NOVEDADES EDITORIALES
Revista bimestral de cultura • Año XXXIX, época V, Vol. VII, número 62 • mayo - junio 2020 • $60.00 • ISSN 2448-5446
Futuros digitales.
Exploraciones socioculturales de las TIC
Daniel Hernández Gutiérrez, Gladys Ortiz Henderson y Ozziel Nájera Espinosa (coords.)
POESÍA
Cacofónicos y disléxicos Moisés Elías Fuentes
GÉNERO
Entre dos fuegos.
Naturalización e invisibilidad de la violencia de género contra migrantes en territorio mexicano
Hiroko Asakura y Marta W. Torres Falcón (coords.)
POLÍTICA Coyuntura.
Cuestiones teóricas y políticas
Jaime Osorio
SOCIOLOGÍA
URBANISMO
Rutas para el análisis socioantropológico de la música
Tiempo de recreación
El juego en la calle.
Música, sociedad y cultura.
Casa del tiempo • número 62 • mayo - junio 2020
COMUNICACIÓN
Humberto Rodríguez García
Alan Edmundo Granados Sevilla y José Hernández Prado (coords.)
Memoria y homenaje
n Retratos sin nombre, Bela Gold n El cine de Pedro Costa
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issuu.com/casadeltiempo
@casadeltiempo
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@casadetiempoUAM
Tiempo en la casa, suplemento electrónico: Textos galardonados en el concurso “En tu voz… cuentos, historias y narraciones” de UAM Radio 94.1 FM
Visita nuestros espacios virtuales www.casadelibrosabiertos.uam.mx
Juan Pablos
José Vasconcelos
Azcapotzalco
Cuajimalpa
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Editorial Como una forma de contribuir al esparcimiento del espíritu en días de guardar, Casa del tiempo propone en su número de mayo-junio un ejercicio de memoria y homenaje. Para ello, en nuestra sección principal, Profanos y grafiteros, reunimos algunos textos que celebran y recuerdan a artistas, divulgadores y obras señeras de la literatura y el cine. Así, en una charla con el compositor mexicano Mario Lavista, Jorge Torres Sáenz indaga sobre el legado del promotor cultural Ignacio Toscano; José Francisco Conde Ortega recuerda las andanzas y las letras del escritor Eusebio Ruvalcaba; Alfonso Nava rinde honores al crítico George Steiner, y Josué Barrera halla en la figura del poeta Alfonso Iberri al primer editor literario en su natal Sonora. Asimismo, Óscar Mata rememora una nouvelle radical: El apando, de José Revueltas, y Moisés Elías Fuentes analiza el centenario de una cinta fundacional del terror psicológico, El gabinete del doctor Caligari. En De las estaciones, José Antonio Gaar conversa con el narrador chileno Alejandro Zambra sobre la escritura personal de la historia patria y la responsabilidad generacional. En el Ensayo visual compartimos una muestra de la obra de la artista Bela Gold incluida en el libro De arte y memoria. Relato de una propuesta visual desde los archivos desclasificados de Auschwitz, elaborado en colaboración con Angélica Abelleyra y recientemente publicado por la uam. En Ménades y Meninas, Fabiola Eunice Camacho cuestiona los actuales medios de exhibición de los museos frente a las nuevas condiciones sociales y de la salud, y Verónica Bujeiro revisa la arriesgada apuesta cinematográfica del director portugués Pedro Costa. En Más allá del Hubble, en una entrega más de la serie El tranvía que no paraba nunca, Marina Porcelli desmenuza los orígenes del relato policial en Edgar Allan Poe y propone una lectura nueva: “Los crímenes de mujeres inauguran la historia del crimen de la literatura para Occidente”. Por su parte, Rogelio Flores, mediante una jocosa crónica, nos introduce a una peculiar noche de solteros en busca del amor real, y Brenda Ríos esboza las primeras notas para una fenomenología del cuerpo sexuado. Nuestro suplemento electrónico Tiempo en la casa se aboca a la publicación de los resultados del concurso En tu voz... Cuentos, historias y narraciones organizado por UAM Radio 94.1 FM. Así, en Casa del tiempo le ofrecemos a nuestros confinados lectores un viaje alrededor de su habitación, como lo escribiera Xavier de Maistre, acompañados de estos textos. Y a quienes en las calles libran las diarias batallas del tráfago vital, esperemos que estas páginas los acompañen en los breves momentos de solaz en los que puedan refugiarse.
Rector General Eduardo Abel Peñalosa Castro
editorial, 1 torre de marfil
Secretario General José Antonio De los Reyes Heredia
Dos poemas, 3 Antonio Mendoza
Unidad Azcapotzalco Rector Oscar Lozano Carrillo Secretaria María de Lourdes Delgado Núñez Unidad Cuajimalpa Rector Rodolfo Suárez Molnar Secretario Álvaro Julio Peláez Cedrés Unidad Iztapalapa Rector Rodrigo Díaz Cruz Secretario Arturo Leopoldo Preciado López Unidad Lerma Rector José Mariano García Garibay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rector Fernando de León González Secretaria Claudia Mónica Salazar Villava Casa del tiempo, año xxxix, época v, vol. vii, núm 62 • mayo-junio 2020. Revista bimestral de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Francisco Mata Rosas Subdirector Bernardo Ruiz Consejo editorial Silvia Pappe Willenegger, Carlos Illades Aguiar, Jesús Rodríguez Zepeda, Alejandro Natal Martínez y Arnulfo Uriel de Santiago Gómez Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental y asesoría editorial Miguel Ángel Flores Vilchis y Jorge Vázquez Ángeles Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Imagen de portada Bela Gold, de la serie Retratos de familia sin nombre. Dibujo quemado sobre madera reciclada. Fotografía tomada en el Museo Judío de Berlín, 90 x 90 x 7 cm., 2017 Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XXXIX, época V, vol. VII, número 62, mayo-junio 2020, es una publicación bimestral editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex Hacienda San Juan de Dios, alcaldía Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica de la revista: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo, dirección electrónica: editor@correo.uam. mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado d e R eserva d e D erechos a l U so E xclusivo d el T ítulo n úmero 0 4-2013092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México. Fecha de última modificación: 30 de abril de 2020. Tamaño de archivo: 13 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.
profanos y grafiteros Memoria de Ignacio Toscano. Conversación con Mario Lavista, 5 Jorge Torres Sáenz Eusebio Ruvalcaba: él también sentó a la belleza en sus rodillas, 9 José Francisco Conde Ortega El lector innecesario: un obituario para George Steiner, 12 Alfonso Nava Alfonso Iberri, primer editor de literatura en Sonora, 16 Josué Barrera El Apando, de José Revueltas, 20 Óscar Mata Terror psicológico y terror político: centenario de El gabinete del doctor Caligari, 24 Moisés Elías Fuentes
de las estaciones La literatura es siempre una indagación. Entrevista a Alejandro Zambra, 28 José Antonio Gaar
ensayo visual Retratos sin nombre, 33 Bela Gold
ménades y meninas Instantáneas en negativo: el museo y la experiencia digital. Primera parte, 39 Fabiola Eunice Camacho Zozobra en claroscuro: aproximaciones al cine de Pedro Costa, 44 Verónica Bujeiro
antes y después del Hubble El tranvía que no paraba nunca. ¿Quién es el (orangután) asesino de la calle Morgue?, 49 Marina Porcelli El chico nuevo en el pueblo, 53 Rogelio Flores Disertaciones desatinadas sobre el amor, lo masculino, lo femenino. Notas para una fenomenología del cuerpo sexuado. Primera parte 57 Brenda Ríos Avenida Juárez 76 y un cadáver exquisito, 61 Jesús Vicente García
intervenciones, 67 Alicia Sandoval
francotiradores Sutileza y memoria. Orillas, de Nora de la Cruz, 68 Judith Buenfil Virginia Woolf: “tan sólo leer con nuestros propios ojos”, 70 Gabriel Trujillo Muñoz El entretiempo, de Patrick Boucheron, 73 Héctor Antonio Sánchez La pensée errante, de Yves Ouallet, 76 Audomaro Hidalgo De niños y perros, 78 Nora de la Cruz
colaboran, 80 Tiempo en la casa. En tu voz... Cuentos, historias y narraciones UAM Radio
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Dos poemas Antonio Mendoza
Madre dolorosa I ¿Se enmohecen y ya no resuenan Los escudos de bronce renegrido? Espesa zozobra estalla en el silencio Y la madre dolorosa vela al hombre. ¿Sólo soñaste esa muerte que osa Armarse de espada, pica de fresno, Oro y cuero de buey en el cuerpo? II Albatros y gaviotas levantan un vuelo Sin escalas en la esfera del horizonte —¡Y el sol de la tarde en el agua!— Cuando Héctor va a caer de su carro. Andrómaca, en mala hora conoció La luz Astianax. ¿Y tienes que mirar Si tu mal sino ya te arranca los ojos? III La borrasca y llueve sobre mojado; Claridad que no es de ningún astro Atraviesa la turbiedad, y se aclara La sangre en las venas. —Y a Héctor Priámida no lo entregaré a la hoguera Para que lo consuma sino a los perros. La noche sin caminos te vuelve nómada. torre de marfil |
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La hipocresía I Una línea de alambre de púas se atora En mis pantorrillas, un fustazo se imprime, Quemadura, en mi rostro. Lo que ayer Me sucedió en todo caso es miserable. Gustaba una copa de vino con Magdalena Y su amante —y su comportamiento Me desmoralizó, porque nada es peor Que el hombre piadoso a la vista De un “matrimonio” que hace escarnio, Befa, ¡y acariciándose hasta el corazón! II Me libré de ellos como “nuestro señor Me dio a entender” y, prófugo, me resolví Anónimo entre una muchedumbre Subvencionada por el erario público: Había que empadronarse para agarrar El boleto y tuve que esforzarme al máximo Para evitar que los idólatras en masa Me atropellaran careciendo de espíritu. III Luego de comer y beber, trepé a una colina Para presenciar a campo abierto una tanda De juegos de los que no averigüé —nada Me importa— qué se perdía, qué se ganaba. IV Adormilado además del sol el aire fresco: una virgen Apareció a mi vera con su séquito de matronas. De reojo miré sus piernas, corvas y rodillas —Se había recogido el vestido para moverse Con albedrío—; al descubrirme con desprecio Se apartó a paso redoblado. Salvo la muerte No hay alivio para mí, dije plagiando a Chaucer.
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rofanos y graf iteros
Memoria de Ignacio Toscano
Conversación con
Mario Lavista Jorge Torres Sáenz
profanos y grafiteros | Fotografía: Miguel Ángel Flores Vilchis
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“Nunca tuvo título, trabajó como ingeniero que construía puentes entre los artistas y el público. Fue un gran creador de sueños”, ese es el epitafio elegido por Ignacio Toscano (1950-2020), según la entrevista aparecida en nuestro número de febrero de 2018.1 En esta ocasión, a manera de homenaje, Casa del tiempo conversa con el compositor Mario Lavista sobre la figura y el trabajo de su amigo Nacho, creador de orquestas, revistas y festivales, uno de los mayores gestores culturales de los últimos tiempos en México.
—también a Pancho (Hinojosa) y a Federico Bañuelos obviamente, junto a otras gentes que estaban trabajando ahí— que pudo fundarse la revista Pauta. Nacho era muy cercano al rector de aquella época, apellidado Chapela, si mal no recuerdo. Pero no sólo surge Pauta gracias a Nacho Toscano, también, en ese momento, una serie de músicos le proponen formar un grupo dedicado a la música contemporánea. Ese grupo llevaría por nombre Da capo.
¿Cómo conociste a Nacho Toscano? Mi memoria es malísima, pero yo conocí a Nacho cuando lo nombraron director de Difusión Cultural de la uam-Iztapalapa. Esto debió ser en 1981, más o menos; quizá 82. En ese momento trabajaba con él Francisco Hinojosa —el gran escritor—, el guitarrista Federico Bañuelos y creo que Juan Villoro también estaba por ahí. Lo conocí porque Guillermo Sheridan y yo, en una plática que tuvimos, pensamos en la posibilidad de hacer una revista de música. El proyecto era serio, entonces decidimos ir a la uam-Iztapalapa porque Guillermo conocía muy bien a Pancho Hinojosa; ambos eran escritores. Ahí, justo, tuve mi primer encuentro con Nacho, quien justamente trabajaba para la uam como coordinador de actividades culturales y de extensión universitaria. Le propusimos fundar una revista —revista que finalmente llevaría el nombre de Pauta—. Nacho escuchó nuestra propuesta, le interesó e inmediatamente aceptó el proyecto. Fue gracias a él
¿Recuerdas quiénes formaban ese grupo? Al inicio estuvieron María Elena Arizpe —flautista—, la compositora Alicia Urreta en el piano, Álvaro Bitrán en el violonchelo y Leonora Saavedra en el oboe.
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https://bit.ly/2VePisg
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¿Cuál fue la reacción de Nacho frente a esa propuesta? Así como ocurrió con la idea de Pauta, Nacho, al conocer la idea de estos músicos, volvió a decir: “sí, sí me interesa que haya un grupo de música contemporánea”. Supongo que en el México de aquella época, un ensamble dedicado a la música nueva no era algo muy común. Era algo único. Fue el primer grupo de música contemporánea apoyado por una institución importante, una institución de la talla de la uam. Fue fantástico, una gran suerte haber tenido a Nacho ahí. Al mismo tiempo, Nacho inaugura el teatro del Fuego Nuevo, en la uam-Iztapalapa, donde se presentaban los conciertos del entonces recién fundado grupo Da capo. Así fue como se comenzaron a escuchar conciertos de música contemporánea en aquel teatro. Ahí estuvo muy involucrado también Juan Villoro; muy involucrado en la cosa del
teatro. Yo creo que fue una etapa estupenda para la uam, justo a principios de los ochentas, que fue cuando sucedió todo esto. Sin embargo, esta situación cambia cuando se va el rector, pues Nacho deja de trabajar ahí. ¿Y qué ocurrió? El nuevo rector —cuyo nombre no recuerdo— decide que no le interesa ni Da capo, ni Pauta. Sin embargo, para salvar a la revista, yo saqué una cita con él en aquel momento, y consciente de esa falta de interés de su parte, le pido que nos deje sacar a Pauta de la Universidad. En ese momento llevé la propuesta de la revista al inba, y fue entonces que Bellas Artes comenzó a financiarla. Te cuento todo esto porque así conocí a Nacho, en aquel momento él tendría veintinueve o treinta años, no más. Nacho y tú se hicieron amigos, y esa amistad perduró toda la vida… Toda la vida… toda la vida. ¿Qué ocurrió después con Nacho, es decir, cuando dejó de trabajar en la uam? Con la llegada del nuevo rector, Nacho salé de ahí y tiempo después crea uno de los proyectos musicales más importantes que han existido en este país que fue Instrumenta. Instrumenta fue un proyecto en el que se contemplaba la realización de un festival de conciertos, con intérpretes traídos de México y el extranjero. Pero lo interesante y diferente de este proyecto es que Nacho pensó siempre en que debería fomentarse una actividad académica, donde todos los maestros invitados (entre ellos Stefano Scodanibbio, o el primer contrabajo de la Filarmónica de Berlín —vino gente maravillosa—) debían, además de tocar, dar clases a los jóvenes músicos participantes. De esa manera, Nacho aprovechaba la presencia de esos grandes músicos en favor de los músicos en formación. ¿Recuerdas algún momento en particular, cuando participaste en Instrumenta? ¡Cómo no! Recuerdo que Nacho organizó un concierto en el Templo de Santo Domingo —Stefano
Scodanibbio estaba ahí—, y el Cuarteto Latinoamericano tocó Reflejos de la Noche. En ese ámbito, en ese lugar, con esa acústica… fue de una de los mejores experiencias que he tenido, porque yo adoro esa iglesia. Escuchar una obra mía, en ese espacio sagrado, fue algo inusitado. Todo gracias a Nacho. Y sé que continuaron realizando muchos proyectos en Oaxaca a instancias de él. ¿Qué relación tenía este tiento de Nacho con el proyecto educativo de Eduardo Mata? Mucho. En realidad, Eduardo Mata era también muy cercano a Nacho, y evidentemente Nacho apoyó en todo lo que pudo a Solistas de México, grupo que Eduardo Mata había fundado. Nacho intervino ahí y siempre lo apoyó. Yo creo que las dos artes más importantes para él fueron la música y la danza. Adoraba la música y amaba la danza. Recuerdo que organizó un homenaje en vida a la maestra Guillermina Bravo. Sí, en Bellas Artes. Y Guillermina estuvo ahí, en la función. Recuerdo que varias compañías participaron; entre ellas estaba Delfos, la compañía de mi hija, para rendir homenaje a la maestra. Pero bueno, todo este asunto de Instrumenta del que hablábamos, siempre me ha parecido uno de los proyectos académicos más importantes de México. Duró varios años. Cambió de sede, era en México al principio, después se fue a Puebla, luego a Oaxaca, donde Instrumenta vivió una época maravillosa. Finalmente se acabó, porque ya no hubo financiamiento. Recuerdo que en algún momento Nacho invitó a músicos como José Luis Castillo, quien dirigía con frecuencia en Instrumenta. Pero no sólo eso. Gracias a Nacho, Instrumenta comisionaba constantemente obras a compositores de todas las generaciones. Claro. Encargaba obras, las estrenaba, y cuando se podía, las grababa. Es decir, Nacho es una de las mejores cosas que nos han pasado en este país, sin lugar a dudas. ¿Cómo es que Nacho se convierte en director del inba? Fue Sari Bermúdez quien lo invita en aquel momento a hacerse cargo del Instituto, y mientras él
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estuvo, no sólo como director, sino incluso antes, ocurrieron cosas formidables. Por ejemplo, se estrenó en México The Rake’s Progress, de Stravinsky, dirigido por Ludwik Margules. Se presentó también una Salomé, de Richard Strauss, extraordinaria y polémica, dirigida por Werner Schroeter, en 1986. Fue muy impresionante. De gran calidad. Se presentó La voz humana, de Poulenc, y óperas de compositores como Nino Rota. No deja de sorprenderme que Nacho, sin ser artista, sin ser propiamente músico o bailarín haya estado tan involucrado con la contemporaneidad. Eso siempre me maravilló. Cuando tú le proponías las cosas más inusitadas, él accedía, pues tenía un instinto, una intuición sobre las cosas que valían la pena. En ese momento, lo más inusitado era precisamente la modernidad, y era justo lo que Nacho apoyaba. Es extremadamente raro que, en las esferas del poder cultural en México, habite un personaje como Nacho. Efectivamente. Además, Nacho no pensó nunca en términos de interés económico o de mercado; aún menos en términos de aceptación del público. Porque incluso el público, curiosamente, lo aceptaba, y de manera extraordinaria. Nacho promovió algunos concursos de composición importantes en México, ¿no es así? Efectivamente. El Concurso Rodolfo Halffter en Instrumenta. Y en la década de los ochentas, el Concurso Alicia Urreta, que en aquel momento ganó una jovencita compositora: Gabriela Ortiz. Y ganó con su Cuarteto I, para cuerdas. Lo recuerdo porque fui al estreno de esa obra en 1988.2 2 Gabriela Ortiz nos cuenta una anécdota respecto a la noche de la premiación del Concurso Alicia Urreta: “Gané ese concurso hace años, pero la anécdota es que, luego de la premiación de Bellas Artes, fuimos a celebrar a un restaurante del centro. Íbamos Nacho, Mario Lavista y otros amigos. Estaba muy emocionada, porque era la primera vez que ganaba un concurso y un premio económico. Me acababan de dar el cheque del premio, pero, justo esa noche lo perdí. Yo estaba ya al borde de la histeria, por no saber dónde había quedado mi cheque, pero una persona que estaba cenando en la mesa de al lado en aquel restaurante —me parece que su apellido
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Así es. Esa obra la escribió cuando ella formaba parte de mi taller de composición. Pero Nacho era así. Tuvo la capacidad de reunir en torno a él a los mejores músicos y artistas jóvenes que había. Los ayudaba, los estimulaba en la creación encargándoles obra. Algo que no es común. Es triste estar sin Nacho. Es muy triste, y será muy difícil que surja un personaje de esa talla, de esa naturaleza. Recuerdo que Nacho pensó en formar un conservatorio o una escuela de música en Oaxaca, en honor a Eduardo Mata. Lamentablemente ese proyecto no prosperó, por razones políticas; cambios de funcionarios, de intereses. Pero Nacho teniendo todo el tiempo una cantidad de proyectos enorme —e incluso durante este periplo de sus cargos públicos— nunca dejó de estar al pendiente de Pauta. Si yo tenía algún problema recurría a él, y siempre nos apoyó para lograr dar continuidad a la revista, claro… mientras fue posible. ¿Cómo fue tu relación con él los últimos años? Siempre fue muy cercana. Nacho siempre estuvo en la casa. Venía a comer una vez a la semana. Éramos vecinos porque él también vivía en la Condesa, estábamos muy cerca. Siempre tuvimos una relación muy próxima, muy cercana. Ya en los últimos tiempos, afortunadamente mi hija Claudia y yo pudimos visitarlo en el hospital, porque estaba a cargo de su cuidado Claudio Valdés Kuri, quien se portó maravillosamente con Nacho y con nosotros. Un gran amigo Claudio Valdés. Mi hija quería muchísimo a Nacho y varias veces se quedó ahí en el hospital por las noches, a cuidarlo. Yo llegaba por la mañana a relevarla para estar con él. En fin, independientemente del bien que le hizo Nacho a la música —no sólo a la mexicana— me hace muy feliz haber tenido en él a un amigo tan cercano, con quien compartí tantas cosas.
era Gamboa—, conocía a Mario. Se dio cuenta de que yo había dejado el cheque de mi premio olvidado, y por la noche lo llamó para decirle que él lo tenía. Así fue como lo recuperé”. Gabriela cuenta que “el estreno de la obra ganadora lo hizo el Cuarteto Latinoamericano, en el Festival del Centro Histórico, en el Franz Mayer, fue un momento muy importante para mí.”
Eusebio Ruvalcaba: él también sentó a la belleza en sus rodillas José Francisco Conde Ortega
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Fotografía: Salvador Castañeda, cnl / inbal
Hace tiempo, “antes, antes, muy antes” de que impusieran su ley en contra de los fumadores, Eusebio Ruvalcaba nos convocaba, a Arturo Trejo Villafuerte, Ignacio Trejo Fuentes, Rolando Rosas Galicia y a mí, para beber y conversar largamente, en alguna cantina del Centro Histórico. Durante algunos años, antes o después de la Semana Santa, compartimos con el autor de Chavos: fajen, no estudien, su armoniosa conversación y su extraña —y certera— sabiduría de la vida. Para cada ocasión, él elegía una cantina distinta. Ponderaba sus virtudes, la atención de los meseros, la botana… Y en todas era festivamente recibido. Y nosotros también. Es cierto, nos veíamos con frecuencia en otros sitios, particularmente presentaciones de libros y cocteles. Pero él necesitaba de cierta gozosa intimidad con algunos de sus contemporáneos que sabían compartir el gusto por el licor congregatorio y la conversación sin estridencias. Y aducía otro pretexto, con el que no dejaba de inquietarnos. Solía decir que buscaba reunirnos para verificar quién de nosotros seguía vivo. Creo que siempre supimos todos que la vida no es muy seria en sus cosas. Y por diversas sinrazones interrumpimos las reuniones. La extraña fragilidad del tejido social, las distancias cada vez más agobiantes, el encono de los años y las dolencias del cuerpo y esta época oprobiosamente puritana e inquisitorial conspiraron para que, estos últimos años, nos viéramos esporádicamente. Aldous Huxley escribió en alguna parte que nos duele la ausencia porque, con cierto explicable egoísmo, extrañamos aquellas cosas que solamente el ausente podía hacer. Y que son irrepetibles. Pienso en Eusebio Ruvalcaba y tengo que celebrar su luminosa obsesión por la belleza. Cada cosa, cada objeto, cada situación eran, para él una oportunidad para buscar —y encontrar— la belleza. No pocas veces, en algunas de las cantinas, levantaba su vaso para que advirtiéramos las diferentes tonalidades que adquiría el oro viejo del whisky al ser tocado por las últimas luces de la tarde. O nos apercibía para que afináramos al oído porque las notas melancólicas de un salterio se dejaban escuchar pese al ruido citadino. O cuando sacaba su pluma Wearever, con el logotipo de Jarritos, y de un color ya indefinible. “Es un clásico”, decía. Y estaba seguro de la había canjeado, a finales de los años cincuenta, por diez corcholatas. O cuando acudía a la conversación la música de El Divino acompañada por la ensoñación de una sonrisa de mujer. Eusebio Ruvalcaba siempre supo escuchar a su duende interior. Por eso escribió mucho. Porque buscó en cada letra, en cada frase, en cada párrafo y en
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cada sonido una posibilidad para atisbar en ese deseo imposible de los que no tenemos fe: la belleza. Así, no es difícil encontrar en su literatura tres ejes cardinales que le sirvieron como brújula, mapa de navegación y exorcismo perentorio: la música, la obra de Flaubert y el eterno femenino. Melomaniaco irredento —como a él le gustaba ser considerado— fue dejando, para sus muchos lectores, referencias, pistas, anécdotas, impresiones y una amorosa comprensión de la historia de la música. Y el autor de Madame Bovary fue un estímulo y una aspiración. La certidumbre de la frase precisa y la estructura elegante fueron otra música: la del lenguaje en sus posibilidades infinitas. Finalmente, supo creer que en la sonrisa, los ojos, el cuerpo de una mujer —o todas las mujeres— se encontraba cifrada la armonía del universo. Escribe en Con olor a Mozart:
Las cuarentonas que “Beethoven nos permite ver, en cada mujer, la belleza vuelta pasión.” En efecto, la pasión como único resorte valedero, para el arte y para la vida. La música para comprender el sentido del mundo, la palabra justa para decirlo y la figura femenina para dotarlo de sentido. No de otra forma se puede aspirar a la belleza. Por eso se explica la admiración que Eusebio Ruvalcaba le profesaba a Flaubert. Sólo por medio del lenguaje es posible descifrar el mundo. Y únicamente la búsqueda de la forma perfecta ofrece la oportunidad de ordenar el caos. De ahí la pasión inquebrantable para aguzar todos los sentidos. En Una cerveza de nombre derrota escribe:
Y de repente y como de milagro, un niño con un violín hace presencia en la destartalada máquina, y de inmediato una tonada de Mozart escúchase … y la bella melodía con fragancias de dichas y felicidades aplacó a todos el blanco manto de los sinsabores.
Sí, un pesimismo melancólico es el fino tejido de la obra de Eusebio Ruvalcaba. La seguridad de que este mundo es el infierno verdadero es una fatalidad asumida, pues sabemos sus lectores que no parte de un concepto religioso, sino de la dolorosa certidumbre de que aquí, en esta tierra, la única razón para vivir es encontrar de frente a la belleza, aunque sepamos bien que nos puede traicionar; que cuando creemos asirla, se escapa como arena entre los dedos. Un libro de Eusebio Ruvalcaba me parece central para entender esta idea. Es Desgajar la belleza. Él consideraba que este libro estaba condenado al fracaso. Es un guiño retórico, pues, de muchas maneras, podría verse como un testamento literario: su Ars Poética revelada y develada. Bien podría decirse que es el desbordamiento de la pasión en una forma ceñida y justa. Es el libro de un autor que fiel a sus demonios pudo, por fin, como Rimbaud, sentar a la belleza en sus rodillas, y aunque también la encontró amarga, no la injurió. Siempre supo que vivir una temporada en este mundo bien valía la pena simplemente por ese “orgullo imprudente de ser hombre”.
Es decir, la música, cierta música, como la única manera de la redención. Del mismo modo que José Revueltas, Eusebio Ruvalcaba encuentra un instante perdurable. Y como un leve guiño al motivo de la inocencia, hay una velada alusión a aquel poema de Guillermo Fernández en el que un niño hace pis en la fuente de la glorieta Río de Janeiro, en su entrañable colonia Roma. En Pensemos en Beethoven se confirma esta idea de la redención. Pero, lo que es más importante, una idea de la salvación en este mundo, pues, si “Bach es el padre de la música, Beethoven es el hijo pródigo”, porque éste “ha dado alivio a quien se encontraba perdido”, al saber que “cuando un relámpago ilumina el cielo, Beethoven llama”. En este mismo libro, una línea de Eusebio Ruvalcaba pareciera ser el epítome y la concentración de esos ejes cardinales aludidos líneas arriba. Dice el autor de
Hay tanta podredumbre en el hecho de ser hombre. También tanta pujanza, tanta voluntad, tantas ganas de vivir.
Ciudad Nezahualcóyotl-uam-Azcapotzalco, verano de 2019.
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El lector innecesario: un obituario para
George Steiner
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Alfonso Nava George Steiner. FotografĂa: Jacques Sassier, imagen de portada de Errata. El examen de una vida, Madrid, Siruela, 2000
Saint Beuve escribió que nadie pensaría en crear una estatua para un crítico. George Steiner usó continuamente esta cita para deplorar una suerte de fetichización del crítico, el imperio de los comentadores y los grandes mandarines que, en lugar de ser un puente entre una obra mayor y su lector, construyen torres de libros y programas de disección que sólo obstaculizan la lectura de primera mano (su blanco favorito era, como solía llamarle en entrevistas, “Monsieur Derrida”). Pareciera que Steiner, si tuvo que elegir bando, se puso siempre del lado del lector, pero la cuestión no es tan sencilla. En algún momento de su Gramáticas de la creación, Steiner afirma que los grandes libros no fueron escritos para ser leídos, sino porque debían ser escritos; asimismo, parafraseando a Walter Benjamin, aseguraba que un libro nunca tiene prisa por ser leído y que podría pasar siglos sin encontrar a su lector ideal. Ambas frases parecen borrar de un plumazo la noción de la importancia del lector en la transacción literaria. Para Steiner lo importante no es la lectura ni el lector: es la obra. La obra que se significa por sí sola, que alberga en sí misma su crítica, no requiere ejercicios de deconstrucción ni sesudas pontificaciones que definan sus horizontes. Es de ahí que se suele citar a Steiner como el primer “crítico moral” de la literatura, etiqueta suficientemente vaga con la que gustan identificarse no pocos reseñistas de México que declaran su franco desdén a las academias, las teorías críticas y los análisis estructurales. Hay en eso una posición bastante respetable que dicta que el procedimiento más franco para ser, efectivamente, un puente entre la obra y su lector es el compartir una experiencia franca de lectura, especialmente cuando hablamos de reseñas que no siempre van dirigidas a públicos especializados (la practicidad, brevedad y atractivo que podrían requerir) y que han sido escritas por quienes están lejos de las academias. Pero cuando hablamos de un asiduo invitado a las aulas de universidades Ivy League y sacrosantas instituciones culturales, la situación cambia. En Inglaterra la obra de Steiner viene acompañada de reacciones mixtas y controversiales, y no es minoritaria la opinión, en la academia, de que Steiner es en buena medida un relativista y un generalista. Malcolm Bowie, su colega en el All Souls de Oxford, afirmó una vez que a Steiner “le gusta estar adentro y afuera; estar en
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los márgenes va con él: se puede ser profeta desde una posición cómoda”, con lo que criticaba su falta de profundidad tanto en los temas que abordaba como de compromiso en asuntos políticos. En Estados Unidos ocurre algo de lo mismo: sus colegas le han acusado de hacer un uso arbitrario o equivocado de las citas (por equivocado entenderíamos conveniente: las citas se acomodan en orden de validar un argumento, incluso a riesgo de torcer el sentido original); el filósofo A. C. Grayling acusa que la obra de Steiner rezuma “ampulosidad intelectual” para ocultar que hay pocas ideas; sabido es que los lingüistas deploran el célebre After Babel como una obra de poca profundidad y llena de apenas puntas o simplificaciones de grandes teorías. Si en el ámbito académico se le acusa de generalista, por su labor de, digamos, difusión en revistas y publicaciones periódicas se le acusa de elitista. Saul Bellow lo llamó “de todos los dolores en el culo, el más insoportable” por snob y anquilosado en una cierta noción de alta cultura europea. Steiner no tuvo ambages en repetir que lo mejor de la alta cultura no es para todos, no sólo por una cuestión de acceso sino de capacidades y voluntades; también minimizó expresiones como el jazz o el arte contemporáneo. Aunque la etiqueta de “elitista” lo rondó siempre, la polémica se hizo sentir muy especialmente cuando tomó el lugar de Edmund Wilson en The New Yorker, un semanario de contenido variopinto que en época de Steiner se convirtió en una casi enciclopedia, según cuenta Robert Boyers. Susan Sontag lo defendió por “su compromiso con la seriedad” y el propio Steiner reivindicó su misión afirmando que la crítica no consiste en poner un muro entre lo de buena y mala calidad, sino en tejer puentes entre lo bueno y lo mejor: las malas obras, confiaba, albergan en sí mismas la semilla de su olvido. Lo mejor es abundante y es preciso hacer hallazgos continuos, afirmó, sobre todo en una era en que ya vislumbraba que los excesos de información y la acelerada producción de contenidos multimedia amenazaban con sepultar toda conciencia histórica. Decía Wilde que no es el arte el que debe volverse popular sino el público el que debe volverse artístico, y quizá ese era el mantra del Steiner editor.
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No tengo un texto o una evidencia de que Steiner entrara en polémicas por estas descalificaciones. Incluso en una ya famosa entrevista con The Paris Review se muestra muy indiferente ante la etiqueta de “generalista”. Es probable que, helenófilo como era, supiera que es prometeico el precio que se debe pagar por entregar a los mortales un conocimiento que suele estar reservado para pocos. En esa misma entrevista Steiner narra que la primera acusación de ese tipo que recibió provino de un lingüista a propósito de After Babel, mismo que además le indicó la arrogancia de pretender ocuparse él solo de un tema tan vasto, que ha sido investigado desde tantas aristas de las ciencias naturales y sociales. Steiner responde que justo por esa vastedad, un libro de carácter especializado resultaría fútil y que es ciertamente arrogante querer escribir un libro que vale la pena ser vivido, pero que esa es la clase de riesgos que uno debería tomar siempre. Con ese argumento vuelve Steiner sutilmente a su postulado de que los libros no se escriben porque tengan que ser leídos. Pero también termina estableciendo otro principio que, considero, es el que lo ha vuelto tan querido en su universo de lectores: la idea de que la crítica es, o debería ser, un nuevo acto de creación. Al decir eso pensaba en un linaje mayor de crítica (como por ejemplo el que va de Dickens reseñado por Poe, Poe traducido por Baudelaire, Baudelaire ensayado por Benjamin, Benjamin rescatado por Adorno, Adorno diseccionado por Habermas) que se expresa en sendas obras que rebasan la reseña para convertirse en una conversación continua y monumental: una lectura inacabable que en lugar de sólo juzgar y tejer puentes con las obras, incuba nuevas ideas. Una crítica que provoca nuevas obras. La primera línea de su primer libro —en adelante repetida a lo largo de su producción y en decenas de entrevistas— es esta: “La crítica literaria debería surgir de una deuda de amor”. Debajo de la evidente cursilería de la frase subyace un postulado vigoroso relacionado con el poder transformador que una obra puede ejercer sobre nosotros; aunque esto también suena cursi y pleno de ese chocante idealismo de las campañas de lectura (aquello de que “leer nos hace mejores personas”), en
realidad habla de la capacidad, que sólo las artes nos pueden brindar, de vivir o experimentar posibilidades de la vida en realidades autónomas que construimos en el seno mismo de lo real. Posibilidades que no siempre deben ser gratas o cómodas, porque sólo las obras que desafían nuestras más preciadas verdades nos llevan a esa transformación definitiva y crítica que provoca esa otra cosa repetida por Steiner: no somos los mismos después de leer una obra. No hay cursilería ni hipérbole en esta última consideración porque otro ángulo que Steiner no pierde de vista es que este efecto de transformación no siempre opera a favor de lo más virtuoso o de las mejores expresiones del espíritu humano. Un libro que encuentra a su lector ideal genera una responsabilidad compartida porque se abre un ciclo de creación continua cuyos horizontes no podemos calibrar con exactitud en el momento mismo de la lectura ni al finalizarla. Que hoy día Rousseau sea para algunos (como lo califica Isaiah Berlin) padrino del fascismo y para otros un padre de los progresistas habla con elocuencia de la manera en que las ideas florecen en las manos creadoras de los lectores futuros. Los padres de las teorías críticas dirían que justo para evitar estas diversificaciones, el relativismo y el subjetivismo radical, es que la crítica literaria debe apuntar hacia la disección más precisa de un texto. Para Steiner, esa pretensión canónica anula la experiencia viva que la obra nos quiere ofrecer y considera que habría que dejarle camino libre, incluso con sus potenciales consecuencias malignas porque, valga la perogrullada, lo maligno es parte también de la experiencia humana. Parte de los motivos por los que se calificaba a Steiner como elitista también venía de la percepción de que no concebía estas grandes transformaciones humanas por vías distintas a las del gran arte y la cultura. Su desdén hacia expresiones populares como el rock o el jazz e incluso el futbol soccer parecían indicar que Steiner no consideraba que otras disciplinas humanas, e incluso la comodidad o las dificultades de una vida sencilla, fueran la vía para los grandes hallazgos y transformaciones. En clave, Bellow parece contestarle que “algunas personas deberían ser advertidas de que la vida se les puede perder en las bibliotecas”. Steiner
siempre remite al mundo libresco, incluso cuando habla de sexo o de sus perros (en Los libros que nunca he escrito), incluso cuando se pone muy confesional parece crear un muro de citas literarias. No obstante, en otro sitio Steiner parece indicar que si sólo el gran arte es la vía para obtener revelaciones y transformaciones es porque (aunque esto parezca de nuevo perogrullada) el gran arte ni nos es ajeno y sigue hablando por nosotros, incluso a pesar nuestro. Una de sus tesis en Poesía del pensamiento se halla en la sugerencia de que siempre estamos hablando en metáfora, aunque no nos lo propongamos; que siempre estamos aludiendo a todo en analogía porque sencillamente no podríamos referir la realidad de otro modo; que algún día la neurología revelará las reacciones de índole biológica que se generan durante la lectura de un poema o ante la confrontación del verso dado y el instante poético. Esta operación no sólo nos lleva al terreno de la poesía involuntaria, sino al de la filosofía: la búsqueda de la expresión más adecuada para llegar a lo que queremos aludir nos vuelve críticos del objeto en sí, nos lleva a una disección de la cosa y una búsqueda que es tanto de índole histórica como lógica. Steiner tiene que hacer un gran repaso de los filósofos que prueban esta posibilidad y de la poesía que se levanta con profundidad filosófica, pero la médula parece residir en una cita de Rilke que aparece a la mitad del libro y que sólo dice: “El comienzo de toda filosofía es un verso”. Puede ser hiperbólico o cursi, pero, sospecho, la gran idea que George Steiner trató de probar a lo largo de toda su producción fue el hecho de que incluso el más sencillo acto de habla, proferido por cualquier persona en cualquier lugar, más allá de intencionalidades deliberadas y necesidades inmediatas, es un acto de creación con una dimensión histórica, lógica y emotiva. Su propia síntesis de After Babel (la idea de que el desarrollo o configuración de ciertos verbos traza las voluntades y anhelos de una colectividad) parece sugerirnos que en todos nosotros habita un creador factual y que por ello tenemos una inmensa responsabilidad con las palabras que elegimos. Todo acto es una obra y la obra importa más que su lector. No hay elitismo, me parece, en una apreciación de esa categoría.
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Alfonso Iberri,
primer editor de literatura en Sonora JosuĂŠ Barrera
16 | casa del tiempo Alfonso Iberri. Imagen: Biblioteca Digital Sonora
Historiar el desarrollo de las revistas literarias aporta datos significativos sobre aspectos artísticos y culturales así como sociales y políticos, ya que este tipo de publicaciones reflejan un momento histórico, demuestran tendencias literarias, son un vehículo de promoción y un espacio que reúne distintas voces de diversos grupos culturales. Conocer su historia nos ayuda a bosquejar el proceso de otras áreas relacionadas con la escritura como la lectura, el trabajo de las editoriales, la función de las bibliotecas, el papel de las librerías, el trabajo de las imprentas y la escritura en diferentes géneros. Un estudio que contemple cada una de estas áreas nos llevará a conocer una historia de la literatura más amplia desde una perspectiva más allá de la literaria. Sonora ha tenido un largo pero accidentado camino en la escritura, sobre todo si se habla de las publicaciones periódicas. Si contamos tan sólo los periódicos y revistas que se han publicado en el estado desde su separación con Sinaloa en la tercera década del siglo xix, podemos mencionar, aproximadamente, más de 200 publicaciones en 170 años.1 Hasta el momento nadie se ha tomado la tarea de investigar esta larga tradición de publicaciones ya que, por desgracia, muchos de estos ejemplares se encuentran perdidos o a través de los años se han destrozado por la falta de un cuidado profesional en su preservación.2 En el transcurso de estos más de cien años, las revistas de literatura en el estado reflejan las distintas etapas sociales que ha vivido Sonora: desde el romanticismo decimonónico, el impulso a la educación y cultura en la etapa
Fernando Galaz en su libro Dejaron huella en el Hermosillo de ayer y hoy nombra los periódicos y unas pocas revistas que se produjeron desde 1846 a 1970 tan sólo en Hermosillo. 2 Guadalupe Aldaco mediante un apartado en el libro Cultura y literatura, analiza los primeros periódicos de Sonora. 1
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posrevolucionaria, las manifestaciones universitarias en los años sesenta, la participación activa de los jóvenes en actividades culturales, la fundación de revistas académicas hasta llegar al uso de la Internet con revistas digitales que han prescindido de la hoja impresa. El punto en común de la mayoría de ellas, independientemente si estaba en una etapa de crisis revolucionaria el país, si eran académicas, institucionales, independientes o electrónicas, es no pasar de dos años y la incertidumbre del próximo número. En el caso de Sonora no podemos hablar de una evolución de las revistas de literatura porque no existe una diferencia entre las primeras y las más recientes. Cada proyecto ha partido de cero, lo cual indica que cada publicación tiene una evolución individual, mas no colectiva. Incluso entre los mismos editores se desconoce la historia de su profesión. Por lo que el impulso de editar una revista tiene el mismo tenor, ya sea en la época de la Revolución Mexicana o en la revolución digital. A lo largo de este ciclo han existido pocos mentores en el tema de edición. Han surgido grupos en torno a figuras importantes, pero falta el gran maestro que enseñe la profesión de editar una revista. Un punto que distingue a las revistas de literatura es que a pesar del desafortunado destino que han tenido todas, es decir, ninguna se ha consolidado como una empresa autosustentable (incluso la gran mayoría ha carecido de apoyo gubernamental), cada generación inicia proyectos editoriales en donde se abanderan y se sienten representados. Los editores hacen su trabajo con tanta pasión, que no les importa perder dinero por tal de tener entre sus manos, o ahora en la pantalla, una revista de su propia creación. La revista se convierte entonces en una huella, un rastro, una pista que se esconde, cuando tiene buena suerte, en una hemeroteca, esperando que algún estudioso la descubra décadas después. En sus páginas se describe la visión y
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las aspiraciones de una época. Contiene aciertos y errores, premoniciones y remembranzas, gritos y silencios. La diferencia de estudiar un libro y una revista estriba en que en esta última se encuentra un coro de voces, opiniones y tendencias. Por si fuera poco, el diseño nos arroja datos sobre qué significaba la erudición o la belleza en determinada época. Si en las revistas encontramos anuncios publicitarios, podemos darnos cuenta qué tipo de empresas existían en su momento y cuáles apoyaban la literatura o la cultura en general. Podemos saber si eran empresas locales o extranjeras e inferir por el tamaño del espacio de los anuncios qué empresa pagaba más. Mediante el estudio de las revistas podemos rastrear las imprentas que existían en su momento y la calidad que tenían. Asimismo podemos reconocer el tipo de papel que se usaba, la calidad de la impresión y con el tiraje identificar el alcance que tenía. Historiar el desarrollo de las imprentas es un tema pendiente en Sonora que quizá nadie lo pueda investigar. Si hay pocos registros de las publicaciones impresas, es casi nula la información sobre las imprentas por sus características naturales. Alfonso Iberri (Guaymas, 1877) ha sido reconocido por su obra literaria como el primer poeta de Sonora. Desde joven ganó concursos literarios, estuvo en contacto con revistas literarias del centro del país y tuvo una educación afortunada dada la posición familiar. Dirigió diversos periódicos en Chihuahua, Hermosillo y la Ciudad de México, asimismo colaboró con medios de diferentes países. Publicó tres libros de poesía: Mis versos (1909), Consonancias (1911) y De la tarde (1919). En sus últimos años de vida publicó El viejo Guaymas, en donde reúne crónicas sobre este puerto, y fue director de la Biblioteca Municipal. Falleció en 1954. Dentro de los pocos textos que abordan el tema cultural en la historia del estado, no hay registro alguno
que mencione la aparición de una revista literaria en todo el siglo xix. La actividad en la escritura se enfocó totalmente en el periodismo. Por mucho tiempo, el dato más antiguo que se encontraba de una revista literaria fue el que señala Carlos Moncada en su libro Sonora bronco y culto,3 en donde menciona el surgimiento de una revista fundada por el joven poeta Alfonso Iberri en 1904 llamada Mercurio. Lo que el autor comenta es que esta revista la realizó Iberri a partir de las publicaciones que conoció en el centro del país. Sin embargo, en el periódico El centinela (consultado en la Hemeroteca Nacional), publicado en Hermosillo, en su ejemplar del 6 de julio de 1901, menciona lo siguiente: También se anuncia para mañana la publicación del primer número de “El pájaro azul”, revista literaria de la que será Director el joven Alfonso Iberri. Ojalá que no nos haga recordar á “Claro de luna”.
En La gaceta comercial impresa en la Ciudad de México, con fecha del 17 de julio de 1901, se menciona: Bajo la dirección de Alfonso Iberri, joven soñador de altas preses intelectuales y bardo tendencioso y sentido, ha comenzado á publicarse en Hermosillo un semanario de literatura denominado “El Pájaro Azul”, cuyo primer número hemos recibido.
Con estas dos breves referencias, una anunciando la salida para un día después y la otra de confirmación de recibido, encontramos la primera revista literaria en Sonora fechada en 1901. La siguiente referencia es la revista Mercurio dirigida por el mismo Alfonso Iberri acompañado por Antonio González. En el periódico El centinela, en su número del 4 de febrero de 1905, anuncia que:
Con el nombre de El Mercurio publicarán una revista mensual los señores Alfonso Iberri y Antonio González. Dicha publicación será ilustrada, semejándose en todo á los magazines que nos vienen de Europa y Estados Unidos, imprimiéndose en los talleres de The Oasis, en Nogales. Entendemos que el primer número aparecerá el mes entrante.
Después mencionan, con grandes elogios, que es la única revista de ese tipo en el país. Aunque se imprimió en Nogales, se menciona que es una revista de Guaymas. El 1 de abril del mismo año, el periódico El centinela publica: Anunciamos de recibido de “El Mercurio”, interesante revista mensual que han principiado á publicar en Guaymas los Sres. Alfonso Iberri y Antonio F. González. Está impresa en muy buen papel con tipos nuevos y contiene ameno é interesante material ilustrado con excelentes grabados. En una palabra es una publicación que boura á la prensa sonorense.
El Mercurio duró unos pocos números y no consiguió estimular otros proyectos editoriales. El efecto más visible que tuvo fue a nivel personal con el mismo Alfonso Iberri, quien con esta publicación fue consolidando su trabajo ligado a la prensa. De acuerdo con Moncada, esta publicación llegó a imprimirse con un tamaño menor al de carta. En su contenido resaltan artículos sobre Hermosillo y Guaymas, poemas y anuncios de la localidad. Con dos publicaciones impresas de corta vida, publicadas y distribuidas en un estado con un alto índice de analfabetismo, Alfonso Iberri inició la tradición de revistas de literatura en el estado. Una tradición que avanza oscilante pero que continúa hasta el día de hoy.
3 Carlos Moncada (1998). Sonora bronco y culto. Ediciones EM, Hermosillo, Sonora.
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Afiches de la cinta El apando
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José Revueltas nos conduce como un castigo, o una expiación, a través de un extensísimo párrafo de unas diez mil palabras por un infierno llamado El apando,1 que se encuentra dentro de otro infierno: la penitenciaria de Lecumberri. El apando, una celda de castigo, es otra Malebolge,2 o mala bolgia, mala bolsa, como Dante Alighieri llama a una estrecha y profunda celda ubicada en el octavo círculo del infierno, donde los malebranche torturan a los condenados. En el infierno de Revueltas los demonios son los monos, esos guardias y carceleros que llevan las rejas de su prisión mucho más allá de los muros del penal, hasta sus propias casas; el apelativo “monos” vendría a ser una especie de “homenaje” al chango feo responsable de la brutal represión que culminó con la matanza en la Plaza de las Tres Culturas. El apando es considerado un relato inspirado por el movimiento estudiantil de 1968, a pesar de que en el texto no hay ninguna mención o siquiera una alusión al mismo. A mediados de ese año José Revueltas renunció a su muy bien pagado empleo en el Comité Olímpico Mexicano para unirse a las protestas estudiantiles, participó activamente en el Comité de Huelga y, tras la brutal masacre del 2 de octubre, fue acusado por el gobierno de ser el “ideólogo” del movimiento. Aceptó los injustos cargos, con la esperanza de que así se pondría fin a la persecución de los demás líderes estudiantiles, lo cual no sucedió. Ingresó al penal de Lecumberri el 18 de noviembre de 1968; se trataba de la cuarta vez que era apresado, puesto que en 1925 pasó seis meses en la correccional de menores, por el “delito” de participar en un mitin en el Zócalo; en 1932 estuvo de julio a noviembre en el penal de las Islas Marías, sitio al que regresó en noviembre de 1934 y de donde salió en febrero de 1935. Ambos encarcelamientos en los “muros de agua” se debieron a su militancia en el Partido Comunista Mexicano. 1 2
José Revueltas, El apando, México, Era, 1969, 56 pp. Dante Alighieri, La divina comedia, t.1, México, uteha, 1955, p. 112 y ss.
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La novela corta El apando fue escrita en la Cárcel Preventiva de la Ciudad de México en febrero y marzo de 1969. En ella, José Revueltas no menciona marchas ni manifestaciones, protestas o pliegos petitorios, tampoco se refiere a la situación política del país. En uno de sus artículos en la revista Siempre!, a propósito de un informe presidencial de esos años había afirmado categóricamente: los presos políticos son ustedes. El tema central de esta novelita es la prisión, el encarcelamiento de los humanos que buscan y esperan redención. La novelita sucede en pocas horas, el día de visita en el penal. Tres reos —Albino, Polonio y El Carajo— esperan la llegada de la madre del Carajo, quien puede meter a la cárcel veinte o treinta gramos de droga, el “ángel blanco” que les permite soportar la prisión. La señora, una anciana de más de sesenta años, seguramente será respetada por las celadoras, que no la someterán a las abusivas inspecciones que sufren las mujeres que visitan a los reos. La Chata y Meche, parejas de Polonio y Albino, han sido manoseadas por las monas carceleras, quienes se dan gusto metiéndoles el dedo en la vagina; Polonio piensa que con la anciana será distinto y así sucede, pues la vieja, con la droga oculta en un tapón anticonceptivo, pasa la revisión sin problemas. Al mismo tiempo, La Chata y Meche entran a la penitenciaria indicando que visitarán a otros reclusos, ya que sus hombres se encuentran apandados, en la estrechísima celda de castigo, y no pueden recibir visitas. Todo sucede según lo planeó Polonio: la anciana y las dos jóvenes se acercan a la puerta del apando, pero la vieja se niega a entregar la droga, pues no ve a su hijo. Entonces, Meche y La Chata inician una protesta con el fin de que saquen a sus hombres del apando. En apariencia logran su objetivo, pues los tres salen de esa cárcel dentro de la cárcel, pero sólo para ser confinados en otra celda, donde sostienen una desigual y sangrienta batalla con los carceleros que les propinan una golpiza brutal. Para colmo de males no reciben la droga y El Carajo muestra su abyección.
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La historia principal es breve y en realidad transcurre en poco tiempo, un elemento inexistente para los reclusos, pues jamás se menciona la duración de sus condenas, cuántos años o meses llevan dentro, cuándo recuperarán la libertad. En el infierno no hay plazos, sólo condenas. Y el tiempo sin el consuelo de la droga puede convertirse en una eternidad. Revueltas proporciona muy poca información de los protagonistas: los delitos que los llevaron a prisión y sus procesos judiciales se desconocen. De Albino apenas sabemos que cuando estaba libre viajó por la república, Guatemala y San Antonio, Texas, acompañado de La Chata; no se dice en qué la giraba y sólo se menciona que solían tener relaciones en hoteles con olor a desinfectante. Polonio había sido padrote, militar y marinero. En uno de sus viajes se hizo tatuar la figura de dos adolescentes en pleno acto sexual, que lucía durante una danza que lo mismo excitaba a mujeres que a hombres. Son dos hampones apandados debido a que traficaban droga dentro del penal. Respecto a sus parejas, Meche era ratera, pero honrada. No permitió que Albino la padroteara y en cambio se acostaba por gusto con todo aquél que se le antojaba, incluido Polonio. La Chata envidiaba a su amiga Meche por ser la mujer de Albino; deseaba acostarse con él “sin fijón”, nomás para quitarse las ganas y sin que eso causara problemas. Las dos eran unas hermosas jóvenes que no rebasaban los veinticinco años y estaban buenas, muy buenas. Nada se sabe de sus empleos o actividades cotidianas; ambas aceptaban el encarcelamiento de sus hombres y estaban con ellos los días de visita. Encerrado en el apando con Albino y Polonio, El Carajo inspira una mezcla de asco y cólera a sus compañeros de crujía. De buena gana lo matarían ahí mismo, pero deben esperar, pues “la maldita y desgraciada madre que lo parió” no les entregaría la droga si no ve a su hijo. El Carajo es un ser repulsivo: tullido, con un solo ojo, que sobrevive para drogarse e intentar infructuosamente suicidarse una y otra vez; las cicatrices de sus brazos, algunas purulentas, dan fe de
sus reiterados fracasos. Su madre, asombrosamente fea, con la huella de un navajazo de la ceja al mentón, le da dinero para la droga, quizá para atenuar su pecado de haberlo echado al mundo. “La culpa no es de ‘nadien´, más que mía por haberte parido”. No obstante, su llegada con la droga es la única esperanza en la inmensa crujía erigida por José Revueltas a base de golpes, injusticias, corruptelas e insultos, una crujía en la que monos, reclusos y visitantes aceptan su condición de presos, de cautivos que a fin de cuentas se convierten en nadie, “naiden”, en una degeneración universal: las visitantes de alcurnia que en un principio se presentaban lujosamente vestidas y asegurando que sus presos saldrán libres en unas semanas, pronto acuden a la visita en silencio, con la cabeza gacha y con ropa modesta, uniformadas en la desgracia. Con una prosa incisiva, despiadada, que no concede pausa ni respiro al lector y frases que dañan cual torturas de malebranche, Revueltas pinta un lugar que encierra más y más a cada nueva oración, donde la creencia en un ser superior es una falacia, un sinsentido: las oraciones resultan blasfemias, aullidos mal proferidos; hay menciones bíblicas erróneas: la cabeza de Polonio en el postigo del apando a imagen —que no semejanza— de la cabeza de Juan el bautista que entregan a Salomé en una bandeja; Meche cubre de besos la cabeza de Albino “sin que la cabeza de Holofernes acertara a moverse”. En las sagradas escrituras el general asirio es decapitado con su propia espada por Judith, una bella viuda que así salva a su ciudad de ser arrasada. En El apando, las protestas de Meche y La Chata logran que sus hombres sean sacados del apando, pero sólo para que las bestias golpeen sin misericordia a los reos en una celda que los celadores reducen metiendo largos tubos de hierro: la mala bolsa del infierno vuelve a estrecharse y los dos apandados acaban siendo crucificados. Cuando Albino estaba libre, sus relaciones sexuales con La Chata se convertían en un acto con tintes religiosos; en prisión, el sexo se manifiesta de manera obscena, con el abusivo tentaleo de las monas a Meche, o con la danza erótica de Albino, el placer quedó atrás, en la libertad. En la crujía de crujías llamada el apando sólo la droga puede permitir un escape, efímero, pero al fin y al cabo una fugaz liberación. A los que entran al infierno dantesco se les advierte que abandonen toda esperanza, lo mismo sucede a Polonio y Albino cuando El Carajo delata a su propia madre, señalándola como “la que trái la droga dentro, metida entre las verijas”, y ellos se quedan sin el “ángel blanco”, a merced del asco y la abyección que se enseñorean de ese vastísimo apando que es la vida.
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Lobby card de Das Cabinet des Dr. Caligari, 1920
Terror psicológico y terror político: centenario de
El gabinete del doctor Caligari 24 | casa del tiempo
Moisés Elías Fuentes
El 10 de enero de 1920 entró en vigor el Tratado de Versalles, con el que las potencias triunfantes en la Primera Guerra Mundial sometieron a Alemania a la humillante cesión de parte de su territorio y la liquidación de una deuda tan exorbitante como impagable. Mes y medio después, el 26 de febrero, se estrenó en Berlín El gabinete del doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari) considerado el primer filme de terror en la historia del cine, y quizá la primera reflexión cinematográfica sobre los efectos de la guerra en la devastada Alemania. Redactado el guion en coautoría por dos pacifistas, Carl Mayer y Hans Janowitz, rodada la película en interiores y casi sin presupuesto entre diciembre de 1919 y enero de 1920, El gabinete del doctor Caligari supuso por un lado la reactivación del expresionismo en el cine alemán, truncado por la guerra su desarrollo inicial. Por otro, amplió las posibilidades dramáticas del movimiento, porque aprovechó la imagen como esencia de la narrativa fílmica para desmesurar el subjetivismo inherente a la estética de la corriente vanguardista, lo que constituyó para el cine alemán la obtención de un expresionismo con lenguaje propio, capaz de identificarse con y diferenciarse de los orígenes pictóricos del movimiento. Gracias al lenguaje propio, El gabinete del doctor Caligari superó la teatralización del relato fílmico, porque si bien Janowitz1 no era dramaturgo, tanto su coguionista, Mayer,2 como el director Robert Wiene,3 sí tenían raíces teatrales. Sin embargo, a despecho de tales raíces, subrayadas en el subtítulo que reza Un filme en seis actos (Ein filmspiel in 6 akten), el trío transfiguró los espacios cerrados y la mínima movilidad de la cámara, no en la observación pasiva de una puesta en escena, sino en
Al término de la guerra, Hans Janowitz (1890-1954) pasó directamente al cine. Muy joven aún, Carl Mayer (1894-1944) se inició como dramaturgo, pero desde la redacción de El gabinete del doctor Caligari se dedicó al guion cinematográfico, sobre todo durante el periodo expresionista. 3 Hijo de un actor, Robert Wiene (1873-1938) creció literalmente rodeado por el mundo del teatro. 1 2
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el reflejo físico de un microcosmos emocional opresivo a extremos claustrofóbicos, en que la percepción de lo real se deforma, tal como ocurría a los soldados en los fosos de las trincheras. Pero, si por una parte este microcosmos resulta agresivo y rechazable, por otra, el lenguaje gestual de las actuaciones, que en principio se siente excesivo, justamente por tal exceso expresa mejor el ambiente opresivo de la vida diaria en aquella tiránica atmósfera. Así, las miradas angustiadas, los rostros horrorizados, los movimientos corporales enfáticos, al armonizarse con las incongruencias de la escenografía, sistematizan la demencia, que de extravagancia pasa a ser canon. Audacia discursiva de los guionistas y el director, aunque El gabinete del doctor Caligari da pie para diversas interpretaciones, el filme se narra desde una sola perspectiva, la de Francis (Friedrich Feher), joven provinciano natural de la pequeña y asimétrica ciudad de Holstenwall, quien reseña sus malogrados amores con Jane (Lil Dagover), y el trágico final de su amigo común, Alan (Hans Heinrich von Twardowski), hechos que coinciden con la llegada a la ciudad del doctor Caligari (Werner Krauss), integrante de una feria ambulante, quien presenta el espectáculo del sonámbulo adivino Cesare (Conrad Veidt), que vaticina la muerte de Alan, poco después asesinado a cuchilladas en su propio lecho. A partir de aquí, en el relato de Francis, y por tanto en el filme, se entrecruzan alucinaciones hipnagógicas y ansiedades típicas de la parálisis del sueño, que se reflejan en los interiores deformes e incomprensibles, lo que exacerba la sospecha, latente pero no verificada, de la demencia de Francis, que deviene narrador no confiable, dominado por sus incordias emocionales. Sospecha peligrosa, que nos obliga a descreer de lo que percibimos y construir respuestas personales, siempre inconclusas, descendientes del “Si Dios no existe todo está permitido”, de Dostoievski.
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De estas respuestas fragmentarias emerge la inestabilidad moral, que nos deja sin más bases intelectuales y existenciales que nuestros prejuicios e imperfecciones; inestabilidad que halla su representación visual en los decorados concebidos por Hermann Warm, Walter Reimann y Walter Röhrig para El gabinete del doctor Caligari, descaradas caricaturas de la arquitectura gótica, toda vez que, mientras el gótico, con arcos apuntados y bóvedas de crucería, erige una verticalidad estilizada que exalta la grandeza de Dios, en la escenografía del filme destacan torres y agujas truncas, que aspiran inútiles a tocar la celeste divinidad. Esta insuperable lejanía del cielo sacro desnuda una realidad brutal: las inclinaciones psicópatas del doctor Caligari no provienen del Maligno, antagonista de Dios, sino de él mismo. He aquí el terror humano absoluto: saber que nuestra psique es artífice de nuestras aberraciones. Es el sobresalto que insinúa el cartel publicitario del filme, con sus líneas crispadas, en que un hombre de mirada áspera posa su mano sobre una mujer que yace con los brazos en cruz, como una novicia que toma los votos permanentes. Si tenemos en cuenta que en el microcosmos asfixiante de El gabinete del doctor Caligari, aparece sólo un personaje femenino, Jane, entonces la imagen publicitaria presagia que no hemos de asistir a los desposorios de la belleza y la ingenuidad con Dios, sino con la demencia y el crimen, porque, en efecto, desasosegada por las aberraciones que injurian su pequeña ciudad acomodada y gazmoña, Jane enloquece, es decir, se desposa con la locura pervertidora que, a cambio de su libertad, le ofrece la ilusión de una vida normal. Dicha busca de la normalidad en el delirio se enuncia de una forma estremecedora y sublime mediante la lacónica fotografía de Willy Hameister, hecha de escasos planos (generales, medios, tomas en picada, primeros planos) que, sin embargo, explora con singular fortuna las posibilidades dramáticas de las
penumbras y la oscuridad, cruzadas apenas por pinceladas al claroscuro y rayos de luz que resaltan figuras desproporcionadas y hostiles, tan absurdas como la amenaza intangible que aflige a los protagonistas. Al terminar el largo flashback en que reconstruye su tragedia, descubrimos que Francis se halla recluido en el hospital psiquiátrico donde se halla Jane, y que el director del mismo es el doctor Caligari, lo que sugiere que la trama del filme se centra en los desvaríos de un loco. Este final, según se sabe, fue exigido por el productor Erich Pommer, a su vez presionado por los ejecutivos de la casa productora ufa, a quienes pareció extremadamente negativo el retrato que el filme exponía de los psiquiatras, reacción explicable, pues en aquellos años los soldados recibieron por primera vez atención psicológica. Sin embargo, el epílogo, que debía atemperar el adverso retrato, lo reforzó, como confirma la enigmática reflexión final del director: “Ahora comprendo la naturaleza de su locura. Él cree que soy el mítico Caligari. Y ahora también sé cómo curarlo”. El filme, que se inicia con un fundido en iris que revela a Francis en la banca de un jardín luminoso, contándole a otro hombre su historia, en oposición concluye con un fundido en negro, que por un momento encierra el rostro de Caligari como un aura funesta. En el guion original se señalaba al estado alemán como manipulador emocional y moral que envió al combate a más de diez millones de hombres (de los que no volvieron dos millones y otros cuatro millones regresaron lesionados), pero, con el epílogo, El gabinete del doctor Caligari cobró un significado más horroroso, porque si Francis, símbolo de la sociedad, en efecto está loco, entonces la sociedad se inmoló conscientemente amarrada al sueño del káiser Guillermo II de la Alemania colonialista, militarista y burguesa. Esto aclararía a su vez la locura de Jane, quien, al desvanecerse la clase media acomodada a la que pertenecía, prefiere aferrarse al clavo ardiente del
autoengaño, que despertar a la crudelísima realidad de la Alemania arruinada y denigrada, que no por nada la joven se aterroriza al vislumbrar que Cesare, el sonámbulo, se siente atraído por ella, tal como los soldados sobrevivientes buscaban reintegrarse a la patria por la que se sacrificaron, la que, al verlos mutilados, lisiados, trastornados, derrotados, los repudió. Por otra parte, si Francis no miente y Caligari y el director son la misma persona, entonces la sociedad ha caído presa de un estado que no sólo la empujó a la carnicería de las trincheras, sino que después la transforma en una sociedad confundida e inmadura, inepta para gobernarse a sí misma, que no por nada los enfermos en el patio del hospital psiquiátrico semejan un muestrario de la clase media y sus sueños aristocráticos, como el de Jane cuando afirma que a las reinas no se les permite decidir en asuntos de amor. Impuesto por la censura, el epílogo deja inexplicada la cuestión de si el filme es alegoría política o atisbo de un desorden psicológico, y tal ambigüedad, bien aprovechada por los guionistas y el director, es el aspecto más terrorífico de El gabinete del doctor Caligari, porque ambas resoluciones excluyen la posibilidad de los mundos fantasmagóricos y demoníacos tan caros a los escritores románticos, lo que no es poca cosa, ya que implica que los delirios y temores expuestos en el filme habitan ese inconsciente (nuestro inconsciente) explorado por el psicoanálisis freudiano. Si el terror psicológico deriva de causas interiores gestadas en nuestra psique, el terror político desciende de causas exteriores que degeneran al poder en instrumento de punición y dominio. Y los dos se saludan en El gabinete del doctor Caligari, esa historia que Janowitz y Mayer hilvanaron, y que Wiene tradujo a imágenes, escasos ochenta y seis minutos que transformaron al terror en una creación tan nuestra como las atrocidades de las guerras o las manipulaciones sociales. Terror más destructivo porque es humano, íntimo, nuestro.
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El escritor chileno Alejandro Zambra en la Feria Internacional del Libro de Santiago 2018. Fotogrfía: Rodrigo Fernández, Wikimedia
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Entrevista a Alejandro Zambra
La literatura es siempre una indagación
José Antonio Gaar
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La narrativa de Alejandro Zambra es una de las más importantes en el panorama hispanoamericano. La nostalgia que amuebla la trama, que se instala en dos o tres ciudades, que retrata sólo algunos personajes, devela que los lugares son reales, mientras personas entrañables los habitan. Después, son fotografías. El escritor chileno, que hoy goza de una popularidad completamente merecida, hace tiempo me permitió entrevistarle, y este es el resultado. Tus novelas prefieren no contar la historia. Hay un telón de fondo, que es la dictadura militar chilena, pero lo que interesa es otra cosa: qué pasaba mientras la gente se moría. Yo quería escribir sobre este mundo porque parecía un mundo muy poco interesante. Las casas eran todas iguales, por ejemplo. Parecía que si conocías una, las conocías todas. De algún modo, el conjunto de casas —lo que en Chile se llama villa— borraba la presencia de la historia. La Historia con mayúscula. Las calles tenían nombres como Neftalí Reyes Basoalto, en lugar de Pablo Neruda, y Lucila Godoy Alcayaga, en vez de Gabriela Mistral, en ese entonces. Estaban los nombres reales de estos poetas que usaban pseudónimos. Eso resultó interesante porque en el fondo da la sensación de poquedad, de que esta historia no valía la pena, de que había historias más importantes que eran más necesarias para contar. Yo me acuerdo que, en los cuarenta años del golpe de Estado en Chile, salieron muchísimos testimonios de gente que había sido torturada, pero poco. Por primera vez, gente que había sido torturada habló y explicaban que no habían hablado antes sobre su tortura porque había otros que habían sido torturados mucho peor y habían perdido la vida, o habían sido realmente torturados, y en cambio ellos, en realidad, habían podido rehacer sus vidas. Como una noción de la ilegitimidad del sufrimiento. Luego está, también, el cómo te enfrentas, civilmente, con la memoria de tu país porque cuando hablas en términos de quién eras tú, o dónde estabas tú en ese momento, se te olvida que también te pronuncias respecto de tu país, en medio de una pequeña —o no— colectividad. Nunca habla uno por sí mismo. Si hablas
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Tiempo en la casa 62, mayo-junio de 2020 Número 62
Suplemento
de la revista
• mayo-junio
En tu voz... Cuentos, historias y narraciones, UAM Radio 94.1 FM
2020
Casa del tiempo
z... En tu vo , historias cuentos nes y narracio UAM Rad
io 94.1 FM
Los relatos “Instrucciones para atrapar un cuento”, de Nidia Ibarra, “Los niños más felices del mundo”, de Andrés Calderón, y ”Hulk a la mexicana”, de Julio César Osnaya, fueron galardonados en el certamen de la radiodifusora universitaria, y en ellos se vislumbra la posibilidad de la literatura, el gozoso oficio de contar historias y la pluralidad de voces que existe en la Universidad.
de Chile, si hablas de algo, no lo estás haciendo necesariamente de tu historia personal, tampoco. No sólo de eso. Yo creo que Formas de volver a casa, por ejemplo, puede leerse cuestionándola, diciendo que eso no fue así. Ha habido personas que han dicho: ¿cómo?, ¿una novela sobre la dictadura sin muertos? Me parece que esas son objeciones muy naturales. El silencio aparece como atmósfera. Y tal parece que hizo mucho ruido. El silencio es complicidad o es prudencia. Yo creo que sí había una cosa silenciosa en el mundo en el que crecimos. Y por otra parte había mucha estridencia. Una estridencia en un leguaje oficial y un silencio en el lenguaje familiar. Todo se podría explicar a partir de las distintas formas del silencio. Quizá algo que me gustaría entender mejor es el ruido blanco. En Mis documentos, en el primer relato, se habla de esto. Detrás de la casa donde yo vivía había un estadio. Yo, en ese entonces, iba a un colegio de curas. En el colegio de curas había una banda de guerra, a la que todos los niños querían pertenecer, y en el estadio iban a ensayar otras bandas de guerra. Entonces el ruido era permanente. Escuchaba todo el día una banda de guerra. El silencio, para mí, fue un silencio que contenía siempre el sonido de una marcha. Como ruido blanco. Y nos acostumbramos a eso. La edad no les permitió conocer el horror en el que vivían. La adultez, por otra parte, no fue darse cuenta de la magnitud de la historia, sino del desconocimiento de la misma. Como si sólo transitar por una época, no asegurase experimentarla. No creo mucho en los temas al momento de escribir una novela o un cuento o un poema. Formas de volver a casa salió de varias tensiones. Una tensión era
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la de la infancia. Y creo que esa tensión estaba relacionada, de muchas maneras, con la dictadura. De pronto, creo que al escribir la novela, lo que yo estaba haciendo fue casi demostrarme que era imposible separar la infancia de la dictadura. En ningún momento pensé en escribir una novela sobre la dictadura o sobre la infancia. Pero sabía que, al meterme en esa historia del año 85, iba a hacer ambas cosas. No me sirvió de mucho saberlo, pero lo que sí descubrí fue la forma en cómo estaba conectada. Descubrí que, para varios, los adultos nos parecían muy aburridos. Estaban siempre enojados. No participaban del mundo de la misma manera que nosotros los niños. Estábamos todo el día en la calle; los niños teníamos una curiosa libertad, desde el punto de vista de hoy. Y los adultos, no. Y luego nos dimos cuenta de que no es que estuvieran aburridos, sino que era un mundo de mierda donde corrían peligro, donde estaban protegiéndonos, donde tenían un pacto tácito que evitaba que nos acercásemos mucho, por ejemplo, a los vecinos, donde teníamos que mantener una distancia. Pero para nosotros eran simplemente poco divertidos. Hay una escena muy importante en Formas de volver a casa, al respecto, y es cuando Chespirito lleva su show de El chavo del 8 al Estadio Nacional de Chile. Y es significativo este pasaje porque aquel fue el centro de detención y tortura. Y los niños fuimos muy emocionados, y los padres muy incómodos. Muchas cosas yo no las sabía o no las veía del mismo modo antes de escribir la novela. Una vez que la escribí, pude verlas. Hay una literatura de los hijos y hay una literatura de los padres. Todos rompemos con el horizonte familiar en algún momento. La generación que está retratada en For-
mas de volver a casa pasó por ese proceso, y entroncaba con la experiencia de la dictadura, pero los padres fueron los que habían tenido la experiencia de la dictadura. Y si habían sido héroes, era muy difícil rechazar la herencia. Pero si no lo habían sido, era muy fácil. Porque si no eran héroes, era fácil echarles la culpa de todo: ustedes no fueron guerrilleros, ustedes no fueron opositores a la dictadura. Esa tensión también nos enfrentaba al discurso de la inocencia o de la culpa. Dos discursos bastante inútiles, finalmente. Digo todo esto porque el protagonista de esta novela no tiene veinte años. Tiene treinta y tantos, los fracasos que vive ya no son fracasos juveniles. Y eso es muy relevante porque no es que ya haya matado al padre, más bien lo que quisiera es resucitarlo, y no puede. De eso se trata la novela: quisiera volver a casa, pero tampoco sabe ya cuál es su casa. La casa de sus padres ya no es su casa, pero la casa donde él vive tampoco lo es. Y Formas de volver a casa se convirtió en un libro de generación. En algún momento pensé que el personaje fuese escritor y estuviese escribiendo una novela, era lo que menos quería hacer. Y luego me di cuenta que necesitaba que fuera escritor porque básicamente todos los chilenos de esa edad, de algún modo, han escrito ese libro. Todos, a esa edad, nos enfrentamos a la disyuntiva de saber o no saber; hicimos las mismas preguntas. Y a la vez, no obstante, no tenemos la experiencia. Somos las víctimas de la anestesia de los medios de comunicación. Es más fácil esquivar ese eco generacional porque lo generacional es siempre muy resistido. A mí no me gustaría limitar esa discusión, pero es obviamente generacional. Todos hemos estado obligados a pensar esto.
A pensarlo en términos muy concretos: cómo te relacionas con tus padres, cómo te relacionas con el tema de la paternidad, tu país. Creo que en mi idea de la novela estaba esa pulsión. Y, cuando se dice que existe ese significado generacional, es natural que alguien diga que no es así. Pero también las cosas que están ahí no necesariamente me pasaron a mí, es una mezcla de lo que me pasó con lo que me pudo pasar. Eso está intencionado en la novela. Quizá no eliges un formato de escritura, pero tus libros siempre han sido textos breves. Mis documentos explora el cuento, incluso. A eso hay que agregarle que colocas oraciones como “no quiero saber tanto”. En todos tus libros evitas la divagación y parece que necesitas concluir rápido. Le tengo un cariño muy especial a Mis documentos porque en mis otras novelas siempre prevalece un autor, por así decirlo, pero en éste hay once cuentos y creo que son once personas ligeramente distintas. Yo creo que hay varias respuestas, pero ninguna es tan verdadera. Me comentas esto y siento que debo intentar algo. Pero sí creo que yo era muy impaciente con la prosa porque crecí leyendo poesía. Era muy raro que yo leyera una novela de un contemporáneo. Si leía en prosa, eran clásicos. Y, cuando leía algo más contemporáneo, me parecía que estaba lleno de relleno. Luego, hice crítica literaria como tres años. Tuve una columna semanal. Fue muy importante porque ahí leí muchas novelas que no me gustaron nada. Algunas sí me gustaron mucho. Creo que me tocó leer todo lo que se publicaba en el año, en narrativa chilena, y ahí leí varias cosas que me comunicaron con esta sensación de relleno, en todos los niveles, no sólo en la historia, sino en el lenguaje. El lenguaje tradicionalmente narrativo, como cuando
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dicen “se marchó” y no “se fue”, por ejemplo. Había una innecesaria estilización, a veces, a la que me volví muy contrario. El comienzo de Bonsái viene directamente de ahí. También hubo un rechazo a la trama. Puede sonar contradictorio, pero tenía un rechazo a la trama en el sentido de “esto es una historia que simplemente te estoy contando”; me interesaban más las atmósferas, el lenguaje, no lo que pasa. De ahí viene el comienzo de Bonsái. Pero también, al decirlo así, estoy inventando. El comienzo de Bonsái lo escribí de repente, un día que no estaba buscando un comienzo; lo escribí a la mitad de la novela. De pronto salió. Pero sí hay una literatura afirmativa que no me interesa, la que está afirmando todo el tiempo el carácter heroico de los personajes, la que está declarando que esto significa tal cosa. Yo creo que la literatura es siempre una indagación y que, por ejemplo, la primera persona siempre está formulándose, me interesa que llegue a un lugar donde puede cuestionarse, donde puede ser cuestionado. A pesar de todo, alguna vez mencionaste que te gustan más los textos ambientados en Chile. Mucho más que en otros países. Pero ahora que vives en la Ciudad de México, quizá esa ambientación fantasma, que haces de la capital chilena, comience a mudarse de lugar. Me casé con una mexicana. Creo que me voy a quedar mucho tiempo en México. Y es una pregunta que yo también me hago: qué consecuencias va a tener en mi manera de escribir o en las cosas sobre las cuales estoy escribiendo. Sea lo que sea, me parece que va a estar bien. Sí me molesta un poco. Por ejemplo, yo cuando chico siempre tuve esta forma de hablar un poco más lenta. Tenía una profesora muy desagradable cuando era chico, que me decía: ¡habla rápido, Zambra, no tenemos todo el día para escucharte! Yo hablaba como si estuviera, claro, pensando en voz alta, qué sé yo. Esa fue mi manera. Sí me molesta cuando alguien me dice, ah, llevas mucho tiempo en México, ya hablas como mexicano. Creo que no. A veces llamo a un amigo y le hablo de cualquier cosa para ver si he cambiado. Pero quizá va a pasar. Mi acento es el mismo, pero sería muy raro que no cambiara. Es la primera vez que vivo en el extranjero y es la misma lengua. Yo creo que eso va a entrar en algún momento. Lo que más me preocupa es el acento, cómo va a cambiar, porque yo soy bueno para imitar acentos. Por eso mismo tengo este problema, hablar sin darme cuenta de que sueno de una manera determinada, de una cierta manera. Me va a estropear la habilidad de imitar porque no voy a darme cuenta.
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ensayovisual Retratos sin nombre Bela Gold
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Dibujo, impresión digital, intervención con técnica mixta.
Las imágenes de este ensayo visual pertenecen al libro De arte y memoria. Relato de una propuesta visual desde los archivos desclasificados de Auschwitz, de Bela Gold y Angélica Abelleyra (uam, 2019), cuya versión electrónica puede descargarse de manera gratuita en los formatos PDF y ePub en el apartado de publicaciones digitales de la página Casa de libros abiertos: https://bit.ly/2VWwD4A
De la serie Retratos de familia sin nombre. Dibujos quemados sobre papel, 100 x 70 cm. / 100 x 70 cm. / 100 x 70 cm., 2016. Documento de los archivos del International Tracing Service (ITS). De los archivos desclasificados de Auschwitz. Bad Arolsen, Alemania
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De la serie Retratos de familia sin nombre. Dibujo quemado sobre madera reciclada, 90 x 90 cm., 2016. Documento de los archivos del International Tracing Service (ITS) De los archivos desclasificados de Auschwitz. Bad Arolsen, Alemania
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De la serie Retratos de familia sin nombre. Dibujo quemado sobre madera reciclada, 90 x 180 cm., 2014. Foto tomada del Museo Judío de Berlín
De la serie Retratos de familia sin nombre. Láser sobre pieda de cantera con técnica mixta, 59 x 39 x 2.5 cm. / 60 x 50 x 2.5 cm., 2013. Y Láser sobre pieda de cantera con técnica mixta, 62 x 40 x 2.5 cm., 2013
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De la serie Retratos de familia sin nombre. Dibujos quemados sobre madera reciclada, 90 x 180 x 7 cm., 2017. Documento de los archivos del International Tracing Service (ITS). De los archivos desclasificados de Auschwitz. Bad Arolsen, Alemania
De la serie Retratos sin nombre. Imagen anĂłnima. Dibujo quemado sobre madera reciclada, 90 x 90 x 7 cm., 2013
De la serie Retratos de familia sin nombre. Sand blast sobre piedra de cantera intervenida con tĂŠcnica mixta, 60 x 70 x 2.5 cm., 2013 y 2014
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De la serie Retratos sin nombre. Dibujo quemado sobre madera reciclada, 90 x 90 x 7 cm., 2014. Propiedad del Museo de Arte Moderno, México
“Matrimonio”. Dibujo quemado sobre madera reciclada, 120 x 90 cm., 2017. Tomado de fotografía digital (teléfono). Ampliada e intervenida. Colección privada, Sergio Gitler “Matrimonio”. Dibujo quemado sobre loneta, 120 x 90 cm., 2017
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Instantáneas en negativo:
el museo y la experiencia digital Primera parte
Fabiola Eunice Camacho
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Interior del Museo Guggenheim de Nueva York. Fotografía: Pixabay
En episodios funestos la imagen ha llegado a ser un verdadero asilo para aquellas situaciones límite que nos enfrenta con verdades fulminantes. Su reproducción es muestra de ello, con un fin más de entretenimiento que educativo. Más de un siglo ha servido para que contemplemos su transformación. Podría decir que la imagen deviene conocimiento y memoria, pero también frontera, no lugar, punto ciego y falacia. No es que la imagen funcione en sí misma como un efecto de reconocimiento de los hechos, acaso como una prueba más de su propia representación, sino que, gracias a su efecto, la separación entre lo que ocurre frente a nuestros ojos y lo que experimentamos se desfasa, incluso ante el fin de una época. La reproducción de la imagen resulta ser eficaz porque nos suspende frente a los hechos, mismos que pueden tener un efecto de regresión. A este efecto, el marxismo, incluido Walter Benjamin, lo denominó como una imagen dialéctica, aquella que, perteneciendo a un determinado tiempo histórico, devela las innumerables ocasiones en que ese fragmento ha sido observado por la humanidad. Sin contar el hecho de que nos encontramos en un momento excepcional —quizá el único que nos une mundialmente dentro de los confines de la historia contemporánea—, ciertamente una de las instituciones que de manera definitiva experimenta cambios en medio de crisis políticas, sociales y económicas —de nuevo la imagen dialéctica— sea el museo. En grandes pasajes de la historia del siglo xx, los episodios bélicos provocaron pérdidas irremediables del arte, por ejemplo, los museos bombardeados en Berlín y las pérdidas de obras de Van Dyck, Tintoretto o Rubens. Todavía en la segunda década del siglo xxi observamos el mismo caso con la pérdida de patrimonio material originada por los conflictos en Oriente Medio en países como Siria e Irak. No obstante, este momento resulta ser excepcional porque sin existir un escenario de guerra donde los bombardeos, el hurto y la destrucción pongan en riesgo el patrimonio material y las obras que el espacio museístico resguarda, sin lugar
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a dudas, la crisis de la pandemia originada por el Covid19 ha fungido como un catalizador de la exigencia de repensar el museo, sus actividades y lo que actualmente necesitamos de él, entendido como institución, espacio educativo, memorial e incluso como refugio ante la devastación. La crisis del museo como imagen dialéctica Hasta unos meses, el museo era pensado como un espacio fundamental para la transmisión del diálogo, el aprendizaje e incluso la educación, factores que definitivamente se acercan a la idea de sensibilizar y formar públicos con el fin de resguardar el patrimonio material e inmaterial, las artes, la cultura y la ciencia, condiciones que fomentan el desarrollo y cohesión humanos. De acuerdo con la unesco, un museo es “una institución permanente, sin fines lucrativos al servicio de la sociedad y de su desarrollo, abierta al público, que adquiere, conserva, investiga, comunica y expone el patrimonio material e inmaterial de la humanidad y su medio ambiente con fines de educación, estudio y recreo”.1 Hasta el 2015, esta era la idea que de acuerdo con la institución internacional debía regir sobre el concepto de museo en el mundo, pero es innegable que ésta se encontraba ya en crisis. Dadas las nuevas circunstancias del mundo globalizado, incluido el impacto del mass media y las redes, prácticamente las necesidades que este nuevo público plantea cambiaron en comparación con las de los públicos de hace dos décadas. Gracias al impacto de la red se ha concretado otra escena y nuevas formas de reconocer el concepto más allá del espacio. Mediante el elevado desarrollo tecnológico de las últimas dos décadas, la experiencia estética se ha transformado por completo, por ello es necesario advertir que el impacto no sólo de la tecnología sino también de la propia estetización del mundo promovido por
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https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000246331
el neoliberalismo fungieron como elementos que de manera inmediata provocaron cambios profundos en la manera de ver el arte y la cultura. Es preciso admitir que las prácticas como la asistencia a museos devinieron consumo sin más, de hecho la idea del museo y de otros recintos culturales abrieron la posibilidad no sólo de ser espacios autónomos y rentables, más allá del resguardo del Estado, incluso de abrirse a la posibilidad de tener apoyos directos de la iniciativa privada. El mercado atravesó la idea de mecenazgo y patronazgo ejercida mediante el apoyo económico de fundaciones y otra clase de ejercicios filantrópicos, al introducir de manera directa y visible patrocinios de marcas y empresas; sustituyó la filantropía por la inversión, del recinto cultural a la empresa cultural sin más, de la experiencia estética y educativa al mero entretenimiento. En el caso de nuestro país, estos cambios tuvieron mayor impacto en la última década, en parte porque el arte tuvo una mayor resonancia precisamente por cambiar de régimen, es decir, ya no se trataba de un elemento que supondría incluso “elevar el espíritu” sino que podía ser un bien de libre consumo. Una mercancía. Es ahí donde las redes cambiaron por completo el orden de la imagen y la mirada. Ya no se trataba solamente de encontrarse de cara a una imagen que nos provocara alguna sensación, incluso que elevara nuestra educación mediante la visita a algún museo, sino que estrictamente se acercaría al orden del capital y su reproducción. Ciertamente los capitales simbólicos, de los cuales el sociólogo Pierre Bourdieu ya hablaba desde hace más de cuatro décadas, siempre estuvieron dentro de los programas institucionales, en ese caso, la unesco ha sido la institución que mundialmente ha promovido el acercamiento del arte, la ciencia y la cultura hacia la población, como lo argumenta “sin fines de lucro”, y con el fin de crear un efecto inmediato de cohesión social, sin embargo, la experiencia cambió definitivamente incluyendo los tipos de museos, es decir, entre aquellos recintos públicos o creados sea por el Estado o incluso
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Mural de Raoul Dufy, La Fée Electricité, en el Museo de Arte Moderno de París, Francia. Fotografía: Pixabay
instituciones educativas y aquellos de carácter privado. Al mismo tiempo la idea de la formación de públicos cambió, siendo cada vez más jóvenes y con mayor acercamiento a las vías autodidactas de formación y desde luego con intenciones de consumo definidos. Por ello no es gratuito señalar que el museo se volvió igualmente una empresa turística cuyas entradas incluso podían ser vendidas por Internet, al igual que un parque temático. Ir al Museo del Prado o al Louvre no eran experiencias obligadas por el solo hecho de contemplar la obra de Goya, Picasso, o Lacroix, sino porque si la selfie no mostraba tu rostro con el espacio y obras mal enfocadas de fondo, el viaje no habría valido la pena. Desde luego que en México vivimos algo parecido con el fenómeno Frida Kahlo; para la población joven mexicana y el turismo extranjero, ir al Museo Frida Kahlo resulta ser una experiencia “obligada”. Quizá la exposición donde comenzó el fenómeno de saturación de las redes con imágenes creadas en un recinto sea la de Yayoi Kusama en el Museo Tamayo, en el 2014. A partir de ahí los museos comenzaron a analizar la eficacia de las redes sobre el espacio museístico con el fin de generar mayores audiencias, de ahí que museos como muac, el Museo del Chopo o
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el Museo Júmex, de iniciativa privada, hayan contemplado que el espacio en la red fuera un espacio relevante, donde incluso la formación y educación mediante la publicación de materiales educativos, videos o incluso edición y publicación electrónica de procesos artísticos como fue el caso del proyecto Umbal: coreografía nómada para habitantes, de la coreógrafa e investigadora Mariana Arteaga en 2016, fueran otra alternativa, más allá del espacio físico. Todos estos elementos sostenían que la red podía expandir la idea de museo, sin un costo extra para el público, pero con otro tipo de rentabilidad. La imagen en negativo y el museo del futuro Ante el actual escenario, como es en todas las esferas de la vida social, dentro del campo artístico es común que nos preguntemos ¿será posible una normalidad después de esta crisis?, ¿cómo serán las condiciones del espacio museístico después de la pandemia? Es un hecho que nos encontramos frente a un momento excepcional donde todo lo que conocíamos se ha derrumbado —incluido el sistema económico y la actual crisis del petróleo—, por ello, la reflexión del impacto negativo sobre las instituciones públicas y privadas destinadas a la cultura y el arte no es de ninguna
Un visitante observa la pieza La Guerra, de Otto Dix, en la Gemäldegalerie, en Dresde, Alemania. Fotografía: Pixabay
forma baladí, sino que nos permite definir cuál será el camino que supondrá la organización y el desarrollo del concepto de museo. Es un hecho que algunos espacios recibirán un recorte presupuestal y que se verán imposibilitados a seguir con la agenda, proyectos y programas educativos que se tenían previstos para el resto del año y, en general, para las administraciones vigentes. Sin embargo, en este momento la exploración de muchos museos mediante la red ha sido de alguna forma eficaz, sobre todo para efectos del resguardo de la sociedad a nivel global. No obstante, la pregunta en cuestión es ¿cuál es el fin: entretener o educar? ¿Son posibles ambos? Las diversas herramientas como las visitas virtuales, los lives en streaming de Instagram, así como las diversas actividades que los museos presentan en sus sitios y redes sociales posibilitan otra experiencia, quizá más cercana a los fines educativos que el museo detenta, de acuerdo con la propia unesco, que cuando el propio museo estaba abierto y por efectos de la afluencia, en ocasiones era imposible tomarse el tiempo para contemplar una obra y en sí conocer plenamente la anterior experiencia del museo. Sin duda, a pesar del descalabro económico y el riesgo que esto supone para muchas instituciones,
esta experiencia nos acerca a preguntarnos ¿cuál es el concepto de museo que necesitamos actualmente? ¿Cuáles son los retos que habrá que sortear? Quizá como para el resto de los espacios y actores del campo artístico, así como también para los museos dedicados a la divulgación científica, lo primero será crear sus propios mecanismos de sustentabilidad, la creación de nuevos públicos, de otras experiencias por encima de la turística, regresar a lo básico en vez de modelos donde se premiaba a espacios y exposiciones en modo de atracción para atraer audiencias enormes que al final constituían riesgos para las obras y espacios, como lo ha puesto en evidencia el propio Louvre. Destaco la relevancia de comprender las necesidades de públicos como el infantil o incluso de sectores de la población muchas veces olvidados por las instituciones culturales. Actividades como las del Museo Universitario del Chopo, Casa del Lago, Museo Tamayo y el propio muac, nos exponen que aun en tiempos de crisis, la pantalla oscura devela algo más allá de la caverna, la nueva experiencia de regresar a lo básico, a la reproducción de la imagen, sin otro fin que, por el momento, entretener y quizá, de manera afortunada, formar los públicos futuros.
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Zozobra en claroscuro: aproximaciones al cine de
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Verรณnica Bujeiro
Agradecemos a Maximiliano Cruz y a Interior XIII su ayuda para la incusión de los presentes fotogramas de las cintas de Pedro Costa
En la sala de cine que proyecta un filme de Pedro Costa (Lisboa, 1959) la oscuridad necesaria se enfrenta a otra con personajes que han trascendido la crisis para habitarla en acciones y escenas tan desconcertantes como cotidianas, habitando paisajes desolados de barrios marginales y una temporalidad cinematográfica que en su pasmo contemplativo desafía a la trepidante demanda de los tiempos que corren y por ende al espectador, quien tiene que interpelar lo que se presenta no desde la mirada prejuiciada de la miseria de la que el cine ha hecho ya un lugar común, sino con la misma cautela y discreción de aquellos que zozobran en actos infaustos de supervivencia como los habitantes del inventario fílmico del director lisboeta. Las preocupaciones del director se han visto arraigadas desde un inicio con la problemática de los migrantes de Cabo Verde a Portugal, víctimas perpetuas del lastre colonial como lo muestra Casa de lava (1994), la historia de una enfermera que acompaña a un migrante moribundo de regreso a casa y comparte con él la experiencia febril de la enfermedad, pero también de la identidad migratoria, ese no lugar físico e imaginario en estado de permanente nostalgia que dista de la romantización del vocablo saudade y lo confronta con su parte más dolorosa de vacío y ausencia. El rodaje de esta película lanzó a Costa en una serendipia afortunada, pues algunos encuentros en Cabo Verde lo obligaron al encargo de entregar cartas y regalos de familiares que buscaban conectarse con los que habían partido hacia el continente europeo. Dicha encomienda fue la responsable del encuentro de Costa con Fontainhas, barrio marginal de Lisboa habitado por migrantes africanos en el que el realizador encontró un remitente vital para su cinematografía, pues la evolución en su vínculo con el lugar ha descolocado su modo de entender la producción y la narrativa cinematográficas, asentando una proximidad a un fenómeno social manifestada en una representación estética sin precedentes en la escala global del cine contemporáneo, ya que apunta a una profunda reflexión por parte del realizador de un modo de hacer, pero también de pensar el hecho cinematográfico en su complejo vínculo con la realidad. En el punto actual de su trayectoria cinematográfica ya se puede apreciar una notable evolución directamente vinculada a su inmersión con los
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habitantes y los humores de Fontainhas que va de la forma tradicional de hacer cine con un argumento escrito y cierta producción financiada por las vías comunes en Ossos (1997) —un duro retrato de la paternidad adolescente—, al salto cuántico que representa No quarto da Vanda (2000), el diario íntimo de una adicta que es visitada en su pequeño cuarto por una galería de personajes ligados a su estilo de vida, un trabajo forjado mediante la relación amistosa que Costa consigue con la protagonista en sus visitas al barrio. En esas visitas la cámara digital adquiere una cualidad de testigo omnipresente en el cual, a diferencia del documental crudo, hay una peculiar intervención sobre la realidad por parte del realizador para alcanzar la luz propia de un cuadro clásico o enfocar detalles que convierten a la basura en una naturaleza muerta, un recurso que provee una mirada íntima y vindicadora sobre los espacios y los sujetos que habitan estos espacios. Esta suerte de
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puesta en escena apela a una lectura por parte del espectador en la que: “La experiencia de los pobres no es sólo la de los desplazamientos e intercambios, los préstamos, los robos y las restituciones. Es también la fisura que interrumpe la justicia de los intercambios y la circulación de las experiencias”,1 como enuncia Jaques Ranciére al respecto de Costa. Bajo la ética de Costa subyace un interesante método de trabajo que toma la experiencia enunciada en los relatos de las personas como un material maleable y convierte al ciudadano de a pie en un personaje dramático de notable trascendencia, como es el caso de Ventura, un peón caboverdiano jubilado que se ha tranformado en el icónico antihéroe de Costa al protagonizar Juventude em marcha (2006) y Cavalo Dinheiro Jaques Ranciére, Las distancias del cine, Buenos Aires, Manantial, 2011, p. 138.
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(2014). Este desplazamiento, suerte de metamorfosis antropológica y dramática, provoca en los cuerpos que se proyectan un efecto fantasmal que los mexicanos ubicamos bien dentro del universo liminal de Juan Rulfo, un autor que en realidad sostenía un modo de creación cercano a Costa, vagando en pueblos, escuchando historias de primera mano y observando siempre discretamente como una especie de antropólogo en busca del género humano en su estado más puro. La diferencia con lo literario es que aquí quien relata tiene que interpretarse a sí mismo y compenetrarse con lo que Costa identifica como aquello que T. S. Eliot enuncia en “La tierra baldía” como “ese tercero que siempre camina a tu lado”; de ahí que el efecto sea espectral, aunque en realidad lo que estamos atestiguando se halla completamente fincado en el aquí y ahora. Estrenado en México en el marco de ficunam y bajo la distribución de Interior XIII, Vitalina Varela
(2019) es el más reciente filme de Pedro Costa, pero es también el nombre de la protagonista, cuya trama nos inserta más que en su historia personal en la hondura del sentimiento de pérdida y orfandad que la habitan. Más que contar, la película nos sumerge en cuadros de virtuoso claroscuro en donde vamos cifrando atentamente pedazos de la historia de la muerte de un hombre, el esposo de Vitalina; muerte a la que ella arriba a destiempo tanto por los tres días que han pasado desde su entierro, pero más aún por los años que ha pasado en Cabo Verde imaginando el destino de ese hombre que la dejó atrás. El ritmo temporal de la película y la impresionante construcción de puesta en escena que crea contrapuntos entre luz y espacio, emplazan el relato de Vitalina en un interior que permite vislumbrar la intimidad del duelo como un sentimiento de tristeza, pero también de rabia por el peso de la ausencia, de nostalgia por lo que pudo ser y no fue.
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Asimismo la mujer se enfrenta a su nueva situación como migrante sin documentos, dando vueltas sobre la preocupación de saberse aislada, pero sin intención o posibilidad de regresar a casa. En esta vicisitud Vitalina se encuentra con Varela, ya no en el papel de representarse a sí mismo, sino como un cura que habita una iglesia en ruinas. Varela es un hombre parco y remilgoso de su propia fe a quien la mujer acude como un camino conocido; y pese a encontrar resistencia, es en quien finalmente se apoya para encontrar el perdón a su difunto esposo y establecer una nueva vida en Portugal. Esta película muestra la consolidación de Costa ante sus propios medios, pues hay una clara depuración en el trabajo dramático tanto a nivel visual como narrativo, pero especialmente en cuanto a la peculiar relación creativa que establece con las personas que fomentan sus obras, pues más allá de plasmar sus testimonios hay en Costa una clara misión humanista que no busca ser reconocida por las vías heroicas populares, sino simplemente en dar cuenta de ese “no lugar” del
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migrante y permitir el libre tránsito de los relatos que fundan su identidad y el peso que la historia reciente de Portugal ha cobrado sobre ellos. Sin lugar a dudas, la cuidadosa óptica bajo la cual el realizador instala estos relatos desestabilizan las asociaciones comunes al tema y a los lugares que muestra, lo cual permite enfatizar la trascendencia de estos conflictos como universales. Si bien esta riesgosa apuesta por parte del director de fundar un cine en completa contracorriente a las tendencias comunes de la industria sobrelleva las complicaciones de una distribución limitada, su notoria creación sabe encontrar un público que se ve atraído por la potencia de las imágenes que forman los cuadros de su obra, en donde aquellas escenas de piedad y compasión ya no están pobladas por seres celestiales, sino por personas que ilustran el conflicto permanente que funda la historia del género humano. Por ello, se puede afirmar que aquel que se compromete a enfrentar la oscuridad de Costa goza de una buena probabilidad de salir iluminado.
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El tranvía que no paraba nunca ¿Quién es el (orangután) asesino de la calle Morgue?
Ilustración de Harry Clark para la historia “Los crímenes de la calle Morgue”, 1931
Marina Porcelli
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Al fin de cuentas, Poe es, en sí mismo, el canon. Casi no hay escritor occidental que, en más de un siglo y medio de literatura que llevamos desde la muerte de él, no haya sentido, de una o de otra manera, el peso gravitacional de su obra. Se le haya leído o no, como decía Ricardo Piglia de los continuadores de Manuel Puig. Y no sólo en lo que refiere al policial —que Poe es el fundador del género, instala Borges canónicamente—, sino también por los mecanismos que inventó para el terror, por su relación con la lírica y con el ensayo, y con la no ficción. Que la obra de Poe resista tanta lectura, ahora cercana a las propuestas de género, nos lleva otra vez al peso gravitatorio de Poe. Digo esto porque siempre me inquietó la cuestión del mono. Hablo, por supuesto, de los crímenes cometidos en los que todos conocemos como la redundante calle Morgue, el cuento publicado por Poe en 1841, en la revista Graham Ladies and Gentleman. Hablo, más exactamente, de la representación que Poe hace de los asesinatos de Madame L’Espanaye y de su hija Camile. De la forma en que las mataron, cómo estos cuerpos muestran la violencia y su saña, de la representación de las condiciones de vida de ellas, y de su muerte. Y todo esto, pienso, está en el origen del policial. Los crímenes de mujeres inauguran la historia del crimen de la literatura para Occidente. La cuestión del mono ocupó siempre todo el escenario. Al punto de que el mismo detective Dupin la caracteriza como una escena salvaje, como —en francés— autre. En otra dimensión, en otro nivel. Una especie de corrimiento, pienso. Porque llama la atención que, en
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esa maquinaria de racionalidad imparable que es Edgar Allan Poe, sea justamente un orangután, un mono gigantesco con navaja, el asesino de las dos mujeres. Siempre sospeché que ahí algo sucede y no termina de leerse, de decirse, un elemento que se desplaza, un punto ciego. Corriente subterránea de sentido lo llama Poe en La filosofía de la composición. A todo ese sustrato que da, arqueológicamente, densidad y significaciones a cualquier escritura. La crítica rotula la cuestión del mono como un dispositivo romántico y cree que así resuelve el problema. Más bien diría que lo multiplica. O que el mono es una reminiscencia gótica, nos dicen. Como si insertar al autor en una corriente estética fuera algo distinto que cambiarle el apellido. Rotular no explica, sólo inventa una falsa tautología. Ante la racionalidad maniática de Dupin, aparece un orangután, lo tempestuoso, lo extremo, lo insólito: podríamos concluir también que al final Poe se volvió loco, que por eso el mono es el asesino y en realidad seguiríamos sin movernos un centímetro de la casilla inicial. Poe inventa el policial, dice Borges. Aunque se suele sostener que “el primer policial” de la literatura es Edipo Rey —ahí hay un crimen, un misterio por resolver, un culpable—, “Los crímenes de la calle Morgue”, junto con “El caso Marie Roget” (1842-1843) y “La carta robada” (1844) son los escritos fundantes que dan historicidad y estructura al género. Proyectan una serie de reglas: un tiempo y espacio determinados —la modernidad, la ciudad—, una manera específica de narrar la historia —la deducción lógica sobre lo real—, un punto de vista —la primera persona que acompaña en la
charla al detective Dupin—. Y agrego como elemento característico, los crímenes de mujeres.1 Claro que en la obra de Poe la mujer muerta es un leitmotiv. No sólo por el componente biográfico —la madre de Poe murió cuando él tenía tres años; su pareja, Virginia Clemm, murió de tuberculosis cuando ella tenía 24, y de hecho, Poe estaba escribiendo “El caso Marie Roget” cuando empiezan los signos de la enfermedad de Virginia—. No sólo por el componente biográfico, decía, que enlaza la discusión sobre si un autor en el fondo elige o no elige los temas sobre los que escribe, sino también porque la lista de muertas que aparecen en las historias de Poe es apabullantemente larga: Eleonora, Morelia, Berenice, la hermana Usher y etcétera y etcétera. Quiénes son las muertas Madame y mademoiselle L’Espanaye son madre e hija de clase acomodada, que viven de rentas, y fueron asesinadas en su edificio de dos plantas de la calle Morgue. Los cuerpos tienen signos de violencia extrema: las dos fueron golpeadas, a una le abrieron el cuello con un tajo y tiraron el cadáver al patio de la planta baja. Cito textual: “había sido degollada tan salvamente que, al tratar de levantar el cuerpo, la cabeza se desprendió del tronco. El cuerpo de la madre estaba horriblemente mutilado”.2 A la otra la estrangularon y embutieron el cuerpo en el cañón de la chimenea. Y cito otra vez: “Al examinarlo, se advirtieron en él numerosas excoriaciones, producidas, sin duda, por la violencia con que fuera introducido [al cañón de la chimenea]. Veíanse profundos arañazos en el rostro y en la garganta aparecían contusiones negruzcas y profundas huellas de uñas”. En cambio, “El caso de Marie Roget” no es enteramente invención de Poe, sino que está basado en una historia real. Poe toma el asesinato de la chica de los periódicos. Se trata del cadáver de Mary Cecil Rogers, una
Digo por último que la policía siempre está desorientada y por eso recurre al detective: y esto, la impericia, o la ineficacia policial, también es clave en la fundación del género. 2 De Cuentos, 1, Alianza, Buenos Aires, 1993, p. 441-442. Todas las citas que siguen corresponden a esa edición. 1
empleada de tabaquería, conocida en el barrio como “la bella cigarrera”, que fue estrangulada. Arrojaron el cadáver al río Hudson, en Estados Unidos. Poe saca la historia de Norteamérica y la sitúa en Francia, donde las trabajadoras llevan un apodo por su traje gris, se las llama grisette. De hecho, si no supiéramos que se trata de ficción, y una ficción escrita a mediados del siglo xix, si leyéramos estas descripciones de los cuerpos asesinados sin las marcas contextuales (el de las mujeres de la calle Morgue, el de Marie Roget), sería fácil concluir que se parecen y mucho a las descripciones de asesinatos que encontramos en la prensa hoy. La saña, el estado en que son dejados los cuerpos después de los asesinatos, la crueldad. Y ahí está el libro brutal y extraordinario de Sergio González Rodríguez, Huesos en el desierto, de 2002, para confirmar lo que digo. Lo salvaje, l’autre El final de “Los crímenes de la calle Morgue” tiene una estructura que hoy resulta clásica. El típico monólogo del final que desanda el relato, y cuenta cómo se cometió el crimen. Dupin pone un aviso en el periódico, y hace venir al responsable. Lo hace entrar en escena. Es el dueño del mono, un marinero, que completa la historia. Lo que en rigor el marinero cuenta es que el orangután saltó por la ventana y salió a la calle. Antes, tomó la navaja de afeitar de su mesita. Después, anduvo varias cuadras mientras su dueño lo seguía, vio luz en una habitación alta, y trepó al edificio de la calle Morgue. Se metió en la habitación y atacó a las mujeres. Le cortó el cuello a una mujer, estranguló a la otra. El marinero lo vio todo desde la ventana. Y cuando el mono descubrió que lo estaban mirando, “escondió” o “trató de esconder” los cadáveres. Vale decir: intentó borrar los rastros del crimen, tiró un cuerpo al patio, metió al otro en la chimenea. Es un mono enorme, ya se dijo. Con mucha agilidad, fuerte, gigantesco. Podemos imaginar esto también. Un mono con navaja. Poe acentúa esas características, que hacen que el lector comprenda el asesinato, y que son el cierre más importante de toda la historia. Lo que antes nombré como un deslizamiento, un elemento corrido.
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Como la corriente subterránea. Porque el mono tiene, dice Poe, “cualidades imitativas”. La cita textual: La gigantesca estatura, la prodigiosa fuerza y agilidad, la terrible ferocidad y las tendencias imitativas de estos mamíferos son bien conocidas. Instantáneamente, comprendí todo el horror del asesinato.3
Ahora la pregunta cae como una obviedad: el mono tiene cualidades imitativas de quién. Y este es el punto donde creo que es posible hablar de feminicidios en el origen del policial. De la violencia de los varones hacia a las mujeres, de la maquinaria social, y de las condiciones de muerte. El orangután copia, dice el dueño. Imita. Repite los movimientos. ¿Copia a quién, imita a quién? Dicho mejor, ¿qué es exactamente lo que copia? Antes de escaparse, el mono ha visto cómo el dueño se afeita, y entonces sale corriendo con la navaja. Anda por la calle, trepa a las paredes, ataca a las dos mujeres, hace algo que no es precisamente afeitarlas: las asesina de manera salvaje. Insiste. Hay repetición y hay saña. Desata sobre ellas una violencia extrema. Peor aún, cuando se da cuenta de que su dueño lo vigila desde la ventana, intenta borrar las huellas y ocultar los cadáveres. Entonces “Los crímenes de la calle Morgue” son el origen del policial moderno, y también la representación de los feminicidios en la literatura. En realidad, pienso, que si esto es o no es lo que quiso decir Poe, no hay forma de saberlo. Pero sí creo que es una lectura posible, que es una lectura que abre aguas en ese material lleno de densidad y reparos, de penumbra y brillo que conforma, luminosamente y hasta hoy, la obra de Poe. De los tribunales a la prensa, de la prensa a la ficción Lo singular en Poe cuando relata “El caso de Marie Roget” es que ahora toma la información de la prensa y establece, para la ficción, un territorio que antes había pasado por los periódicos y antes por los tribunales. Este es, de hecho, el fundamento del estudio crítico de Daniel Stashower sobre la documentación de los diarios de la época y su relato del caso. Y una de las cosas más curiosas
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del cuento, o de las más estremecedoras, en realidad, es el retrato que los periódicos hacen de la mujer asesinada. De hecho, la prensa incluida en el cuento hace mucho más énfasis en la belleza de Mary Cecil y en la cantidad de novios que ella tenía. Resulta sorprendente cómo los periódicos siguen esta línea y adjetivan a la muchacha, la caratulan, la clasifican. Prejuicios y estereotipos: “Si Rogers hubiera aparecido en la iglesia”, “en la casa de Dios”, se llega a leer, “distinto hubiera sido su destino”. Hay un detalle más, y en mi traducción es admisible. Casi al final del relato, una frase de la prensa sobre los novios que tenía Marie Roget hace que Dupin saque determinadas conclusiones. O sea, una frase sobre los novios de ella son el fundamento del análisis del detective. El periódico dice: [Marie era] “muchacha alegre pero no depravada”.4 Y con esto, Dupin concluye: “Marie tenía pretendientes pero no muchos”. Dato que resulta esencial para las conclusiones que vienen después. Así, la historia queda atravesada por la pregunta sobre cómo se representa a la mujer, y cómo esta representación, que implica un enjuiciamiento sobre ella, define su destino y sus consecuencias. Y claro, las descripciones de la violencia desatada sobre Mary Roget son prácticamente idénticas a las que se leen en los periódicos de hoy. Fundar el género policial, como sostenía Borges, implicó asentar un tiempo y un espacio determinado, un punto de vista, un modo de entender la realidad, y agrego ahora: un tipo de crimen específico, los crímenes de las mujeres, y la forma en que se los representa. Que el mono tiene “cualidades imitativas” —y la pregunta que impone entonces, imitaciones a quién— así lo leyó Horacio Quiroga cuando escribió, para la literatura del Río de la Plata, “La gallina degollada”. Sobre todo, Edgar Poe nos dejó un modo de razonar la ficción. Esa sentencia fundacional que atraviesa los cuentos de Dupin: todo, en rigor de verdad, es superficie. Sentencia de la que se hizo eco Oscar Wilde cuando dijo que siempre el verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible.
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You look in her eyes; the music begins to play. Hopeless romantics, here we go again. But after a while you’re looking the other way. It’s those restless hearts that never mend. Johnny come lately, the new kid in town. Will she still love you when you’re not around? The Eagles, “The New Kid in Town”.
Después de pensarlo unos minutos, decido subir las escaleras y cruzar el umbral que me separa de la oportunidad de conocer a mi media naranja. Música oldie y una oscuridad teatral me envuelven a la par, también un olor a perfume. No sé si masculino o femenino. Doy unos pasos y concluyo que es femenino al encontrarme con un grupo de no menos de siete señoras en la entrada, todas vestidas para matar según los cánones del pop ochentero. Acto seguido me señalo mentalmente: “¿señoras?”. No usaba esa palabra desde hacía mucho, décadas, incluso. Reparo entonces, en que he realizado algo parecido a un viaje en el tiempo. Confundido, me dirijo al sanitario. Siempre conviene ir al sanitario cuando se está confundido. Me siento inseguro y necesito hacer un balance conmigo mismo. Como en las películas, me veo en un espejo, que me devuelve la imagen del de todos los días, a la que estoy acostumbrado y con la que me siento cómodo desde hace muchos años, más por negociación que por amor propio. Pero como no sucedía desde la adolescencia, me siento fuera de lugar. Me embarga una sensación de que esto será un fracaso rotundo, que mi primera incursión en la noche de solteros del Sixties ha comenzado con el pie izquierdo. Soy el negrito en el arroz. Y no sólo yo me doy cuenta. Otros hombres me observan. Gestos discretos, pero evidentes, desaprueban mi aspecto. Como en los asuntos legales, el no conocer los usos y costumbres, los códigos y leyes no exime a nadie de su cumplimiento. Estoy en falta, en fuera de lugar. Debo ser el único sujeto que no está perfectamente rasurado, que viste camiseta y no calza “zapatos de vestir”, el único con el pelo largo. Si no fuera penado
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por la autoridad y sus leyes contra la discriminación, el cadenero de la entrada me habría negado el acceso, justo como era común en otras épocas y como me sucedió miles de veces. Sé que me aceptaron porque no les quedó de otra, que soy un paria. De haber sido rechazado por el cadenero, yo lo habría entendido. Es más, me habría ido alegremente a los bares que sí conozco, donde no tengo taras sociales. Pero no fue así y aquí estoy. Al Sixties, por lo menos a la zona donde cada miércoles se celebran las noches de solteros, se entra por una escalera. Frente a su último peldaño están los baños, y a la derecha está el bar. Así, cuando salgo del sanitario de caballeros, camino a la zona de la fiesta perpetua. Me recibe una mujer con vestido largo y guantes, guapa y amable, preguntándome si vengo solo, para enseguida conducirme a una mesa redonda y pequeña. De alguna manera, su atuendo infunde autoridad en mi persona y me dejo llevar. Atravesamos el lugar y hago un breve reconocimiento. No hay mucha gente todavía, y si bien observo grupos mixtos, en su mayoría, los grupos se dividen por género, siendo los más numerosos los constituidos por mujeres. Me recuerda mi penoso paso por la secundaria pública y sus fiestas. Pero aquí las edades oscilan entre los cuarenta y sesenta años. O eso creo. La penumbra cumple con su cometido y sólo el lenguaje corporal revela el origen generacional de los presentes, los ademanes, las maneras de peinarse, la forma en que brindan y chocan sus copas. Todos, eso sí, han acudido impecablemente vestidos, en el dress code de lo que se llama “casual”, cualquier cosa que eso signifique.
Pido una cerveza. Al parecer, eso me descubre de nuevo como un forastero, como el new kid in town de la canción de The Eagles. Miro en las mesas a mi alrededor y observo en su superficie botellas de ron, brandy, güisqui y refrescos. Al parecer, eso es lo usual, lo que se acostumbra. Recuerdo cuando era adolescente e iba a las fiestas de mis hermanos a buscar la aprobación de los mayores. Ese es el tipo de presión que siento en este momento, y por eso apuro la cerveza por mi garganta. Necesito relajarme. Viéndolo objetivamente, es una estupidez sentirse estresado en un bar de solteros, en un evento a donde hombres y mujeres van a conocerse sin que medie ningún tipo de barrera. Aquí la timidez no existe, y si acaso tuviera la osadía de asomarse, sería ahuyentada por la comunidad a punta de buenaondismos. Yo represento eso, yo soy la timidez; si no me relajo, me convertiré en un apestado, en el indeseable de la noche. En el que son (somos) todos y todas en el mundo real. Y eso, en una fiesta de solteros solitarios, es sumamente deprimente. La mujer del vestido largo y los guantes llega a mi mesa, guapa, amable, misteriosa. Me da un objeto y me pide que lo use. Es una corbata de juguete, de plástico fosforescente, seguramente hecha en China, pero comprada al mayoreo en el Mercado de Sonora. Los hombres de las mesas contiguas se ponen la suya, algunos, incluso sobre su corbata verdadera. Las mujeres reciben pelucas de fantasía, de colores. También se las calzan. Se miran y lo celebran, rompen el hielo aún más. Entonces entiendo por qué no encajo. Dejo el juguete en la mesa y me llega la serenidad, la calma. La razón de mi incomodidad es que no me gustan esos códigos de conducta, no creo en la diversión programada, ni en las representaciones. Yo pertenezco al grupo de amargados que se niegan a bailar “La Macarena” o “El Payaso de rodeo” en las fiestas. Decido, pues, no participar y ser un mero espectador. A fin de cuentas a eso vine. Y pido otra cerveza, y luego otra. Una voz en off interrumpe el barullo y agradece la preferencia de esa gran familia que son los solteros del Sixties, quienes aplauden. Si no los viera con mis propios ojos, pensaría que los aplausos son grabados,
un efecto especial. Imagino entonces que se abrirá pista y así es. Pero antes que cualquier asistente baile, la voz anuncia la inauguración oficial de las “clínicas” de música disco. Así, el Sixties se transforma en un Seventies, cuando un grupo coreográfico ejecuta los éxitos discotequeros de los años setenta: la música que bailaban mis padres cuando yo era niño y que aprendí de sólo mirarla. Las luces y los beats evocan el intro de La Carabina de Ambrosio. Dos o tres canciones después, la formación en la pista se separa. Las bailarinas caminan por entre las mesas redondas y cosechan estudiantes de baile, a quienes supuestamente enseñarán sus mejores pasos. Algunas recogen hombres, otras mujeres. Con el recaudo, se forman parejas espontáneas. Ya no hay hielo que romper para ese momento. Sin embargo, aún se percibe cierto candor en quienes acaban de conocerse. Los más aventados no esperan instrucción alguna y se lanzan de cacería. Las más guapas, tampoco, pero ellas bailan solas sin establecer contacto visual con nadie. Son las reinas de las fiestas de los miércoles. En un santiamén, la pista está a tope. Y el lugar también. Las mesas, antes vacías, ahora son ocupadas por gente que espera el momento para conocer a alguien. Así, las miradas de los solteros y solteras se cruzan, recorren el lugar en busca de un cómplice. Se miran, sonríen, brindan en el aire y caminan hasta encontrarse. Y sin más, terminan las “clínicas”, como un coitus interruptus. Las luces —no en su totalidad— son encendidas y las parejas se separan. Los asistentes regresan a su mesa y llegan músicos al escenario. A excepción del líder de la banda, todos son más jóvenes que los presentes, yo incluido. En ellos sí es bien visto el cabello largo, las arracadas, los tatuajes. Ellos son rockeros y pueden vestirse como les venga en gana. A su primera intervención, el público ya se les ha entregado. ¿Y cómo no hacerlo? Todos son simpáticos y aceptablemente guapos. Además, ejecutan los éxitos de Queen, de los Rolling Stones, de Led Zepellin, de Roy Orbison. Su clímax llega con su interpretación de “Just a Gigolo”, en la versión del ex Van Halen, David Lee Roth. Los hombres más viejos se levantan de sus mesas
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y cierran los ojos mientras cantan la canción; que si somos objetivos, les pertenece a ellos más que a nadie, y los transforma en los veinteañeros o treintones que fueron en los años ochenta, cuando yo iba en la primaria. Termina el primer set. La banda toma un descanso y la música disco regresa por sus fueros. De nuevo se forman todo tipo de parejas, y las guapas que bailaban solas deciden rozarse con los plebeyos, con el pueblo. Una, aunque la música es disco, baila como Tina Turner, orgullosa de sus piernas bronceadas. Otra más, que es pelirroja, juega con su melena como Madonna. Ya no hay candor en ninguna mirada. Mis prejuicios se desmoronan y dejo de juzgar (por un momento) a los demás. Comienzo a sentirme en ambiente, mientras veo que los indecisos han roto el embrujo que los tenía sentados en sus taburetes de sesenta centímetros y también se levantan. Oficialmente, la pista ha cobrado vida. La mujer del vestido negro y los guantes me visita de nuevo. Me pregunta si quiero bailar con una rubia que está sola a unas cuantas mesas de la mía, quien me observa. Yo estoy a punto de aceptar cuando la mujer del vestido negro y los guantes apela a mi compasión y me dice que nadie ha querido bailar con la rubia, quien me observa y, ahora, me sonríe. Un orgullo infantil y mezquino me susurra que yo no soy plato de segunda mesa, mucho menos de tercera, y más, cuando miro bailar a los cincuentones que juzgo ridículos y pienso que ellos fueron opciones anteriores a mí. Amablemente declino la invitación y recibo una mirada gélida de la mujer del vestido negro y los guantes, que se marcha flotando como un fantasma. Casi en seguida, la mesera me pregunta si deseo algo más y yo de nuevo me siento el forastero, el chico nuevo del pueblo. Presionado, imagino que rompí alguna regla, o que violé otro código de conducta. Por no dejar, pido mi última cerveza y mientras la bebo, reparo en una mujer que me observa desde la pista, donde baila con un sujeto más joven que yo, pero calvo. Como otras, luce unos cincuenta años. Unos cincuenta años espléndidos. Más que por su cuerpo esbelto y su melena lacia y negra, llama la atención por su manera de moverse. Baila con delicadeza y elegancia y por momentos, sonríe y cierra los ojos mientras gira en su propio eje. Yo no puedo evitar pensar que tras uno de esos giros se convertirá en la Mujer Maravilla del show
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televisivo de los años setenta. Termina la canción y despacha a su acompañante, para caminar con rumbo al salón fumador del local (esta generación, al parecer, por ningún motivo saldría a fumar a la calle). Mi mesa está a la mitad de su camino y justo cuando pasa junto a mí y la pierdo de vista, sus uñas juguetean en mi hombro izquierdo. Su cosquilla sexy me hace voltear a verla. Me invita un cigarro y acepto. El salón fumador tiene más luz que el resto del local, y aísla el ruido. Así, tengo oportunidad de ver más de cerca a la Mujer Maravilla que se llama Victoria. Puedo observar también que el color rojo oscuro de las uñas de sus manos es el mismo de los dedos de sus pies, y del diminuto cinturón de charol que divide su vestido negro en dos. Su melena danzarina huele muchísimo a Benson mentolado, pero no es molesto. No para mí, al menos. Después de decirnos nuestros nombres, yo no sé qué más hacer, así que la escucho. Me entero entonces que es divorciada y que trabaja en Pemex. Por momentos me bromea por mi aspecto, a su juicio es inmaduro para un tipo de mi edad. “Eres un forever —me dice—, pero aquí todos lo somos”. La charla se detiene cuando nuestros cigarros se han terminado y Victoria decide que ya es hora de bailar de nueva cuenta. Yo, por supuesto, planteo la invitación a la pista como si hubiera sido mi idea y ella sonríe con complicidad. Bailo mucho, como nunca, y no me importa no saber cómo hacerlo. Por primera vez recibo la aprobación de la jauría. Cuando la Mujer Maravilla y yo nos despedimos, me da su número telefónico. No el celular, ni el del trabajo, sino el de su casa. Me pide, además, que si un día la llamo y contesta alguna de sus hijas, pretexte que es número equivocado; que ella, después, me llamará. También me ofrece que la busque otro miércoles, y que bailemos y fumemos de nuevo. La banda comienza su segundo set, y yo decido irme, bajo las escaleras, cruzo el umbral del Sixites y regreso al presente, mientras mentalmente canturreo “Johnny come lately, the new kid in town, everybody loves you, so don’t let them down you look in her eyes”. Mientras camino escucho cómo la fiesta alcanza su mejor momento y me pregunto si la rubia con quien no quise bailar era mi media naranja.
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Disertaciones desatinadas sobre el amor, lo masculino, lo femenino
Notas para una fe nomenología del cuerpo sexuad o. Primera parte Brenda Ríos
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El amor es un lenguaje propio. No un sentimiento ni una acción determinada. Es una educación política y un dispositivo de control social. Hay que saber controlar la medida de los afectos, las emociones y el cuerpo, nos dice la literatura fácil y la difícil, la cultura mediática, las canciones más insulsas. Existe pues, una disquisición sobre el modo, el registro, la cantidad, la calidad del amor que uno debe dar y cómo debe hacerlo. Hombres y mujeres fuimos puestos en distintos envases a la hora de imaginar y ejercer esa cuestión de doble filo. El concepto mismo del amor se interpreta de distinta forma. Colocados fuera del amor decimonónico, romántico y sufrido, insomne, sacrificado, el amor es una visión atravesada por un imaginario cultural, socioerótico, occidental, hecho de sumas y restas. De ganar y perder. De tiempo y de espacio. De cuerpo y aliento. No puede haber amor sin cuerpo y sin disposición. Es decir, que requiere voluntad y cuerpo. Deseo, tacto, gusto. No necesariamente de ambas partes, como bien se sabe. El amor no correspondido es el mejor, es la prueba de que se existe para ello: para dar, como en bolero clásico, lo que no se tiene. Y la persona es —logra ser— a partir de esa pérdida de sí misma. La persona existe en la vacuidad de lo que no regresa. En la literatura las historias terminan (o empiezan) siempre con el amor. Desde la mitología griega hasta la historia más sórdida de violencia en alguna ciudad perdida, pobre y sucia de América Latina, todo conducirá a una historia de amor. Buena, mala. No importa. Pocas cosas escapan a su dominio. Y aun así, si se habla del tráfico de armas, de cosechar papas, del registro de población en los últimos años en tal país terminaremos hablando de amor. Simple. Llano. Eso lo plantea muy bien Julia Kristeva en Historias de amor. Es ella misma quien dice que si uno no está enamorado o hace psicoanálisis está muerto. Entonces, la vida estaría vinculada a dos cuestiones: uno, a la entrega/pérdida de uno en el amor y en el estudio/indagación de uno mismo. No es el ego, es la posibilidad de
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imaginarse en otra dimensión: el amor implica salir de la individualidad, ser generoso, entregar la dádiva. Cuando Kristeva habla de Don Juan, ese mito clásico y lleno de malversación, habla de la imposibilidad de la entrega. Don Juan es lo múltiple, la evasión de él mismo. Por eso es que el cínico busca la conquista: ganar aquello que no se cree posible. Una vez que logra seducir, el juego pierde interés. Lo importante es la novedad, la caza. Luego, el vacío. Don Juan se sabe solo. Es un hombre que odia mirarse a sí mismo y busca, busca, en diversos sitios una especie de entretenimiento o excusa para no mirarse. La seducción es volcarse hacia fuera; un escapismo disfrazado de amor, de la ilusión de un amor perecedero lejano de cualquier atadura y compromiso. Por eso es triste, porque Don Juan buscó no en los amigos sino en las tantas amantes lo que no halló en sí: entendimiento y compañía. Su final es doblemente trágico, la soledad no es algo espiritual o esperado, trabajado incluso, sino un castigo a su desdén: narciso que agota su posibilidad de hacer contacto. Sándor Márai en La mujer justa define lo que es un hombre de “verdad”, un fenómeno interesante de por sí que ya también había desarrollado en El último encuentro. Esa amistad entre hombres, lo que significa tener un amigo: el lazo único y durable de la amistad masculina. Cada hombre tiene a alguien: un testigo, alguien ante quien ser o aparentar ser. El éxito, el dinero, la clase, el trabajo, la vida doméstica no tiene ningún valor si no es mostrada a ese testigo evaluador. Plantea una separación de manera epistemológica de lo que se entiende por amor para hombres y mujeres así como una distinción absoluta y sin posibilidad de reconciliación entre lo que una espera del otro: la oposición entre acuerdos, conceptos y voluntades. A Márai le queda muy claro qué es lo que separa a los amantes. Hace hincapié en la profunda necesidad de estos de volcarse hacia el otro y afirmar su vida, su personalidad,
porque las personas no existen en la soledad. Uno es mientras haya un espectador, lector, quien recibe. Y aquí es donde comienzan o terminan los equívocos. Las palabras se acompañan de una historia de cuerpo, lengua, país, territorio. Una persona no está sola, es el resultado de una educación, de modales, de convención social, de gustos para la comida, de gestos, de hábitos. Sobre todo eso. Las novelas de Márai están hechas de las costumbres que se perdieron en la guerra. Los sobrevivientes recuerdan lo que eran las aceitunas en lata, la crema batida, el café, ciertos lugares, ciertas telas, olores, ciertas palabras, expresiones, el tipo de ropa. Esos detalles que hacen que una vida tenga un significado individual. Cada persona es su testigo falso de su historia. Y se rinde cuentas. En la novela la esposa dice: “Era el fenómeno más extraño del mundo: era un hombre. Pero no en el sentido teatral de ‘héroe romántico’. Tampoco como se diría de un campeón de boxeo. Su alma era varonil, era un hombre de ánimo reflexivo y consecuente, inquieto, atento y previsor.” El narrador, a su vez, confirma: “¿Cuál es el sentido de la vida de una mujer? Es un sentimiento al que se entrega por completo, con todo su ser. Yo esto lo sé muy bien, pero únicamente con la razón. Porque yo no puedo entregarme a un sentimiento”. Hay un mar que se abre entre lo que las mujeres comprenden y esperan del amor y de lo que los hombres elaboran de su lado. Márai, que nació hace ciento veinte años, supo acercarse al tema sin miedo y con energía inusitada, de tal modo que su relato se convierte en un largo monólogo (¿quinientas páginas?) ensayístico del amor, la amistad, la fidelidad, la experiencia fundamental de vivir como hombre y como mujer. No como ser humano, eso queda claro, sino en uno y otra como si se tratara de equipos arrojados desde un Olimpo imaginario a ganarse la vida desde un lado de la red:
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“Una mujer no puede comprenderlo. Los hombres encuentran en su propio espíritu la fuerza suficiente para vivir. El resto son añadiduras, residuos. […] Pero no puedo vivir con esta tensión emocional. Hay hombres de naturaleza más femenina que necesitan precisamente eso, ser amados. Pero hay otro tipo de hombres, que, como mucho, toleran el amor. Yo soy uno de ellos. Cualquier hombre verdadero es pudoroso, por si no lo sabías”. La idea no es novedosa y ha repercutido en la literatura heredada del amor cristiano, romántico, hasta desvanecerse en la novela comercial escrita por mujeres para mujeres (el boom lo tuvo en la segunda mitad del siglo xx, si tomamos las novelas latinoamericanas como referencia: Mastreta, Loaeza, Serrano, Restrepo, etcétera). Sin embargo, con todo, el amor es un tema vigente en el siglo que despunta: se hace cuestionamientos de índole sexual, psíquico, emocional, por parte de escritores hombres y mujeres. Y esto del hombre verdadero resuena en un ideal universal en la literatura contemporánea: dejamos de creer que el hombre hace alusión a la humanidad y que las mujeres hacen alusión a sí mismas, a su vida doméstica o sentimental. Se comprende qué quieren decir cuando dicen amor, sexo, cuerpo, voz, hambre, fatiga. En cada concepto hay una visión única e irrepetible puesto que cada uno centra su análisis más allá de lo obvio. El amor es un tema inherente a la explicación del ser y lo divino. Lo divino, se entiende, es la sexualidad, los hijos, la amante olvidada, la traición, la envidia, los celos. La literatura es más que lenguaje: es experiencia. Vital. Se escribe con todo lo que una persona posee: cuerpo, lengua, historia. En el cuento “Amor”, de Lazos de familia, Clarice Lispector dice algo notable sobre su personaje, Ana: “Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se había casa-
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do era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida”. ¿Las mujeres entonces tendríamos destino sólo como mujeres? ¿Si fuera otro, qué seríamos, un espacio intersticio entre hombre y mujer, trans de nosotras mismas? ¿La identidad de género se vincula con los lazos que sostenemos a lo largo de la vida? ¿Nuestro cuerpo es lenguaje y así tal cual este lenguaje está permeado por lo femenino/lo masculino? Ana sabe que es necesaria en la casa, en la crianza de sus hijos. Cada parte de su vida está conformada por este “ser necesaria” y poner algo de ella en los objetos y las personas que la rodean. Sin pedir más. O eso parece al inicio. Su calma pasmosa se convertirá en algo que se rompe. El orden de las cosas ganará la batalla, pero lo fundamental del personaje es que al menos, por un día, se pudo “ver” a sí misma y entrar en crisis: “Ana respiró profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un aire de mujer.” Coetzee tiene (si recuerdo bien) en Desgracia una idea sediciosa. El narrador, un profesor en crisis (¿acaso no lo están todos?), observa a su hija trabajando la tierra y la ve fuerte, rolliza. Se le ocurre pensar en cómo hará el amor (yo hubiera dicho sexo pero en la novela viene así, “hacer el amor”), si será apasionada en la cama, si se parece en eso a su madre o a él. Esa especulación, bordeando el tema de la fantasía del incesto es de una belleza inusitada. ¿Quién enseña a uno finalmente el sexo o a amar? En la separación de géneros hay una educación —si bien no consciente pero al menos bien preparada— de acondicionar a unas al sacrificio amoroso y a los otros a una entrega “obligada” en una ética perversa donde se confunde placer y satisfacción, entrega y generosidad. Márai concluye en La mujer justa que el amor es un “regalo” que nadie sabe aceptar, que se necesita humildad para “recibirlo” sin más. Todo lo que hay en el intermedio es un aprendizaje malogrado.
Avenida Juárez 76 y un cadáver exquisito Jesús Vicente García
Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco
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No se tiene respeto ni para el aire que se respira, ni para la mujer que se ama tan dulcemente, ni siquiera para el poema que se escribe. Pues no hay piedad para la patria, que es polvo de oro y carne enriquecida por la sangre sagrada del martirio. Efraín Huerta, “Avenida Juárez”
I Es el día ocho del tercer mes del año 20, Monumento a la Revolución, Plaza de la República, el Ángel de la Independencia, Reforma, Juárez, Madero, 16 de Septiembre, 20 de Noviembre, calles, calles, calles, Ciudad de México. Y miren, cientos de mujeres se aglomeran, caminan, corren, gritan, en estos lugares históricos para hacer más historia; en el cielo, unos artefactos de nombre drones, cual aves de mal agüero, deambulan en el espacio azul aéreo sin nubes, otean, graban, transmiten; es un día único, con un suceso nunca antes visto. El sol se asoma a todo lo que da, sus rayos caen y hasta parece que traspasan los cuerpos de las mujeres que caminan sobre Juárez, porque ya ha comenzado la marcha, a las dos y media de la tarde, aplauden ya enfiladas hacia el Zócalo, incansables, con una energía que sólo el hartazgo de los feminicidios convertidos en cifras brutales, exageradas, provocan, y que al mismo tiempo que sucedía la marcha del Día de la Mujer estaban matando a tres, al menos de las que se supo por la prensa y las redes sociales. Quiero vivir, no sobrevivir, Camino a casa quiero ser libre, no valiente, Con o sin ropa, mi cuerpo no se toca1
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Todas las consignas aquí escritas son rescatadas de la marcha del 8 de marzo de 2020, Ciudad de México.
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II Enfrente, la Alameda sitiada por el hartazgo. En zigzag camina un grupo de mujeres que se mete entre la marcha en diagonal, luego rodea, luego por el frente, otra vez en diagonal, capuchas, tapabocas, aerosoles, van tomadas del hombro, de la mano, al llegar a Juárez, frente a La Puerta 1808, de Felguérez, preparan los botes, pintan líneas y frases: anarquismo, abajo el Estado, fuera el fmi, unos dibujos amorfos o no con la claridad que uno podría exigir, pero la marcha es de exigencia en contenido, no en pintas, o al menos esa es la idea. Athena, la mujer alta amiga de Pamelo y Basilio, aparece y guiña el ojo a este narrador, va con amigas profesoras de la escuela donde labora, playeras moradas, paliacate al cuello, tenis de lona y su pancarta al aire: “No soy tu mamacita, sino tu peor pesadilla si no te educas”. Miles de mujeres pasan por la Avenida Juárez, lugar al que Efraín Huerta le escribió un poema que es un clásico en la lírica nacional: “Marchar hacia ninguna parte, olvidado del mundo,/ ciego al mármol de Juárez y su laurel escarnecido por los pequeños y los grandes canallas”. Efraín lo sabía, la buena poesía tiene futuro, predice aunque no quiera, conoce la historia sin leerla, porque la poesía es como la mujer que marcha, conoce el camino, conoce lo que hace y lleva en sí el futuro; ella es poesía. Somos la voz de las mujeres que ya no regresaron, Juntas somos más fuertes, Por las que ya se fueron, por las que estamos y por las que vendrán ¡Si ellas vivieran, marchando estuvieran!
III Avenida Juárez 76, el centro de las miradas, donde precisamente se detiene Athena, sus compañeras se siguen derecho, el sol la agobia y eso que aún le falta un tramo para llegar al Zócalo, pero algo le dice que se acerca un momento importante, porque bien que se percata de ese grupo de mujeres encapuchadas; una chava gorda y otra delgada la empujan, llevan aerosol y un martillo en la mano, empiezan a golpear y a pintar las láminas que protegen Parque Alameda, el número 76, los martillazos aumentan, los decenas de celulares graban cómo las láminas ceden y caen sin misericordia, unas manos, con todo y cuerpo femenino, se cuelgan de ellas hasta que caen al piso, por las escaleras, cual lucha entre tirios y troyanos, y para Athena es demasiado violento ver y escuchar los vidrios de la plaza caer, porque como se decía en tiempos de la revolución, cayó la plaza, Parque Alameda, y lo primero en hacerse cachitos fue Starbucks, lo hacen pomada, los utensilios del lugar salen volando, las encapuchadas reparten vasos como si fueran cantantes de rock aventando condones en pleno concierto, y el público femenino aplaude, pero hay otro público que les grita que
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no queremos violencia, que eso está mal, fuera, fuera, violencia no, y nadie les responde; es como gritar en el desierto. Athena se esconde detrás de un árbol, entre otro grupo de mujeres que atisba, nadie hace algo, porque la violencia está en la punta de los martillos y en la tinta del aerosol. Corren y corren, van sobre el hotel de al lado, siguen por Juárez para dejar otros locales sin vidrios y sin un futuro prometedor.
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Si un día no aparezco, quemen, pinten y rompan todo, AMLO, el peor cáncer es tu indiferencia
IV La charla culterana de Basilio, los comentarios bonachones de Pamelo, los recuerda Athena en el Parque Alameda, en los tres cafés que hay, en las mesas de la plaza que forman una curva, con comida rápida, tiendas para enseres femeninos, deportivos y una librería. El
libro de poemas de Basilio lo corrigió Athena ahí durante varias tardes; los mejores chistes intelectualoides los escuchó en una mesa de aquellas, Pamelo le dio su reciente libro frente al café con logotipo de vaca. Athena siente que le rompen la espalda al ver cómo destripan parte de la plaza, aunque en realidad la empujaron por detrás otras mujeres que pasan juntitas y pintando todo; pareciera que le echan agua fría al ver cómo, junto al número 76 de color plateado, los vidrios caen al sonoro golpe de martillo, cuya simbología encaja muy bien, sólo que Athena no simpatiza con ello; no a la violencia, no a la violencia, no a la violencia, se percata que sale desde el fondo de su pecho ese grito, las mujeres de al lado hacen lo mismo y se forma un coro que exige respeto a esos lugares, porque ahí trabajan jóvenes como ella y de ahí se ganan la vida para estudiar, para vivir, pero eso a nadie le interesa; la mujer ataca a la mujer, la mujer apoya a la mujer; ambas mujeres no se escuchan. Siguen los martillazos, siguen los gritos y las capuchas y los tapabocas y los vidrios volando mientras los drones observan sin el menor pudor. Yo no vengo a disculparme, mujer soy, siempre seré, sólo vengo a declararle: quieta nunca estaré
V El sol se mete y Athena en el Zócalo se reencuentra con sus compañeras; marcha, saca fotos y apoya, a pesar de que les cortan el paso en Madero y ella, gracias a su estatura, ve la chava que se planta y dice: pasamos porque somos mujeres que no estamos pidiendo permiso, y tiran unas láminas, con la diferencia de que no hacen daño alguno. La noche se convierte en un manto que arropa la marcha como la madre a sus hijos, y ahora desde la comodidad de su casa, en esta cuarentena por la pandemia, Athena ve las fotos y piensa que esto debe continuar, es decir, levantar la voz, porque al leer diversas crónicas y editoriales de periódicos de varias partes del mundo, notó que México estuvo en el centro de su atención; ella fue parte de ello para decir que no queremos más feminicidios, pues la marcha no fue exclusivamente para soslayar el feminismo, no fue feminista, fue de mujeres que piden que no las maten ya, que el Estado les otorgue seguridad, porque de otra manera, ellas tendrían que crear su propia forma de defenderse; los caminos son muchos, le dice a Pamelo vía videollamada, mientras califica trabajos de sus alumnos vía Internet, y afirma que vio todo tipo de mujeres, de diversas clases sociales y socioculturales, de todos colores, de diversas edades, de distintos lugares de la ciudad, y todas con el mismo discurso aguerrido; aún queda como eco todas las consignas que llevaban y las que gritaban: “Macho el que no salte”, y todas iban saltando, y entonces se le ocurrió pensar que esa marcha es un poema a la vida, un poema maldito hecho desde el fondo de la víscera, y con orgullo se dice en voz alta, ahí estuve y seguiré siempre que sea necesario. En un ejercicio literario, y para
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sus alumnos de preparatoria reunió todas las consignas que escuchó, grabó y fotografió para hacer con ello lo mismo que los surrealistas, un cadáver no tan exquisito por el contenido, pero sí por la forma, para que juntas adquieran una estética y una intencionalidad poética; al leerlo, llora, aún resuena en el cerebro y en el corazón: Cadáver exquisito del 8 de marzo de 2020 No quiero tu piropo, ¿A cómo el cachito de justicia, señor presidente? Soy la voz de aquellas que no pueden hablar, Nunca jamás tendrán la comodidad de nuestro silencio, El miedo que ya no nos paraliza nos despierta, Poder elegir para no morir, Lo único que se va a caer es el patriarcado, Ayer lloraba por mí, hoy lloro por vernos morir, Juanito apoya a las mujeres, violan, golpean y matan a miles de mujeres, y el peje-kks se burla y le vale madre, No es mi falda ni mi short, es tu falta de educación, Nos cortan las alas y luego nos culpan de no saber volar, Sí, sí soy feminista, no, no odio a los hombres, No somos princesas, somos dragonas, Marchamos porque estamos vivas, pero ¿hasta cuándo?, Queremos volver a casa vivas y seguras, Yo ni siquiera debería estar marchando para que no me maten, Este cuerpo no se toca, no se viola, no se mata, Nos sembraron miedo y nos crecieron alas, Ni una Karen más, Soy esposo y padre, las quiero vivas, no desaparecidas, Abajo el patriarcado, se va a caer, Que la única sangre que derramemos sea nuestro periodo, Nos han quitado tanto que nos quitaron el miedo, El futuro será feminista, AMLO, deja de culpar, exigimos seguridad, ponte a trabajar, huevón, #niunamenos, Yo tenía un nombre pero hoy soy una carpeta de investigación, Vivas y libres, Y no quiero vivir con miedo, Por las que acosaste, abusaste y asesinaste, Exigir justicia no es provocación, No soy la mujer de tu vida, porque soy la mujer de la mía, Libertad, valor, respeto, equidad, Mi ciudad en sangre de feminicidios, Nunca + silencio, ¡Fuera patriarcado!, Hasta el coño de vivir con miedo, Alto a la impunidad, No me chifles, machito, Somos las nietas de todas las brujas que nunca pudiste quemar, Estás preciosa cuando luchas por tus derechos, Tocan a una y nos tocan a todas, Grito hoy porque si mañana no estoy quiero que griten por mí, Pelea como una mujer, Marcho para que las niñas vivan sin miedo, Hasta que no me maten no me van a creer, La culpa no era mía: tenía 13 años. Ni dónde estaba: la calle. Ni cómo vestía: uniforme.
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intervenciones Alicia Sandoval Instagram: @adrusba
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Sutileza y memoria
Orillas, de Nora de la Cruz Judith Buenfil Morales
En los cuentos que conforman Orillas, de Nora de la Cruz (1983), las anécdotas sencillas y cotidianas, los enigmas que se viven durante la infancia o la importancia del recuerdo se revelan como aspectos primordiales de la experiencia humana. Estos relatos, que no siguen la estructura de los cuentos tradicionales ni poseen finales sorpresivos, presentan historias hasta cierto punto anodinas y de lo doméstico, característica que no es en absoluto un desacierto, por el contrario, esto le permite a la autora visitar esferas de lo íntimo y la memoria, particularmente de la infancia. De la Cruz conjunta en siete textos voces que por lo general son inaudibles en las grandes narraciones. El título advierte el espacio que los personajes habitan: entre la urbe y el campo; en los márgenes que se ocupan en la niñez; entre la infancia y la juventud; en las carreteras y al final de los caminos donde la pobreza se hace evidente; en la no pertenencia y la soledad; en la frontera entre dos países. Quiero advertir que si bien los cuentos podrían decidirse por el desencanto o la sordidez, hay notas de ternura, esperanza y humor. Temas como el hacinamiento, el abandono, las fuerzas incontrolables del deseo, el descubrimiento de la sexualidad, los tabúes y la necesidad de recibir afecto se exploran en “Estrellas recién lavadas”. Resulta atinado el manejo que la autora hace de la vida interior del personaje, que explica como mejor puede los secretos y los mecanismos de supervivencia en la casa de los abuelos, un refugio a orillas de una barranca que todos los nietos de esa familia creen provisional. El tiempo, circular y en retrospectiva, permite tratar de forma sugerente problemáticas como el incesto, visto desde la perspectiva de una niña a la que nadie se detiene a explicar el mundo y la vida que se le impone. En “A la orilla de la carretera” un adolescente narra cómo se defendió de un asalto y, en su recuento, describe el espacio marginal en el que habita, un lugar oscuro y periférico. La simplicidad de este cuento es aparente, en él hay una recreación de ciertas particularidades del discurso oral, un tono anecdótico y de charla callejera
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Orillas Nora de la Cruz Guadalajara, Paraíso Perdido, 2018, 93 pp.
en el que caben las excusas —las cuales resultan graciosas, por cierto—, los recuerdos y las divagaciones. Con un desenlace humorístico, en “Primer día” se detallan los códigos y los peligros de las escuelas públicas en México. Este relato, aunque fue el que menos me interesó del volumen, tiene la fortaleza de recrear la atmósfera de miedo y nerviosismo en la que está atrapado el protagonista, un estudiante de bachillerato que espera el ataque de un grupo de porros. “Misión: Cuba” indaga en la vida familiar y visión política de una familia mexicana a finales de los años setenta o a principios de los ochenta. Desde la perspectiva infantil, que en su ingenuidad descubre hipocresías, atavismos y vacuidades de la clase media, se presentan el mundo, las decisiones y el actuar de los adultos como un misterio. “Veracruz” narra un viaje de la Ciudad de México hasta aquel puerto. En su recuento la protagonista detalla conflictos y problemáticas familiares como la precariedad laboral de su padre, las carencias económicas, el alejamiento entre sus progenitores quizá por una infidelidad y los machismos familiares que le afectan. Los desafectos y el cansancio general que rodean al personaje son apenas sugeridos gracias a la descripción de gestos y minucias de la vida cotidiana, logrando con esto un conmovedor relato de la desilusión. “Veracruz” y “XV” son, a mi parecer, los textos más destacados del libro: ambos se detienen en la vida interior de dos niñas que están descubriéndose y configurando su identidad. La narradora del
segundo cuento recuerda la visita al pueblo de su madre muerta y la organización de sus quince años. La historia también contrasta el simbolismo de dicha fiesta en contextos diferentes: en México es más un festejo comunitario que requiere del esfuerzo de todos para realizarse; en Estados Unidos, país en el que vive el personaje, significa el poder adquisitivo personal y la ostentación. Los juegos y registros de la memoria son bellamente representados en souvenirs y tesoros infantiles (flores secas, calcomanías, cartas, un diario) que le ayudan a la narradora a saber quién fue su madre. Situados entre la Ciudad de México y el Estado de México, los lugares en los que se desarrollan estas historias se hallan en función de la vida interior de los protagonistas. Lo anterior se observa claramente en “Progreso”, último cuento del libro, en el que el desamor de la juventud, la pobreza, la orfandad, la tristeza y las dificultades del día a día son los motivos principales, texto que se distingue del resto no sólo por abarcar un periodo más extenso de la vida del personaje, sino también por ser el menos sugerente y el más tradicional desde el punto de vista narrativo. De la Cruz ahonda en la vulnerabilidad y en esa periferia que es la infancia. La riqueza de Orillas se encuentra en la sutileza con la que se trata la configuración de la memoria, las identidades y las concepciones del mundo durante los primeros años. De manera personal, esta lectura me sumergió en las dudas, los hábitos y los recuerdos de mi niñez e historia, un regalo que agradezco.
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Virginia Woolf:
“tan sólo leer con nuestros propios ojos” Gabriel Trujillo Muñoz
Los críticos, claro, hablaban con los dedos. Estaban erizados y temblorosos como los perros en las callejuelas a oscuras, cuando pasa algo que nosotros no alcanzamos a ver. Virginia Woolf
A Jorge Luis Borges hay que agradecerle muchas cosas. Yo, en lo particular, le agradezco sus traducciones de las obras clásicas de la literatura inglesa. Su traducción de Orlando, por ejemplo, fue mi puerta de entrada a la literatura isabelina. Y, claro, me descubrió a la propia Virginia Woolf, una narradora excepcional del siglo xx, una de las escritoras (junto a Anna Kavan y Anaïs Nin) que marcaron su propio estilo literario sin pedirle permiso a nadie. Y Virginia no sólo fue una creadora de ficciones sobresalientes sino que también fue una lectora de sus contemporáneos, que tuvo cosas importantes qué decir de ellos y ellas. Hay que recordar aquí que el ensayo inglés clásico es una conversación entre personas carismáticas en una sala de té, donde se puede discrepar de todo pero sin alzar la voz, sin perder el espíritu de convivencia. Y esto se confirma leyendo Horas en una biblioteca (Austral, 2019), una antología de ensayos de Virginia Woolf (1882 - 1941), que fueron escritos desde principios del siglo pasado hasta pocos años antes de su muerte. En ellos se habla de ópera y diarios personales, de la vestimenta y el carácter, de la prosa de Conrad y Melville, de las vidas de Henry David Thoreau y Sarah Bernhardt, de las relaciones entre vida y escritura, entre el país al que se pertenece y el país al que se adopta como propio, entre la naturaleza que nos rodea y el estado de ánimo con el que se crea una obra literaria.
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En todos sus ensayos Virginia Woolf, esa mente despierta, sagaz, inquisitiva, declara que la literatura no es un aristócrata con sirvientes complacientes sino una mujer que lleva a cabo “todas las tareas domésticas: ha de hacer las camas, quitar el polvo a la porcelana, calentar el agua, barrer el suelo. A cambio, goza del privilegio incomparable de vivir con los seres humanos”. Virginia apuesta por las formas nuevas que permiten imaginar nuevos territorios creativos y riñe a quienes aún bailan “al compás del organillo” y eligen “las palabras sólo porque riman.” Ella, como lectora, acierta al afirmar que “volvemos de aventurarnos entre los libros nuevos con una mirada más aguda a la hora de afrontar los viejos”. Y por eso el leer, para esta escritora inglesa, era un deber gozoso con los libros: el “de lanzarnos con la imaginación tras ellos si hemos de aceptar, con la debida comprensión, los extraños regalos que nos hacen”. Ya sean antiguos o modernos, tradicionales o vanguardistas, para ella todos son bienvenidos. En Horas en una biblioteca encontramos a una autora irónica, desdeñosa a veces, pero nunca ofensiva. Una que pondera con cuidado los pros y los contra de un estilo, una prosa, una visión del mundo, una idea de la realidad. No necesariamente los comparte, pero entiende sus causas, sus motivaciones. Le gusta iluminar los rincones oscuros de la vida privada de los escritores que aprecia. Se detiene en idiosincrasias
y peculiaridades. Le encanta ver a los autores como personas de su tiempo y circunstancia, a la altura de sus rutinas y costumbres. No olvida, sin embargo, que escribe para sus contemporáneos en periódicos y revistas de amplia circulación tanto como en publicaciones especializadas. Y lo asevera cuando dice: “Ninguna época literaria ha sido tan poco sumisa a la autoridad como la nuestra, tan libre del dominio que imponen los grandes; ninguna otra parece tan veleidosa, tan irreverente, tan volátil por sus experimentos”. En todo caso, Woolf escribe para lectores como ella: ávidos de descubrir, desde el mirador del siglo xx, las obras que aún siguen ofreciéndole “nuevas formas que expresen nuestras sensaciones” y obras clásicas donde “vívida destella la belleza”, de tal manera que sus textos críticos están al servicio de aquellos lectores que quieran dejar atrás las grandes mansiones de la literatura victoriana (sin quitarle un ápice de su riqueza ornamental) y deslizarse en sus autos último modelo por las vertiginosas autopistas de la modernidad, por las rutas vanguardistas de “la literatura en vías de hacerse. Entre esos libros nuevos, nuestros hijos escogerán uno o dos gracias a los cuales seremos conocidos por siempre. Si supiéramos reconocerlo, ahí yace un poema, una novela, una historia que habrá de descollar y que sabrá hablar a las generaciones futuras acerca de nuestra época”. En este libro lleno de felices lecturas, Virginia nunca deja de ser honesta en sus querencias y desafectos. Le gusta la primera etapa de Joseph Conrad, los novelistas rusos como Turguénev y Dostoievski, las escritoras que, antes que ella, lograron tener un cuarto propio para trabajar su creatividad como Katherine Mansfield o Christina Rossetti. Aquellos hombres y mujeres que son la deliciosa excentricidad, la placentera locura, la abrasiva complejidad. En su retrato de Turgénev está contenido también un retrato de ella misma como narradora en un mundo lleno de dogmatismos y tiranías: Aunque Turguénev fuera, de acuerdo con su biógrafo, un ser repleto de debilidades, obsesionado por el sentido de la futilidad que hallaba en todas las cosas, sostuvo extrañas y rigurosas posturas sobre la cuestión de la literatura. Sé fiel a tus propias sensaciones, aconsejaba; ahonda tu experiencia mediante el estudio; goza de libertad para dudar de todo; por encima de todo, no te dejes atrapar en la trampa del dogmatismo. Sentado al borde del nido de otro hombre, puso en práctica tan difíciles consejos y lo hizo a la perfección.
Un consejo que nos ofrece la propia Virginia como reseñista de libros, como ensayista literaria, es que no hay que leer los libros por lo que anuncian ser. Si dicen que son una biografía, bien podemos acabar topándonos con una obra de ficción, por ejemplo. Woolf se acerca a una obra, la que sea, reconociendo primero que nada sus propios prejuicios y haciéndolos saber a sus lectores. Siempre nos aclara cuál es su punto de vista, cuáles son sus impresiones y luego construye el retrato sensible, veraz, de la novela que le ocupa, del autor que le interesa. Porque para ella, leer es descubrir los hilos sueltos de las obras literarias, cortar sus nudos, tejer el vestido de la realidad para que la escritura deje de ser una actividad tediosa y se vuelva una aventura única, un viaje sorprendente. Una silla, una lámpara verde para leer el mundo, una mesa “repleta de libros” y papeles para escribir “cotejos, anotaciones, enmiendas”. La tarea del escritor, ya sea del autor de ficciones como del crítico literario que Virginia es al mismo tiempo, consiste en buscar, desde el escritorio de su biblioteca, autores a los que se les pueda perdonar todo menos que “adormezcan nuestra atención”, menos que nos hagan sentir que estamos perdiendo el tiempo con sus libros. Woolf es una mujer que atiende la belleza de las visiones ajenas, que se inmiscuye en tramas, escenarios, personajes y situaciones con el aplomo de quien sabe lo que quiere encontrar en la narrativa de los demás: fuerza, profundidad, inteligencia. Aquello que la sacude, que le mueve el tapete de sus creencias, de sus convicciones. Y es importante asegurar que para Virginia, los libros menores a veces son los que encierran tesoros mayores, que las ideas ocasionales contienen verdades más necesarias que los exhaustivos tomos de la gran filosofía universal. Por eso, cuando habla de Melville, prefiere la lectura de sus relatos más breves que indagar en la saga monumental de Moby Dick, o que muchas veces un libro secundario en la obra de un autor reconocido sea de más provecho que sus libros más famosos. En nuestra autora, lo marginal siempre es más deseado que lo trascendente, las obras de las escritoras olvidadas dan a reflexiones más profundas que los sobados éxitos editoriales de los escritores célebres. Horas en una biblioteca es una recopilación de sus ensayos hecha por Mary Lyon en 1977 y que ahora se publica en español, en el momento mismo en que ya vivimos movimientos feministas en la plaza pública y podemos ver que el camino, el que trazara Virginia Woolf en la primera mitad del siglo
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Horas en una biblioteca Virginia Woolf Traducción de Miguel Martínez-Lage México, Austral, 2019, 368 pp.
xx con sus críticas y comentarios, nos lleva directamente a un mundo como el nuestro, donde ya no se puede prescindir de su mirada imperiosa, nítida, nunca condescendiente, pero siempre perspicaz sobre la condición humana, como cuando señala que “desde que Jane Austen se hizo famosa, los críticos no han hecho sino mascullar inanidades a coro… los críticos han debatido largo y tendido si era una dama, si decía la verdad, si sabía leer, si tenía alguna experiencia personal en la caza del zorro, es sumamente descorazonador. Recordamos que Jane Austen escribió novelas. Tal vez a sus críticos les sentara bien dedicar un rato a leerlas”. Miradas meditativas o ausentes. Así describe nuestra autora la mirada de los lectores atentos cuando despegan la vista de los libros en que están enfrascados y ven el mundo con otros ojos. No se lee, nos dice Virginia, para pasar el rato, para solamente entretenerse o para explicarse el mundo con manuales de cabecera. Se lee para saber quiénes somos, qué horizontes son los nuestros, qué extrañas criaturas contenemos. Más que un viaje, la lectura es un extravío, una vorágine. Por eso los lectores no son personas que se aburran, aunque seguro pueden aburrir a los demás al prestar más atención a los libros que a su entorno. Hay algo más que Woolf nos dice porque seguramente lo atestiguó en muchas ocasiones: los lectores son gente animada por las múltiples visiones que al mismo tiempo descubren
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y habitan, poseen y comparten con todos nosotros. Virginia decidió, en los ensayos, semblanzas y reseñas que Horas en una biblioteca expone, hacer exactamente eso: ser testigo de otros mundos y tener el valor de compartirlos en público, señalando lo que le asombraba de cada uno de estos libros que pasaron por sus manos, que deleitaron sus ojos, pero también que la hicieron reconocer sus faltas, sus carencias, sus debilidades. Porque Woolf no fue una lectora que sólo quería divertirse o pasar el rato, sino encontrar en esa fuente de ideas y sensaciones que es la literatura, estímulos para vivir, rutas para crear ella misma mundos nuevos, narraciones ejemplares. Como nuestra autora indicara sobre la obra de Coleridge, Charlas de sobremesa, estas conversaciones “poseen una de las señas que sabemos descubrir en las artes más aquilatadas, el poder de arrojar luz en apariencia sobre aquello que existía de antemano, en vez de imponer nada desde fuera”. Y lo mismo puede decirse de Horas en una biblioteca: nos encontramos ante un libro lleno de “el pasmo, la sorpresa, la paradoja”, donde en el mundo de la escritura, “la luz se confinaba y se concentraba en un único rayo, el del arte mismo.” Por eso mismo, Horas en una biblioteca nos impele a leer a Virginia Woolf como una escritora en toda la luz de su valía, con todo el rayo de su entendimiento. Sí, como ella misma lo dijo: tan sólo con nuestros propios ojos.
El entretiempo,
de Patrick Boucheron Héctor Antonio Sánchez
Seguramente, uno de los territorios más fascinantes de la inteligencia humana es el de su propia memoria: el recuento de nuestro tránsito por el fugitivo polvo en que, como el cazador, buscamos las huellas que otros han dejado para inferir la cualidad de su presencia. Este recuento a veces se detiene en los pormenores de la oruga; las más, emula la trayectoria de la flecha. Recuento fatalmente sesgado: la historia del mundo, nos recuerda Patrick Boucheron, no dice la totalidad del mundo. Esa historia nos coloca ante el tiempo como ante un friso: un suave, comprensible friso en que los pueblos convocados van sumando sus cinco minutos de fama al discurso dictado desde los émbolos del poder. Tengo a la mano la muy bella, cuidada edición de El entretiempo. Conversaciones con la historia de Boucheron, en la esmerada traducción de Hugo Alejandrez. El título no podría ser más atinado; después de todo, los cuatro capítulos que lo constituyen guardan justo un tono de tertulia en que su autor avanza libremente por su argumento, como en una charla tutelada en igual medida por la asociación voluntariosa y el rigor intelectual: el razonamiento se alza en volutas, divaga, vuelve a su punto de origen. Su rizo es quizás más fascinante que su meta: el proceso en que se distiende y carga de resonancia y novedad. Boucheron ha publicado antes Leonardo y Maquiavelo, Conjurar el miedo y una popular Historia mundial de Francia, obra esta última coordinada por él y firmada por varios autores. El punto de partida de El entretiempo es un misterioso óleo de Giorgio Barbarelli da Castelfranco, Giorgione: un óleo firmado hacia 1406, que hoy se preserva en el Kunsthistorisches Museum de Viena bajo el título de Los tres filósofos. El tiempo, nos explica Boucheron, ha acumulado una plétora de nombres e interpretaciones sobre el cuadro: esos hombres de tres edades diversas —el anciano de ropaje clásico, el adulto a la usanza oriental, el joven renacentista—,
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¿acaso representan a los tres grandes monoteísmos? ¿O, mejor, tres grados de la iniciación hermética? ¿Tres astrónomos? ¿Los Reyes en su camino a Belén? Pronto, el libro se inclina hacia su propia exégesis de la obra, seducido por su “atmósfera de enigma” —el término es de Yves Bonnefoy—: su resistencia a revelar su secreto último. ¿Acaso es legítimo ver en esa imagen tres estadios del pensamiento, tres fases en el desarrollo de la filosofía: antigüedad clásica —Aristóteles—, escolástica medieval —por vía de Averroes—, y pensamiento renacentista, cifrado en el joven que contempla fascinado la caverna necesariamente platónica? Ese joven apuesto, que mira al futuro, es el “nosotros” en que el proyecto de la modernidad europea puede reconocerse: el mismo que está por lanzarse al cronónimo de los Grandes Descubrimientos. Pero, ¿cuál nosotros? ¿Los descendientes de Roma; las sucesivas capitales del saber —Florencia, París, Londres—; los progresivos ejes de la Bolsa —Venecia, Amberes, Albión, Nueva York—? Si Europa se distingue desde el siglo xiii por su “fiebre de cálculo” —el mundo es una mercancía—, ¿no es lícito pensar acaso que la escritura de su historia misma es una incesante suma, una flecha que no cesa en su acumulación? Time is money, dirá América. Y Boucheron responde: ¿y si no? ¿Si la historiografía misma se rebelara contra esa prisa y ese empuje, si detuviéramos la flecha en su carrera: si miráramos, siguiendo a Deleuze, el pliegue al interior del tiempo al punto que la noción misma de continuidad se fracturara? ¿Si pudiéramos, con Nietzsche, cesar para el historiador la labor de la jardinería: el preservar intacta la parcela del ayer para el mañana? ¿Si introducimos, con Foucault, lo discontinuo en nuestro ser mismo, dado que “el saber no está hecho para comprender, sino para zanjar”? Boucheron no se anda con medias tintas: el nacionalismo étnico, acaso la expresión más fervorosa del ser continuo, no es para él sino “una formidable regresión intelectual”. Pero, ¿cómo escribir la historia desde esta nueva posibilidad, desde la zanja, la grieta? El historiador aventura: acaso como los tres hombres en el óleo de Giorgione, que se han detenido en su marcha a reflexionar sobre el tiempo —se
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han detenido en el entretiempo—. Suspender el avance, ralentizar su curso. Y más: desmontar las palabras, examinar sus aristas, la herida en las costillas del lenguaje. En el tercer capítulo del libro, Boucheron se sirve de un documento del monje Thomas de Split en que testimonia la audición de cierto sermón de Francisco de Asís. Al “leer, leer lentamente”, esto es, al glosar —como el desairado escolástico oriental en el cuadro de Giorgione—, el historiador realiza un fascinante ejercicio de distensión del pliegue: diríase que zanja el tiempo, su estabilidad tectónica, para revelar por la minucia lo que llama “los espaciamientos de lo político”, no en la presentación de grandes frescos narrativos, sino en el ahondamiento en la fisura. Lo político se revela así sin ser nombrado, desde la sombra, tras visillos, tras bambalinas: nunca pronunciado frente al reflector, nunca anunciado como un invitado estelar a la cena de gala. Extender el pliegue permite —el autor sigue aquí a Didi-Huberman—, la “supervivencia de las luciérnagas”: las intermitencias, los intersticios, los nomadismos, luz que se dispersa y asoma cóncava entre los resplandores del gran relato. Tiempo y territorio: hacia el final, Boucheron vuelve al espacio sobre el que se posan los tres filósofos que han echado a andar esta conversación. Extraña arcilla: pues, como sabemos, el paso de los siglos obedece menos a los estremecimientos telúricos que a la erosión y el salto de pedruscos. El tiempo largamente amalgamó la correspondencia entre cultura y naturaleza, pero en el occidente renacentista esta persistencia comenzó a fracturarse. Los tres filósofos de Giorgione van saliendo lenta, indefectiblemente del bosque de las analogías. Y el siglo, cada siglo, cobró en la imaginación occidental un temperamento propio. Pero ¿si, otra vez, “hacemos extraño lo familiar”, como quería Daniel Milo? ¿Si desplazamos, como hace Boucheron un tanto juguetonamente, el inicio y el término de cada centuria, y no asentamos el comienzo de nuestra era en el supuesto nacimiento de Cristo sino en su Pasión? ¿Si despojamos las palabras de su naturalidad —una naturalidad dictada por su apropiación desde el poder— y podemos en
El entretiempo. Conversaciones con la historia Patrick Boucheron Traducción de Pedro Hugo Alejandrez Muñoz México, Canta Mares, 2019, 152 pp.
su desmoronamiento vislumbrar lo quebradizo, su peligro político? “Articular el pasado, decía Benjamin, significa apoderarse de un recuerdo que relampaguea en el instante de un peligro”.1 Desmontar el tiempo y sus palabras. Por ratos, sobre todo para el lector poco versado en historiografía, es difícil seguir los saltos entre los varios referentes de Boucheron. En la conversación tales zancadas suelen cubrirlas el gesto o la repetición, pero en la prosa el lector, en cambio, queda obligado a prestar honda atención al hilo de las ideas —se diría, a escuchar de cerca al autor— a riesgo de perderse en la madeja de su prosa. Una prosa que no rehúye las permisiones literarias, las imágenes y el placer: imágenes de un sentido que a veces llega a ser difuso. Claramente, el propósito de Patrick Boucheron no ha sido aquí elaborar un manual de historia ni plantear una metodología. Su conversación se inclina al ensayo, no a la academia: quiere ensayar otra historia. No fijar el tiempo: cernirlo sobre su territorio de arcilla. Son constantes los saltos al presente desde el que se produce este libro. Su autor se sabe escindido entre dos épocas: la que comenta, la que le es propia. Pues, en última instancia, ¿cuál es el sentido contemporáneo de anotar la memoria de tiempos pasados, si no iluminar asimismo el presente? Ésa es la apuesta última de ahondar en el “entretiempo”; ésa es también, intuyo, su esperanza.
1
Citado por Boucheron, p. 147.
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La pensée errante, de Yves Ouallet
Audomaro Hidalgo
La pensée errante es el libro más personal de Yves Ouallet, quiero decir el más creativo y el más libre. Está concebido como una convergencia de géneros: poemas, ensayo, programa de un seminario (Ouallet también es profesor de Literatura comparada), diario de viajes, cuaderno de notas. Ouallet utiliza el verbo errar en su etimología primera. Errar quiere decir viajar y no equivocarse de camino. Esta idea ha llevado al escritor a buscar las raíces de su pensamiento no sólo en la tradición francesa sino en diversos países y en las más antiguas y alejadas culturas: Grecia, Roma, Turquía, Irán, Japón, China, India. Pese a este interés genuino, en la visión del mundo de Yves Ouallet echo de menos la ausencia de las antiguas civilizaciones precortesianas, porque sin duda todo ese conjunto de mitos, ideas, imágenes, símbolos y ritos que conforman lo que fue la civilización mesoamericana constituye un capítulo esencial en la historia espiritual del ser humano. La pregunta final de Heráclito es la pregunta que todos, en algún momento de nuestra vida, nos debemos hacer: “¿Qué camino tomarás?”. A esta interrogante Yves Ouallet responde con la errancia, es decir, la falta de caminos trazados, o mejor dicho, todos los caminos por abrir. El estilo fragmentario del libro es el que corresponde a esa errancia del pensamiento. Dicho de otro modo: en La pensée errante el fondo encuentra su forma natural en el fragmento, en lugar de construir el autor atomiza, hace estallar el pensamiento. Pero esa misma forma hace que Ouallet pase por alto algunas intuiciones poéticas en las que habría valido la pena detenerse, profundizarlas y confrontarlas. Por ejemplo, la relación que encuentra entre los olores y las fotografías como metáforas de la memoria y el dolor. En la escritura la rapidez es enemiga de la reflexión. No sé si en este siglo el género más apropiado para escribir sea el fragmento, porque se trata de un género creado por el tiempo, a veces en colaboración
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con el hombre. Hasta nosotros han llegado, como restos de un gran aerolito, las tablillas del Gilgamesh, la voz milenaria y actual del Tao Te Ching, algunos escasos párrafos de Heráclito, las reflexiones de Marco Aurelio escritas en pedazos de madera y, en la literatura francesa, los pensamientos de Pascal y las máximas de La Rochefoucauld. Podría seguir con los ejemplos pero me bastará con decir que dos de los escritores más importantes de nuestro presente, el poeta Hugo Mujica y el novelista Pascal Quignard, han hecho del pensamiento fragmentario su estilo y su visión de la realidad. Al nomadismo posmoderno teorizado por Michel Maffesoli, Ouallet opone la errancia en el tiempo y en el espacio. La errancia es una decisión personal; el nomadismo, una situación mundial. El ser errante es el que errando abre caminos, no para llegar sino para mantenerlos abiertos; la persona nómada viaja con un sentido de orientación más o menos claro; el errante cambia de época como cambia de lengua; el nómada no se pregunta dónde está porque el mundo para él se ha vuelto uniforme; el errante defiende su espíritu y se siente uno con el Todo; el nómada pierde su individualismo e ingresa en la amorfa sociedad desalmada; perplejidad y asombro son los signos que guían los pasos del errante; la simpleza y la falta de relieves son las notas del nómada. Para Yves Ouallet, la rotación de la Tierra y la errancia del hombre son una errancia común, solitaria. Ouallet lo dice en uno de sus poemas: Basta cerrar los ojos para sentir que la tierra gira Basta caminar para comprender que la Tierra es redonda Se necesita abrir bien la mirada para abarcarlo todo ofrecer el oído enlazar todos los ruidos
La pensée errante Yves Ouallet Le Havre, Phloème, 2019, 320 pp.
atravesar el silencio para escuchar la música de fondo del universo
El pensamiento, en Ouallet, está ligado al acto de caminar: “Caminar es para mí el acto más importante. Un reaprendizaje del acto de pensar”. En este sentido, el poeta continúa el sendero descubierto por el Rousseau de las Reveries. La errancia exterior termina, o mejor dicho comienza en el encuentro interior con uno mismo, con ese oculto centro vital del que debemos reapropiarnos y ser dueños, ese núcleo espiritual en el que se concentran todos los poderes de que fue dotado el hombre y que no debemos ceder a ninguna ideología o condicionamiento exterior. El origen, la fuente primera, el más allá intemporal o espacial no está del otro lado del río, lejos, sino aquí y ahora. Penetrar el presente es para Ouallet uno de los enigmas esenciales de este siglo. Lo que incomoda de su estilo es cuando habla como un moralista o un profeta. Por suerte esta actitud dura apenas unos renglones y el poeta termina por imponerse, aunque nos diga “je ne suis pas poète, je parle poétiquement; je ne suis pas philosophe, j’essaie de vivre philosophiquement” (no soy poeta, hablo poéticamente; no soy filósofo, intento vivir filosóficamente). La pensée errante cierra con el capítulo “Journal d’Inde”. Todo lo visto, sentido, olido, gustado, escuchado, conversado, padecido y pensado por Ouallet durante su más reciente viaje a aquel país (ha viajado tantas veces) está en esas páginas.
Si el lector es sensible, no olvidará al enfermo de lepra que el autor tiene al lado, en un destartalado autobús, al Sadú con sandalias de madera o al joven mutilado de la estación de trenes. Mirada empática, visión compasiva. Y si el lector también tiende hacia lo intelectual, se detendrá a reflexionar en las relaciones que Ouallet encuentra entre India y China, por lo demás muchas veces estudiadas. Yves Ouallet no vacila al afirmar que: “La India no puede ser dicha”. Es el mismo sentimiento de Octavio Paz confesado a Tomás Segovia en una de sus cartas. Ouallet ha publicado Temps et Fiction, La vie et l’écriture I, II y III, y Petit traité des émotions. Actualmente trabaja en su siguiente libro, Grand Traité des Cordes. En la vida y en la obra de Yves Ouallet conviven la poesía, la filosofía, el misticismo, la ciencia y la música. Hay algo griego y oriental en él. Hoy puede dar su seminario delante de sus alumnos en el jardín de una Facultad y mañana en algún acantilado de las playas de Normandía. Felizmente, Ouallet no se toma en serio como muchos pensadores franceses y es un poeta que, como Han Shan o Ryokan, sabe sonreír y acepta la joie como parte de la creación, que es una afirmación a la vida. Así nos lo dice la tierra todos los años cada vez que se regenera y vuelve a nacer. Así lo ve Yves Ouallet: Nieve de primavera Los últimos copos se funden en el aire Los primeros pétalos de los cerezos rozan la tierra
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De niños y perros Nora de la Cruz
La gente de teatro suele aconsejarse entre sí no trabajar nunca con niños ni con perros, pues roban de inmediato la atención del público, que no se fijará en nada más. En el terreno literario, parece que la recomendación funciona al revés, aunque tal vez precisamente por las mismas razones. Una tendencia todavía vigorosa es escribir sobre la maternidad, pero comienzan a avistarse en el panorama los hijos como tema; por su parte, los animales se aproximan y no parece que vayan a despedirse pronto. Esto no es necesariamente malo, claro está, como no lo es ningún tema por sí mismo, pero en esta reseña revisamos un par de acercamientos, parcialmente exitosos, que sacan mucho partido de ello. Contra los hijos, de Lina Meruane Comienzo con lo evidente: la ferocidad. Contra los hijos, en pocas páginas, hace un despliegue de poderosas y eruditas razones para cuestionar el ejercicio de la maternidad. A lo largo de sus siete secciones, la autora muestra que el trabajo implicado en la crianza ha sido un poderoso obstáculo en el desarrollo individual de las mujeres, una clara limitante de su ejercicio político y un recurso para perpetuar históricamente su precarización. En dicha argumentación resulta particularmente interesante la revisión que la autora hace de algunos hitos históricos del feminismo, así como del canon de la escritura femenina, todo, claro está, en relación con la maternidad; para cualquiera resulta claro que las obligaciones domésticas limitan la agencia de la mujer, esclavizándola
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y coartando su realización en otros ámbitos. También es interesante el examen que se hace de los mandatos culturales y los intentos (fallidos) de emancipación, que mantienen a las mujeres en la subordinación que aún padecen (padecemos). En su momento más radical, el texto sugiere que no tener hijos es prácticamente la única forma en la que la mujer puede rebelarse contra el capitalismo. Tan rabioso es el discurso de Meruane, tan cargado de la potencia de la oralidad, que la lectora se siente tentada a extirparse la matriz en cuanto consiga terminar el adictivo volumen (este logro no es menor: el mismo efecto me produjo una obra notable: Tenemos que hablar de Kevin, de Lionel Shriver). Sin embargo, no lo hace, ¡no hay necesidad!, porque luego de todas esas páginas en las que se demuestra que los hijos —“cosas delicadas y feroces”— son parte de un “exceso consumista y contaminante”, que sellan “las puertas de una nueva prisión” y, en fin, sumen a la mujer en la esclavitud que padece, la autora aprovecha los últimos párrafos para apuntar que los hijos contra los que dirige su diatriba son los contemporáneos niños tiranos, producto de una crianza derivada de los mandatos socioculturales de nuestra época. En esa conclusión, la rabia se disuelve en delicadeza (o en ambigüedad, si es que pensamos con malicia), porque si Meruane se pronuncia particularmente contra una clase de hijos y una clase de madres, en apariencia no lo hace contra otros, pero no se dice cuáles, o si es que son posibles (su argumentación previa parecía apuntar a que no). Contra los hijos es un
El amigo Sigrid Nunez Traducción de Mercedes Cebrián Barcelona, Anagrama, 2019, 208 pp.
libro relevante sin duda, por la conversación que inicia y la interpretación que aporta, aunque la debilidad de su remate compromete la solidez de su razonamiento. El amigo, de Sigrid Nunez Tomo prestada una idea de Pamuk: que la novela tiene un centro, una médula que le da sentido a todos sus recursos. En el caso de la novela de Nunez, autora desconocida en nuestro contexto pero con cierto prestigio en su natal Estados Unidos, dicho centro es difuso: la historia comienza con el suicidio del amigo y mentor de la protagonista y narradora. Ese acontecimiento trae como consecuencia que herede de él un perro demasiado grande para las dimensiones del departamento neoyorquino donde ella vive. En torno a estos dos sucesos se tejen muchas reflexiones en torno al oficio de escribir, al medio literario, los animales y el proceso de duelo. No diría que el libro llega a ser híbrido, pero sí que hay extensos segmentos —los mejores— en los que parece predominar mucho más un ánimo ensayístico que narrativo, sobre todo porque en la historia lo que sucede es muy poco. La novela recibió muy buenas críticas, un codiciado premio y se encuentra en proceso de adaptación para convertirse
Contra los hijos Lina Meruane México, Literatura Random House, 2018, 192 pp.
en película, pero no estoy segura de lo que significa todo lo anterior. Es, eso sí, un libro ameno y ligero, fácil de leer, aunque un tanto tibio —acaso por la falta de definición de su centro, siguiendo a Pamuk—. Su rasgo más sobresaliente es la inteligencia con la que plantea y examina las posibilidades de la amistad entre una humana y un perro a partir de su duelo común, para hacerse preguntas acerca de lo que pueden tener distintas especies en cuanto a su vida interior: ¿qué mueve su lealtad?, ¿comprenden la traición?, ¿sufren? Es evidente que a la autora le interesan estas cuestiones, aunque no las aborde con gran profundidad. También son relevantes sus reflexiones sobre el oficio de escribir, pero, a diferencia de las otras, con frecuencia se sienten fuera de contexto o forzadas. La falta de fuerza de la novela, y al mismo tiempo su capacidad para conmovernos, radica en su premisa, que de tan obvia a veces parece insultante: en la relación entre el perro Apollo y la protagonista, ¿quién es realmente el animal de apoyo para superar el duelo? Al final nada importa, ni la indecisión narrativa ni los lugares comunes, porque todos podemos reconocernos en la protagonista, y en sus anécdotas, recordar nuestras relaciones con los animales de nuestra vida. ¿Quién podría darle la espalda a un libro desde el que nos miran dos ojos caninos húmedos y tristes?
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colaboran Judith Buenfil. Es maestra en Literatura Mexicana por la Universidad Veracruzana y egresada del doctorado en Literatura Hispanoamericana. Ha estudiado la narrativa breve de Juan José Arreola, así como la relación entre este autor y la tradición humanística. Entre sus publicaciones destacan La escritura del intersticio: Cantos de mal dolor de Juan José Arreola y El concepto de utopía en la obra de Juan José Arreola. Josué Barrera. Es autor de Pasajeros (Jus, 2010), La brevedad constante (Universidad Autónoma de Coahuila, 2011) y de la antología de cuento sonorense Naves que se conducen solas (forca, 2011). Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Fabiola Eunice Camacho (Ciudad de México, 1984). Doctora en Sociología por la uam y maestra en Estudios Latinoamericanos por la unam. Ha publicado en revistas como Revista de la Universidad, Casa del tiempo, Tierra Adentro, Pliego 16, Fundación, Este País, Otros diálogos y Sociológica. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Ensayo de 2011 a 2013, así como del programa Jóvenes Creadores en el periodo 2018-2019. José Francisco Conde Ortega (Atlixco, 1951). Ensayista, cronista y poeta. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Es profesor de tiempo completo de la Unidad Azcapotzalco de la uam. Entre sus más de treinta libros publicados destacan La sed del marinero que regresa, Los lobos viven del viento y La arena de los días. Su poemario más reciente es Canto del guerrero, publicado por la uam en 2018. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Autora de la novela Te amaba y me chingaste (Vodevil, 2018), y el libro de relatos Orillas (Paraíso Perdido, 2018). Compiladora del volumen Bidi Bidi Bom Bom: diez y cinco writers en torno a Selena (Paraíso Perdido, 2019). Rogelio Flores (Ciudad de México, 1974). Escritor, crítico cinematográfico y periodista cultural mexicano. Cursó Ciencias de la Comunicación en la unam, Creación Literaria en la Sogem y Realización Cinematográfica en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de Cuba, eictv. Ganador del Premio de Novela Lipp La Brasserie 2015. Autor, entre otros, de Abreletras, Prohibido fumar, cuentos contra la represión y Palabras malditas. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. José Antonio Gaar (1991). Es periodista y locutor en Radiotelevisión de Veracruz (rtv) y profesor de Historia del arte en la Universidad Veracruzana. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Bela Gold (Tucumán, 1955). Estudió la licenciatura en Bellas Artes en la Academia Bezalel de Arte y Diseño en Jerusalén. Es maestra en Artes Visuales por la unam y doctora en Diseño y Artes Visuales por la uam. Es profesora e investigadora en la Unidad
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Azcapotzalco. Es autora de los libros Palabra y silencio; Elogio al espacio. Intervenciones Escultóricas, en coautoría con Luis Ignacio Sáinz y Paloma Ibañez; Una visión artística posible, así como de El dibujo como proceso de configuración para la enseñanza del diseño, en colaboración con Gerardo Toledo. Audomaro Hidalgo (Villahermosa, 1983). Poeta y ensayista. Becario del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Juana de Asbaje en 2010 y el Premio Tabasco de Poesía José Carlos Becerra en 2013. Autor del libro El fuego de las noches. Óscar Mata (Ciudad de México, 1949). Poeta, narrador y ensayista. Es doctor en Literatura Mexicana por la unam. Profesor de la Unidad Azcapotzalco de la uam. Colaborador, entre otros, de Casa del tiempo, Revista de la Universidad de México, Siempre! y Sábado. Becario del Centro Mexicano de Escritores en 1969. Obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Literario Malcolm Lowry en 1987 por San Malcolm en las cantinas y el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas en 1991 por Un océano de narraciones: Fernando del Paso. Antonio Mendoza. Estudió Ciencia política y Economía en la unam, y Literatura por su cuenta. Fundó y dirigió en su etapa creativa la editorial Aldus. Los poemas que ahora se publican forman parte de los libros inéditos Un mar de olvidos y los barcos y Ejemplar en el fuego. Alfonso Nava (Ciudad de México, 1981). Becario de diversas instituciones de fomento a la lectura. En 2004 ganó el Concurso Nacional de Cuento Beatriz Espejo y en 2016 el Premio Latinoamericano de Novela Sergio Galindo por Sick & McFarland. Una novela pretenciosa, escrita en coautoría con Alejandro Arteaga. Marina Porcelli (Buenos Aires, 1978). Es editora. Ha colaborado en el suplemento Laberinto, del periódico Milenio. Su primer libro de cuentos, De la noche rota, fue publicado por la Universidad de La Plata en 2009. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco; Empacados al vacío. Ensayos sobre nada y Raras, entre otros. Alicia Sandoval. Comunicóloga. A partir de las entrevistas que hizo al compositor Mario Lavista, el Colegio Nacional publicó 13 comentarios en torno a la música. Ha ilustrado para páginas web, revistas y editoriales. Su trabajo más reciente son los collages de El cuento de la luna inextinguible, de Boris Pilniak. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Jorge Torres Sáenz (Ciudad de México, 1968). Compositor egresado del Conservatorio Superior de Música de París. Es maestro en Estudios de Arte y doctor en Filosofía. Sus obras se han interpretado en México, Estados Unidos, China, Francia, Alemania, Inglaterra, Irlanda, España, entre otros. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores desde 2004. Gabriel Trujillo Muñoz (Mexicali, 1958). Poeta, narrador y ensayista. Profesor y editor universitario. Cuenta con más de treinta libros publicados. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua desde 2011. Su libro más reciente es Círculo de fuego.
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Casa del tiempo • número 62 • mayo - junio 2020
COMUNICACIÓN
Humberto Rodríguez García
Alan Edmundo Granados Sevilla y José Hernández Prado (coords.)
Memoria y homenaje
n Retratos sin nombre, Bela Gold n El cine de Pedro Costa
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Tiempo en la casa, suplemento electrónico: Textos galardonados en el concurso “En tu voz… cuentos, historias y narraciones” de UAM Radio 94.1 FM