Casa del tiempo 63, julio-agosto de 2020

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Editorial Si algo reúne al Templo de la Sagrada Familia, concebido por Antonio Gaudí, con la novela El misterio de Edwin Drood, de Charles Dickens, y a la pintura la Adoración de los Magos, de Leonardo da Vinci, es su inacabamiento. Una historia se esconde detrás de cada obra inacabada o nunca emprendida: una incapacidad física o emocional de sus autores, problemas sociales o económicos, el extravío del tono o el interés. Para nuestro número de verano invitamos a un grupo de colaboradores a un ejercicio de reflexión sobre un tópico humano común, en este caso constreñido a la tarea de la creación: la obra inconclusa, aquella que por circunstancias fortuitas no llegó a buen puerto. Por tanto, conoceremos historias y confesiones sobre partituras truncas, novelas que no alcanzaron su forma final, planes geniales de alguna película imposible, esbozos de murales y promesas literarias sin cumplir. En nuestro Ensayo visual, reproducimos imágenes de la exposición retrospectiva Trayectorias, del Museo Universitario Arte Contemporáneo, de la unam, dedicada a la memoria del recién desaparecido artista Manuel Felguérez; y en Ménades y Meninas, Héctor Antonio Sánchez, a la luz de la llamada Generación de la Ruptura, revisa la obra del pintor y escultor zacatecano. En Antes y después del Hubble, Marina Porcelli —en la más reciente entrega de El tranvía que no paraba nunca— nos refiere los comunes y curiosos equívocos de los escritores de afamadas obras literarias; Brenda Ríos completa la segunda parte de sus notas para una fenomenología del cuerpo sexuado; Moisés Elías Fuentes celebra los cuarenta años del filme de terror psicológico El resplandor, de Stanley Kubrick; y Jesús Vicente García nos confía la crónica de un susto y una sospecha en tiempos de pandemia.


Rector General Eduardo Abel Peñalosa Castro Secretario General José Antonio De los Reyes Heredia Unidad Azcapotzalco Rector Oscar Lozano Carrillo Secretaria María de Lourdes Delgado Núñez Unidad Cuajimalpa Rector Rodolfo Suárez Molnar Secretario Álvaro Julio Peláez Cedrés Unidad Iztapalapa Rector Rodrigo Díaz Cruz Secretario Arturo Leopoldo Preciado López Unidad Lerma Rector José Mariano García Garibay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rector Fernando de León González Secretaria Claudia Mónica Salazar Villava Casa del tiempo, año xxxix, época v, vol. vii, núm 63 • julio-agosto 2020. Revista bimestral de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Francisco Mata Rosas Subdirector Bernardo Ruiz Consejo editorial Silvia Pappe Willenegger, Carlos Illades Aguiar, Jesús Rodríguez Zepeda, Alejandro Natal Martínez y Arnulfo Uriel de Santiago Gómez Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental y asesoría editorial Miguel Ángel Flores Vilchis y Jorge Vázquez Ángeles Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Imagen de portada Detalle del Mural-vitral del Teatro Casa de la Paz, vidrio y fierro, 7.40 x 2.20 x 2.90 metros, Manuel Felguérez, 1964. Fotografía: Alejandro Juárez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XXXIX, época V, vol. VII, número 63, julio-agosto 2020, es una publicación bimestral editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex Hacienda San Juan de Dios, alcaldía Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica de la revista: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo, dirección electrónica: editor@correo.uam. mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado d e R eserva d e D erechos a l U so E xclusivo d el T ítulo n úmero 0 4-2013092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México. Fecha de última modificación: 30 de junio de 2020. Tamaño de archivo: 10 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

editorial, 1 torre de marfil Dos poemas, 3 Julieta Gamboa

profanos y grafiteros Contra nunca y contra no: una correría en lo inarticulado, 5 Pablo Molinet Crónica de una pérdida: la película más grande jamás realizada, 10 Samantha A. Desachy Tres sinfonías inconclusas, 14 José María Álvarez Jean Genet contra la escritura, 18 Melina Balcázar Macedonio, Lamborghini y el atentado literario, 22 Luis Rodríguez Navarro La dermatitis y yo (un diario inconcluso), 25 Alejandro Badillo Mirar al vacío, 29 Ramón Castillo

ensayo visual Trayectorias, 33 Manuel Felguérez

ménades y meninas Inmersión en la materia: Manuel Felguérez y la Generación de la Ruptura, 39 Héctor Antonio Sánchez Prontuario de obra perdida, 44 Verónica Bujeiro

antes y después del Hubble El tranvía que no paraba nunca. Cuando los autores se equivocan, 50 Marina Porcelli Disertaciones desatinadas sobre el amor, lo masculino, lo femenino. Segunda parte, 54 Brenda Ríos 40 años de El resplandor: Kubrick y el laberinto del hombre interior, 58 Moisés Elías Fuentes Inmortales e imperfectos, 62 Andrés García Barrios Denle una oportunidad a la vida, 65 Jesús Vicente García

intervenciones, 70 Anabel Quirarte

francotiradores Locura e imaginación, de Martha Elena Munguía Zatarain, 71 Judith Buenfil Beatriz Espejo y Brenda Ríos: dos maneras de mirar lo femenino, 73 Nora de la Cruz Lección de imperio. Fulgentius, de César Aira, 75 Rafael Toriz Las intenciones del crítico, 77 Josué Ramírez

colaboran, 80 Tiempo en la casa. Los aerosoles y los virus Fernando del Río Haza, Silvia S. Hidalgo Tobón, Orlando Guzmán, Rodrigo Sánchez G. y Pedro Díaz Leyva


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Dos poemas Julieta Gamboa

Cordón umbilical

A veces late. Quiere extender sus funciones muchos años después de haber sido cortado. Se parece a un órgano fantasma que reconoce su actividad primaria: arrancar compuestos nutritivos. Con él encuentro en la atadura de las dependencias un placer oscuro. Succiono y me alimento de ficciones de continuidad. Después queda un orificio que se abre a lo profundo. La necesidad permanece. Conectada a otros de quienes me sostengo, de quienes extraigo el alimento, el hambre causa más hambre y más: se multiplica. torre de marfil |

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No me sacia la función parasitaria de mi cordón adulto. Lo extiendo; lo vuelvo un lazo flexible para arrancar de otros aprobación, palabras: más alimento. Una estrategia de mi cuerpo para dar oxígeno a mi sangre.

Augurio

Una cicatriz interna se reproduce en una cicatriz externa: una no visible esconde detrás una marca irregular que aguijonea en sus alrededores. Todo parece normal en una superficie que oculta los trayectos los tránsitos de numerosos cuerpos sobre sí. Un relieve con los bordes azulados; se ve, brota de pronto en la parte llana de la piel. Es un signo de las huellas encubiertas, sobrentendidas. En ese perímetro irregular descansa la erosión del miedo las voces que no pueden salir y crecen dentro: tejidos mutantes anidan en las capas subcutáneas como brotes de materia orgánica y palabras.

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rofanos y graf iteros

Autorretrato (obra inacabada de la serie La IconografĂ­a), Anthony van Dyck, 1627-1635

Contra nunca y contra no: una correrĂ­a en lo inarticulado

Pablo Molinet profanos y grafiteros |

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Ya no sé si me contaron o si leí que, cuando Alejandra Pizarnik dudaba de que un poema estuviera terminado, adhería el mecanoescrito a la pared de su estudio y se alejaba unos pasos para contemplar la mancha tipográfica como una pieza de plástica —una suerte de carboncillo de Tàpies, imagino—; si la pieza la satisfacía, daba el texto por cerrado. La imagen de esa señora de lo lapidario entregada a un procedimiento tan ajeno a los usos y costumbres de la literatura me parece un momento cumbre de la entente de dos artes de la incertidumbre, la poesía y la plástica del siglo xx, de su audaz coreografía a ojos vendados. Además, a mi ver, esa imagen ilustra a cabalidad una de las dificultades de la poesía tal y como se practica desde, justamente, el siglo pasado: texto poético es trayecto desde un punto a hacia un punto b, a través de una ruta c, pero la identidad de esos tres componentes, tan aparentemente nítidos, es huidiza y fluctuante; si texto es viaje, pero se ignoran el desde y el hacia, ¿cómo saber que se ha llegado? Es una noción práctica comúnmente aceptada en el gremio que si un texto no cierra con fuerza suficiente “se cae”, se debilita y adelgaza hasta la irrelevancia. Comparto sin vacilación ese principio de praxis pues sirve para imbuir rigor y disciplina, pero al mismo tiempo, noto que propicia una zona gris: cuántos textos de cierre espléndido —todo garbo y ¡olé!— son obras terminadas y cuántos otros son textos interrumpidos con un simulacro o estratagema retórica. Cerrar un texto puede ser un asunto de pura destreza verbal, idéntico al de darle la vuelta final a un nudo para asegurar que la cuerda contribuya a una actividad específica; terminar un texto es distinto. Por eso desconfío

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de los finales. Si pensamos en todo lo impreso desde el siglo xv hasta hoy, en todas las lenguas y las latitudes todas, ¿cuántos puntos finales han sido puestos por carencia formativa, por prisa, por negligencia, por aislamiento de sus pares, por manierismo epocal, por hastío? ¿De cuántos textos inconclusos están plagadas las literaturas? ¿Cómo se termina un poema? Pienso que pueden plantearse dos extremos de la cuestión. En el más nítido y cercano se encuentra un soneto del Siglo de Oro, escrupulosamente construido sobre un silogismo. Ese texto, forma fija sobre forma fija, anida y se informa en ésta: llega a su último terceto al mismo tiempo que la construcción lógica cierra su conclusión: escuchamos dos músicas concordes, la de la métrica y la de la lógica. En el extremo más difuso y lejano podemos colocar un poema, cualquiera, de Emily Dickinson; percibimos una progresión sensible con capas visuales y auditivas interconectadas que convergen hacia una conclusión que nos parecerá tan indubitable como inexplicable. Un soneto del siglo xvii es una elaboración tan cerebral como su parienta la sonata; un poema de, por ejemplo, Dickinson, es un buceo sensorial cuya virtud madre es la convergencia en el lenguaje de múltiples planos de conciencia. Habrá de decirse, también, que leído en secuencia histórica, el diálogo entre ambos tipos de texto es tan grande que, aún hoy, los dos se encuentran en el mismo estante de la librería. Eso nos lleva a suelos aún más resbaladizos: ¿cómo se termina un poema?, no es una pregunta aislada, sino el cabo de otra, ¿cómo se empieza?, y ambas son reformulaciones de la pregunta sin respuesta: ¿cómo se escribe un poema? (Sólo por no dejar el asunto en el aire incurriré en una obviedad: entre los extremos que propongo se encuentra un punto medio, bien conocido y explorado, que consiste en adquirir la caja de herramientas de la tradición para abrírsela a lo intuitivo y exploratorio;

la práctica contemporánea de múltiples artes se basa en ese principio a su vez práctico). *** Distingo dos grandes finales en la literatura: “El Mundo iluminado y yo despierta”, y “se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.” A mi oír, resuena en las palabras postreras del Sueño y de Pedro Páramo la conclusión de una marcha cuyo vehículo es claramente el lenguaje, y cuyo camino es esa región incierta en la que adentro y afuera, conciencia y mundo se unen y separan constantemente con el ritmo de la pleamar y la bajamar. Como si ambos textos fueran una copiosa acumulación de interrogatorios que, al final de una jornada judicial brutalmente larga, propician que se pronuncie sentencia inapelable sobre un caso todo oscuridad, borrón y veladura. Hay en ellos una concordia entre vehículo y camino que no está, por ejemplo, en Los hermanos Karamázov, pues sabemos que Dostoievski solamente consiguió erigir el principio de lo que concibió como una trilogía; no recuerdo el verso final de Las elegías de Duino, libro que me es de cabecera; disiento de la afirmación final de Cien años de soledad, lo que me la convierte en una espléndida frase musical sin logopea; pienso que los finales de flecha-en-el-blanco de los sonetos del Siglo de Oro se deben, como anoté arriba, a su construcción silogística. La adaequatio tomista: el texto que recorre sus nueve yardas y se detiene en el preciso final de su camino, no antes, no después; creo que solamente los haikús, por su misma naturaleza, pueden preciarse de precisión tal. *** Medir, contar y escoger son tres actos enlazados forzosos para interactuar con el mundo material; son los

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que permiten producir cosas y acomodarlas en el espacio y en el tiempo. Lo que sucede es lo que se produce mediante cierta materia prima y después se acomoda —es un ritmo bimembre, como el paso de péndulo del boxeo—. Sin esos actos, sin ese ritmo, el suceder queda cancelado: ¿quién hace mesas sin saber cuántas, de qué medida, de qué madera? La consigna moderna de abolirle al texto literario las constricciones materiales llega a asfixiarlo con mayor brutalidad aún que tales constricciones: a fuerza de no fijarle, por ejemplo, una extensión —así sea tentativa—, o un plazo de ejecución —así sea flexible—, el texto no sucede. Esta asfixia se vuelve particularmente peligrosa para la poesía. “¿Y de qué tratan tus poemas?”, se le pregunta al mancebo, liróforo esbelto, con afán de integrarlo a la cena y tapar el creciente hoyo negro de silencio. “Oh”, profiere en su cabeza el gañán enflaquecido, “otra persona desinformada y sin sensibilidad me hace una pregunta prosaica” y, mirando al infinito, replica: “Mis poemas tratan eh… de… La Poesía.” Es justo al revés. Un poema no sólo trata sobre algo, sino sobre muchas cosas al mismo tiempo; una escritura poética no es una jerga ininteligible, sino un fundir planos de sucesos o percepciones mediante el lenguaje de manera concentrada, concisa. Cualquier poema, cualquiera creación verbal digna de ese nombre —hasta aquel “Farai un vers de dreyt nein”1 de Guillermo de Aquitania— se refiere a algo por las mismas razones que el lenguaje lo hace: es una herramienta creada por la especie para intervenir en el mundo. Desde los ensalmos hasta la terminología del taller mecánico, todo lenguaje es en la medida en que es útil. El tema, el haz de temas del texto literario, específicamente del poético, es crucial, pues determina su forma.

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“Haré un verso de la pura nada”, pone Martín de Riquer.

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Otra consigna parejamente opresiva es la de intervenir desde el exterior del texto —y de quien lo escribe— en la escogencia de asuntos y perspectivas por razones políticas o estéticas de toda índole. En el colmado yonke, en el deshuesadero melancólico de los textos que no puedo escribir se cuentan no los inconclusos —ello supondría un grado de desarrollo real, ponderable— sino los nonatos: aquellos que consisten en unos pocos pasos de borracho hacia el desplome. Simple censura: me mueven temas rurales e históricos que han sufrido por décadas un calculado embate de desprestigio. Escribí mi libro anterior, Cautiverio, sobre la experiencia penitenciaria, bajo un dictado irrenunciable de transformación interior: la energía conjurada por ese dictado fue mucho más poderosa que las cicateras, aviesas especulaciones de los brokers académicos y políticos del prestigio. Me ha llevado años de trabajo interior, de ese que no llega al texto, comprender que una de las metas o funciones de la poesía es conferir expresión a los mundos proscritos, expulsados de la atención y la consideración; a la vez, los cabildos del Liliput literario me despiertan un nihilismo triste, un ¿para qué? persistente que raras veces consigo acallar y ninguna responder. Acaso escribir también sea una carrera contra la desilusión y la amargura. […] and so each venture Is a new beginning, a raid on the inarticulate With shabby equipment always deteriorating […] y así cada lance es un comienzo nuevo, una incursión en lo inarticulado con bagaje viejo en continuo deterioro (Eliot: “East Cocker”)

La primera imagen que acude a mí cuando leo “obra inconclusa” es la de esas heroicas casas que yerguen su obra negra, su concreto desnudo, su escalera al cielo


contra la inclemencia de todo. Pasan los años y las lluvias, el óxido acomete su tarea milenaria contra la varilla expuesta, y alguien no ceja, añade una hilada sigilosa de tabique, erige otro puntal —de esos que los albañiles mexicanos llaman, con giro épico, castillos—, concluye un drenaje. Y, desprovista de techo y de ventanas, su casa toda muros persiste en medio de cardos y grafiti, se sostiene, aguanta el puño levantado contra el inmenso “no”, contra el “nunca” interminable. Leo que el étimo probable del verbo “aguantar” es un derivado de guanto, “guantelete”, una pieza de armadura. Sin idealización, sin condescendencia o propaganda, esta obra inconclusa me parece una suerte de emblema de la voluntad humana, quizá más preciso —o más crudo; acaso se tienda un vínculo entre precisión y crudeza— que el de una casa que se levanta en pocos meses, de acuerdo con unos planos y una schedule impecables. Quien la emprende sabe, desde el primer golpe de pala, que ya no hay marcha atrás, aunque en el adelante no haya más certeza que el primer millar de ladrillos y una confianza en que “algo” invisible en algún lugar incógnito habrá de moverse favorablemente —una confianza trágicamente terrenal, revueltiana—. Escribí “la voluntad”; rectifico: ese arrojarse a la incertidumbre me parece el mismísimo cimiento —the very foundation— de todo lo humano. En un libro de gran belleza, The Humans Who Went Extinct: Why Neanderthals Died Out and We Survived,2 el doctor Clive Finlayson se interroga por un principio distante de las migraciones humanas en ciertos antepasados remotos que, sencillamente, montaron un tronco de palmera y se dejaron llevar por la marea. Tantos milenios después escribirá Antonio Machado: “Cuatro cosas tiene el hombre / que no sirven en la mar: / ancla, gobernalle y remo, / y miedo de naufragar.” Ahora bien, al menos desde la perspectiva histórica desde la que he elegido trabajar, que es la propia del arte moderno, ¿qué es escribir literatura sino internarse en lo desconocido con la confianza en que algo incógnito habrá de moverse de manera favorable al texto? ¿Qué es componer un texto sino montarse en un tronco de palmera y dejarse llevar derechito a unas fauces de pesadilla o a una isla sin nadie? Y así considerado, ¿qué texto literario no semeja una casa inconclusa de la doliente periferia? ¿Qué texto no es una reunión precaria de elementos dispares dispuestos contra nunca y contra no? 2

Que su traductor, Joandomènec Ros, rebautizó admirablemente como El sueño del neandertal.

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Crónica de una pérdida: la película más grande jamás realizada

Samantha A. Desachy

Ilustración de Chris Foss para Dune

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Una película que buscaba imitar los efectos del LSD, un presupuesto exorbitante y un equipo compuesto por figuras como Dalí, Moebius, Giger y Pink Floyd. ¿Ficción? No. Así era la versión de Dune, de Alejandro Jodorowsky. Cuando salió la noticia de una nueva película de Dune para 2020, la emoción y la duda se esparcieron como fuego. No fue ninguna sorpresa: la relación entre Dune y el séptimo arte ha sido desastrosa. Recordemos la película que David Lynch dirigió en 1984, un lamentable enredo del que hasta el propio director se avergüenza. El segundo intento llegó en 2000 en forma de una miniserie que pasó casi inadvertida. Entonces, ¿para qué volver a poner el dedo en la llaga en pleno 2020? El asunto se volvió más esperanzador cuando anunciaron que Denis Villeneuve sería el director a cargo de la nueva película. Villeneuve no sólo ha demostrado una pasión conmovedora por la ciencia ficción en películas como Arrival (2016) y Blade Runner 2049 (2017), sino que los grandes estudios confían en él, lo que lo hace el indicado para encargarse de esta ingrata adaptación. ¿Por qué tanto alboroto por una película basada en un libro de hace más de cincuenta años? Porque Dune sigue teniendo un impacto extraordinario dentro de la cultura pop y la comunidad sci-fi. Considerada por muchos como una de las novelas más grandes en la historia de la ciencia ficción, el libro obtuvo un éxito rotundo desde que apareció en 1965 y pronto se convirtió en una obra de culto susceptible al fanatismo devoto. Su autor, Frank Herbert, atrapó a los lectores con la vida de Paul Atreides, hijo del Duque Leto, quien debe enfrentar su destino en el planeta Arrakis, mejor conocido como Dune, un desierto yermo plagado de gigantes gusanos de arena. Dune, sin embargo, es el único lugar en donde se puede encontrar la melange, una poderosa droga-especia que alarga lavida y expande las capacida-

des cognitivas, razón por la que el control del planeta es tan codiciado y desata una guerra en el Imperio. Interesante por su solidez y por su amplio universo, la historia no tardó en despertar la curiosidad de la industria cinematográfica, que vio la posibilidad de crear un cine de ciencia ficción “más serio”, basado en una obra con ambición conceptual y una lógica lo suficientemente plausible como para atraer a un público adulto. Filosofía, religión, ecología y política, Dune tenía lo necesario para convertirse en un éxito en taquilla si se domaba su complicada trama. En 1971 la productora Apjac International, encabezada por Arthur P. Jacobs, adquirió los derechos, pero el proyecto se canceló tras la repentina muerte de Jacobs en 1973. Un año después, en 1974, el productor Michel Seydoux buscó al director chileno Alejandro Jodorowsky, intrigado por sus películas surrealistas El Topo (1970) y La montaña sagrada (1973), y le ofreció producirle la película que quisiera; a lo que Jodorowsky contestó: ¡Dune! Una película en imágenes “Cuando haces una película, no debes respetar la novela”. Con esta idea, Jodorowsky comenzó a trabajar en Dune. Sin siquiera haber leído la obra (se la había contado un amigo), Jodorowsky intuyó que ésta era perfecta para plasmar sus inquietudes artísticas. Al final de cuentas, Seydoux le había ofrecido un cheque en blanco y la trama de Herbert se prestaba para construir un universo extravagante y disruptivo. Y eso es lo que hizo. A partir de 1974, Jodorowsky dedicó los siguientes cinco años a planear hasta el más pequeño detalle. El primer paso fue escribir el guión, por lo que Seydoux rentó un castillo en Francia al que Jodorowsky se mudó para hacer la traducción de lo literario a lo visual. Contra todo pronóstico, Jodorowsky

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Tiempo en la casa 63, julio-agosto de 2020 “Los aerosoles y los virus”, de Fernando del Río Haza, Silvia S. Hidalgo Tobón, Orlando Guzmán y Rodrigo Sánchez G. y Pedro Díaz Leyva. “La pandemia nos ha caído encima como un silencioso huracán de talla global. Además de sus efectos directos […], y como consecuencia de su magnitud y de su silencioso avance, la Covid-19 ha provocado grandes inquietudes en todo el mundo. Quizá la mayor desazón provenga de que la gente no tiene certeza sobre la forma en que se transmite la enfermedad. La ignorancia inquieta y confunde. Si no estoy absolutamente seguro de cómo se contagia, entonces ¿cómo me protejo?, ¿cómo protejo a los míos?, ¿en qué momentos estoy en mayor riesgo?, ¿qué cambios debo hacer en mis actividades?”.

terminó el script. Entonces buscó al ilustrador Jean Giraud, mejor conocido como Moebius, con quien realizó un storyboard de más de tres mil ilustraciones que incluían todos los movimientos de cámara, los diálogos y las relaciones entre los personajes: un filme completo a nivel técnico y narrativo. Sólo esto por sí mismo es una proeza. Parte del storyboard nos era desconocido hasta que en 2013, cuando se estrenó el increíble documental Jodorowsky’s Dune, de Frank Pavich, vimos confirmadas nuestras sospechas: las tomas y los planos de Jodorowsky habrían supuesto una revolución en la ciencia ficción y el space opera, algo que habría impactado sin duda en el éxito que tuvo Star Wars (1977), pues Dune era algo muy diferente a la franquicia de George Lucas, una nueva manera de entender el género, una historia con un trasfondo más complejo y oscuro. Los guerreros espirituales Pero tanto o más impresionante que el trabajo titánico del storyboard, fue el equipo que Jodorowsky reunió. A Alejandro no le bastaba con que fueran personas talentosas, él quería trabajar con guerreros espirituales, como él los llamaba, artistas que estuvieran dispuestos a dejar su alma en Dune. Con el storyboard completo, el siguiente problema era cómo darle vida a los planos galácticos, las guerras futuristas y las criaturas de Arrakis; las ideas de Jodorowsky se adelantaban por mucho a los efectos especiales de su tiempo. Entonces, un día, Jodorowsky y Moebius entraron al cine a ver una película llamada Dark Star (1974), una comedia negra de sci-fi dirigida por un tal John Carpenter. A pesar de su bajísimo presupuesto, Jodorowsky quedó encantado con los efectos especiales, supervisados por Dan O’Bannon, un nombre desconocido en la industria pero que pronto aceptó sumarse a Dune.

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El grupo de Jodorowsky fue creciendo con nombres como David Carradine para el papel del Duque Leto o el ilustrador británico Chris Foss, quien se encargaría del arte. Una de las anécdotas más impresionantes de este periodo es cuando Alejandro y Jean-Paul Gibon fueron a conocer a los integrantes de Pink Floyd, quienes al principio se mostraron indiferentes al proyecto. Es gracioso imaginar a un joven Jodorowsky indignado, echándoles en cara que no comprendieran que se trataba de la película más importante de la historia de la humanidad. ¿El resultado? Pink Floyd aceptó participar e incluso se habló de un álbum completo para Dune. Esta misma determinación fue la que lo llevó a darle el papel principal, el de Paul Atreides, a su hijo, Brontis Jodorowsky, a quien metió a clases intensivas de artes marciales durante dos años. Pero nada más extravagante que el trato al que llegó Jodorowsky con Salvador Dalí para que interpretara al Emperador. El pintor francés tenía una condición: quería ser el actor mejor pagado de Hollywood, por lo que exigió cien mil dólares por hora. Jodorowsky, en su obsesión de tener a Dalí en la película, aceptó la petición, redujo a minutos su aparición en pantalla y le ofreció cien mil dólares el minuto. El resto del tiempo del Emperador sería interpretado por un robot con un molde de la cara de Dalí. Otro que también se puso exquisito fue Orson Welles, a quien el director chileno buscó para el papel del Barón Harkonnen, uno de los villanos de la historia. Lo gracioso del asunto es que Welles aceptó la propuesta sólo después de que Jodorowsky le ofreciera contratar al chef de uno de sus restaurantes favoritos para que le prepara un manjar diario. El siguiente en la lista fue Mick Jagger, quien estuvo encantado de darle vida a Feyd-Rautha, el sobrino del Barón Harkonnen. H. R. Giger es otro genio que destaca en las filas del proyecto. Al conocer el trabajo del artista suizo,


Jodorowsky supo que Giger era perfecto para crear el lado oscuro de Dune. Entonces lo invitó a un concierto de Magma, una banda francesa underground que los cautivó con sus sonidos profundos. Después de la velada, Jodorowsky decidió que la música de Magma sería el telón de fondo de los Harkonnen y Giger diseñaría el castillo con su inigualable estilo biomecánico. Es imposible no soñar con una película ante un equipo como éste. En el documental Jodorowsky’s Dune, Chris Foss describe a Alejandro Jodorowsky como alguien que buscaba la genialidad de cada persona. Dune era la ilusión de un artista que tenía la convicción de estar haciendo mucho más que una simple película. La caída: lo que dejó Dune a su paso “El director era el problema”, sentenció Michel Seydoux, quien presentía el fracaso de Dune incluso antes de ir con las grandes productoras. Hollywood recibió con recelo a Jodorowsky y su colosal proyecto, para el que le faltaban sólo cinco millones de dólares de un total de quince. Con su storyboard impreso, un equipo fantástico y todas sus ilusiones, Jodorowsky se lanzó a Estados Unidos con Jean-Paul Gibon para conseguir el dinero. No lo lograron. Las productoras les cerraron las puertas y su respuesta era la misma: es un proyecto magnífico, pero demasiado arriesgado. Cuando repasamos la historia y el recorrido de Jodorowsky para esta película, no se puede sentir más que decepción y una cálida simpatía por el dolor del director al verse sin opciones. Una serie de factores llevaron a este desenlace: la desconfianza de Hollywood por Jodorowsky y su arte, el presupuesto millonario y la posibilidad de que una película tan compleja fuera un fracaso en taquilla. La gota que derramó el vaso fue la negativa de Jodorowsky a hacer una película de menos de dos horas, pues pensaba que Dune debía durar al menos doce. ¿Se puede culpar a la industria de ese momento por la pérdida o era demasiada locura para una película? Es imposible asegurar cuál hubiera sido el resultado, pero el proyecto suena tan magnífico como para no

desear que se hubiera hecho realidad. Al momento de rodar el documental Jodorowsky’s Dune y más de cincuenta años después, el chileno sigue hablando del tema con una pasión desbordante, un director que nos conmueve cuando confiesa la alegría que sintió al ver en el cine la horrenda película de David Lynch. Para Jodorowsky, Dune no era una película más, era el proyecto de su vida. Pero, ¿por qué es la película más grande jamás filmada? Porque además de la infame tarea de adaptación, la proeza del storyboard y un equipo irreal, su genialidad logró moldear el cine de ciencia ficción e influyó profundamente en películas posteriores. “Dune está en el mundo como un sueño, pero los sueños también cambian a la gente”, sostiene Jodorowsky y eso se confirma en la cantidad de referencias que encontramos en otros filmes. Tal vez el caso más emblemático es el de Alien (1978), la película de sci-fi y horror de Ridley Scott que contó con un guión de Dan O’Bannon, el arte de Chris Foss y Moebius, y la oscura genialidad de H. R. Giger, quien creó los visuales alienígenas y a la criatura. ¿Les suena familiar el equipo? Los tentáculos de Dune llegan aún más lejos y se puede ver su toque en Star Wars: Episodio IV (1977), Flash Gordon (1980), Contact (1997), Prometheus (2012) y muchas otras películas en las que el equipo de Jodorowsky estuvo involucrado. Mucho del trabajo de Dune lo retomó para crear El Incal, un cómic considerado una obra maestra que realizó junto con Moebius. Al final, la historia de Dune de Jodorowsky nos muestra el genuino deseo de hacer arte a partir de la curiosidad y al cine como algo más valioso que un producto de taquilla. En un momento en el que la industria parece asfixiar de manera desvergonzada la libertad creativa, Dune se sostiene como un recuerdo de la fidelidad de un director que prefirió renunciar a ella antes que ceder a las exigencias del status quo cinematográfico de la época. Dune de Jodorowsky es una pérdida en la historia del cine, pero tal vez ahí radica su grandeza.

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Tres sinfonías inconclusas José María Álvarez

Imagen: Pixabay

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¿Por qué muchos compositores dejaron inconclusas algunas de sus partituras? Muchas, quizá miles de hipótesis, leyendas y varios chismes, han circulado al paso de los años a ese respecto. ¿Premoniciones de muerte? ¿Hartazgo? ¿Mero olvido? ¿Falta de interés? Ésas podrían ser algunas de las razones prácticas que llevaron a infinidad de creadores a dejar simples bosquejos de alguna obra que pudo haber sido importante. Este recorrido por papeles pautados inconclusos comienza con Ludwig van Beethoven (1770-1827) quien, se dice, emprendió la composición de una Décima sinfonía. Casi dos décadas después del fallecimiento de Beethoven, Anton Felix Schindler (1795-1864), alguna vez su secretario, informó de la existencia de bosquejos para una Décima sinfonía, refrendado por otro personaje cercano al compositor, Karl Holz (1798-1858), quien insistió en haber escuchado la interpretación al piano de esos bosquejos de manos del autor. Las pruebas de Schindler eran poco consistentes: llegó a presentar una carta firmada por Beethoven una semana antes de su muerte en la que hablaba de la existencia de una “nueva sinfonía” (aunque la misiva había sido redactada por el propio Schindler). Eso, junto con los bosquejos de aquella obra aparentemente inconclusa, fueron examinados por Gustav Nottebohm (1817-1882), un destacado estudioso de la obra de Beethoven, y el dictamen puso como farsante a Schindler al concluir que ese legajo de papeles tenía ideas sueltas y vagas, sin conexión entre ellas. Al paso de los años, muchos musicólogos abordaron el intrincado rompecabezas de la infinidad de cuadernos que datan de 1824 y 1825, tratando de dar con una pista sobre el verdadero origen de una Sinfonía que Beethoven dejó inconclusa. En 1985, el musicólogo Barry Cooper (n. 1949) comenzó el ejercicio de reunir dichos fragmentos con base en los estudios que él realizó con relación a la técnica composicional de Beethoven. Se dio cuenta de que existían muchos huecos que habrían de ser llenados con material sonoro

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similar (como hacer un pequeño “Frankenstein”). Afortunadamente para todos, Cooper no se atrevió a ser tan aventurado como lo fue Schindler en su momento y prefirió descartar que ese movimiento terminado no era “un descubrimiento” sino “una especie de impresión beethoveniana”. Aunque la partitura de este único movimiento de una supuesta Décima de Beethoven está publicada y grabada, su audición deja muchas interrogantes. Existen ahí espectros de la Sinfonía heroica, de la música incidental para Egmont, hasta de la Sinfonía pastoral… pero en el “producto terminado” no hay nada realmente nuevo. En la época en la que Beethoven escribió su Novena sinfonía (1824), y en la que dejó el millar de apuntes que —aparentemente— darían vida a una nueva obra sinfónica, el austriaco Franz Peter Schubert (1797-1828) escribió una obra que, también, dejó sin terminar… o por lo menos eso es lo que parece. Schubert fue aceptado como miembro honorario de la Sociedad Musical de Graz en 1822. Como un gesto de gratitud, Schubert escribió para ellos una Sinfonía en si menor. Ensayaron la obra, pero nunca se estrenó. Entonces el manuscrito llegó a una repisa en la casa de Graz Anselm Hüttenbrenner (1794-1868), un amigo de Schubert, donde permaneció olvidado por muchos años. En 1860, treinta y dos años después de la muerte de Schubert, Hüttenbrenner le avisó a Johann Herbeck (1831-1877), director de la Gesellschaft der Musikfreunde de Viena, sobre la existencia de la Sinfonía y se organizó su estreno el 17 de diciembre de 1865 en Viena bajo la dirección de Herbeck y fue tocada exactamente como la dejó Schubert, con dos movimientos completos y nueve compases de un scherzo. El enigma de por qué Schubert nunca terminó esta obra (la hoy llamada Inconclusa), no se ha resuelto. Los nueve compases del Scherzo revelan que él planeó más de dos movimientos; aunque seguramente pensó que los dos movimientos completos eran una obra de arte total, perfecta en

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concepto y proyección, y que cualquier complemento la habría hecho anticlimática. Así aparecieron quienes insistieron en darle vida a algo que nunca la tuvo. Por un lado, el historiador inglés Brian Newbould (n. 1936), especialista en Schubert, afirmó que el scherzo en ciernes podía ser terminado a partir de varios fragmentos encontrados en los cuadernos del compositor y que supuestamente datan de la época en que Schubert concibió esta obra y su Novena sinfonía, llamada “La grande”. Para el movimiento final, el director de orquesta Mario Venzago (n. 1948) hizo un ejercicio de reinterpretación del material que Schubert escribió para la música escénica de Rosamunda; así, dio forma a un “finale” para la Sinfonía con una combinación de uno de sus entreactos y selecciones de la música del ballet de Rosamunda, escrita justo después de los dos movimientos de la Octava, por lo que podría contener lo que el autor habría pensado para su Sinfonía. Pero hasta la fecha es imposible saberlo. Si esta Sinfonía en si menor ha sido tatuada para la posteridad como “inconclusa”, parece que nadie ha puesto cuidado en una sinfonía schubertiana que realmente no está terminada: la Séptima que, esa sí, no existe como tal. La partitura data de 1821 y Schubert sólo orquestó una breve parte de ella, y los demás compases (un total de 1350) han permanecido en apuntes. Se dice que por la época en la que fue concebida, Schubert abandonó esta sinfonía para poner todos sus esfuerzos en la ópera Alfonso y Estrella. Así, la Séptima sinfonía de Schubert per se no existe terminada y por ello nos referimos hoy día a la Sinfonía inconclusa como la Séptima y a “La grande” como la Octava. Y ese morbo de terminar lo que quizá el autor no quiso concluir llevó a varios a querer dar forma a la supuesta Séptima: John Francis Barnett (1837-1916) en 1881, el de Felix Weingartner (1863-1942) en1934 y, nuevamente, Brian Newbould en la década de 1980. Uno de los aspectos que acerca la idiomática de Schubert al compositor Anton Bruckner (1824-1896) es su


conocida tendencia a dejar incompletas algunas de sus partituras: no sólo en las que nos referimos líneas arriba, sino también varias de sus Sonatas para piano concluyen en movimientos lentos, probablemente a propósito. En el caso de la Novena sinfonía de Bruckner también concluye en un Adagio… pero ésa no fue la intención del autor, y nos deja con una extraña sensación de proximidad con la muerte. La génesis composicional de la Novena sinfonía de Bruckner se remonta a agosto de 1887, y no dejó de trabajar en ella hasta el día de su fallecimiento en octubre de 1896. ¡Nueve años trabajando en su Sinfonía 9! Uno de los puntos fundamentales para que el proceso creativo fuera tan pausado se debió al concepto metafísico bajo el cual concibió su Novena. En una conferencia que dictó a alumnos de la Universidad de Viena, él dijo contundente que: “Mi última sinfonía estará escrita en re menor, como la Novena de Beethoven. Seguramente no tendrá ninguna objeción”. Bruckner quiso alcanzar la gloria eterna dedicando su última sinfonía “Al querido Dios”, como la sublime expresión de su fe católica de toda una vida. Bruckner le explicó a su médico, Richard Heller: “…ahora dedico mi último trabajo a la Majestad de todas las Majestades: al querido Señor, y espero que Él me conceda tiempo suficiente para completarlo y piadosamente acepte mi regalo. Por tanto, tengo la intención de presentar el Aleluya del segundo movimiento de nuevo en el final con todo el poder, para que la sinfonía termine con una canción de alabanza al querido Señor”. Y con esa aparente premonición schubertiana, Bruckner no pudo concluir su Novena. Se quedaron muchos bosquejos de un último y épico movimiento final, que han proporcionado suficiente material novelesco a varios estudiosos para pensar que Bruckner tenía miedo a que terminara toda la Sinfonía y se convirtiera en su último aliento musical. Lo cierto es que logró una estructura coherente, lógica e inmaculada, en tres movimientos

perfectos: dos titánicos y conmovedores Adagios que flanquean un movimiento rápido de gran carácter. Aunque el viaje espiritual de Bruckner en su Novena es casi imperceptible, es difícil resistir la idea de que los pensamientos de muerte dejaron una huella profunda en el carácter de esta Sinfonía. En ningún otro lugar de la producción de Bruckner se encuentran armonías tan inquietantes, ambiguas y líneas melódicas tortuosas. En su Adagio final, cuatro tubas wagnerianas enuncian una especie de elegía que el mismo Bruckner anotó en la partitura como “despedida de la vida”; contiene su fuerte creencia religiosa y, por tanto, su confianza en la misericordia de Dios en presencia de la muerte, una declaración artística clara y abierta; sin lugar a duda, uno de los finales más conmovedores de la Historia de la música occidental. El estreno de los tres movimientos terminados de la Novena sinfonía de Bruckner fueron escuchados el 11 de febrero de 1903 con la Sociedad de Conciertos de Viena dirigida por Ferdinand Löwe (1865-1925), con una partitura muy manoseada y llena de cambios drásticos. Hacia 1934 el musicólogo Alfred Orel (1889-1967) presentó, al abrigo de la Edición Crítica Completa de las obras de Bruckner, el manuscrito con los tres movimientos de la Novena sinfonía junto a una serie de bosquejos para un cuarto movimiento. Toda vez que se conocieron los bosquejos del movimiento final de la Novena de Bruckner en la década de 1930 todos querían concluir lo que Dios no quiso que se terminara. Ernst Märzendorfer (1921-2009) terminó dicho movimiento en 1969, a lo cual siguieron Marshall Fine (1956-2014) en 1979, William Carragan (n. 1937) en 1984, Nicola Samale (n. 1941) y Giuseppe Mazzuca (1913-1997) en 1985, por sólo nombrar unos cuantos. ¿Acaso este ejercicio obsesivo por querer exhumar restos musicales inconexos no es otra cosa que querer pasar a la historia a las costillas de los más grandes creadores que hayan existido?

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Jean Genet en Viena, 1983. FotografĂ­a: Wikimedia Commons

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Melina BalcĂĄzar


Jean Genet muere tal como vivió: solo y sin domicilio fijo. Tenía 75 años. La causa no fueron los somníferos de los que solía abusar, ni el agotamiento resultante de su periplo por Medio Oriente acompañando a los palestinos, ni el cáncer de garganta que sufría desde hacía varios años. Sólo tropezó con un escalón en el cuarto del modesto hotel en el que habitaba en París, su ciudad de origen y en donde lo abandonó su madre a los siete meses. Un cautivo enamorado, el libro cuyas pruebas corregía al momento de su muerte, fue el último testimonio de su largo combate con la escritura. Con él, de manera póstuma, se rompía un silencio editorial de veinticinco años; su última publicación había sido la obra de teatro Los biombos (1961), que abordaba el espinoso tema de la guerra de Argelia y que le valió ataques violentos por parte de la extrema derecha francesa. El silencio siempre asedió su obra. A pesar del éxito y la notoriedad que adquiría en el mundo entero, en particular gracias a su teatro, la tentación de renunciar a la literatura volvía. La primera vez fue en 1952, tras la publicación del San Genet: comediante y mártir de Jean-Paul Sartre (monumental e indigesto prólogo a sus obras completas), que lo llevó a destruir su trabajo de los últimos cinco años y a rehusarse a publicar. A Jean Cocteau, quien junto con Sartre obtuvo la gracia presidencial que definitivamente lo liberó de la cárcel, le reprochó: “Tú y Sartre, han hecho de mí una estatua. Pero yo soy otro. Y ese otro debe encontrar algo nuevo que decir”. El gran periodo creativo, entre 1942 y 1947, durante el que escribió su poesía, sus grandes novelas1 y su célebre obra teatral Las criadas, culmina en un largo periodo de esterilidad. El segundo periodo, aún más radical y doloroso, vino en 1962 después del suicidio de uno de los hombres que más amó: Abdellah Bentaga, el acróbata que inmortalizó en El funámbulo. Este trágico acontecimiento pone fin a su intensa producción teatral (El balcón, Los negros, Los biombos). De nueva cuenta 1 Todo comienza con su extenso poema El condenado a muerte, escrito en la cárcel, que le abre las puertas del mundo literario. Seguirá su ciclo novelístico: Nuestra-Señora-de-las-Flores, Milagro de la rosa, Pompas fúnebres, Querelle de Brest y Diario del ladrón (única novela escrita en libertad).

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destruye todos sus manuscritos y nada vuelve a publicar en vida, salvo sus llamados “escritos políticos” en apoyo a las causas que hasta sus últimos días defendió: la lucha de los Black Panthers, los derechos de los trabajadores inmigrados, la revolución palestina. Sin embargo, su crisis creativa no sólo se explica, como suele hacerse, por el supuesto bloqueo que el análisis sociosicológico sartriano provocó en él o por la profunda depresión que atravesó tras la muerte de su amante. Había algo más en ello, algo propio a su relación tormentosa con la escritura y la lengua francesa. En la rebelión de ese Genet “jansenista rígido”, como lo describe Cocteau en su diario, que rescribe y destruye sin fin, negándose a publicar, aunque sin dejar de estafar a cuanto editor podía con promesas de texto que nunca cumplió, había un ideal literario excesivo, intransigente ética y estéticamente, incompatible con cualquier compromiso social. Un doble movimiento anima su obra que rompe y tacha pero que, a la vez, encripta y conserva mediante la repetición amorosa y obsesiva. Así, por una parte, salva del olvido a las “locas” de Montmartre, a los bellos asesinos, condenados a muerte, que iluminaban con su erotismo oscuro sus noches en prisión, a las prostitutas y sus proxenetas, a los ladrones, mendigos y vagabundos de los bajos fondos. Y, por otra, pese a su empeño y obstinación, ese “presidio íntimo” que deseaba reconstruir se le escapaba una y otra vez. Prueba de ello, son sus dos guiones en los que volvía a la prisión, tema al que debía su fama: Le Bagne [El presidio] y Le langage de la muraille [El lenguaje de la muralla]. Ese regreso a la matriz de su escritura, ese “vientre seguro” que protege a los prisioneros, le imponía un reto que no logró vencer, como lo hacen suponer su correspondencia y los testimonios de la época: “Continúo con Le Bagne… Es duro. Preferiría estar muerto por momentos, tan difícil me resulta. Me voy a dormir, exhausto, después de haber escrito una página o dos. Desde la primera escena, toda la obra debería ya desarrollarse de manera absoluta en la mente del espectador. Se trata entonces de hacer que el espectador

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se encuentre consigo mismo y no con peripecias externas”. Tras quince años de labor casi ininterrumpida, de 1949 a 1964, Genet lo abandona en definitiva y prohíbe a su editor Gaston Gallimard que publique lo que le ha entregado (aunque entre tanto lo había vendido con títulos diferentes por sustanciosas cantidades a tres editores más). Quizás la razón se encuentra en lo desmesurado del cometido que se impuso: Le Bagne debía aniquilar la anécdota —la sangre de la ficción— que consideraba mera agitación para encubrir una imaginación pobre, un obstáculo para alcanzar ese ideal de Absoluto. Cada escena debía contener la totalidad de la obra y eliminar todo contenido social. Pero, sobre todo, cada imagen, cada frase debía celebrar, “cantar” sin nota en falso, el presidio, santuario de su imaginario, que su abolición en 1938 le impidió conocer. Seguirán nuevas tentativas de guion, también abandonadas pese a los financiamientos con los que contaba, como ocurrió en 1974 con las adaptaciones de sus novelas, Pompas fúnebres y Nuestra-Señora-de-las-Flores2 y en 1978 con La Nuit venue [Caída la noche], justo antes del rodaje y tras dos años de trabajo continuo.3 En 1981, hacia el final de su vida, vuelve a sus recuerdos carcelarios e intenta elaborar el guion de una película para la televisión sobre la colonia penitenciaria y agrícola de Mettray, donde estuvo detenido de los 14 a los 18 años, es decir, de 1925 a 1928. Nuevamente un afán de concentrar toda la historia colonial francesa en un lugar aislado, autárquico, “una mónada”, parece impedirle concretar un proyecto al que le dedica catorce meses de obstinado esfuerzo. A pesar de su frágil salud, realizó exhaustivas lecturas acerca de la política europea decimonónica, la historia del colonialismo francés, 2 Su famoso personaje, el travesti llamado Divine, volvía a ser la heroína de una historia que transcurriría al final de la ocupación. Entusiasmado con el proyecto, David Bowie, que debía encontrarse con Genet en Londres, se traviste incluso para convencerlo de que debía él encarnar a Divine. 3 El cine fue en efecto una de sus grandes pasiones, presente desde el inicio de su obra. Su primer intento de guion remonta a 1942 con Les Guerriers nus; tres años antes de su única película, la polémica Un chant d’amour (1950), había escrito otro guion, La Révolte des anges noirs.


la creación y el funcionamiento de las colonias penitenciarias para menores, así como una investigación en los archivos de la administración. Cien años de historia, “de Waterloo al Frente popular”, debían condensarse en tres horas y poner en escena su drama preferido: el que se desarrolla entre opresores y oprimidos, que no serían esta vez ni campesinos argelinos ni negros africanos sino los jóvenes detenidos de Mettray opuestos a una aristocracia hipócritamente benefactora. Con demasiada frecuencia, la sátira política es grotesca y llena de odio. Carente de toda intriga, el guion no logra concentrarse en ningún tema, personaje o incidente. Genet se pierde en la melancolía de sus recuerdos en Mettray, en sus búsquedas históricas y teorías políticas. Así, ni los contratos firmados, ni los cientos de páginas escritas y corregidas una y otra vez, ni las fechas de rodaje ya establecidas le impidieron cancelar el proyecto en 1982. Sin embargo, una nueva posibilidad de escritura se abriría en septiembre de ese mismo año, con su regreso a Medio Oriente, que lo conduciría a ser uno de los primeros testigos de las masacres de los campos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila, al sur de Beirut. Su amor sin falla por los palestinos le permitió encontrar ese tono justo que lo obsesionaba. En su impresionante texto Cuatro horas en Chatila, sin vacilación alguna, consigue dar sepultura a las víctimas sin tumba, que aún hoy ningún monumento o placa conmemorativa recuerda. Gracias a ellos logró salir de esa “masa de palabras estúpidas” en la que decía estaba “estancado” y dejar atrás “la repulsión” que le producía escribir. Para los palestinos, inventa con Un cautivo enamorado, esa nueva forma de escritura fragmentaria que por fin le permite hacer algo verdadero: “Sé bien que el tono de voz más verdadero lo alcanzaré cuando hable, cuando escriba para los muertos. Es difícil hacer algo que no sea una mentira o un subterfugio”. Para Genet, sólo era posible escribir contra sí mismo, contra su propia imagen, contra su propio estilo; arriesgándose al error, a la incomprensión e incluso al ridículo que al aislarlo dan lugar a algo verdadero. Exigencia que resume el título de uno de los ensayos que dedicó a su admirado pintor holandés, Lo que ha quedado de un Rembrandt roto a pedacitos regulares y tirado al cagadero. Entre sus proyectos cinematográficos inconclusos y Un cautivo enamorado, se percibe la difícil relación entre memoria y escritura que marcó su obra. Al volver a sus recuerdos, se produce un conflicto entre una memoria nostálgica, regresiva —la de la vuelta a la matriz carcelaria— y una memoria nueva, descubierta en los campos de refugiados, que es juego, risa, accidente: los ritmos siempre nuevos que los niños inventan golpeteando los ataúdes, las risas de las mujeres que lo invitan a tomar el té entre las ruinas de sus casas. Tal es la lección que parece haber aprendido entre Mettray y Palestina: no puede haber rebelión triste ni arte que no se obligue a extraer del sufrimiento alegría.

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Macedonio, Lamborghini y el atentado literario Luis RodrĂ­guez Navarro

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Todo acto terrorista pretende la desestabilización y el miedo. Dice la academia de la lengua que sus motivos son políticos, pero afirmarlo me parece sospechoso. El atentado terrorista, con o sin fines políticos, siempre es un mensaje. Y siempre, creo, es el mismo: la normalidad es frágil, la tranquilidad es una ilusión efímera. En el simulacro que es nuestra era, según Baudrillard, el terrorista es un agente de caos, un signo distinto a los que pertenecen a la maquinaria simbólica de lo real. Si se considera lo real como el transcurso histórico, está claro que, desde las vanguardias, la narración literaria no remite a un fenómeno histórico ni aun a su imitación: recuérdese que estos movimientos se oponen fundamentalmente al Realismo-Naturalismo, corrientes literarias y artísticas cuyas estrategias y técnicas intentaban mimetizarse con lo real. Oliver Kozlarek recuerda que para Lyotard, la condición posmoderna es la renuncia a cualquier tipo de “metanarraciones”. Jean Baudrillard, en Cultura y simulacro1 entiende éstos como “una suplantación de lo real por los signos de lo real, es decir, de una operación de disuasión de todo proceso real por su doble operativo, máquina de índole reproductiva (…) que ofrece todos los signos de lo real y, en cortocircuito, todas sus peripecias”. Conviene entonces reparar en tres aspectos fundamentales que a su vez, me parece, involucran a otros adyacentes a ellos: el posmodernismo o lo posmoderno, el cual entenderé en dos sentidos fundamentales: como todo lo que se produjo culturalmente después del Modernism angloamericano y las vanguardias y como la/s corriente/s filosófica/s que discute/n con el principio de Verdad. Las obras inacabadas llegan a ser producto del azar. Autores mueren sin concluirlas y es gracias al trabajo de investigación, al albacea, o bien a un bienintencionado amigo que éstas se recuperan. Pero hay otras que tienen como principio fundamental de composición el inacabamiento. Estas otras son las que me permito calificar de terroristas. Las obras con el propósito específico de no estar terminadas desestabilizan la idea de literatura, destruyen la 1

Kairós, 1984, p. 11.

illusio que para Bourdieu representaría la normalidad literaria. Leer Tadeys, de Osvaldo Lamborghini, implica un problema fundamental que pareciera haberse superado hace tiempo, y que compete a las narraciones contemporáneas: ¿cómo hacer literatura después de las vanguardias? e incluso, ¿cómo leer obras literarias después del conflicto de obra posterior a las mismas? Digo que sólo parece haber sido superado puesto que la novela (y en general la narrativa y más general aún, toda literatura) sigue produciéndose y leyéndose; existen incluso diversas “corrientes” y obras que se proponen como vanguardistas: ingenuos y caducos intentos de épater le bourgeois. Aquí es preciso aclarar que no creo posible hablar de Lamborghini sin mencionar a Macedonio Fernández, uno de los primeros narradores terroristas latinoamericanos. ¿Y qué se entiende por terrorismo? ¿Y por qué estos dos autores son tomados por tales? Si como sospecho, lo real-verdadero y lo inacabado tienen un punto de engarce, es merced al atentado contra la literatura, lo literario y la novelística. ¿Es Tadeys la historia de la Comarca, la del reverendo Maker, el buque de amujerar o, a la manera de Cien años de soledad, es el paseo por la vida de los Vomir? A decir de Mario González Suárez, son “tres carpetas numeradas y tres fajos de hojas sueltas” armadas y ordenadas por César Aira, al igual que Museo de la novela de la Eterna es no más que una selección de prólogos para una anécdota en sí misma irrelevante para el conjunto: el embellecimiento de Buenos Aires. Surge la pregunta de por qué considerarlas literatura, de cómo es que se integran al canon de lo literario. Pienso que no lo hacen. No son obras abiertas, como las llama Umberto Eco; tampoco son vanguardistas, pues implicaría que están sujetas a un programa estético (nada más normativo que un arte de vanguardia). El arte del texto inacabado consiste justamente en no ser literatura, por más que la crítica busque justificaciones, por más que se intente pensar en términos de la illusio, los textos inacabados escapan a toda categorización. El arte terrorista evidencia la necesidad del mercado por sujetar lo inasible. Y sí, el mercado tiene mucho que ver al momento de pensar en lo literario, es parte de él.

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Piénsese por ejemplo en Rayuela, obra “abierta” pero de cuño netamente literario, o en Si una noche de invierno un viajero, cuyo solo título ya invita al inacabamiento. Sin embargo, ni Tadeys ni Museo se agregan a esta lista. Los ejercicios de vanguardia de Julio Cortázar (que mucho le debe a Macedonio) como los de Italo Calvino y el Oulipo son despliegues técnicos al servicio de una literatura de calidad (de mercado) porque son productos de escritores reconocidos, son el sello de garantía de lo literario. Pero la literatura terrorista no es ninguna garantía. Al contrario, es la insatisfacción perpetua para el lector. Insatisfacción tanto estructural como textual. Estructural porque es imposible determinar a quién le pertenece la autoría: no hay garantía de calidad. En el Museo se incluyen sólo ciertos (para)textos, pero el archivo San Telmo ofrece muchos más que los editores (Obieta, Camblong) descartan. En Tadeys, al menos para la edición de Conaculta, se incluyen todos los papeles encontrados. El criterio de Aira es simple: “El orden en que debe leerse el libro no puede ser otro que el de las tres carpetas, como el autor las dejó numeradas”, como dice en el prólogo a la edición de Mondadori. En cuanto a lo textual no hay sino que mirar cómo se abandona la conclusión, tanto para el argumento como para las oraciones que lo componen. Cito, a manera de ejemplo, las dos notas al margen de la “carpeta III” de Tadeys, cuya composición (primera y segunda versión) quedan en: “alrededores de la Catedr” y “Usted acaba de hablar sobre un”.2 Y acaso pueda objetarse que ambas obras, macedonianas y lamborghianas, se interrumpieron por la muerte, es decir, son producto de la recuperación de otros autores. Concedo. Sin embargo, este hecho casual no hace más que sumarse a un catálogo de herramientas técnicas de lo inacabado. Si se trata de una interrupción que la muerte no permitió continuar, no veo cómo es que la lectura deba ser la mencionada por Aira: ¿es posible que el autor no terminase las notas, pero sí se diera el tiempo para enumerar carpetas y fajos sueltos? Tampoco se trata de una invitación a continuar, como Macedonio invita en sus “novelas” (o quizá, como él hubiera preferido, su novela melliza Museo-Adriana): es una provocación. El arte de Lamborghini recuerda la fragilidad de la institución literaria. No es un ente fijo, ni como mímesis 2 Osvaldo Lamborghini, Tadeys, México, Conaculta, 2009, pp. 179 y 180.

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con lo real, ni como alteración al burgués. Si la literatura, en nuestros días posmodernos, en nuestro simulacro, es la decisión entre lo orgánico o lo inorgánico, pero cuya trama es intocable; si es la construcción discursiva completa, pero fragmentaria, Lamborghini atenta contra ella, atentando así contra el lector. La novela, como género, es un conjunto de entramados, un tejido que, a pesar de las múltiples divagaciones, sigue un mismo hilo narrativo (es lo que sucede con Rayuela o Si una noche de invierno un viajero), pero no así con Museo ni mucho menos con Tadeys. Bastaría que por criterios editoriales se decidiera un orden diferente en los componentes para deshacer el entramado. Dejan deliberadamente abierta la pregunta ¿es obra del autor o de sus albaceas? ¿Fue la muerte la que interrumpió la completud o, por el contrario, fue decisión del autor? En ambos casos, sin embargo, es posible que no pierdan eso que Walter Benjamin llama “el aura”. No cambiaría su condición de objetos artísticos, aun cuando se resistan a una incorporación al canon literario, porque no son literatura: ésta, en tanto pertenece al canon, es illusio, sigue ciertas reglas aun cuando las desafía. La escritura lamborghiana no se ciñe, no concede; insulta y abofetea: aterroriza. La falta de una autoridad es acaso el mensaje de todo el proyecto macedonio-lamborghiano: se trata de una escritura que no puede recurrir al autor como sello de garantía, como sí lo hacen Rayuela o Si una noche de invierno un viajero. Traicionan al lenguaje, al canon, que tanto se esfuerza por llevarlos a su panteón. Ambos proyectos (término que me parece más apropiado que el de obra) se resisten a toda posibilidad de mensaje. Quizá la crítica llegue a asociar a Lamborghini con eso que llamamos literatura. Acaso pueda justificarse su inclusión en el canon, pero con ello se corre el riesgo de diseccionar y fosilizar el aura de su escritura. Parafraseando a Baudrillard, para que el canon literario viva es necesario que muera su objeto. Por ello autores como Macedonio o Lamborghini se resisten al canon. Bien es cierto que se estudian y se entienden como literatura, pero en realidad atentan contra ella: no dar fin a una narración, descomponerla en su materialidad (la oración, la trama), recuerdan al lector la fragilidad de lo real-literario. Dan el mismo mensaje que los terroristas: la literatura actual, el canon, es el simulacro de la literatura, y por tanto, efímera. Tanto como el simulacro de la realidad.


La dermatitis y yo (Un diario inconcluso)

La muerte de Marat, Jacques-Louis David, 1793

Alejandro Badillo

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Este es un proyecto de escritura inacabado. Para muchos la renuncia, dejar en el aire una meta, olvidarla, es un fracaso. Forzosamente se tiene que llegar al punto final. En mi caso, la interrupción de un diario, una bitácora personal que prometía una buena cantidad de entradas, fue un triunfo o, mejor aún, un alivio. A pesar de que la escritura se detuvo, lo que alcancé a narrar fue una especie de resumen de un camino que empezó hace poco menos de medio año, aproximadamente. El proyecto de escritura puede volver, por supuesto, aunque yo lo perciba más como una amenaza que como una oportunidad para seguir contando mi historia. A continuación, comparto el proyecto inconcluso para que el curioso lector sepa a qué hago referencia. 10 de mayo Hay muchas razones para escribir un diario, quizás una suerte de vulgar exhibicionismo, una decisión apenas pensada o, por el contrario, el deseo de guardar algo intacto para el futuro, en este caso una fotografía de la memoria, acaso del pensamiento. Tengo la idea de que todos los días cambiamos —aunque sea un poco cada vez— nuestra forma de pensar, como si nuestra mente fuera el lento tránsito de una bestia o la órbita perezosa de un astro. Nuestra perspectiva cambia a medida que experimentamos cosas nuevas y esa progresión no tiene ningún registro. Así como las fotografías evidencian nuestra transformación física, una bitácora registra pensamientos, deseos y expectativas que surgen espontáneamente; algunas se combaten, otras se contradicen, incluso se superponen como si vivieran entre los límites de un palimpsesto... 13 de mayo El objetivo de mi diario es extraño e ignoro si alguien más lo haya realizado lejos del ámbito clínico: quiero registrar los avances y retrocesos de una dermatitis (dermatitis espongiótica de la cara, compatible con reacción de fotosensibilidad o por contacto en fase de eccema, según un concienzudo, aunque

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parco análisis de laboratorio basado en una biopsia) que se cebó primero en mi rostro y luego en mi cuerpo. La intención, por supuesto, es ir más allá del calendario de medicamentos y la descripción somera de los avances y retrocesos que ha sufrido mi piel. La dermatitis (me referiré a ella de forma genérica para ahorrar espacio), llegó a mi vida a inicios de este año, 2020, aunque ya había tenido un primer aviso en los últimos meses de 2019. Debo dejar algo en claro: la primera y quizás única regla de este diario será dejar de escribir cuando la dermatitis me abandone. Si nunca lo hace, supongo que estaré escribiendo en estas páginas hasta mi muerte o, simplemente, me fastidiaré y abandonaré el proyecto. Por el contrario, si hay una cura o una remisión importante de la enfermedad, detendré la escritura y, quizás, le atribuya alguna cualidad terapéutica, acaso definitiva. Esta teoría no parece tan alucinada, pues si tarda en llegar el remedio habré probado cualquier cantidad de tratamientos que me alejarán de la terapéutica tradicional y me llevarán a los laberintos de la revelación mágica. Si la mente genera nuestra realidad, según algunos, también la escritura, pues es una versión más refinada del pensamiento. Así, llegado al final del camino, podré contar mi historia. Tal vez algunos dolientes de alguna enfermedad crónica e incurable quieran imitar mi proceso con la esperanza de que influya, de alguna secreta manera, en su curación. 16 de mayo Entiendo que los problemas de la piel, para muchos, sean sólo un dilema estético que cualquiera puede sobrellevar sin mayor problema. No hay heroísmo en los enfermos de dermatitis. No se filman películas sobre esto. Sin embargo, la hinchazón en algunas partes del rostro, la comezón perenne en zonas del brazo, en las piernas y en el torso, pueden convertir la vida en un calvario. En casos graves una dermatitis puede fomentar pensamientos suicidas. Con el tiempo el malestar altera el sueño y disloca la cotidianidad de las personas. Se buscan infructuosamente remedios que, en el mejor de los casos, atenúan por escasas horas el mal.

Hoy, por ejemplo, amanecí con una rojez en la mejilla derecha y las aletas de la nariz irritadas. Como una amante celosa, la dermatitis se encarga de recordarte, todo el tiempo, que está ahí, contigo. Con el paso de las horas el área afectada es más grande y visible para la gente. Esperé, entonces, al final del día para bañarme y ponerme un arsenal de cremas hidratantes y emolientes para revertir la resequedad y tirantez de mi rostro. A veces siento que la ruta de las lesiones en mi piel se extenderá y me despertaré convertido en una persona diferente; como Gregor Samsa, evitaré por todos los medios salir de mi habitación. 17 de mayo Ante los pocos modelos que ejemplifiquen mi lucha he recurrido a Jean-Paul Marat, protagonista del Terror en la Revolución francesa, médico que abandonó la profesión para conducir a las hordas jacobinas en su búsqueda de sangre real. Marat sufrió sus primeros malestares en la piel —dermatitis seborreica dicen las últimas investigaciones— en los años en que dirigía L’Ami du peuple (El amigo del pueblo), diario en el que denunciaba a los enemigos de la revolución. Dicen que tuvo los primeros síntomas después de esconderse en unas catacumbas en París, huyendo de sus enemigos. Buscando consuelo en una bañera llena de agua fría para calmar el ardor en su piel, encontró la muerte apuñalado por la girondina Charlotte Corday. ¿Qué parte de la personalidad de Marat, de su destino, estuvo influenciada por la incomodidad constante que tenía en el cuerpo y que, quizás, lo acompañaba en el sueño y en la vigilia? ¿Quizás buscaba en la denuncia de los enemigos una revancha ante los emplastos malolientes, cremas sulfurosas y grasas que, probablemente, sólo agravaban la situación? ¿Quizás, en el momento de ser asesinado, sintió una especie de alivio por dejar la enfermedad que lo mantenía insomne, dolorosamente consciente de su cuerpo? Pienso en la obra de Jacques-Louis David —La mort de Marat— que representa a Marat y su agonía detenida. Pienso en la piel

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de mármol, pálida, idealizada por el pintor, mientras el escritor sostiene con la mano izquierda el último libelo. Siento pena por el turbante empapado en vinagre, un remedio quizás inútil para su cabeza, un mero sortilegio. Pienso en estas cosas mientras hago una cita con un inmunólogo que me han recomendado y que representa una nueva esperanza para controlar la afección. He llegado a tomar analgésicos porque dicen que la comezón es la antesala del dolor, su raíz. Vivimos con dolor subrepticio, los enfermos de dermatitis, y nadie parece darse cuenta. Vivimos de esperanza en esperanza, esperando la combinación perfecta, el golpe de suerte, el médico que nos escuche y que no nos despache en cinco minutos.

impuse antes de empezar esta bitácora, sino porque me faltará el aliento vital —la inconformidad, la desesperación, la abulia: los círculos del infierno de la dermatitis— para abordar la escritura. Mediante una mirada extraña, la consulta con el especialista en la piel puede generar descubrimientos sorprendentes. Los tres dermatólogos que me atendieron, el acupunturista que me mandó una dieta extrema que nunca seguí, y el homeópata que visité una tarde lluviosa y que me dijo que buscara, para curarme definitivamente, alguna crisis emocional en el pasado (nunca la encontré), son ejemplares humanos que hablan atrás de sus recetas, sus métodos y las exploraciones que hicieron en mi piel. Estas historias, al menos por el momento, no se podrán contar.

21 de mayo La dermatitis al fin cedió. Me siento profundamente aliviado. El inmunólogo escuchó mi historia de cabo a rabo. Después me propuso una prueba de alergia. Colocó con mucha fuerza en mis brazos una serie de lancetas y esperamos a que mi sistema inmunológico reaccionara a sustancias que parecían sacadas del armario de un alquimista: minerales, malezas, colorantes, esencias animales. Unas ronchas tímidas, apenas visibles, indicaron que no soy alérgico a ningún elemento de este mundo. Pensé que el doctor me diría que soy un misterio sin resolver y que la dermatitis me está probando como Dios probó a Job (de hecho, al final lo castigó con lepra). El doctor me sacó de mi ensimismamiento y me recetó tres cajas de pastillas (inmunomoduladores, qué bella, qué sonora palabra). Después de un par de días, los medicamentos cambiaron la apariencia de mi piel y, sobre todo, terminaron con el atormentante picor.

24 de mayo Un último apunte: a pesar de haber ganado la batalla sé muy bien que la enfermedad crónica no tiene palabra de honor. Sin embargo, cuando regrese —si es que regresa, deseo— habrá pasado tiempo. Quizás seré más estoico. Quizás la ciencia haya dado un nuevo paso o la humanidad habrá desaparecido. Pongo punto final a este diario de escasas palabras para cumplir con la regla que juré. La dermatitis, al igual que otras enfermedades crónicas —desastres cotidianos sujetos a brotes y remisiones— es una obra inacabada pero latente. Agotadas sus primeras fuerzas, doblegada a fuerza de embates químicos, estará escondida por ahí, medrando en mi vida, esperado el momento ideal para salir y continuar sus estropicios. Esta primera experiencia detonó, por así decirlo, un proyecto de escritura de muy corta vida. Tal vez, en la próxima visita de este enemigo, encuentre una manera diferente para ofrecer mi testimonio: un cortometraje, una serie de fotografías acompañadas de aforismos que tratarán sobre el cuerpo y la mente, un libro de poemas dermatológicos, un juego de mesa con las diferentes variantes de la enfermedad, un grupo de autoayuda entre escritores con problemas en la piel. El límite, como en cualquier trabajo creativo, será la imaginación.

23 de mayo Además del alivio tengo una leve nostalgia: quería contar tantas cosas. Creo que la lucha contra la dermatitis puede ser un gran tema literario. Es algo que no podré descubrir no por cumplir a cabalidad la regla que me

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Mirar al vacío Ramón Castillo

Perro semihundido, Francisco de Goya y Lucientes, técnica mixta sobre revestimiento mural trasladado a lienzo, 1820-1823

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Apenas después de haber sobrevivido a una enfermedad agresiva y casi fulminante, un septuagenario ejecuta decididas y veloces pinceladas sobre la pared. Decora una de sus últimas moradas. Los colores son ocres, los trazos —aunque precisos— gruesos. Las imágenes aparecen violentas e impregnadas de melancolía. En una de ellas, acaso la que refleja mayor belleza y desconcierto, la composición privilegia el espacio vacío. Dos tercios de la pintura están cubiertos por una ventisca amarillenta, una fantasmal lluvia oscura que se cierne sobre la mirada atónita de la única figura reconocible. Un angustioso cielo abierto parece aplastar con su indiferencia al protagonista, pero al mismo tiempo, esa terrible vacuidad también confirma, define y realza la perplejidad casi suplicante del animal que dirige sus ojos hacia algo que nosotros no podemos ver y, con toda probabilidad, tampoco él. Goya pintó esa obra, parte de la serie conocida como las Pinturas negras, en la Quinta del Sordo, la última casa que tuvo en Madrid, algunos años antes de su muerte en Francia. Perro semihundido es célebre tanto por su intrigante motivo como por la fuerza expresiva de su manufactura. Sin embargo, aparte de la especulación sobre su carácter inconcluso o el desconocimiento del móvil detrás de su hechura, lo que atrae de ella es la precisa asimetría de su emplazamiento. Con la voluntad pictórica inclinada hacia la ausencia, aquel espacio negativo exalta y urge lo poco que el espectador tiene a su disposición; es decir, el gesto trunco y abierto del artífice aragonés está resuelto a no terminar la frase y, en su lugar, dejar apenas unos puntos suspensivos con audaz suficiencia.

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El fragmento superior de la pintura, vehículo para una ráfaga deslavada y herrumbrosa dice tanto como el resto de la imagen. Aunque distinta, su expresión es tan elocuente como los ojos abiertos del canino que se asoma en el otro extremo. Ambos sectores de la obra emprenden un diálogo desigual, aunque complementario, en el que cada lado ilumina al otro. Las antípodas se llenan mutuamente y equilibran en una armonía atonal. Este contraste es tanto más humano en virtud de que su naturaleza trunca y opuesta refleja los perennes rasgos de nuestra naturaleza, a saber, la fragilidad y la imperfección. Hay en el trazo inconcluso y en este hincapié por lo deshabitado una poética que se construye por ausencia; dicho elemento ejerce el embrujo de poner de relieve a su contrario, es la sombra indispensable para que la luz refulja. A la manera del psicoanálisis lacaniano, el espacio negativo es una falta constitutiva alrededor de la cual nos construimos; de muchas maneras, somos eso que no tenemos ni podemos dar. Esta visión interpela y conmueve en tanto algo en nuestro interior se identifica con la evidencia de que más allá de las certezas y conquistas, también estamos formados por una larga lista de inicios truncos y retazos de ambiciones. Valdría la pena, pues, realizar ese ejercicio confesional y humilde, valeroso y conmovedor de escribir una autobiografía a partir de todo eso que no llegamos a ser, describirnos como el negativo de una foto o, todavía mejor, desde la nebulosidad que nos rodea cuando nos miramos al espejo, en medio de la noche, haciéndonos preguntas sobre el rumbo que han tomado las cosas. Esta aventura, a más de algún espíritu poco habituado a la inmersión en aguas profundas, podría parecerle demasiado sombría; ¿para qué —se estará preguntando el lector— tendría que asomarme a lo que no he alcanzado cuando mi vida toda se ha construido en lo que

tengo, eso que me han dicho ser, el logro alcanzado a la vista de los envidiosos y mediocres? Para responder a esta inquietud, citaría las palabras del escritor japonés Junichiro Tanizaki, quien en su Elogio de la sombra, escribe: “algunos dirán que la falaz belleza creada por la penumbra no es la belleza auténtica... creo que lo bello no es una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producidos por la yuxtaposición de diferentes sustancias”. Tanizaki, en esa joya literaria, destaca la elegancia y refinamiento de la penumbra, la pátina que se impregna con lenta paciencia a los objetos, el encanto evanescente de lo no revelado por completo. Esa sombra es también otra manera de apelar a todo eso que forma parte de lo que el mundo es y no vislumbramos. Habrá quien deseé encender todas las luces en su interior, pensar que no hay nada oculto, cuando lo único que hace es dirigir el foco hacia una nimia parte de su personalidad. De esta manera, mirar hacia el vacío requiere el aplomo de una honestidad sin cortapisas a fin de abrazar el reverso secreto que anida en nosotros. Cada uno carga a su manera incontables proyectos, viajes, libros, amores que no pudieron ser. La dicotomía perversa que se vende en medios y recetas para la felicidad nos dice que, por un lado, tenemos el optimismo que planta una sonrisa idiota a todo lo que el destino pone enfrente y, por otro, la idea de éxito como algo llamativo y perfecto a la que debemos aspirar; frente a ello, hacer un inventario de lo que no fue, eso que no logramos ni hicimos, enfatiza un cambio de perspectiva interior para comprender que esa faz oscura también es una pieza necesaria en el rompecabezas de la identidad que asumimos como propia. Por ello, ahora doy paso al momento de la confesión, de levantar la mano frente al grupo y decir, soy Ramón Castillo y mi biografía oculta guarda, entre varias hazañas fallidas, intentar declarar mi amor infantil a Lourdes

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y Miroslava en la primaria, el haber querido ser músico en la adolescencia, aceptar la fuga amorosa cuando se me propuso y jamás rendirme ante el mundo hipócrita de los adultos. No me fue posible hacer nada de eso. Solemos reflexionar entorno al “si hubiera”, esto es, la elucubración de un futuro condicional que prefigura un escenario distinto o, en otras palabras, soñamos con el presente que no tenemos; en este caso, contraria a tal dirección, la propuesta que se plantea aquí se encamina a dar paso a lo que sí es en este instante, a aceptar que nuestra sombra nos define también y a que no hay necesidad de fantasear con una transformación; en síntesis, a consentir que somos a partir de todo aquello que por exclusión nos ha definido. Ignorar el valor de esos planes no concretados y las pifias acumuladas elimina la posibilidad de reconciliarse con esa parte de nuestra vida; suprimir su lugar en la historia íntima bloquea la adhesión a la cualidad falible que nos individualiza. Ni estáticos ni inacabados. Por el contrario, articulados por elementos variopintos y multiformes, brochazos gruesos en aparente azar, también somos aquello que se oculta a la vista de los demás y de nosotros mismos. Empero, el espacio negativo remarca y revitaliza eso otro que sí somos. La razón entra en vértigo ante lo que no puede explicar, de ahí que la perfección nos resulte admirable. La naturaleza o el universo en sí mismos asombran y maravillan, pero hay algo en ellos que pese a la fascinación también petrifica. En cambio, los afanes humanos, susceptibles ante el correr del tiempo, llenos de contradicciones y pasos en falso, nos presentan algo que podemos entender y, por tanto, aceptar. Cada una de las grandes conquistas tuvo que hacerse a costa de innumerables tentativas no finalizadas; bosquejos y planes, errores y pruebas son su reflejo ineludible. Opuesto al sobrecogedor desplante de El David, de Miguel Ángel, están presentes sus esculturas inacabadas de San Mateo o la Piedad rota que trabajó en sus

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últimos años, el proyecto de la Plaza del Campidoglio, que se concretó mucho después de fallecido el artista o la maqueta para un dios fluvial que adornaría la capilla Medici, tentativa que tampoco alcanzó a realizarse. A la par de sus obras más eminentes, lo que vuelve terrenal el legado del genio italiano es reconocer que incluso en su maestría, el ensayo y la tentativa, el proyecto inacabado y el error estuvieron tan presentes en su vida como en la nuestra. El siempre tembloroso pasaje de la idea a la obra es un elemento que nos hermana. En los bocetos, los proyectos inacabados, las aventuras amorosas defectuosas y los planes ambiciosos, insensatos y por completo alejados de la realidad, en ellos se encuentra la vida en su prístino sentido. La esencia humana se arroja a imaginar y plasmar tentativas con la ligereza de no preocuparse por si serán coronadas. El que pasen al interminable inventario de lo inconcluso, del espacio negativo que nos acompaña en las noches de soledad sólo confirma felizmente nuestra presencia en este mundo. Sé que la falta de talento musical propició que me decantara con mayor euforia hacia la lectura, el privilegio de aceptar aquella andanza malograda finca su valor en la alegría inmensa de haber encontrado la vocación que me lleva a escribir estas líneas. En cuanto a los amores y las decepciones, a las ausencias y los descalabros queda hoy la indulgencia y la enseñanza. Acepto este momento como gratificante y pleno, sin regateos, pues soy en este instante gracias a todo lo que no he podido ser anteriormente. Me siento cómodo con la certeza de la finitud y la imperfección, como un animal pasmado que vive semihundido en la existencia, con la mirada dirigida a un cielo al mismo tiempo vacío y arrebatado; imagino con resuelta templanza que sobre nuestras cabezas lo único que hay es una inmensa cúpula que hace resaltar en toda su potencia y esplendor cada uno de nuestros diminutos afanes.


Manuel Felguérez. Trayectorias. Vistas de instalación. Museo Universitario Arte Contemporáneo, muac/unam, 2019-2020. Fotografías: Oliver Santana. Agradecemos a Eduardo Lomas y al muac su ayuda para la publicación de estas imágenes

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Manuel Felguérez. Fotografías: Barry Domínguez

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Inmersión en la materia: Manuel Felguérez y la Generación de la Ruptura Héctor Antonio Sánchez ménades y meninas |

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Quien conozca la rectoría de la Universidad Autónoma Metropolitana sabe de una presencia ineludible que recibe al visitante, transpuesta la amplia celosía frontal del recinto: la escultura monumental, llamada La puerta del tiempo, del maestro zacatecano Manuel Felguérez (1928-2020). Reacia a la gravedad, la pieza se alza con inteligencia sobre la entrada principal: en ella confluyen dos altos edificios laterales, como si buscaran en esa metáfora de las eras un remanso de levedad frente a su propio peso. Pues tales son las cualidades de la escultura moderna: no la mera sumisión a las formas naturales —apunto la palabra con cuidado: tampoco la escultura de raigambre clásica es pura mímesis—, sino metamorfosis, renacimiento, símbolo y, al fin, en sus mejores horas, poiesis. Manuel Felguérez conocía bien estos poderes; la pieza escultórica, el mural, la obra pictórica, cuando saben ser fieles a su propio lenguaje, son capaces de irradiar un aura: un espacio de significación y de silencio. Quizá por ello ha caído con rasgos de afrenta la noticia de su muerte, acaecida hace unos días entre la convulsión y el ruido de las últimas semanas. Seguramente, en otro momento su pérdida se hubiera resentido en su justa dimensión: la de un artista en pleno dominio de sus potencias, que aún en su longevidad alimentaba un quehacer sin freno. La línea de Felguérez, desde luego, se entrelaza con la actividad de una plétora de creadores que hacia mediados de la centuria pasada renovaron no sólo formas y estilos, sino, sobre todo, el discurso dominante en las consideraciones sobre el arte en México. En esa hora el muralismo, como ha visto Jorge Alberto Manrique, se hallaba en una suerte de callejón sin salida: se dejaba sentir la ausencia de José Clemente Orozco, cuyo escepticismo siempre sirvió de contrapeso a la petrificación ideológica y formal de David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera; también, la malsana cercanía con el poder y la creación de un mercado fascinado por lo nacional daban poco espacio de maniobra a la exploración de nuevos temas, nuevas formas; en fin, la frescura de la posguerra volvió el rostro de los norteamericanos, antes atentos a

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la experiencia mexicana, primero hacia Europa y luego hacia el descubrimiento de un lenguaje propio, lejano de doctrinas e ideologías.1 También en México el espejismo de la historia había llegado a su agotamiento. En un ensayo señero, Octavio Paz recapitulaba sobre la escena cultural mexicana pasados los furores del nacionalismo.2 Como es bien sabido, debemos a Paz la denominación de Ruptura para definir a la generación de artistas que renovó la experiencia plástica en nuestro país, si bien él abarcaba en su texto los avances de la poesía, el teatro, la novela y la arquitectura. Vicente Rojo ensayó otro nombre: generación de la apertura. Ambos tienen razón: ruptura con la égloga de lo nacional, apertura al geometrismo y más ideas venidas de otras latitudes. Paz atribuía a Tamayo una escisión también fundamental: el tránsito de una muralística dominada por la narración a una cifrada por la poesía. Cfr. Jorge Alberto Manrique, “Los geometristas mexicanos en su circunstancia”, en El geometrismo mexicano. VV. AA. México, unamiie, 1977, p. 77. 2 Octavio Paz, “El precio y la significación” (1966), en Obras completas, 7. Los privilegios de la vista II: Arte de México. México, fce, Círculo de Lectores, 1994, p. 321. 1

En efecto, en Tamayo ocurre un rompimiento: la exploración de lo mexicano decanta hacia el color, el volumen y las posibilidades metafóricas de unas cuantas presencias. Antes que contar, sus imágenes cantan. Y decir poesía es decir inmersión en la materia: la generación de Manuel Felguérez, Lilia Carrillo, Alberto Gironella, José Luis Cuevas, Brian Nissen, Kazuya Sakai y otros habría de buscar en los fundamentos mismos de la experiencia artística el objeto de sus obras. Texturas, relieves, cromatismo, geometría, ritmo: después del mediodía del siglo, el arte se vuelca hacia su propio lenguaje. Por fortuna no surge una escuela. No era tiempo de sustituir un decálogo por otro; a cambio, nace una plétora de investigaciones que a ratos colindan y que, sí, tienen sed de vanguardia. Rita Eder ha visto en esa hora un “desafío a la estabilidad”, como bien se llamó la exposición a ello dedicada hace algunos años en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo: la gran épica es sucedida por instantes de la flama; se diluyen las fronteras entre disciplinas; el cuerpo —sobre todo el cuerpo femenino— se abisma en la investigación de sí mismo. Es una época telúrica: la novela transita de la narración polifónica y urbana — Fuentes— a las exploraciones del erotismo y lo sagrado

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por vía de Georges Bataille —Elizondo, García Ponce, Melo—; Guillermina Bravo, seducida por Graham, se distancia del folclor y acerca el Ballet Nacional al habla del cuerpo. Aquí y allá, cuerpo y símbolo tienden ejes que se intersectan, como Cristo en la cruz. También la ciudad explora nuevas formas: urbanismo reticular, incorporación de materiales y estructuras industriales, desarrollo de multifamiliares como insignias de la pujanza y estabilidad esgrimidas por el Estado —la obra emblemática es Tlatelolco—, creación de espacios públicos de arquitectura modernista —museos de Antropología y Arte Moderno—, influjo del concretismo de raigambre abstracta —Goeritz, Barragán—.3 Algunas de estas preocupaciones estarían presentes también en la obra de Manuel Felguérez. En el catálogo a Trayectorias, exposición recientemente celebrada en el muac, Pilar García aventuraba en conversación con el maestro tres momentos posibles en su obra: los murales de desecho de su primera hora, las interacciones

entre arte e informática que podrían cifrarse en La máquina estética, y la vuelta al gran formato y el arte abstracto de su producción posterior.4 Las fronteras se diluyen: Rita Eder señala dos vías en el medio mexicano por las que fluye la antigua aspiración a la obra de arte total, la Gesamtkunstwerk de ascendencia wagneriana. La primera la debemos a Mathias Goeritz, nutrido por un lado de las ideas de Kandinsky y su sinestesia —lo espiritual en el arte convoca los poderes de la experiencia visual y sonora— y de la Bauhaus y Walter Gropius por el otro —todas las artes, sobre todo el diseño, pueden transformar la vida: la catedral sería la muestra más acabada de esta confluencia5—. No otra es la aspiración del Museo Experimental El Eco, suerte de escultura a un tiempo monumental y escueta, inmensa y desnuda, que convoca los dominios del color, el volumen y la luz: presencia escultórica vuelta arquitectura, inmersión en el espíritu. La segunda vía señalada por Eder es el “efímero Cfr. Manuel Felguérez y Pilar García, “La pulsión de crear: una conversación” en Trayectorias. M. Felguérez. México, muac, 2019, p. 11. 5 Cfr. Rita Eder, “Dos aspectos de la obra de arte total: experimentación y performatividad”, en op. cit., p. 64. 4

Cfr. Rita Eder, “Introducción general” a Desafío a la estabilidad. Procesos artísticos en México, 1952-1967. Defying stability. Artistic processes in Mexico. R. Eder (ed.). México, unam, Turner, 2014, p. 24. 3

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pánico” de Alejandro Jodorowsky. Allí, por las dotes del teatro —sobre todo el teatro de la crueldad de Artaud—, Jodorowsky aspiraba a una simbiosis de poesía, pintura, escultura y, naturalmente, artes escénicas. Desde 1959, Manuel Felguérez participó de esta exploración en tanto escenógrafo. Llegaba allí tras un breve y desangelado paso por San Carlos; en realidad, su formación fundamental ocurrió en Francia, donde recibió la tutela de Ossip Zakdine. Otros encuentros felices en Europa: la obra de Brancusi y Jean Arp. Para la escenografía en el Teatro Pánico, Felguérez no rehuyó la dimensión del mural, pero la pobló por habitantes inesperados: chatarra y desechos fabriles. Relieves murales, como los llamó Juan García Ponce: grandes territorios en que se engarzan —por la sumisión a la textura— los materiales de la era moderna, una recia composición, los poderes de evocación de la geometría y el arte abstracto, y el presentimiento de la ruina. Extraña vanguardia: en esos vastos frisos —como el célebre Mural de hierro del cine Diana (1961)— el futuro ya ha ocurrido, y se ha derrumbado. Contaba su autor que la elección de los materiales obedecía a la escasez de recursos: no era necesario pagar por chatarra. No importa: el arte moderno, si se pretendía verdaderamente moderno, no expresaría sólo los temas de la era industrial; se valdría de sus instrumentos y sustancias, como habría de ocurrir también en el junk art y el arte povera. Ya entre nosotros Orozco había apuntado, en obras fascinantes por la asociación del horror, el apocalipsis y el delirio, la apabullante presencia de las máquinas en el siglo xx. Esta seducción por la industria y la tecnología —y por sus detritus— vestirían los ropajes del humor y la erótica en La máquina del deseo (1973), esa hilarante pesadilla que mecánicamente produce placer en La montaña sagrada. Algo permanece en ella del embeleso infantil por los aparatos: el mismo fervor que insufla La máquina

estética (1975), un proyecto de avanzada, desarrollado en Harvard, en que el artista incursionó en el arte digital y la producción de obra por medio de inteligencias artificiales. Apoyado por el ingeniero Mayer Sasson, Felguérez alimentó en un ordenador una serie de patrones rítmicos, cromáticos y formales, de manera que el software pudiera generar piezas en serie —un dibujo cada once segundos— en una ars combinatoria cercana al éxtasis. Saciado el vértigo por la tecnología, Felguérez volvió al lenguaje primordial de la plástica: pigmentos, metales, óleo, pintura, aguarrás. Quería de nuevo “ensuciarse las manos”. En este retorno a las grandes dimensiones, que ocupará varias, fecundas décadas, el artista en pleno dominio de su lenguaje hará confluir todas sus trayectorias. En el mural, formas geométricas lineares —rectángulos, cuadrados— de una paleta de marcados contrastes —blanco, negro, ocres, rojo— se ofrecen como el escenario de razón contra el que se alzan gestos de anarquía: golpes de tinta, accidentes, materia que se libera a su capricho. Orden y caos, geometría y abstracción, método y delirio se enfrentan en estamentos de honda plasticidad. En cambio, en el óleo y la escultura, las formas, líneas y colores primigenios hablan: como si a través de su creador fluyera cándido el lenguaje de los elementos puros. Pureza: entre la convulsión y el ruido del inverosímil año que vivimos, la obra de Felguérez, nacida del dominio de lo abstracto pero inclinada pronto a la restitución de una norma primordial —una norma que no olvida, sin embargo, las fuerzas sobrecogedoras de la entropía, el arrebato o el azar— nos recuerda, por los artilugios propios de la poesía, la zona de silencio y de sentido que el arte y la inteligencia abren en la confusa materia del mundo. Escuchar la materia del mundo: quizá allí encontremos las claves para hacer sonar nuevamente un lenguaje que hemos olvidado.

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Prontuario de obra perdida Verónica Bujeiro

Trabadas permanentemente en la punta de la lengua, hay obras que se detuvieron en el camino presagiando un precipicio. Esas mismas que un día nos llenaron la cabeza de ilusiones hoy atiborran nuestros discos duros con archivos que encontramos eventualmente como un amor perdido. Es triste pensar que estas piezas pasarán indemnes sin que nadie pueda sentir el peso de su ausencia, por eso es válido relatarlas en diversos contextos como confesiones etílicas, por necesidad de ampliar el currículo, solicitar recursos económicos, entrevistas laborales o en situaciones de simple nostalgia como es el caso del breve listado que presento a continuación. Teatro de Furbys: humanos para jugar (Fig. 256) Cansada de las muchas veleidades que presenta el arte teatral para una escritora, como estar expuesta a malas interpretaciones por parte del director y los actores, ser el primer objetivo de la crítica, recibir el salario más bajo y demás etcéteras, encontré en el aparador de una juguetería hoy difunta la solución a todos mis problemas. Fui seducida por los colores y la extravagante figura de un juguete robotizado que conjeturaba tener vida propia al entrar en lúdica convivencia con el humano. Si algo me detuvo en ese primer escarceo fue el alto costo de las mascotas con inteligencia artificial, pero la libre distribución del comercio online me permitió ir congregando a lo largo de algunos años una cantidad considerable como para tener mi propia compañía de representación teatral, la primera en el mundo compuesta por objetos de este tipo. Tras reparaciones y un sesudo estudio de manuales y foros de discusión en los que se revelaban los mecanismos secretos de la mente de estas criaturas cara de lechuza, fui creando un texto dramático que pudiese conflagrar los vetustos ideales de la representación teatral, tomada de la mano de los preceptos de Antonin Artaud

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Ilustraciones: Verónica Bujeiro

y Alfred Jarry. Los primeros ensayos fluyeron con facilidad, y en la limitada gestualidad programada de la criaturas podía vislumbrar el surgimiento de un arte nuevo de hacer comedias. Pero conforme avanzamos experimenté una rebelión por parte de sus circuitos que comenzaron con el momento del encendido, al mostrarse no aptos para trabajar (aún con pilas completamente nuevas) o por medio de exabruptos que interrumpían el curso de la cronología del espectáculo recordando alguna canción o sonido contenido en su programación original. No es de extrañar que conforme fuimos avanzando en los ensayos hallaron la forma de modificar el texto, alterando el tono y en ocasiones hasta la temática en franca fidelidad a la mente edulcorada de sus creadores. El acabose vino una madrugada cuando un ruido desconocido interrumpió mi descanso y acudí a la sala de ensayos para presenciar con terror cómo el grupo de juguetes ensayaba por su cuenta una obra que distaba por completo de mi original. Consideré

por un momento utilizar el material que los peludos autómatas estaban desarrollando, pues quizás era más interesante que lo mío o al menos podría ser una obra comercial con potencial monetario, pero también me asaltó el recuerdo de todas esas historias en los foros especializados que advertían la naturaleza vengativa de estos inanimados seres. De inmediato abrí una oferta por el lote completo en un conocido sitio de subastas en línea bajo la categoría de “muñecas poseídas/otros”. Fueron varios coleccionistas los más interesados, pero mi atención se centró en las preguntas provenientes de un comprador francés quien inquirió sobre el uso que estaba dando a estos peculiares artefactos. Nuestro intercambio me permitió saber que este misterioso hombre era el director de una compañía teatral ubicada en el mismo lugar en el que Van Gogh se había vuelto loco y aunque su oferta no era tan grande como la de otros, decidí elegirlo como el ganador de la puja. Agradecido, el hombre ofreció mantenerse en contacto para reportar

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sus avances con el lote de muñecos programados. No quise hablar con él de un contrato de derechos de autor en caso de que los objetos enunciaran mi creación, pues me urgía deshacerme de ellos y supuse que los programaría en su idioma, con lo cual todo rastro de mi paso por sus circuitos quedaría borrado. Desde entonces he procurado olvidarme del asunto, aunque el encuentro con estas criaturas en mercados de pulgas o restaurantes de comida rápida siempre hace brotar de mis entrañas una sensación de incomodidad y malestar, como ocurre en el amargo recuerdo de toda relación laboral fallida. Fiel a su promesa, años después de mi transacción recibí una postal del francés en donde se anunciaba un espectáculo relativo a los juguetes interpretado por la “Compañía teatral de los molares y premolares”. En la imagen no había rastro de los muñecos, aunque su influencia en los intérpretes era patente en sus rasgos y gestos. Busqué más información en la red y aunque no logré hallar ni un rastro de la misteriosa compañía ubicada en Arles, estoy casi segura que el director francés supo hacer un mejor trabajo con mis incipientes deseos. Es triste reconocerlo, pero hay obras que nunca fueron nuestras. Por el amor a la zoología (Figura 259) Aquel día, el Hombre de los lobos se levantó del diván más cansado que de costumbre. Sabía que Freud tenía la genialidad de rozar la verdad, pasar de largo, y suplir luego el vacío con asociaciones.1

Estas líneas leídas a una tierna edad en la que poco entendía del mundo, escritas en un manual de filosofía posmoderna, me arrojaron una intuición sobre la existencia de un personaje digno de una ficción escénica. No sé cómo describirlo, pero aquel hombre cansado en un diván disparaba en mi conciencia un ímpetu creativo 1 Deleuze, Gilles, y Félix Guattari, Mil Mesetas: Capitalismo y esquizofrenia, Editorial PRE-TEXTOS, 1999, 33-45 pp.

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que rondaba mi cabeza constantemente. Deleuze y Guattari se referían en ese capítulo a uno de los pacientes más famosos de Freud, el “Hombre de los lobos”, condecorado como un héroe del inconsciente por haber donado a la causa herramientas para hurgar en las madejas insondables de la mente mediante el relato de un sueño en donde aparecían los animales que le dieron nombre. Sergei Pankejeff, su verdadero nombre, el más anónimo de todos, entró a la oficina de Freud, se sentó en el diván y jamás lo abandonó. El afamado doctor no le dio la cura, pero lo convirtió en un mito. Sin saberlo, este hombre entró buscando a la persona y encontró al personaje, acaso el único motivo de orgullo en una vida atravesada por la tragedia y la complicación, pues al convertirse en la pieza más preciada del museo del padre del psicoanálisis, su “paciente más famoso”, fue


celosamente protegido y resguardado por los miembros del círculo psicoanalítico hasta el día de su muerte. En mi versión, este hombre vive en el zoológico en la jaula de los lobos, pues tal y como lo describía la dupla intelectual francesa, el problema en la interpretación de su pesadilla residía en no identificarlo como parte de una manada. Desde la jaula lo visitarían diversos psicoanalistas intentando hacer un más allá de su historia, así como los fantasmas de su vida, a quienes sobrevivió quizás por el incentivo de su fama. Alrededor de esta idea varios argumentos y escenas se consumaron, pasaron por lecturas en público y fueron expuestas como proyectos viables. Aunado a la creación fui amasando una pila considerable de bibliografía con respecto al caso, en el que diversos especialistas ofrecían su versión del asunto, y avancé en los meandros de mi propia cabeza. Pero en el camino, tanto el exceso de información contradictoria, la falta de rumbo preciso, la sospecha de incompetencia con el tema y los traumas creativos cultivados en otras etapas de mi vida fueron alejándome de mi pobre “Hombre de los lobos” hasta relegarlo al olvido de algún disco duro. Un motivo en sí no puedo señalar y todo esto tal vez me depare una consulta psicoanalítica donde se indaguen y descubran las diversas taras que aquejan mi vida y mi oficio creativo. Lo cierto es que una nueva revisión a los archivos me ha provocado una nostalgia por ese hombre en el diván, aún más cansado que de costumbre porque ahora soy yo quien lo dejó abandonado. A la distancia su figura conserva la misma esencia y el atractivo intacto que me llevó a fraguar una historia alterna sobre su vida. Al ser paciente, en ambas acepciones de la palabra, algo me dice que me será fiel y el día que decida abrir la puerta de ese consultorio estará ahí esperándome para que sume una interpretación más a su vida. Doctor Freud, dispénseme la locura, pero un autor difícilmente corta el cordón umbilical que lo une a sus personajes.

van de lo patético a lo raramente logrado. No se sabe por qué, pero las letras del checo son como un rumor que crece en el cuerpo, el recuerdo de una sensación ya vivida y quizás por eso queremos decirlo a nuestro modo, ir tras de esa incompletud para desentrañarlo, aunque él tuviera para sí la modesta intención del fuego. Hace algunos años la lectura del cuento “Josefina la cantora o el pueblo de los ratones” (1924) despertó en mí la necesidad de proyectar de algún modo los gestos y sonidos de esa rata que se distingue de la masa por emitir “un canto” peculiar que la identifica como una artista. El pueblo de los ratones la admira y la sigue a todos lados, se paran ante su canto, corren peligro ante sus caprichos y en el entretiempo se preguntan si el ser artístico de Josefina no es más que una figuración asumida mansamente por el grupo de ratones. Letras poderosas, demoledoras. Quisiera escucharlas en altavoces, infiltrarlas en las mentes de una masa de

Josefina K (Figura 258) La tentación por traducir a Franz Kafka a otros medios es y será motivo de diversas empresas creativas que

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personas. Kafka proyecta desde la metáfora una crítica a la relación entre el artista y la sociedad como una tensión dependiente y fastidiosa. ¿Por qué siento que eso tiene que llevarse a otro plano? No lo sé, pero al indagar descubro que el texto ya ha sido llevado a la escena previamente. En las fotos de estas representaciones hallo una literalidad pasmosa: mujeres con orejas de ratón y la boca abierta. ¿Es posible transmitir ese mensaje radical con tan poco? La caja negra parece quedar chica ante semejante argumento. En mi puesta en escena hay un laberinto de dimensiones considerables, el público convocado se orienta al interior del mismo mediante estímulos como ruidos, pequeñas escenas y proyecciones relacionadas a la narración original que suman un tránsito dramático, no exento de cierta desesperación por el atisbo de saberse roedores en un experimento artístico al que no encuentran salida. A la par de la acción en vivo, drones sobrevuelan el sitio y graban los desplazamientos de la audiencia como un ojo de dios. En una sala aledaña, la grabación aérea se reproduce en pantallas para otro público expectante, quien a su vez escucha el texto y decide entre mirar a esa masa atrapada en el laberinto o la acción in situ de unos roedores que devoran las obras completas de Kafka. A tal grandilocuencia asalta desde luego la complicación logística, el pago de derechos, el método actoral, la ubicación de una locación propicia para semejante absurdo y obviamente la traba del financiamiento. Sin embargo, elaboro planos, coordenadas de movimiento y en el ensayo de hacer mi versión del “Gran teatro integral de Oklahoma”, ofrezco trabajo a histriones y performers en conversaciones informales, fraguo colaboraciones con otros artistas, redacto carpetas e inflo presupuestos. Producto de la agitada empresa comienzo a sufrir desvaríos en los que me alejo de mí misma y disto de comprender lo que enuncio, ya no sé si pido ayuda para el proyecto o auxilio para mi persona. Hay días que, no sé si por el café o por el ansiolítico que me he recetado, dejo de entender mi lenguaje y creo escucharme emitiendo un chillido. Recuerdo a tiempo aquella faceta poco difundida de Kafka, esa en la que sus diarios lo revelan como un asiduo espectador de teatro y

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aspirante a crítico teatral. Me pregunto si le gustaría mi obra o si su visión clásica vería mi propuesta como una auténtica blasfemia. Lo veo alejándose de mi laberinto escénico deseando haber sido realmente consumido por el fuego. Legiones de interpretes y adaptadores de su obra nacen cada día, engrosando las filas de un subproducto que el autor jamás habría contemplado ni en sus más cruentas pesadillas. Un poco por este motivo y la aceptación de las limitantes que conllevan cada supuesta brillante idea, mi tentación kafkiana fue cediendo entre ocupaciones y prácticas más probables. No sé cuando olvidé la lección contenida en sus páginas en donde se advierte de los peligros que existen al traspasar el límite entre nuestras fantasías y la realidad, aunque estemos condenados a ser la rata presa de un laberinto. Aerolíneas Ancestrales: aproximación a un teatro acusmático (Figura 257) Como dice Pascal Quignard, hay escenas que nos anteceden. Esta obra, o mejor dicho la idea de ella, viene de una caja negra totalmente vacía, aunque no del todo. A lo lejos están las brujas, un tema sobado hasta el cansancio en representaciones chabacanas que han manido el asunto hasta convertirlo en una insulsa caricatura, aunque el peso de tal denominación sigue teniendo el mismo sentido que antes, pues ser considerada una de ellas nunca será un cumplido para una mujer. Yo misma he padecido inconscientemente este señalamiento gracias a mis elecciones atípicas de vida, presentes en el lapsus o permanente recordatorio que impone una grafía que siempre se atraviesa erróneamente en mi apellido (Brujeiro). No sé qué es, pero algo me dice que hay una energía en esa escena, una materia oscura que se mueve y quiere salir. Se comienzan a proyectar imágenes fuera de mi cabeza, encuentran eco con otras como la fotógrafa Francesca Woodman. A estas figuras que comienzan a unir sus puntos se unen las voces de distintas poetas, los testimonios de los juicios de aquellas que ardieron en una hoguera, murmullos de criaturas no nacidas, maullidos de gatos, vuelos en escoba y ahí comienza a surgir un trasvase. Las imágenes dan paso a las palabras y las palabras ya no quieren


ser proyectadas por cuerpos presentes, quieren volver al puro sonido, a su ser de ruido. La escena vacía ahora parece ser una casa de espantos poblada de trucos menos evidentes, aunque lo más probable es que me equivoque. Orienté mis pasos hacia una posibilidad en la que únicamente existiera el sonido, ninguna presencia, un teatro acusmático a la usanza de Pitágoras quien se escondía detrás de una cortina para no distraer la atención de sus discípulos, pero también de la música concreta en la que los sonidos de la vida cotidiana adquieren un significado distinto al ser aislados y reubicados en un espacio acotado y organizado para generar otro tipo de experiencia. Comencé a pensar en personajes cuya corporalidad se materializaría mediante una bocina o un grupo de ellas, en donde voces y sonidos irían conformando una zona de incertidumbre para el espectador, pero que poco a poco lo llevarían

a reconocerlo. Es parte del imaginario conocido el que una bruja tenga que pasar por su periodo de entrenamiento y yo tuve el mío. Para llegar a mi escena indagué en la parte técnica, tomé clases sobre paisaje sonoro, me compré un sintetizador, consulté diversas bibliografías, pero por más que lo quise nunca pasé de la antesala del proyecto. Quizás mi preparación no fue suficiente o el miedo a lo desconocido frenó mis intenciones. Hubo muchos factores que no lograron conjurar el hechizo, como el peso sobre mi conciencia, el sacrilegio de no convocar la presencia física de los actores. ¿Quién iba a pensar que años después un virus prohibiría el contacto y la presencia en un recinto teatral? Mi idea parece no ser tan mala después de todo y más que perdida es una obra pendiente, una especie de preludio para “un algo” que está por venir. Las brujas y su zumbido aéreo no han dejado de rondar mi cabeza.

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El tranvía que no paraba nunca Cuando los autores se equivocan Grabado de Gustave Doré para El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, parte II, capítulo LV, 1865

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que hay hombre / que hasta de una mula parda saber el suceso aguarda / el color, el talle, el nombre o si no dirán que fue / olvido del escritor… Lope de Vega

Cervantes le echa la culpa al impresor. Antes, él mismo se da cuenta de que en algún momento de la historia de El Quijote… (en la primera parte) desaparece el burro en el que anda Sancho Panza y vuelve a aparecer capítulos más adelante. Los personajes le preguntan a Sancho qué pasó. Esto, ya en la segunda parte. Sancho responde cualquier cosa, que se lo robaron, que después se lo devolvieron, y que después el rucio volvió a desaparecer, aunque, francamente, él no tiene la menor idea qué fue lo que pasó. Y Cervantes cierra el asunto: andaba apurado, dice. Lo dice así: “las obras que se hacen a priesa nunca acaban con la perfección que requieren”. Y le echa la culpa al impresor. Pero creo que, en el fondo, lo que Cervantes está planteando en esa cita, o sobre lo que intenta hablar en esa cita es sobre las condiciones en las que se escriben las obras literarias. Si tuviéramos la eternidad, algo así anota Kafka en sus cuadernos, no habría errores. Lo cierto es que “los errores”, en El Quijote…, abundan, y son de todo tipo. Incongruencias en las fechas, problemas geográficos, contradicciones en las fisonomías de los personajes. Sancho almuerza varias veces por capítulo, el Quijote cena y después se va a cenar. La crítica los detecta, la academia las clasifica, las posturas van de un extremo a otro. El argumento más común implica una actitud policial: pesquisar los errores para darle al libro “su justo valor”. Una variante de lo mismo sostiene que un error dentro de una obra literaria equivale, casi matemáticamente, a una pérdida del valor estético. En esa línea, aunque esto me resulta de verdad incomprensible, Martín de Riquer anota en Para leer a Cervantes: “el entusiasmo atolondrado y gratuito, el fetichismo y el fanatismo, actitudes mucho más graves y peligrosas que el silencio y el olvido”. En concreto, en algún momento de su jornada, Cervantes suprimió el episodio en el que roban el burro de Sancho Panza durante el comienzo de la novela, pero

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olvidó corregir el cambio en otros sectores de la historia. Esto generó que, en la primera edición, el burro desapareciera sin causa. Una nueva intervención de Cervantes buscó enmendar el asunto: en la segunda edición, Sancho sube, anda y se baja sin problemas de un burro que no está. Se dice entonces que el rucio fue devuelto, en algún momento, y por el ladrón. Pero es imposible desandar el caos. Y a pesar de todo, las obras subsisten. Siguen siendo devoradas por generaciones, y siguen incidiendo sobre esas generaciones. Los libros, los grandes libros quiero decir, siempre permanecen a pesar de sus fallas, de muchos de sus errores y de todos sus defectos, y si esto es así, no son las fallas sino las categorías con las que se las juzga lo que hay que revisar. Por prepotencia de trabajo Basta mirar, sin mucho esfuerzo, cuáles son las condiciones sociales en las que históricamente se escriben las obras literarias para concluir que más extraño que encontrar errores en los libros resulta no encontrarlos. Cervantes dijo que andaba apurado. Pero yo no me refiero sólo a las condiciones quizá un tanto excepcionales como la enfermedad que lo tuvo a Van Dine en cama durante tres años, y le hizo escribir novelas de detectives, o a la fractura de un brazo de Tolstoi cuando se cayó del caballo, que lo recluyó en su escritorio hasta terminar Guerra y paz. O los libros en la cárcel, lo que le ocurrió a Revueltas, a Gilly o a Gramsci. O en el manicomio, como los de Rodrigo Souza Leao o Nellie Bly. Ella, Nellie Bly, en 1887, se hizo pasar por loca para ser admitida en Blackwell, el psiquiátrico público de mujeres en el estado de Nueva York. Tomando notas en secreto, pasó diez días en el asilo y describió la situación de eso que la prensa caratuló después como “basurero humano”. La falta de presupuesto y la pobreza de las instalaciones, el frío de los dormitorios y el maltrato (la taza en la que le servían té, por ejemplo, era la misma que la del almuerzo, y en el fondo se encontraban “restos de sopa”), la falta de diagnóstico en un alto número de pacientes, y etcétera, todo eso

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aparece en el reporte de Nellie Bly, y da cuenta de las condiciones en que escribió ese libro. Pero, decía, esos son casos quizá un tanto excepcionales. A lo que yo quiero referir también es a que la mayoría de las obras se escriben como a contrapelo de la jornada laboral de los autores. Y de las autoras. A contrapelo de los trabajos desgastantes, de los vencimientos del alquiler y de las deudas de la tarjeta de crédito. Muy temprano, antes de que despierten los demás en la casa, o al final del día, cuando ya nadie llama por teléfono, en los huecos que deja la oficina, en ese horario del almuerzo que se estira a propósito. Y ni hablar en detalle de las mujeres, para quienes el obstáculo es siempre doble: al trabajo remunerado se le suma el trabajo no reumerado en la casa, además de hacerse el tiempo para escribir. Son realmente muy pocos los que contaron con la tranquilidad económica para la escritura. Pienso en Flaubert y en sus siete horas diarias, o en las habitaciones suntuosas del príncipe Lampedusa. En cambio, en una de las cartas a la tía Muddy de 1844, Edgar Poe relata una cena, con tanta profusión y con tanto entusiasmo, que da la impresión de que él y Virginia llevaban mucho tiempo sin comer. Dostoievski, otro ejemplo, no había terminado de dictar un capítulo de alguna de sus novelas kilométricas cuando ya se había gastado todo el dinero que tenía que cobrar. Y se le iba en deudas. Kafka inventa para sí un sistema riguroso de horas de trabajo en la oficina, y de horas de escritura que le quita al sueño y al descanso nocturno. Y a veces se me ocurre pensar que Kafka decidió no casarse justamente para tener más tiempo para escribir. La escritura, entonces, es satelital a las jornadas laborales, a una cotidianidad que demanda y agota. Y eso cuando se trata, casi dicho en broma, de la más barata de las artes. Los versos pueden ser escritos en servilletas de café, o en la parte de atrás de un folleto que te entregan en la calle, como hace Stephen Dedalus en el puerto de Dublín. El futuro es nuestro, dijo Arlt, y por prepotencia de trabajo. Lo dice en 1931 en el prólogo a ese libro formidable que es Los Lanzallamas y la frase todavía resuena


como un credo. Arlt se había tomado licencia del periódico El Mundo por unas semanas para terminar sus novelas. Trabaja a contrarreloj, y dice en el prólogo: Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana. […] Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras. Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo.

Un buen libro nunca es esperado, sucede como a contrapelo de la cotidianidad. Imposible prever un buen libro, imposible establecer las reglas para que se produzca. Lo único que sabemos es que las condiciones sociales en la que se escriben las obras literarias suelen ser muy malas. Con todo en contra, así mirado, que los buenos libros se sigan escribiendo tiene algo de júbilo inexplicable o de milagroso. Y se equivocan El error se define por alteridad, supone un contraste, una cara correcta. Hamartia usa a Aristóteles para mentar el error del héroe, peccatum es la traducción latina cuando el término queda atravesado por el dogma cristiano. En la versión latina, además, el término se emparenta con el traspié o el tropezón de la uña del caballo, por eso, hablamos del error como un salto, un corte en la continuidad. Aunque concebir un error como algo puramente negativo, por lo menos en literatura, tiene su límite. Y no sucede lo mismo en todas las disciplinas. Para la medicina, por ejemplo, el error puede ser fatal, pero para el psicoanálisis, implica un fallido, responde a un mapa que se rebela. Una rama de las ciencias económicas, la econometría, trabaja con una variable que resume todo lo demás, todo lo que no sea la propia ecuación, vale decir, incorpora en su planteo también su posibilidad de equívoco y su refutación.

Hay miles de ejemplos. Los anacronismos históricos en las piezas de Shakespeare, la alteración de los nombres de los personajes (Goethe, a Fausto, al final de la obra, de golpe le dice Enrique), el color cambiante de los ojos de Madame Bovary, el lugar cambiante de la cicatriz en el cuerpo de Rochefort en Los tres mosqueteros. Y pienso también, extendiendo el planteo, en una historiografía que compendie disparates como el hecho de que el monstruo de Frankenstein aprende a leer un libro de Plutarco, los enredos con el hacha en Crimen y castigo, o la Elegía al guardameta de Miguel Hernández, donde se llora la muerte de un arquero de fútbol que se reventó la cabeza contra el poste. Todo este disparate no impidió que las obras se lean, que se sigan leyendo y que perduren. Nota al margen. En este punto habría que incluir un apéndice de novelas, películas o series que presentan ya no ciertos elementos o ciertas escenas un poco absurdas, sino el disparate indiscutido de la línea argumental. Cómo alguien puede escribir un libro con esa trama, quiero decir. Hablo de las confesiones de un jugador de ajedrez (Dangerous Game) que son bruscamente interrumpidas cuando el fantasma de su exmujer, que tiene mal carácter, lo asfixia con una almohada; o Stranger, la historia de un tipo que trabaja en una oficina pública, al que le falta la mitad del cerebro, y por eso nadie lo puede corromper. Afirmar que un error se define por contraste, en literatura, es lo mismo que afirmar que el peso, la fuerza de cualquier obra están dados por su integridad. Que el todo es más que la suma de las partes. La maravilla de El Quijote…, su alegría, minimiza la incoherencia de que un personaje hable, actúe y viva sobre un burro que no está. Y anula los desperfectos geográficos y temporales. Qué hace que una obra sea buena es imposible de definir antes de que aparezca esa obra. Cada relato propone reglas y bordes propios: establece el modo en que será leído, da su propia definición, su capacidad de cometer errores y su disparate. La literatura, entonces, es algo más que lo perfectamente construido. Si fuera de otra manera, nada nos hubiera quedado de Proust.

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Disertaciones desatinadas sobre el amor, lo masculino, lo femenino Notas para una fenomenología del cuerpo sexuado. Segunda parte Brenda Ríos 54 | casa del tiempo Fotografía: Pixabay


Debe ser un ejercicio del ocio pensar la literatura como un sistema que pone en cajones temas o asuntos de índole de clase, color de piel, dinero y hasta lo que concierne a hombres y mujeres. Pero el ocio tiene su lado luminoso. Por eso le tengo fe. ¿Existe algo así como el amor para hombres y mujeres? ¿Una educación sentimental comprendida en guetos? Sándor Márai sostiene que nos debieron enseñar desde pequeños a relacionarnos con el sexo opuesto. Ochenta años después de La mujer justa pienso en los roles de crianza diferenciada. En lo que se dice y hace para que unos y otras permanezcan en su lado del muro. Parte de la literatura nacional con relativo éxito fue la que se marcó de “mujeres para mujeres”, en una explotación del mundo sentimental y femenino; mientras, los escritores seguían hablando frente al espejo. Sin suerte, por desgracia. Ni el crack hizo click ni las señoras de collar de perlas se quedaron mucho rato en el tocador de las ventas de Alfaguara. Pero antes de todo esto hubo un antes. Lucia Berlin tiene un cuento en Una noche en el paraíso: “Andado, un romance gótico”, donde relata la historia de Laura, una joven de catorce años que estudia en un colegio privado donde sus compañeras sueñan con casarse con algún tipo poderoso. Esas son las expectativas. A manera de guiño con las historias de señoritas a lo Jane Austen (incluso Flaubert), las chicas, que aún no son mujeres del todo, crecen en el imaginario del matrimonio como triunfo mayor. El dinero, el estatus social, la posición de señora. A Laura le sucede una historia romática en una ida al campo, en una casa alejada, con un socio de su padre; la casa es atendida por sirvientes aunque no hay luz eléctrica, lo que, aunado al bosque colindante, le confiere al relato, al espacio mismo de la casa,

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una atmósfera espectral: los árboles, los claroscuros, la penumbra, la charla, el indicio del amor y el sexo; ahí “perderá la inocencia” con el dueño de la hacienda. Ella y la mucama se hacen amigas porque los vínculos que las unen son similares: ambas se entregaron a quien no puede corresponder su amor, su entrega. La mucama está enamorada del hijo mayor del señor de la casa, comprometido con una mujer insípida pero de su misma condición (historia trillada, eso lo sabe bien la autora, por eso mismo insiste: el lugar común de los estereotipos dados). La virginidad, aun si importante, tiene menor valor que la apariencia y el lugar donde las personas “pertenecen”: la clase, la educación, los viajes, las lecturas, el mundo grande o pequeño. La correspondencia entre un hombre rico, culto, exitoso, atractivo, con una chica en edad escolar es válida porque ella es inocente. La inocencia es la moneda de cambio. Lucia Berlin tiene ahí una correspondencia con Inés Arredondo. En “La sunamita”, por ejemplo. El deseo como pulsión extrema; o en el relato de “Mariana” que comienza así: Mariana vestía el uniforme azul marino y se sentaba en el pupitre al lado del mío. En la fila de adelante estaba Concha Zazueta. Mariana no atendía a la clase, entretenida en dibujar casitas con techos de dos aguas y árboles con figuras de nubes, y un camino que llevaba a la casa, y patos y pollos, todo igual a lo que hacen los niños de primer año. Estábamos en sexto. Hace calor, el sol de la tarde entra por las ventanas; la madre Paz, delante del pizarrón, se retarda explicando la guerra del Peloponeso.

Lo que le sucede a Mariana es el matrimonio tan deseado y una historia trágica vinculada al castigo que la pasión y el deseo merecen. Al modo de Pascal Bruckner en Luna amarga, la pasión del cuerpo es un vía crucis extremo; la intimidad se aproxima a la pulsión de muerte, a la manifestación de la herida. Incluso en el

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amor correspondido, parece decir la autora, hay un sino inevitable: la posesión del otro, el deseo de abarcarlo todo, será el fin para dos personas que se encontraron sin inocencia y lujuria. En el relato de Berlin el inicio es este: Era la última clase; las chicas de cuarto de secundaria soñaban despiertas, distraídas a esa hora, con las batas que llevaban encima del uniforme del colegio ya sucias y arrugadas. Las chicas cargaban las plumas en los tinteros que había en cada pupitre y se oía el garrapateo somnoliento en sus cuadernos. Las ramas del aromo amarillo empapadas de lluvia hacían eco del sonido rozando las ventanas. La señora Fuenzalida peroraba. Las estudiantes la llamaban Fiat. Parecía un automóvil. Baja, recia, casi negra, con unas gafas de espejo como faros. ¿Dónde conseguiría esas gafas, en Santiago, en 1949? Las gafas de Estados Unidos, igual que las medias de nailon y los encendedores Zippo, eran artículos de lujo en esa época.

Pero Laura es libre, o eso cree ella. No sabe qué es la virtud por tanto no sabe qué es estar mancillada. Ante eso, el mundo adulto, el de sus padres, funciona como un marco oscuro, serio y distante. La madre alcohólica no sale de la habitación y el padre obsesionado en triunfar en los negocios. Y Laura se concentra en ese instante del “sentir”. El amor es la posibilidad del dar. Las mujeres dan y los hombres deciden si aceptan o no. La premisa no se trata de un tema de justicia. El amor o la pasión, como la desgracia, llega al personaje para someterlo a prueba, para tirarlo de su equilibrio. Justo ahí, en ese dar-recibir se esconde la diferencia. Entre hombres y mujeres; entre jóvenes y viejos. Nadie tiene lo que se desea sino una ilusión del objeto amoroso. Lo que se recibe poco tiene que ver con lo que se espera. Las expectativas son un rascacielos hecho de cristal y metal. Alcanza el cielo pero no se sostiene en el aire: se balancea como un edificio inteligente, baila si la ciudad tiembla.


Es muy probable que ambos relatos hayan sido escritos en la misma década. Pensemos que puede ser posible. La educación en casa y la educación escolar a las que tenían acceso esas mujeres jóvenes estaba vinculada a una idea del romanticismo social: el matrimonio como un bien y como un peldaño no necesario sino único. Quien no pudiera subir ese escalón estaba condenado al ostracismo. Ante todo el amor: ese lugar de sacrificio como un altar. “Y en medio de nosotros / mi madre como un Dios”. Ahora sí: Arráncame la vida (1985) y Mujeres de ojos grandes (1990), de Ángeles Mastreta, Demasiado amor (1990), de Sara Sefchovich, Nosotras que nos queremos tanto (1991), de Marcela Serrano, fueron novelas que vendieron y vendieron mucho. Yo lo leí todo. Todo. Porque es necesario leer lo que refiere a una época. Porque parecía que las mujeres no existían. O si existían no importaban. Y entendí algo: cuando las mujeres escriben hablan de sentimientos y de casarse y tener hijos. Cuando los hombres escriben hablan de otras cosas: un país, una ciudad, algo que se rompe, aun si hablan de matrimonios en crisis, suenan lejanos. Son como cronistas extraterrestres de un mundo que deja de existir. Periodistas de una catástrofe en un país ajeno. Esa fue la Primera Gran Diferencia que noté: cómo se escribe y para qué. La escritura entonces tiene un sentido: no es lo mismo poner una bomba en la cámara de senadores en domingo a una bomba en la estación de metro más transitada en hora pico. Palabras más, analogías menos. Claro, no todas las escritoras hablan de lo doméstico, ni todos los escritores hablan de lo político. Lugares comunes. Estos funcionan como vitrinas de lo que sucede adentro: las piezas disecadas de los sentimentalismos no están muertas, no del todo. La Segunda Gran Diferencia es qué temas se eligen. Las relaciones interpersonales sigue siendo el tema ganador en la literatura escrita por mujeres. Los fenómenos sociales, el de los autores. En años recientes, autoras como Fernanda Melchor o Mariana Enríquez aciertan en redefinir esos temas. El horror psicológico de sus relatos los convierte en algo andrógino, peligroso incluso. El amor es también en ellas un problema de orden social, no sólo sentimental. No hay nada meloso en el acercamiento a los enamorados, estos sufren como cualquiera, porque el duelo, la pérdida, la muerte, son ligas que se tensan y se disparan igual. El amor, por fin, descansa de su poder absolutista y farragoso.

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58 | casa del tiempo FotografĂ­a: fotograma de El resplandor


40 años de El resplandor: Kubrick y el laberinto del hombre interior

Moisés Elías Fuentes

Como se sabe, hacia 1978 Stanley Kubrick decidió llevar al cine El resplandor, novela de terror del por entonces muy joven, pero ya exitoso, Stephen King, en busca de un filme taquillero, luego del fracaso financiero (que no artístico) de Barry Lyndon. Con todo, a despecho del objetivo comercial, la versión fílmica que se estrenó en 1980 no siguió al pie de la letra el libro, lo que inconformó al novelista, desconcertó al público y le granjeó a Kubrick la animadversión de la crítica especializada, si bien nada obstó para que el filme rindiera buenos dividendos y que el cineasta se burlara, una vez más, de sus detractores. Pero, sobre todo, mediante el filme desplegó una personalísima concepción del terror en el cine, que confirmó su capacidad para replantear los géneros fílmicos a su antojo, Claro, la inconformidad de King era de esperarse.1 Conocedor de las supersticiones típicas de las clases media y baja estadounidenses, en especial las suburbanas y rurales de Nueva Inglaterra (región que no esconde sus raíces puritanas) y del medio oeste conservador; además, él mismo natural de Nueva Inglaterra, King aprovecha dichos elementos en su narrativa para pulsar emociones reprimidas y frustraciones sociales, en personajes y lectores. Además, el conocimiento ayudó al novelista a comprender la cerrada moral de aquellas zonas, por lo que siempre se ha cuidado de no traspasarla. Uno de esos límites es la familia patriarcal, a la que en algunos de sus trabajos mayores ha trastornado, pero sin romper el orden social, porque King desafía, pero no transgrede. Así, en Debido a este tipo de desencuentros, King decidió que sus relatos no pueden llevarse al cine, la televisión o cualquier otro medio sin su supervisión personal de la versión propuesta, lo que ha demeritado, las más de las veces, las adaptaciones.

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El resplandor, Jack Torrance es un alcohólico violento en recuperación, atormentado por fuerzas destructivas. Pero, también, es esposo y padre, arrepentido por los males que infligió a su mujer y su hijo. Por ello, más allá del resplandor premonitorio del pequeño Danny, el drama esencial radica en la lucha de Jack con el alcoholismo, enfermedad que, según el maniqueísmo moral puritano, es signo de debilidad, y la debilidad es pecado. Como se ve, en última instancia la lucha de Jack es contra su otredad débil y pecadora. A un cineasta como Kubrick poco debió decir esta alegoría de la batalla del bien contra el mal (el ángel contra la tentación de la caída, el páter contra la dispersión de la familia). En cambio, el concepto del terror como creación individual, con rasgos particulares, idea que asoma en el mejor King, sí debió atraer al neoyorkino nacido en 1928, porque la inmersión en el abismo interior de los individuos fue una de las constantes en su cine, palpable ya en su primera obra maestra, La patrulla infernal, y más profunda a partir de 2001, una odisea del espacio, Naranja mecánica, y que alcanzó hasta el injustamente rebajado Ojos bien cerrados, que terminó de editar dos días antes de morir, en 1999. Estrenado a nivel mundial en septiembre de 1980,2 El resplandor (The Shining) conservó la anécdota original de la novela, que es la de Jack Torrance (Jack Nicholson), contratado para vigilar el hotel Overlook durante los meses invernales de las Montañas Rocallosas en Colorado, al que se traslada con su esposa Wendy (Shelley Duvall) y su hijo Danny (Danny Lloyd). Entusiasta, Jack cree que el aislamiento ha de beneficiar su escritura; sin embargo, lo que provoca es el surgimiento de energías violentas que despiertan en el incipiente escritor al fantasma del alcoholismo. 2 En mayo y junio de 1980, Kubrick y Warner Brothers presentaron el filme con dos metrajes distintos, ambos más extensos que el del estreno mundial, que sigo aquí porque es el más conocido y analizado.

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He ahí la anécdota original, pero, de ahí en más, la versión de Kubrick, quien de entrada desajustó el matrimonio al sugerir desencuentros emocionales en la convivencia de los Torrance. Por ello, mientras en su casa de Denver, Danny y su intangible amigo Tony expresan a Wendy miedo de pasar aislados todo el invierno, en la entrevista laboral, cuando le relatan la tragedia del cuidador Delbert Grady, que en el invierno de 1970 asesinó a su familia y se suicidó en el Overlook, Jack se erige en la voz de su esposa y responde: “Y en cuanto a mi mujer, estoy seguro de que la idea le va a encantar. Le fascinan los cuentos de fantasmas y las películas de terror.” Respuesta aplastante, que define a Wendy como una mujer que contempla al mundo desde la inacción, por lo que instintivamente no nos identificamos con ella, ya que la advertimos pasiva, reacción prevista por King, quien, con sutil y filosa ironía, nos murmura al oído que somos farsantes, porque tampoco participamos, sino que observamos los hechos desde nuestra cómoda y segura inactividad. Si la ironía fue en la novela un guiño socarrón, en el filme Kubrick la convirtió en provocación, toda vez que rompió la pared (la pantalla) con la escenografía de Tessa Davies, en la que predominan cuadrados, rectángulos y líneas rectas que prolongan la sala y la pantalla de cine, de modo que la otredad fílmica invade nuestro ámbito de seguridad y el terror se vuelve palpable, sensación potenciada por John Alcott, quien resaltó en su fotografía planos generales, primeros planos, planos contraplanos y planos medios. Pero, sobre todo, Alcott imprimió agilidad a la fotografía, de lo que derivó un efectivo contraste con la fluencia, más bien pausada, de la narración. Dicho contraste quedó apuntalado por el editor Ray Lovejoy, quien armonizó el montaje expresivo y el ideológico, confiriendo plasticidad a las imágenes y densidad expresiva a las acciones, a más de que, con base en el lacónico discurso narrativo del filme, logró un raccord concéntrico, en el que tiempo y espacio


parecieran inmovilizarse, idea acentuada por recursos como, por ejemplo, el austero vestuario diseñado por Milena Canonero. Tal combinación de elementos convergieron en secuencias como la conversación de Jack y el fantasma de Grady (Philip Stone) en los baños de The Cold Room (el Salón frío), dividida en dos movimientos: el plano general, en que el carmesí vivo de los urinarios burlonamente suaviza la insinuación de asesinato filtrada en la charla; el plano contra plano, en que irrumpe la exigencia de sangre, hecho que nos retorna al salón, en que impera un claroscuro emergido de las diversas tonalidades del color rojo que se extienden por el lugar, aparte de recordarnos que lo de salón frío es una humorada cruel para referirse a la morgue. La fuerza expresiva de las imágenes augura que, a pesar de la presencia de diálogos a lo largo del filme, a medida que la historia avanza, aquéllos han de ceder su lugar a gritos de horror o de alivio, palabras inconexas y onomatopeyas, en un retroceso a la animalidad que culmina en la persecución nocturna por el laberinto, cuando Jack, extraviado en su frenética cacería de Danny, lanza alaridos de desespero, reacción que encuentra su epílogo en la secuencia de la mañana siguiente, que devela al páter familia hacha en mano, silencioso, congelado, con un ambiguo rictus (de sonrisa o de muerte) en el rostro. Para Kubrick el tema central de la adaptación cinematográfica de El resplandor, era la concepción del terror como creación individual, por lo que el cineasta y su coguionista Diane Johnson descartaron los giros imprevistos y las explicaciones redundantes, recursos típicos de King. Por ello, aunque conservaron las referencias a fantasmas, poderes telepáticos y monstruos que gravitan en la novela (el cementerio indio, los espectros sanguinolentos, el cadáver pútrido de la señora Grady), las incluyeron para obligar al público a decidir entre las presencias sobrenaturales, que paradójicamente darían lógica a los hechos, o aceptar que

la compulsión destructiva que arrebata a Jack es el reverso de su ímpetu creativo, de ahí que en la medida que relega su proyecto novelístico, es que se sumerge en el proyecto de asesinar a su familia: es el creador y el destructor de su obra. Creador y destructor son términos también aplicados a Kubrick, y se ha aseverado por ejemplo que, al privilegiar la imagen por sobre las actuaciones, minó el trabajo de actrices y actores, abrumados por la hegemonía de las imágenes en la evolución del argumento, aseveración que El resplandor confirma y refuta. Confirma, porque las simetrías de la fotografía y la escenografía asfixian a los actores tanto como la maldad que habita el Overlook subyuga a los personajes. Refuta, porque las viscerales actuaciones de Nicholson y Duvall son rebeliones a la tiranía de la proporción, es decir, la tiranía de Kubrick. Además, con las interpretaciones Kubrick diferenció los rasgos de temperamento de los personajes, y de ese modo descubrimos que mientras Jack y Wendy se muestran dominados por sus emociones, los fantasmas y el pequeño Danny se develan cerebrales y metódicos. Humorada cruel, que traza a los humanos impulsivos y desarreglados, en tanto los espíritus son dueños de la razón y el orden. Obsesivo, hiperbólico, individualista, son adjetivos comunes para intentar el esbozo de la personalidad de Stanley Kubrick. Intentarlo, que la personalidad del estadounidense, autoexiliado en Inglaterra para preservar su autonomía creativa, es mucho más abundosa en rasgos particulares que lo que abarcan unos adjetivos. Si es cierto que la biografía de los grandes artistas está en su obra, a cuarenta años de su estreno, mediante El resplandor podremos conocer a un director poco menos que insociable, pero capaz de susurrarnos al oído sus miedos y percibir los nuestros, para traducirlos en algunas de las imágenes más profundamente aterradoras de la historia del cine.

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Fotografía: Pixabay

Inmortales e imperfectos Andrés García Barrios 62 | casa del tiempo


George Smoot, Premio Nobel de Física 2006, cree posible que el universo y sus habitantes seamos una simulación por computadora creada por nuestros descendientes; o mejor dicho, por descendientes de los seres en los cuales estaría inspirada ésta nuestra virtual existencia. Cualquiera puede seguir sus argumentos viendo su participación en el programa de conferencias rápidas Ted Talks. Yo sólo quiero añadir a los que ahí dice, que la posibilidad que plantea es coherente con el Principio holográfico, según el cual nuestra vida se desarrolla en un cosmos plano que crea la ilusión de tener volumen. También podemos mencionar que en 2014, el internacionalmente acreditado Fermilab comenzó un experimento para indagar si estamos creados por paquetes bidimensionales de información, tipo pixeles, diez billones de veces más pequeños que un átomo. Con base en estas hipótesis, se me ha ocurrido el argumento de una novela, o más bien, de varias novelas. Me gustaría platicar aquí algunos. La acción de todas ellas empieza en una supercivilización llamada Mibarrio. Sus hiperdesarrollados habitantes ya han descubierto la clave de la inmortalidad pero todavía no dan con la fórmula de la perfección, por lo que viven gozando de una existencia eterna llena de defectos. Ansiosos por deshacerse de éstos, los mibarrícolas han inventado un programa de simulación que permite vivir experiencias de forma concentrada y acelerar el propio perfeccionamiento. El programa se llama

Universo y se ejecuta en un dispositivo bautizado como Esperancita. Los usuarios de Esperancita (llamados perfeccionables) se conectan a la máquina para entrar a Universo (sí, igual que en la película Matrix). En su versión viejita, el programa Universo comienza con el Big Bang. Es su reacción de inicio. Cuando un perfeccionable se conecta, el dispositivo dictamina su grado de perfección y con base en ello le asigna un avatar con el que habitará Universo. Esos avatares reciben el nombre de Inertes cuando son por ejemplo piedras o utensilios, o Animados, cuando son plantas, animales o gente. Lo más aburrido es ser Piedra, modalidad en la que, sin embargo, se consigue un concentrado ejercicio de la paciencia. Finalmente, en cuanto al personaje protagonista, en todas las novelas es un joven mibarrista llamado Elrrafa. Y ahora sí, van las diferentes versiones. En la primera, Elrrafa ingresa a Universo en forma de Inerte y después de millones de años se ve involucrado en un proceso llamado Evolución Biológica que lo hace transformarse hasta llegar a ser humano y adquirir conciencia de sí mismo y de su muerte inevitable. Comienza entonces para él un largo camino de sufrimiento, el cual, sin embargo, de ninguna manera lo convierte en mejor persona. Por ello, cuando está a punto de morir, Esperancita lo devuelve a la fase evolutiva que ella considera que ahora le conviene a él para perfeccionarse. Ha sido demasiado violento y reencarna en

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caracol. Y ahí va Elrrafa, pasando de molusco a insecto y de éste a humano, y a virus, y de nuevo a humano, y a flor, y a gato, y así… hasta nacer por fin como asceta, condición en la cual simplemente se sienta a meditar y consigue iluminarse. Una variante a este argumento es que en vez de evolucionar biológicamente, Elrrafa experimenta numerosas vidas simultáneas en infinitos universos paralelos (obvio homenaje a la teoría cuántica de Hugh Everett). Las diferencias entre unas y otras pueden ser sutiles o inmensas. Por ejemplo, en un universo Elrrafa termina sus días en una habitación cerrada donde una partícula atómica radioactiva detona la emisión de un gas venenoso; en otro, la partícula no alcanza al gas y Elrrafa sale vivo. Un tercer argumento cuenta que Elrrafa entra a Universo a través de un pueblito italiano llamado Asís, y en una sola vida —al ser capaz de reconocer en cada otro avatar a un semejante— se vuelve santo y muere para subir al cielo, es decir para despertar en Mi Barrio convertido en un inmortal perfecto. Pero la historia no termina aquí. Sorprendido por la extraña brevedad del asunto, Elrrafa comienza a conjeturar que él y Mi Barrio entero son parte de una segunda simulación, creada por un ser superhiperdesarrollado que lo ha elegido a él y a otros como parte de un plan. Con esas conjeturas comenzaría la saga de novelas titulada 365 o El santoral. En ella, Esperancita ha sido intervenida por el Villano, un ser empeñado en hacer de Mi Barrio un infierno, y los mibarristas han comenzado a salir de ella más imperfectos que antes. Los 365 tienen la misión de acceder a la máquina, reprogramarla y ayudar a aquellos avatares que, desde Universo, les hacen saber —con códigos cifrados que repiten insistentemente— que necesitan con urgencia de su auxilio pues están perdiendo el rumbo. Un cuarto argumento tiene un enfoque solipsista, es decir, en él los perfeccionables no comparten el mismo Universo sin que cada uno tiene el suyo propio: todo lo que rodea a Elrrafa está especialmente diseñado para él. Los otros seres no sienten ni piensan ni nada, ni existe ahí el pasado histórico. Planteamiento

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interesante, aunque la verdad, todavía no se me ocurre cómo haría Elrrafa para perfeccionarse en un lugar así. En el argumento de enfoque hegeliano, cuando Elrrafa entra a Universo, su espíritu —imperfecto e inconsciente de sí— se reparte entre millones de avatares, cada uno con una materialidad distinta, lo que los hace creer que son diferentes a los demás, y únicos. El camino a la perfección está en que todos, cada uno a su tiempo, tomen conciencia de que juntos son un solo Espíritu. En el argumento materialista, Mi Barrio es una supercivilización de robots conscientes e indestructibles a los que todavía se les cruzan algunos cables. Universo les permite detectar y corregir tales errores; en este caso, lo que llaman “perfección” no es algo personal ni se adquiere en una o dos generaciones. Esperancita trabaja para un futuro no muy lejano en el que el robot sapiens alcanzará el conocimiento total y por tanto el eterno y verificable bienestar para todos. Aquí, Elrrafa es un robot científico que lucha por alcanzar el objetivo común y persigue a los robots pseudocientíficos que niegan que de una dosis homeopática de materia —es decir, de “nada”— surgió todo el Universo. Hay otros mil y un enfoques posibles. En el argumento fáustico, Elrrafa alcanza la perfección gracias al amor de una mujer, y en la versión Aión, es un niño travieso que se divierte jugando con Esperancita. Finalmente, en el último argumento que se me ha ocurrido, y al que titularía simplemente “Humildad”, Elrrafa es el científico inventor de Universo, y entra en éste sólo para darse cuenta de que nunca alcanzará la perfección, por lo que vuelve a Mi Barrio y se deshace de todas las fórmulas que ideó para obtener la vida eterna. Así, un argumento distinto se podría desprender de cada filosofía sobre el origen y devenir del Universo. Sugiero al lector que intente el suyo propio. Incluso quizás quiera desarrollarlo en forma de novela. De ser así, pronto verá que su único límite —además de las descripciones de cómo pueda ser en realidad un personaje inmortal— será superar la angustia de narrar a detalle cómo los seres humanos somos la simulación de una computadora que, ya sea como motor inmóvil o como un río incesante, nos está creando en cada momento.


Ilustraciones de Beatrix G de Velasco

Jesús Vicente García

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Si se guardan cuidadosamente de estas cosas, prosperarán. ¡Buena salud a ustedes! Hechos 15:29

i No todo lo que brilla es oro ni todo el que tose tiene coronavirus, pero en tiempos de pandemia —en que parece que con mirarse se flecha lo malo y lo bueno, como el amor a primera vista, ahora es contagio al primer roce—, pareciera que todo es Covid-19, como si las otras enfermedades estuviesen también en cuarentena. Ver la clínica, a los policías con mascarilla, guantes y gel, las ambulancias en un vaivén incansable, bajo unos calores a prueba de fuego, y entrar a ese edificio es el pase a la incertidumbre; si tienes fiebre, es como llamar a la flaca; si toses, vas directo a megaurgencias; si te duele la cabeza, aguas, porque no se te está secando como al Quijote, sino que se te está llenando de paranoia. Eso le sucedió a Pamelo en el mes de mayo cuando llegó al periódico, con fiebre; a urgencias, sin escalas. ii Por años, en las tardes, Pamelo ha caminado por las calles de Independencia, Juárez, Eje Central, Dolores, Revillagigedo, José Azueta; atraviesa Balderas y pisa Artículo 123, Humboldt, Morelos, Bucareli, que es donde está el trabajo; y si llega por Hidalgo, antes de la pandemia, en Rosales doblaba en Ignacio Mariscal, entraba a la fonda “El rincón del sabor”, con la güera y las señoras que lo trataban cual rey, a veces se regresaba por Terán, o mejor por Emparán, para ver ropa que nunca compraba en la esquina de Avenida de la República; los años le han permitido conocer todas las fondas de los alrededores (unas desparecieron antes del peje y otras a causa de él), las cantinas, los aseadores de calzado, los puestos de periódicos, los vendedores de libros, los traficantes de celulares, los restaurantes de alta alcurnia; conoce el pueblo a nivel de cancha, con sus olores y sus calores, sus lluvias y granizadas, sus marchas, sus festivales, pasarelas y desfiles.

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Pasar al café Ana Mary’s por un irlandés y beberlo de regreso al periódico fue fenomenal durante varios años, o ir por un capuchino a Santa Clara en Parque Alameda, o de plano esperar los martes de 2x1 en Krispy Kreme, donde a veces no soportaba la presencia de un tipo que preguntaba obviedades, así que mejor preferiría Santa Clara, ahí nadie preguntaba lo que la globalización ordena; simplemente, un capuchino y ya, punto. Andar por esas calles era el motor de su existencia sin saberlo. Vino la pandemia. Ya no se sabe en qué día estamos de ello, pues con todo y foco rojo, se dejó la sana distancia y se abrieron algunos comercios. Ver gente sin cubrebocas es más terrible que dos perros bravos ladrándote. Todo da miedo, toser, estornudar, sudar de más en la noche, sentir escalofrío, sentirse caliente, respirar con dificultad, tener los ojos rojos, que el guats falle o que no tengas rating en féis, porque todo se relaciona con el coronavirus, y así comenzó el vía crucis pamelesco.

iii Un día de los del mes de mayo, el calor llegó a 30 grados, y si no fue así oficialmente, así lo percibió, porque no sólo es que sudara, sino que sintió en la garganta una molestia, lo cual indica que le estaba sucediendo algo, y eso era la vida, eso era la infección de garganta, que varias veces le ha dado, sólo que el contexto todo lo cambia; aquí, como en la narrativa, el ambiente, el tempo-espacio (como diría Genette) hacen la diferencia. Días antes ya sentía algo extraño. Empezó a comer poco, atribuido a los calores. Un viernes tomó una pastilla. Fin de semana. Calor. Lunes, calor y más calor. Bebió agua en el trabajo, comió, se compró incluso una coquita para el desempance; un fin de semana más en cuarentena y no tan normal, porque empezaron unos bochornos que creyó era la andropausia, sólo que google y alguna que otra página decía que eso de los bochornos no sucede, pero ¿entonces? Luego las noticias llenas de virus, bonchemil muertos en la ciudad, otros bonchemil en el país y en el mundo, los crematorios…

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Martes con mucho calor, demasiado calor, explota el cuerpo. Del periódico directo a urgencias. 38 de temperatura. La garganta roja. Además, Pamelo cometió el error de ir a un médico días antes y no terminó el tratamiento. Los calores no cedían. Le dio miedo. La depresión lo invadió. Todo era pensar en el coronavirus, en las cifras de fallecimientos, los contagiados, las tonterías del peje y el subsecretario de salud, los crematorios sin darse abasto, los hospitales colapsados, las noticias negativas. iv Andar en la ciudad en que no se sabe cuándo doblaremos la curva, es andar en el bosque sin saber cuándo aparecerá la carretera. La gente sigue saliendo a la calle sin el menor intento de cuidarse, sin cubrebocas, sin distancia; la sociedad no cree, no le interesa, le importa poco la vida de sí misma y de los suyos, o se malinforma y le dicen que salga sin problema alguno, o se informa bien y lo interpreta mal.

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La ciudad es un hervidero de gente. Pamelo lo ha visto en esas calles de tristeza con gente indiferente, autos que van y vienen, perros callejeros que te ven con sus ojos ausentes, comerciantes que dejan su producto en algún local que abre apenas sus cortinas; una ciudad sin fondas, sin lugares para sentarse a comer; la ciudad es otra, la gente es la misma, pero peor. Un terremoto nos espantó en 2017 y hubo solidaridad, hoy eso no se ve —si se entiende por solidaridad el hecho de quedarse en casa para no contagiar ni contagiarse—, pero no es así, y son los jóvenes treintañeros, esa generación milenial la que más se observa en el asfalto; por las noches, sobre Bolívar, en la colonia Obrera, se reúnen jóvenes de entre veinte y treinta a beber cerveza como si fueran vacaciones, sin cubrirse, y uno se pregunta: ¿sus padres no les dicen nada, de plano? ¿Ellos no toman conciencia para no salir más que para lo necesario, para cuidarse y cuidar a su familia? Esas escenas se ven en la Doctores, por el metro Revolución, en Balderas, en el mercado Hidalgo, en fin, los jóvenes salen


a pasarla bien, que es distinto al comerciante que debe vender su producto, de eso vive la señora de los sopes, de las quesadillas, el señor de los plátanos fritos y las papas a la francesa, el repartidor de pan, el afilador de cuchillos, el de los helados en su camioneta compacta, ellos mantienen familias, pero los jóvenes que únicamente salen a cotorrear no ayudan en nada, y Pamelo los ve diario porque diario debe ir al periódico, en tanto a Basilio casi no lo ve, él sí se resguarda y además está en eso de las clases en línea, igual que Athena. v Sala de espera de urgencias, poca gente, mucho ambiente raro, todo huele a pandemia, a virus, temen que se haya instalado en su cuerpo; tiembla Pamelo al ver, oler y escuchar, fiebre de por medio, mientras lo atiendan, con la garganta hinchada y el corazón frágil, porque el miedo no siempre paraliza, también acelera el proceso de enfermedad, como si no hubiese otras, como si tener tos o gripe implique irse a la plancha y ya no salir, y es ahí donde Pamelo tuerce el rabo, no hay escapatoria, aunque podría correr, pero cómo, si siente que la fiebre lo quema y lo estatiza en esa banca que al menos garantiza que nadie se sentará junto a él. Sentado, frente al pelotón de administrativas y médicas, recuerda cómo tuvo que entrar al metro Juárez, con las piernas débiles y la incertidumbre del mundo a cuestas; el calor del vagón, dos estaciones, Balderas, Niños Héroes, bajan, poca gente, ganas de sanar, pareciera que todos lo viesen, con el cubrebocas tapándole el aire. La entrada a urgencias, el gel, la tomada de temperatura, entrar al final del pasillo, esperar una hora a que le tomen los signos, luego ir a la ventanilla a entregar esos papeles que le dieron marcados con azul, no urgente, menos mal, seguir sentado, la trabajadora robusta le pide el ine, ¿qué es eso? No carbura. No sabe qué papel es ése. Reacciona. Otrora ife. Sí, aquí está. Número de imss. Esperar hora y media de no saber qué. Dejando todo en manos de Dios. La familia orando por él, él orando por ellos y por sí. Las dos horas más largas de su vida. Entra. La doctora teclea. Pregunta. ¿Qué siente? ¿Qué

tiene? ¿Qué más? Esto, esto y esto. A ver. Auscultación de pulmones y pecho, ojos, nariz, garganta. “Usted tiene una infección gigante en la garganta, está rojo todo eso”. Por eso la fiebre. Temperatura. 37.5. Necesitamos atacar eso. Sigue tecleando con guantes, viendo a través de la mascarilla, puesto su cubrebocas azul comegalletas. La tranquilidad: “Usted no tiene nada de covid, no es viral, como no terminó el tratamiento, la bacteria hizo resistencia. Bien. No se preocupe. No todo es coronavirus”. Le explica la forma de tomarse los cuatro medicamentos. Uno es fuerte. Éste para la fiebre. Es todo. Ah, dos días de incapacidad, es lo que da el sistema, la computadora. vi Taxi. Las calles de la Doctores le parecen distintas. El taxista le platica que trabajó antes repartiendo la sección amarilla por veinticinco años, y anduvo en otros estados de la República con 40 grados en el ambiente, en Tabasco parece que mueres, pero era más joven y aguantaba mucho; estos calores no son tan fuertes, sólo que la ciudad es seca. Cierto. Atraviesa Eje Central, ya es la Obrera, vuelta en Bolívar, el sudor corriendo por su sien, la espalda bañada, los dedos apretados entre sí. Siete días de tratamiento. Siete días para sobrevivir y recuperarse. Viernes. Usted ya puede irse a trabajar. Se presenta el martes descansado, aún débil; la fiebre cansa, golpea, martiriza, humilla, te hace sentir tu vulnerabilidad absoluta. Dios. Su hijo. Alabados. Le dio la oportunidad, como Don Quijote, de seguir vivo para contar que no todo es el virus, que toser no es malo, sólo que los contagios son peores que la atracción de dos treintañeros en un antro con la luna en todo lo alto, cual Tony Manero y Stephanie Mangano en Fiebre del sábado por la noche. Fiebre bendita la de la película. Empieza a oscurecer. El calor continúa en el ambiente. Cielo rojo. Es hora de curarse y de no espantarse, para seguir andando en las calles de la ciudad cuando vengan tiempos sin pandemia, sin focos rojos, sin plagas; no todo lo que brilla es oro ni todo el que tose está virulento.

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intervenciones Anabel Quirarte Instagram: @doppel.bel

Liebre 1, 2020. Grafito sobre papel albanene, 14.5 x 9.8 cm.

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Locura e imaginación. Grotesco en la literatura hispanoamericana,

de Martha Munguía

Judith Buenfil Morales

El trabajo de Martha Munguía nace del placer por la lectura y la curiosidad, como la misma autora reconoce. En su escritura inteligente, reflexiva y amena, que podrá interesar a lectores no sólo del ámbito académico, se advierte el horizonte amplio en el que se estudian las obras literarias, su relación con varias estéticas, la tradición y su diálogo abierto con el presente. En Locura e imaginación. Grotesco en la literatura hispanoamericana, la investigadora deja en claro que se aproximará a la locura en el arte verbal no desde la psiquiatría, las patologías mentales o el estructuralismo, sino como una visión de mundo crítica que desenmascara los absurdos de la lógica y de las convenciones sociales mediante la risa. Munguía elabora una sucinta historia del loco literario en Occidente, analiza sus rasgos y su relación con la esfera de la fiesta y la risa para después examinar la elección poética del loco, su sentido, relevancia y transformación en la literatura hispanoamericana. El capítulo I, “El loco, un camino para la expresión de la risa literaria”, recorre algunas obras que se han centrado en esta figura. El conocido tratado de Hipócrates sobre la locura de Demócrito, la presencia de locos y bufones en las cortes y en las calles, el teatro de Shakespeare o La nave de los locos, de Sebastián Brandt, descubren que los personajes dementes o jocosos revelan una “mirada descentrada, del que no entiende ni comprende la racionalidad de un mundo caracterizado por el absurdo”. Bajtín, por su parte, manifestó en sus estudios sobre el género novelesco que el loco y otras presencias afines como el tonto o el bufón son figuras simbólicas que

permiten desenmascarar los vicios y falsedades de las relaciones humanas. La ensayista también se acerca brevemente en este capítulo al trabajo de Luis Beltrán, quien sigue la propuesta teórica de Bajtín y señala que el loco es una figura, es decir, una mera función de índole simbólica y universal. Munguía aclara que no siempre considera la locura como una figura simbólica y por esto no limita su reflexión a textos en los que es evidente esta presencia, porque el loco “a veces es un personaje en los términos estrictos en los que lo define la teoría literaria; en otras ocasiones, ni uno ni otro, nos encontramos ante el hálito de la locura como visión de mundo que permea todo el texto”. Tontos y locos en la tradición oral no polemizan porque su función es la conservación de valores; sin embargo, su presencia abre la comicidad en los relatos y hace ver que esas figuras de inocencia inusitada no son tan incapaces como el mundo cree. Al final del primer capítulo se delinean algunos estudios sobre el grotesco, como el de Kayser, quien relacionó dicha estética con el extrañamiento, lo sombrío y el desencanto. Si bien la autora se acerca a los teóricos ya mencionados al hablar de locura, risa y grotesco, no encorseta el análisis en sus conceptos ni abunda demasiado en ellos, más bien deja anotadas las coordenadas en las que se desarrollan estas cuestiones y explica, por ejemplo, que el grotesco es una estética universal, no limitada a un tiempo, ligada a la libertad imaginativa, hiperbólica y negadora de orden y sentido.

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En el capítulo II, titulado “La loca de la casa. Grotesco e imaginación literaria”, la estudiosa anuncia su interés en la imagen multifacética y contradictoria del agitado Segundo Imperio Mexicano recreado en Noticias del Imperio y en la voz del personaje de Carlota, que se sitúa entre la imaginación, la historicidad, se relaciona con la tradición de la risa y en su desvarío revela una verdad posible acallada por la Historia. El concepto de contrapunto es clave en este análisis, devela que las voces de la novela se relacionan y construyen una sinfonía llena de contradicciones y sentidos encontrados; Fernando del Paso, explica Munguía, construyó una pieza artística del grotesco, una imagen deformadora e hiperbólica de la demencia. En el capítulo “Manicomio y literatura”, la ensayista se aproxima a la representación de la insania en los espacios de reclusión, analiza el cuento “El alienista”, de Joaquim Machado de Assis, donde descubre una risa igualadora y grotesca, y la novela Las nubes, de Juan José Saer, ejemplo de escritura que compendia y reelabora desde la ironía las formas dominantes de la novela en América Latina. Munguía hace notar que manicomio y burdel se asocian desde que la prostitución se consideró una forma de locura. Nadie me verá llorar, de Cristina Rivera Garza, exhibe estos vínculos a la vez que parodia con una risa crítica, aunque no festiva y casi inaudible, diversos discursos hegemónicos del siglo xix en México. En Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro, la estudiosa encuentra en un personaje habitante de un burdel la encarnación de la figura del loco tradicional, la cual permite reconocer la ambivalencia entre seriedad y risa. El capítulo cierra con La ciudad de los locos (Aventuras de Tartarín Moreira), del uruguayo Juan José de Soiza Reilly, novela de 1914 que narra entre otras cosas la fundación de Locópolis, una parodia de las ciudades utópicas clásicas. Los discursos de la época reciben siempre su revés paródico en esta obra de Juan José de Soiza, prácticamente ausente de los manuales de historia literaria, pero que “une la imaginación popular y el arte masivo desdeñado como poco artístico, con el cultivo de la novela seria y canónica”. En el capítulo “Locos en el tablado”, se explora la presencia de la locura en el arte dramático desde el teatro conventual, la farsa Saverio el cruel, de Roberto Arlt; Las cosas simples, de Héctor Mendoza; Los insensatos, de David Olguín; hasta La virgen loca, de Hosmé Israel. En lo que respecta al drama moderno la académica distingue un loco sufriente que soporta un mundo cruel e insensible pero que conserva una actitud contestataria gracias a la risa. En el capítulo V, “La loca. Una peculiar figura ligada a la risa”, la autora muestra cómo la comunidad gay se ha apropiado de los códigos homófobos y les ha otorgado un sentido nuevo, orgulloso, alegre y agudo. El gay burlón de la actualidad “recupera el juego, la magia del disfraz, la extravagancia,

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Locura e imaginación. Grotesco en la literatura hispanoamericana Martha Elena Munguía Zatarain México, Universidad Veracruzana / Ficticia, 2019, 150 pp.

la suma afectación que llega a lo paródico”. Los escritos de Salvador Novo, Luis Zapata, Luis Montaño y particularmente Pedro Lemebel son objeto de análisis en esta sección. En la novela Tengo miedo torero, de Lemebel, Munguía encuentra uno de los puntos culminantes de la estética grotesca por su construcción de imágenes poéticas y su sentido joco-serio. La nota que cierra el ensayo, titulada “Locos tristes: la otra cara de lo grotesco”, registra algunas consideraciones acerca de textos en los que aparece representada la locura no de naturaleza alegre sino extraña, delirante, como ocurre en las Hortensias, de Felisberto Hernández, en donde la demencia se asienta en la estética del grotesco y en la confusión entre las fronteras de lo inanimado y vivo; o en Delirio, de Laura Restrepo, donde se percibe una locura de risa lóbrega que simboliza un país quebrado y con un futuro desesperanzador. En el libro reseñado —que forma parte de Al vuelo de la risa, colección integrada por diversos escritos relativos a la risa— Martha Munguía se aleja de las formulaciones totalizadoras acerca de su objeto de interés, presenta en cambio un mapa amplio de las distintas representaciones y sentidos de la locura y el grotesco en la literatura hispanoamericana, ofrece un acercamiento crítico a perspectivas y conceptos relevantes e ilumina obras y aspectos no siempre visibilizados en los estudios literarios.


Beatriz Espejo y Brenda Ríos: dos maneras de mirar lo femenino

Nora de la Cruz

Hace algunos años ocurrió lo que para muchos era impensable: el libro más vendido del país fue un recuento de biografías de mujeres (vendidas, claro, como “cuentos de hadas”). El entusiasmo era inaudito pero las editoriales no estaban dispuestas a desaprovecharlo: se lanzó la segunda parte, la edición de lujo, la agenda, el libro para colorear e innumerables variantes de esta misma idea, para niñas o adolescentes, con cierto rigor o con ninguno. Nació una tendencia que algunos califican de feminista para descargar un poco la conciencia, aunque personalmente desconfiaría de quien usara el adjetivo para describir cualquier fenómeno mercantil. Cada quién. Pensando en el contexto reciente, podríamos pensar que Seis niñas ahogadas en una gota de agua, de Beatriz Espejo, y Raras, de Brenda Ríos, forman parte de la oleada. Pero por el perfil de las autoras tal vez sería más apropiado asociarlas con obras como Las siete cabritas, de Elena Poniatowska, o Señas particulares: escritora, de Fabienne Bradu, textos que fueron de referencia para las lectoras, críticas e investigadoras que intentaron acercarse a las voces femeninas de la literatura mexicana cuando para hacerlo todavía era necesario extraerlas de entre las sombras, el polvo y los archivos. A la luz de lo anterior, ¿qué ofrece este par de libros en nuestro panorama actual? Beatriz Espejo: la perspectiva panorámica Compuesto por perfiles de seis escritoras mexicanas del siglo pasado (Pita Amor, Guadalupe Dueñas, Elena Garro, Rosario Castellanos, Amparo Dávila e Inés Arredondo), el libro

de Espejo ofrece en cada caso una mirada a la imagen pública de la autora, lo que dijeron de ella los críticos de la época, las cuestiones biográficas más relevantes, y a las generalidades de su obra. En todo momento se mantiene la objetividad, logrando retratos con luces y sombras. Sin duda, lo que sostiene el libro es el evidente oficio narrativo de su autora. Los perfiles son interesantes y entretenidos por su mezcla de humor e inteligencia, que combina el humor y las anécdotas curiosas con la lectura crítica y las reflexiones agudas (en algunos casos, dolorosas) sobre el oficio de escribir observado desde la experiencia femenina. Otro recurso que funciona a favor del texto es el hecho de que Beatriz Espejo pertenezca al medio literario y pueda ofrecer una perspectiva relativamente cercana de todas las escritoras que aborda. En todos los casos, el perfil se organiza cronológicamente, siguiendo vida y después obra. Esta manera de entrelazar la información nos ofrece una mirada panorámica, que funciona muy bien como primer acercamiento a este conjunto de mujeres, mucho más completo y profundo que las entradas de Wikipedia que suelen ser lo que las nuevas generaciones tienen a mano. Reprocho —eso sí— descuidos de la edición que muestran a Beatriz Espejo como una principiante que cometiera errores de puntuación y sintaxis. De cualquier modo, es un conjunto muy recomendable, sobre todo porque nos muestra que estas creadoras, a quienes al fin comenzamos a reconocer por lo que aportaron a nuestra tradición literaria, no fueron ajenas a los mandatos culturales que todavía

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Seis niñas ahogadas en una gota de agua Beatriz Espejo México, UAM, 2016, 210 pp.

Raras. Ensayos sobre el amor, lo femenino, la voluntad creadora Brenda Ríos México, Turner, 2019, 216 pp.

obstaculizan a las mujeres que se atreven a crear: la obsesión amorosa, la validación masculina, la dependencia económica, el matrimonio y la sumisión al varón (real o fingida). Esta revisión, desde nuestro contexto, nos permite desmitificar la locura que se les atribuyó a casi todas, y comprender que esa lucidez es necesaria para toda mujer que quiera encontrar una vía libre y satisfactoria hacia la creación.

permiten asomarnos a obras intrigantes. En el conjunto destacan los ensayos dedicados a Asssionara Souza, Clarice Lispector, María Moreno, Xel-Ha López, Dolores Castro, Elena Garro, Hannah Gadsby y Kerstin Thorvall. Estos textos son notables por su fluidez, su sensibilidad y la inteligencia de su interpretación, que esquiva los lugares comunes. En ellos, además, encontramos uno de los poderes de Ríos: frases que son como destellos de agudeza, concisas pero plenas de sentido(s). Sin embargo, el resto de los ensayos presenta en mayor o menor medida lo que termina siendo el punto débil del libro: su irregularidad. Si por un lado hay textos notables, hay algunos prescindibles y otros incluso repetitivos, o poco enfocados. Pareciera que, en la medida en que la autora se enamora de su propia voz, se distrae de su materia, y en algunos casos describe a varias autoras con palabras semejantes o iguales, que lejos de particularizarlas como el título promete, las terminan homogeneizando. Aunque los textos prometen enfocarse en una autora, hay casos en los que se pierde el foco y se termina hablando mucho más acerca de un concepto —la dramaturgia, la escritura confesional, el erotismo— o incluso de otros autores, en algunos casos varones. En este sentido se acusa también la distracción editorial, que desaprovechó la oportunidad de proponer a la autora una estructura más cohesiva donde brillara con más claridad la potencia de su razonamiento.

Brenda Ríos: “luego los trucos también cansan” Ambicioso desde el subtítulo (Ensayos sobre el amor, lo femenino, la voluntad creadora), Raras es un conjunto de ensayos que aborda el trabajo o la vida de distintas creadoras. Lo más evidente desde el principio es que la autora confía en su intuición ciegamente y sin cortapisas. Por ello, los textos que forman el volumen se caracterizan por estar compuestos en su mayoría por las impresiones emocionales o intelectuales de Ríos, que ella explora con vehemencia por momentos asfixiante. Es su “truco”, diría la propia ensayista acerca de una de las escritoras que la ocupan, “y luego los trucos también cansan”. El repertorio de los intereses de la ensayista es amplio: incluye autoras de distintas épocas, cineastas, cantantes y comediantes, de modo que el primer logro del libro es ampliar nuestro panorama, pues indudablemente despierta nuestra curiosidad ante las creadoras que aún desconocemos. Ríos incluye citas, en algunos casos demasiado extensas, que nos

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Lección de imperio Rafael Toriz

Lo primero que hay que agradecer, tratándose de una obra de carácter confesional, es que la última novela de César Aira (1949) tenga la gentileza de amparar sus consideraciones estéticas y morales en la voz de un curtido y prestigioso general romano que frisa la setentena, de ahí el vasto señorío de su mirada y la serenidad conspicua de sus elucubraciones, que sugieren pronto la analogía entre una legión romana —una multitud amorfa en movimiento— y la obra literaria del argentino. Para sumar encanto a la novela, el protagonista de esta obra singular, Fabius Exelsus Fulngentius, es también autor de una única tragedia autobiográfica — que perfectamente podría estar dispersa en una vida dedicada a publicar novelas, por decir algo— escrita en su niñez, que se complace en montar con los coros y actores locales de las provincias que visita, dándose el lujo de ver la representación de su propia muerte con elencos variopintos en las diversas y fascinantes latitudes dominadas por el Imperio al que tan noblemente representa: “pocos hombres de su tiempo habían visto tanto; o muchos; pero pocos, o ninguno, que hubiera llevado consigo el águila de bronce, y el poder, y la lengua”. Escrita con el estilo conocido que abona su fama como tratadista de paisajes y ensayista de ocasión, la novela nos obliga a discutir, una vez más, su programa literario, aquel que ve en la escritura un punto de fuga siempre hacia delante para no osificarse en los valores burgueses de la literatura, esos que Aira ha intentado demoler una y otra vez, como apuntalaba en un antiguo texto: “preferiría que vieran en mí un procedimiento, como lo veo en mi amado Raymond Roussel. El procedimiento definitivo sería el que permitiera hacer arte automáticamente, dándole la espalda al talento, la inspiración, las intenciones, los recuerdos; en una palabra a todo el siniestro bazar psicológico burgués. Es la salida al fin de la individualidad”. Procedimiento que no riñe con la idea del ritmo como lo entienden las belles lettres: “la nieve empezó a tomar volumen sobre la tierra, sus formas cambiaban cada mañana, igual que los recuerdos. Algún desvelado decía haberla visto revolverse como una manada de animales, y no le creían. El sueño se estaba derramando sobre la realidad”. Ante la ausencia de ficción literaria transmutada en el presente por cierta autoficción y las vicisitudes de la vida doméstica de la clase media urbana del

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Fulgentius César Aira Buenos Aires, Literatura Random House, 2020, 168 pp.

mundo, es un auténtico deleite enfrentarse a este análisis de un creador desaforado en plenitud de sus poderes, a semejanza de un general curtido que recorre una y otra vez el Imperio sin fin de la literatura porque sabe que cada representación es distinta siendo la misma, y sobre todo porque no sabe, no quiere o no puede hacer otra cosa. Acaso por ello algunas de sus consideraciones resultan humanas, demasiado humanas: “la desazón es por haber vivido, solamente por haberlo hecho, no por haberlo hecho bien o mal. Es eso. Viví. De eso me arrepiento. Si hubo otras vidas, ninguna de ellas fue la mía”. Ejercicio de preceptiva literaria, la catequesis implícita en la novela —Aira es de los magos a quienes le gusta explicitar sus trucos— se antoja como un bálsamo ante la conocida falta de conciencia crítica de la narrativa mexicana contemporánea, deudora, como en tantas otras aristas, de una concepción decimonónica de su ejercicio: “lo hecho a las apuradas, azuzado por impaciencias cruzadas, podía mostrar ese elegante descuido del verdadero talento, que no se demora en pulidos porque el trazo improvisado ya tiene la curvatura genial que no lograría el oficio metódico ni siquiera calcándola”… Coqueto no obstante, Aira conoce y disfruta su lugar en el Imperio: “además, tenía la seguridad de que por mal que lo

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hiciera, estaría hecho por él, y su nombre y rango ya eran garantía de calidad”. Retrato de una vocación artística (también podría decirse militar) que ha librado y vencido batallas autoimpuestas, Fulgentius es una obra estupenda que lejos de dinamitar la forma burguesa de la literatura que combate, permite pasear con provecho, en su elegante naturalidad, por los fecundos paisajes interiores de una de las inteligencias literarias más sofisticadas y fecundas de la lengua, que además de narrar con un ritmo magnético, seduce con los encantos ligeros de una mente juguetona: “tirar por la borda la Lógica, portarse alegremente como un orate, eran conductas que no carecían de atractivo; era como dejar el equipaje en depósito y salir a recorrer el mundo liviano, alado, montado en el pony tornasolado de la estupidez… O como el escultor que cuando ha terminado la Venus descubre que le sobró un trozo de mármol y para no desperdiciarlo le hace brotar un pie de la nuca”. Literatura en estado puro como remedio para las soledades autobiográficas, creo que otro nombre posible para la novela habría podio ser El narrador metafísico. A Dios gracias le puso Fulgentius.


Las intenciones del crítico Josué Ramírez

La intención de José María Espinasa en Para una política del texto (Notas sobre la literatura mexicana después de 1968) es muy clara: ofrece una revisión crítica de lo que pasó en la literatura en México antes, durante y después de aquel año axial. La estructura del libro, dividido en ocho secciones, establece lecturas que abordan y abarcan diferentes grupos de autores y sus obras en los momentos previos a 1968 y en los posteriores hasta llegar a nuestro ahora. Concebir como bisagra el año de 1968, como en la novela de George Orwell 1984, significa contar con un punto de partida para ir hacia atrás y hacia adelante revisando de forma crítica actitudes y obras en su contexto social y en su carácter político, entendido este último vocablo como lo que se ha creado y se sitúa en la esfera pública: un libro es un texto público y su autor en consecuencia una figura pública. José María, el autor, lo explica así en el prólogo: Describe lo que en la literatura ocurrió antes y que mostraba los signos de lo que vendría, lo que ocurrió durante esos meses tocados por la gracia y la sangre y lo que ocurrió después. El 68 no es una razón en sí sino una bisagra articuladora de un cambio de sensibilidad, cambio que, incluso, puede ser puesto en duda en determinados momentos.

Antes, durante y después de 1968, la literatura mexicana, escrita no sólo por los nacidos en México, es contemplada desde un punto de vista crítico, que anima una conversación franca sobre los significados y las estructuras de composición de las obras de algunos autores que, para José María Espinasa, son medulares, mas no conforman un canon, son un paisaje en el sentido estricto de la palabra, la construcción, la arquitectura creada en un espacio y tiempo determinados: la segunda mitad del siglo xx y principios del xxi.

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Ciertamente, como se señala en la cita antes mencionada, el cambio de sensibilidad presupone que el 68 puede ser puesto en duda, y ahí radica uno de los tantos aciertos de este libro, ágil pero denso en su complejidad, sin tratar de plantear un canon ni de lo contrario, pues Espinasa nos dice que los iconoclastas son efímeros. El autor de este vigoroso libro lleva a cabo una serie de “formulaciones teóricas sobre el acto de leer”. Si cambiamos la palabra “acto” por la palabra “arte” y leemos: formulaciones del arte de leer, encontraremos que este libro está basado en un principio de disciplina propia de quien se propone cultivar y asumir un arte: repetir un acto una y otra vez. Así, uno de los valores de una política del texto es el acto de leer, releer y volver hacerlo con el objeto de entender, comprender y reflexionar sobre los significados de una obra, la actitud de su autor o autora, con base en el análisis del momento histórico o las estructuras compositivas de las obras. Otro de los aspectos que resaltan en este libro son los autores que funcionan como eje: Octavio Paz, Juan José Arreola, Carlos Monsiváis, Esther Seligson y Roger Bartra. Hay otros, como Elena Garro y Salvador Elizondo, pero desde mi lectura del libro de Espinasa, son los primeros cinco los que problematizan y provocan en el lector crítico algunos de los análisis más agudos y consecuencias más constantes a lo largo de las páginas escritas. Octavio Paz y su concepto de modernidad; Juan José Arreola y su sentido de lectura y promoción de los otros; Carlos Monsiváis y la lectura del presente como totalidad; Esther Seligson y la escritura siempre en progreso de estructuración; y Roger Bartra como un replanteamiento de la identidad de lo mexicano y el mexicano más allá de la condición melancólica y la condena de la soledad del laberinto. En cada uno de estos autores y sus obras alcanzo a entender que Espinasa observa ejes rectores que se repiten o se contrastan en otros autores a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado. ¿Qué tanta vigencia tienen ahora las actitudes y postulados estéticos de Octavio Paz entre los lectores más jóvenes? ¿Lo encuentran rebelde, cercano a sus emociones? ¿Qué actitudes, sobre todo en el ámbito editorial, emulan los más jóvenes de Juan José Arreola? ¿Los cronistas de hoy buscan abarcar todos los aspectos y manifestaciones de la cultura como Monsiváis

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pretendió hacer? ¿Esther Seligson está más cerca de las formas actuales de los procesos creativos de los escritores y las escritoras de este momento? ¿Seguimos presos en la jaula de la melancolía y vemos ahora igual que hace cincuenta años a los distintos grupos étnicos? ¿Nuestra identidad y pertenencia siguen partiendo de los mismos conflictos, como lo estudia y reflexiona Roger Bartra? En Para una política del texto (Notas sobre la literatura mexicana después de 1968) se abarcan, creo, las obras de 45 autores, aunque el marco referencial sea mucho más numeroso, pero es a partir de las obras de 45 autores que leemos cómo lee y reflexiona un lector desinteresado, se pregunta y lleva a cabo una vivisección cuidadosa, practicando una política sobre un bien público: el libro. Y es que con todos y cada uno de los libros que comenta, analiza y sitúa, José María Espinasa tiene una historia personal; es, como su lector crítico, su principal promotor, busca hacer llegar esos libros a otros lectores, con la voluntad de una ampliación de públicos sin fronteras de clase o de especialidad. Su libro no está dirigido a un público especializado porque lo suyo no es el interés de un grupo o la postulación de una estética, aunque en muchas ocasiones llegue a asegurar que este o aquel autor dejan o adquieren mayor relevancia. Sus aseveraciones no son consignas, ni buscan imponer tendencias, el análisis del paisaje literario lo abarca como un lector sin prejuicios, porque su intención no es imponer un gusto sino compartir una pasión, la pasión de leer y hacerlo con una mirada crítica, pues aún cuando es generoso, no deja de ser crítico, honesto y franco. Cuando en estas páginas, de abundantes referencias, de marcos teóricos contrastantes, de reiterados argumentos, leemos calificativos valorativos que a simple vista parecerían negativos, nos vemos obligados a releer, a retroceder enunciados y al hacerlo nos damos cuenta de la intención de su planteamiento, de por qué lo dice, y constatamos que no se trata de una crítica artera, como suele decirse, en contra, sino sólo de una observación crítica. Así, José María Espinasa cuestiona las obsesiones con la modernidad de Octavio Paz y la ambición de abarcarlo todo en Carlos Monsiváis. Este es un libro que encontrará a sus lectores, lectores jóvenes, y no será leído como un libro de historia sino de


Para una política del texto (Notas sobre la literatura mexicana después de 1968) José María Espinasa México, Ediciones Sin Nombre, 2019, 494 pp.

ensayo literario. No creo, aún cuando tiene un orden cronológico, que se trate de un libro de historia literaria, ni de crítica literaria, la presentación de los contextos y los análisis de composición no responden ni se apegan a los esquemas meticulosos de la exigencia académica sino a la pasión lectora de un promotor de alto nivel de la lectura para todos. Tampoco se trata de un libro estratégico, pues no responde a la coyuntura ni se vale del sentido de oportunidad. Aún cuando pudo haber aparecido a los cincuenta años del 68, su autor no se apresuró, no aprovechó el momento porque no se trata de colocar su libro en un momento que finalmente llegó a ser pasajero. La producción editorial a los cincuenta años de 1968 fue abundante y lo que vimos y leímos una y otra vez fue un arrebatarse los unos a los otros la verdad, el protagonismo de cuál era el sentido último del 68 en el mundo actual. En pocos casos lo sustantivo quedó más que claro y resultó útil. Libros de todo tipo, que finalmente llegan a repetirse y a repetirse una y otra vez. En el libro de Espinasa no rifa el protagonismo, no parte de 1968 para mitificar o ponderar, sino con humildad y honestidad, encuentra en ese

año el momento de un cambio que estará presente de diferentes maneras en las obras que él propone leer, volver a leer y conservar como parte de una biblioteca personal y pública. Si frente a Octavio Paz se cuestiona el sentido de la modernidad como condición y requisito para ser poeta, novelista, crítico, escritor, sin dejar de valorar su obra, con Juan José Arreola, José María Espinasa comparte más afinidades, porque sabe encontrar en las tradiciones populares la gracia y el sentido de la literatura, así como la vocación y el instinto de un editor abierto no sólo a una línea sino a diversas tendencias. Y la apuesta de Espinasa entonces es múltiple, sincera, va hacia atrás y hacia adelante desde un aquí y ahora que requiere compromiso, esfuerzo y constancia: leer, releer y volver a leer. Porque ser lectores nos hace electores y saber elegir significa haber construido, formado y saber conservar un sentido del gusto, un sentido de la calidad, un sentido de lo personal en el ámbito público. Pienso que José María Espinasa vive como muchos de sus maestros, autores y autoras más queridos, en una biblioteca pública que es a la vez su cuarto propio del que nos abre la puerta.

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colaboran José María Álvarez. Durante más de dos décadas ha escrito las notas al programa para orquestas como la Sinfónica Nacional, Filarmónica de la Ciudad de México, Sinfónica de la Universidad de Guanajuato, Filarmónica de Jalisco, y actualmente con la Orquesta Sinfónica del Estado de México. Durante veintitrés años condujo el programa Música en Red Mayor en Grupo Radio Centro. Alejandro Badillo (Ciudad de México, 1977). Narrador y reseñista. Es autor, entre otros, de los libros de cuento Ella sigue dormida, El clan de los estetas, y las novelas La mujer de los macacos y Por una cabeza. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo. Melina Balcázar (Ciudad de México, 1978). Doctora en Literatura Francesa por la Universidad Sorbonne Nouvelle. Ensayista y editora, colaboradora en México de Laberinto, y en Francia, de las revistas Europe y Diacritik. Es traductora, para Canta Mares, de Pascal Quignard, Claude Simon y Georges Didi-Huberman. Judith Buenfil. Es maestra en Literatura Mexicana por la Universidad Veracruzana y egresada del doctorado en Literatura Hispanoamericana. Ha estudiado la narrativa breve de Juan José Arreola, así como la relación entre este autor y la tradición humanística. Entre sus publicaciones destacan La escritura del intersticio: Cantos de mal dolor de Juan José Arreola y El concepto de utopía en la obra de Juan José Arreola. Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Ramón Castillo (Orizaba, Veracruz, 1981). Egresado de la Licenciatura en Filosofía de la Universidad de Guadalajara. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas 20092011. Ha publicado en revista como Replicante, Casa del Tiempo, Laberinto, entre otros. Aparece en Antología del Ensayo Literario Veracruzano 1950-2010. Samantha A. Desachy. Formación en Letras y Psicoanálisis por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Apasionada del cine y la escritura. Editora en jefe de Maelstrom, sitio web mexicano dedicado al análisis del terror y la ciencia ficción. Ha publicado artículos en medios como la Revista Deleátur, Revista Lee+ y Celdas Literarias. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Autora de la novela Te amaba y me chingaste (Vodevil, 2018), y el libro de relatos Orillas (Paraíso Perdido, 2018). Compiladora del volumen Bidi Bidi Bom Bom: diez y cinco writers en torno a Selena (Paraíso Perdido, 2019). Manuel Felguerez (Valparaíso, Zacatecas, 1928 - Ciudad de México, 2020). Pintor, escultor y muralista. Miembro de la Generación de la Ruptura. Obtuvo, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Ciencias y Artes, la Beca Guggenheim y el Premio de Artes del Estado de Zacatecas. Creador Emérito del snca y Doctor Honoris Causa de la Universidad Autónoma Metropolitana. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Julieta Gamboa (Ciudad de México, 1981) Poeta y editora, autora de Taxonomía de un cuerpo (Colección La Ceibita, 2012) y Sedimentos

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(Universidad Autónoma de Nuevo León, 2016). Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2008 a 2010. Con El órgano de Corti ganó el Concurso Ediciones Digitales Punto de Partida 2018. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Andrés García Barrios (1962). Escritor y comunicador. En 1987 mereció la beca para Jóvenes Escritores del inba, en el área de poesía, y en 1999, el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes para realizar teatro infantil. Es autor del poemario Crónica del alba. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío. Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2004 a 2006. Textos suyos en La Nave, La Otra, Pliego 16 y Tierra Adentro. Marina Porcelli (Buenos Aires, 1978). Es editora. Ha colaborado en el suplemento Laberinto, del periódico Milenio. Su primer libro de cuentos, De la noche rota, fue publicado por la Universidad de La Plata en 2009. Anabel Quirarte (Ciudad de México, 1980). Miembro del colectivo Quirarte + Ornelas. Estudió Artes Visuales en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado “La Esmeralda”. Obtuvo la beca Baden-Württemberg, en Alemania, en la Staatliche Akademie der Bildenden Künste Karlsruhe. Becaria del programa Jóvenes Creadores del Fonca en 2006-2007 y 2014-2015. Josué Ramírez (Ciudad de México, 1963). Poeta. Ha sido secretario de redacción de Textual y Viceversa; jefe del Departamento Editorial del Museo Carrillo Gil; jefe de redacción de El Laberinto Urbano; productor de la revista Letras Libres; editor de Saber Ver. Colaborador de Casa del Tiempo, La Jornada Semanal, Letras Libres, Periódico de Poesía y Sábado. Becario del programa Jóvenes Creadores en 1990 y 1995, y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de 2000 a 2006. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco; Empacados al vacío. Ensayos sobre nada y Raras, entre otros. Luis Rodríguez Navarro. Maestro en Humanidades por la Unidad Iztapalapa de la uam. Como ensayista ha publicado en la revista cartonera Puf! y en Pliego 16; como narrador, en la antología Bibliópolas (bajo seudónimo). Sus trabajos abordan principalmente la literatura que rodea la ciencia de las excepciones (o la excepción misma), la crítica científica y los puentes entre ciencia y arte. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de la Facultad de Lengua y Literatura Hispánica de la Universidad Veracruzana. Entre sus libros destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. En 2019 publicó La distorsión.




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