Casa del tiempo 61, marzo-abril de 2020

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Revista bimestral de cultura • Año XXXIX, época V, Vol. VII, número 61 • marzo - abril 2020 • $60.00 • ISSN 0185-4275

Casa del tiempo • número 61 • marzo - abril 2020

Una lírica narrativa “Omerod”, un relato inédito de Ricardo Garibay Pasajes de luz: James Turrell María Conejo: la enunciación del cuerpo

Tiempo en la casa, suplemento electrónico: “Amparo Dávila hoy”, de Vicente Francisco Torres



Editorial

“Omerod” —un relato hasta ahora inédito del escritor mexicano Ricardo Garibay— fue rescatado por María Garibay y la cronista Josefina Estada hace algunos meses. A propósito de este hallazgo y en conmemoración de los 97 años del nacimiento del autor, integrante de la llamada generación de medio siglo en México, Casa del tiempo reunió una serie de poemas y relatos escritos por autores de distintas edades y procedencias para acompañar este feliz rescate; entre otros, Eduardo Saravia, Ingrid Fugellie Gezan, Mario Panyagua, Brenda Ríos, Héctor Antonio Sánchez, Mariana Bernárdez y Abril Castillo. En De las estaciones, Lucila Navarrete Turrent entrevista a la narradora y dramaturga Nora Coss a propósito de la publicación de su primera novela. En Ménades y Meninas, Verónica Bujeiro nos ofrece un recorrido por la exhibición Pasajes de luz, de James Turrell —cuya obra también reproducimos en nuestro Ensayo Visual—; por su parte, Fabiola Eunice Camacho perfila el trabajo plástico de María Conejo; y Clara Grande analiza la polémica figura de Yoko Ono y su propuesta conceptual. En Antes y después del Hubble, Nora de la Cruz nos introduce a la novela En estado de memoria, de Tununa Mercado, recientemente reeditada en la colección Vindictas de la unam; Marina Porcelli continúa la serie “El tranvía que no paraba nunca” mediante la revisión de la peculiar serie policial del escritor afroamericano Chester Himes; Adán Medellín investiga el escabroso caso del también escritor de novela negra Ross Macdonald y su hija; y, por último, Bernardo Ruiz esboza algunos aspectos fantásticos del relato “La trama celeste” de Adolfo Bioy Casares.


Rector General Eduardo Abel Peñalosa Castro

editorial, 1 torre de marfil

Secretario General José Antonio De los Reyes Heredia

Omerod, 3 Ricardo Garibay

Unidad Azcapotzalco Rector Oscar Lozano Carrillo Secretaria María de Lourdes Delgado Núñez Unidad Cuajimalpa Rector Rodolfo Suárez Molnar Secretario Álvaro Julio Peláez Cedrés Unidad Iztapalapa Rector Rodrigo Díaz Cruz Secretario Arturo Leopoldo Preciado López Unidad Lerma Rector José Mariano García Garibay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rector Fernando de León González Secretaria Claudia Mónica Salazar Villava Casa del tiempo, año xxxix, época v, vol. vii, núm 61 • marzo-abril 2020. Revista bimestral de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Francisco Mata Rosas Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz (†), María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Imagen de portada Lagunas mentales III, María Conejo Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XXXIX, época V, vol. VII, número 61, marzo-abril 2020, es una publicación bimestral editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, alcaldía Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica de la revista: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo, dirección electrónica: editor@ correo.uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Bernardo Ruiz. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo de Título No. 04-1984-000000000622102, ISSN 0185-4275, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Certificado de Licitud de Título número 553 y Certificado de Licitud de Contenido número 633, ambos otorgados por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Impresa por Ediciones del Lirio S. A. de C. V., Azucenas núm. 10, colonia San Juan Xalpa, Alcaldía Iztapalapa, Ciudad de México. C. P. 09850. Tel. 56134257. Este número se terminó de imprimir en la Ciudad de México, el 29 de febrero de 2020, con un tiraje de mil ejemplares. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

profanos y grafiteros Manifiesto de abril o las virtudes del cuerpo, 9 Ingrid Fugellie Gezan Dos poemas, 11 Mario Panyagua Ensayo sobre la infidelidad, 14 Brenda Ríos Cuatro poemas, 16 Eduardo Saravia Un saber subterráneo, 18 Mariana Bernárdez Tríptico, 19 Héctor Antonio Sánchez Tres llaves, 22 Abril Castillo Telúricos momentos, 25 Eduardo Contreras

de las estaciones Regresar al silencio. Conversación con Nora Coss, 28 Lucila Navarrete Turrent

ensayo visual James Turrell: Pasajes de Luz, 33

ménades y meninas Ir hacia la luz: James Turrell en el Museo Jumex, 40 Verónica Bujeiro María Conejo: la enunciación del cuerpo, 44 Fabiola Eunice Las lecciones de Yoko Ono, 48 Clara Grande Paz

antes y después del Hubble Hacer de un limbo un país. Introducción a En estado de memoria de Tununa Mercado, 52 Nora de la Cruz El tranvía que no paraba nunca. Chester Himes: viaje el centro de la opresión, 55 Marina Porcelli Una hija trágica: un caso para Ross Macdonald, 58 Adán Medellín Ecos de “La trama celeste”, 61 Bernardo Ruiz Esta ciudad no tiene olvido, 64 Jesús Vicente García

intervenciones, 69 Alicia Sandoval

francotiradores Jugaré contigo, de Maritza Buendía, 70 Alberto Ortiz [Tiempo suspendido], de Camilo Vicente Ovalle, 73 David Barrios Rodríguez Ahora imagino cosas, de Julián Herbert, 76 Paul Medrano Carlos Denegri: let’s for the money, de Enrique Serna, 78 Gerardo Antonio Martínez

colaboran, 80 Tiempo en la casa. Amparo Dávila hoy Vicente Francisco Torres


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Omerod Ricardo Garibay Gracias a María Garibay y a la cronista Josefina Estrada, Casa del tiempo presenta este relato, hasta ahora inédito del autor, entre otras, de las novelas Beber un cáliz, La casa que arde de noche y Par de reyes.

Un hombre hermoso de setantaitantos años, plateado y rubio y oscuro de sol. —¿Por qué eres tan alto? —le pregunté—. ¿De dónde vienes? —Del norte, vikingos, se establecieron en York. Lo dijo casi con timidez, o como ofreciendo una disculpa. Su suave y grave voz. Sus grandes manos delicadas. Estamos en el comedor, merendando. Mónica llegó hace tres días de Londres, donde vive desde hace veinte años; y ya, por fin, se avino a las diferencias de horarios, despertó enteramente y puede contar cosas. Y eso es lo que está haciendo, porque María dijo: —Pero lo que quiero explicarme es por qué el mundo resulta estrecho o rabón o despoblado. Y me refiero a la literatura. No estoy dando testimonio de la vida que transcurre delante de nosotros, la que, me imagino, se da igual que en las novelas, si las novelas son buenas. No. No he vivido lo suficiente para hablar de la vida. Pero sí puedo hablar de la literatura. Tomas una novela europea, y el mundo se abre, abigarrado y múltiple. Tomas una novela mexicana, y el mundo se adelgaza hasta hacerse casi lineal, un mero esquema del mundo. ¿Me explico? Y no es falta de talento, ¿o sí? —No, creo que no —dije—. Es falta de mundo. El mundo se adelgaza por falta de mundo, precisamente. —Eso, mundo, sobra en Inglaterra —dijo Mónica—. Se abruma uno oyendo hablar a esa gente. Hasta el más simple resulta atractivo si se suelta a hablar y a contarte su vida. Estaba yo en una estación esperando el tren. Y un hombre de más de sesenta años me dijo, porque sí:

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—La guerra tuvo cosas buenas. —¿Cómo puede usted decir eso? —le dije. —Mire… jovencita, usted no es de aquí y vale la pena contárselo. Yo me llamo Albert Maxwell y soy ingeniero. —Mucho gusto, ingeniero. —¿Y sabe dónde me hice ingeniero? —No. Me imagino que en una universidad. El hombre se echó a reír, y no paraba. —¿Dónde? —pregunté. —En el campo de concentración, durante la guerra. —Pero, ¿cómo? —Mire… nos arrebañaron y nos metieron en el campo. Había de todo, desde limpiabotas hasta doctores en matemáticas, desde cantantes hasta vividores de mujeres. Fue atroz. Y nos estábamos volviendo locos. Y dijimos: “Aquí hay muchos doctores, de todo, vamos a organizar unos cursos, que nos enseñen”. Y así fue. Y cuando acabó la guerra vine a presentar aquí en Londres mis exámenes. Y soy ingeniero. —¿Y qué era usted antes? —Mecánico, en una parada de autobuses. —Caramba… Pues sí, la guerra tuvo cosas buenas. —Eso me quedé pensando —se apresuró a decir Mónica—, pero lo que quiero contarles es otra cosa; a propósito de lo que estaban hablando tanto tú como María. Es la vida de John Omerod. Omerod no es apellido inglés, es vikingo. Ya les dije de su estatura, de sus manos. Es un hombre toda gentileza. Los ojos muy azules, y cuando mira de frente se le ve todo el mundo y toda la vida por donde ha pasado, que es tantísimo. Era mi alumno de español, que él medio había aprendido en Colombia, al lado de Isabel, una indígena colombiana analfabeta. Los abuelos y los padres de John Omerod eran de la alta burguesía inglesa, lindante con la aristocracia. Abogados y pianistas. Él ha vivido entre libros, música y empresas en el extranjero. Y ahora cultiva flores y hierbas finas en su jardín. Viste invariablemente

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pantalones de pana, camisas de algodón y sacos de tweed. Una parte del jardín está sembrado de amapolas, porque él adquirió la costumbre en Indonesia. —Eso significa opio —digo. —Eso significa opio —dice Mónica y asiente gravemente y con lentitud—. Adquirió… ¿verdad? No estoy hablando de un monje. —De acuerdo —digo. —Bueno… —retoma Mónica— pues cuando tenía dos o tres años John Omerod, los padres habían ido al teatro y lo dejaron con la nana, y se cayó en la tina de agua hirviendo. Despertó en el hospital dos días después con quemaduras de tercer grado. Hasta los dieciséis sufre severos ataques de erisipela y durante temporadas vive en cama enteramente vendado. La nana y la madre lo cuidan. Él adora a la madre, la adoró hasta la muerte. Tiene dos hermanas; pianista una, jardinera la otra: artistas, como la madre. “Siempre había gente en la casa” —me contaba en las clases de español—. Los amigos de sus padres y abuelos, las amigas de sus hermanas. Música, literatura, filosofía, política. Y una de aquellas amigas, cuando él tiene seis años, abusa de él sexualmente. Sesenta años después me decía que no entendía, que nunca había logrado entender por qué no podía hablar las lenguas, ni la suya propia. Apenas comenzaba a hablar, con conocimiento de las gramáticas y las sintaxis, veía una sábana blanca que lo cubría y lo silenciaba. Bajo esa sábana blanca John Omerod se ha sofocado de dolor y frustración toda su vida. —¿Relaciona la sábana blanca con la violación? —preguntó María. —Espera —dijo Mónica—. Ya saldrá eso. Lo importante es que hasta sus cincuenta años, acudió a toda clase de fisio y psicoterapias, pasando por los baños eléctricos y el hipnotismo, sin ningún buen resultado. Pero si retrocedemos, para no dejar cabos sueltos, vemos que como vivía enfermo y no podía asistir regularmente


al internado, sus padres lo llevaron a una comunidad antiquísima de cuáqueros alemanes, cerca de su casa. Y él dice que la austeridad, la cordialidad y la extrema sencillez de esa comunidad lo han acompañado toda su vida. El vigor y la paciencia le vienen de ahí. El inmenso amor a su madre, a sus hermanas y a las amigas de sus hermanas, le llena de ansiedad la adolescencia. Despertaba, pues, rodeado de mujeres. Los ataques de erisipela se intensifican y siente que se ahoga. Entonces suplica a su padre que le permita ir a la guerra. El padre niega el permiso, la madre no quiere ni oír hablar del asunto. El muchacho adolescente busca la ayuda del médico familiar, que le dice al padre: “Esto puede ser su curación”. El viejo abogado, con sus influencias en el Parlamento, le consigue la aceptación en un barco de la armada naval inglesa. Barco petrolero. De este modo, John Omerod queda al margen del conflicto armado de Europa, y a los diez y seis años zarpa rumbo a Argentina. —Allí, en los burdeles de Buenos Aires, perdí mi virginidad y desapareció mi enfermedad —me dijo muchos años después. Por cinco años cruzó mares y océanos y regresó duro y hombre a Inglaterra. Repudia a la familia y se hace socialista. Escribe teatro y las obras le salen mostrencas. Le ahoga su medio ambiente. Busca enamorarse y se casa con una inglesa socialista intelectual. No consigue en el matrimonio su lugar ni el sosiego que busca. Tiene dos hijos hombres, de gran belleza. La inglesa se vuelve, con los años, una histérica feminista, ocupada sin tregua en la psicosomatización de su propia angustia. Además, su agresividad es intolerable. El matrimonio se deshace. Él deja hijos, mujer, casa, coches, cuentas de banco, y sin nada sale a buscar trabajo. Renuncia al partido socialista y al mundo cultural londinense. Consigue un puesto como redactor en el departamento de mercadotecnia y publicidad en

una compañía transnacional. Hace un último intento: tres de sus obras teatrales son puestas en escena. El fracaso es completo. Es un hombre que ha desembocado en el vacío, o en un muro sin grietas. Renuncia a su trabajo, entrega lo que tiene, se despide de sus hijos y toma el avión a Indonesia, donde aprende a meditar cerca de los lamas, durante cinco años. Una navidad, cinco años después, regresa a pasarla con su exmujer y sus hijos. Allí, en la cena de Navidad, se reencuentra con Rodha Wadia, una antigua vecina con la que los Omerod compartieron sus años de casados. Los Wadia, Rodha y Harsha —el esposo— con dos hermosas hijas, una chelista, jardinera la otra, vivían en la casa de junto y también se divorciaron. Con lo cual quedaron frente a frente John y Rodha. John regresa a Indonesia después de aquella Navidad; pero durante tres años se comunica algunas veces con Rodha. Por su parte Rodha, parsi, nacida en Bombay, de familia aristocrática, estudia en Francia, y se hace perfectamente trilingue. Un día, John consulta con los monjes budistas, toma un avión a Inglaterra, le propone matrimonio a Rodha y regresa al monasterio; con ella y los cuatro hijos, para contraer matrimonio delante de los lamas. De regreso a Inglaterra, la nueva familia Omerod se establece en una casa de campo, al sureste de Inglaterra. John ha heredado su casa paterna y una buena cantidad. La nueva señora Omerod trabaja en vitrales, cocina espléndidamente y disfruta las reuniones con intelectuales y amigos. John medita a la manera budista, lee, escribe y cultiva su jardín de rosas y amapolas. De la convivencia entre los cuatro hijos resulta un amorío de dos de ellos: la chelista y el director de teatro. Y el amorío tiene que suspenderse porque produce o

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provoca un excesivo desequilibrio en la familia. Los muchachos salen de la casa y se separan. Años más tarde se buscarán como hermanos. Los otros dos hijos —Rodha tiene dos hijas, y John dos hijos, recuérdese—, por no sé qué razones también se van. Solos, John y Rodha, acuerdan una relación amorosa en la que, de vez en cuando, se permite la entrada a un tercero. —No entiendo —dice María. —Calma —digo yo. —Bueno… Cómo te diré… —dice Mónica. —Oh, sí entiendo —dice María—. Pero no quiero disimulos, que todo quede expreso; todo claro, al pan, pan. —Bueno, está bien –—se resigna Mónica—, al pan, pan. Ellos, Rodha y John, acuerdan una relación amorosa muy inteligente, o muy culta, o muy madura, o muy no entiendo. Reciben a muchos visitantes, sobre todo a jóvenes, por sus hijos. Bueno, pues acuerda que si ella se enamora de uno de los jóvenes o si él se enamora de una de las jóvenes lo tome o la tome como amante, el tiempo que dure ese amor, y no en las calles del pueblo donde viven o de Londres; no, sino en la casa, sin peligro y sin escándalo. En la inteligencia y el abrigo de la casa, ¿me explico? Y se deshace el asunto cuando se deshaga el amor. Y punto, no ha pasado nada. Ella es la que más echa mano de este acuerdo, claro. Él tiene setantaitantos y ella cincuenta y cinco. —Y viven —continúa Mónica— con un orden, con una paz, con una serenidad que para nosotros, mexicanos, resulta natural y al mismo tiempo desconcertante. Digo, natural porque los ves vivir bien, o inteligentemente, convencidos de que todo lo hacen como debe ser; y desconcertante porque es la vida de la gran burguesía, inútil y absorta en sus naderías, en su exclusivo bienestar. —Eso es lo reprobable —dice María—. Si hemos de juzgar, que prefiero no hacerlo: las naderías y el bienestar exclusivo; viven como si el dolor en el mundo

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fuera una fantasía. Tal vez esto sea envidiable pero no me convence, no lo envidio. —Qué piensas —le pregunto a María— del acuerdo sobre los posibles amantes. —Bueno, como dice Mónica, natural y desconcertante. No acabo de digerirlo, aunque tal vez… Sí… Tal vez una dosis prudente de esa libertad extrema y que todavía vemos pecaminosa… Si nos llegara; es decir, si tuviéramos un poco de esa libertad extrema o de esa ultra comprensión de la igualdad entre los sexos… Tal vez, en esta sociedad machista y tan primaria… No sé. Y Tú, ¿qué piensas? Por generación o generaciones estás muy lejos de eso, pero por inteligencia, no. —Gracias. Qué pienso… Si amo a una mujer no quiero imaginarla en la cama con otro hombre, y a quince metros de distancia, cuando mucho; no quiero, no puedo. Alicia Tabares me contaba ayer apenas de un matrimonio amigo, muy jóvenes los dos, que hacen este pacto: él quiere verla haciendo el amor, ella acepta. Él invita a un amigo y lo invita a acostarse con la mujer. El amigo es casado, también en la total juventud, y acepta. El marido supervisa el encuentro. Y el amigo, en una borrachera, comido de remordimientos, le cuenta todo a su esposa. La relación entre las dos parejas se pudre. La esposa odia a la esposa que se acostó, y almacena un resentimiento sin límites hacia su propio marido. Muy poco después la primera mujer, la que aceptó acostarse, muere. Ella, la resentida, se me presentó diciendo: “Abrázame que traigo una buena noticia: murió fulana, se hizo talco en un accidente de motocicleta”. La injurié, por supuesto. Creí que había acabado mi amistad con ella. Pero ahora no sé qué hacer, no sé si odiar a toda esa gente o es mayor la tristeza de verlos hoscos, frustrados, distantes, heridos para siempre como si se rascaran una llaga purulenta… Con esto, y para venir a estotro de la vida del señor Omerod, que nos cuenta Mónica, lo de los ensayos de amor con los posibles amantes, dentro de la casa, puedo


decir, y no me queda más remedio que añadir, humildemente: no entiendo, no los entiendo. Nos quedamos callados. Pedimos más café. Mónica toma un cigarro: —En Londres no fumo ni en ningún lugar de Europa. Pero llego aquí y qué pasa, que todos fuman, y me pongo a fumar, y lo peor es que lo hago con gran deleite. —Sigue —le digo, encendiéndole el cigarro. Mónica aspira, echa el humo, hace memoria y dice: —John Omerod vuelve a su desasosiego: la sábana blanca, los ahogos, el no poder estarse quieto ni un momento. Y va a la compañía transnacional y pide ser enviado al extranjero. Lo mandan a Bogotá, Colombia, a hacerse cargo del departamento de mercadotecnia y publicidad. Es aquí, en los preparativos para este viaje, cuando yo lo conozco, como estudiante de español en la escuela donde trabajo. En Colombia estará tres años. Al llegar renta un departamento y alguien le consigue una criada: Isabel. Durante el día, él trabaja en la oficina; por la noche medita, lee y escribe. Ahí comienza a trabajar la idea de un libro sobre religión secular. Isabel lo cuida y lo vela como si él fuera una criatura desvalida. La enternece el poquísimo español de John, como a él lo enternece la total mudez de Isabel en el inglés. Antes de los tres años acabaron compartiendo la cama y las dos lenguas. —Por primera vez me enamoré, y por primera vez, con ella, encontré la paz y el sosiego que tanto buscaba —me dijo años después. Ya para regresar a su Inglaterra, él trataba desesperadamente de imaginar a Isabel en Inglaterra, en el mundo que para él era familiar. Y no la veía. Luego trataba de imaginarse a sí mismo en Bogotá, en el mundo de ella. Y no se veía. Lloraba delante de mí, como lloraron muchas noches juntos y sin esperanza, John e Isabel. Se amaban más y más, se amaron hasta el paroxismo. Y se separaron.

—No podía, no debía quedarme —me decía—. No podía hacerle eso a Rodha, y tampoco podía, abusivamente, sacar a Isabel de su mundo. En Inglaterra —oh, el eterno retorno—, John volvió a las clases de español. Esta vez, en mi casa. —Ha vuelto la sábana blanca —me dijo—. Tú eres la única persona que puede ayudarme a quitármela. Trabajamos tres años más. Aprendió bien la gramática y la sintaxis. Escribió pequeños poemas y limpias páginas en prosa. Pero no logró hablar la lengua. Nos reuníamos una vez por semana, durante tres o cuatro horas; estudiaba John y me contaba su vida y sus emociones. Por supuesto nunca pude ayudarlo a quitarse de encima la sábana blanca. Le dije: —Entiendo algo, pero no soy psicoanalista, y mi condición de profesora de español es sólo eso. Siento que la sábana tiene que ver con el abuso sexual en tu infancia. Tú averígualo con una ayuda apropiada. Luego de esto me propuso una relación amorosa: —Rodha no se opondría; tenemos el acuerdo que ya conoces… No acepté. Las clases se suspendieron. Un año más tarde, Omerod me llamó por teléfono. Isabel había estado trabajando en Bogotá, con un matrimonio de españoles. Había ahorrado algún dinero. John le había dejado dinero mensual mientras John viviera, y la casa donde habían vivido. E Isabel estaba en Madrid a punto de tomar el avión para Londres. Sonaba muy alarmado y abatido en el teléfono, y como yo era la única que sabía del asunto me pedía que le ayudara a escribir una carta dulce, suave pero firme: Isabel debía regresar a Bogotá y olvidarse de él para siempre. Nos vimos en mi departamento. Me dictaba la carta y se ahogaba en lágrimas y en ese llanto estaba el desgarro de un caballero inglés, perfecto aristócrata. Había decidido regresar a Indonesia. Renunciaba a todos sus bienes, en beneficio de Rodha. Se despedía de Isabel, la única felicidad que había conocido.

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Manifiesto de abril o las virtudes del cuerpo

Ingrid Fugellie Gezan

En este vientre de cuerpo agradecido en este trozo ambiguo, denso, inquietante en esta zona de magnitud oscura: las pulsiones acontecen como dolores de parto como tortura que se aplica en el cerebro como descarga eléctrica en la tarde que decrece como guerra continua de baja intensidad. Hay en sus dobleces extensiones fibras de extraña transparencia movimientos involuntarios resistencias, alumbramientos tornados, maremotos, tempestades. Corredores de sangre se deslizan a través de sus paredes nubarrones, crines de caballo fosforescencias. Una varia ontología designa al cuerpo y lo constriñe. Uterina o vaginal, la estatura aminora y desvía el sentido el montaje estrecho que la historia nos impuso presiona la espalda las caderas los brazos. Sobre todo las caderas: continente, designio, lugar en el espejo del otro que domina la imagen y no la materia que siento cuando camino. Ese espacio articulado que al pasar del tiempo se quiebra, retuerce y pulveriza. Los huesos: estructura solemne que se desliza en vagos recorridos que sostiene el deseo perteneciente al futuro

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que alcanza la luz al empinarse que construye quimeras con el cerebro y la mano que trasciende el encierro maternal y las faenas de la casa cuando empuja la planta del pie contra el muro. Los pechos: ese territorio intervenido por la ciencia médica que nutrió a las hijas que hice nacer hijas atolondradas como yo que por ellas me llaman madre porque soy de mí la madre que mece las ideas que produce el cuerpo cuando ilumina el entendimiento cuando resiste la copia cuando se aleja del mundo y fortalece la duda. El cuerpo todo: unidad irreductible continente abierto a la comida pretexto del saber a ciencia cierta abismo, rutina, descalabro lámpara en la tarde fracturada poema y escenario arrojo, placer y despropósito en piernas, cuello, orejas, piel en músculos como relojes en la línea que permite enderezar la columna y atravesar los pasillos estrechos, oscuros, zigzagueantes. Virtudes del cuerpo homenaje a lo efímero. Sonríe la cara o se conmueve por la visión del otro que llora en desconsuelo que habla, que confunde, que afirma aunque la mentira se disfrace y jamás se traduzca en argumento. Voy del cielo al infierno transito laberintos, inclemencias, dolores arribo a la más cándida protesta, detengo el camino. Luna delgada en la penumbra horizonte lejano y transparente. ¿Lograré disminuir el paso incierto del riesgo que acontece en el cuerpo cuando la materia se esfuma? Dedico la vida al sol en el ocaso evito traspasar las tinieblas del oficio bajo un colchón de arena suenan campanas acurrucada llevo en la espalda el origen y el vuelo acompasado de gaviotas en el mar.

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Dos poemas Mario Panyagua

Incapaz de cortarlo Así / mientras mi abuela cortaba una cebolla / iba contándome su vida / y me daba consejos / de lo que ella no hizo / —Conviene que te cases con quién quieras —decía curvando el cuchillo hacia la izquierda / —Lo mejor es que te amarres bien los zapatos —mientras picaba con presteza las capas gruesas / —Imagina qué flojera tener que ser centauro / y anudarte cuatro / echado como res ante tu cama —mientras se secaba una gotita de sudor de la frente / —Yo aprendí que la vida / es sí y no al mismo tiempo / Uno no sabe para quién trabaja / por eso creemos ser artistas —mientras raspaba los dientes del afilado objeto Qué diría mi abuela al verme ahora / Ante todo sería más vieja / obviamente / y con suerte ignoraría que no trabajo / que no soy un artista / que no me he casado o si voy descalzo / pero seguro acabaría por despeinar la cebolla / diciendo taciturna —Siempre que llego al corazón / las lágrimas me brotan —Incapaz de cortarlo.

Estudiaron un poema en la Academia Lo exhumaron del panteón laureado —Son sólo huesos —expresó un estudiante Sobre la plancha lo depositaron / Cadáver / le abrieron las mandíbulas / y extrajeron la lengua / Ansiosos como niños que arrancan patas y alas a insectos / comenzaron a diseccionarlo —El primer verso no parece cabeza —mencionó un estudiante / notable por su saber en anatomía poética —Los encabalgamientos son forzados... parece faltar músculo a esas piernas —No imagino cómo pudo llegar hasta aquí sin pies —complemento otro

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—Mira aquella atrofiada metáfora... pronto iba a sufrir una rotura de ritmo —mencionó un tercero / que creía empuñaba en la punta de sus pinzas / la novísima respuesta / a la pregunta que nadie formuló —La psicología de este verso es oscura —dijo en tono freudiano la experta en semiótica Cortaron las extremidades / Vieron tumores donde había órganos / Confundieron un apéndice con un falo de duende —¡Miren qué bello muerto! —decía la profesora / que poema en su vida parió nunca Sobre los remiendos los injertos / un Frankenstein reconstruyeron / y lo vieron hermoso / ignorando que no encontraron nunca / el corazón del poeta

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Ensayo

sobre la infidelidad Brenda Ríos

Siempre me gustó hacer preguntas incómodas a mis amantes del tipo de cómo cogían a sus esposas si tenían otras mujeres además de mí les pedía que me mostraran las fotos pedía detalles físicos no me interesaba saber por qué lo hacían —engañar a sus esposas— no iba por ahí mi inquietud yo quería ver qué hallaban en unas y otras de qué otra manera buscaban el gozo y veía los ojos de ellas, las bocas sonriendo con dientes muy blancos algunas mejor vestidas que otras algunas con cierta tristeza en la mirada me gustaba saber que éramos comunidad una tribu que compartía el falo, la palabra, la intimidad saber que es de ahí, del cuerpo mismo donde uno habita y entra y sale como una casa Ellos volvían, dos años o diez años después y comenzábamos justo donde lo habíamos dejado: una charla interrumpida es el amor una charla donde procuramos recordar la historia del otro, los recortes de infancia no se me hubiera ocurrido jamás que dejaran a esas esposas tan sólidas por otro lado y se quedaran conmigo

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no era eso, la propiedad no es mi tema. Yo sabía, ellos sabían, ellas también sabían, que es así como funciona el mundo: vamos de un lugar a otro, dejando un poco de ruido y piel un poco de humedad marcada en el suelo a modo de babosas una temblorosa inquietud buscando algo sin hallarlo nunca el regazo, la madre, la ternura, la violencia, el castigo, lo sórdido, lo sucio, todo ello mezclado en una sola certeza: moriremos pronto El terror es tal que caemos en los cuerpos como acantilados y nos arrojamos de una vez a la muerte de manera voluptuosa voluntariamente con los brazos estirados como cuerdas

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Cuatro poemas Eduardo Saravia

Barcos Las primeras vivencias rara vez nos pertenecen. Viajamos a expensas de los padres, tres o cuatro fotografías lo documentan, confirman nuestra presencia aquí o allá, pero nos es imposible recordarlo. “Mira, aquí fue cuando empezaste a caminar, ¿en serio no te acuerdas?” La primera vez que recuerdo haber viajado en barco fue en el Ferry de Cancún a Isla Mujeres, y fue hace tanto tiempo que solo conservo algunos cuadros, rápidas imágenes a blanco y negro, más bien difusas. Después hay viajes en lancha, muchos de ellos. Pero un viaje en barco, un barco con 200 camarotes, restaurante, bar, como el de esta vieja fotografía, hablando de memoria, nunca lo he emprendido. No sé por qué me siento mal cuando en algunos puertos veo un transatlántico a lo lejos. No sé por qué tanta nostalgia.

Trincheras En algún lugar soy el propietario de una tienda de tabaco. Abro a las ocho de la mañana (los fumadores no saben esperar) y me preparo para otro día de venta. Ordeno las vitrinas, charlo con algunos proveedores: no me quejo. El establecimiento es pequeño pero agradable. Predomina el color café, en general es silencioso, el piso es blanco. En las tardes de lluvia miro a través del ventanal y me pongo a recordar no sé qué instantes que me hacen sentir agradecido. Es posible. Se hace más y más real a medida que lo pienso, al otro lado de un agujero negro, en los límites del cosmos. En algún lugar hay otro que también soy yo. Le gusta su trabajo y sale a caminar los fines de semana. No necesita anteojos, adora la pizza, jamás ha probado el cigarrillo. Cuando sale a correr, corre; cuando es hora de comer, come; cuando va a dormir, duerme. Adivino que también escribe, pero lo hace tras una plácida trinchera y lo hace bien. Sospecho que ninguno de los dos sería mi amigo.

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Celdas Jamás he estado en la cárcel. Recuerdo, sin embargo, un fuerte olor a humedad, un muro de 12 cuartas x 14 y una ventana protegida con barrotes. Aún puedo verme mirando la pared durante horas. Encuentro sus imperfecciones, descubro formas precisas en las manchas. Pasan días y días. Veo el mundo entero plasmado en una pared que ni siquiera existe. A veces, al entrar en un sanitario público, asustado me detengo, el olor me lleva hasta esa celda y debo darme un minuto para reponerme. Otras cierro los ojos e intento mirar por la ventana, ver lo que hay al otro lado, pero vuelve aquella sensación de horror y permanezco inmóvil, con la mente en blanco, como si a fuerza de mirar el paisaje desapareciera. Jamás he estado en una cárcel. No. Ni siquiera en los separos de una comandancia, donde te despierta el frío a media noche y las carcajadas se elevan desde el suelo hasta agolparse en un camastro improvisado.

Puentes ¿Había o no había un puente en esa carretera? Pasábamos por ahí para llegar al viejo cementerio, siempre de noche. Un grupo de chicos alocados, ávidos de fiesta y aventuras. La vida era eso que hormiguea en las manos y hay que ponerles cigarros y cerveza para contenerlas. Hay que golpear, besar, tomar otras manos para contenerlas. Éramos jóvenes. Íbamos al cementerio del pueblo en busca de fantasmas. No sabíamos que a los verdaderos fantasmas los estábamos fraguando, que los terminaríamos de fraguar más tarde, cada quien a su medida, y que nos perseguirían y serían más grandes y terribles. Hace poco encontré a un compañero de aquellas aventuras. Recuerda las noches en el cementerio, la carretera, pero no recuerda el puente. “Hay un puente peatonal, sí, pero no tiene más de cinco años”. Es raro. Tal vez trasladé ese puente de otro sitio, otro recuerdo. Lo cierto es que mi memoria lo necesita ahí. Precisa de ese fantasma para pasar al otro lado.

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Un saber subterráneo

Mariana Bernárdez

El mundo cifra su misterio en lo que desvela, y hay quien lo resguarda para que permanezca en la historia mediante la repetición de su mantra, salvación que extraviará la eternidad porque lo único cierto es el deshojar de las flores. Y soñar. Soñar con vencer lo temible, aún de saber que ante la muerte todo gesto es simulación. ¿Y la vida?, la vida va quemándose en su fuga, arrollando con su ritual de peregrinaje: espigar el ánima, y portar como bien preciado la promesa de una buena muerte, porque no hay trecho que no se ande donde su cantal no abrigue. Qué breve la vida cuando lo no vivido arroja su peso inerte sobre el corazón; siempre se quisiera haber tenido más flores, o más días de baile, o haber sentido una mayor pasión en años donde no se supo salvo la esclavitud al minutero; y queda relegado al futuro el anhelo…, porque el día irrumpe azotando puertas y ventanas, urgiendo el levantarse para rendir el cuerpo a su flagelo, internarse en su avidez y dejarse marcar por su humareda; pero el corazón resiste en su afán de espera; de lo contrario, se secaría y se volvería puro descompás. Y espera; y espera a que un día otro sea el vendaval… La pasión le descubre su vulnerabilidad, lo zarandea con fuerza y lo arroja hacia el destino. Su distintiva voracidad delata su fiereza y afirma la imposibilidad de esquivar su poderío. El cuello se ofrenda ante el aire de los labios que se deslizan por la lisura de su tallo. ¿De qué está hecho su temblor que todo lo vence? Y el corazón es arrancado de raíz. La fragilidad se le volverá herida cuando el abandono se anticipe. Una herida como un golpe seco. Y andará la oscuridad, conocerá las emociones de lo terrible y la orilla de la melancolía, sólo por haber vivido alguna vez al filo de la lumbre y haber visto el ángel de su belleza, visión que atormentará las noches y los días…, hasta que rendido se aduerma y sea visitado por el bálsamo del olvido… Todo pasa. El polvo regresa a los rincones, y la respiración acompasa el latido. Y un día, porque sí, el tránsito del sueño le regala el lenguaje de las aves: impronta de futuro, que posa su peso y su historia sobre la hierba. El corazón despierta de su noche oscura para saldar la cuenta con lo no vivido. Otras aguas serán las que busque, otros murmullos, los de una “cristalina fuente donde contemple los ojos de su amado que en las entrañas lleva dibujados”.1 1 San Juan de la Cruz, Cántico “¡Oh cristalina fuente,/ sí en esos tus semblantes plateados/ formases de repente los ojos deseados/ que tengo en mis entrañas dibujados!”.

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Tríptico Héctor Antonio Sánchez

I Corrían trenes petroleros en mi infancia. Corrían caballos negros, máquinas de belfos hermosos. Había en ella largas vías: cadáveres ardientes bajo la luz de un trópico muy alto. Las vías se demoraban sobre piedras grises, como un río de sustancia mineral, como un lecho sin agua, sin anfibios. Veíamos los trenes pasar con belfos incendiados, indóciles caballos negros resoplando en la quietud del día: bestias nacidas de no sé qué desastre. Máquinas furiosas en la quietud del trópico, que iban del silencio hacia el silencio, máquinas enfebrecidas, místicas, liberadas a su imperio sobre un cadáver, un largo esqueleto sin memoria que cruzaba la ciudad en su delirio. ¿También las recuerdas, Rafael? A veces corríamos junto a su ruta, al salir del colegio, para subir en ellas y aproximarnos hasta algún punto más cercano a casa. Íbamos muy quietos, tres, cinco bachilleres, nueve:

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detrás de nuestra bestia iba quedando un paisaje imposible, devastado.

II ¿Los oyes, padre? Han entrado en el patio de la casa. Han entrado en la noche, mientras nosotros conversábamos a la mesa. ¿Puedes oírlos? Hablan con voces de antes de las voces; el suyo es un lenguaje que precede a la calle, los muros y al jardín de infancia. Arrastran en sus sílabas el aire de los muertos. Pronuncian, con gritos sordos, el primer idioma, el último. ¿Los oyes? Pronuncian, sin abrir la boca. (No tienen rostro, no tienen labios.) Sus manos prefiguran nuestras manos. En otros días amé la magnificencia de los edificios derruidos. En viejos días amé las ciudades consumidas por la flama. ¿Lo recuerdas? El fuego era mi elemento. De niño hice arder papeles, maderos viejos, hojas secas. Hice arder los restos del almendro que talaron después de una terrible plaga de gusanos. El trópico se encendía sobre nosotros: yo quise convocar el incendio en el incendio. Al fondo del jardín, la abuela vigilaba el pan en el horno de barro. Hoy la ciudad arde con ruido de metralla. ¿Las oyes, padre? Suenan sirenas a lo lejos.

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Sus luces entran por la ventana: su pupila azul, su pupila roja nos observan —el soplo del fuego, la crepitación del aire. ¿Las oyes? Cantan sirenas a lo lejos. Entonan canciones del hielo y de la flama. Intentan arrastrarnos hacia su dominio. Pero el poeta me toma por el brazo en el arquitrabe; me recuerda: “no te adentres dócilmente en la noche apacible”. Afuera, la ciudad arde en rumores suaves. La ciudad se consume en un horno de barro. Han entrado a la casa, padre. Sin rostros, sin labios, han derramado el contenido de las piedras. ¿Puedes oírlos? Su presencia no es visible y, sin embargo, en la sombra presiento pasos sordos que atraviesan la estancia. En la sombra se acuestan en mi cama, y murmuran en su lengua y al cerrar los ojos me obligan a pensar en edificios que el viento desploma. Me incitan a soñar con ciudades arrasadas por la flama.

III Y cuando fuimos niños, mi hermana y yo podíamos cruzar las vías, por donde corrían los trenes petroleros. Los niños que fuimos, sin recelar de la máquina, de nadie. Porque, quién iba a hacernos daño, cuando el agua fue clara e inocente. Las vías separaban nuestra casa de la escuela, bajo el sol del trópico. Íbamos de la mano: uno, dos, uno, dos, sobre la viga ardiente, guardando el equilibrio en nuestro uniforme azul y blanco. Porque el agua fue clara, y pudimos beber de ella, bajo los almendros. Bajo la clara sombra avanzaban, los niños que fuimos, sin temor de la máquina y los hombres. Nadie nos tocó. Cruzamos la vía, cuando el agua fue inocente. Y nosotros, y ese pedazo de tierra que era nuestra, y nuestra ciudad, y nuestro país —un país solar—: nosotros tocamos nuestras manos infantiles, bajo la suave claridad de los almendros.

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Llaves de hierro fundido. Imagen: Friedrich Haag (Wikimedia Commons)

Tres llaves Abril Castillo Cabrera

Pedro perdió la llave y ahora estaba atrapado en el pórtico que daba a la playa. Empezaba a llover y al pie de la escalera no tardaría en llegar el mar crecido. Pedro estaba en un limbo. Si la llave estaba tirada en la arena, las olas la devorarían tan pronto como comenzara a llover de verdad. Una verdadera aguja en un inmenso pajar. ¿Bajar antes de que eso pasara o esperar a su mamá bajo el techo del portón? Sabía que cuando ella llegara, lo regañaría. Siempre le pasa lo mismo. Es la tercera llave que pierde en el verano. Pero el verano ya iba a terminar. Ya estaban a fines de septiembre. Como si eso le diera otra oportunidad. Cada estación fuera el reinicio de algo. Si Pedro bajaba a buscar entre la cada vez más húmeda arena, ¿qué le haría a las bolsas de papel con la compra? La mesa del pórtico se había roto hacía unos días, habían metido las sillas. No. No podía dejarlas en el escalón ni en el piso. La comida se arruinaría. Lo único que su mamá le pidió. Le dolía que ella leyera su distracción como falta de amor. Que siempre que cometía esos errores ella lo hiciera sentir como un mal hijo. Como si todo a cada paso fuera una prueba y él siempre fallara. Prefirió dejar las bolsas. Aún el piso no estaba tan mojado. Si conseguía correr y encontrarlas a tiempo… ¿En qué momento se le habrían caído? Pedro dejó las bolsas lo más cerca que pudo de ese techo de vigas que poco hacía por detener la entrada del agua, y bajó los escalones de dos en dos, de tres en tres. Le gustaba la lluvia. A él en el fondo no le importaba mojarse. Se quitó las chanclas y sintió la arena embarrársele entre los dedos. Los pies hundirse, el mar llegar a donde él empezaba a caminar, el principio de la escalera. Trató de ver algo metálico, algo enterrado. Se hincó cada cinco pasos, cada seis. Caracoles, envases, una lata llena, una zanahoria que probablemente él mismo perdió en el camino.

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Tal vez la llave la había tirado en la tienda. Tal vez un gato la había encontrado en la banqueta y había jugado con ella, la habría arrastrado calle arriba y ahora quien la viera tendría frente a sí un metal sin sentido. Tal vez una tortuga desovando la habría arrastrado al fondo del hoyo que es ese útero en la tierra que construyen, y la llave se empollaría junto con sus tortugas. Esas tortugas que la tortuga madre jamás llegaría a conocer. Tal vez su llave matara a alguna de esas tortugas bebés. No podía hacer nada en ese caso. Ya estaba enterrada la llave. Tal vez nunca tuvo la llave. Tal vez la llave estaba adentro de la casa, sobre la mesa. ¿Por qué no se asomó? Tal vez su madre vio la llave olvidada y se la llevó para darle una lección. Otra lección. Siempre lecciones que Pedro jamás aprendería. Los lentes se le empañaban y las gotas le dificultaban ver. Se los quitó y fue peor. Empezó a patear la arena, las olas, la lluvia. Se hincó abatido y revolvió esa pasta en que se había convertido la playa sin encontrar nada. Se sentó vencido. La lluvia arreció como esperaba. Las gotas duras contra la mollera, los brazos, las piernas. Empezó a llorar. Las gotas punzantes contra sus manos, la nuca, la nuca, la nuca. Gritó desesperado. Un grito animal. Las gotas contra la cara, los párpados, los ojos. El mar llegando hasta él, mojando sus pies, sus muslos, sus nalgas, su cintura. Se acostó con los ojos abiertos. Ésa era otra prueba. Perder la tercera llave. Se puso los lentes sobre el pecho. La lluvia seguía pero él dejó de llorar. El ruido del agua en la lluvia, en el mar, en sus ojos. El ruido de un grito. Su nombre. Pedro. Pedro. Pedro. Entre la borrasca, alcanzó a entrever lo que podría ser la figura de su madre. No distinguía tampoco su voz por el ruido del mar. Era momento de enfrentarla. De regresar. De aceptar que había perdido. Strike tres. Resignado, Pedro se levantó y caminó con calma entre las olas que rompían en la playa. No diría nada. Ella siempre entendía sin palabras cuando algo había fallado. Pedro no abriría la boca y su madre sabría por qué estaba ahí afuera. Su madre sabía todo de antemano. Cómo hacerlo sentir mal, nada. Cómo anularlo. Subió las escaleras y, como pudo, con la playera hecha una sopa, intentó secar sus lentes. La grasa se embarró más en el cristal. Se los puso.

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No veía bien. Le pareció ver el rostro de su madre radiante. Se acercó a ella y la encontró también empapada. Parada escalera arriba, junto a la puerta. ¿Qué no lo iba a regañar? Pensó en cómo pedirle perdón esta vez. Qué sacrificios prometerle. Podría decirle que ahora él se encargaría de hacer la compra siempre, también de vuelta a la ciudad, pero qué confianza quedaba en su madre ahora. Que él cocinaría y lavaría los trastes. Siempre se dividían esas tareas, pero él podía hacerlas las dos. No había riesgo ahí. Le compraría un perro y él lo pasearía, él lo alimentaría y su madre sólo tendría que mimarlo y quererlo. Pedro lo entrenaría. Haría un mejor trabajo que consigo mismo y lograría que fuera un perro obediente y perfecto. O le daría a su primogénito. Le prometía que tendría un primogénito, aunque en el fondo Pedro no quisiera casarse nunca y menos tener hijos. Pedro se dio cuenta de que por primera vez parecía que su madre no lo veía. Que estaba de lleno metida en ella misma. ¿Por qué sonreía? Quería ser empático, pero no sabía si estaba siendo sarcástica, así que prefirió no decir nada, no preguntar. ¿Dónde estabas, Pedro? Perdí la llave, ¿puedes creerlo? Entre los dos hemos perdido tres llaves este verano. Y ahora, míranos, ambos llenos de lluvia. Ella no dijo nada. Sólo lo abrazó. Tomó la lata que aún traía Pedro en la mano y la echó en una de las bolsas casi desechas de papel. ¿Dónde estabas?, le volvió a preguntar. Pedro sintió que en el fondo no tenía que responder. Porque en ese mismo fondo tampoco quería saber por qué su mamá sonreía. Se sentía tan feliz de sentirla ahí aparte, ya no encima de él, siendo ella. No quería traerla hacia sí. Quería respirar un momento. Se separó la playera pegada al cuerpo. Sintió frío cuando la soltó y se volvió a adherir a su piel. Un solo instante basta. No encontraba el momento para decirle que él también había perdido su llave. Quería extender sólo un poco más ese momento. Se quitó los lentes y atoró una pata en la playera. Los lentes pegaron con algo metálico en su esternón. La llave colgada. La llave puesta todo el tiempo. Un lazo. Sonrió. Abrió la puerta y juntos metieron lo que quedaba de la compra, el papel desbaratado, las manos llenas de comida. El cielo comenzaba a aclarar.

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TelĂşricos momentos Eduardo Contreras Becerril

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FotografĂ­a: Giezi Uzziel


1 Cuando en las noches comencé a levantarme varias veces a orinar sentí que algo no andaba bien: dos, tres y hasta cuatro ocasiones iba al baño. Con el paso de los días, el chorro de orina poco a poco se hizo más delgado hasta que la micción se volvió una tortura por el dolor en la uretra o no sé dónde. Algo obstruía la orina y me ponía de un humor de carcelero. Y una noche, a pesar de la urgencia de orinar ni siquiera el chorro delgado salió, sólo unas cuantas gotas a intervalos. —Tiene usted la próstata inflamada —me dijo el urólogo al otro día. Me recetó un antibiótico y un antiinflamatorio, y días después, gracias al tratamiento, ya podía orinar; pero para descartar un problema serio siguió un antígeno prostático, un tacto rectal y un ultrasonido. Con los resultados de los estudios, el médico me dijo: —La glándula está muy crecida y se observa una tumoración en la misma. Tenemos que hacerle una biopsia, pero no adelantemos nada hasta que la revise el patólogo y diga de qué se trata —expresó cauteloso. Regresé a la clínica para realizarme la biopsia. A través de la uretra, el urólogo me extrajo una muestra de próstata y me pidió que pasara por los resultados en diez días. Entonces caí en un estado de preocupación que me desvelaba. ¿Un tumor? ¿Qué significaba eso? Muchas preguntas inquietantes me empezaron a acosar. Soy director de contenidos en una editorial y me mantenía ocupado, pero en los momentos más inesperados me llegaban de golpe nuevas preocupaciones: ¿y si es…?

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Fueron diez días con la preocupación sobre la espalda, hasta que llegó la fecha de ir por los resultados. Ese día mi esposa ya se había ido a trabajar. Me levanté, me bañé y desayuné con tiempo, y justo a la una cerré la puerta de mi departamento en el tercer piso del condominio. Bajé, subí a mi auto y salí con rumbo al consultorio. La tarde era soleada y transparente, unas flores amarillas resplandecían en el jardín de una casa en donde un anciano descansaba bajo un árbol. Y no había recorrido ni treinta metros sobre la calle cuando un movimiento del suelo me impidió controlar el auto. El asfalto se movía como ola y tuve que detenerme. A mí alrededor postes, casas y edificios se balanceaban y entendí que estaba temblando. Quise bajarme del auto pero temí que los cables de luz que cruzaban la calle se rompieran y comenzaran a latiguear; por fortuna, estaba en un sitio aparentemente seguro. Cuando la alerta sísmica sonó tardíamente, las calles ya se habían llenado de gente que gritaba y corría, los autos se detuvieron y las personas bajaban tambaleando. Las casas y edificios crujían y amenazaban con caerse. El caos y el miedo impregnaron el aire en unos cuantos segundos. La estridencia, el bamboleo y la ansiedad de hombres, mujeres y niños crearon una angustiosa irrealidad. En medio del caos, un estruendo hizo más alarmante la visión de ese momento. Me volví y a través del medallón trasero de mi auto alcancé a ver cómo se derrumbaba el edificio en el que yo vivía, del que unos minutos antes había salido. El edificio se venció hacia el frente. Ladrillos, cemento y cristales rotos cayeron sobre la acera. La densa nube de polvo que se levantó no era más que un presagio funesto de la suerte de los

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vecinos que no alcanzaron a salir. La histeria se acentuó: rostros angustiados, gente llorando y gritos llamando inútilmente a la calma. Cuando el movimiento de la tierra cesó ya todo estaba consumado. La tragedia se había instalado en noventa eternos segundos. Reaccioné, estacioné mi auto y me dirigí hacia el edificio colapsado. Las sirenas de ambulancias y bomberos comenzaban a escucharse, algunos de mis vecinos se acercaron con cautela a los escombros, junto a otros que lloraban y gritaban por sus familiares que no habían podido salir. Cuando el polvo se despejó nos dimos cuenta del desastre. En unos segundos patrimonio y seguridad se habían derrumbado con el edificio; en cambio, la angustia y la incertidumbre se levantaban amenazantes. 2 Ya estoy jubilado pero me gusta levantarme temprano, desayunar y trabajar en mi jardín. Ese día me levanté un poco más tarde, y a las once de la mañana salí a recortar las ramas de mi árbol. Regué las flores del jardín y despedí a mi nieto quien vive en la colonia de al lado. Tengo setenta y ocho años y me gusta dar los buenos días a los vecinos que pasan frente a mi casa. Sentado en mi silla favorita bajo la sombra del árbol recién podado, saludaba y recibía los elogios por mis flores amarillas. Al mirarlas, me decía que efectivamente eran hermosas, cuando alguien me movió la silla. Pensé que era mi esposa, pero pronto supe que estaba temblando. El auto lujoso que acababa de salir del edificio frente a mi casa se detuvo. Mi esposa salió al jardín, y ahí, tomados de la mano, esperamos.


3 Cuando mi mujer se comunicó conmigo me sentí aliviado de saber que estaba bien. Habíamos perdido el departamento y todas nuestras cosas pero, finalmente, estábamos vivos. Las escenas más tristes las vimos con quienes perdieron familiares. Todo cambió en unos cuantos segundos. Desde esa noche y durante varios días vivimos en casas de campaña, y con la ayuda de familiares y amigos, nos adaptábamos penosamente a nuestra nueva e inesperada vida. 4 Nunca había visto tan de cerca algo así. El edificio que estaba frente a mi casa se había venido abajo y mi esposa y yo nos quedamos esperando lo que fuera. Unos momentos después, del auto lujoso estacionado, palidísimo, se bajó un hombre alto y fuerte, todavía joven, de alrededor de cincuenta años. Era un vecino con pocos meses viviendo ahí y tenía una esposa aún más joven y muy atractiva. Los vecinos decían que eran cordiales y cooperaban, sin ningún problema, con los gastos de las áreas comunes del condominio. 5 Así pasaron dos semanas y sólo una que otra vez me acordé de mi próstata. Cuando mi esposa me recordó que tenía que ir por los resultados del estudio volvieron mis preocupaciones. Mi atención sobre la próstata pasó a segundo plano cuando estuvo puesta en el sismo; ahora, esa preocupación postergada me volvía a acechar.

Llamé al urólogo para explicarle por qué no había ido. Me escuchó sin decir nada; sólo cuando me quedé callado, me recomendó que no dejara pasar más días. Su tono y su apremio me inquietaron. Al día siguiente, acompañado de mi esposa, fui a verlo. Con su aire profesional y distante nos pidió que nos sentáramos, mientras sacaba de un archivero un sobre amarillo. Se sentó y me dijo: —No son buenas noticias. Tiene una neoplasia; es decir, cáncer, aunque estamos a tiempo para atacarlo con un buen tratamiento. Salimos del consultorio y mi esposa y yo caminamos en silencio. Volví a pensar en el sismo, aún tenía fresco el recuerdo de cómo en segundos murieron diez de nuestros vecinos y yo había salvado la vida. Íntimamente, pensé en el sentimiento de alivio que me embargó en aquel momento. Ese día la había librado. Ahora, ¿lo volvería a hacer? 6 Eso es suerte. En el derrumbe murieron varios vecinos pero al hombre del auto lujoso no le tocaba. Lo recuerdo porque rara vez uno puede ver esas cosas. Todavía unos seis meses después del sismo andaba por aquí. De vez en cuando llegaba a las juntas de vecinos que buscaban apoyo de las autoridades para la reconstrucción, aunque decían que ya había rentado un departamento por Taxqueña. Parecía que su suerte había cambiado: estaba más delgado y falto de color. Después, ya nadie supo nada de él.

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Nora Coss. FotografĂ­a: Facebook (https://bit.ly/2uCBeiL)

e lasestaciones

Regresar al silencio

Una conversaciĂłn con Nora Coss 28 | casa del tiempo

Lucila Navarrete Turrent


Conocí a Nora Coss en noviembre de 2017; estaba a dos días de estrenar su pieza teatral El Club de los diagnosticados. Me citó en un Starbucks de la Colonia del Valle en la Ciudad de México. Me interesaba saber cuál había sido su experiencia durante la última emisión del pecda Coahuila, misma que le otorgó una beca en la categoría de Creadores con Trayectoria. Me interesó el hecho de tener frente a mí a una escritora que contaba con casi una decena de piezas teatrales escritas y montadas en la Ciudad de México, sin embargo, era prácticamente desconocida en Coahuila. Nora es originaria de la diminuta ciudad de Sabinas. Quizás porque yo también soy norteña y la vida chilanga me abrazó durante más de una década, me provocó cierta fascinación su manera desparpajada de expresarse: esa campechana franqueza que caracteriza a quienes nacimos en el norte. Entre las piezas teatrales de esta escritora destacan De jueves a martes, Sol de invierno, Desarrollo teórico matemático de un desamor, y Ali, el falso documental de una falsa lesbiana. El juego muchas veces irónico e imaginativo que transmuta la rutinaria cotidianidad en un absurdo es, acaso, uno de los motivos transversales de su trabajo. Estudió Mercadotecnia en el itesm Monterrey y se formó en espacios como el Teatro La Capilla, La Casa del Cine y en el Centro de Capacitación Cinematográfica. Es fundadora de la compañía Taratuga Teatro, con la que montó El club de los diagnosticados y Forever young, never alone en 2017 y 2018. En 2018, Nora Coss obtuvo el Premio Juan Rulfo para Primera Novela con el texto Nubecita. Poco tiempo después la busqué para conversar sobre su trayectoria y la novela galardonada. Nora, eres originaria de una pequeña ciudad al norte del país, ¿cómo fue que te iniciaste en la literatura? ¿En tu familia hay lectores, hay creadores? Vengo de una familia de comerciantes. En mi casa había más libros de cómo hacer dinero que de literatura. No es cierto, también había un

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Tiempo en la casa 61, marzo-abril de 2020

Amparo Dávila hoy. Vicente Francisco Torres “A raíz de la publicación de sus Cuentos reunidos en 2009, Amparo Dávila fue revalorada, sobre todo por los jóvenes, quienes la descubrieron como maestra del cuento fantástico mexicano y la ponderaron en mesas redondas y tertulias. Ya María Elvira Bermúdez, en Cuento fantástico mexicano, la colocó al lado de autores como Juan José Arreola, Francisco Tario, Elena Garro, Carlos Fuentes y José Emilio Pacheco”.

Atlas y una colección bastante decente de las publicaciones especiales de Selecciones Readers Digest. Mi hermana era una ávida lectora de los libros de Agatha Christie. Yo no leía eso. Lo que sí encontré en la biblioteca familiar fue un libro de Obras completas de Oscar Wilde, y fue así que me formé como lectora. En Sabinas no hay ni siquiera una tienda de libros. Había una biblioteca, pero como a mis hermanos no le gustaba mucho salir de la casa, ni íbamos; y es que teníamos un subibaja, unos columpios en el patio y una alberca. Pos no, no teníamos a qué chingados salir a la calle. Nunca tuve ninguna referencia artística en mi familia o amigos de mi familia. Se hablaba siempre de dinero, de viajes, de negocios, de chismes, pero nunca de arte o literatura. Así crecí, el Videocentro era lo más parecido a un centro cultural. Luego llegó el divorcio de mis padres. Yo tenía once años, creo, o doce. No recuerdo bien. Y fue esta separación la que me llevó a escribir lo que pensaba, porque parecía que nadie me escuchaba o entendía lo que me pasaba por la cabeza. Empecé con pequeños aforismos —claro, en su momento no sabía que lo eran—. Simplemente escribía lo que sentía, lo que quería decirle al mundo o a mi padre que me había abandonado, a los niños que me gustaban y que nunca me pelaron, a mis amigas, “amigas”, y demás personas. Algunos de estos textos eran cartas, otros eran ficciones autobiográficas, otros eran una especie de diario. Lo que viví en Sabinas y en Monterrey algunas veces lo llevo a mis ficciones. Pero no en todas. No estoy obsesionada con mi pasado. ¿En qué momento descubriste que la literatura, y especialmente el teatro, era tu lenguaje?

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Mi primer aforismo fue mi primer texto, y eso fue a los once, doce años de edad. A esa edad supe que eso es lo que tenía que desahogar mi visión del mundo en palabras. No tengo otra forma de conectar con mi dolor y mi humor... Cómo llegué al teatro es una bonita anécdota. Desde niña a mí me gustaba recitar. “Declamar”. Ese era otro libro que había en la casa, uno de poemas. Me sabía el poema “A gloria” de Salvador Díaz Mirón al derecho y al revés. Recuerdo que me gustaba pegar mi boca al micrófono y escuchar cómo mi voz se amplificaba tanto hasta desconocerla. Eso fue lo que me atrapó: escucharme como alguien más. Luego vino un concurso en la secundaria, uno de recitación. Gané el segundo lugar. La razón: dijeron que yo no había recitado, que yo había actuado el poema que recité. En la preparatoria montaron una versión de Rojo amanecer para teatro, audicioné, y no quedé. Fue en la universidad que pasó lo que tenía que pasar. Yo sabía que me quería inscribir a un club de creación literaria. Fui a inscribirme y ya estaba lleno. Pero tocaba la bella casualidad que estaban por abrir un taller de teatro. Patricia Villegas, la coordinadora de Difusión Cultural me extendió un folleto, “el pase a mi destino”, así lo quiero llamar, y me dijo: ¿por qué no le echas un vistazo? Estuve en ese taller los cuatro años y medio que estudié mi carrera. Incluyendo veranos. Ahí descubrí una vocación por actuar, dirigir, y finalmente, escribir para el teatro. A la par, tenía el tercer piso de la biblioteca del Tec. En este piso había unos estantes donde había puros libros de literatura clásica, iberoamericana, mexicana. Me fui estante por estante, leía lo que sea que estuviera ahí. No tuve ningún maestro que me dijera léete esto, léete aquéllo, sólo me tenía a mí y un montón de estantes


llenos de libros. Así me enamoré de la literatura, en un camino muy propio dictado por mi intuición y mi gusto muy personal. Pienso que tu profesión como mercadóloga te ha permitido realizar una lectura muy personal de la locura cotidiana, de los deseos y el imaginario que emanan de nuestra realidad, cada vez más modernizada. El amor y el trabajo son temas que reinciden en tu escritura y, coincidentemente, son de sumo interés para el mundo de la mercadotecnia. ¿Qué relación hay entre tu carrera en este ramo y tu literatura? Lo que más amé de mi carrera era lo relacionado a la psicología del consumidor. También me gustaban mucho las matemáticas, llevé las clases de matemáticas y estadística con los profesores más perros de todo el plantel, y los busqué así, odiaba a los maestros barcos. Era súper ñoña. Como mercadóloga he ejercido en el campo de estudios de mercado, tanto en el área cualitativa y cuantitativa, y en ese rubro, se habla de “entender al consumidor”, de realmente ponerse en la piel del cliente y saber por qué compra lo que compra, cómo decide, cómo duda cuando compra, por qué duda, etc. Y esto es básicamente “conoce a tu personaje”, en clase I de Dramaturgia. Y bueno, mi carrera como mercadóloga me ha permitido tener una libertad creativa de la que estoy totalmente agradecida, tengo los recursos necesarios y básicos para escribir y hacer el teatro que yo quiero. A veces sí me gustaría que me dieran, no sé, una beca del Sistema Nacional de Creadores —cof cof— y mandar mi carrera al carajo, pero mi oficio de “merca” me ha ayudado a poner los pies en la tierra y convivir con las personas en otro nivel más cotidiano.

Tu dramaturgia es un juego, una experimentación constante con las tragedias cotidianas, con la lógica que rige el destino o la mecanicidad casi industrial con la que todo sigue su curso sin que hagamos conciencia de ello. Pienso que tu manera de concebir el diálogo en el teatro tiene que ver con esto, con el absurdo. La única manera de ganarle al absurdo es ganarle en el absurdo. Si de por sí considero que hay ciertas normas sociales, costumbres que me resultan fuera de mi entendimiento, no me queda más que inventar un juego, un divertimento de lo que tanto rechazo, un sistema lúdico más absurdo que el real. Busco desenmascarar lo ridículo y sin sentido del mundo, y si en el inter me puedo divertir y sacar unas cuantas risas, pues qué mejor. En mi dramaturgia hay un juego recurrente de diálogos, me encanta que los personajes dialoguen y rompan las convenciones del realismo que habitan. Me fascina. No soy de esa ola de dramaturgos que escriben la famosa “narraturgia”. Qué hueva. Si quiero narrar, escribo un cuento, una novela. En algunos textos recurro a esta estética porque hay un discurso detrás, por ejemplo, en la obra El Club de los Diagnosticados, un personaje mudo narra todo lo que sucede porque es su forma de comunicarse telepáticamente con sus compañeros del club; en otra obra las voces que narran son las voces del destino de cada uno de los personajes y buscan una interlocución con el personaje que desconoce qué le depara el futuro, y así y así y así. Narran con un propósito, no nada más porque pueden. Hablemos de Nubecita, tu novela premiada en los Premios Bellas Artes de Literatura. ¿Cómo surgió y se desarrolló

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este proyecto? ¿Por qué decidiste mandarlo a concurso? ¿Para cuándo estará en circulación? La idea surgió en 2012 y la terminé en 2016, y la estuve puliendo durante un año más; entonces, para mí, en tiempo real, me tomó alrededor de cinco años para llegar a la versión final. A veces me da pena decir que me tardé tanto tiempo en terminarla, pero así son mis procesos. Otros pueden escribir novelas en una noche. A mí me toma cinco años. En textos para teatro me pasa igual. Hay textos que he escrito en cuatro años, ¡miserables 50 cuartillas me costaron cuatro años de mi vida! Otras las he escrito en tres meses, otras en ocho meses. Llevo una obra que tengo cerca de nueve años escribiéndola y aún no llego a la versión definitiva, a la que debe ser. La novela surgió por una obsesión: el silencio. No hubo ninguna imagen que me diera el “chispazo”. Fue el mismo silencio, no sé cómo explicarlo. Escuché una voz que tenía el poder de aislarse del ruido del mundo y la seguí, así escribí a la Nubecita. Aún no hay fecha para publicación, estoy en espera de dictamen en varias editoriales.*1 Hay una dimensión, digamos, psicoanalítica, en tu novela. La protagonista, dices en una entrevista, “pierde la voz”, pierde el lugar que tenía en el núcleo familiar y entonces emprende la tarea de reescribirse a sí misma. Esto sucede en las llamadas “novelas de aprendizaje”. En ellas el personaje suele desdoblarse para poder entender la complejidad —emocional, idiosincrática— de los demás miembros de su familia y, en parte, de la sociedad, con el objeto de hacerse de una voz que ya no responda al mandato de sangre o al social. ¿Podrías profundizar en esto? Nubecita es para mí una heroína rebelde que he buscado incesantemente en mis ficciones, una persona que reclama su libertad, su independencia, y la consigue. Sí, la considero una novela de aprendizaje con una mezcla del género de domestic noir. Un niño aprende lo fundamental de su lenguaje mediante su familia, es gracias a ella que aprende palabras, a cómo usarlas, y trata de mimetizarse para convivir con los miembros de su familia y replica ese lenguaje para ser percibido por el mundo como un digno miembro de su familia. Aprende ese lenguaje con un fin de pertenencia. La Nubecita regresa al silencio para desarticular esta necesidad de estar en un clan que no le pertenece, ella, como bien dices, encuentra su lugar en el mundo, y ese no está en ese plano de lo familiar, sino de lo individual.

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Nubecita fue publicada por la editorial Nieve de Chamoy en 2019.


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James Turrell: Pasajes de Luz

de las estaciones | Amesha Spentas, de la serie Ganzfeld, 2019. FotografĂ­as: Florian Holzherr

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Apani, 2011, de la serie Ganzfeld

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Wedgework V, 1974

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36 | casa del tiempo Ganzfeld “Aural”, 2018


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Amesha Spentas, de la serie Ganzfeld, 2019

Apani, 2011, de la serie Ganzfeld


Gathas, de la serie Curved Elliptical Glass, 2019

Amesha Spentas, de la serie Ganzfeld, 2019


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Ir hacia la luz:

James Turrell en el Museo Jumex Verónica Bujeiro 40 | casa del tiempo Fotografía: Florian Holzherr


Antes de cruzar el umbral, una voz sentencia: “esto ya no es arte, es espectáculo”. Y aunque no se ha visto nada la sospecha ronda la escena. Desde los espectaculares que lo anuncian, hasta el ingreso por el cuantioso número de divisores para filas de espera que aguarda multitudes, a la tienda de regalos, el museo de arte contemporáneo en general tiene un componente espectacular digno de tomarse en cuenta. Los artistas que el museo presenta poseen un estatuto importante dentro de la cultura de masas, y aunque el público en general desconozca a profundidad sus motivos estéticos, sueña con el día en el que pueda irse a tomar una foto para posarla orgullosamente en Instagram. “Artistas-franquicia”, dice un amigo, y James Turrell bien podría caer en el estereotipo de esa fama. Quizás no al nivel de ser una cara representativa a lo Wei wei o por la trivialidad titánica de Jeff Koons, cuyas visitas recientes a la capital mexicana tuvieron ya su momento, sino como una presencia inconfundible mediante esos espacios llenos de color intenso y luz que inevitablemente han sido plagiados por la cultura pop. El espectáculo está ahí sin duda, la voz tiene su razón, pero al atravesar finalmente el umbral la sensación que emana no es la del engaño habitual del arte. Para quien espere el tipo de diversión que promete un espectáculo convencional o un parque de diversiones, la primera pieza de la exposición, Amesha Spentas (2019), seguramente probará ser una fracaso. Perteneciente a la serie de instalaciones Ganzfeld (palabra alemana que describe el fenómeno de la pérdida total de percepción de profundidad de campo, como en la experiencia de un apagón), el espectador se somete a un campo de luz en donde lo único que se experimenta es un intenso cambio de color que inunda el espacio del ojo y la conciencia al punto que el cuerpo bien puede perder su balance. No por ello es gratuito que se adviertan los peligros a personas que padecen de epilepsia o portan marcapasos. Tras la breve experiencia hay quien experimenta miedo, ve figuras o animales, recuerda el uso de drogas o prefiere guardar silencio, pues la pieza lo arroja a uno en un estado de conciencia muy parecido al sueño o la meditación. Ciertamente uno quisiera sentarse y parar un poco, pero los espacios de visita del museo, presionados por la oferta y la demanda, imponen un límite de tiempo y un paso apresurado a la siguientes salas.

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Amesha Spentas, de la serie Ganzfeld, 2019. Fotografías: Florian Holzherr

James Turrell, nacido en California en 1943, es un artista en quien confluyen diversas profesiones y disciplinas como la psicología cognitiva, la astronomía, las matemáticas, la aviación y aún su origen religioso dentro de una familia afiliada a la religión Cuáquera, cuyo lema principal es que “cada persona posee una luz interior”. Utilizando diversos medios para proyectar luz en superficies, su camino artístico comienza alrededor de 1963 en galerías y museos, presentando piezas en los que objetos de luz como cuadrados y triángulos parecían flotar en el espacio. En esa década también, y gracias al apoyo de una beca, Turrell comienza a expandir su práctica tomando como estudio un hotel en desuso en donde logró experimentar con luz natural y artificial con diversas modificaciones realizadas al espacio, como volar el techo o prohibir el paso de luz salvo durante algún momento específico del día, convirtiendo el espacio en lo que él mismo denominó como una auténtica “Caverna de Platón”. Esta etapa, reconocida como la del hotel Mendota, se halla contenida dentro de la exposición del Museo Jumex de la Ciudad de México con la serie de grabados First Light y la presencia de una de las Projection Pieces, que permiten establecer una línea evolutiva con la obra posterior de Turrell, ya que en piezas contiguas se puede palpar, literalmente, el camino que ha recorrido en

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cuanto a su estudio y dominio de la luz como un medio artístico que puede escapar de su intención habitual de “iluminar” los objetos, de dar importancia a las imágenes, para establecer un vínculo potente y expresivo con el espectador mediante el cuestionamiento sobre su propia percepción. Como él mismo dice: “mi trabajo no tiene objeto, ni imagen ni foco. Sin objeto, sin imagen y sin foco, ¿qué estás viendo? Te ves a ti mismo viendo. Lo importante para mí es crear una experiencia de pensamiento sin palabras”. Double Shallow Space (Atman), una pieza absolutamente característica del artista, completamente “instagrameable” de no ser porque hay una prohibición tácita de tomar fotos a petición del artista, realmente lleva a cabo la sensación de ver y verse-viendo desde dentro al contaminar los espacios contiguos de colores que no están. Conforme uno avanza, el camino bien puede conducirlo a uno hacia una zona de silencio interior, ya que sin duda en el arte de Turrell hay una espiritualidad intrínseca que resuena no en una religión en especifico, sino en una cualidad ancestral del ser humano que se conecta a la mística energía que provee la contemplación de la luz. Prueba de ello es el ambicioso proyecto Roden Crater que se construye en el desierto de Falstaff, Arizona, en donde el artista construye dentro de un cráter su


Spenta Mainyu, de la serie Wedgework, 2019

obra magna: “una puerta para observar la luz, el tiempo y el espacio”, especie de pirámide del futuro o espacio sacro sin parangón en la historia del arte. La muestra del Museo Jumex presenta fotos áreas y maquetas que dan cuenta de algunos avances del proyecto inconcluso a la fecha, pues requiere de una enorme cantidad de recursos para completarse, remitiendo al proyecto y a la expedición que el artista hizo por el aire para encontrar el espacio que pudiera contener semejante obra, que a primera vista se encarna en la tierra como una especie de ojo sagrado y cuya estructura interna también parece replicar a este órgano humano. El proyecto sin duda remite a los observatorios ancestrales de diversas culturas en cuya fe también residía la observación y creencia de la luz como una manifestación del espacio y el tiempo que nos contiene. La intención de Turrell camina acorde a esta misión, resume el trabajo y la investigación que ha realizado por más de cuarenta años creando espacios que contengan no sólo la luz, sino sus eventos. Quizás la muestra pueda resultar corta, porque James Turrell requiere de un espacio monumental para explayarse, como ya lo mostró su magna retrospectiva en 2013 contenida en tres museos de la ciudad de Los Ángeles. Así como la luz con la que trabaja, es complicado contenerlo en forma abreviada en un solo espacio,

pero el Museo Jumex hace un esfuerzo importante en albergar parte de su ambiciosa propuesta con la curaduría de Kit Hammonds, quien dirige la narrativa que excede a lo presente por medio de la cuidada información de las cédulas, en donde tanto Platón como El Principito de Saint-Exupéry ayudan a formar una idea precisa sobre el complejo y poético universo del artista. La pieza final, Curved Elliptical Glass, una especie de espejo en el que uno puede sentarse a contemplar, si es que no hay muchos visitantes, permite reflexionar sobre el impacto y la azoramiento sobre lo que uno acaba de presenciar. Turrel dice: “Si definimos el arte como experiencia, podemos suponer que el espectador, después de ver una obra, se lleva el arte consigo, porque lo ha hecho parte de su experiencia”. Quien se sienta conmovido por su arte seguro querrá un poco más y en realidad nuestro país tiene un par de experiencias Turrell: Encounter, uno de sus Skyspaces, se alza en el Jardín Botánico de Culiacán; y la pieza Árbol de Luz, en la Hacienda de San Pedro Ochil en Yucatán, además de los múltiples trabajos desplegados alrededor del mundo en donde fundaciones y coleccionistas han querido ser parte de la experiencia tan particular que este artista del futuro, con la mirada puesta en el pasado, nos ha legado al presente.

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María Conejo:

la enunciación del cuerpo Fabiola Eunice Camacho

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Infinito, 2017. Tinta sobre papel. Cortesía: María Conejo


En un tiempo tan convulso y doloroso como el que actualmente sobrevivimos, visibilizar la experiencia del cuerpo propio resulta ser una apuesta política que enfrenta la huella ominosa de los cuerpos que diariamente son privados de su aliento. Por eso, vale la pena buscar entre todas las prácticas de representación aquellas que nos permitan no sólo sostener un acercamiento con los fenómenos desarrollados en el interior de la vida social, sino aquellos en los cuales se formule un discurso absolutamente honesto y cercano a lo que sucede con nuestros cuerpos y las decisiones que tomemos sobre su manera de estar socialmente. El trabajo de las mujeres dentro del campo artístico mexicano ha tenido mayor visibilidad en la última década. Nunca es suficiente, pero la solidez de diversas propuestas han reconfigurado el trabajo artístico sostenido anteriormente con mayor fuerza sobre las horas hombre. En un momento que para todos es ominoso —el alza de casos de feminicidios y violencia de género son problemas que a todos nos atañen—, la presentación de la corporalidad femenina como práctica de apropiación en el arte visibiliza las tensiones y disputas que las artistas experimentan desde el espacio privado hasta su exposición en la esfera pública. No sólo eso, también ofrece una salida, simbólica, pero también de praxis, para enfrentar desde otros campos las problemáticas que actualmente degradan la condición humana. María Conejo (Ciudad de México, 1986) es artista visual, egresada de la Escuela de Diseño de Bellas Artes. Fue becaria Fonca en dos ocasiones y su trabajo ha sido expuesto en diversas galerías y museos nacionales, así como en España, Francia y Estados Unidos. A lo largo de su trabajo ha logrado sostener una correspondencia íntima entre su cuerpo y los distintos fenómenos de violencia de género que de manera cotidiana se articulan en todo nuestro país. Su formación como diseñadora gráfica le ha permitido explorar desde la ilustración, e incluso la multimedia, diversas formas de socializar la manera en que reconoce y sitúa socialmente su cuerpo no sólo como contenedor de experiencias, sino como el único elemento que le permite denunciar los deseos en falta, el goce sexual, el autoerotismo, la tristeza y melancolía, es decir, sensaciones y procesos psíquicos de los que podemos ser

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Lagunas mentales I y II. Cortesía: María Conejo

testigos únicamente con mirar los distintos reflejos corporales que parten del deseo de la artista. Su obra permite observar el hecho de que cada mujer tiene diversos roles, pero en cualquiera de ellos, el deseo y el cuerpo quedan inscritos, lo que al parecer resulta peligroso en términos de la violencia de género. Trabajos como el de Maris Bustamante, Mónica Mayer, Lorena Wolffer y, recientemente, Pía Camil suspenden la experiencia del cuerpo como un espacio invisible y un territorio de perpetración y continua violencia para proponer, desde diversas posiciones, no sólo su capacidad técnica como soporte de prácticas artísticas, sino también un espacio político donde el discurso se teje desde todos los roles, incluyendo el de la maternidad o el de cuidadora, así como el del propio erotismo. Cada uno de ellos es parte sustancial del discurso femenino y de toda la sociedad, de ahí que el arte pueda potencializarlo. En el caso de Conejo, su discurso es absolutamente claro. Su cuerpo —que, como ella en diversos momentos lo ha comentado, ha sido motivo para el acoso y la censura desde pequeña— no sólo es un soporte para ilustraciones, pinturas y dibujos, también es un espacio de enunciación, donde el

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mensaje es que al ser su cuerpo, ella se hace cargo de sus emociones, deseos y prácticas. Su cuerpo exclama que ella se pertenece. En el ensayo Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit sostiene que la voz de las mujeres sigue siendo presa de la violencia heteropatriarcal mediante el silencio, de manera discursiva y en la práctica frente a la aniquilación de nuestros cuerpos: La violación y otros actos de violencia, incluso el asesinato, así como las amenazas de violencia, constituyen un dique que algunos hombres construyen en sus intentos por controlar algunas mujeres, y este miedo a la violencia limita la mayor parte de las mujeres de tal manera que muchas de ellas se han acostumbrado tanto que apenas se dan cuenta de ello, y nosotros difícilmente lo identificamos.

A pesar del feminismo, la producción intelectual e incluso la incursión en diversos campos que anteriormente dentro de la división del trabajo se encontraba únicamente destinada a los hombres, aún se espera que esperemos sentadas, con la lengua recogida, mientras miles de cuerpos son encontrados. De ahí que a pesar


de la diversidad sexual y cultural, el coro de mujeres — hay que decirlo, con privilegios— exija que nuestra voz, cuerpo y deseos —el más potente es el de mantenernos con vida— se presenten de manera abierta en el mundo que parece ser todavía masculino. María Conejo, una y otra vez, dibuja cuerpos desnudos en diversos escenarios: funcionan como un soporte mediante el cual narra aquello que ha encontrado un lugar en cada pliegue, cabello o sombra. Algunas de sus piezas, las más recientes, exploran la gestualidad del propio cuerpo. Conejo presenta cuerpos sin cabeza sin que se perciba violencia, sino una manera de dejar que el cuerpo hable, como en Infinito, una pieza en tinta sobre papel, en donde dos cuerpos, uno delineado y el otro iluminado en negro, se entrelazan de manera que forman el símbolo del infinito. Sus manos al entrelazarse dibujan ese gesto amoroso que siempre es determinante. La paradoja de este tiempo que aniquila es que hay que exponer aquello que una y otra vez es despojado de sus poseedoras: el derecho a la dignidad, al goce e incluso a la articulación de la tristeza y desolación, es decir, el derecho al cuerpo. Estos derechos pueden ser el de cualquier mujer que sobreviva en México y en Latinoamérica; en el caso de María Conejo, su identidad se teje mediante el trazo de posturas corporales, de la exposición de la vulva y de expresiones de felicidad y tristeza, pero con la distinción de que aquello que resultaría natural —es decir, de cuerpo completo— no

lo es, y menos bajo la decisión y deseo propio. Su propuesta logra salir de las imágenes de corporalidades que circulan cotidianamente en la prensa, como es el caso de Sombras, cuya técnica de acrílico sobre bastidor le permite jugar con las dimensiones, y en las cuales se aprecia una mujer en cada una, su ángulo permite que la luz proyecte sus sombras, cuerpos que se aprecian e incluso se miran a sí mismas con deseo y satisfacción. Mediante diversas plataformas como la ilustración, el dibujo —en diversos formatos y soportes, entre ellos papel, madera y textiles—, la serigrafía, el diseño multimedia y la pintura, el cuerpo conforma un discurso donde no es posible cambiar la página. En colaboración Zoe Mendelson formó el sitio web pussypedia.com, un espacio destinado al conocimiento de la vulva y sus experiencias vitales. María ha puesto el cuerpo en cada una de sus piezas no como un acto de narcisismo — que también puede ser legítimo— sino como un acto político que configura desde las miradas que le han valido diversas experiencias desde su infancia. Aunque es posible que la repetición reste efectividad al discurso, en una sociedad donde una mujer es señalada y revictimizada por querer apropiarse de su cuerpo y de sus prácticas, esta reiteración expone el modo en que las mujeres a lo largo de la historia han sido un objeto de goce, de violencia y de placer del otro. Quizás que el cuerpo nos grite sus deseos y los repita sea la única manera de salir de nuestra obscura escena.

Sólo show. Instalación, Swab, Barcelona, 2019. Cortesía: María Conejo

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all ar do Ad rie lD íaz G Ju an n: us tra ció o. Il On Yo ko

Las lecciones de Yoko Ono 48 | casa del tiempo

Clara Grande Paz


La Semana del Arte en la Ciudad de México reunió este 2020, como nunca antes, siete ferias de arte contemporáneo —Zona Maco, Material, Maroma, Salón Acme, Qipo, Acción y Bada MX—, que, según sus organizadores, apostaron por ofrecer propuestas frescas, experimentales, alternativas y atrevidas. En ese contexto pareciera que los artífices de esas piezas conceptuales ya no son aquellos seres marginales, excéntricos y mucho menos “malditos” como se les consideraba hasta hace unas décadas, lo que me trajo a la mente la figura y obra de Yoko Ono, quien, por cierto, cumplió 87 años el pasado 18 de febrero. Yoko Ono nació en el seno de una familia de clase alta en Japón. Su inclinación por las artes hizo que su familia la inscribiera en una exclusiva escuela donde llegó a ser concertista. Se convirtió en la primera mujer en ser aceptada en la carrera de Filosofía de la Universidad Gakushuin, una de las instituciones privadas más reconocidas en su país de origen y después de la Segunda Guerra Mundial su familia se mudó a Nueva York, donde estudió composición y poesía contemporánea en el Sarah Lawrence College, según nos cuenta la Enciclopedia Británica. Si se revisa su trayectoria de más de cinco décadas no sería descabellado plantear que más que tratarse de la presunta “bruja” que separó a The Beatles, la creadora japonesa reconocida por las instituciones de arte del mundo entre las pioneras del performance y el arte conceptual bien podría emerger como mentora de las nuevas generaciones de artistas.

A pesar de que Yoko Ono ya estuvo en México para inaugurar su exposición Tierra de esperanza en el Museo Memoria y Tolerancia en febrero de 2016, su obra es poco difundida en nuestro país, y se le ubica más como la viuda de John Lennon que como la artista ganadora del León de Oro de la Bienal de Venecia en 2009. Sin embargo, al consultar una edición especial de su libro Grapefruit (Pomelo), a partir de una copia de uno de los primeros ejemplares lanzados en 1964, me hizo pensar en la brutal vigencia de su propuesta. El volumen contiene una serie de instrucciones creadas entre 1953 y 1964, las cuales, con el paso del tiempo, fueron reunidas en forma de un libro de artista poco valorado en su época (sólo se hicieron 500 copias, en Tokio, por Wunternaum Press), con más de 150 piezas divididas en cinco secciones: Música, Pintura, Eventos, Poesía y Objeto. Las instrucciones reflejan la revolución ideológica de la década de los sesenta de la pasada centuria: hay un tono desinhibido, lúdico, a veces imprevisto, absurdo y salvaje para demostrar que las obras de arte podían reducirse a un conjunto de reglas que cualquier persona podría ejecutar. La intención de Yoko Ono era crear una publicación accesible que pudiera incorporarse a la vida cotidiana y servir como posible fuente de inspiración creativa para un público diverso. Y en algunos casos, tal parece que así fue. En una entrevista que John Lennon dio a la bbc en 1980 dijo que la famosa canción Imagine fue inspirada, en parte,

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Vistas de la muestra War Is Over! (if you want it), de Yoko Ono, en el Museo de Arte Contemporáneo de Sydney, Australia. Fotografía: Eva Rinaldi (https://bit.ly/32rXGYD)

en el libro de arte conceptual Grapefruit, lo que derivó que en junio de 2017, durante la gala de la National Music Publishers Association, se anunciara que Yoko Ono aparecería como coautora de ese tema, casi medio siglo después de haber sido creada. Desde sus comienzos, con su primera exposición, Paintings & Drawings, en AG Gallery, en 1961, la artífice nipona rompió esquemas, se alejó de lo convencional, incitó la imaginación e involucró a los espectadores para que interactuaran con sus obras. Estos aspectos llevaron a relacionarla con el movimiento Fluxus, impulsado por John Cage y Marcel Duchamp, en el que se concibe al arte como algo total más allá de los canales oficiales y donde el lenguaje debía estar al servicio de la obra. El planteamiento de que el cuerpo, las ideas, los conceptos y las actitudes se vuelven arte estaba en boga. “Se abrió toda la dimensión del arte conceptual: los proyectos artísticos como objetivo, los conceptos de

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las obras, las dimensiones intelectuales del acto creador y del efecto artístico remplazan a la obra”, explica el filósofo Ives Michaud en su libro El arte en estado gaseoso. Entre 1961 y 1962, Yoko Ono también publicó sus Instrucciones para hacer pinturas (Instructions for Paitings) y junto con Grapefruit le abrió las puertas de la vanguardia neoyorkina y japonesa. Y es que cuando conoció a John Lennon, ya tenía una década de trabajo muy respetado en Tokio, Londres y Nueva York e incluso fue Pintura del techo o ‘Sí’ pintura (1966), la que la condujo a su primer encuentro y posterior romance con Lennon, quien quiso conocerla luego de ver esta obra en la Gallery de Londres. Dicha pieza invita al espectador a subir mentalmente a la parte superior de una escalera blanca donde una lupa que está sujeta con una cadena cuelga de un marco colocado en el techo. El espectador utiliza la lupa para descubrir unas instrucciones en mayúsculas tras un cristal enmarcado que dicen: YES.


Ahora, a 56 años de la primera edición, Grapefruit podría servir como manual para los creadores contemporáneos del siglo xxi en un momento en que no existen grandes discursos del arte, ni sentidos profundos. Como asegura Gilles Lipovetsky, en su libro La estetización del mundo, ya no se ve en los artistas a gigantes que expresan las verdades últimas: “Se han convertido en estrellas mediáticas, en una especie de comunicadores o animadores de la vida cultural cuya función es crear lo nuevo, hacer sentir emociones particulares y transformadoras con obras en que la dimensión subjetiva, a veces gratuita o irrisoria, prevalece ampliamente sobre la dimensión universal y la expresión de lo absoluto”. Parece que en el caso de Yoko Ono vemos a la artista “estrella” que se ha reconciliado con el mercado y los medios, que lo mismo entrega un reconocimiento a un equipo de futbol mexicano (el América) mediante su fundación, The Non Violence Proyect, que interpreta un tema musical al lado de Lady Gaga. “Lo que hacemos quizá no es reconocido por la gente, no todo lo que haces es entendido. Pero un día florecerá”, ha sido el mensaje que promueve la artista, y lo dice con conocimiento de causa, luego de que en 2015 el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) organizara su primera exposición retrospectiva, Yoko Ono: One Woman Show, 1960–1971. Estamos, muy probablemente, ante el triunfo del espectáculo puro en donde todos somos artistas y todos tenemos derecho a hacernos oír porque no nos encontramos ante el fin del arte, sino, más bien, ante el fetichismo contemporáneo del arte.

Por ello, Grapefruit se convierte en el símbolo de lo que acontece en el arte contemporáneo, en el que no hay que aferrarse a los cánones clásicos, ni interesa crear objetos sacralizados, sino producir obras que desaten experiencias intensas, particulares e inmediatas. A continuación, algunos ejemplos de las premisas que Yoko Ono propone en el citado volumen: • Pieza de Humo (1964): Fumar todo lo que se pueda / incluyendo el propio vello púbico. • Pieza de Ciudad (1961): Caminar por toda la ciudad con un cochecito de bebé vacío. • Pieza de viento (1962): Hacer volar los sombreros de la gente por toda la ciudad. • Pieza del lago de Central Park (1965): Ir hasta el centro del Lago de Central Park y tirar allí todas las joyas que se posean. • Pintura que sólo existe cuando es copiada o fotografiada (1964): Hacer que la gente copie o fotografíe los cuadros de uno/ Destruir los originales. • Pieza estomacal (1962): Contarse uno al otro las arrugas del estómago/ Poner una tela en la pared del dormitorio con el número de las arrugas de ambas personas sumadas/ También puede usarse este número en lugar del nombre propio y ponerlo en la tarjeta de visita o en la puerta de la calle. Para una mirada casada con categorías estéticas convencionales estas lecciones promovidas por la artista japonesa resultarán desconcertantes, pero más allá de juzgar si está bien o mal, habría que reconocer que el actual panorama del arte está repleto de obras abiertas y, en algunos casos, vacío de significado.

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Tununa Mercado. Fotografía: Ministerio de Cultura de la Nación, Argentina (https://bit.ly/2tQzxhi)

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Hacer de un limbo un país. Introducción a En estado de memoria de Tununa Mercado Nora de la Cruz 52 | casa del tiempo


Quizá tengamos de nuevo una lámpara sobre la mesa y un jarrón con flores y los retratos de las personas queridas, pero ya no creemos en ninguna de estas cosas, pues una vez tuvimos que abandonarlas de improviso o las buscamos inútilmente entre los escombros. Natalia Ginzburg, Las pequeñas virtudes El sobreviviente debe elaborar el duelo de sí mismo, el que fue, el que ya nunca podrá volver a ser, para que alguien, otro, portador del mismo nombre, dueño de las mismas memorias, hable y viva en su re-presentación. Néstor Braunstein, La memoria del uno y la memoria del otro

El presente texto funge como introducción de la novela En estado de memoria, de Tununa Mercado, aparecida en 2019 en la colección Vindictas (https://bit.ly/2S5q3Il). Agradecemos a la Dirección General de Publicaciones de la unam las facilidades para su publicación en Casa del tiempo.

El nombre de Tununa Mercado me fue revelado como un secreto: entre los comentarios habituales sobre los autores más o menos canónicos, un profesor nos habló de “Ver”, relato inusitado en el que el deseo femenino va impregnando —la realidad, la calle, los muros, la ventana, el teléfono— hasta que la imaginación se enciende y lo incendia todo. El descubrimiento fue deslumbrante, tanto que pasé los siguientes años buscando leer algo más. Fue imposible: sus libros no aparecían en librerías ni en bibliotecas, acaso algunos fragmentos escaneados circulaban en la red. Un rastro de migas que seguí con ávida paciencia hasta que finalmente encontré un ejemplar de En estado de memoria. Mi asombro fue aún mayor, no sólo por la obra que leía, sino porque no comprendía cómo es que una autora de esa magnitud hubiera pasado casi inadvertida en el resto del continente, a pesar de haber comenzado a escribir desde muy joven y de haber obtenido una mención en el prestigioso premio Casa de las Américas con su primer libro antes de cumplir los treinta años. En estado de memoria es, junto con La letra de lo mínimo, el peculiar núcleo de una producción predominantemente narrativa y orientada a la ficción, pero enfocada en la observación minuciosa de la realidad. Publicada por primera vez en 1990, tanto el editor como la crítica la han clasificado como novela, tal vez

con la intención de enmarcarla en la literatura que se produjo a raíz de la dictadura y el exilio argentino de los años setenta. Sin embargo, se trata de un texto híbrido, podríamos incluso decir que antigenérico y, sobre todo, visionario para su época, pero muy actual para la nuestra, a tres décadas de su aparición. Compuesto por dieciséis secciones y narrado en primera persona, el libro cuenta muchas historias para crear, por acumulación, una observación íntima del exilio como experiencia ontológica más que biográfica. Tununa Mercado —argentina, feminista, filóloga de formación— declara entre sus influencias imprescindibles lo mismo a poetas y narradores —Shakespeare, Dylan Thomas, Camus, Yourcenar, Vallejo y Rulfo— que a filósofos e incluso psicoanalistas —Hegel, Kant, Deleuze, Barthes, Freud y Lacan—. Esto se refleja en sus intereses temáticos, pero sobre todo en la perspectiva que adopta para acercarse a ellos: desde su perspectiva como exiliada escribe no una novela histórica o autobiográfica, sino una exploración fenomenológica de la identidad y la memoria. En su recuento no interesan las fechas, los datos ni los personajes políticos; en cambio, afina su mirada a niveles casi microscópicos, y en primer plano aparecen los amigos cercanos, los lugares familiares, las personas con las que nos encontramos en situaciones cotidianas. De todos ellos no importa

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tampoco el contexto, ni siquiera el retrato: lo único que permanece es un gesto, una frase, pero ese trazo mínimo se convierte en una impronta indeleble, un elemento esencial de nuestra identidad. De estas minucias está hecho En estado de memoria, de manera que el resultado es una construcción fragmentaria, reiterativa, no lineal, en ocasiones incoherente (aunque sólo en apariencia); no es descabellado decir que lo que consigue esta obra no es contar una historia del exilio, sino hacer de él una experiencia textual que es simultáneamente emocional y analítica, una operación creativa equiparable con el stream of conciousness de la novela modernista inglesa, aunque no meramente mimética, pero igualmente sofisticada. A lo largo del libro, como en una sinfonía, o como en nuestra propia memoria, se suceden y conectan distintos leitmotifs: el estrecho vínculo entre el cuerpo y la mente —o, más precisamente, las emociones—; el presente como una especie de re-enactment infinito de recuerdos sobrepuestos y aleatorios; la poca compasión que muestran los grandes sistemas (sociales, políticos o ideológicos) ante la individualidad, entendida por ellos como anomalía; y, sobre todo, el trauma del exilio que va mucho más allá de la violencia y la precariedad: la escisión permanente en la conciencia del individuo, que no se reconoce en él mismo ni encuentra su sitio en donde está, pero tampoco en el lugar del que se ha ido. Al alejarse de los referentes concretos, Mercado amplía su experiencia, la disecciona y así consigue universalizarla; sin necesidad de hacer señalamientos específicos, muestra la manera en la que la política se incrusta en nuestras casas, en nuestros armarios, en nuestros cuerpos, y no podemos cocer el arroz ni elegir un vestido sin la herida de la violencia cuando vivimos inmersos en sistemas opresivos. En las nimiedades de la vida reposa mucho de lo esencial: los gestos, el dolor, el deseo más auténtico; es en las nimiedades donde el individuo expresa su identidad y donde la cimienta. Todo esto es avasallado por un mundo exterior que intenta siempre imponer el orden, la practicidad y la normalidad. Desde la primera imagen, la autora nos plantea que la memoria es una forma de resistencia, quizá una de las pocas que nos quedan. No es casual que al inicio se nos presente a Cindal, el paciente al

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que psiquiatras y enfermeras ignoran por considerar su dolor trivial (nimio) —imaginario y, por ello, de cierta manera autoinflingido— y que a raíz de ello termine suicidándose. De un modo semejante, la narradora de la novela indica que la vuelta a los recuerdos de los amigos muertos, del país perdido, resulta dolorosa y le resta fluidez a la vida, pero es voluntario e incluso preferible al olvido porque “el día en que sus palabras dejen de resonar en todos los mediodías semejantes a aquel en el que junto a mí fijó sus leyes, lo habré traicionado en la memoria y, consecuentemente, me habré dejado ganar por la insignificancia”. El recuento del pasado y de su inserción en el presente permanente del exilio adquiere, en la escritura de Tununa Mercado, un carácter más filosófico que sentimental; asombra su capacidad de análisis, casi fenomenológica, arraigada siempre en la observación de lo cotidiano y en imágenes tan poderosas que son casi hirientes, sin recurrir a los lugares comunes de una historia política, sino todo lo contrario. Si la tendencia historiográfica moderna es la “historia desde abajo”, Tununa lleva esto al extremo, a la historia “desde dentro”, la representación del trauma íntimo más allá de las coordenadas históricas y sociopolíticas. Este logro intelectual se convierte en arte gracias a la elegancia del estilo y a la sensibilidad de la mirada, que consigue una obra comparable con las de Clarice Lispector o Natalia Ginzburg, aunque con una intuición filosófica mucho más perceptible y sólida. Recordar lo nimio es encontrar el sentido individual en medio de la vorágine que intenta arrebatárnoslo; por eso, las reuniones extensas y vehementes que los exiliados celebraron durante años para discutir, desde México, la situación argentina, aunque no tuvieran efectos materiales concretos, no eran fútiles. La narradora explica: “discutir, disentir, sospechar, era el modo de hacer un país de ese limbo […] y la misión no admitía límites temporales”. Por ello, una nueva lectura de esta novela no sólo es afortunada sino necesaria, sobre todo en una época de movilidades forzadas por la guerra, la violencia y la precariedad. Nadie tiene garantizada la solidez de una casa, por el contrario, la biografía humana hecha está cada vez más de itinerancias, migraciones, mudanzas e incertidumbre. Limbos de los que hay que hacer patria.


Retrato de Chester Himes

El tranvía que no paraba nunca Chester Himes: viaje al centro de la opresión

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La voz legitimada por la experiencia. La voz que testimonia. Quién habla, quién escribe, quién cuenta la historia: pienso que todo esto está presente en ese estudio fundacional de Spivak, publicado a mediados de los 90, donde se pregunta si puede hablar el sujeto subalterno: si su voz es escuchada. El campo de enunciación, el lugar desde el que se relata, el punto de vista, son algunas de las reivindicaciones de las corrientes feministas de los últimos años. La voz hace a la historia. Spivak nació en Calcuta, se desarrolló como teórica en California, sus propuestas de lecturas se enmarcan como postcoloniales. Fue de las primeras en abrir aguas sobre eso que Alicia Salomone, en su ensayo sobre feminismo y colonialismo, llamó “visibilizar la experiencia de la diferencia”, experiencia que es pura otredad y que debe conquistar su autonomía. “El paradigma de lo humano”, escribió Fanon en 1974 y cita Salomone, “se ha formulado a partir de una imagen que lo excluye: el varón blanco de Occidente”. Los otros: todos los que no están incluidos en ese “varón blanco occidental”. Comunidades indígenas, comunidades afro, homosexuales, trans, mujeres y un etcétera largo. Lxs otrxs. En tanto la “x” (y la e) del lenguaje inclusivo se suma a Nuestra América de la que hablaba Martí. Algo de este cruce tiene la obra de Chester Himes. Que nació en Missouri, Estados Unidos, en 1909, que fue sentenciado a veinte años de cárcel en 1928 por robo a mano armada (y en la cárcel empezó a publicar relatos), que se hartó del racismo de Estados Unidos y se mudó a París, y de ahí a Alicante, España, donde murió en 1984. Concretamente, me refiero a esa saga de novelas policiales que va desde Por amor a Imabelle, publicada en 1957, hasta la última que dejó inconclusa

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a su muerte (publicada en español en 1993), Plan B, y que tiene como personajes a dos policías negros, Digger y Coffin (sepulturero y ataúd) que “deben seguir las reglas de los blancos”. Chester Himes articula una especie de “Comedia de Harlem”, así le llama la crítica, un acordonamiento de historias que palpitan y se cruzan en un mismo escenario. Testimonia la desigualdad, las condiciones de violencia cotidiana, la desesperación en las barriadas: “Hay una población de negros convulsos en su desesperación por vivir, similar a un voraz hervidero de millones de hambrientos peces caníbales”. El racismo siempre está presente, en cada trama y en cada quiebre fáctico del relato: “Había las fotos de tres negros reclamados por asesinato en Mississippi. Eso significaba que habían matado a un blanco porque matar a un negro no se considera asesinato en el estado de Mississippi”. Con precisión, con maestría notable, Chester Himes construye también una tensión lírica que da y mucha profundidad a las obras. Siempre es el escenario, la calle, el contexto, el que sofoca a los personajes. Goldy es el hermano gemelo de Jackson en Por amor a Imabelle. Es adicto a la heroína y el más lúcido de todos, el más humano. Para sobrevivir, se viste de mujer: consigue dinero vistiéndose de monja. Es pura sensibilidad, pura astucia. Y muere. La cita es larga, pero da una idea cabal de cómo el escenario, cómo el espacio y la pobreza, en la obra de Himes, son el fundamento de la violencia. El aullido de Goldy se confundió con el de la locomotora al pasar el tren sobre sus cabezas con gran estruendo, sacudiendo todo el barrio. Sacudiendo a los negros que dormían en sus camas plagadas de piojos. Sacudiendo huesos decrépitos, músculos lastimados, pulmones


tísicos, fetos inquietos en el seno de chicas solteras. Sacudiendo el yeso de los techos, la argamasa de las paredes de ladrillos. Sacudiendo a las ratas que anidan entre las paredes, a las cucarachas que se arrastran por el fregadero de la cocina y los restos de la cena; sacudiendo a las moscas sumidas en su hibernación, amontonadas como abejas entre los vidrios de las ventanas. Sacudiendo a las chinches, gordas y saciadas de sangre, que exploran la piel negra. Sacudiendo a las pulgas, provocando sus saltos. Sacudiendo a los perros dormidos sobre mugrientas esteras, a los gatos dormidos, sacudiendo a los retretes obstruidos hasta lograr que evacuen.

De todas las cosas, esa es la única que recuerdo Plan B no es solo una novela policial. Excede al género, en el sentido en que Theodor Sturgeon pensaba al género cuando hablaba de ciencia ficción, cuando decía que “la mejor ciencia ficción es tan buena como la mejor ficción en cualquier campo”. Chester Himes, pienso, ubica esta novela, que es totalmente urbana, como en una especie de viaje al corazón de las tinieblas, al centro de la opresión, a ese planteo (estético, ideológico) llamado postcolonialismo. Como el que articula la obra extraordinaria de Jean Rhys, en Martinica, o los versos radiantes de Aimé Cesaire. “Nuestra gente es colonia dentro de los Estados Unidos”, dice Stokely Carimichael, el intelectual de Trinidad Tobago, “ustedes son colonia fuera de los Estados Unidos”. Y en concreto escribió esto: “Este sistema que se devora a sí mismo y se expande a través de la explotación económica y cultural de los no-blancos, la gente no-occidental, el tercer mundo” (1967). Plan B funciona en dos tiempos. Por un lado, se cuenta la historia de diversos personajes de Harlem que reciben armas de calibre grueso de parte de un mensajero anónimo. Sin ninguna indicación. Y esto sucede en 1970, aproximadamente. Por el otro lado, se cuenta la historia de la Casa Harrington desde 1863, una casona ubicada en Alabama, escenario de esclavistas que, antes y después de la guerra de secesión, violan a chicos y a muchachas que, su vez, pelean contra serpientes y jabalíes. Y resulta notorio cuando la novela se remonta a la guerra de secesión: ninguno de los personajes tiene nombre, solo apodos que los blancos aplican sobre ellos. Se cuenta la vida de Tomsson, su vínculo con los

blancos desde que crece hasta que llega a Nueva York: tiene hijos, es acusado de violar a una chica, sale de la cárcel. Se cuenta, en Harlem, el linchamiento a un chico negro en una puesta de Gershwin al aire libre. Se habla de la culpa, de la xenofobia de la comunidad blanca, y así, con una violencia que no para, Plan B no se presenta nunca como una historia en fragmentos, con escenas sueltas o dislocadas. Todo lo contrario. Plan B articula la continuidad histórica, que sitúa su origen en el trato de la esclavitud y esto se proyecta sobre la pobreza actual de Harlem. Sobre sus olores, su tensión permanente, y su miseria. Plan B no es solo la segunda opción, Plan B es también Plan Black. Y pienso que es justamente en el modo de hablar de los personajes como Chester Himes ahonda sus novelas policiales. La oralidad de los relatos es permamente. El slang se fundamenta en las lenguas de la diáspora africana, ya que es válido sostener que cualquier modo vernáculo del habla es, por supuesto, un modo legítimo del habla. De ahí, por la profundidad de las historias, por los giros caseros y los cantos infantiles y las groserías, la complejidad de su traducción al español. El testimonio de un proceso de desesperación, el mapa de pobreza urbana, una tensión poética exaltada de gran escritor, todo esto guarda la obra de Chester Himes, que ahonda el género policial y lo sobrepasa; que para hablar de este proceso opresivo generalizado, parte de la experiencia individual, de lo que moldea su voz. De lo vivido. En la misma línea y con la tristeza con la que escribió Countee Cullen y citó Langston Hughes. Y copio ahora los versos de Cullen, porque es esta voz la que tiene que tener lugar: “Una vez, al pasear por el viejo Baltimore, / con el corazón y la cabeza llenos de felicidad, / vi a un baltimorense / que me miraba con fijeza. / Yo tenía ocho años y era pequeño / y él era un poco más grande, / entonces sonreí pero él sacó / la lengua y me gritó “negro”. / Recorrí Baltimore enteramente / desde mayo hasta diciembre: / de todas las cosas que ahí me pasaron / esa es la única que recuerdo”.1 1 Once riding in Old Baltimore, / heart-filled, head filled with Glee, I saw a Baltimorean / keep looking straight at me. / Now I was eight and very small, / and he was no whit bigger, / and so I smiled, but he spoked out / his tongue and called me “Nigger”. / I saw the whole Baltimore / from May until December: / of all the things that happened there / that’s all that I remember.

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La hija trágica:

un caso para Ross Macdonald

Adán Medellín 58 |

Ross Mcdonald. Fotografía: Penguin Bookscasa del tiempo


Zona de signos donde la palabra nombra, renombra, exorciza: la literatura es un terreno de obsesiones, deudas y motivos. Eso podría atestiguarlo el estadounidense Ross Macdonald (1915-1983), uno de los grandes escritores de policiaco e intriga del siglo xx. Entre sus obras notables como El caso Galton (1959), La mirada del adiós (1969) o El martillo azul (1976), La bella durmiente (1973) es quizá la exploración novelística más personal del autor, pues se enriquece narrativamente con el recuerdo de la fuga de su hija, Linda, una joven problemática y sensible que vivió por temporadas en recintos psiquiátricos. Vayamos por partes. Ross Macdonald, crecido en Ontario y con un regreso a su natal California, se casó en 1939 con la también notable escritora Margaret Millar (19151994). Conforme ella consolidó una reputación en el género negro, él cambió su nombre real, Kenneth Millar, por el seudónimo con que se volvió famoso. Vale decir que, en vida del autor, su detective Lew Archer fue interpretado por Paul Newman en películas de Hollywood con el apellido Harper (por una cábala que el actor tenía con la letra hache), además de filmes de televisión. Millar y Macdonald tuvieron una hija: Linda. Pese a los ojos entrenados literariamente para captar las oscuridades de lo humano, ninguno de los escritores pudo prever lo que sucedería. Como lo ha contado Tom Nolan, editor en The Library of America, Linda tuvo una educación rodeada de lecturas y con dos padres brillantes, ocupados y competitivos entre sí por sus carreras literarias. La chica no lograba hallar su sitio en el mundo. El sexo y los problemas con la bebida irrumpieron en su adolescencia. En 1956, a los 16 años, Linda escapó

de casa, se tomó un par de botellas y condujo en estado de ebriedad en una noche lluviosa. Atropelló con su auto nuevo a dos jóvenes, matando a uno de ellos, hasta impactarse con un Buick estacionado. Tras el hecho, la joven quedó muy afectada e intentó suicidarse. Se salvó de la cárcel milagrosamente (los tabloides del momento acusaron la injerencia de sus padres escritores) con un diagnóstico de esquizofrenia y libertad condicional, pero a cambio debió pasar por tratamientos en instalaciones psiquiátricas, inicialmente en el Camarillo State Mental Hospital. No obstante, la medicación de antipsicóticos y la terapia no lograron mejorar su panorama. Linda se escapó de su dormitorio universitario en la UC Davis en 1959. Ante la lentitud en la pesquisa, el propio Macdonald emprendió la búsqueda por su cuenta apoyado por dos detectives privados y la policía local. Luego de más de una semana desaparecida, Macdonald cruzó California y halló a Linda en Reno, Nevada, en compañía de un hombre mayor y casado. Al parecer, Linda dijo que había sido secuestrada: una historia delirante. Luego de estos hechos, Macdonald ingresó al hospital por un cuadro de agotamiento e hipertensión arterial. Ni la educación, ni la literatura, ni la universidad habían logrado paliar el desorden en el carácter de Linda. Desde entonces, Macdonald participó en diferentes programas de apoyo emocional y consejería psiquiátrica. Todos estos episodios críticos marcaron su escritura, con tramas que se volvieron más personales desde 1960 y se alejaron de sus primeras entregas novelísticas, más identificadas con un estilo duro, ríspido, conciso.

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La enfermedad y la vida de Linda moldearon el viraje decisivo del personaje Lew Archer. Macdonald pasó de ser el posible tercer elemento en la sagrada trinidad del Hard-boiled (junto a Dashiell Hammett y Raymond Chandler) a crear su modelo peculiar de detective: Archer fue no sólo un investigador, sino una suerte de terapeuta que buscaba las causas de violencia en el dañado pasado familiar de sus personajes mediante una escritura elegante, salpicada de guiños poéticos y análisis de la naturaleza humana. A lo largo de 18 novelas, los casos de Lew Archer fueron transformándose en el mismo caso: el del peso familiar que derruía y atormentaba a los involucrados de los crímenes que narraba Ross Macdonald. No importaba que fueran piezas de arte desaparecidas, hijos en fuga, cadáveres de hombres flotando en el mar. La investigación policíaca dejó de limitarse a las pistas y los indicios visibles del crimen: se volvió honda y psicológica para desentrañar los secretos, los traumas y los silencios que salían a la luz convertidos en sangre. En La bella durmiente, Macdonald retomaría la huida de Linda para crear el personaje de Laurel Russo, una joven heredera de una fortuna petrolera que desaparece de repente con un tubo de somníferos en la mano. Al igual que Linda, Laurel es una chica extremadamente sensible que vivió un momento de rebeldía, pues huyó unos días con un hombre casado antes de vivir con su esposo Thomas. Durante toda la novela, Lew Archer lucha por comprender los motivos de fuga de Laurel. Es una chica rica y querida en apariencia, a la que no le falta nada (como le sucedía a Linda, quien recibió su propio auto a los 16 años, el mismo vehículo donde ocurriría el accidente que la llevaría ante la justicia y la psiquiatría), pero carga con una herida del pasado y posee una naturaleza excesivamente frágil. La primera imagen que tenemos de ella en el libro nos la muestra llorando por un pájaro muerto tras un derrame petrolero en el mar causado por la compañía que pertenece a su familia. Laurel tiene un miedo arraigado desde su niñez, pero ¿a qué?, se pregunta Archer. Con el avance en la

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trama, el detective descubre que Laurel ha presenciado un crimen violento, quizá como las agrias discusiones entre padres escritores que Linda observó en su infancia. Archer lucha por comprender a Laurel al igual que Macdonald lo hacía con Linda, quien luego de su huida frustrada, pasó por más tratamientos médicos, se casó con un estudiante de ingeniería y murió misteriosamente mientras dormía en noviembre de 1970. Tenía sólo 31 años. La escritura, a partir del fallecimiento de Linda, se volvió más lenta para Macdonald. La bella durmiente apareció en 1973, a menos de tres años del deceso y retrata en sus páginas algunas claves de su dolor. El detective Archer registró su primera impresión de Laurel como “el fantasma de un pájaro”. Hacia el final del misterio, hablaría de ella como “un ser enigmático y conflictuado. A la vez fuerte y muy valioso. Nunca conocí a nadie capaz de sentir tan intensamente.” Acaso era la descripción paternal de Linda en la pluma de un escritor atribulado por no haber resuelto el drama interior de su única heredera, convertida en una búsqueda literaria e incesante que le hizo obtener el Grand Master Award de los Mistery Writers of America en 1974. Tras el retrato novelesco de ese ser inocente y perturbado que se deshacía en su trato con el mundo, la trayectoria de Macdonald sólo encontraría un dejo de paz en la imagen final que le da título a su última novela, El martillo azul, en recuerdo de ese suave golpeteo de las venas en la frente de la mujer amada mientras duerme, la única estampa para reconciliarse con una sociedad enferma, el único sitio donde descansar ante la extenuante tarea de desentrañar los motivos repetitivos de la culpa y la tragedia humanas, nacidos todos del núcleo germinal de la existencia: la familia. Lo demás sería silencio, preguntas, desintegración memoriosa, cuando Ross Macdonald, el creador de Lew Archer —“el detective de la empatía” en palabras del también novelista policíaco John Connolly—, ya imposibilitado para escribir, murió en 1983 a consecuencia del Alzheimer.


Ecos de

“La trama celeste”

Bernardo Ruiz

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61 Adolfo Bioy Casares en 1968. Fotografía: Alicia D’Amico (Wikimedia Commons)


Hay otros mundos, pero están en éste. Hay otras vidas, pero están en ti. Paul Eluard

Mucho asombra cómo la posibilidad de los multiversos enunciados por los científicos se abre paso entre las menciones en revistas de difusión científica para llegar a las páginas de los diarios. Vienen a la mente de inmediato las notables maquinarias inventadas por Julio Verne para llegar a lugares entonces inalcanzables como el fondo del mar o la superficie de la Luna. Aunque a veces el escritor francés no necesitaba más que armar de valor a sus protagonistas y llevarlos a las entrañas de la Tierra con un poco de destreza y una erudición e imaginación memorables. Semejante valor se reconoce en la prosa más imaginativa de Adolfo Bioy Casares, quien en 1948 decide relatar la proeza del capitán Irineo Morris, piloto temerario del ejército argentino que consigue atravesar nuestra dimensión y vivir una aventura sin precedentes. Hecho del que se tiene presuntamente noticia gracias a las notas puntuales encomendadas al autor del texto por el doctor Carlos Alberto Servian, homeópata de sólida cultura, que pudo descifrar cuál había sido la entreverada travesía del joven —hijo de su profesor y amigo—, acusado de traición por un tribunal militar. El motivo se detalla entonces con precisión ejemplar a lo largo de las páginas que integran “La trama celeste”.1 En esencia, Morris —piloto experimental del ejército argentino— desaparece sin dejar rastro un 23 de junio cuando está al mando de un avión experimental. A su regreso —semanas después, el 31 de agosto— es acusado de vender los secretos de la aeronave que se 1 La primera edición es de 1948, la tercera edición se publicó en Editorial Sur en 1970, en una compilación de historias fantásticas que integran el volumen con el título del cuento.

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le confió. Ha vuelto en un aparato antiguo, descontinuado. Lo esperan la corte marcial y el fusilamiento. Morris, en su hospital prisión llama a Servian para solicitarle ayuda médica y agradecerle el envío de unos libros. Pero no ha sido el médico quien los ha enviado. Una alusión al autor de uno de ellos, Blanqui, le da una pista al homéopata para comenzar a desenredar el misterio ocurrido al hijo de su amigo y maestro. El centro del relato es mediante la minuciosa investigación de Servian en torno a la historia que cuenta el capitán Morris, motivo que sirve para desmenuzar la distinta realidad que vivió en los días de su ‘desaparición’ inexplicable. El homeópata se sumerge en el recuerdo minucioso de sus conversaciones con Morris, a las que disecta con habilidad monumental llevando al lector a un largo recorrido por Buenos Aires, para descubrir que el espacio/tiempo que habita no es el mismo que habitó Morris. En tanto, leemos detalles de su vida (desde la inspiración que le da su ex libris, hasta sus discusiones con su sobrina) y algunas remebranzas. Servian infiere, asimismo, por una serie de vacíos y frases citadas por el piloto que las personas que estuvieron con él no eran las de su acostumbrada y previa cotidianidad, que nuevamente le rodean; y que otras a las que no tuvo acceso estaban ausentes de ese espacio/tiempo, por razón de ligeros cambios y accidentes en el flujo de la Historia; lo que había provocado variantes ínfimas, pero de trascendentales consecuencias, en relación a la historia, demografía y geografía que recuperó a su vuelta. Servian busca en la obra de Bianqui alguna pista que él —supuestamente— había hecho llegar a Morris. Ahí en L’Éternité par les Astres está la respuesta:


Habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez la causa de mi encierro gradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz.

Efectivamente, concluye Servian: Irineo Morris logró una hazaña: hizo un descubrimiento más allá de algunas anécdotas que comentan conjuros, pases mágicos y desapariciones. Atravesó esta dimensión y estuvo en una casi análoga, donde vivió un primer encierro (declaraba que perdió la consciencia al probar la resistencia de su aparato con una serie de acrobacias); donde se le acusó —en un Buenos Aires paralelo en el espacio y en el tiempo— de su calidad de espía uruguayo. En el hospital una enfermera amable, Idibal, de ascendencia galesa, lo cuidó con afecto. E Ireneo, al paso de los días, la fue enamorando. Con el apoyo de ella, consigue escapar, y vuelve a su Buenos Aires original al repetir su acrobacia. Como prueba de su aventura (como se explica en “La flor de Coleridge”)2 trae el anillo de Idibal, que había sido su pasaporte para contactar a los cómplices que ella había organizado; además de un recado que mandaba el Servian —de la otra realidad— con los libros para el capitán Morris. Por su parte, Carlos Alberto Servian, perdido en la investigación y en el análisis de hipótesis y hechos en torno a lo acontecido a Morris, se entera que su sobrina lo ha abandonado. Esto le produce una crisis sentimental y un vacío insalvable. Toma una decisión: convence a Morris de huir ante el inminente juicio y probable fusilamiento. Irineo acepta: quiere volver a Idibal. Servian deja todo. Arman entonces un escape análogo al que salvó a Morris en su regreso. Cómplices amigos de Servian ayudan a que el plan se ponga en marcha. Cf. Borges, Jorge Luis. Otras inquisiciones, en Obras completas 19321972, Emecé editores, Bs. As., 1974. Pp. 634-ss.

El epílogo de la historia es previsible: se desconoce el improbable éxito de la huida, aunque la logran. Cabe considerar que la probabilidad de que alcanzaran a llegar al destino deseado es mínima. Ante el número propiamente infinito de mundos semejantes, como afirma el texto citado por Bianqui, su destino es impredecible. Concluye la narración el autor comentantando no obstante el avistamiento de otros Morris en el Brasil y en Uruguay: todos ellos habían partido aquel 23 de junio. Llegaron a diferentes lugares, y no todos tenían el mismo conocido carácter, ni comportamiento de Ireneo Morris. Más allá de Bianqui el autor mira hacia Cicerón y cita sus Primeras Académicas, (II, XVI): “según Demócrito, hay una infinidad de mundos, entre los cuales algunos son, no tan sólo parecidos, sino perfectamente iguales”. Hace más de 72 años que Adolfo Bioy Casares (19141999) logró esta historia, que al momento de publicarla en su tercera edición (1970), en un recuento estricto de su trabajo afirmó: “Por astucia nos mofamos de los groseros errores de la vanidad, pero con secreta simpatía reconocemos en ellos el anhelo, común a todos los hombres, de probar que somos reales […]. Descubro así que requiero bastantes azulejos para enumerar mis cuentos: más de cien. En la considerable serie este librito3 ocupa un lugar de relativa importancia. A los cuentos que lo precedieron no les cabe otra justificación que la puramente autobiográfica de haber constituido una suerte de curso de aprendizaje del autor, a costa, Dios me perdone, de los lectores; de la Trama en adelante no eludiré la responsabilidad”. El volumen de Bioy Casares tras más de 70 años de publicado ha tenido nuevas ediciones a la par de otras de sus obras que bien vale incluir en el acervo de los libros atesorables. A fin de cuentas, La invención de Morel, Plan de evasión, Diario de la guerra del cerdo, y Dormir al sol, a la fecha, siguen siendo historias que se quedan tanto en la memoria como en el corazón.

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Se refiere a La trama celeste, Editorial Sur, 3ª edición, 1970.

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Esta ciudad no tiene olvido JesĂşs Vicente GarcĂ­a

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Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco


El país del dolor, la capital del sufrimiento, el centro del desecho, el núcleo del desastre interminable José Emilio Pacheco

A En la tarde sería cuando el microbús, manejado por una mujer obesa de playera rosa mexicano, atraviesa Fray Servando rumbo a Viaducto; Pamelo ve una fila de elefantes llamados camiones foráneos estacionados en ambas orillas de Bolívar, porque apenas dejan espacio para que los demás autos pasen haciéndose chiquitos. En el micro, la mujer le cede el volante a un tipo que iba al frente platicando con ella, a partir de ahí, la unidad va más rápido, como desesperado, y le dice a la conductora que los camiones los vio en hora temprana, la del alba sería, pues fue por su micro, y al estacionarse ahí provocaron tránsito lento. En un principio pensó que eran para irse de excursión, pero al pasar las horas notó que eran los que venían para irse al zócalo. Sobre las calles perpendiculares había camiones y más camiones, con la leyenda Morena, escrita en un cartón o papel estraza grande. I Cual Quijote que desde las alturas observa los ejércitos que se encuentran para luchar, Pamelo busca el polvo que no hay en una de las laterales de Reforma, a unos metros del Ángel, en ese primer domingo de diciembre de 2019, medio día, con el sol a cuestas mirando las personas vestidas con ropa blanca, gorras y sombreros, sus consignas en el gañote y en las pancartas; lo ve de cerca, gente de clase económicamente elevada y de otras clases sociales que de fifís no tienen ni el apodo, y aunque digan que no hay que estigmatizar, ya lo están por la misma sociedad y ahora por el presidente del país. Vivimos en una época en que todos son bien chillones y bien delicados, que si decimos los jóvenes, ah no, ahora son las jóvenes y los jóvenes, en su lenguaje incluyente, pero que en el discurso oficial es excluyente. B Camina sobre Madero, con la muchedumbre, la vendimia que se supone está prohibida, pero en el festejo del nuevo gobierno sí pueden vender. Sale del Salón

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Corona enojado con su mejor amigo, entre gente con camisetas del color y leyenda del partido político en turno, y con los otros de blanco, que acudieron a tomarse una cerveza para despejar este calor que parece que es una primavera terrible dentro del otoño. Zigzaguear. Girar. Esquivar a los que te dan la tarjeta de ópticas para lentes, por si buscas los talleres, y el fregadazo de la señora caderona, el de la chava con carriola que se atrevió a meterse con el niño chillón de meses entre el gentío que puede hacerte perder la razón, si eres como Pamelo, o si ya te acostumbraste a la mala vida, a esta hipermodernidad en que lo malo es lo normal y lo normal es el mal gusto. Ahí va Pamelo para llegar a Bolívar y abordar el microbús o camión, incluso taxi, porque a fin de cuentas es día de marchas, de protesta y de festejo, según a quién le vayas y de acuerdo a tus intereses. II En la orilla de la acera de la derecha, Pamelo saca fotos y ve a los manifestantes pacíficos que le piden al presidente que ya no divida a la sociedad o que renuncie, y le gritan consignas: “No somos acarreados”, “Regresa el dinero a los hospitales”, “¡Basta, ni perdón ni Ovidio!”, “No al desmembramiento del sistema de salud pública”, “Mentir también es corrupción”, “El voto popular fue

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para un cambio. ¿Dónde está?”, “Juanito dice: un año de muerte, miseria, hambre, violencia, traición, pendejadas, cero crecimiento y miles de muertes”, “Todos somos Lebarón”, “No eres dueño del país”, “¡¡Ya basta!!”, “Respeta la democracia”, “No al foro de San Paulo”, “Tu estrategia de abrazos y no balazos no está funcionando, nos están matando”, “Peje, ¡fallaste!”, “Zona Oriente PRD Estado de México, a la Vanguardia”, “con peje-morena cero crecimiento. ¡Ya basta!”, “Ya basta! ¡Idiota! Que unos pocos te sigan, no significa que todo México te ame”, “Deja de proteger a la delincuencia”, “Violencia del narcotráfico, claro que sí es terrorismo”, “Únete al Paro Nacional 2020 hasta el 24 de feb 2020. Hasta que López se retire de la presidencia”, “No somos felices”, “Se busca un México seguro para todos”, “Fuera asno disfrazado de ganso”, “Amlo traidor incompetente, ignorante, incongruente”, “Amlo (malo) Bajar la gasolina. No militarizar. Bajar la luz. No corrupción. No impunidad. ¿Qué has cumplido? Farsante”, C Aborda el microbús justo en ese cruce de 20 de Noviembre y Fernando Alva Ixtlixóchitl. Ve camiones de esos en los que uno va a Toluca. Como gigantes dormidos están las moles de varias ruedas, con choferes


durmiendo. Adelante, en Lorenzo Boturini, parece que la calle adelgaza más en la medida que la cantidad de elefantes aumentan estacionados en ambas aceras. El microbusero le mete pata y casi tira a una joven que apenas y se agarra de un tubo sudado por el calor de otra mano que acaba de asir un celular para guatsapear y saber qué hace el novio. III El ruido de la calle indica que es un horror estar con obrador o es un honor ser oposición. Por la lateral de Reforma, lo único con ruedas que transita es el metrobús, es ruta que casi no utiliza Pamelo ni para ir al teatro del Centro Cultural del Bosque, ahí se va al metro Auditorio, y camina, en tres minutos ya está en la taquilla; ahora ve pilas de gente vestidos de blanco. Dos helicópteros vuelan sobre ellos, uno de la policía y el otro no acierta de dónde, podría ser igual de seguridad pública; lo que sí recuerda Pamelo fue la luz de bengala que dejaron caer sobre la masa de estudiantes que estaban en Tlatelolco, de acuerdo al material visual que las benditas redes permiten ver, y que manifiestan su inconformidad con el gobierno. No es la comparación política la adecuada, pero la de la masa sí, pues el presidente señala que los que se manifiestan en su contra son los que no quieren que el país avance; ya no es libertad de expresión y derecho a la manifestación; ahora son fifís conservadores manipulados ardidos, adversarios que quieren ver al país sin crecimiento; gente movida por líderes de partidos políticos. ¿Acaso Pamelo pertenece a alguna agrupación

política? Nada de eso. Soy tan grinch, piensa. Avanza sobre Reforma lento entre la gente que sigue gritando consignas y a ratos guarda silencio; ve el trabajo de los fotógrafos que siguen a los Lebarón, a unos diputados, a la fracción del PRD, acaso los únicos que sí fueron en camión y que se les dirá acarreados. El sol se atasca en la piel de Pamelo que mira y escucha sin creérsela; en un principio vio poca gente, pero eso era sólo la puntita de los miles que hubo sobre el camino. Sólo fue un par de horas a ayudar en el periódico en eso de la corrección, y a las once de la mañana ya estaba afuera, en Juárez y Reforma. D Pasa por Rafael Ángel de la Peña, Alfredo Chavero, Manuel M. Flores, José T. Cuéllar (el de Ensalada de Pollos), Manuel Gutiérrez Nájera, Francisco Rivas, Manuel José Othón, Antonio García Cubas, puros periodistas y escritores que en fecha actual podrían ser algunos fifís, otros chairos y otros conservadores, o quizá combinación de todo, quienes no tuvieron beca como la del Fonca para sobrevivir y que ahora se reducirá presupuesto para cultura, pero como ellos, Pamelo sigue su ejemplo y escribe sin beca, la beca se la da él mismo con el trabajo. En esas calles perpendiculares, los camiones también se formaron y estorbaron, porque en las angostas metieron más elefantes. De forma que de tres carriles sólo sirve uno, donde va el micro y dentro a Pamelo, agarrado a veinte uñas y a cuatro manos, porque en el afán de salir de entre esas moles, el micro hace rugir el motor, con la ira que sólo la ciudad permite.

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E Entre Fernando Ramírez y Efrén Rebolledo, o sea, entre el periodismo y la poesía, está D. Henaro, la pastelería favorita de la Obrera, a donde quiere bajar Pamelo para ir por un pastel, pero el ruido de las masas y los camiones ya no lo permiten en su estado anímico; los camiones de acarreados han pasado. Otra vez el freno brusco, la música grupera del micro, la gente que no cabe y avienta, la que avienta aunque quepa bien, los que no dicen nada, los que exigen respeto; el micro es la diversidad absoluta, la democracia hecha realidad. Un camión quiere rebasar al micro, frenos, mentadas de madre, discurso físico poco educado, chiflido de citadino con alma de carretonero. IV Pamelo y Basilio se quedan de ver sobre Madero, en el Salón Corona, el encuentro de ambos Méxicos, ambos manifestantes, unos acarreados, en su mayoría, otros por iniciativa propia. Basilio le guatsapea constantemente, porque está en el Zócalo desde temprano. Qué sería de Basilio sin novia. Es como Don Quijote sin Dulcinea. Le explicará cuando estén reunidos qué vio, mientras saca fotos y unos minutos en el féis transmite en vivo desde Madero, donde hay tantos vendedores ambulantes como solía haber antes de que lo prohibieran; ahora sigue prohibido pero también permitido, así es de ambigua la ciudad. Se ven. Discute, pelean. La novia le dice a Pamelo que es un vendido y que no quiere que el país siga un buen rumbo porque no apoya al presidente. Él argumenta. Se enojan. Basilio no sabe de qué lado ponerse. Pamelo sostiene que estábamos mejor cuando estábamos peor. Se enfrascan. Se cachetean con las palabras. Basilio a veces odia a Pamelo, a veces ama a la novia. Basilio se enoja. Se va con la dama. Se va sin despedirse. Dice Basilio que dijo el presidente que la inseguridad ha disminuido, que vamos muy bien, que el país está pasando por su mejor momento. Entonces para qué las marchas; uy la novia se arrancó preguntando si acaso antes estábamos mejor, que todo era robar y robar, mentir y mentir. Sonrío. No ha cambiado la cosa. A México lo han cambiado. Todos se odian. Hasta Basilio y Pamelo. Se gritan. Se va uno, luego el otro, el otro es Pamelo que retoma Madero y recuerda con cierta nostalgia cuando ambos caminaban en esa calle histórica, a veces alegres, a veces tristes, en ocasiones cansados y en otros llorando, llorando la hermosa vida, como dice Jaime Sabines, pero ahora ve que su amigo es otro, como este México, como esta ciudad en que te pueden robar a cualquier hora, te pueden matar sin motivo alguno. Llora un poco. Camina hacia Bolívar a tomar el micro, camión o taxi, se detiene un micro y una mujer regordeta al volante le cobra y le recibe una música grupera en esta tarde calurosa del primer día de diciembre.

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intervenciones Alicia Sandoval Instagram: @adrusba

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Jugaré contigo,

de Maritza M. Buendía Alberto Ortiz

Para el bien de la historia cultural, el juego de la renovación generacional —a propósito del título que se reseña— implica la admisión de diferentes presencias. Hoy, más que nunca, la creación literaria está dotada de polifonía, aspira a la tolerancia y al grito abierto que revela secretos ayer acallados; de vez en vez un autor nos asalta con su discurso novedoso, y luego descubrimos que no está solo, se trata de una legión, son inteligencias reveladas en voces abiertas, en propuestas estéticas viables, en búsquedas que van del experimento al encuentro del estilo reconocible. Gracias a la diversidad de temas y experiencias que la literatura contemporánea ha abierto, no sin cierto denuedo en la batalla contra las resistencias, el canon y los conservadurismos, los lectores hemos podido desembarazarnos de prejuicios rancios y de dobles morales para abrazar, besar, palpar y comprometernos con las fantasías y las realidades narradas desde diferentes puntos de vista. Efectivamente, la literatura contemporánea nos ha enseñado a amar, cuando se requiere, pero también a fornicar con el libro, si el acuerdo es mutuo. Claro que no se trata de una novedad en la historia de la literatura, desde las comedias de Aristófanes, pasando por Boccaccio hasta la narrativa licenciosa de la Francia ilustrada, existen sofocones eróticos que alimentan la necesidad de inspeccionar la manera en que jugamos a ser entidades sexuadas. La noticia consiste en la posibilidad de que sea la obra literaria la que esté aleccionando al lector para que se despoje de convencionalismos y gazmoñerías frente a la fascinación del secreto contado. Es decir, la obra actual que versa de estos principalísimos asuntos, seduce y prepara el cambio de sintonía en las apreciaciones sociales y sus presiones eróticas. Abrir los sentidos para leer Jugaré contigo, de Maritza M. Buendía, constituye un ejercicio sano de apertura, diría, incluso, que exige embozo y luego descaro,

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reclama justamente las habilidades del escucha, el lector debe disponerse a inmiscuirse dentro de un juego de secretos, las sensaciones que le esperan van de la incomodidad moralina al regusto erótico. Puede parecer perverso, pero igual la poética voz que cuenta tales opciones sexuales llegará irremediablemente a la conciencia. Esta vinculación, en el sentido descrito por Giordano Bruno, representa un enigma a resolver, el planteamiento detrás de la arquitectura narrativa nos conduce de la identidad del ser que juega a la del ser que erotiza, a tal grado que tal binomio constituye su más profunda caracterización ontológica. Luego, el resultado puede ser apreciado en un escenario dentro de una vitrina heterodoxa, en la cual, la que está dentro juega a seducirse en la consolidación de sus fantasías al tiempo que seduce al espectador. La historia narrada se desgrana en tonos bajos, se susurra al oído, parece uno de esos mensajes de audio que escuchamos escondidos dentro de la habitación más alejada de la casa, como si participáramos de las revelaciones inusitadas de los otros y fuésemos embargados por el placer culpable de enterarnos del sudor de la piel ajena. Algo de morbo habrá, claro, página tras página es posible detectar el prurito emocional y mental que pone calor en la piel del bajo vientre. El discurso narrativo en cuestión contiene capas y subcapas de estructuras en balance, trabajo calmo y estricto alrededor del lenguaje, historias derivadas y antecedentes clarificadores, empero, en este comentario se quiere destacar dos aspectos inusitados, no necesariamente los principales o los más visibles, pero inquietantes y definitivos para poder escuchar la articulación de este atisbo a la intimidad, de esta mirada subrepticia al través del hueco de la cerradura. La autora construyó este susurro mediante una técnica robada a los alquimistas; está claro que ha sopesado cada palabra, cada frase, cada escenario, cada secuencia, y también parece claro que sabe de lo que habla, no en balde, como parte de su faceta académica y crítica, ha analizado autores

y textos de fuerte corte sicológico vinculado con las pulsiones sensoriales. Escritora y agrimensora al tiempo, Maritza B. Buendía revela las supuestas alternancias pasionales de los otros; sin embargo, como se indicó antes, este tipo de narrativa suele enseñarnos a abrir la mente obnubilada por los resquemores pecaminosos y a liberar los complejos, a fin de participar en el nuevo esquema de libertad, inclusión y tolerancia que los discursos artísticos pretenden; en realidad, lo que cada episodio revela es la necesidad de reconocernos como actores de un gran espectáculo sexual, en otras palabras, las fantasías descritas, en tanto realidades al interior de la trama, recorren los velos de nuestras propias pulsiones, las que eventualmente se liberan por gracia literaria; sin duda una opción disponible para doblegar el interdicto moral. Una segunda cuerda pulsada por la autora permite saborear el tono femenino de los personajes, incluso de aquellos que el modelo masculino quiere de otra forma y la tradición propone que no deberían tener esa sintonía. Lo femenino permea en la novela, lo abarca todo, lo consume, lo hace inteligible. He aquí parte del aporte estilístico de la autora, la perspectiva del secreto, del amor y del erotismo, el mismo que, desde otro tratamiento, está expuesto racionalmente gracias a los trabajos de Irving Singer (La naturaleza del amor), Georges Bataille (El erotismo) y Octavio Paz (La doble llama. Amor y erotismo), descubre para los lectores a la mujer como vocera y símbolo de la pasión. La complejidad de la trama pasa entonces de la narración omnisciente al cuestionamiento ontológico, somos ese personaje sexual, fantasioso, irredento, que la novela quiere que cuente la historia para olvidar las funciones comunes de la pareja, porque el entendimiento de lo femenino es más abierto, más profundo y liberador. No parece exagerado afirmar que es posible que, después de prestar atención a la secuencia de revelaciones descritas en la novela, el lector olvide sus resquemores, pero, especialmente, olvide su dimorfismo sexual.

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Jugaré contigo Maritza M. Buendía México, Alfaguara, 2018, 199 pp.

¿Es posible que la literatura nos enseñe de nuevo a amar? ¿Qué las reticencias sexuales sean minadas por el poder de la narración en cuestión? ¿Logra tal efecto la lectura? Posiblemente sea más prudente afirmar que se trata de un cuestionamiento para otro espacio y momento; no obstante los peligros constantes de la sobreinterpretación, a título personal afirmo que a medida en que prestemos atención a propuestas creativas como la presente, entenderemos mejor cómo pensamos y cómo sentimos, porque nuestra literatura contiene una larga tradición parcial que la carga de un único y patriarcal punto de vista. Mirar el objeto/sujeto de nuestros

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deseos desde otra perspectiva, es decir, desde la mejor, la femenina, renueva el goce artístico. Jugaré contigo pertenece a una nueva perspectiva erótica. Insisto, la autora se caracteriza por su inteligencia minuciosa. Esta voz narrativa no expone un tema, propone una doble experiencia liberadora: la posibilidad de apreciar las metáforas del erotismo para reconocernos frente a la piel desnuda y la atención a la expectativa de un mundo revelado por el foco y el horizonte femenino. Con la novela de Buendía en las manos, los lectores estamos ante el eros según la Circe enamorada.


[Tiempo suspendido],

de Camilo Vicente Ovalle David Barrios Rodríguez

Los problemas estratégicos de nuestras sociedades son procesados en temporalidades diversas y en relación a los esfuerzos de distintos actores por traerlos a cuenta o acallarlos. En ese discurrir siguen causes en ocasiones divergentes. Los actos de enunciación y definición pública, su abordaje desde disciplinas académicas y la forma como una sociedad reconoce los procesos traumáticos que la conformaron y modificaron difieren de la confección e implementación de políticas públicas. La ausencia o deficiencia en la articulación entre los distintos estratos hace de la resolución de estos conflictos una tarea compleja en extremo. En el pasado reciente mexicano existen ejemplos elocuentes de ello y están relacionados con fenómenos como el racismo, o el ejercicio de violencias, sean estas de género, económicas o de Estado. Una de las deudas más importantes en este sentido es el papel que ha cumplido la desaparición forzada en la configuración contemporánea del país, lo cual se relaciona con sus implicaciones institucionales, pero sobre todo sociales. La desaparición forzada es una técnica cuyo objetivo último es permanecer oculta, y por ello, al ser revelada pone en jaque los discursos y su legitimidad. A esto debemos agregar que en el caso mexicano, a diferencia del terrorismo de Estado en el Cono Sur, aún contamos con ínfimas fuentes de información para conocer esa parte de la historia y, por tanto, se halla fuera de lo que reconocemos como nuestro pasado reciente. La reconstrucción de este proceso emprendida por Camilo Vicente Ovalle en [Tiempo suspendido]. Una historia de la desaparición forzada en México, 1940-1980 contribuye a subsanar esta laguna y posee la virtud de proponer claves de análisis para estructurar algunos puentes con el periodo de violencias que se abrieron a mediados de la década pasada. Tanto la perspectiva empleada, como el abordaje que realiza, permiten conocer los procedimientos llevados a cabo por el régimen priista: procedimientos como la detención-desaparición, la eliminación de disidentes y contrincantes políticos.

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El trabajo acomete una de las tareas más acuciantes para entender los fenómenos regionales contemporáneos pues mediante el trabajo de reconstrucción e interpretación histórica hace inteligibles estos procesos. Un ejemplo de ello es establecer la temporalidad, la causalidad y las expresiones de la desaparición forzada. De esta manera, uno de los aportes del trabajo para la reconstrucción de la política de represión en el Estado mexicano del siglo xx es identificar en primer lugar la existencia de la desaparición forzada como técnica desde la década de los cuarenta hasta la del setenta, y su utilización contra sectores políticos de izquierda y derecha, así como para dirimir pugnas al interior de la “familia revolucionaria”. El autor la identifica como una etapa “primitiva” de la desaparición forzada; mientras que su evolución/actualización en tanto estrategia, cuya expresión más acabada es la contrainsurgencia, se da a partir de la década de los años sesenta. En relación a la manera de enunciar el proceder estatal, no es menor que el autor opte por esta conceptualización (y no por el término equívoco de “guerra sucia”) con el objeto de dar cuenta de una estrategia que centraliza políticas, discursos, programas y acciones que tienen como meta socavar y en última instancia aniquilar expresiones de insurgencia social, reales o ficticias. En tercer lugar se analiza el fenómeno en su articulación/intersección entre el periodo contrainsurgente señalado y su traslado hacia un nuevo enemigo desde los años setenta: el narcotráfico. Esto reviste una importancia mayor para comprender una parte del contexto mexicano actual. Reconocer el tránsito en la manera de concebir la detención/desaparición de personas le permite al autor dar cuenta de la evolución institucional que ha tenido y que implica una cierta sofisticación práctica que, al ser reconvertida en estrategia, potenció la eficacia de su materialidad. Esta incluye tanto la infraestructura que sustenta el complejo contrainsurgente (casas de seguridad, centros de detención-desaparición) como un discurso que Vicente Ovalle reconoce como dispositivo de verdad, como verdad de Estado.

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Además de establecer antecedentes con alto valor historiográfico, el autor dedica la mayor parte del trabajo a dar cuenta de la conformación del periodo contrainsurgente (1971-1978), por ser en el que se cierra el circuito de la desaparición forzada y se establecen sus mecanismos, formas de funcionamiento y prioridades. A partir del análisis histórico en tres estados de la república —a saber, Oaxaca, Guerrero y Sinaloa—, se establecen usos diferenciados entre el objetivo de desarticulación y/o aniquilamiento de las organizaciones político militares, además del ya referido en torno a la intersección entre contrainsurgencia y la guerra contra el narcotráfico. Esto no obsta para reconocer que el centro del proceder represivo fue la tortura como mecanismo para la colecta de información con propósitos “tácticos”, pero cuya finalidad última era el socavamiento y destrucción de los sujetos. En el caso de Oaxaca la investigación ayuda a comprender las rutas comunicantes de los objetivos represivos del Estado mexicano y su utilización contra distintas formas de organización social. En cambio, Guerrero permite observar la densidad de procedimientos contrainsurgentes militares sin parangón en el periodo y de los que se extrae la identificación de una lógica compuesta por a) concentración y selección de integrantes de la insurgencia y b) identificación y desarticulación de la misma. Además de ello, uno de los presupuestos comunes sobre el proceso es objeto de crítica: la participación exclusiva de las Fuerzas Armadas y la Dirección Federal de Seguridad (dfs) en los ámbitos rural y urbano de manera respectiva. Esto resulta desmentido de manera contundente al establecer que todos los interrogatorios de los detenidos desaparecidos correspondientes a los estados del sur del país (llevados a cabo en instalaciones militares locales o en el Campo Militar n°1 de la capital) fueron realizados por integrantes de la dfs. Con ello queda demostrada la conformación de una estructura articulada dentro del Estado para llevar a cabo estos crímenes.


[Tiempo suspendido]. Una historia de la desaparición forzada en México, 1940-1980 Camilo Vicente Ovalle Prólogo de Lorenzo Meyer México, Bonilla Artigas Editores, 2019, 359 pp.

El tercer momento general es el de la contrainsurgencia que se redirige a la construcción de un enemigo político cambiante: el narcotráfico. Se da cuenta de cómo una estrategia de gobierno, el Plan Cóndor, permitió “mejorar las condiciones” para la represión de la disidencia y la insurgencia. Sin embargo, este proceso también permite apreciar una continuidad que en los años recientes se hizo masiva en el país, la generalización de zonas grises o de indeterminación en que se superponen espacios públicos y clandestinos del funcionamiento represivo. Se trata de una de las mayores y más peligrosas herencias de un proceso que es escasamente conocido en México: el establecimiento de un solo complejo contrainsurgente apoyado en “el adelgazamiento de la frontera entre lo legal y lo ilegal, creando un campo (político, social y militar) de licitud para el ejercicio de la violencia”.

A partir de ese entramado se combinan los estudios de “caso” con las modalidades de la desaparición: Guerrero, Oaxaca y Sinaloa permiten aproximarnos a un proceso complejo pero discernible. “La implementación de la desaparición forzada por parte del Estado mexicano fue a través de una estrategia diferencial, no homogénea, pero general.” En suma, el trabajo de Camilo Vicente Ovalle ofrece una rigurosa mirada de conjunto sobre una historia fragmentada y negada del México contemporáneo con la intención no sólo de arrancarla del olvido institucional o para contribuir a restaurar —volver a poner de pie— las memorias sociales de quienes ingresaron en el circuito de la desaparición, sino para tender los puentes de continuidad con el pasmo que producen las violencias actuales y que resulta tan urgente comenzar a desbrozar.

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Ahora imagino cosas, de Julián Herbert

Paul Medrano

Ahora imagino cosas es un libro de relatos. Su campaña de publicidad afirma que se trata de crónicas. Sin embargo, tras su lectura, me queda claro que es un libro sobre Julián Herbert. A finales del año pasado, durante la campaña de promoción, Herbert dijo algo que me brincó: “los lectores no son tus clientes; son compañeros de viaje”. La consideré una afirmación sincera y hasta cierto punto válida. Pero luego de leer los ocho textos, de los cuales solo cinco parecen terminados, concluyo que no es así. Para nadie son un secreto los modos obrajeros con que se conducen las empresas editoriales (y si son grandes, mucho peor). Les interesa muy poco el proceso íntimo donde ocurre la literatura. Lo que buscan son páginas llenas de letras para convertirlas en libros que engorden los anaqueles de librerías y ferias. Ahora imagino cosas se vende como un libro de crónicas. En apariencia lo es, pero al revisar la construcción de cada texto, vemos que son algo muy parecido al relato, a la ficción autobiográfica o al ensayo. Ni en la contraportada logra definirse su clasificación. Hoy en día se ha vuelto más laxo el rigor con que se mide la crónica. Mientras algunos lo usan como un chilaquil donde pueden echar todo el sobrante de su producción. Para otros, es un género de ocasión que se permiten cada cierto tiempo. Eso ha propiciado pilas de libros vendidos como crónica, sin serlo. Todo indica que este género periodístico se ha convertido

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en un gran negocio. Si bien la crónica permite echar mano de otros géneros y exige un trabajo paciente, debe realizarse bajo dos premisas fundamentales en el periodismo: rigor y responsabilidad. Sin eso, el texto se convierte en un relato, un cuento o un mero “debraye”. Desde el punto de vista narrativo hay poco que objetarle a Herbert. Cada texto —incluso los tres que parecen mero relleno— está construido con oficio. Quizá el único pero sea ese tono “quejinche” del autor ante la vida, que le da a la prosa un aire plañidero. Lo anterior vuelve fome lo que pintaba fine. Sin embargo, desde el plano periodístico “cuarranguea” más. Daré algunos ejemplos: 1. Algunas de sus fuentes son de oficios tan desautorizados como los taxistas o meseros. Y digo desautorizados no porque sean trabajos indignos, no, sino porque los testimonios de este tipo de empleados se han manido a raíz del bombardeo noticioso, las redes sociales y mucha imaginación. De un tiempo acá, muchos editores rechazan un texto donde tus fuentes sean los antes mencionados. 2. Antepone los recuerdos a la investigación de campo. Casi todos los textos provienen de los inexactos registros de la memoria (y también del Internet). Cualquier reportero profesional irá al lugar y conversará con los protagonistas. Para hacerlo, echará mano de al menos dos recursos para preservar su información. Herbert no indaga mucho sobre los


temas que aborda, todo se reduce a pláticas superficiales, a evocaciones y, en el mejor de los casos, citas de libros o documentos. Evade la reporteada, el rigor informativo y opta por adentrarse en su existencia. En varios textos, lo primero que pienso es ¿por qué no reporteó un poco más? (“Ñoquis con entraña”) ¿Por qué no siguió las pistas para ir un poco más allá? (“El camino hacia Mazatlán”). Si bien su formación no es periodística, un buen editor pudo haber hecho un mejor apalancado. Herbert se abraza al pretexto de que es “un periodista impuro, un escritor que está de paso en la ciudad”, posiblemente de manera profiláctica. 3. Modifica testimonios. Consulté al menos a tres de sus declarantes y los tres manifestaron no haber dicho lo que Herbert escribió. Esto es grave. Si el autor no le tiene respeto a sus fuentes, no se lo tendrá a nadie. Si el tema fuera “La clasificación de las nubes de octubre”, una cita mal puesta no tendrían mayores repercusiones. Pero si hablamos de inseguridad, de narco, de lavado de dinero, hay que hacerlo con precisión médica. Cualquier palabra mal puesta pondrá en riesgo a un ser humano. Ejercer periodismo conlleva responsabilidad. Esto diferencia a un yutuber de un reportero; a un tuitero de un editor. A un escritor de un cronista.

Tampoco diré que todo es caos. No. En Ahora imagino cosas hay lapsos sostenidos de esa prosa clínica y erudita. Pero en vez de permitir su libre flujo, Herbert insiste en trazar el vínculo con sus anécdotas personales. Tim O’Brien afirma que la literatura sirve para unir el pasado con el futuro. Herbert lo hace al revés: se empecina en unir el futuro con el pasado. Con su pasado. Su lectura me lleva a pensar que no se pretende construir una obra, sino una figura. Y el mundito literario ya está lleno de ellas. El mejor texto del volumen es el último: “La leyenda del Fiscal de Hierro”. Libre de adendas sobre la vida de Herbert, el relato abunda en la vida de Salvador del Toro Rosales. Muestra investigación, abreva en muchísimas fuentes, rastrea datos, mapea información y demuestra un asombroso manejo del tema. Es una lástima que esté al final, porque al llegar a él, nos queda la “corcoma” de que igual y el autor imagina cosas o sólo quiere que compremos el libro.

Con Canción de tumba (Mondadori, 2011) me pareció que Herbert alcanzaba un nivel narrativo sobresaliente. Equilibró su músculo poético, su inmenso bagaje literario y una dolorosa historia. Cautivó a la crítica y a muchos lectores de habla hispana. Actualmente, Herbert tiene un lugar entre las figuras de la literatura mexicana. Parafraseando a Chris Offutt, aún no se le debe el respeto de la vejez, pero ya se le niegan las excusas de la juventud. Por ello, desanima que con tanta experiencia el nacido en Acapulco haya traído un libro con tales imprecisiones.

Ahora imagino cosas Julián Herbert México, Random House, 2019, 168 pp.

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Carlos Denegri:

let’s for the money Gerardo Antonio Martínez

Hay hombres tan encantadores que sólo generan desconfianza. Uno de ellos fue Carlos Denegri, leyenda negra del periodismo mexicano que a mediados de siglo veinte hizo del “chayote” una industria que le permitió sablear a cachorros de la revolución y nuevos ricos a base de chantaje y extorsión. Los testimonios de sus coetáneos coinciden en reconocer su talento periodístico. El dominio de varias lenguas, una asombrosa capacidad de trabajo por largas jornadas y un “derecho de picaporte” —heredado de las relaciones paternas en el mundo diplomático— hacían de él un reportero envidiable para cualquier periódico. En contraste, también abundan las historias de los vicios que encarnó para convertirlo en el prototipo del influyente que abusa de sus credenciales periodísticas para lucrar con la información y recibir favores personales. Estos contrastes entre la leyenda negra y el hombre atormentado por sus fracasos sentimentales llevaron a Enrique Serna a hacer una minuciosa investigación sobre la vida profesional y privada de quien fue uno de los referentes del periodismo mexicano entre los años treinta y hasta su escandalosa muerte en 1970. El resultado es la novela El vendedor de silencio, una lección sobre el uso político de la información, la relación entre los grupos de poder con los líderes de opinión (hoy llamados influencers) y la incapacidad de un hombre para enfrentar sus traumas afectivos. Su estructura es la de un torbellino. Los recursos que sostienen la narración son la biografía (apócrifa) y el diálogo, un duelo de verdades en el que su amigo incómodo Jorge Piñó Sandoval desnuda sus complicidades con políticos y empresarios gangsteriles de la especie de Maximino Ávila Camacho y Jorge Pasquel. Finalmente, asistimos a la confesión de un “machirrín” que prefiere morir antes de vivir en el lado de los jodidos, porque Denegri siempre supo estar del lado de los “chingones”, aunque su conciencia católica le reclamara los excesos para luego limpiar culpas a base de billetazos en obras de caridad. El vendedor de silencio no sólo es una biografía novelada de Carlos Denegri, sino de una generación de periodistas que debatieron los temas públicos en distintas órbitas del poder. Entre muchos otros, circulan personajes como Julio Scherer, Carlos Septién, Jacobo Zabludovski, Alfredo Kawage, Mario Huacuja, Francisco Zendejas, Renato Leduc y José Alvarado. Mención aparte merece Rodrigo de Llano, a quien el personaje Denegri dedica

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El vendedor de silencio Enrique Serna México, Alfaguara, 2019, 488 pp.

un engolado discurso en las oficinas de Excélsior a cinco años de su muerte (1963) y a quien agradece su formación periodística. Lo que no dice en público, pero confiesa en privado a Piñó Sandoval, es que del “Skipper”, como apodaban al viejo periodista, también aprendió los redituables vicios del oficio periodístico. En el primer capítulo, Serna se sirve del género de la biografía para adentrarse en la personalidad de su protagonista, como las memorias fallidas en las que el personaje Denegri quiso honrar a su padre adoptivo, el diplomático Ramón P. Denegri, aunque de pronto se ve enmendando estas memorias para ocultar sus travesuras, las paternas y las propias. El complemento en esta escuela de la simulación —su familia— es su propia madre, a quien halaga en público, pero ante su confesor, el padre Alonso, vilipendia por su pasado de vedette y trepadora, origen del trauma irreparable que deriva en su misoginia y el maltrato de sus sucesivas parejas. Las anécdotas sobre su vida profesional y privada no carecen de importancia. El segundo capítulo, “Contrapuntos”, es un surtido rico de episodios de la vida periodística mexicana a mediados del siglo veinte y del arribismo de la naciente clase media. La larga borrachera que Denegri se toma en la cantina Tío Pepe con Piñó Sandoval, exdirector de la revista Presente —caso excepcional de revista crítica al gobierno de Miguel Alemán— deviene en confesionario mutuo de complicidades y reproches que describe a esa generación de periodistas con tantas ambiciones, públicas y privadas, como la nuestra, y que los alejaban y acercaban del poder según sus conveniencias. Demasiado humanos, quizá. En El vendedor de silencio asistimos al derrumbe de un periodista para quien el “chayote” no tenía el mismo valor sin el suculento ingrediente de la humillación de su víctima. El placer de doblegar lo mismo a un gobernador, a un poderoso líder campesino, o el uso de sus influencias para llevar a una mujer a la cama, alimentaban su audacia periodística frente a la frustración por no mantener relaciones afectivas duraderas. El personaje Carlos Denegri navega entre el astuto seductor que aprovecha sus encantos para salirse con la suya y

el periodista sin escrúpulos, personajes ya abordados por la literatura mexicana. Imposible no referirse a otras obras que de alguna manera se emparentan con El vendedor de silencio: Casi el paraíso (1956), de Luis Spota, protagonizada por Amadeo Padula, un vividor que se hace pasar por un aristócrata italiano para estafar a empresarios y mujeres de la alta sociedad; “Pepe Vargas al teléfono” (1925), cuento de Antonio Helú, sobre la degradación ética de un periodista frente a las tentaciones del dinero, y la obra de teatro A ocho columnas, con la que Salvador Novo ajustó cuentas personales con Denegri por el maltrato que éste le daba en sus artículos. El vendedor de silencio no podía ser más significativa en un momento donde los bulos y los linchamientos mediáticos viven una época dorada en las redes sociales, donde los agoreros virtuales de todos los colores manosean los hechos a su conveniencia. Carlos Denegri es trazado como un individuo atormentado por la frustración y las exigencias de la ficción que construyó en torno a sí mismo; porque descubrió que hay hombres tan encantadores que ellos mismos desconfían de su conciencia. Demasiado humanos, quizá.

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colaboran David Barrios Rodríguez. Maestro en Estudios Latinoamericanos por la unam, actualmente concluye su doctorado dentro del mismo posgrado. Desde 2008 forma parte del Observatorio Latinoamericano de Geopolítica (olag) donde se dedica a estudiar las formas de militarización contemporáneas, especialmente en América Latina y el Caribe. Mariana Bernárdez (Ciudad de México, 1964). Estudió comunicación (Universidad Anáhuac) y tiene maestría y doctorado en Letras Modernas (Universidad Iberoamericana). Algunas de sus publicaciones son Simetría del silencio (2008) y Ramón Xirau hacia el sentido de la presencia (2010). Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Fabiola Eunice Camacho (Ciudad de México, 1984). Maestra en Estudios Latinoamericanos por la unam y doctora en Sociología por la uam. Ha publicado en revistas como Revista de la Universidad, Casa del tiempo, Tierra Adentro, Pliego 16, Fundación, Este País, Otros diálogos y Sociológica. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Ensayo de 2011 a 2013, así como del programa Jóvenes Creadores 2018-2019. Abril Castillo es una escritora, editora, ilustradora y gestora cultural mexicana. Licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Licenciada en Artes Plásticas y Visuales por la Escuela Nacional de Pintura Escultura y Grabado enpeg La esmeralda. Su más reciente publicación es la novela Tarantela (Antílope, 2019). Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Autora de la novela Te amaba y me chingaste (Vodevil, 2018), y el libro de relatos Orillas (Paraíso Perdido, 2018). Compiladora del volumen Bidi Bidi Bom Bom: diez y cinco writers en torno a Selena (Paraíso Perdido, 2019). Ingrid Fugellie (Punta Arenas, Chile, 1946) es psicóloga, artista visual, escritora, docente y gestora cultural. Ha publicado artículos, ensayos y reseñas sobre teoría y crítica de arte en revistas y periódicos mexicanos de difusión cultural. Su producción visual se ha exhibido en gran cantidad de muestras individuales y colectivas en museos, galerías y casas de cultura de Chile, México, Guatemala, Honduras, Ecuador, Argentina, Suiza, Estados Unidos y Malawi. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Ricardo Garibay (1923-1999). Narrador, ensayista, cronista y dramaturgo mexicano. Miembro del snca, como creador emérito, desde 1994. Premio Mazatlán 1966 por Beber un cáliz. Premio Nacional de Periodismo 1987. Premio al Mejor Libro Extranjero publicado en Francia 1975 por La casa que arde de noche. Premio Nacional de Narrativa Colima para Obra Publicada 1989 por Taíb. Medalla de Oro de la Sogem por su labor en el cine. Clara Grande Paz (Ciudad de México, 1982). Periodista y docente. Estudió Ciencias de la Comunicación y la maestría en Historia del Arte en la unam. Ha colaborado en La Discusión, El Universal, Arte y Cultura de México, el portal Arte y Cultura, la revista Variopinto y Timeout México.

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Gerardo Antonio Martínez. Secretario de redacción del suplemento Confabulario, del periódico El Universal. Adán Medellín (Ciudad de México, 1982). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Es autor de Vértigos (Instituto Mexiquense de Cultura, 2010), Tiempos de Furia (Ediciones B, 2013) y El canto circular (Instituto Literario de Veracruz-Conaculta - inbal, 2013). Paul Medrano. Narrador y periodista mexicano. Autor de tres libros. Ha colaborado en Punto de Partida, Tierra Adentro, Replicante, Los Noveles, Hermano Cerdo, Palabras Malditas, Milenio Diario, Semanario Trinchera, La Mosca en la Red, La Jornada Semanal, Plátano Verde y Narrativas. Obra suya forma parte de dos antologías nacionales. Fue finalista del segundo Virtuality Literario 2008 Caza de Letras. Lucila Navarrete Turrent. Doctora en Estudios Latinoamericanos por la unam; periodista cultural para la Revista de Coahuila y docente del Colegio de Estudios Latinoamericanos y la Universidad de la Comunicación. Alberto Ortiz (Nochistlán de Mejía, Zacatecas, 1965). Licenciado en Letras, maestro en Estudios Novohispanos y doctor en Historia. Investigador nivel 1 del sni. Sus tres últimas obras son Maldits (2015), Tenamaztle, la piedra de fuego (2016) y Mala gente (2018). Mario Panyagua (Ciudad de México, 1982). Fue becario en Poesía del programa Jóvenes creadores del Fonca durante 2015-2016. De su autoría son los libros Pueblerío, Una película extranjera sin subtítulos (inédito) y Los cisnes no cantan cuando mueren. Actualmente se desempeña como docente en el Programa de talleres de la uacm. Marina Porcelli (Buenos Aires, 1978). Es editora. Ha colaborado en el suplemento Laberinto, del periódico Milenio. Su primer libro de cuentos, De la noche rota, fue publicado por la Universidad de La Plata en 2009. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco; Empacados al vacío. Ensayos sobre nada y Raras, entre otros. Bernardo Ruiz (ciudad de México, 1953). Escritor, editor y traductor, es miembro del Sistema Nacional de Creadores. Tiene más de veinte libros publicados, entre ellos, El último elefante, Los caminos del hotel, Olvidar tu nombre, así como la colección de ensayos Asunto de familia. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Eduardo Saravia (Ciudad de México, 1977). Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, del Fonca y del Focaem. Fue ganador de los Juegos Trigales del Valle del Yaqui Bartolomé Delgado De León en el 2008 y del Premio Nacional de Poesía Clemencia Isaura en el 2009; obtuvo el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta 2012, convocado por el Estado de Guanajuato y el Premio Hispanoamericano de Poesía San Román 2016, así como el Premio Nacional de Novela y Poesía Ignacio Manuel Altamirano en 2018. Alicia Sandoval. Comunicóloga. A partir de las entrevistas que hizo al compositor Mario Lavista, el Colegio Nacional publicó 13 comentarios en torno a la música. Ha ilustrado para páginas web, revistas y editoriales. Su trabajo más reciente son los collages de El cuento de la luna inextinguible, de Boris Pilniak.



Revista bimestral de cultura • Año XXXIX, época V, Vol. VII, número 61 • marzo - abril 2020 • $60.00 • ISSN 0185-4275

Casa del tiempo • número 61 • marzo - abril 2020

Una lírica narrativa “Omerod”, un relato inédito de Ricardo Garibay Pasajes de luz: James Turrell María Conejo: la enunciación del cuerpo

Tiempo en la casa, suplemento electrónico: “Amparo Dávila hoy”, de Vicente Francisco Torres


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