pérez Gay, con quien se sentía en la confianza de hacerlo pues antes le había publicado otros tres libros. Recuerdo que una vez en su casa, Luis me leyó partes de esta novela cuando aún era un manuscrito. Y luego me dijo el título que le había puesto: “Mi vida como enfermo”, y yo, que también me sentía en confianza, le contesté: “¡ay, qué pinche nombre tan feo!”. Cuando finalmente se publicó, me agradeció porque mi comentario lo obligó a buscarle otro título, uno más cervantino. Es una novela cruda porque es Luis desnudo ante uno de sus mayores fantasmas: la depresión. Otra característica que tiene su obra es el sentido del humor y en esta novela, a pesar del tema, sobresale este rasgo y entonces puede verse cómo Luis le dio un giro muy afortunado, hizo de esa enfermedad un asunto lúdico. Luis Zapata fue, para la mayoría, el autor de El vampiro de la colonia Roma. Para mí fue un amigo, cómplice, confidente, maestro, el escritor de la genial Melodrama, de la azotada En jirones, de la hilarante De pétalos perennes y varias novelas más. Además, fue un apasionado del cine por muy malo que fuera, con quien había que lidiar dado sus varias fobias como los aviones o los ratones, el creyente que con suma discreción practicaba el catolicismo, el que tenía cerca de su corazón todo lo relacionado con Brasil, al que le gustaban los boleros, el bossa nova en voz de Caetano Veloso y las baladas de Angélica María, el que siempre tenía un cigarro en la mano y la boca, esa adicción que finalmente le quitó el último aliento. Ahora que él ya no está, al releer sus novelas se le puede encontrar por todas partes con sus manías, fobias, gustos, hábitos, pasiones, miedos, tics… seguirá vivo en las páginas de sus libros, que en su caso no es una frase hecha más porque está en las tramas de sus novelas, en sus historias, travestido en sus personajes, camuflado en sus propias palabras.
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Arturo Rivera (1945 - 2020)
La dolorosa, lรกpiz graso y temple sobre papel, 58 x 45 cm, 2000
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Agradecemos a Luly González, de www.arturorivera.mx, y a Jaime A. Espinosa García, de Editorial Resistencia, su ayuda para la publicación de las imágenes de la obra del artista. Informes para conocer y adquirir el volumen Arturo Rivera, libro que reúne parte de su trabajo hasta la fecha, en las direcciones siguientes: Tel: 5571593495 https://editorialresistencia.com.mx/ contacto@editorialresistencia.com.mx resistenciaeditores@yahoo.com.mx distribucion@editorialresistencia.com.mx
El matrimonio Arnolfini, óleo sobre madera, 100 x 120 cm, 2002
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La Ăşltima cena, Ăłleo sobre lino, 196 x 303 cm, 1994
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Mise en scène, óleo sobre tela, 206 x 260 cm, 2015
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Tiresias, grafito y acuarela sobre papel, 56 x 42 cm, 1990
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El olvidado A. P., acrílico y óleo sobre madera, 99 x 73 cm, 1993
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Teoría del escalpelo: la obra de Arturo Rivera
Héctor Antonio Sánchez ménades y meninas |
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En 1989, el artista plástico Arturo Rivera (Ciudad de México, 1945 - 2020) fue sometido a una cirugía a corazón abierto. La intervención tenía por objeto la sustitución de las válvulas del órgano; según relataba el pintor, en ella su cuerpo permaneció vivo por la voluntad de un aparato, que sostuvo durante una hora la natural circulación de su sangre. Como en la obra de Mary Shelley, el mecanismo de irrigación propio fue echado a andar nuevamente por un artilugio de la física: un golpe eléctrico en el músculo vital. Rivera no fue ajeno a los encuentros con la sombra. Sólo hace falta una breve mirada a su obra para intuir su acecho: de la muerte y la locura, la pesadilla y el eco. Un acecho que recorre décadas e imágenes y nos planta ante ellas como ante el latido de nuestro propio cuerpo: nódulos y linfa, miembros en dispersión que delatan la presencia de la hora. Alguna vez el pintor confesó un intento de suicidio en la adolescencia; también, cierta malograda intervención médica que produjo una hemorragia severa en su edad adulta. Para una biografía como la suya, no sostenida por hechos sino por imágenes, estos eventos —entre tantos, ciertamente, que las biografías tienden a olvidar: momentos de crisis de los que el artista afirmaba emerger con ideas renovadas— tendrían que ser cardinales. Huellas del cuerpo: testimonios del tiempo. Arturo Rivera estudió en la Academia de San Carlos entre 1963 y 1968. En 1969 montó una pequeña exposición, dedicada al Che Guevara, en la Galería Molino de Santo Domingo. Luego, balbuceos, un andar errático: una instalación en la Casa del Lago, un performance en la colonia Condesa. Pronto descubrirá que el suyo es un lenguaje habitado (y confrontado) por la realidad y sus incendios, no por las palabras y las fantasmagorías conceptuales. Estudia grabado y fotograbado en Londres.
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Ejercicios de la buena muerte, óleo sobre madera, 125 x 300 cm, 1999
Más tarde pasa a Nueva York: allí desarrolla la veta figurativa que ya no habrá de abandonarlo. Conoce al grabador Mac Zimmerman, quien le llevará a Munich como asistente. Parece la continuidad de un ciclo que comenzara en el Colegio Alemán de su infancia —también, sobre esa formación, su obra revelará la presencia del trauma: el autorretrato del hombre maduro junto al niño desnudo en el patio de la escuela—. Tras su regreso a México, en 1981, se sucederán exposiciones individuales cada vez más amplias, más claras en sus aseveraciones: Historia del ojo (1992), Bodas del cielo y del infierno (1995), El rostro de los vivos (2000), Despojos (2003), La belleza de lo terrible (2007), Autofagia (2018). Con cierta candidez, uno podría proclamar la avanzada del decadentismo germánico en la obra de Rivera, por vía de Félicien Rops y Julio Ruelas. ¿Cómo explicar, si no por esas presencias, a La jineta (2014) que monta de espaldas a un inmenso cerdo en una reunión más bien maliciosa, como una Circe que reaparece en los momentos en que el arte defiende los poderes de la desnudez frente a la corrección y el ennui? ¿No dedicó el mismo Rivera un Tributo a Julio Ruelas (1999) en que su cabeza es aguijoneada por una criatura del pensamiento? Ahora bien, si esas imágenes tienen una clara filiación estética, en realidad brotan de aguas mentales muy profundas.
Sólo por la apariencia podría pensarse que Arturo Rivera es llanamente un pintor de realismos, o incluso hiperrealista, como a veces, sin ninguna brújula, ha sido llamado. O lo es, pero no como lo quisiera la farragosa tendencia que se ha popularizado últimamente, sostenida por el entretenimiento, la decoración y cierta insípida noción de status; realista si las formas figurativas que emulan las leyes de la biología y la física acaban por trascenderlas y reunirse con las imágenes de otros mundos posibles. Mundos que laten silenciosos entre los átomos: el sueño y el horror, la psique y el deseo, el beso y el golpe los alientan. Mundos que forjan, en simbiosis con el mundo natural, una realidad más plena. Pues apenas apartamos las arenas más visibles, se abre bajo nuestros pies un precipicio. “En el corazón de la evidencia está el vacío”, dijo una vez con justicia Edmond Jabès. En 1999, Rivera pintó un testimonio de su experiencia en el quirófano, un Ejercicio de la buena muerte; allí, en marcado comentario a Hans Holbein, se despliega un singular autorretrato: el cuerpo del pintor se extiende horizontalmente —semejante al cadáver— sobre una colchoneta; una lámpara de escritorio ilumina la sala más bien sombría; criaturas de la sombra vigilan su sueño: a su costado, un cerdo; a sus pies, un enano y una especie de cuervo, de rostros
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más bien demoniacos. El cuerpo, inerme ante el sueño y la muerte —ante Hipnos, ante Tánatos—, cede a la pulsión del monstruo y del eco. Goya nos lo advirtió: cuando se sumerge en las aguas del sueño, la losa de la realidad funda una arquitectura del horror. Apenas tengo que señalar nuestra atávica fascinación por lo terrible. Es una caída casi lúbrica. Basta con repasar nuestro Dante: las imágenes del Inferno han perdurado y estimulado la imaginación con mayor fortuna que su Paradiso. La seducción por las formas naturales ligadas a la muerte estuvo desde muy temprana edad en la mente de Rivera. Si escuchamos su confesión, uno de los espacios devocionales de su infancia fue el antiguo Palacio de Cristal, hoy el Museo del Chopo, que entonces fungía, a la manera de las Wunderkammern, como un museo de historia natural en que se exhibían materiales de la tierra, meteoritos, esqueletos y, sí, órganos, cuerpos humanos y animales sumergidos en formol. No resulta temerario asociar esta taxonomía de la muerte incorrupta con la continuidad de los reinos manifiesta en la obra de madurez de Arturo Rivera: el dominio animal y el espacio humano coinciden por la carne, se reúnen en su finitud y en su tendencia a lo obsceno, a la monstruosidad o al sacrificio. Las relaciones entre arte y medicina, como sabemos, son longevas. Una de las inclinaciones más persistentes del arte occidental, la afición a la mímesis, hubiera sido muy diversa sin el desarrollo de la anatomía. Por supuesto, el arte clásico supo observar con atención el territorio del cuerpo: esa atención marca su singularidad entre los pueblos de la antigüedad. Pero es a partir de las primeras disecciones humanas, realizadas a principios del siglo xiv en universidades italianas, que la relación entre arte y ciencia médica se eleva a nuevas alturas. Ese proceso coincide con el ascenso del individualismo en la sociedad moderna; también, con una creciente concepción que disocia el cuerpo de la esfera de la comunidad y de lo religioso. El cuerpo, separado irremediablemente del cordón umbilical de la creación divina, se convierte cada vez menos en la esencia del
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hombre y cada vez más en una posesión. No somos ya un cuerpo: lo poseemos. O lo poseen —como a toda moneda de cambio— el mercado y el poder, que establecen leyes severas: la prueba es que el cuerpo ha entrado en la esfera del valor, la renta, la publicidad y la legislación de orden civil. Entre La lección de anatomía del Doctor Nicolaes Tulp (1632), de Rembrandt, y los Dioses del mundo moderno (1932-1934), de Orozco, se alzan la pesadilla y el incendio. Este movimiento ya se hallaba en germen en los anatomistas de Mantua, Venecia y Florencia, o en la humani corporis fabrica, de Vesalio: el cuerpo mecanicista, la máquina admirable de la ciencia moderna. Por eso no es extraña la presencia del escalpelo en la obra de Rivera. El pintor que lleva en su biografía la vocación primera de la medicina sabe hacer manifiestas las hermosas estructuras que componen el cuerpo humano. Y más: como el cirujano que abre líneas en la carne con la exactitud del pincel, Rivera hace cortes precisos sobre la realidad. Una realidad que presiente también la permanencia de los monstruos y hace cohabitar al cuerpo con esa permanencia. El bisturí no separa: hiende los espejismos entre muerte y vida; reúne en un sólo orden las categorías de lo que vive y lo que muere. Nada es más misterioso para el hombre que el espesor de su propio cuerpo, nos dice David LeBreton. El cuerpo propio. Lo vemos a menudo en la obra de Rivera: el pintor como modelo de su obra, con gestos de fervor y tierra, venidos de la tradición de España; rostros del más hondo drama humano, rostros de Murillo y de Velázquez, castizos, intensos. Los otros cuerpos, también: se suceden en su obra retratos, órganos, osamentas, símbolos de la carne, cercenamientos, interiores: una máquina que exhibe sus goznes, un descarnamiento de la era: ¿un cuerpo, acaso, ofrecido en sacrificio al crepúsculo abandonado por los dioses? Pero lo divino reaparece, en forma impúdica: estigmas, insignias, geometrías, quimeras. Entre ambos órdenes, el reino animal: bestias que trascienden su clasificación y se elevan por el ritual hacia la presencia de los númenes.
Autorretrato, óleo sobre madera, 200 x 161 cm, 2003
Es conocida la serie de retratos que hizo Rivera de la mano del doctor Fernando Ortiz Monasterio, de niños con malformaciones congénitas y de pacientes de cirugía plástica y reconstructiva; serie exhibida en 1993 en el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, bajo el rótulo Hipertelorismo o El arte de mover las órbitas. Amén de las afinidades estéticas, a ambos hombres los unía la sospecha de que el médico ejerce un oficio de “asesino sublimado”. No es otra la larga, sopesada labor de asesino de sí mismo que Arturo Rivera cifró en su obra. De sí y de los otros: pues todo retrato es un autorretrato. Para el artista que sostenía, tras sus repetidos encuentros
con las sombras, ser “un vivo entre los muertos”, este permanente asesinato, resuelto al fin como una de las bellas artes, tendría que ser una de las formas más logradas de la sublimación: una sublimación que se ancla en la materia y que, por el filo del escalpelo, llega a la osamenta y al calcio; al mineral que reúne los órdenes de lo vivo con un dulce y espantoso inframundo. La premeditación de la muerte es premeditación de la libertad, dijo Montaigne. Arturo Rivera murió el 29 de octubre de 2020 tras una caída en su casa-estudio en la colonia Condesa, que le produjo una hemorragia cerebral. Tenía setenta y cinco años.
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Entrevista a
Minerva Cuevas Virginia Negro
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Dodgem Esso, 2000. Coche Acqua dodgem etiquetado con el logo de Esso, 216 x 196 x 116 cm. Vista de la instalaciĂłn Minerva Cuevas, Museo de la Ciudad de MĂŠxico, 2012
Responsabilidad y disidencia
En la esquina de la calle Bolivia y Brasil, un detalle dorado se destaca entre el yeso blanco, el rostro antropomórfico de una criatura oscura. Miro por la puerta de hierro forjado y luego dentro: una composición de azulejos árabes. Subo las escaleras, miro hacia arriba, techos infinitos, y veo a Minerva abriendo su puerta gris. Este edificio es excepcionalmente precioso, y en el estudio de esta artista mexicana la luz es tal que tenemos que cerrar algunas persianas para poder ver la pantalla de la computadora. Minerva inmediatamente me muestra algunas de sus obras, sin orden cronológico, pero después de este par de horas juntas podré ver claramente el rumbo de su camino. Les anticipo: Minerva es una artista mexicana ecologista. Por ende, la dirección teórica recurrente es la ecología política, pero nunca expresada mediante un mismo lenguaje. Minerva cuenta el medio ambiente, nos muestra los efectos de la intervención humana sobre él y el cambio que ésta impone, con todas las consecuencias del caso. Otra característica evidente es la pasión por los referentes histórico-semióticos: ser espectador de la obra de Minerva es una hazaña que requiere atención, voluntad de activar el rizoma del signo y cierta enciclopedia de referencia para poder hacerlo eficazmente. No es un arte para cerebros aburridos: es un arte interpretativo. Minerva es una artista contemporánea mexicana, con raíces en Oaxaca, tierra de Francisco Toledo, reconocida internacionalmente. Su exposición Disidencia se mostró recientemente en Mishkin Gallery de Nueva York con una serie de videoinstalaciones que dialogan directamente sobre
las consecuencias de las ideologías económicas dominantes y los problemas globales, ecológicos y sociales. Minerva en esta serie de obras trata situaciones como el cambio climático y lo escenifica en el arrecife mesoamericano con una manifestación submarina, la globalización empresarial de Estados Unidos y un video a modo de cartografía de disidencias y resistencias en la Ciudad de México. Minerva Cuevas utiliza toda la gama de medios (pintura, video, fotografía, escultura e instalación) para investigar las relaciones políticas y de poder que impregnan los lazos sociales y económicos. ¿Qué significa ser mujer artista hoy en un país como México? Creo que puede significar cosas muy diversas, así como la lucha de las mujeres es muy diversa y no siempre ubicada en el feminismo. Ante todo, en mi caso —supongo— involucra una responsabilidad. En algunas de mis obras pueden estar presentes reflexiones en torno al género como en uno de mis primeros videos: Drunker (1995), en el que me grabo por unas horas bebiendo tequila y escribiendo frases condicionantes. Esa obra, aunque centrada en un elemento performativo, yo la entiendo como un ejercicio escultórico en el que el material, lo físico, es evidentemente mi persona. ¿De dónde proceden tus obras? De la investigación, sobre todo la investigación de contextos y la respuesta a las estructuras económicas y sociales. El desarrollo de una exposición individual de
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Seascape (de la serie de hidrocarburos), 2012. Óleo sobre tabla de madera comprimida recubierta de chapopote, 102 x 92.5 cm. Vista de la instalación Minerva Cuevas, Museo de la Ciudad de México, 2012
hace unos años en torno al concepto de “valor” involucró estudiar la función del cacao como moneda en la época prehispánica; comencé a investigar la situación actual del chocolate en México. Durante el proceso de producción, se hicieron evidentes conflictos e intereses comerciales en la industria del cacao, como la falta de infraestructura local para su procesamiento. Las plantaciones originales cubrían desde el sur de México hasta Venezuela: un área rica en petróleo y donde las presiones económicas obligaron a los trabajadores a abandonar los campos de cacao para dedicarse a pozos y oleoductos.
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En 2015 tu obra expuesta en la galería Kurimanzutto giraba en torno al chocolate, con esculturas de huesos humanos recubiertos de cacao. El cuerpo es fundamental para tus obras. Quería vincular la investigación sobre el cacao como recurso natural con los procesos del colonialismo y el caníbal, un concepto explotado por los colonos europeos. Cualquiera que fuera el otro, feo o diferente, era considerado caníbal y merecía ser civilizado y conquistado. Una obra, Tzompantli, es una serie de orejas hechas con cacao mexicano. Elegí las orejas porque tenían una connotación simbólica en la época prehispánica: estaban conectadas al valor, a la persona y al
Del Montte - Bananeras, 2003. Pintura en la pared, serigrafía, dos palmeras de plástico, cuatro racimos de plátanos de plástico, paja. Dimensiones variables. Vista de la instalación Liverpool Biennial: Rethinking Trade, Reino Unido, 2010
sacrificio. Usé chocolate mexicano, que es muy difícil de encontrar ahora porque todo se exporta a Bélgica y Suiza. La industria del chocolate mexicano utiliza chocolate africano para uso doméstico porque es mucho más barato: lo que demuestra cómo el colonialismo continúa en otras formas sutiles. Volviendo al petróleo, que también es el protagonista de las obras expuestas este marzo en el Jeu de Paume de París: Hidrocarburos. Sí, la serie Hidrocarburos son piezas en las que el material principal es el chapopote, palabra náhuatl de uso común en México, utilizada desde la antigüedad para referirse al petróleo crudo. Algunas obras aluden a derrames de petróleo, y son pinturas y objetos empapados en petróleo. Investigué de qué modo los mayas utilizaban el petróleo. Generalmente era usado para impermeabilizar y para empastes dentales, pero también recubrían esculturas. Las dos obras seleccionadas para la exposición que finalizó a finales de febrero pertenecen a esta serie. Una es una lata de la corporación Shell, una de las mayores multinacionales distribuidora de
lubricantes y subproductos petroquímicos a nivel mundial. Sumergí una lata con el logo de Shell. Esta obra se mostró junto con un paisaje marino también intervenido con alquitrán, aludiendo a los desastres petroleros. Tu hilo rojo parece ser el activismo y el arte crítico: ¿qué futuro tiene esta producción disidente? Yo creo que hay diferencias muy marcadas entre arte y activismo, pero en ese sentido Disidencia es un proyecto permanente e itinerante, es una cartografía de los signos de resistencia que he vivido y encontrado en la Ciudad de México. Otros proyectos tienen referencias políticas y sociales muy directas como el logo modificado de Del Monte, homofonía con Efraín Ríos Montt, el dictador guatemalteco, país donde la empresa agroalimentaria estadounidense poseía el 40 por ciento de la industria nacional. Otra obra tuvo lugar en el Río Bravo, en la frontera norte de México con Estados Unidos. Crucé el río del lado de Texas a México marcando las rocas con pintura de cal blanca. Finalmente es una obra que evidencia un muro imposible. Basta con mirar la frontera, un desierto de miles de kilómetros, casi
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State, 2007, Pintura mural, pintura acrílica blanca. Dimensiones variables. Vista de la instalación Minerva Cuevas, Museo de la Ciudad de México, 2012
tan ancho como toda Europa. Cruce del Río Bravo celebra el acto disidente de caminar y la imposibilidad de bloquear ese ecosistema. ¿Cuáles son los pasos por venir? Quiero continuar investigando sobre la migración animal en la frontera para una exposición en Rubin Gallery, en El Paso, Texas. También vienen nuevos proyectos de murales para museos en Seúl y Alemania. Mientras tanto está la exposición TITAN en las calles de Nueva York interviniendo los teléfonos públicos con gráficos asociados al entorno digital como “memes” de la vida real que pretenden ser una reflexión a la crisis contemporánea pero cargada de humor. Cuevas percibe los memes como un reflejo de la sociedad y como un lenguaje cultural sin filtros que se asemeja al graffiti y al arte callejero. Para esta intervención pública, TITAN, Cuevas llena el espacio esquelético de una comunicación ya anticuada, las de las cabinas telefónicas, con este lenguaje digital contemporáneo y revela la irrelevancia de la cabina telefónica para la comunicación urbana actual en la era de
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los teléfonos inteligentes personales, así como los cambios en el vocabulario visual de una cultura globalizada. Cuevas utiliza las tácticas compartidas por memes y la publicidad, es decir, subvirtiendo elementos estéticos con un texto irónico. Al utilizar el andamiaje histórico de las comunicaciones impresas, Cuevas promulga un ejemplo de cultura visual que reconoce el panorama emocional, en su mayoría inexplorado, detrás de las redes sociales y el auge de la cultura de Internet. Una vez más la artista mira a la ecología: las opiniones actuales de Cuevas sobre el medio ambiente se reflejan en las imágenes pegadas en las cabinas: animales expresivos, como un gorila pensativo o un gato gruñón. Animales que trascienden la política de identidad humana, como nos cuenta la artista: “el meme viral replica la selección natural” en el sentido de que lo más divertido se convierte en lo más frecuente. Los memes actúan como la antítesis de la industria publicitaria fija y egoísta centrada en controlar un mensaje único. Establecen una expectativa de cambio constante, sin ataduras a su origen, a medida que mutan y se propagan. Un meme bien elaborado tiene el potencial de ser explosivo y viral, como el Covid y las condiciones actuales de la vida cotidiana.
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El tranvía que no paraba nunca Criminales cifrados. Galería de ladrones célebres Marina Porcelli Imágenes del libro La “Galería de ladrones de la capital” de José Álvarez, 1880-1887, Geraldine Rogers, Universidad Nacional de La Plata, Edulp, Argentina, 2009
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En 1887, en Buenos Aires, José Álvarez, que firmaba sus libros como Fray Mocho, y que había ingresado en la policía como comisario de pesquisas, presentó Galería de ladrones célebres de la capital (1880-1887), un volumen con doscientas fotografías de caras de delincuentes, sobre fondo blanco y a golpe de flash, acompañadas por las respectivas notas biográficas. Se trata de tarjetas numeradas, de nueve por seis centímetros, con el retrato a un lado, y la semblanza, en el otro. No hay mujeres. Los varones tienen entre 21 y 35 años, y en promedio, por sujeto, se registran dieciséis entradas a prisión. Estas fotos que, en rigor, Álvarez cataloga como de “ladrones conocidos”, fueron tomadas en la alcaldía, repartidas por todas las seccionales y colocadas en cuadros. La intención es clara: hacer una especie de archivo de memoria visual para la policía en la calle, y verificar así las reincidencias de cada ladrón. Además, la galería incluye ladrones que estaban muertos a la hora de publicarse el libro; vale decir, se trata de una definición de la criminalidad en la factura positivista de la década del 80: se sistematizan los rasgos de los maleantes y se los clasifica a nivel institucional. Entonces existe algo que parece una obviedad: “lo criminal se cifra”. Dicho mejor, se lo define, se lo establece, se lo determina. Cifrar en el sentido que Jorge Luis Borges le daba a la palabra cifrar, cuando habla de cifrar un personaje, de singularizarlo. Lo que hace Dante en la Divina Comedia, dice Borges. Dante y Virgilio avanzan por los círculos del infierno hasta que un personaje se presenta. Se presenta y cuenta su historia. Y esta historia es justamente lo que lo cifra: sus rasgos, su aspecto, las impresiones que Dante tuvo, todo eso singulariza al personaje y hace que el personaje sea el personaje. Además del año de la foto, en el libro de Álvarez se detallan los datos de los sujetos (nombre completo, edad, estado civil), aspectos fisionómicos (color de ojos, color de pelo, tipo de barba, estatura), nivel de alfabetización,
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años de residencia en el país. Los ladrones “acaban de caer”: las caras muestran algunos golpes, heridas y mucho cansancio. Ahora bien. El avance de la fotografía es paralela al desarrollo de las instituciones policiales y, desde su invención, es usada para retratar delincuentes. La idea que acabo de anotar corresponde a Mercedes García Ferrari, en su ensayo sobre el saber policial,1 en el que despliega cuáles fueron los alcances del libro de Álvarez. Y sigue. En 1840, en Inglaterra, aparecen los fotógrafos civiles; en 1841, en Francia, se crean daguerrotipos de los criminales; pero recién en 1854, y en Lausanne, Suiza, es cuando por primera vez circulan fotos en las comisarías. Antes de 1880, se retrataba únicamente a criminales célebres. En cambio, en el libro de fotos de Álvarez, se muestra, sobre todo, a quienes no cometieron ningún crimen mayúsculo, sino apenas uno o dos delitos contra la propiedad. Forman parte de las clases bajas. Retratados hasta el pecho (el retrato de cuerpo entero surge a fines del siglo xix y a comienzos del siglo xx), se ven cuellos desabotonados o pañuelos y nudos bajo el mentón, y se distingue con mucha claridad el paño y el corte de los abrigos. El abanico de oficios incluye jornaleros, trabajadores en la construcción, en la venta de alimentos y en la venta de vestuarios, en el transporte, en el puerto, y en las tareas vinculadas a la imprenta. Ocupaciones vulnerables del mercado laboral. Es más, entre las modalidades delictivas están los expertos en el uso de ganzúas, los cerrajeros que reproducen llaves, los expertos en romper puertas, los cuentistas del tío, los que estafan con billetes de lotería, los que falsifican moneda. Y también los viciosos y los virtuosos. Bebedores, frecuentadores de casas de tolerancia o de cafetines, jugadores y vagos. (García Ferrari)
Mercedes García Ferrari, “Saber policial. Galería de ladrones célebres”, en Rogers, Geraldine (comp.), La “Galería de ladrones de la capital” de José Álvarez, 1880-1887, Universidad Nacional de La Plata, Edulp, Argentina, 2009.
Ahora en detalle, el caso de Gregorio Las Heras, consignado con el número 17. Llegó al país a los doce años, y su primer arresto se debió por “cambiar una señal en la vía en la Estación 11 de septiembre a los 18 años”. Es “compadrito y se ocupa de frecuentar cafetines”. O el de Antonio Suárez, que es muy bebedor, “un tipo de suburbios”, y que “ayudó a fugar a dos presos”. Y el de Santiago Parodi que “lleva una vida desarreglada”, y Nicolás Constantino que es ladrón por medio de llaves falsas, “entiende bastante de mecánica por más que afecta a ser un ignorante. Ha viajado mucho y es amigo de ladrones conocidos y temibles. Los golpes siempre los ha llevado contra las joyerías”. Al final, se diferencian dos grupos: los ladrones “cultos y de buenas maneras”, y aquellos fichados como etnográficamente desvalidos, como “individuo incapaz de realizar un golpe que requiera atención”. 1880 no es cualquier año para la Argentina, es el año del triunfo de Buenos Aires sobre la Confederación, año en que aparecen los primeros registros de la policía de Buenos Aires, y se toman los primeros datos estadísticos criminales del país. Estadísticas que designan o que señalan, no que testimonian. La guía de ladrones encierra la única información existente recogida en las comisarías de la época, que regentea los mecanismos de detención y encarcelamiento. Así, estos datos recopilados por el Estado “dirigen y justifican el desarrollo de las políticas de prevención y represión del delito”.2 Mala vida En 1871, la epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires dejó un saldo estimado de trece mil muertos, e impulsó el discurso higienista que fue sincopándose a los planteamientos criminológicos. Ante la falta de agua, el hacinamiento y el colapso del sistema de salud, todo elemento peligroso “debía ser empujado hacia los márgenes”. Menciones a aquello que contamina
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2 Hernán Oleta, La construcción científica de la delincuencia. El surgimiento de las estadísticas criminales en Argentina, Universidad Nacional de Quilmes, Argentina, 2018.
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o lo que desborda, términos como “foco infeccioso” son utilizados en diversos ámbitos. Surge en 1871 la Revista Policial y en 1873 la Revista Criminal. Se publican editoriales, relatos de casos, trabajos de investigación. De la época también es la Revista Médico Quirúrgica, con estudios sobre antropología criminal, y la que fue fundante, la Revista de criminología moderna en 1898. Eusebio Gómez utiliza por primera vez el término “mala vida” en una editorial de la revista Archivo, y así titula también su libro de 1908, para referirse a las “aglomeraciones urbanas, desórdenes pasionales, a partir de casos de invertidos sexuales, prostitutas, lunfardos y vagabundos”.3 Mala vida es todo aquello que no se constituye como sujeto hegemónico, como voz oficial. Lo que el campo de enunciación expulsa a las orillas. El período que va entre 1877 a 1912 es, según Roman Setton, la demarcación histórica de origen del género policial en Argentina, con la expansión de los periódicos, la formación de un público lector de la clase media, el surgimiento de los primeros folletines y de los libros de aventuras y de las colecciones. En 1912 apareció Casos policiales, el primer libro de ficción de género, escrito por Vicente Rossi, firmado con el seudónimo William Wilson, sobre un asesinato a resolver. La historia sucede en París. Todo esto va formando las definiciones de criminalidad. Ahora, pienso en los criminales célebres de la Argentina de la época. El caso más famoso, el del Petiso orejudo, por ejemplo. Chaparro, de orejas grandes, nacido en 1896, caratulado como enfermo-psicópata, asesino serial de chicos que fue linchado por los mismos presos de la cárcel de Ushuaia, en el penal de máxima seguridad del fin del mundo, cuando descubrieron que había descuartizado a un gato. Pienso también en Juan Galiffi (1892-1943) apodado “Chicho Grande”, que organizó negocios de apuestas, juego, prostitución y contrabando en Rosario, Santa Fe, al punto de que 3 Mariana Ángela Dovio, “Medicina legal en Buenos Aires 19241934. Proyectos legales sobre peligrosidad en la Revista de Criminología, psiquiatría y medicina legal”, en Cuadernos de Historia número 40, Santiago de Chile, junio 2014.
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la ciudad fue rebautizada como “la Calabria” durante las décadas del 20 y del 30, y pienso en su rival acérrimo, Francisco Morrone, apodado “Chicho Chico”, que, así dicen, fue ahorcado por la gente de Galiffi en 1933. Pero quiero referir a los bandoleros. Los legendarios que pasaron por la Patagonia y asaltaron bancos y se llevaron muchísimo dinero (Butch Cassidy, Sundance Kid, y su mujer, Etta Place). Y sobre todo, a los bandoleros sociales, los que nunca robaron a nadie de su misma clase social, los que tuvieron un accionar parecido al de los anarquistas expropiadores, y que actuaron en la década del 30. De hecho, dicen que hubo un encuentro mítico, en un barrio sur de Buenos Aires, entre Mate Cosido y Bailoretto (o Vailoretto), él sí anarquista declarado, que actuaba en el llano de La Pampa. El golpe de Estado en septiembre de 1930, la implantación de la Ley Marcial, que autorizaba a la policía a fusilar en caso de sospecha y, desde el arranque del siglo, la represión sistemática al movimiento obrero, todo esto caracteriza esos años de la Argentina. Lo que hizo que los años 30 fueran bautizados como “la década infame”. La cifra: Mate Cosido Fichado por la policía como ladrón conocido en 1931. Las imputaciones que van desde 1918 a 1931 incluyen vagancia, atentado a la autoridad, averiguación de antecedentes, falsificación de firma, estafa, robo, hurto reiterado y disparo de arma de fuego. Sin embargo, el maleante, como dice la prensa, nunca fue encontrado “con las manos en la masa”. La reconstrucción de la historia de Mate Cosido se da por medio de relatos orales y por recortes de periódicos hasta la década del 40. En concreto, existe un libro extraordinario, escrito por Gustavo Álvarez, sobre los testimonios del bandolero.4 Se trata de Segundo David Peralta, alias Mate Cosido, no por la bebida (mate, en argentino, también significa cabeza) sino por la cicatriz larga, de casi seis centímetros, que le atravesaba la región frontal, y que, 4 Gustavo Álvarez, Mate Cosido. El bandido de los pobres, Prohistoria Ediciones, Rosario, Argentina, 2007.
dicen, Peralta mostraba con orgullo. Manuel Bortolatti, Jesús, Juan de la Cruz Soria, eran algunos de sus nombres falsos. Actuaba en el norte del país, en Córdoba, en Tucumán, en Santiago del Estero y en Corrientes. Pasó por Santa Fe, por Formosa, llegó a Paraguay. Se dice que, en las primeras décadas del siglo, su trabajo fue el de encuadernador en una imprenta, que ahí empezó a interesarse en la lectura, y así empezó su formación política. Se dice que escribía bien, y que él mismo redactaba las cartas en cada secuestro y extorsión. En una carta al periódico Ahora, de marzo de 1940, Mate Cosido declara: Soy fabricación por las injusticias sociales que siendo muy joven ya comprendí y por las persecuciones gratuitas de una policía inmoral y sin escrúpulos.
El periódico no reproduce los insultos, pero Mate Cosido agrega: A veces también aparezco envuelto en hechos que distan mucho de coincidir con mi manera de proceder, estos son platos preparados para la cocina policial, presentados al público y a la prensa, en bandeja, estos manjares están condimentados con el arte culinario de la picana eléctrica.
Ya se dijo que los bandoleros sociales jamás roban a nadie de su misma condición. La banda de Mate Cosido se reunía a partir de una premisa: en lugar de matar a un colono por 200 pesos, mejor robar a una compañía extranjera o a algún terrateniente poderoso. Mejor llevarse miles de pesos sin disparar un tiro, y con los buenos modales. Fueron atacadas empresas como Anderson y Clayton, Dreyfus, Bunge y Born, La Forestal. Dicen que Mate Cosido declaró alguna vez: “La orden es no matar, tirar en el peor de los casos, pero antes que nada huir”. Hobsbawm propone que el destino de los bandoleros sociales es morir por la traición. No fue el caso de Mate Cosido. Sin los lazos comunitarios que estableció, sin su banda y la lealtad del grupo, digo, su despliegue hubiera sido imposible. Parece que la relación entre sus
miembros fue totalmente recíproca. Ni él, ni la banda actuaron nunca contras las mujeres, de ningún sector social. Si Mate Cosido se escondía en algún rancho, dejaba dinero para levantar la hipoteca; que más de una vez lo vieron llegar a un pueblo para comprar medicamentos, o cargando un chico hasta el médico. Todas las personas secuestradas coinciden en un punto: la banda los trataba muy bien. Les preguntaban a cada rato qué les gustaría almorzar. Se esforzaban, dicen los testimonios, en cumplir los deseos con el menú. Los viejos cuentan que se cruzaban a Mate Cosido en el tren, y que lo saludaban. Su identidad no era “ningún misterio”. Detrás de alguna que fue su casa, encontraron un pasadizo secreto que iba largo hasta un cañaveral. También estuvo presente en el velorio de su madre, en Córdoba, el 20 de febrero de 1939, en un momento donde lo buscaba intensamente la policía. Lloró todo el camino al cementerio. Nunca pudieron atraparlo. Iba vestido de mujer. Diciembre de 1939 es la fecha de su último golpe conocido. Se trata del secuestro de Jacinto Berzon. En la carta que exige el pago, del 8 de enero de 1940, le ordena a la hermana de Berzon que, desde un tren en marcha, de Santa Fe a Villa Ángela, en plena noche, arroje el paquete con el dinero cuando viera las señales de la luz de una linterna, haciendo círculos. “De no cumplirse con lo solicitado, su hermano sería pasto de los cuervos”, escribe. El tren estaba lleno de policías, y el paquete, lleno de moneda falsa. Dice la gente que, en algún momento en que se hacía el pago, la gendarmería disparó sobre la banda. Luego del enfrentamiento, el rastro de Mate Cosido se pierde. Los rumores que vinieron confirman que estuvo en Salta, en Jujuy, en Bolivia y en Paraguay. Que lo vieron en Rosario, vendiendo baratijas en una calle del centro. Lo cierto es que nunca más se supo de él. Dice la gente que, esa noche última de enero de 1940, a los gendarmes que dispararon sobre Mate Cosido se les trabaron las armas. Dice la gente que los bandoleros sociales son inmunes a las balas, que ni la policía ni nadie puede herirlos en realidad. Y, honestamente, quién asegura que la gente no tenga razón.
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Mantener el entusiasmo,
leer a Remedios Zafra Verรณnica Bujeiro
Ilustraciรณn: Verรณnica Bujeiro
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He visto las esperanzas de mis amigos perecer ante la beca que no sale, el premio que no llega, acceder a un trabajo que promete un brillante futuro pero no un presente sustentable, sucumbir ante enfermedades reales y ficticias, caer y levantarse ante un cansancio siempre presente marcado por la agitación de una fecha límite de entrega, ensayo o proyecto que se engancha con el siguiente en una cadena infinita. Más que ingresar al paraíso por dedicarte a lo que quieres, como algunos sospechan, perseguir una vocación artística implica una batalla que inevitablemente lo coloca a uno en una posición falaz en el mundo, pues más allá de la imagen novelesca de aquel que se muere de hambre o se corta una oreja, el arte tiene un lugar bien ubicado en la academia como una de las profesiones a las que una persona puede dedicarse, pero no un objetivo laboral claro y suficientemente amplio para albergar a todos sus egresados. El que sueña no puede trabajar o como trabaja en lo que le gusta se cree que no trabaja, pero en realidad trabaja para tener tiempo de hacer lo que supuestamente le gusta, un contrasentido persistente que no causa más que deterioro. Aquel supuestamente llamado por la musa se pregunta: ¿Qué tanto se puede seguir en esta absurda ficción? Y quizás motivado por sus propios recursos ilusorios, llega a creer que después de toda la lucha habrá un final feliz, pero la verdad es que es uno más de los engaños que se utilizan como estrategia para sobrevivir. Esta es una afrenta que se vive en soledad, raramente expuesta por estudios o instancias que únicamente hacen parcialmente visible la carencia
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u ofrecen una nueva oportunidad de ser engullidos por la vorágine. Es común sentirse perdido, pero es en los libros, esos lugares en donde uno busca respuestas que aparecen fugazmente después de haber recorrido muchas páginas, donde aparece prodigiosamente una voz que claramente ubica todos estos retos y preocupaciones, enunciándolos de un modo que sacude y en el que se encuentra, ade-más, una compañera gentil con quien dialogar esos intensos e incesantes ritos de paso a los que se enfrenta todo aquel que aspire a vivir fuera de un trabajo rutinario y burocrático. Esa voz pertenece a Remedios Zafra (Zuheros, España, 1973), una mujer auténtica del siglo xxi por la que corren múltiples conexiones académicas y sensibles que atraviesan justamente la temática de la precariedad de los cuerpos que se dedican a la creación (así como a la investigación académica), en una época en la que las competencias se han agudizado gracias a la democratización de la educación que cada vez produce más profesionales y a la aparición de Internet y los medios virtuales que facilitan tanto como pervierten los modos de acceder a la sustentabilidad económica. Remedios Zafra, académica de profesión y docente de la Universidad de Sevilla, posee una obra reconocida en el género ensayístico centrada en una temática que atraviesa una revaloración de elementos como el tiempo propio, el marco de acción y las posibilidades que ofrece el mundo virtual, los cuerpos creativos y la precariedad económica desde una perspectiva feminista y sui generis que mezcla un serio trabajo de análisis crítico y filosófico con una perspectiva literaria. Ese enfoque le permite proveer una mirada íntima que pone a los cuerpos como protagonistas, aludiendo a una clara posición política que busca reivindicar las fuerzas de los individuos creativos, pese a la densa oscuridad del panorama.
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Su trabajo más conocido mundialmente, El entusiasmo: precariedad y trabajo creativo en la era digital (ganador del premio Anagrama de Ensayo en 2017), es una incesante enunciación de cuerpos deseantes, cuerpos con aspiraciones de vida y profesionales, cuerpos de una “generación de quienes nacieron al final del siglo xx y crecieron sin épica, pero con expectativas”, cuerpos desencantados que encuentran en las páginas de Zafra más que un diagnóstico, la crónica insospechada de sus propias vidas en donde aquel “rapto divino” que les llevó a perseguir una vocación se ha convertido en la moneda de cambio para un sistema que carece de una economía sustentable y sólo ofrece visibilidad o experiencia como pago. Zafra retrata escenarios conocidos de cuerpos agotados que se reconocen en la autoexplotación de trabajos temporales, mal llamados freelance, en los que se vive enganchado cual hámster en su rueda, ya sea por necesidad o miedo de no ser llamado la próxima vez, dejando atrás aquello que supuestamente había impulsado las motivaciones en un inicio. También aborda el tema de la brutal competencia con el otro ante una limitada oferta laboral y de desarrollo creativo, el desprecio por los cuerpos que se encuentran siempre en la línea del desempleo y la crisis económica, así como la imposibilidad de conjugar un tiempo futuro. El tono agridulce, casi amargo de Zafra se hace presente como una señal inequívoca de nuestro tiempo, el embate con el que nos tocó lidiar a una generación que nació con la palabra crisis como uno de sus primeros vocablos y la primera en vivir el cambio de una existencia siempre conectada a una pantalla, un factor decisivo de esta época que ha facilitado tanto como desestimado actividades por la extrema posibilidad y acceso que provee sin discriminación, devolviendo a ciertos oficios y profesiones relacionadas a lo creativo a su condición de aficiones o exponiéndolos a la afrenta del amateur con capacidad de sobreexposición.
Ante semejante panorama, el lector no sucumbe ante el desencanto (o el intento de suicidio) porque Remedios Zafra resulta ser una interlocutora más que una académica vetusta o impenetrable, cuyo nivel de pensamiento recuerda aquellas profecías de Italo Calvino para este ya no nuevo milenio. Su análisis, que prefiere la intimidad a la estadística, se basa en casos conocidos más que en números sin rostro y desde luego cimbra una auténtica crisis que provoca una toma de conciencia o, mejor dicho, una auténtica anagnórisis que si bien es dolorosa, apunta no a una solución inmediata o al vaticinio rancio de un final feliz, sino a la conjunción de fuerzas creativas “para no repetir el mundo” y posicionar a los sujetos en su potencia como unidad creativa y fuerza capaz de urdir, desde la resistencia, la posibilidad de un cambio de paradigma: “Porque la conciencia sobre uno mismo aumenta la exigencia sobre el mundo que nos forma y nos transforma”. La valía de Zafra en esta obra persiste en su potencia de señalamiento, en hacer evidente la trampa en la que algunos nos ensartamos diaria y conscientemente para distinguir “…entre fuerzas creativas y fuerzas de domesticación”, como marca la autora citando a Gilles Deleuze y en una revaloración de la creatividad como una verdadera zona de libertad, una sentencia que realmente logra recuperar “el entusiasmo”, aunque sea en el plano creativo como el mismo remate del libro lo hace. Pero la obra de Zafra no queda aquí, se expande y viaja apresuradamente, desiste de los caminos pautados y reformula sus tesis desde otros parapetos que se conservan interconectados por las pasiones y objetos de estudio que punzan a la reconocida académica y autora, como un auténtico hipertexto por el que cruzan espacios reales y virtuales, tiempos propios, deseos, ímpetus, la red como un espejo mágico de reinvenciones, pero también diabólica en su cualidad ultrapresente en nuestras vidas y particularmente la visibilidad como una condición contemporánea de la experiencia humana, centrada en su facultad como capital laboral, pero también como ejercicio de la representación en el ecosistema virtual como una exploración por la identidad y un modo de ser de nuestra época. En toda la propuesta creativa y teórica de Zafra yace también una fuerte pulsión feminista, no únicamente por ser un cuerpo femenino quien escribe, reivindicar el papel de las mujeres en el curso de los acontecimientos o denunciar la desigualdad, sino por apelar al cambio de curso de una forma de proceder agotada, una narrativa de causas y efectos, de lecturas lineales. Su obra pone los cuerpos al centro de todo. Materia real y tangible. Nunca ceros y unos. Nunca solxs.
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Escena de El ocaso de una vida, dirigida por Billy Wilder en 1950
Setenta años de
El ocaso de una vida: Billy Wilder y la efímera eternidad de Hollywood 64 | casa del tiempo
Moisés Elías Fuentes
Sobre el piso de una sala que en los locos años veinte se prestigió con los pasos de baile de Rodolfo Valentino, la asimétrica pareja formada por Norma Desmond (Gloria Swanson) y Joe Gillis (William Holden) sigue, enjuta, los acordes de La cumparsita, interpretada por un cuarteto que mira sin ver a esos bailarines aferrados, como el amante que canta su desdicha en el tango, a quimeras que se desvanecieron ante sus ojos: Desmond y sus laureles de juvenil estrella del cine mudo; Gilles y su talento de guionista, asfixiado por sus ambiciones. Ese baile devela la tragedia que une los destinos de Desmond y Gilles en el noveno filme de Billy Wilder, El ocaso de una vida (Sunset Boulevard, E.U., 1950), inconcesiva visión, tras bambalinas, de la soledad posterior a la fama, en un Hollywood que ya en la breve etapa del cine mudo, sentó las bases de su vertiginoso posicionamiento en el imaginario colectivo, a saber, el starsystem, que supeditó toda la actividad cinematográfica a la creación de actores y actrices transformados en dioses hechizos, encadenados a la fugacidad de la juventud, y después empujados a un olvido inapelable. Filme ingrato porque, según algunos, Wilder pagó con amargura la generosidad de la industria que lo recibió en 1934, cuando arribó a Estados Unidos huyendo del chovinismo y el terrorismo de estado impuestos por Hitler y los nazis al tomar el poder de Alemania, hecho marcadamente peligroso para el joven judío Samuel Wilder, nacido bajo el imperio austrohúngaro en 1906, quien se inició como guionista en el Berlín de entreguerras, oficio que continuó en Hollywood y que, desde 1942, nombrado Billy Wilder, alternó con la dirección a partir de la comedia El mayor y la menor, a la que siguieron filmes
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como La comezón del séptimo año, Una Eva y dos Adanes, Piso de soltero y Uno, dos, tres, en los que patentizó su habilidad para la fusión de géneros y el desarrollo de historias enrarecidas por las ambigüedades morales, sexuales y emocionales, rasgos que dejó como sello de identidad, en sus mejores filmes, el cineasta fallecido el 27 de marzo de 2002. Fusión de géneros que, en El ocaso de una vida, Wilder llevó a los extremos al relatar un drama con los recursos narrativos del cine negro, con el que tuvo su primer contacto en Pacto de sangre (Double Indemnity), basado en un libro de James M. Cain. Pero, si en su primer filme negro Wilder se basó a su vez en una novela negra, en el segundo, Días sin huella (The Lost Weekend), se inspiró en una novela de denuncia social de Charles R. Jackson, sobre la caída de un escritor en el alcoholismo, trama que Wilder relató en clave noir. Sin embargo, a diferencia de sus dos primeros filmes negros, basados en novelas, El ocaso de una vida surgió de un guion original escrito por él mismo, Charles Brackett y D.M. Marshman, quienes partieron de una anécdota mínima, los amoríos de una provecta estrella del cine mudo con un joven aspirante a guionista, para armar un cruel retrato del fracaso, escondido en una vieja y ostentosa casona de los grandes días del cine silente, en el que vegeta la olvidada Desmond, acompañada por el mayordomo Max von Mayerling (Erich von Stroheim), director retirado que optó por enterrarse en vida junto con la vetusta diva, que fue su musa, en la ruinosa mansión. Cineasta perspicaz, Wilder eligió para El ocaso de una vida a Gloria Swanson y Erich von Stroheim, la arrobadora diva y el realizador genial, quienes protagonizaron la fracasada historia de Queen Kelly, mastodóntico proyecto que habría de ser el gran vehículo consagratorio de la juvenil estrella y el director virtuoso y que, en vez de ello, derivó en el mayor filme
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maldito de Von Stroheim, al punto que marcó su retiro de la dirección, coincidiendo con la extinción del cine mudo, eclipsado por la irrupción del cine sonoro, que trajo aparejada la ruina para un buen puñado de actrices y actores que no pudieron adaptarse al sonido, a más del abrupto final de la estética cinematográfica desarrollada por los directores pioneros de la industria. “No necesitábamos diálogos. Teníamos rostros”, asevera la Desmond al evocar los días gloriosos, definición que Wilder retomó y que el fotógrafo John Francis Seitz tradujo en imágenes lacónicas, hechas de planos en picada y contrapicada, planos americanos y primeros planos, intensificados por el manejo de iluminación al claroscuro para remarcar las sinuosas emociones y los sentimientos contradictorios que despendolan las vidas de los personajes, intensidad que, en sus mejores momentos, colinda con el thriller, como en la secuencia de las compras en la tienda de ropa para hombres o en la conversación de Gillis y Von Mayerling en el ruinoso garaje de la mansión. Fotografía lacónica que, justo por ello, realzó la claustrofóbica escenografía de Sam Comer y Ray Moyer, quienes idearon espacios angustiosos, sordamente hostiles, donde los personajes deambulan como espectros de sí mismos, que no por nada el vestuario diseñado por Edith Head imprime a los habitantes de la derruida residencia cierto aspecto cadavérico, lo que se advierte en la transformación de Gillis, quien arriba a la mansión Desmond con ropas claras, que, de modo casi imperceptible, cambia por trajes solemnes e inmóviles. En oposición al hieratismo mortuorio de Gillis, la aspirante a guionista Betty Schaeffer (Nancy Olson) viste con blusas y faldas sencillas, pero auténticas en su modestia, propias de una muchacha llena de emotividad y vitalidad que en algún momento embelesa a Gillis y que logra encender el amor entre ambos. Ajena al Hollywood avejentado y necrófilo de la Desmond y
Von Mayerling, Betty pertenece a una nueva generación, lo suficientemente joven, creativa y audaz como para intentar la reinvención de la meca del cine; sin embargo, el rechazo final de Gillis, contaminado ya de la autocomplacencia destructiva de la casona de Sunset Boulevard, se entromete como un mal augurio, no sólo para el amor de los dos aspirantes a guionistas, sino para la generación misma. Hábil director de actores, Wilder enlazó con acierto las actuaciones de los veteranos Swanson y Von Stroheim con las de los jóvenes Holden y Olson, enlace al que la veterana editora Doane Harrison dio continuidad mediante un trabajo en que contrapuso el montaje narrativo clásico con el ideológico, logrando una enorme fuerza expresiva, con secuencias antológicas como el primer encuentro de Gillis y Von Mayerling, quien lo confunde con un enterrador de mascotas, la del juego de naipes de las antiguas estrellas Buster Keaton, Anna Q. Nilsson y H. B. Warner en la sala de la Desmond, o la del cadáver de Gillis en la alberca y los policías que lo observan, a los que vemos en contrapicada. Curioso, aunque el título original del filme es Sunset Boulevard, la célebre avenida hollywoodense apenas asoma a lo largo de la historia, y cuando lo hace, está envuelta en una atmósfera opresiva que se manifiesta desde la secuencia de créditos, en la que la cámara enfoca el nombre del filme y del boulevard, impreso en una alcantarilla, para continuar en un travelling back que registra la indiferencia del pavimento, mientras se deja escuchar una partitura de Franz Waxman en la que las síncopas jazzísticas se dilatan a través de un angustiante ostinato, que muy a propósito evoca el cine de Alfred Hitchcock, con quien el curtido Waxman colaboró en varias ocasiones. Estrenado en 1950, El ocaso de una vida marcó un punto de inflexión en la industria hollywoodense, toda vez que revirtió los parámetros de la narrativa clásica, tanto en los aspectos estéticos como en los éticos, con lo que preconizó las rebeliones discursivas que cimbraron el cine estadounidense a lo largo de la década de 1950, para desembocar en la revolución creativa de la década de 1960, lo cual sería suficiente para volver al filme en sus setenta años, y también a la obra de su autor, Billy Wilder, cineasta que se atrevió a realizar un retrato íntimo del reverso de la fama en ese Hollywood triunfal pero insensible, poderoso pero endeble, actualmente atrapado en la paradoja de su enormidad sin grandeza.
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Un canto a la sana distancia JesĂşs Vicente GarcĂa
68 | casa del tiempo Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco
Si se guardan cuidadosamente de estas cosas, prosperarán. ¡Buena salud a ustedes! Hechos, 15:29
I En la esquina, un puesto de tacos de suadero, a un lado tamales con su atole de arroz, chocolate, fresa y guayaba; luego las carnitas que desde las siete de la mañana emanan su vapor e inunda la nariz, atraviesa los cubrebocas bien puestos de los transeúntes que salen del metro Lázaro Cárdenas; fruta, bara la bolsa, jefita, llévesela, patrón, pa’ la pandemia, emite el empresariado pequeño ambulante, gorra al revés, cubrebocas en la barbilla; y erguida en la mera esquina de Eje 3 y Eje Central Lázaro Cárdenas, cual palacio del comercio en grande para el pueblo que se deja caer con sus bolsas, su dinerito y sus buenos modales, la casa de Mamá Lucha o Doña Lucha, ese recinto denominado la campeona de los precios bajos, porque se la debe rifar diario y para que no nos cobren como si fuésemos habitantes del primer mundo, ¿o ya lo somos? En esta esquina, Doña Lucha, la del traje verde y con pancita, se avienta unos puñetes a favor de quienes vienen a surtir su despensa, no sin antes inhalar los vapores de las carnitas, los de suadero, el tamal, las coladeras y los cigarrillos mañaneros en ayunas. Pamelo se detiene en la mera esquina: Cuéntame, musa, la historia de esta pandemia, la que mata de lejos, con sus distancias errantes entre tianguis y mercados y de este sagrado supermercado en tiempos de confinamiento. Pamelo escucha el canto de los ambulantes. Se acomoda su gorra para el frío, armado con su cubrebocas de tres capas, las gafas en favor del bien ver, su espray en el pantalón, sube las escaleras poco a poco, dejándose llevar por ese color verde de la edificación que a lo lejos podría ser el olimpo chilango, para poner a prueba los precios bajos y altos. Asciende, ve hacia ambos lados, porque la maldad no duerme y aquí en plena colonia Buenos Aires menos, donde se colinda con la Doctores, la Obrera y la Algarín, es necesario tener ojos en la espalda y en los hombros, que el punto ciego no sea tan ciego para mirar al que se acerca, porque aquí se puede andar como si nada, sólo que para que en verdad no haya nada hay que dejarse llevar por el instinto de sobrevivencia en una de las ciudades más peligrosas del mundo, digan lo que digan, y con
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orgullo enfrentarla sin el menor pudor; así las cosas, Pamelo, el que va por la despensa, continúa su camino, bolsas en mano, que se pone bajo la axila, prepara las manos paralelo a la puerta de vidrio, mira a los policías que no lo ven pero lo sienten, porque la llamada al celular es más importante, como si estuvieran hablando con la mismísima Doña Lucha, la de los ojos saltones; empieza el protocolo: estira la palma de la mano, recibe el gel antibacterial, defensa divina, luego el termómetro apunta la frente o el pescuezo, según el gusto de la del protocolo, que ni te dice tu temperatura ni te voltea a ver, porque está con su celular que mantiene en la otra mano o de plano en la mesita donde está el gel; grandes son las bondades del personal en donde Pamelo se deja fluir al interior sin carrito y apresura el paso; atrás viene una señora casi pisándole los talones, porque la sana distancia ni a discurso llega. II Primer pasillo a la izquierda, vasos y platos; a la derecha, animales de peluche. Una joven treintañera,
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ninfa laboral, acomoda licuadoras y enseres domésticos, se le pega a Pamelo mientras él ve una plancha que desde hace meses le trae ganas, es rosa y con mango transparente; siente una presencia, una respiración, cual película de terror, se le saltan las cuencas, abre el foco de sus ojos y mira un brazo blanco, con un dragón tatuado y unas flores negras; Pamelo, con los reflejos de un gato, camina hacia atrás dos pasos, ve completa a la mujer, quien a su vez también lo ve y sonríe; él camina al final del pasillo para tomar la derecha por donde no haya gente; zigzaguea para salir a cómputo y electrónica, usbs, celulares, televisiones, ratones, aifons, jóvenes que explican a una familia de cuatro integrantes cómo se usa el cel que pretenden comprar para una mujer madura, la del cabello plateado, que casi lo besa, cuya distancia es más cercana que la de una novia enamorada en la fila del cine con el galán preciso. Pamelo camina, llega triunfante al paraíso frutal: plátanos, papaya, sandía, melones, aguacates, naranjas, ajos, tomates, jitomates, la enumeración no tan caótica como el acercamiento de las personas donde se toman las bolsas de
plástico enrolladas, que se arrancan con el jalón que sólo los consumidores saben. Con parsimonia, arranca dos, tres, cuatro bolsas. Llega un cincuentón, con un carrito destartalado, que sin decir agua va, se le mete por la derecha a Pamelo después de haber arrancado la tercera bolsa, y casi le roza el brazo. Oiga, la sana distancia, por favor. ¿Qué? La sana distancia. Ah, chingá. Va a jalar la siguiente bolsa y la mano flaca de Pamelo la detiene. El tipo lo ve con cara de enojo. Pamelo no se mueve un centímetro. Debe formarse, señor. ¿Eres de seguridad o qué? Soy un consumidor que respeta la distancia. ¿Quién lo dice? Yo lo digo. El señor se da la vuelta y le mienta la madre. Pinche chango imbécil, son mamadas, editorializa. Pamelo se queda quieto, a la expectativa, pensando que la distancia de entendimiento entre los ciudadanos es cada día más grande, que no es tan difícil alejarse del otro, si tomar distancia es sólo dar un paso más allá. Las señoras, cual corifeo, casi anuncian que Troya va a arder. Un hombre con mandil de la tienda pregunta si pasa algo. Le dije que tomara su distancia, responde Pamelo. ¿Sólo eso? Sí.
Lo ve de frente. Como si la batalla hubiese terminado, el joven da media vuelta y se va. Saca la lista escrita en papel. Los departamentos son abastecidos por los trabajadores, sobre todo por mujeres, que cargan y descargan, acomodan, se ríen, bromean, suben a escaleras, bajan, se avientan el papel higiénico, las toallas sanitarias, los osos de peluche; la distancia se olvida. Llega una mujer y lanza su ira contra un veinteañero que acomodó mal las galletas, y si la jefa lo dijo, algo debe tener de cierto. Pamelo entiende de jerarquías, no de indicaciones. La jefa se le acerca para apuntar algo. Él se hace a un lado. No hay sana distancia de la jefa. Prosigue su caminar. Ve montones de personas en los jabones para ropa, en los enjuagues, en el clarasol. Toma lo que necesita, papel de baño, bolsas para la basura, jabón para ropa, una pasta de dientes y un enjuague, luego el alcohol que cada vez lo ve más caro; lo empiezan a seguir, troyanos al ataque, o eso se le figura, va hacia le escasa ropa de hombre, sus pasos son de gato espantado, porque no hay distancia sana, sólo la que se necesita para
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besar a la mujer que se ama, pero va solo y ve consumidores que se acercan mucho, con carritos, con bolsas, con prisa, y la cosa está para espantarse; escucha una voz que exhorta a la sana distancia, metro y medio, a usar gel, a no quitarse el cubrebocas, pero son los mismos trabajadores que no lo usan adecuadamente y así hablan entre sí, por celular, a la clientela, excepto las cajeras que lo usan bien, son conscientes y sí le dicen al personal que no se le acerque tanto al otro, que se espere por favor, que aún no ponga sus cosas en la banda negra. Pamelo atraviesa el campo de batalla, va por un arroz que se le olvida, por la zanahoria que le falta, por otra papaya para no estar yendo por otra a mitad de semana, corre, camina rápido, se aleja, siempre lo ha hecho, tiene alma de gato solitario, antes de la pandemia no le gustaban las aglomeraciones, odiaba la calle de Madero después de mediodía, los sábados y los domingos, toda la ciudad se daba cita ahí y en 16 de Septiembre, y ahora con la pandemia, desde que el gobierno dijo que ya se desconfinaran, la gente salió al estilo de un avispero al romperlo y llenaron las plazas comerciales, los parques, los cafés, las tiendas, las calles, los hospitales, los cementerios, lugares que habría que evitar si se evitan los otros, porque no se cuidaron y no se alejaron entre sí, no tomaron distancia, y en la vida hay que hacerlo de vez en cuando, ahora hasta que haya vacuna, pero a la raza, la que amontona el covid, le vale gorro el de al lado, el de arriba, el de abajo, ni ella misma se importa, le han perdido el miedo al virus. Camina hacia las cajas, paso final hacia la salida. Se detiene sobre las marcas en el piso, huella para el rebaño. La mayoría respeta la distancia; el problema es al llegar a la caja. Pamelo está ya con sus productos. La cajera joven, la del saludo sonriente, usa cubrebocas con logotipo de la empresa, empieza a cobrar; atrás, una señora cuarentona, con cubre de tiburón, se acerca mucho cuando la cajera aún no acaba de cobrar, y Pamelo le pide de favor que guarde su distancia. Pero ya va a pagar. Pero aún no pago. Por favor. Por favor qué.
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La señora, güera artificial, es gorda y agresiva. Una voz cae del cielo: Favor de guardar su distancia, señora, por favor. Pinches mamadas, acota la obesa agresiva. Sea respetuosa, por favor, dice la cajera, es por nuestro bien. Nuestro bien, chingada madre, si te da esa madre, te da y ya, carajo; la gorda no controla su lengua. Un policía se acerca. Se queda del otro lado de la caja. Algo dice por su radio. Pamelo paga. Se aleja de las personas como siempre lo ha hecho. Acomoda desde el carrito los productos en su bolsa. Una voz impacta el olimpo: —Déjenme, hijos de la chingada, pinches putos, dejen que venga mi marido y les va a romper toda su madre. Dentro de una oficina casi toda de vidrio que parece aparador, cueva de Polifemo, una mujer policía, egregia y armada, espera a que la gorda, enemiga de sí misma, entregue los productos robados: ropa interior y dos celulares, escondidos entre la ropa. La ira de la mujer, que se arranca su cubrebocas de tiburón, resuena peligrosamente; quiere abrazar a la mujer policía, quien la somete con una llave. Al lado de Pamelo ya hay gente mirona sin sana distancia. Acomoda sus bolsas y sale casi corriendo, como Odiseo para llegar a Ítaca, se aleja de todos. Abandona el recinto de Doña Lucha, que en su afán de darle en la torre a los precios altos, deja al descubierto las medidas de la sana distancia sin el menor pudor. Desciende los peldaños con sus sagrados tenis blancos que lo salvan de esta calamidad. III Atraviesa Eje Central, cuyo semáforo está a punto de iluminarse de rojo; corre, Pamelo, corre, no te detengas, no hagas que la distancia te alcance, con las bolsas en los hombros, deseoso que ya acabe la pandemia y que los dioses ya no den información falsa, pues desde que dijeron que acabó la sana distancia, aumentaron los muertos para espanto de los vivos, y uno debe seguir saliendo y percibir ese olor a carnitas y a suadero para regocijo de las ninfas y de los mortales que apenas, ¡oh musa!, están conociendo el poder de la distancia sin distancia.
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“Feminismo es memoria”: la escritura autobiográfica de
Gloria Steinem y Jazmina Barrera Nora de la Cruz
Pese a que no faltan los detractores, no se puede negar el impacto reciente de la escritura de las autoras que toman como punto de partida y materia prima su propia experiencia. Si bien no todos los casos son igual de afortunados, la crónica personal y el ensayo son espacios fecundos para este tipo de ejercicios que, a últimas fechas, sirven como complementos o contrapuntos a la narrativa de la experiencia femenina en la que habían predominado la perspectiva y la voz masculinas. Dos ejemplos de esta intención son las publicaciones que nos ocupan en esta reseña. Mi vida en la carretera, de Gloria Steinem Publicada en español por la editorial Alpha Decay, de Barcelona, luego de su edición original en inglés, Mi vida en la carretera es el recuento autobiográfico de una de las figuras más icónicas del feminismo norteamericano. Steinem, periodista y activista en activo desde los años sesenta, ofrece una crónica personal que toma como eje la idea del viaje como un elemento recurrente y formativo en su biografía. Compuesta por siete capítulos orientados a su vez por un tema (los road trips en la niñez, los trayectos para participar en “círculos de conversación”, las experiencias en taxis y aviones, las visitas a universidades, las giras proselitistas, los absurdos que le han ocurrido en algún viaje y sus visitas a comunidades originarias de Estados Unidos), muestra el oficio periodístico de la autora, y ofrece además un material de lectura particular-
mente atractivo en estos tiempos: una autobiografía con perspectiva de género. El gran viaje que relata Steinem a lo largo del libro es, en realidad, su camino a través del activismo y la defensa de los derechos de las minorías. En ese sentido, las experiencias personales y la ideología política aparecen entretejidas e inseparables. La autora observa las dinámicas familiares de su infancia desde su perspectiva feminista, y sus experiencias en distintos entornos políticos encuentran su motivación en anécdotas personales: la opinión que tenía su abuelo sobre Roosevelt, los aprendizajes que obtuvo de las mujeres con quienes compartía el transporte público en India, o la profunda amistad que la ha unido a mujeres afroamericanas y nativas. Lo cierto es que quien busque un libro de teoría pura está mal encaminado. Gloria Steinem no es una ideóloga, eso es claro. Sin embargo, las mujeres abiertamente feministas, sin importar que se encuentren en el inicio o muy adelantadas en su trayectoria, pueden encontrar en ese testimonio una compañía entrañable para su propia experiencia, pues habla de cuestiones que es inevitable enfrentar: los descubrimientos iniciales, los obstáculos sociales y, por encima de todo, la necesidad de reivindicar nuestra propia narrativa e incluso nuestro derecho a disentir al interior del movimiento mismo. Por supuesto, la autora cae en las tentaciones inevitables: justificar algunas de sus decisiones políticas más cuestionables, o mirar con demasiado candor la otredad que tanto admira (los
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Mi vida en la carretera Gloria Steinem Barcelona, Alpha Decay, 2016, 352 pp.
valores de los nativos americanos, en este caso). Sin embargo, esta memoria puede leerse como una historia de crecimiento contemporánea, en la que la experiencia iniciática femenina comienza con el autodescubrimiento y la exploración del entorno: una evolución nada desdeñable. Linea nigra, de Jazmina Barrera Publicado por Almadía en 2020, el nuevo libro de esta joven autora apareció en medio de cierta expectativa. Se habían publicado adelantos en revistas y medios digitales, y años antes Barrera y su esposo, Alejandro Zambra, habían comenzado a reflexionar en torno a la maternidad/paternidad a partir de su lectura y traducción de Pequeñas labores, ensayo de Rivka Garchen, y por supuesto, de su experiencia. De este modo, Linea nigra comienza insinuando que su esqueleto es el diario de embarazo de la autora (lo cual, personalmente, me parecía poco promisorio), pero poco a poco se revela como algo más. Dividido en cuatro partes (“Imagen embarazada”, “Linea nigra”, “Algunas noches blancas” y “Árbol de nuestra carne”), es un ensayo cuyo hilo conductor es, precisamente, el proceso de gestación y los primeros meses de cuidado del recién nacido. Sin embargo, el embarazo como tema sirve para imantar otros relacionados: la identidad de la mujer en relación con su cuerpo, las relaciones entre madres e hijas, la
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Linea nigra Jazmina Barrera México, Almadía / uanl, 2020, 168 pp.
pérdida de la individualidad que supone el cuidado de otros y las implicaciones de todo esto en la creación artística. Desde el principio, Barrera afirma la influencia del libro de Garchen en la escritura de Linea nigra, y por momentos parece que sucede un poco lo que en Pequeñas labores: sus mejores segmentos no son necesariamente los que se ocupan de sus experiencias. Pero en este caso, la dificultad se salva porque la autora consigue tejer un entramado complejo de relaciones y resonancias, que además de cohesionar el libro, amplifican el sentido de cada uno de sus segmentos, incluso los que en principio parecieran nimios. Como Garchen, se pregunta por qué la maternidad es tan poco representada en la literatura y en el arte en general, pero lleva la cuestión más allá al ofrecer algunas pistas e interpretaciones de obras creadas por mujeres y la relación de dichas creaciones con su propia identidad femenina, atravesada de una forma u otra por la maternidad potencial o real. Linea nigra ofrece una mirada honesta de la experiencia de gestar y cuidar, y una feroz defensa de la posibilidad que debería tener una mujer de ejercer su maternidad como un aspecto de su individualidad y no como una anulación de ella. Todo esto expresado en un ensayo bien balanceado, conmovedor e inteligente. Un libro que supera al anterior de su autora, y justifica las expectativas creadas en torno a él.
Los sueños del junco Rafael Toriz
Presas como vivimos de incontables estímulos seductores, resulta difícil decantarse por la lectura de un libro con un título tan vago como El infinito en un junco, serena expresión que impide tener una idea general del contenido cuyo subtítulo pareciera una invitación dirigida a un cónclave de especialistas: la invención de los libros en el mundo antiguo. Por ello, además de sorpresa, entraña un auténtico regocijo viajar por las páginas de la filóloga y periodista Irene Vallejo (1979) quien, con una prosa encendida, dibuja un viaje luminoso a las entrañas de la más noble de las creaciones humanas: el libro, extensión de la imaginación y la mortalidad de la especie. A medio camino entre el ensayo cultural y la divulgación histórica, la autora cuenta los avatares del símbolo de la civilización par excellence con el deleite con que se lee una novela de misterio, sostenido en un trabajo artesanal sobre un lenguaje de curiosidad enciclopédica, lo que no suele ser común en obras de esta naturaleza, de suyo superficiales. Inspirada, el ritmo y la cadencia de sus frases sugieren el encuentro con una fecunda lectora de poesía: “después, la oscuridad borraba la luz, y la arena empezaba su invasión, levantando sofocantes y cegadores muros de polvo que entraban por las rendijas de las casas, secaban la garganta y la nariz, inyectaban los ojos, provocaban locura, desesperación y crímenes”. Con una erudición ágil y cordial, el libro es también la biografía de una lectora curiosa, lo que condimenta el ensayo con datos sabrosos de toda laya, bocadillos intensos de los que aderezan cualquier opípara sobremesa o incluso ese animal en extinción que constituyen los seminarios dichosos en las facultades de humanidades. Especialista en el mundo clásico, la obra se divide en dos grandes apartados: Grecia imaginando el futuro y los caminos nunca agotados de Roma; empero, la prosa de Vallejo se encuentra poseída por una sutileza moral, que nos recuerda permanentemente que estamos frente a la obra de una historiadora pero sobre todo de una esteta: “que algo tan efímero —el dibujo de un soplo de aire, la vibración musical de nuestros pensamientos— tenía que ser preservado pensando en las generaciones futuras; que las antiguas, historias, leyendas, cuentos y poemas son testimonio de unas aspiraciones y de una forma de entender el mundo que se niega a morir”.
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El infinito en un junco Irene Vallejo Madrid, Siruela 2019, 472 pp.
Animales hechos de pasado, sólo nosotros podemos continuar el diálogo con los que han sido. Y es gracias al lenguaje que hemos podido arrebatarle la última palabra a la muerte, sobreponiéndonos a la insignificancia a partir del perfeccionamiento de los soportes para la palabra: “poseer libros es un ejercicio de equilibrio sobre la cuerda floja. Un esfuerzo por unir los pedazos dispersos del universo hasta formar un conjunto dotado de sentido. Una arquitectura armoniosa frente al caos”. Entre las muchas preguntas que despierta su viaje, acaso las que más me deja perplejo es la incapacidad de calcular el espacio del mundo que ocupan los libros; mundo dentro del mundo, ha sido una deliciosa locura creer que la representación cabal de la realidad podía ser algo medible y asequible para la condición de nuestra especie: hace mucho que no somos sino el pretexto para atisbar la inmensidad del cosmos, por fuerza desde un errante punto minúsculo en el universo, como supo describir de precisa manera Jorge Luis Borges. Historia antigua del mundo que habitamos, no deja de ser elocuente el hecho de que el lenguaje haya florecido de manera tan poderosa una vez que encontró su mejor elemento, reflejo de la vida que convoca: “tras siglos de búsqueda de soportes y de escritura humana sobre piedra, barro, madera o metal, el lenguaje encontró finalmente su hogar en la materia viva. El primer libro de la historia nació cuando las palabras, apenas aire escrito, encontraron cobijo en la médula de una planta acuática. Y, frente a sus antepasados inertes y rígidos, el libro desde el principio fue un objeto flexible, ligero, preparado para el viaje y la aventura”. Un junco, en efecto, como dijo Pascal: pero junco pensante.
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Candela,
eso que viene del Caribe y se convierte en fuego, agua, algo que transforma Brenda Ríos
El primer mundo vive una placidez tremenda. Se interesa por lo exótico, lo pintoresco, lo violento del tercer mundo. Claro, lo que el primer mundo no sabe es que su tranquilidad cuesta la violencia de este otro mundo, esas dicotomías que bien supo entender Carpentier entre allá (París) y acá (Haití). La ironía está en la atracción de lo sórdido y lo pobre. Como si con ello compensaran las generaciones anteriores de abuso, explotación, mutilación y genocidio. Los mundos de arriba-abajo/norte-sur no suelen encontrarse. Su destino radica en que no se encuentren nunca. Y si lo hacen no sepan a qué pertenecen. El primer texto que leí de Rey Andújar salió en una antología editada por la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México-Elefanta, con un repertorio de autores de República Dominicana a cargo de Rita Indiana, Sin pasar por Go. El primer cuento es el de él: “Caine”. Se nota ahí una voz propia, trabajada, bien armada, fresca y dura. Extraña combinación. Difícil de lograr, por otro lado. Lo que me saltó al ojo fueron algunas influencias, o algunos nombres, porque eso de las influencias sabemos que tienen trampa: Rubem Fonseca, Pedro Juan Gutiérrez y Leonardo Padura. Y si Andújar no leyó a ninguno de ellos me tiene absolutamente sin cuidado. Esos nombres están ahí, en medio del paisaje, las conversaciones, las tramas de sus libros. Andújar le da voz a una serie de personajes tristes, desguarnecidos y complejos. Justo esos de los que la literatura universal se alimenta: proteína de lo solo. La escritura de Rey Andújar proviene de un sitio que no ofrece calma, y tiene una temperatura extrema y posee, eso sí, un espacio propio: un espacio en masculino, además. Un espacio viril, agregaría para alzar la ceja. La literatura no es una “cosa estática”: se mueve de un sitio a otro: desde la lengua, el oficio, el ritual de pertenencia. Desde Sandra Cisneros, Gloria Anzaldúa, en Estados Unidos, hasta Junot Díaz, estamos viendo resurgir el tema tan gastado por los autores del Boom: qué es América Latina, por qué habla como lo hace, por qué se enfrasca en
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discusiones desiguales de poder, de demarcación territorial, de lenguaje, obra y omisión. El mestizaje está vivo y fuerte: como si acabara de nacer. Candela cuenta la historia de un cadáver, un inspector, una abogada con estudios en el extranjero, una chica mágica y unos hermanos que se buscan siempre sin poder coincidir. La novela policiaca tiene lugar en el Caribe, sujeto a medidas de corruptelas y de complicidades entre las esferas de poder. El orden se contiene a duras penas. Ella, Candela, a pesar de darle nombre a la novela, no será el personaje central. Será un personaje medium: por ella habitan los otros. La novela es dura y suave, húmeda, es femenina sin duda. ¿Puede un libro tener identidad sexual, cuerpo? Este lo tiene. No lo esconde. Es una novela “en tránsito”, hace trampa: incluye poemas. El narrador que lo ve todo sabe que Lubrini declama poemas y como tal es un iluminado, un ser que pertenece a un plano distinto. Quizá peca de romantizar al “que ve”, y para eso, Candela es la sacerdotisa oscura. Quizá por eso ella misma no acaba de brillar del todo, su historia es enorme, pero la cámara no la mira siempre, se mueve, una cámara tramposa, se desplaza o se queda sin batería. Una mujer con capacidad de “ver” el más allá, pero que se gana la vida en el más acá, en lo más real que es el cuerpo, como prostituta. Ella, es, irónicamente, un personaje secundario aunque dé luz a los otros, no logra que nadie se salve. Se desvanece como una vela en la tormenta, y esto puede que sea metáfora de algo mayor, algo obscuro, o algo que no sabemos cómo puede terminar: el Caribe tiene demasiado encima. Gustaff Castratte recibe la noticia de la muerte de su hermano Renato como un chapuzón en una alberca de limonada frozen; quizás por eso se encoge en el asiento del autobús que lo lleva a la capital, o tal vez porque en la guagua está haciendo un frío del coño y el chofer se niega a apagar el aire acondicionado. Los asientos huelen a vómito, a fritura, a niño cagado. Él se ha jurado no volver a viajar por Caribe Tours pero no había tiempo que perder; el tipo de la pensión le dijo que lo estaban llamando de emergencia, debía partir inmediatamente, algo terrible había pasado con su hermano. No atinó a preguntar el nombre de quien había llamado, no le interesaba devolver la llamada. Otra vez camino abajo, a ponerse triste mirando letreros descascarados, señoras con palanganas de semillas tostadas, mangos y pastas de dulce de leche.
Esta es la atmósfera que rodea y mantiene inmersos a los personajes, quienes están vinculados a relaciones afectivas difíciles con familiares a quienes no ven por rencillas viejas. Por el otro lado está el marco de pobreza, el fanatismo religioso que confiere a la historia una marquesina de brillitos para un escenario de otro modo no sólo triste sino miserable. Las mujeres, por su parte, son poderosas. Saben lo que tienen que saber. Los hombres saben que no saben y sucumben. Me gustaría decir que el relato cabalga el difícil caballo de la poesía y la prosa pero no quiero gastar lo poco que tengo. Los personajes de Andújar corresponden a un cliché muy bien construido, predecible incluso. El caribeño no puede evitar hacerlo: las mujeres deben de ser de tal manera que los hombres no tengan cómo defenderse. Ellas son las hermosas, las fuertes, las poderosas. Las vengadoras en un mundo dominado históricamente
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Candela Rey Andújar Buenos Aires, Corregidor, 2020, 160 pp.
por machos malacopa, abandonadores y a la vez pusilánimes. El mundo de los machos se acabó y las mujeres triunfan en un reino para nadie. Para otras mujeres. Cada una es más hermosa, curvilínea, negra, mística que la anterior. Un catálogo exquisito de mujeres puestas a prueba. La hipersexualidad explícita en los cuentos de Pedro Juan Gutiérrez y Rubem Fonseca hacen constar que es necesario hablar y describir el sexo. El hombre es el más poderoso, el más deseable, las mujeres mueren por ellos y pueden coger varias veces en un día. Contar el sexo es quizá la mayor demostración de hacerlo valer. Sin embargo, aun si está contado de manera fantástica en las novelas de Rey Andújar, este no será su tema central. Incluso pareciera que lo contara como algo inevitable, como diciendo “Ahhh bueno, somos caribeños, debemos hablar de esto: las mujeres no pueden ser ni feas ni frígidas”. Ni los hombres impotentes. Sería faltarle el respeto a los clichés institucionales, a los símbolos patrios, a la entidad misma del ser caribeño. Lo que él quiere contar es una nación entera, una lengua, un acento que va de un Caribe a otro, de las diferencias de clase, de la diferencia entre personas, del mundo real y del otro: el místico que va ganando forma, detalle, en una realidad brumosa y fantasmagórica. Como postales, América Latina y el Caribe son nubes cargadas de agua sucia. Parecen hermosas en el cielo y anuncian la abundancia, el tiempo de agua, la siembra. Pero lo que cae no ayuda ni abona ni enriquece el suelo que toca.
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colaboran Tayde Bautista (Ciudad de México, 1971). Narradora. Estudió la licenciatura en Derecho en la Universidad Anáhuac del Sur, el diplomado en Creación Literaria de la Sogem y la maestría en Letras Inglesas en la Universidad de Mumbai, la India. Premio Nacional de Cuento Juan Vicente Melo 2010. Parte de su obra se encuentra en la antología El espejo de Beatriz (Ficticia, 2008). Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Fabiola Eunice Camacho (Ciudad de México, 1984). Doctora en Sociología por la uam. Ha publicado en Revista de la Universidad de México, Casa del tiempo, Tierra Adentro, Pliego 16, Fundación, Este País, Otros diálogos y Sociológica. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Ensayo en los periodos 2011-2012 y 2012-2013, y del programa Jóvenes Creadores del Fonca, en la misma especialidad, en el periodo 2018-2019. Eduardo Casar (Ciudad de México, 1952). Ensayista, narrador y poeta. Doctor en Letras por la unam. Ha sido profesor de la FFyL de la unam y de la Escuela de Escritores de la Sogem. Conductor de los programas culturales Voces interiores (radio) y La dichosa palabra (televisión, Canal 22). Premio Internacional de Literatura Letras del Bicentenario “Sor Juana Inés de la Cruz” por Grandes maniobras en miniatura. Premio Universidad Nacional 2015. Ana Clavel (Ciudad de México, 1961). Es autora de las novelas Los deseos y su sombra (2000), Cuerpo náufrago (2005), Las Violetas son flores del deseo (2007), El dibujante de sombras (2009), El amor es hambre (2015) y Las ninfas a veces sonríen (2013); y de los libros de ensayo A la sombra de los deseos en flor. Ensayos sobre la fuerza metamórfica del deseo (2008) y Territorio Lolita (2017). Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. José Francisco Conde Ortega (1951 - 2020). Poeta, cronista y ensayista. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la unam. Profesor investigador de tiempo completo en la Unidad Azcapotzalco de la uam. Colaborador, entre otros, de Casa del tiempo, El Nacional, Revista Mexicana de Cultura, Revista Universidad de México y Sábado, de Unomásuno. Publicó más de treinta libros, el más reciente, Canto del guerrero (uam, 2017). Sandro Cohen (1953 - 2020). Cronista, ensayista, narrador y poeta. Estudió la Maestría en Lengua y Literatura Hispánica en la Universidad de Rutgers y obtuvo el doctorado en la unam. Fundador de la Editorial Colibrí. Algunos de sus últimos poemarios fueron Tan fácil de amar (2010), Quintaesencia. Poemas: Antología personal (2016) y Flor de piel (2017). Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Autora de la novela Te amaba y me chingaste (Vodevil, 2018), y el libro de relatos Orillas (Paraíso Perdido, 2018). Compiladora del volumen Bidi Bidi Bom Bom: diez y cinco writers en torno a Selena (Paraíso Perdido, 2019). Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva.
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Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Virginia Negro (Italia, 1985). Periodista, investigadora y académica. Se licenció en Comunicación en las universidades de Bologna y París. Ha realizado trabajos de investigación en España, Polonia, Argentina y México. Actualmente estudia el doctorado en Estudios Latinoamericanos en la unam. Es colaboradora de medios como La Reppublica y Milenio Diario, entre otros. Marina Porcelli (Buenos Aires, 1978). Es editora. Ha colaborado en el suplemento Laberinto, del periódico Milenio. Su primer libro de cuentos, De la noche rota, fue publicado por la Universidad de La Plata en 2009. En 2014 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco; Empacados al vacío. Ensayos sobre nada y Raras, entre otros. Arturo Rivera (1945-2020). Pintor figurativo. Estudió pintura en la Academia de San Carlos (1963 - 1968) y serigrafía y fotoserigrafía en The City Lil Art School de Londres (1973 - 1974). Expuso de manera individual en Chicago, Nueva York y México; en éste último su obra ha sido expuesta en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey (MARCO), en el Museo del Palacio de Bellas Artes y en dos ocasiones en el Museo de Arte Moderno. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Jaime Augusto Shelley (Ciudad de México, 1937 - 2020). Realizó estudios en la Facultad de Filosofía y Letras (unam). En 1960 aparece su primer libro en La espiga amotinada. Ha sido colaborador en diversos diarios de circulación nacional y revistas literarias. Fue guionista y coguionista de cine y dirigió varias obras teatrales. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y creador artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte (snca) en la disciplina de letras. Sergio Téllez-Pon (Ciudad de México, 1981) es escritor y editor. Autor de No recuerdo el amor sino el deseo (2008; traducido al inglés como Desire I Remember But Love No, 2013), La síntesis rara de un siglo loco (2017) y Retratos con Federico (2021). Compiló la antología Un amar ardiente. Poemas a la virreina (2017), de sor Juana Inés de la Cruz. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de la Facultad de Lengua y Literatura Hispánica (uv). Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Publicó La distorsión en 2019. Guillermo Vega Zaragoza (Ciudad de México, 1967). Escritor, periodista y maestro universitario. Ha publicado, entre otros, el libro de cuentos: Antología de lo indecible, y los poemarios: Desde la patria del insomnio y Sinsaber. Estudió Periodismo y Comunicación Colectiva en la unam y el Diplomado en Creación Literaria en la Sogem.