Casa del tiempo 4, mayo de 2014

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Año XXXIII, Vol. I, época V, número 4 • mayo 2014 • $60.00 • ISSN 0185-42-75

José Emilio Pacheco casadeltiempo • número 4 • mayo 2014

1939-2014

Testimonios en torno a Luis Villoro

Su p “E lem ll ib ent ro o de ele Er ctr a” ón , d ic e oT Lo ie re m nz po o Le en ón la D casa ie z :

Ismael Guardado, el impulso de la creación

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Visítanos y ayuda a que la memoria de la UAM no se pierda. Rectoría General Prolongación Canal de Miramontes No. 3855, colonia Ex Hacienda San Juan de Dios, C.P. 14387, Delegación Tlalpan. Lunes a viernes, de 10:00 a 17:00 hrs. slservin@correo.uam.mx 5483 4000 Exts. 1518 y 1520

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editorial Este número de Casa del tiempo lo hemos dedicado a recordar de distintas maneras a un hombre de convicciones profundas, ensayista atento a los acontece­res de su tiempo y circunstancia, novelista exitoso, dueño de una prosa directa y cristalina, poeta que armonizó estilos y épocas tan diversas en una visión compleja que por momentos se aproxima a Friedrich Nietzsche y, en otros, a San Agustín. José Emilio Pacheco fue Doctor Honoris Causa de nuestra Universidad Autónoma Metropolitana a partir de 2002. En su colaboración de este número, Miguel Ángel Flores profundiza en el contexto que rodeó las primeras obras publicadas por JEP y elogia su perfección, releídas a la distancia. Enrique González Casanova mantiene una mirada sociológica aguda sobre el autor de El principio del placer —título que rinde homenaje y acentúa la referencia a Freud—. Jesús Vicente García, Jorge Vázquez Ángeles y Jorge Mendoza Romero aprovechan el legado de José Emilio para construir textos divertidos y regocijantes. Incluimos también nuevos ensayos que celebran —como en nuestra edición pasada— el pensamiento de Luis Villoro. Además, Beatriz Solís Leree nos comparte su particular apreciación de cuarenta años de convivencia en la uam. Tiempos remotos, textos actuales; vivencias, convivencias y convergencias que en este número se anudan para —esperamos— el deleite de nuestros lectores. (WB)


Rector General Salvador Vega y León Secretaria General Norberto Manjarrez Álvarez Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate Secretario Abelardo González Aragón Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Secretario Jorge Eduardo Vieyra Durán Unidad Xochimilco Rector Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del Tiempo, año xxxiii, vol. i, época v, núm 4 • mayo 2014. Revista mensual de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Walterio Francisco Beller Taboada Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Asesoría editorial Laura González Durán, Paola Castillo, Brenda Ríos Jefe de Diseño Francisco López López Diseño gráfico y formación Rosalía Contreras Beltrán Portada Archivo uam d.r. diseño original Guadalupe Urbina Martínez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Oficinas: Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Redacción: 5483 4000, ext.1509 y 1510. Correo electrónico: editor@correo.uam.mx /editoruamct@gmail.com. Sitio electrónico: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo. Editor responsable: Bernardo Ruiz. ISSN 0185-4275. Precio por ejemplar: $60.00; franqueo pagado, publicación periódica. Permiso número 0360681. Características: 238261212; autorizado por Sepomex. Certificados de licitud de título y contenido de la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas números 553 y 633 del 27 de junio de 1980. Casa del Tiempo es nombre registrado en la Dirección de Reservas del Instituto Nacional del Derecho de Autor. Reserva del título: 622-84. Reserva de características gráficas: 30-93. Impresión: Impresos Trece, S. de R.L. de C.V., Mar Mediterráneo 30, col. Tacuba, Delegación Miguel Hidalgo, 11410, México, D.F., tel: 5399 9932. Distribución: Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda de San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Tiraje: 1,000 ejemplares. Casa del Tiempo no responde por originales y colaboraciones no solicitados. Todos los artículos firmados son responsabilidad de sus autores; los títulos y subtítulos de la mesa de redacción. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de la publicación sin autorización de la UAM.

editorial, 1 torre de marfil El centinela cobija a Beatriz. Infierno, 3 Elisa Buch

profanos y grafiteros José Emilio Pacheco: primeras letras, 7 Miguel Ángel Flores José Emilio Pacheco: el narrador como sociólogo, 10 Enrique González Casanova Tarde o temprano, el tiempo todo lo acomoda, 13 Jesús Vicente García Tengan para que se entretengan, 17 Jorge Vázquez Ángeles Conjurar la sed: los Inventarios de José Emilio Pacheco, 21 Jorge Mendoza Romero Luis Villoro en nuestro pasado y nuestro presente, 23 Javier Meza Testimonio de un filósofo, 27 Ramón Castillo

ménades y meninas Ismael Guardado o el impulso de la creación multidisciplinaria, 30 Mario Saavedra Los juegos estéticos y luminosos de Jazzamoart, 34 Miguel Ángel Muñoz

40 + 10 Cuatro décadas de convivencia, 40 Beatriz Solís Leree

antes y después del Hubble Nueva regulación en telecomunicaciones, 44 Paul Jaubert Había una vez…, 47 Jaime Augusto Shelley

armario

Misa negra, 50 José Juan Tablada

intervenciones, 51 Mateo Pizarro

francotiradores La literatura en los siglos xix y xx: una oportunidad perdida, 52 Gabriel Trujillo Muñoz El lamento de la Sibila, 56 Hernán Lara Zavala Desterrados somos y en el camino andamos, 60 Dalí Corona La realidad paralela, 62 Rafael Toriz Carcosa, 64 Llamil Mena Brito Orson Welles: entre el autor y la industria, 67 Juan Patricio Riveroll

colaboran, 72 Tiempo en la casa. Suplemento electrónico El Libro de Era, Lorenzo León Diez


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El centinela

cobija a Beatriz

Infierno Elisa Buch

El maestro Tarde a tarde aprovecha la voz de la fiera el mito del infierno lo persigue. No es Dante quien dirige el resto del naufragio. Sabe a pez, a lágrima vertida en su nombre. La ciudad enrojecida, olorosa a incienso, a desnudez y él desgaja su sentir, no ve a nadie. Un virtuoso Escucha la flauta suena a mitad de la tarde como lluvia de ira. No es de todos entregarse al sueño palidece la selva cargada de cuerpos verdes apilados, caídos y Beatriz cobija a quien le ama. ¿Qué hacer en la ciudad del llanto?

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Las Arpías Alocadas, caen por primera vez rompen ramas, sus ojos llenos de inquietud con solo ver los cuerpos muertos de amor, hieren. Atajadas por el aguacero. No hay canto insigne, las grullas entonan gritos. Palidece la ciudad.

Las bestias Después de cada trance no lee más ignora las cadencias en tierra de nadie retiene el mal. El sabio cae al arrollo ennegrecido, sin un rayo de sol, advierte tristeza. Beatriz se hace de lado, da paso a la bestia, sin sostener la mirada. Sin vigilante, las puertas quedan cerradas. ¿Qué hacer en la ciudad del llanto?

El protector Su guía le mostraba las palabras rumbo a la montaña. Terrible. No ve a nadie ¡qué dolor! ¡qué alarido! Quirón, el sabio vocifera Infeliz, vive un poco sin rarezas, a prueba de castigos con las palabras a flote. La ira da paso al enemigo. Se pone insolente.

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Los silencios Detrás de la montaña cae oscuridad con el olor a fruto morado revuelo de los falseadores. Uno más abandona la casona. Apagada. El maestro ha muerto y no hay más que hacer en la ciudad del llanto Hundida y en silencios hace un repaso de las noches furiosas ya sin dolor sostiene la flauta desafinada, rota. De otro modo, vuelve el rojo a los muros y la llama a encender tus ojos. Te acercas a la silla con el perro dormido, sus orejas bajas y tú regalas chucherías por medio del centinela es una barbaridad, el resto se hace sombras con el frescor del alabastro. Ayuna. Conoces los afectos. Ayuna. Y ahora, la quietud de la noche te mina.

Las Barcarolas Admira el mar sereno ya sin paisanos con nuevas barcarolas que avivan los susurros del viento. Detrás de la montaña se hunde la tarde pruebas un fruto morado y una vez más ansiosa te lamentas. No hay más que hacer. A la orilla, los campos dorados en calma paseas descuidada con el natural andar de ciego. Siempre me desborda ese olor a peñasco y al aliento de las sisellas. Ahora, con música de banda persigo los recuerdos, las palabras, tu rastro sin suerte.

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FotografĂ­a: Rogelio CuĂŠllar

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José Emilio Pacheco: primeras letras Miguel Ángel Flores

En 1990 la editorial Era publicó un delgado volumen con los primeros textos de ficción de José Emilio Pacheco. Para sus devotos lectores, el libro se anunciaba como un festín, pues permitía asomarse a los comienzos de quien había llegado a ser reconocido por la maestría en el manejo de la prosa y por su rica capacidad de fabulación. Pero a muchos se les olvidó que una característica del recién fallecido escritor era su compulsión por corregir sin cesar cuanto escribía. En alguna ocasión se calificó a sí mismo como reescritor. No importaba que el texto estuviera ya impreso: en las sucesivas reediciones de sus libros, ninguno de ellos se libraba del afán de perfección del autor. Para ser fiel a su iniciación en la Galaxia de Gutenberg, José Emilio puso al libro, que se suponía era la recopilación de la obra juvenil, el mismo título de su libro inicial: La sangre de Medusa. Según el autor, la obra dispersa que se agrupaba ahora en un libro —pues su destino original habían sido las páginas de revistas y suplementos literarios o de plaquettes— eran los borradores de ejercicio literario que en su madurez se consolidaban debido a la práctica persistente de la escritura. La modestia de José Emilio era excesiva. Un regreso a las fuentes nos dirá que él no tuvo infancia ni adolescencia en su proceso de aprendizaje, o que si existieron ambas etapas transcurrieron con velocidad insólita. Como sus dioses tutelares, entre los más destacados, Alfonso Reyes y Octavio Paz, la precocidad fue una de sus señas de identidad. El cuento “La sangre de Medusa” así lo demuestra. Pocos escritores en nuestro país han hecho su aparición ante el público lector tan dueños de su oficio y tan conscientes de la función estética de un texto. El primer libro que publicó José Emilio Pacheco lleva el título de La sangre de Medusa. El colofón nos informa: “La sangre de

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medusa de José Emilio Pacheco es el número 18 de los Cuadernos del Unicornio. Se acabó de imprimir el día 22 de noviembre de 1958 en los talleres del maestro tipógrafo Manuel Casas (Lerma 303), de México 5, D. F. Se tiraron 400 ejemplares sobre papel Fiesta de 80 kgs. Con tipos Bodoni de 12/12 puntos. Juan José Arreola editor.” Cuando un tímido y torpe adolescente, en todos los sentidos, le pidió que le firmara el libro, Pacheco lo calificó como “un vestigio prehistórico”: sólo habían pasado diez años desde su publicación. Leído ahora el colofón, sólo podemos decir que era otra cosa la vida para los libros y los autores. Después de más de cincuenta años hemos regresado al punto de partida en cuanto al tiraje de los libros, pero ha habido una regresión: por ejemplo, ya son una verdadera rareza los maestros Casas que conservan el amor al oficio tipográfico, la computadora aniquiló el gusto por este arte, que no fue ajeno a José Emilio Pacheco, debido a una juventud pasada entre mesas de redacción e imprentas. Para el jovencísimo autor fue motivo de gran satisfacción publicar en la Colección Cuadernos del Unicornio, bajo cuyo sello habían aparecido autores de prestigio. Era la segunda aventura editorial de Juan José Arreola, a quien José Emilio veía con reverencia. Admiraba su prosa y su imaginación; el personaje lo deslumbraba por su carácter histriónico y desenvuelto, tan opuesto al del joven discreto y retraído que él era. Desde su infancia fue un voraz lector. En un texto autobiográfico escrito por uno de sus más entrañables amigos, Juan Vicente Melo —con quien compartía la genealogía familiar veracruzana—, lo recordó en una visita a su casa, acompañado de su mamá. Lo que más le llamó la atención de ese niño tímido fue la curiosidad que mostró por las páginas del periódico que se hallaba en la sala de casa y el recorrido que hizo por los libreros.

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Las líneas de ese colofón nos remiten a una ciudad que parece la de un país ya muy remoto y ajeno, en el que se dio el encuentro entre dos figuras que son hoy grandes nombres de la literatura mexicana. En unas notas de Pacheco a propósito de Arreola y su genio, al que acompañaba su incapacidad para someterse a cualquier disciplina, narra las circunstancias en que le entregó el manuscrito de sus cuentos. Carlos Monsiváis, después de haber leído algunos de ellos ya impresos en publicaciones estudiantiles, de las que parece no haber quedado huella, lo animó a que le llevara algo inédito a Juan José Arreola. En su rememoración repite lo que ya había señalado en múltiples ocasiones: la irres­ ponsabilidad de los jóvenes aprendices de escritores que se apresuran a buscar quién publique sus balbuceos, sus primeros ejercicios, a diferencia de los aspirantes a pianistas, los cuales deben pasar años y largas horas de práctica antes de sentirse capaces de brindar un concierto para amigos y familiares como una prueba antes de su presentación ante el gran público. Él no podía ser excepción a la regla. Buscó a Juan José Arreola, arregló una cita, y en un desaparecido café de la avenida Melchor Ocampo, le entregó un folder con sus dos cuentos: “La sangre de Medusa” y la “La noche del inmortal”. El editor los leyó y sin más comentario aceptó publicarlos. Le parecieron correctos en contenido y desarrollo. La prosa no necesitaba ajustes. Pacheco señala que era un secreto a voces que Arreola, con su gran habilidad de artesano de la prosa, corregía los originales dispuestos para la imprenta. No lo hizo con su caso; según Pacheco, le dijo: “No hay nada que corregir. Están perfectos.” Y Pacheco lamentó el gesto del maestro, pues ambos cuentos aparecieron sin ser sometidos al escalpelo del autor de Confabulario, y desde entonces no dejó de intentar hacer en sus textos los cambios que Arreola pudo haber hecho aquella tarde. Tarea imposible.


Leídos a la distancia de cincuenta y seis años, los textos son perfectos. Arreola no se equivocaba. Él fue un genio de la prosa y sabía reconocer de inmediato el talento ajeno. Arreola fue, entre nosotros, uno de los primeros lectores de Jorge Luis Borges, y seguramente le debió haber parecido atractivo el hecho de que un joven adoptara como modelo al escritor argentino, que cincelaba cada frase como lo había hecho Quevedo, y que buscaba armar sus relatos entreverándolos con referencias a la antigüedad griega, tejiendo una trama de simultaneidad del relato en dos ámbitos tan distintos, haciendo fluir la narración en una temporalidad común. Era toda una hazaña para un joven que debió haberlos escrito en el umbral de sus dieciocho años. José Emilio se apresuró a descalificar sus logros y vivió un periodo bajo la angustia de las influencias, a la que contribuyó el comentario público de Salvador Reyes Nevares: “textos demasiado uncidos a Borges, muestra de una literatura lujosa, inútil, retórica.” Leídas paralelamente, las dos versiones de los cuentos de Pacheco (la de 1958 y la de 1990) se advierte que a la última le agregó un contenido más anecdótico, los escenarios de la acción adquirieron mayor espacio y el ritmo de narración se hizo más ágil. Era inevitable que en su primera etapa, el autor buscara la definición de su estilo. Tal vez lo que no satisfizo más tarde a Pacheco fue el predominio de elementos poéticos en su narración. Cinco años después publicaría su primer libro de poemas, Los elementos de la noche, en que daba muestras de su dominio de la técnica al escribir sonetos bien ar­ mados y se atrevía con el difícil género del poema en prosa. En “La noche del inmortal”, en su primera versión, se habla de las acciones de un incendiario al que no se le menciona, así Pacheco permanece fiel a la condena

que sufrió el gran destructor: que su nombre lo cubriera el olvido mediante la prohibición de decir su nombre. En el texto sólo se alude a él refiriendo sus acciones, lo que se describe dibuja al protagonista que pega fuego al edificio sagrado, y el tono adoptado para sus palabras es el del poema, que anuncia ya lo que Pacheco logrará en este género: “Una llama se eleva hasta donde se curva el firmamento y ese flexible río que entra a saco en la noche es una mano que, despiadada y voraz, ata mi dicha; desde el peñasco puedo ver sin peligro la confusión, el miedo, la sorpresa. Es en vano la lucha contra el fuego: terminará el festín un alba de cenizas”. En la segunda versión el incendiario aparece con su nombre. “La sangre de Medusa” es de suma importancia en el sentido de que esa breve narración contiene gran parte de los rasgos que caracterizarán su escritura. Están presentes en el texto los temas que una y otra vez vertebrarán su visión del mundo: el espejismo de la felicidad, la imposibilidad de hacer reales las utopías, el desastre en que el hombre se empeña ante su entor­ no, del que surge un enfoque pesimista de la condición humana, la inexorable humillación a que nos condena el peso de la edad. En el cuento el destino de Pegaso es el triste reflejo de nuestra existencia, la engañosa liberación que la violencia hace posible y que sólo es un desarreglo de los sentidos, envuelta en una nebulosa de ensoñación: “Y en su prisión de piedra, él espera que llegue, perforando las nubes, el caballo con alas y de libres relinchos, que nació, como la llama, de la sangre maldita de Medusa.” Era el punto de partida para sus cuatro grandes libros: Morirás lejos y Las batallas en el desierto, en la ficción, y El reposo del fuego y No me preguntes cómo pasa el tiempo en la poesía.

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José Emilio Pacheco:

Fotografía: cidhuam

el narrador como sociólogo

Enrique González Casanova


José Emilio Pacheco pertenece a la generación de medio siglo que ya muestra en muchos aspectos una cultura esencialmente urbana, alejada de la vehemencia revolucionaria, de la guerra cristera y de las asonadas militaristas propias de los primeros años del siglo veinte. Él y muchos de sus contemporáneos forman parte de las primeras oleadas de estudiantes formados ya en Ciudad Universitaria, ubicados en el contexto de los años duros de la Guerra Fría, habituados al carácter cada vez más mediático de la sociedad, primero con el cine y la radio y, desde la primera mitad de los cincuenta, con la televisión, familiarizados con los procesos de modernización y sus apologías oficiales, testigos de los cambios sociales que, eventualmente, conducirían al país a tener, desde 1961, cada vez más pobladores en las zonas urbanas, demiurgos de transformaciones capaces de alterar aspectos hasta ese momento esenciales del tejido social sin tocar mayormente las causas de una pésima distribución del ingreso cuya manifestación más evidente resulta en la inequidad y la injusticia para los sectores más numerosos de la población. Como narrador, Pacheco no es indiferente al entorno que le rodea. Quizá uno de los aspectos más interesantes en su narrativa de ficción sea la relacionada con el manejo de tiempos y espacios y, a su vez, con las historias de vida de varios de sus personajes todos ellos en el desempeño de roles sociales donde experimentan y participan en mutaciones y transformaciones —con y sin su venia— en una combinación de escenarios íntimos y generales marcados por un fenómeno de extensa y compleja magnitud denominado modernidad. A diferencia de algunos escritores contemporáneos suyos, los personajes de Pacheco no han sido caricaturizados ni exagerados sino, más bien, se distinguen por estar construidos a partir de un rigor analítico que no especula con el conocimiento ni pretende hacer bromas al exagerar estereotipos. En El principio del placer, obra editada originalmente en 1972 y reimpresa con una nueva versión en 1997, Pacheco da vida a un conjunto diverso y plural de personajes quienes, en sus expresiones internas y externas, se definen por una serie de actos y conductas propias de seres sujetos a los vaivenes impuestos por cambios —algunos de ellos pausados, otros abismales— de un país cuyo destino se perfila hacia un dinamismo de efectos azarosos y difíciles de comprender. Los retratos sociales y psicológicos de Pacheco en prácticamente cada uno de sus personajes son magistrales en la medida que definen particularidades de la modernidad a la mexicana donde el tránsito de lo rural a lo urbano, de lo estático a lo dinámico, de lo agrario a lo industrial y los servicios constituyen situaciones que habrán de alterar de una vez y para siempre un conjunto de estructuras hasta ese momento sometidas en buena medida a una marginalidad global. No obstante, el impacto de las nuevas situaciones se encuentra alejado de un bienestar compartido y, menos aún, de la consecución de justicia y dignidad de los seres humanos. El trabajo narrativo de Pacheco se acerca con sobriedad y precisión analítica a obras ya clásicas del pensamiento sociológico como son, por ejemplo, los trabajos de C. Wright Mills y Erving Goffman, obviamente, creadores contemporáneos suyos.

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Con Mills comparte la crítica a una modernidad que privilegia lo material por encima de lo humano donde el consumo termina por imponer condiciones a costa, inclusive, de las libertades individuales que el nuevo orden se ha cansado de elogiar. Con Goffman, puede coincidir en la creación y recreación de marcos referenciales micro en los que se analiza a profundidad los componentes del espacio social en sus partes frontales —expuestas a todo público— y traseras —casi siempre escondidas al escrutinio— donde, de todos modos, se hacen evidentes aspectos sumamente sensibles de la interacción social. El principio del placer cuenta con personajes obsesionados por defender un espacio propio a partir de la nostalgia y un esfuerzo agotador, casi siempre infructuoso e impotente, por mantener a toda costa sus valores en medio de una dinámica social que los hace inoperantes. Su fuerza reside en su fragilidad porque los efectos del cambio llevan tal intensidad que los obliga a entrar en lo nuevos contextos aunque trascienden con su bagaje cultural y sus creencias: están actuando en escenarios hasta ese momento desconocidos provis-­ tos de un hinterland con el cual interpretarán y, en su caso, decodificarán la vida urbana. México, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta el ocaso de los años sesenta del siglo veinte, habrá de registrar importantes corrientes migratorias internas, la mayoría de ellas hacia la ciudad capital. La principal urbe del país se expande y surgen asentamientos de todo tipo. De Las Lomas de Chapultepec a las zonas marginadas de Copilco y de los Jardines del Pedregal a las cuevas de la misma Delegación de Álvaro Obregón, se puede apreciar cómo se construye sin ton ni son y cómo se eliminan espacios abiertos otrora ocupados por milpas, huertas y terrenos donde se alimentaban distintos

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animales domésticos. La República y sus ciudades viven una modernización cuyo valor más preciado es parecerse lo más que se pueda a los Estados Unidos. De otra manera, ese cambio no sería otra cosa sino un fracaso. Las ciudades viven bajo una combinación de gustos y disgustos. La arquitectura pasa de lo sublime a lo ridículo y viceversa al combinarse estilos tan individualizados como las mentes de quienes los patrocinan. Es prácticamente un común denominador la especulación con la propiedad de la tierra y, sobre todo, con los predios urbanos. Se multiplican viviendas de diferente índole, industrias, comercios y casi nunca se toman en cuenta las necesidades de los transeúntes, de la ciudadanía de a pie. México crece hacia arriba y hacia los lados, pero rara vez se piensa en la posibilidad de construir banquetas. Una parte de la sociedad mexicana abraza jubilosa el impacto de la modernidad mientras esta sólo sea para garantizar sus ya de por sí amplios beneficios. Las nuevas clases urbanas disfrutan las luces de la ciudad y, cuando la temporada así lo amerita, se aglutinan para ver al Santaclós que ríe a carcajadas en el escaparate de Sears. Avenidas y calles se llenan de vehículos y anuncios en los cuales ya es posible advertir con una pésima redacción y peor ortografía mensajes que combinan el inglés y el español. Es en este contexto donde los personajes de Pacheco se encuentran. Van y vienen a la ciudad y salen siempre con ella a cuestas. En sus trayectos, personifican la mutación de la sociedad a la cual pertenecen con sus grandes expectativas, sus morales, sus miedos, sus riesgos, sus esperanzas e ilusiones, siempre con el afán de comprender lo que les rodea, ya para salir adelante, ya para sobrevivir ante las inclemencias de su vorágine. Pacheco sublima la sociología en una narrativa impecable.


Tarde o temprano,

en te Ga rcĂ­a

Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco

el tiempo todo lo acomoda

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Nada se vive antes ni después. No hay conjugación en la existencia más que el tiempo presente. José Emilio Pacheco

i En el pueblo de Chignahuapan, Puebla, nació el famoso comediante, rey del humorismo blanco, “Capulina”, lo cual se nota hasta en la sopa, sea que esté su caricatura de fondo de agua en un menú de algún restaurante, sea que un hotel lleve su nombre, Henaine, o que en la orilla de la plaza, frente a los portales, se halle su efigie, de más de dos metros, color sepia, con su sonrisa a flor de bigote y los brazos en jarras, y uno se imagina que está diciendo alguno de los diálogos que le escribió Roberto Gómez Bolaños para alguna de sus películas. En este lugar, además de ser el centro de producción de esferas y tener muchos atractivos, también nació la maestra Lilia Márquez Balderas, la casi anónima trabajadora del Colegio de Bachilleres que llevó a más de mil quinientos escritores a sus veinte planteles, y que le regaló gran parte de su vida, quizá la más productiva, la más enriquecedora en el ambiente académico cultural. En los años cuarenta y cincuenta, precisamente en esa plaza, donde hay un quiosco muy coloreado y una fuente en el centro, Lilia jugaba, y al salir de la escuela corría para ver el tren de la una de la tarde, ese monstruo de vapor que le impactó desde la primera vez que lo vio. Era, como dice la española Blanca Martínez (quien realizó una biografía de la maestra), “un tiempo en que los arrieros llegaban al pueblo en sus mulas llevando sus mercaderías. Pero llegaban despacio y el futuro les alcanzaba en forma de máquinas monstruosas. Máquinas impensables que lanzaban humo y vapor. Dragones legendarios y negros que arrastraban vagones tras de sí”. Fue tanto el impacto de la primera vez que lo vio, que se quedó tartamuda. “Pasaban los meses y la niña no se curaba. Al fin, la mamá, doña Rafaela Balderas, se decidió a seguir el consejo de una amiga y le puso en la lengua la llave del Sagrario.” Con eso se curó. La maestra, desde su juventud, no creía en esas cosas, pero los remedios son así, eficaces, costumbres de un pueblo al que ahora, al entrar en él, se puede ver la leyenda: Chignahuapan, pueblo mágico. Como la palabra y la charla de la maestra.

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ii ¿Cómo se gana uno ser nombrado orgullo de su aldea? ¿En qué momento se es universal o se adquiere el nombre de hijo predilecto de? El tiempo todo lo acomoda y hablar del tiempo es un eterno cuestionamiento. Por ejemplo, “Capulina” fue quizás el primer chignahuapense en salir en la tv y hacerse famoso en los medios de comunicación. El papá de la maestra Lilia, Inocencio Márquez, era el dueño de la zapatería de Chignahuapan y el primero en llevar al pueblo una máquina para coser la suela de los zapatos. Y a nadie le interesó. La historia no registra estas cosas, sino lo espectacular, lo que hace mucho ruido, aunque no sea significativo ni funcional. Es el caso de la maestra Lilia, que aportó mucho a la vida académica y literaria para los jóvenes, de lo cual surge un primer enigma de esta historia: ¿en dónde quedó todo el material literario que tenía Lilia tanto en su casa como en su pequeña oficina del Colegio de Bachilleres? Tenía más de mil ejemplares. Si se le compara con otras bibliotecas personales, la cantidad es mínima. No obstante, cada libro que la maestra tenía era un esfuerzo, una historia que contar, entre otras cosas porque gran parte estaba firmada y dedicada a ella, a causa del desfile de autores que pasaron por esa institución y con quienes departió una comida o una cena en algún Vips o Sanborns, sus lugares favoritos; cada libro era un esfuerzo para conseguir que aceptaran acudir a dar una charla, ya que no se les pagaba. Algo mágico tenía que hacer Lilia. Y en ese intercambio de palabras cabe la otra pregunta: ¿dónde quedó ese acervo que no sólo tenía libros sino —como bien apunta Juan Villeda Hidalgo en Proceso número 1786— “algún poema inédito, un dibujo, un comentario que el conferencista en turno estampaba en una libreta que la maestra dispuso para ese particular fin; no sabemos qué destino tendrá”, además de folletos, invitaciones y cartas escritas para ella? iii ¿Dónde están las cartas? El 8 de diciembre de 1994, el ciclo de conferencias que organizaba Lilia llegó a su cúspide con un poeta de altos vuelos: José Emilio Pacheco acudió al plantel

3 Iztacalco, a dar la charla número cien, a la que se le tituló “Poesía y poética de fin de siglo”, y al acto se le denominó Cien, por cierto. Este 2014 se cumplen veinte años de aquel acontecimiento. Las palabras no se las llevó el viento. Por esa época hubo un suceso que a la maestra la marcó mucho, además de la muerte de su madre: el enojo de José Emilio Pacheco. A cada lugar al que iba el poeta, ella lo seguía, era quizá la más grande admiradora que tenía Pacheco, al menos que yo haya conocido, llegaba a niveles que ahora le pueden llamar de “fan”, porque sabemos que un fan ama más al objeto de su admiración que a sí mismo. En una de las charlas que dio el maestro, me parece que en el Colegio Nacional, la maestra acudió con sus alumnos de secundaria y del sistema abierto del Bachilleres. Los primeros memorizaron un poe-­ ma de Pacheco y solían leérselo al final de su ponencia y le escribían algún pensamiento. Sólo que uno de ellos escribió mal algo, no recuerdo si el nombre, no recuerdo si algo dijo mal, al grado que jep se enfureció y aventó el papel pensando que se estaban burlando de él y le dijo a Márquez, ¿qué es esto, Lilia? Ella quiso solucionar el mal momento, ya era tarde, duraron bastante tiempo así las cosas. A pesar de eso, Lilia me decía que el mejor poeta y el mayor intelectual del país era José Emilio. Su admiración no conocía límites. Guardaba todo lo que publicaba, lo que decían de él. Lilia solía enviarle revistas o periódicos hasta Maryland y él le respondía con alguna breve carta; en alguna ocasión él le pagó cien dólares por los gastos que ella hizo, y en lugar de usarlos, los guardó como un trofeo. En noviembre de 2010, me mostró una carta del poeta en que le agradecía lo que le había enviado. La había encontrado hasta abajo de una caja de libros que le llevaron de su departamento de Pantitlán al de la Unidad Vista Hermosa, donde falleció. Entre su recámara y el baño, Lilia puso su escritorio y me dijo que ahí le dedicaba su tiempo para escribir a mano unas memorias, rodeada de fotos de su mamá y de familiares, que eran pocos, y de jep, claro, junto con el breve epistolario. El 13 de enero de 2011, Lilia Márquez falleció. Entre algunos de los allegados y familiares se discutió qué harían con todo ese material literario. Como antecedente, hay que señalar que en el 2008, la maestra

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dirigió un oficio a Bachilleres donde ofreció donar su acervo, pero el donativo no se concretó. Las razones las desconozco. La duda ahora es ¿en dónde quedaron los libros, las cartas y las memorias? En 2011, Juan Villeda escribió: “Sus sobrinos y un grupo de amigos platicamos el día del funeral sobre las siguientes opciones: ofrecer lo mencionado en donación a la unam, a una biblioteca pública o a alguna casa de cultura delegacional; o bien, trasladar el acervo al lugar de origen de la maestra para establecer una sala de lectura pública que lleve su nombre”, es decir, en Chignahuapan. iv La plaza y el tiempo Su funeral se dio en la capilla 5 del issste, en Miguel Schultz, colonia San Rafael. A un lado de su féretro había algo que parecía la Biblia. Era un libro de José Emilio Pacheco, Tarde o temprano (poemas 1958-2000), la edición que hizo Ana Clavel para el fce. Cada uno de los presentes leímos un poema de Pacheco (quien a la muerte de la maestra le dedicó su “Inventario” de la revista Proceso). No ha habido nadie que estuviera tan enamorada de su obra. Después, sus cenizas las llevaron a Chignahuapan, en donde, a la fecha, ni es hija pródiga ni es el orgullo del pueblo, ni se le menciona entre las personas que han sobresalido, es tan anónima como el autor de esta crónica en un antro de la Condesa. Basilio y yo caminamos entre la plaza de Chignahuapan. Nos comemos unas cemas en una fonda pequeña. Vemos a los jóvenes con uniforme de secundaria que se citan en la plaza. La policía y los militares vigilan las calles. —Este año se cumplen veinte años de la conferencia cien en Bachilleres, debería de estar orgullosa esa institución —me dice Basilio, pero no sé si en serio o ironiza. Sólo digo que sí. Y nos aventuramos a caminar por el pueblo para encontrar si hay alguna

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biblioteca Lilia Márquez, escuela o librería. Pasamos cerca de la estatua de “Capulina” y nos tomamos un selfie. Y pienso que tarde o temprano se le tiene que hacer justicia a la maestra. El mundo tiene que leer ese epistolario significativo; tarde o temprano, ya que ese fue el tema en toda la poesía de jep, el tiempo, y el tiempo acomoda las cosas. Pienso en qué hubiera sucedido si hubiese muerto primero el poeta. Capaz que se infarta la maestra, no lo habría soportado. Al rodear la plaza para tomar una lateral de la iglesia, me imagino que a la vuelta, en Abasolo, me encontraré la Biblioteca Lilia Márquez Balderas, con su foto en todo lo alto y el acervo con cartas y poemas anónimos, dedicatorias a mano de cientos de escritores para gozo de los lectores de los venideros siglos que, en silencio, se regodearán leyendo ese material que se antoja mágico, porque en el anonimato no sirve para nada; necesita estar presente en el tiempo.


Tenga n par a que se en t r Jorge e t e Vázqu ez Án ngan geles ménades y meninas |

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Fotografías: Alejandro Arteaga

A Rafael Toriz que me contó la historia

“Quiero levantar la voz a nombre de los xalapeños del distrito de Xalapa Urbano, para pedir que se complete la escultura de las Cuatro Virtudes. Que regrese la escultura original de La Templanza para completar esta obra de incalculable valor histórico, cultural y artístico”. En un acto que reproduce a escala las peticiones del gobierno federal para que Austria devuelva a México el penacho de Moctezuma, el 18 de junio de 2010, Américo Zúñiga, candidato a diputado local, habló ante un nutrido grupo de adultos mayores en el Parque Benito Juárez frente al conjunto realizado por Enrique Guerra, escultor xalapeño que desde sus inicios como talabartero demostró grandes aptitu­ des para el dibujo, lo que le valió los apoyos del entonces gobernador Teodoro A. Dehesa y del pintor Catucci, para que se formara en la escuela preparatoria del estado y después en la Academia de San Carlos don­de estudió entre 1894 y 1900. De vuelta a Xalapa, de nuevo el gobernador le concede al joven Guerra una beca para depurar su técnica en la Escuela de Bellas Artes de París. Allá participa en concursos, obtiene menciones honoríficas y se da tiempo para hacer amistades, como con Amado Nervo, quien durante una visita al estudio

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del escultor, le dice: “El barro es la vida, el yeso es la muerte, el mármol es la resurrección”.1 A su regreso a México, Enrique Guerra es contratado por un gobierno enamorado de la cultura francesa, inmerso en la modernización del país y que se alista para celebrar las fiestas del Centenario de la Independencia. El 13 de noviembre de 1907 firma un contrato con la Secretaría de Relaciones Exteriores para esculpir cuatro estatuas —Templanza, Prudencia, Fortaleza y Justicia— y un escudo nacional que embellecerán la fachada principal del edificio ubicado en algún punto vago de la Avenida Juárez2. La obra es del arquitecto Nicolás Mariscal3, hermano de Federico Mariscal, quien terminará, hacia 1934, la construcción del Palacio de Bellas Artes. Las cláusulas del contrato establecen condiciones específicas: las esculturas medirán dos metros con setenta centímetros y serán labradas en mármol de Carrara; el escultor deberá ejecutar los moldes de yeso

1 El escultor Enrique Guerra, artículo de José Rojas Garcidueñas. http://www.analesiie.unam.mx/index.php/analesiie/article/view/809/796 2 No deja de llamar la atención que la nueva sede de la Secretaría de Relaciones Exteriores regresó, hace no mucho tiempo, a la Avenida Juárez. 3 El nepotismo en México no es cosa nueva: el secretario de Relaciones Exteriores en ese momento era Ignacio Mariscal, pariente de Nicolás y de Federico Mariscal.


en México y después los llevará hasta Italia para seleccionar allá los mejores mármoles y a los talladores más competentes; el plazo para realizar los encargos será de dieciocho meses contados a partir de la firma del contrato. Sin embargo, por razones poco claras, Guerra no viajó a Italia, sólo elaboró los moldes en yeso y la Secretaría designó al señor Bertucci Luigi para trasladar los enormes moldes (uno de ellos se rompió durante la travesía), seleccionar los bloques de mármol y vigilar el proceso de tallado. Hacia 1910 los moldes y las estatuas regresaron a México, donde Enrique Guerra les dio los toques finales y cinceló su firma. Las cuatro virtudes y el escudo nacional permanecieron en el edificio de la Secretaría hasta 1923, año en que se remodela el edificio, y son resguardadas en la enorme bodega de materiales que durante muchos años fue el inconcluso Palacio Legislativo, hoy Monumento a la Revolución. Arrumbadas en algún rincón junto con otras estatuas que posteriormente fueron repartidas por toda la ciudad, las Virtudes pasaron sus últimos ocho años juntas lejos de la vista del público. Del escudo nacional no se volvió a saber nada. Por maledicencia, al presidente Pascual Ortiz Rubio sólo se le reconoce la inauguración de dos magnas obras: la desaparecida Isla de los monos en el Zoológico de Chapultepec y el paso a desnivel en la esquina de 16 de septiembre y San Juan de Letrán (Eje Central Lázaro Cárdenas), pero se olvida que en 1931 el ingeniero apodado “El nopalito” ordenó el traslado de las cuatro estatuas al Bosque de Chapultepec. Hasta aquí la historia hubiera tenido un final feliz, pero en un arranque de nacionalismo estatal, el coronel Adalberto Tejeda, gobernador de Veracruz, reclamó para su estado la obra del eminente xalapeño Enrique Guerra, que para ese entonces seguía vivo. Sin saber a ciencia cierta cómo se resolvió el conflicto —quizá hasta el mismísimo Plutarco Elías Calles intervino en la discusión—, Tejeda derrotó al presidente al quedarse con tres de las estatuas que fueron colocadas sobre sus respectivos pedestales. El cuarto pedestal estuvo vacío durante cuarenta y ocho años, hasta 1979, cuando el escultor Armando Z. León, para completar el conjunto, realizó una copia de la Templanza en mármol de Tlatila. Con su pequeño botín, Ortiz Rubio ordenó la construcción de una fuente para la Templanza. La se-

paración de las virtudes, cosas de la vida, juntó espacialmente, otra vez, a Enrique Guerra y a Nicolás Mariscal. Mientras estudiaba arquitectura en San Carlos, Mariscal ganó en 1895 el concurso de la “Tribuna monumental”, donde durante muchos años se llevaron a cabo las conmemoraciones de la batalla del 13 de septiembre de 1847, de donde nació el culto a los niños héroes, iniciado en cierta manera por Porfirio Díaz, y que ahora honra la memoria de los integrantes del Escuadrón 201. Aunque de corte academicista, Mariscal tuvo la sensibilidad de ubicar el eje central de la tribuna, un hemiciclo de cantera, exactamente al centro del ahuehuete “El Sargento”, el árbol más viejo de la ciudad de México, que según la leyenda, sembró el rey poeta Nezahualcóyotl a petición de Moctezuma, en 1460. Aunque se desconoce al autor de este pequeño conjunto que se desarrolla en cuatro planos, creo que Nicolás Mariscal debió de ser el responsable, pues de forma atinada extendió el eje de la Tribuna y del Sargento para alinear la nueva fuente y una estatua más pequeña de David, asesino material de Goliat, que lleva su honda lista para la acción. Esta manera de ordenar una serie de elementos es característica del urbanismo del siglo xix, y que, a gran escala, remite al ordenamiento del Paseo de la Reforma y sus glorietas. En cuanto a la fuente, la Templanza también se ubica al centro, sobre un alto pedestal y un respaldo de piedra donde se lee la siguiente inscripción: “La Templanza fue esculpida en 1910 por Enrique Guerra de Jalapa Ver. A iniciativa del C. Presidente de la República Ing. Pascual Ortiz Rubio se colocó en este sitio. Noviembre, 1931.” Ubicada entre los “Baños de Moctezuma” y el Monumento a los Niños Héroes, la fuente de la Templanza debió ser testigo, hace exactamente setenta años, del dolor y la desesperanza de la señora Olga Martínez de Andrade, cuando el 9 de agosto de 1943 su hijo Rafael Andrade Martínez desapareció de forma misteriosa mientras, subido en un tronco seco, jugueteaba con un caracol —así lo recrea también José Emilio Pacheco en un texto de ficción, “Tenga para que se entretenga”, en El principio del placer (1972)­—. Mientras observo a la Templanza sobre un prado cercano, junto a un tronco derribado sobre la hierba, una mujer vestida de negro espera y espera, inmóvil.

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20 | casa del tiempo FotografĂ­a: Alejandro Arteaga


Conjurar la sed:

los Inventarios de José Emilio Pacheco

Jorge Mendoza Romero

José Emilio Pacheco fue un poeta acosado por el rigor, con el mismo deseo de alcanzar la obra perfecta al que debemos, según Octavio Paz, la obra escasa y brillante de los Contemporáneos. Sin embargo, a diferencia de José Gorostiza o Xavier Villaurrutia, Pacheco renunció deliberadamente a la arquitectura de un proyecto lírico magno a la manera de Muerte sin fin. Asumió el acontecimiento en vez de la acción y el poema se transformó en un diario en vez de un plano de la conciencia. Digo conciencia porque en la definitoria relación con el día y la noche, señalada por Beguin, Pacheco mantuvo los sentidos en una vigilia permanente donde se tomaba registro de la destrucción del mundo y de la victoria de la naturaleza. Asumir el acontecimiento situó a su poesía en lo que el mismo Pacheco denominó realismo coloquial, un registro directo del lenguaje y una construcción sin ambigüedades de la imagen poética. Deseo de claridad, adhesión al aticismo. Convertir al poema en una crónica de “los días que no se nombran” se acompasó con la decisión de profesionalizarse en cuanto escritor en un México donde el único camino para lograrlo conducía a las redacciones de las revistas o a los suplementos culturales. Lectura, escritura y reescritura sirvieron al mismo fin. Con Pacheco es posible que en México la reescritura haya alcanzado su episodio más obsesivo. Si aparentemente su obra poética se desembarazó del principio de analogía, los relatos, las novelas, las crónicas y muchos poemas nunca abandonaron el sustento de buena parte de la literatura de todos los tiempos y que muchas vanguardias ensalzaron como la única puerta hacia lo poético. En Pacheco, más que procedimiento verbal, la metáfora es un órgano digestivo, único medio para no sucumbir ante la enorme ingesta de libros, al igual que en todos los polígrafos, eruditos o sabios. “Metáfora interna” la llamó Alfonso Reyes, cuando celebró la manera en que música, teología, matemáticas y poesía se complementaban en Sor Juana. Refiere Huberto Batis que José Emilio

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Pacheco proveía de reseñas, artículos, ensayos, poemas o traducciones a cuanta revista literaria se publicaba en el país durante la década de los sesenta. Y en un Inventario sobre la muerte de Joaquín Díez-Canedo, el legendario editor de Joaquín Mortiz, el propio Pacheco hace el cómputo del número de solapas que escribió para la Serie del volador. Desconocemos a lo largo de cuántos años emprendió este anónimo trabajo, pero las más de doscientas solapas, a razón de un libro por semana, se traducen en cuatro años de lectura de buena parte de las obras de ficción de la literatura del México del último tercio del siglo xx. La seducción de innumerables Inventarios, ensayos, relatos, crónicas o poemas se origina de su fuerza combinatoria. Y en esta orquestación destaca aún otro rasgo: Pacheco sabía trazar el ángulo donde asomaba la “conexión mexicana”, el punto de encuentro de un hecho universal con la participación nacional. Fue su modo de contemporizar a México con el mundo, praxis que lo ligó con la generación liberal, la del Ateneo, la de Contemporáneos. No fue obstáculo para que señalara algunos de nuestros defectos: nuestro nacionalismo ultramontano y nuestro colonialismo cultural. Defendió que cualquier mexicano se sirviera —se apropiara— de cuanto necesitase para alimentar su obra, sin que esto fuera asumido como una traición a las supuestas esencias telúricas del país. La cumbre de esta poética es la novela Morirás lejos, la conexión mexicana con el aniquilamiento del pueblo judío. Una manera de hacer explícita la metáfora interna se debió a los diálogos imaginarios que encabezaba bajo el nombre de “Junta de sombras”, que emula el título que Alfonso Reyes tomó del pasaje de la Odisea donde Ulises ofrece una libación a los muertos con el objeto de convocarlos. Los diálogos imaginarios se ramificaron en distopías o mundos paralelos donde, por ejemplo, López Velarde no moría para inmortalizarse ni para convertirse en el poeta manoseado por los aniversarios oficiales. Y otro más donde Alberti, en vez de Lorca, moría en 1936 modificando la historia literaria de Hispanoamérica. Producto de una época donde la televisión aún no existía —recuérdense las primeras líneas de Las batallas en el desierto—, ¿será posible la existencia de un intelectual de estas características en un tiempo donde la atención se pulveriza entre la multitud de pantallas brillantes y el ingenio se expresa en mensajes de ciento cuarenta caracteres? Si el estilo ensayístico de Borges se desarrolló en el breve compás de sólo de tres cuartillas, los Inventarios se extendieron y limitaron a cinco. Síntesis y erudición, y sobre todo, la defensa de la idea de servicio cultural, una bandera de la generación de Altamirano: es posible transformar a la sociedad desde las páginas de los periódicos. Libres de paternalismo y de pedantería, los Inventarios son la respuesta a la consideración moral que Agustín de Hipona señaló en el libro dedicado al tiempo en sus Confesiones: más que la capacidad de beber, lo que distingue a la condición humana es la sed. José Emilio Pacheco, como todos, conoció la sed, pero como pocos, desarrolló una gran capacidad para beber el pasado espiritual de las literaturas que frecuentó. Y si esto no fuera suficiente, tuvo la generosidad de compartirlo en su columna semanal por casi cuarenta años.

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Javier Meza

Luis Villoro

en nuestro pasado y nuestro presente profanos y grafiteros |

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Fotografías: cidhuam

Entre 1765 y 1786 la corona española intentó crear un Estado moderno peninsular, y para conseguirlo instrumentó en Nueva España una serie de reformas con el fin de obtener mayores recursos para la metrópoli y obligar a los habitantes a con­sumir sobre todo los productos que llegaban de ultramar: algunas de las medidas consistieron en reorganizar la Real Hacienda para aumentar la recaudación fiscal y la administración de las alcabalas; las aduanas dejaron de estar en manos privadas; agilizó los trámites y estableció nuevos cobros de impuestos y medidas para combatir los fraudes. La expulsión de los jesuitas en 1767 y el intento de desamortizar las bases económicas de la Iglesia desde 1798 fueron otras medidas que incomodaron a los afectados. El objetivo era poner en circulación los llamados bienes de manos muertas y canalizar hacia España las ganancias agropecuarias que monopolizaba la institución religiosa. En efecto, la reforma más agresiva contra la inmunidad del clero fue la promulgación el 26 de diciembre de 1804 de una Real cédula sobre enajenación de bie­nes raíces y cobro de capitales de capellanías y obras pías para la consolidación de vales reales. La Iglesia en Nueva España poseía un capital líquido calculado en más de 45 millones de pesos, y lo prestaba con hipotecas y réditos a miles de agricultores, mineros y empresarios. Sin duda, los más afectados por la cédula, aparte del clero, eran los peninsulares y los criollos que, a su vez, aumentaron las presiones sobre la

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clase media que sólo encontraban empleo en la abogacía o en la carrera eclesiástica, y sobre los trabajadores e indios y castas sin propiedad. Los indios, como hasta hoy, “formaban... un grupo social aislado de las demás clases, vejado por todos y condenado por las leyes a un perpetuo estado de ‘minoría’ social”.1 Al malestar social general, como ocurre cuando una sociedad es sacudida por cambios, vino a sumarse la invasión francesa en España. Carlos IV abdicó en marzo de 1808 en favor de su hijo Fernando VII, pero sólo dos meses después ambos cedieron sus derechos a la corona a Napoleón Bonaparte quien, a su vez, lo depositó en su hermano José Bonaparte I. En México, el alto clero, españoles, criollos, militares y clase media ilustrada debatían acerca de qué hacer con la soberanía. Está, según las teorías españolas, fundadas sobre todo por Francisco de Vitoria y Francisco Suárez, venía de Dios pero se la daba al pueblo para que la cediera al monarca elegido por la divinidad. Desde este punto de vista, como el rey español ya no lo era, ahora la soberanía regresaba al pueblo porque el pacto de los vasallos de Nueva España era sólo con él y no con los otros reinos españoles. Para los grupos dirigentes la soberanía debía ahora recaer en los organismos políticos existentes como el virrey y los tribunales, mientras que para los criollos de la clase media ilustrada en el ayuntamiento. Pero la discusión no iba a prolongarse mucho porque la plebe, compuesta por castas y marginados, hizo escuchar su fuerte voz, “su grito”; “acto tajante e imprevisto” y “vértigo que devora” mediante un plebiscito violento. Luis Villoro tiene razón, el cura Hidalgo estuvo al frente de una rebelión milenarista o quiliasta donde los marginados, los olvidados, desarrollaron una guerra santa y él quería abolir “rey y tributos”, castas y esclavos, y la explotacion. Los papeles se invirtieron y el esclavo temporalmente era libre: no fue casual que los rebeldes en Guanajuato buscaran el rabo en los cuer-

El proceso ideológico de la revolución de independencia. unam, 1967, p. 31.

1

pos masacrados porque la Iglesia les había hecho creer que todos los judíos —sempiternos chivos expiatorios durante la colonia junto a los indígenas y las innumerables castas— lo tenían. Pero en estos momentos los inquisidores y el obispo eran los verdaderos herejes porque las palabras, como bumerang, regresaban contra sus creadores que habían enseñado a la plebe, por siglos, el servilismo, la obediencia ciega y el silencio. Así, los sempiternos amos eran la Bestia apocalíptica para una plebe hambrienta y sedienta de justicia, y dispuesta a morir por alcanzar el reino de Dios en la tierra. Para Villoro, el movimiento popular alcanzó su clímax con Morelos, luego, dirigido por los letrados, como normalmente ocurre, perdió radicalismo y fuerza y se olvidaron las demandas populares. Para los peninsulares y el Real Acuerdo, el arzobispado, la Inquisición, e incluso algunos letrados la rebelión era una herejía producto de la “ligereza y el frenesí” porque, ciertamente, “siempre es ligera la libertad”. Pero en un momento su fidelidad a la Corona y sus privilegios se habían visto ensombrecidos desde que las Cortes de Cádiz promulgaron en 1812 una constitución. Cuando regresó al poder Fernando vii en 1814 el absolutismo fue restaurado, pero sólo hasta 1820 porque el 10 de marzo de este año los liberales obligaron al rey a jurar la Constitución. Mientras, los criollos letrados por su parte, inventaron una identidad que convirtió a tres siglos, aún determinantes para nuestro imaginario, en un paréntesis en blanco. Para algunos la Colonia sólo era un gran vacío entre dos grandes imperios, y la incierta y cruel realidad fue enfrentada con el delirio: a los españoles no se les debía nada porque incluso la religión había llegado a estas tierras antes que ellos, y la Virgen de Guadalupe (Tonantzin) precedió a la Virgen de los Remedios. A sus ojos México ya existía como nación antes de la llegada de los conquistadores y recobraría su identidad con la Independencia. Además, México era un gran imperio y con su libertad estaba llamado a dar ejemplo de riqueza y virtud ante todas las naciones del mundo; la Independencia en cierta forma era una venganza ordenada por la divinidad.

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Así, los viejos y los nuevos señores coincidían en que debían borrarse de nuestra memoria tres siglos de historia, sin aceptar, hasta la fecha, que en ellos es­tán los orígenes de nuestras limitaciones y defectos actuales. Pero antes que ser obligados a obedecer una constitución era preferible realizar una lucha por la independencia que con la promesa de grandes augurios, más bien representaba la garantía de no perder los privilegios obtenidos gracias a la impunidad implantada, cultivada y extendida durante tres siglos y que, en muchos aspectos, continúan vivos hasta el día de hoy. Es decir, para conservar sus privilegios, aquellos que masacraron la guerra popular, elegían algo llamado pretenciosamente independencia y construían un efímero imperio y mediocres repúblicas que les garantizarían conservar su favorable estatus. Alexander Humboldt a finales del siglo xviii dijo que había conocido lugares injustos pero como México ninguno: ¿verdad o anécdota inventada? Ello es lo de menos porque la observación no es exagerada: des­pués de dos siglos la situación no ha cambiado. Hoy todavía decimos “¡Nuestros indígenas!” y el desprecio por los otros, como siempre nos lo recordó Luis Villoro junto con el poeta, sobrevive en el racista “ninguneo” que lleva aparejado el “don nadie” porque cuando niego al otro me niego a mí mismo y sólo soy plenamente cuando permito que los otros sean. Lacerantes verdades: nos indignamos cuando un extranjero denigra a “nuestros indios” (aunque en ocasiones ya ni eso); creemos fervientemente que sólo nosotros tenemos el derecho a explotarlos, a humillarlos o, simplemente, a olvidarlos; y, normalmente, somos fuertes ante el débil pero débiles ante el fuerte. Este constituye un añejo y constante ejemplo de nuestras élites. Desgraciadamente somos todavía un país colonizado que desea todo el tiempo ser como los otros sin buscar ser nosotros mismos: primero como España, luego como Inglaterra o Francia o como los Estados Unidos. Nuestros más fervientes anhelos son eurocéntricos, y las mejores armas para negar lo que somos realmente son la indiferencia y el silencio contra todo

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lo que molesta a la inmutable solemnidad de los ídolos. Terrible realidad desgarrada: colonizadores-coloniza­dos. El fuerte dentro del país acostumbra aplastar y hacia fuera acostumbra arrodillarse. A menudo olvidamos que para comprender a un país colonizado necesitamos descolonizarnos (Memmi y Fanon) y atrevernos a mirar frente a frente e identificarnos con aquello que negamos y que nos molesta porque nos recuerda lo que somos. Al respecto, la obra de Luis Villoro constituye un digno ejemplo, íntegro e informado, de un esfuerzo, también sereno y equilibrado, por comprender a los otros, a los semejantes, con sencillez y acierto. ¿Será porque la sabiduría del verdadero filósofo viene también del corazón y su poesía que ayuda a escuchar y a comprender todo lo que el poder acostumbra negar? Quizá por ignorancia y desinformación, durante un mediocre y oscuro festejo acerca de un bicentenario de algo calificado como Independencia, oí muy poco nombrar y resaltar las invaluables y brillantes tesis que Villoro aportó al respecto. Tesis sin duda lacerantes pero no por eso falsas. No es accidental que para nosotros la verdad sea una herida todavía abierta donde el dolor y el resentimiento respiran, y continuamos creyendo erróneamente que con la indiferencia y la ignorancia podemos cicatrizarla. A menudo olvidamos que para el filósofo-historiador su presa son los hombres en el tiempo, y que cada hombre más que ser hijo de sus padres es hijo de su tiempo. La historia es, casi siempre, paradójica, pero la “verdad” oficial tiende siempre a mostrarla sin contradicciones: hace de ella una línea recta, simple, transparente, sin aporías y sin contradicciones ignorando que “un pequeño trozo de historia puede decirnos mucho sobre el misterio de nuestra propia condición”.2

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Op. cit. p. 11.


Testimonio de un filósofo Ramón Castillo

Al hablar sobre alguien cuya vida estuvo consagrada a la filosofía, la responsabilidad más inmediata a la que uno se enfrenta es la de hacer evidente una lucha auténtica como pocas. El talante insumiso debe ser una exigencia, acaso un rasgo de la personalidad o, al menos, una postura ante el mundo que es preciso distinguir. Abrazar la verdadera práctica filosófica, hay que señalar con vehemencia, implica mucho más que sólo leer o comentar textos canónicos de la sapiente tradición escolar. En su expresión más nítida y potente, no pensamos sólo en una disciplina cuando hablamos de filosofía sino de un riesgo vital, un desacato contra los poderes y sus instituciones, pero, en mayor grado, contra uno mismo. De ahí que Montaigne dijera con perspicacia que filosofar es aprender a morir. Tanto en un sentido biológico como en uno metafórico, la muerte no señala sólo el final de una condición, sino la fase de un proceso vigoroso. La termodinámica sugiere que el universo entero camina hacia las orillas de la nada. Este movimiento entrópico, no obstante, es una lucha perpetua en la que bullen intensidades, fuerzas que se oponen y suscitan la invención, la inconformidad y, con mayor énfasis, la necesidad de aprender y crear. Morir, pues, en un sentido allende las contingencias del organismo, remite a una pugna interior con resultados siempre diversos. Es, de alguna forma, asumir un compromiso con la crítica y la inteligencia; cuando ambos ingredientes se mezclan, el resultado suele ser un

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corrosivo sentido que cuestiona todo de manera reiterada. La duda surge no nada más del asombro, también emana de una resistencia ante el universo. Una luz se enciende y comprendemos que la filosofía se revela en la práctica no en el discurso. Se filosofa cuando se inquiere sobre la verdad de las cosas tanto como cuando se decide no rendir culto a los usos y costumbres heredados por la sociedad, la academia, el gobierno o la religión. Por eso resulta tan lamentable la muerte de Luis Villoro y, sin embargo, de igual manera ese es el motivo de celebración de su obra. El autor de Los grandes momentos del indigenismo en México dictó brillante cátedra en las aulas, pero la hondura de su enseñanza no sólo quedó grabada en libros, también se patentizó congruentemente en su persona. Los religiosos suelen utilizar una expresión para definir el acto que demuestra al mundo el convencimiento y la fidelidad a sus creencias: dar testimonio. El mensaje que propagan con esto es que no necesitan la táctica guerrillera de utilizar ensalivados discursos para convertir a los infieles; en su lugar, el comportamiento que guarden deberá ser la prueba fehaciente de que viven en gracia. Aunque la mística que subyace a tal comportamiento es incompatible con el autor de estas líneas, reconozco que cualquier pensamiento, antes que articularse en llamativas poses, cobra mayor relevancia cuando se vive en toda su plenitud. A partir de ese compromiso, entendemos que para Luis Villoro, la célebre sentencia kantiana que invita a pensar por uno mismo fue letra viva. En ella encontró impulso y no cierre. “Cada quien —escribió en El concepto de ideología y otros ensayos— debe examinar por sí mismo los fundamentos de sus creencias. Por eso la transmisión de una verdad filosófica es lo contrario del adoctrinamiento”. Villoro sugiere que despertar al maestro interior que cada uno de nosotros guarda es la verdadera potencia, el fin auténtico de todo pensamiento; en otros términos, la filosofía, como enseñó Sócrates, se transmite por contagio. Con su testimonio, este pensador nacido en España y naturalizado mexicano demostró de manera

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relevante que en lo cotidiano también es posible hacer filosofía, y no sólo en ponencias o artículos de abstruso aparato crítico, digeribles para una élite que se mira el ombligo en congresos y simposios. Juan, su hijo, cuenta dos anécdotas por demás significativas respecto de esta faceta de su padre. Al recibir una herencia inesperada, el doctor en filosofía congregó a su familia y les dijo: “Hemos recibido un dinero que no hemos hecho nada para merecer y que debemos regalar.” Luego, agrega Juan: “A los diez años me pareció estupendo salir a Bucareli, donde vivía mi abuela, a aventar billetes”. La segunda, todavía más hermosa, fue cuando junto con Heberto Castillo, Luis Villoro decidió crear una “taquería revolucionaria” como modelo de revitalización económica para México. Por supuesto, había que comenzar a una escala menor, por lo que sería, en una primera fase, un mecanismo para inyectar recursos al Partido Mexicano de los Trabajadores. Heberto Castillo señaló que nuestra identidad nacional se fragua en el pliegue seductor del taco, apotegma que no admite contraargumento alguno, por lo que se aceptó que las tortillas fueran vehículo de emancipación. El alumno de José Gaos, tras probar y evaluar el producto, narra su hijo, “se decidió a opinar: los tacos eran magníficos, pero le parecían iconoclastas. Tenía razón. No había tacos al pastor, ni al carbón, ni quesos fundidos. Todos eran tacos de guisados: tinga, rajas con mole, chicharrón en salsa verde… Heterodoxo incorregible, Heberto declaró que esa sería nuestra ventaja: la taquería revolucionaria debía ser distinta”. A la luz de estos capítulos luminosos de alegría y coherencia, Luis Villoro demostró con plenitud que por su naturaleza y alcances el pensamiento filosófico es disruptivo, es decir, rompe y rasga, quiebra, violenta de maneras no físicas sino mentales aquello a lo que se acerca. En virtud de esto uno se cuestiona si hay algo más transgresor que salir a la calle y actuar. Liberación y autenticidad, a eso se reduce el ejercicio crítico que sale más allá de los recintos de lo mismo. “La reforma del entendimiento suele acompañarse, así,


de un proyecto de reforma de vida y, eventualmente, de una reforma de la comunidad”. El testimonio como ejercicio radical para cambiar formas de pensamiento. Así vivía Villoro. Una lección para subrayar es comprender a la filosofía como un proceso y no una materia; no una serie de datos y digresiones sino una obligación con el mundo y los otros, en conjunto con uno mismo. Esta postura, que no carece de rigor, tampoco entra en conflicto con el razonamiento ordenado, sistemático y serio, como lo muestra su rica y extensa obra. En El poder y el valor, Villoro ejemplifica la fuerza de su capacidad analítica, a la vez que ofrece claves para observar una postura crítica ante el mundo. Él desea suscitar una variación, una puesta en marcha de sus ideas, hacer que los conceptos caminen por las calles. Por esto, celebra los ejemplos de Gandhi, Luther King y los indígenas zapatistas como una muestra de lo que debe ser el contrapoder; en palabras distintas, no se busca otra cosa más que despertar a la sociedad contra los abusos, oponerse y limitar los desagravios mediante la exposición de una voluntad autónoma. En definitiva, la ética política debe partir y dirigirse hacia la consolidación de la dignidad de los hombres y la disolución de las injusticias. Se confirma su obra como radical y vivificante cuando sabemos que obsequió su biblioteca con el fin de no tener ataduras que lo anclaran en sus viajes al sureste del país para visitar a las comunidades zapatistas. Un acto de este tipo es tan elocuente que a muchos puede abrumar, quizá parecer absurdo, cuando es, por el contrario, por demás lógico. El conocimiento cobra una relevancia nueva si tiene una aplicación en el terreno que pisamos todos, si se convierte en un beneficio que permita hacer más llevadero nuestro paso por este páramo. La integridad que lo impulsó ayuda a entender las dimensiones de sus textos. La filosofía baja de su pedestal para, en el sentido que Marx deseaba, transformar al mundo. Libertad, desacato, ruptura, alternativa y lucha son en él más que palabras, hay un acercamiento específico en el que mente y sensibilidad se aúnan para darle sentido al mundo, para acercarse a una colectividad auténtica que sostenga el respeto por el individuo y la búsqueda de un bien general. Villoro nos dice que es preciso fundar nuestras tentativas en algo más amplio que nosotros mismos; sin duda, su enfoque tiende a una comunión secular. En el cinismo de un tiempo descastado como este, percibimos que en el fondo de todo ello hay un aire utópico, pero, justo por tal razón, caemos en cuenta de que es necesario apostar por la realidad y nuestro deseo de hacer posible su cambio.

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Minotauro de feria (2013). Técnica: óleo s/tela s/madera. 100 x 80 cm.

ménadesymeninas

Mario Saavedra


Ismael Guardado o el impulso de la creación multidisciplinaria

Lo que dice la piedra sólo la noche puede descifrarlo… José Emilio Pacheco

Ismael Guardado (Ojocaliente, Zacatecas, 1942) aparece como uno de los artistas plásticos más prolíficos e interesantes de su generación, que empezó estudios profesionales y su quehacer en la década de los sesenta. Es egresado de la Academia de San Carlos donde con otros colegas suyos contribuyó a promover la posibilidad de nuevas alternativas del arte mexicano contemporáneo apuntalado en la búsqueda sin restricciones tanto formales como temáticas, con la imaginación exuberante como sensible hilo conductor. Este notable grupo de noveles artistas se caracterizó además por un conocimiento exhaustivo y la aplicación irrestricta de lenguajes, técnicas y materiales que en sus amplias y nuevas combinaciones proponían de igual modo un espacio ideal para el desarrollo a ultranza de nuevas vías de expresión. Siempre fiel a esta —en él natural— estirpe de experimentación gozosa e indómita, el desarrollo estético del artista zacatecano se ha caracterizado por una permanente incursión en distintas áreas de las artes visuales (escultura, gráfica, dibujo, óleo, instalación y técnicas mixtas), y si bien su estilo resulta ya inconfundible, su impronta se ha definido por renunciar constantemente a fórmulas repetitivas y agotadas. “Tradición y originalidad”, escribió el gran polígrafo matritense Pedro Salinas al referirse al iluminado poeta de transición que fue el Jorge Manrique de Coplas a la muerte de mi padre, e Ismael Guardado ha construido su vigorosa traza creativa sobre un conocimiento profundo de todos los instrumentos y herencias a su alcance. Artista polifacético, este incansable hacedor de sueños y de símbolos ha construido una obra pletórica de contenidos y de referencias múltiples, cuya poética se sostiene sobre todo en el talento imaginativo y la maestría técnica, en su inagotable capacidad creativa y su decantado oficio. Su irrestricta vocación por experimentar y utilizar signos requiere de un espectador atento a lecturas e interpretaciones múltiples, donde elementos como el erotismo, la caligrafía críptica, los estigmas, los laberintos y las huellas del paso del tiempo —la historia y el presente imbricados y en constante diálogo— sirven al artista para construir auténticas epopeyas y leyendas cotidianas circunscritas a un “eterno inmediato” que las hace nuestras. Viajero infatigable, el eclecticismo del arte de Ismael Guardado parte en principio de fundir lo terreno con lo etéreo, lo distante con lo cercano, el pasado con el presente, propiciando una amplia sucesión de lecturas para un mundo que pareciera no tener explicaciones naturales, pero que en cambio nunca deja de manifestar una indestructible simbiosis con lo que es vital y sensible, con lo terrenal y emotivo. Bien han coincidido varios

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críticos en insistir que en el arte siempre explosivo y sinestésico de este hacedor de sueños todo tiene una clara y armónica razón de ser, cada elemento y material utilizado muestra un sentido intransferible dentro del corpus o universo creativo. Artista en constante movimiento, Ismael Guardado ha mostrado ser además un maestro generoso y revolucionario, que en sus muchas y constantes visitas a talleres y escuelas del interior del país —como miembro del Sistema Nacional de Creadores— siempre deja una huella imborrable, cuando no es generador de nuevas alternativas que saludablemente vienen a airear el proceso creativo en otras entidades. Con una más bien breve estancia en su pueblo natal Ojocaliente, luego de forzosos y largos periodos en el extranjero (estudió técnicas de grabado y diseño gráfico en París) y el Distrito Federal, Guardado ha decidido montar su taller/estudio permanente de pintura y grabado en Guadalajara. Autor de una ya referencial serie de esculturas-arte objeto en metal y madera en torno a la Conquista y el mestizaje bajo el tema de la sexualidad y el erotismo sometidos al tamiz de la evangelización, Guardado trabaja y combina los materiales, decanta las sustancias, examina y pondera las superficies de su arte cuasi tridimensional, en una obsesiva y alegre exploración que en sus también siempre sorpresivos objetos-espacios vivos de representación incitan a una observación-revelación francamente voyerista. Producto de un acto que es a la vez seductor y violento como la violación, esta producción fálica nos remite de inmediato al ejercicio mismo de la Inquisición en tierras americanas, en conexión con esos tantos artificios de una imaginación enferma (recordemos la tan vista y comentada exposición precisamente sobre “objetos de tortura”, como una constante más de lo que nuestra depredadora condición es capaz de hacer: homo homini lupus, escribió el comediógrafo latino Plauto) que aquí cumplen una doble función complementaria: la concientizadora y la propiamente estética. Queda claro entonces que el arte ecléctico y visionario de Ismael Guardado se ha desplazado, de ida y vuelta, del dibujo sobre papel y la pintura a la escultura, pasando por la instalación, el grabado, los textiles y otras varias técnicas que domina a la perfección. En el grabado, por ejemplo, donde sus aportaciones han sido invaluables y ocupa un lugar preponderante, porque su instinto de indagación aquí ha alcanzado cotas insospechadas, hay pruebas más que fehacientes de que ha trabajado con maestría sobre la madera, el hierro, la piedra litográfica o el intaglio en cobre. Así, como escribe Carlos Monsiváis, este artista de la búsqueda permanente, de lo diverso y de lo variado, no le teme a la artesanía ni le rinde culto litúrgico al arte, en el entendido de que su expresión establece las conexiones y los vínculos más insospechados, porque el arte es exploración del yo en permanente contacto con el mundo y todo lo que alberga.

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Signos de tu piel (2012). Técnica: cerámica policromada. 100 cm. de diámetro

En la escultura, campo en el cual acaba de revitalizar su presencia en espacios públicos con una obra monumental en la capital de su estado natal, también ha realizado piezas en madera, con piedras muy disímbolas, en vidrio, en metal, y con no menos frecuencia en fierro. En este terreno merece especial mención su peculiar mural en metal Prometeo, imagen adoptiva de la Universidad Autónoma de Zacatecas con la cual Ismael Guardado ha establecido una tan generosa como propositiva complicidad de mutuo provecho; para su Rectoría y Preparatoria realizó también sendos murales que enaltecen la promulgación del conocimiento por parte de una institución académica que casi siempre —y por tradición— se ha mostrado sensible a las materias humanísticas. En esta y otras escuelas del saber zacatecano se yerguen portentosos vitrales que revelan su laborioso y perfeccionista trabajo con el vidrio, que en sus manos pareciera cobrar vida e impulsarse —como en las colosales catedrales góticas francesas— al infinito.

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Chencho sax, variación a Velázquez y Bacon

Los juegos estéticos y luminosos de

Jazzamoart

Miguel Ángel Muñoz

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En su obra, el artista debe de ser como Dios en su creación: Invencible y todo poderoso. Se le debe sentir en todas partes, pero no vérsele jamás… Gustave Flaubert

Diversos historiadores y críticos de arte coinciden en afirmar que el romanticismo fue, sin duda, un acto de fe, no sólo en el arte, sino en la creación artística. Es en ese momento cuando se define el concepto de artista moderno como aquel que apuesta por la trascendencia estética que da sentido a una obra terminada. Por ello la pintura tiene múltiples interrogantes: desafío, admiración, sentido, forma. El creador debe mostrar a las almas de plomo, incapaces de elevarse por encima de su estatura, un mundo particular que es y no es subjetivo, personal: el reino del arte. Y como dice el poeta Wallace Stevens: “Ese canto será canto de paraíso, / Más allá de su sangre, / y en su canto entrará, voz por voz, / el lago borrascoso en que goza el señor…”.1 El pintor, decía Madame de Staël, “debe ser apasionado por definición”2, y las pasiones nos inclinan a la dependencia, al sometimiento. El artista debe, así, orientarse hacia la autosufiencia y transmutarse en el Narciso perfecto que demuestra a los demás las excelencias de su introspección. Años atrás, en el curso de una conversación emotiva, entrañable y admirable, Albert Râfols-Casamada y Antoni Tàpies me confesaban, en el umbral de sus ochenta años, su perplejidad ante la curiosa evolución del arte contemporáneo. Y recuerdo al mismo tiempo las palabras de Harold Szeemann, que me decía al respecto: “No sé si hay una gran evolución en el arte... Los años sesenta fueron un tiempo en el que, después de la Segunda Guerra Mundial, la economía marchaba hasta entrar en una loca espiral. Hoy se debe encontrar algo nuevo, quizá en torno a toda esa gran globalización surja una respuesta en la manera de ver y entender el arte del siglo xx y el xxi...”.3 El siglo xx y el xxi han vivido marcados por el despliegue impresionante de la ciencia, por la satisfacción y el avance del pensamiento abstracto, con elevadas cuotas de exactitud y capacidad de verificación en sus análisis y propuestas. El arte, sin embargo, parece anclado en el momento de genial simplificación que señalaron las vanguardias: convertir las formas plásticas en potentes síntesis comunicativas. Tiempo después, mera reiteración referencial —arte de contenidos, discursos narrativos huecos, perceptivos… simples y meras ocurrencias de discutible validez visual. Retórica pura—. Pero todavía hay razones para celebrar la pintura. Una de ellas, es la trayectoria estética y pictórica de Jazzamoart. Desde sus inicios, su discurso estético tuvo una

Stevens, Wallace, Mañana de domingo. Publicado en la Revista Sur, 113-114, marzo-abril de 1944, traducción de Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges. 2 De Staël, Madame, De la influencia de las pasiones, Editorial Berenice, 2007. 3 Muñoz, Miguel Ángel, “Harold Szeemann: mirar el arte en los museos a veces duele”, en La Jornada Semanal núm. 562, México, 11 de diciembre de 2005. 1

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fuerte impronta matérica, influencia directa y discreta de Antoni Tàpies, Luis Feito, Pierre Soulages, Antonio Saura, Rafael Canogar, Lucio Fontana, Rómulo Macció, Joan Mitchell, Manolo Millares, William Scott, Jean Fautrier, Wols, Alberto Burri, Dubuffet, Willem de Kooning y del informalismo francés. “Artistas de una originalidad —apunta Valeriano Vozal— que les fue y les es propia, en el marco de una actitud crítica hacia lo establecido.”4 Artistas que lideraron el informalismo en Europa y asimilaron múltiples influencias, como el surrealismo y se confortaron muy pronto con los expresionistas abstractos americanos. De ahí que ese lenguaje informal —como lo llamó el crítico y poeta Juan Eduardo Cirlot— fue único, poderoso e irrepetible en el siglo xx. La materia y la abstracción como profundidad, para reinventar el vacío, como en Ad Reinhardt o en la pintura Zen, o el punto de la espiritualidad, como en Kandinsky. La búsqueda y persecución son la forma, superficie o luz puras que aparecen en las pinturas blancas de Robert Rauschenberg o en poético temblor de las líneas de Agnes Martin. Lo que J. Hillman llama fantasía o psicología mediterránea. En verdad no era eso precisamente una rareza a comienzos de la década de los ochenta en México, cuando se imponía internacionalmente la moda de un neoexpresionismo, de pintura empastada y violentamente gestual. Jazzamoart ha descubierto, a la vez, la tradición de lo nuevo, y las derivas abstractas polarizadas en el informalismo —Staël y Rothko— y el expresionismo gestual —Motherwell y Guston—. Muy pronto descubrió, en la soledad y en la búsqueda pictórica, la veracidad de los valores plásticos mediante una reflexión sobre los pigmentos que le llevará al estudio de las vanguardias y la fuerza expresiva del negro en la delimitación de la ancestral escena cotidiana o cinegética. Ese negro que fue clave para Goya y Solana, y que años después los informalistas del grupo El Paso tomaron como suyo para denunciar la situación política, social y cultural de la

Vozal, Valeriano, El tiempo del estupor, Editorial Siruela, Barcelona, España, 2005.

Doble cuarteto

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Saxos de agua I

España franquista. “El negro es en nuestra cultura —dice Rafael Canogar— símbolo de luto y muerte, connotación trascendental de tránsito a otra dimensión: incógnita y misterio siempre presente en el horizonte del hombre. Pero el color negro tiene, en el arte, muchas otras connotaciones y lecturas: un concepto eminentemente contemporáneo que nos ha servido como vehículo de tránsito entre la pintura y la escultura…”5. Toda esta pintura vibró en un único esfuerzo para sobrepasar sus posibilidades concretas y desmaterializar la materia. Desafío del pintor, lanzando su arte, corrida sombría. Sangre y voluptuosidad en una luz de infierno. La pintura de Jazzamoart se sitúa en el centro mismo de esa radicalidad. Como sus admirados poetas San Juan de la Cruz, T.S. Eliot, Wallace Stevens o Jorge Luis Borges, su trabajo no se inscribe en la emisión ni en la recepción sino en el espacio intermedio, en el hueco que separa ambos extremos. A lo largo de su evolución como pintor, desde los años setenta hasta la actualidad, Jazzamoart se mantiene siempre en un mismo nivel, a la vez que no cae en ninguna retórica repetitiva —lo cual resulta importante en un artista que maduró un estilo personal muy pronto— sino que prácticamente desde el principio su obra tuvo una aceptación inmediata. Un lenguaje personal que cualquier artista quisiera tener: una estructura compositiva muy depurada en su esquema figurativo, una capacidad sobresaliente para sintetizar elementos pictóricos y referenciales (espacio, materia, gesto, luz, color), y, por último, un uso poético de los contrastes cromáticos bitonales. De esta forma, un Jazzamoart llegó a ser fácilmente reconocible como un cuadro tipo, en el que las figuras se marcaban sobre una materia empastada, generalmente coloreadas en rojo, negro y azul. Por ejemplo, Bebopera azul, 1999, Crucifixión con sax, 2001, Saxo-signo, 2001, Saxofonista y baterista, 2002, Saxofonista, 2002, Trío, 2004, Retrato de Nora, 2004, Cuarteto La Pintura, 2007, Noche de cuarteto La pintura, 2007, entre muchos otros, son desconcertantes metáforas del acto de pintar que atemperan las

5 Canogar, Rafael. Espejismo y realidad. Divergencias estéticas. Edición y selección de Miguel Ángel Muñoz. Editorial Síntesis, Madrid, España, 2011.

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representaciones en un arriesgado gesto cromático equilibrado sólo por la potencia de la pincelada y el diálogo matérico. Espacio y tiempo son, ahora más que nunca, las coordenadas de su pintura. Una pintura se une a la otra según un dibujo orgánico y sistemático que establece una unidad compositiva. El espacio representado y al mismo tiempo vivido por el espectador, que se halla inmerso en él, está formado por convergencias pictóricas y ritmos in­ teractivos, si bien una geometría fija, que no inmóvil, impone su yugo al movimiento y a la animación de la materia y los colores. Se trata de campos que unas veces se extienden como horizontes y otras concuerdan poderosamente con el negro, el rojo y el blanco, por ejemplo en su pintura Cuarteto, 2006. Desde los tiempos de suave pero radical distanciamiento del discurso informalista, Jazzamoart ha pugnado por un espacialismo pictórico cada vez más denso y depurado que sólo de manera tangencial remite al gestualismo y a las estéticas neoexpresionistas, y ello siempre a contrapelo de la moda. Jazzamoart hizo suyo, el neoplasticismo de disciplina mondrianesca, y desde entonces ha comprendido la obra de arte como un equilibrio difícil entre forma y color que se expresa como una unidad en la superficie rectangular del cuadro. Opacidad, transparencia, profundidad y tono son claves que nos clarifican su quehacer artístico, sensible más tarde al gesto y el desasimiento referencial de las propuestas informalistas. Un pintor atípico en México, desde luego, al que siempre he asociado con la persuasión matérica y gestual del grupo El Paso. Sin duda. Pero, siendo así, la trayectoria más admirable no puede separarse de la obra, lo producido, lo que da sentido pleno a todo lo demás, pues, sin ella, se volatiliza. Sus figuraciones deformadas y definidas, las sutiles gamas de azul, las gradaciones atemperadas del ocre y el rojo, un paisaje fascinante de cielos deslumbrantes, tentada por el equilibrio insólito de unas sombras que fantasean volúmenes inesperados negados por la luz, un realismo irreal protagonizado por el color (Mar de saxos, 2007 y Cuarteto vi, 2007). Es la aportación que él realiza. Color y pintura plana otra vez. Se sitúa como un artista grande del panorama del arte mexicano, y lo consigue desde la pintura-pintura, sin elementos extraños sin “el seny i la rauxa”. No es casual que las referencias de sus títulos remitan a menudo a poetas y al jazz sin intentar traducir ni permitir que ellos, a su vez, lo arropen como explicación. Es todo lo contrario: pintura-pintura. Sus figuras grotescas tienen la virtud de hacernos ver las cosas. Las brujas, inquisidores, instrumentos de música, felones, salones de música, monstruos no son una creación de la fantasía, son la verdad del mundo, de su propio mundo.

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En los cuadros de los últimos trece años (2000-2013), el artista ha revisado la complejidad textual de su obra de finales de los setenta y principios de los ochenta, bien transformando la superficie de la pintura en una figuración concreta y definida, o bien creando una superficie elaboradamente sutil sobre la que sitúa una figura sola o doble. Reconocemos no sólo el estilo y su técnica característica, también una luz nueva, más radiante y saturada, un mayor atrevimiento; en suma, una paleta nueva, más refinada y brillante. No sólo enseguida neutralizó el efectismo cromático, intercalando gamas cálidas y frías, sino que mediante contraluces ha logrado una sombra de las figuras sorprendente. Este es el Jazzamoart último, donde cada uno de sus cuadros, hasta los emocionantes de pequeño formato o sus dibujos, signan el momento con la marca de un acontecimiento artístico; es decir; el del encuentro del artista consigo mismo y con el arte, que como decía el poeta José Hierro: “Yo sí lo sé. Yo he descifrado / el, para los demás, indescifrable código…”6. Jazzamoart ya lo encontró y se encontró él mismo en su discurso estético. Quien conozca la trayectoria de Jazzamoart podría preguntarse entonces cómo cabe apurar más el lenguaje si se ha mantenido siempre al margen de retóricas y ampulosidades. Y sabe como dice Mario Vargas Llosa sobre el proceso de esperanza y de creación a lo largo de los años que: “tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, de la manera más eficaz que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar la carcoma del tiempo y convertir en posible lo imposible”.7 El resultado de este trabajo último y de la trayectoria de Jazzamoart es un conjunto de cuadros plenos de fragancia poética, de búsqueda constante en derrotar al tiempo, para encontrar la felicidad de pintar. Eso es una excelente lección.

Hierro, José, “Ballenas en Long Island”, en Cuaderno de Nueva York. Editorial Hiperión, Madrid, España, 1998. 7 Vargas Llosa, Mario, Discurso de recepción del Premio Nobel. Texto leído el 7 de diciembre de 2010 en la Sala de Oro del Ayuntamiento de Estocolmo. 6

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Cuatro décadas de convivencia Beatriz Solís Leree


Manteniéndoos siempre laboriosos amaréis la vida; y amar la vida merced al trabajo, es intimar con el secreto más oculto de la vida. Gibran Jalil Gibran

Compartir experiencias de una convivencia de cuarenta años no resulta muy frecuente en estos tiempos, sin embargo, los afortunados que podemos hacerlo resultamos sumamente privilegiados, particularmente por ser una relación con una institución como la Universidad Autónoma Metropolitana, que cumple, con excelente estado de salud y en plenitud de sus facultades, sus primeros cuarenta años. Cuando en junio de 1974 ingresé a trabajar en la Universidad Autónoma Metropolitana, con el número económico 237, no tenía la conciencia de que ahí me quedaría durante décadas, y que a partir de ese momento empezaba a formar parte de la construcción de esta institución. La uam y yo nos construimos simultáneamente, lo que generó un vínculo tan estrecho que se mantiene hasta la fecha. En los primeros momentos, construir las Unidades Académicas desde la Rectoría General, así como sus cuerpos académicos, nos permitió iniciar con una larga lista de encuentros con los aspirantes a involucrarse en este esfuerzo, y a quienes veníamos de la psicología, nos correspondió realizar las entrevistas; ahí se empezó a tejer una relación con muchos compañeros que actualmente cumplen también esta experiencia fundacional. Desde el edificio del Toreo de Cuatro Caminos hasta las oficinas de Barranca del Muerto, fuimos testigos de las primeras piedras en las tres unidades con las que la uam iniciaría sus trabajos. Desde ahí supe que mi incorporación sería en Xochimilco, y en particular en la carrera de comunicación social. La oportunidad de fundar y construir no sólo un proyecto institucional, sino también un modelo educativo innovador, como lo sigue siendo el sistema modular, que representó un desafío para quienes, viniendo de sistemas educativos tradiciona­les, debíamos construir un ejercicio pedagógico para el diseño curricular de la carrera de comunicación social que estuviera articulado al sistema modular. La construcción de la comunidad universitaria como grupo de individuos con un objetivo común, o mejor aún, con una utopía en común, para la generación fundadora es una experiencia irrepetible, por supuesto, porque no todos los días se construyen universidades y se forma parte de un colectivo que con total libertad pudo establecer los cimientos no sólo institucionales, sino de cada uno de los campos disciplinarios que conformarían el programa académico, lo que forjó este estrecho vínculo institucional del que hemos hablado.

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Instalados en los “gallineros” de Calzada del Hueso, y después de una emotiva y muy sencilla inauguración de las aún ausentes instalaciones formales donde “la realidad estaba a la vuelta de la esquina”, celebramos la primera navidad de 1974 en una carpa de circo. Y esa sensación de comunidad se acrecentó en Xochimilco, donde a veces compartíamos los pasillos de las aulas con las vacas de los establos cercanos. En estos primeros cuarenta años, la Universidad nunca terminó su proceso de enseñanza aprendizaje conmigo, sino que lo fue incrementando y me permitió coordinar la carrera de comunicación social (1978-1980) cuando los talleres dependían de ella, lo que impulsó la vinculación entre la teoría y la práctica. Posteriormente, tuve la fortuna de participar como jefa de Difusión Cultural (1982-1984) y después co­mo coordinadora de Extensión Universitaria (19841986), en donde tuve la oportunidad de fortalecer

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la vinculación del trabajo cultural de extensión con los programas de la docencia, así como estimular el descubrimiento y desarrollo de las capacidades artísticas de los alumnos y programar la actividades de Coordinación con los proyectos modulares integrados como actividades incorporadas en el propio programa trimestral de actividades de la docencia. En cada una de estas etapas vividas, la libertad que la institución brinda me permitió renovar proyectos y construir afectos con los colaboradores con quienes me tocó compartir cada tarea. Cada una de estas etapas se siguió construyendo mi propio proceso de aprendizaje. Los sabáticos disfrutados han sido siempre espacios de experiencias externas en las que en todo momento estuve vinculada con la propia Universidad, y que invariablemente me permitían valorar desde proyectos externos el privilegio de trabajar en la uam.


Mi vínculo estrecho y entrañable con la Universidad se construyó junto al privilegio de las lecciones aprendidas en el trabajo colectivo, que seguramente fueron las semillas que fortalecieron mi convicción de participar en la fundación de muchas otras instituciones, particularmente en el campo académico de la comunicación. Así, en la búsqueda de comunidades también tuve la fortuna de impulsar y participar en la constitución de la Asociación Mexicana de Investigadores de la Comunicación (amic), en 1979, y cuya primera asamblea se celebró en las instalaciones de la uam Xochimilco. Asimismo, y con la representación de la uam junto a Guillermo Michel y Javier Solórzano, participamos en la fundación del Consejo Nacional para la Enseñanza y la Investigación de las Ciencias de la Comunicación (coneicc), que agrupa a las instituciones de educa­ción superior que tienen la carrera de comunicación en todo el país. Su fundación formal fue el 17 de junio de 1976, cuando se llevó a cabo la asamblea constitutiva en un centro de salud del df, porque en la uam, que era la universidad sede para ese acto, había estallado su primera huelga. Así, con la aprobación del estatuto y la firma de los representantes de ocho instituciones entre las que se encontraba la uam, nació el coneicc, y tanto la Universidad como yo seguimos siendo miembros activos después de 38 años. Más recientemente, hace casi 13 años, y ante las condiciones del debate del derecho a la información, la

necesidad de actualizar su marco jurídico y promover la mayor participación de la sociedad civil, emprendimos la construcción de otra institución gestada también en el seno de la uam y vinculada con otras instituciones: la Asociación Mexicana de Derecho a la Información (amedi). El privilegio que la Universidad nos brinda especialmente por su proyecto de vinculación con el entorno y el compromiso social al que estamos obligados, y que de manera cotidiana llevamos a las aulas, ha sido el impulso que ha impregnado mi propio desarrollo profesional. Ciertamente, mi formación básica se la debo a la unam, sin embargo, mi formación académica fundamental y vital se la debo a la uam. Ser testigo de tantas primeras veces también ha contribuido a conformar una vinculación sólida con la institución: la primera generación de estudiantes, la primera huelga o la primera sesión de clases con estudiantes un poco menores que sus profesores, en un permanente sistema de ensayo y error de un sistema educativo también nuevo, el sistema modular, fueron, sin duda alguna moldeadores de un compromiso y un proceso de permanente innovación que dejó huellas absolutamente indelebles en mi persona. Mis cuatro décadas de relación con la Universidad son un espacio del tiempo lleno de aprendizaje, expectativas, recuerdos, apegos, satisfacciones, plenitud, distinciones y un largo etcétera que sólo puede resumirse en una palabra: gracias.

Primera sesión de Colegio Académico, 1975. Fotografías: cidhuam

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Nueva regulación

en telecomunicaciones Paul Jaubert

En estos días, se ha vuelto un tema de interés para todos los mexicanos lo relacionado con el Instituto Federal de Telecomunicaciones (ifetel), así como lo que llaman el “must carry”, y el “must offer”, aunque pocos sabemos realmente cuáles son las funciones y atribuciones del mencionado instituto y qué son los segundos mencionados o exactamente en qué consisten, por lo que trataré de explicar de manera simple y concisa estos conceptos así como las funciones del ifetel.

El Instituto Federal de Telecomunicaciones, ifetel, de reciente creación, es un organismo independiente del gobierno federal que tiene por finalidad controlar, regular y supervisar a las empresas de telecomunicaciones en nuestro país. Este organismo requirió de una reforma constitucio­nal para poder nacer a la vida jurídica, lo que se antoja excesivo, pues ahora, para que se dé la regulación secundaria que lo rija, es necesario que se modifiquen al rededor de once leyes federales que envuelven la operación del instituto, así como los medios de explotación que involucran. Constitucionalmente, el uso y aprovechamiento de las radiofrecuencias y telecomunicaciones sobre el territorio nacional están reservados a favor de la Federación, mismos que el gobierno concesiona en favor de particulares, por lo que depende de él la autorización para explotarlas, exigiendo determinados requisitos para ello. Así, anteriormente las condiciones que se imponían a los concesionarios para explotar la telefonía, radio y teledifusión se limitaban a satisfacer determinados requisitos sin que existiera un control en cuanto a la relevancia que tuvieran en el mercado las distintas empresas involucradas en los distintos ramos.

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(Fotografía: Hulton Archive/Getty Images)

Efectivamente, los que podemos recordar cuando Teléfonos de México era una empresa gubernamental recordaremos lo ineficiente y costoso que era su servicio, y también nos acordaremos del monopo­lio televisivo que ejerció Televisa durante años, pues sólo tenía la incipiente competencia del canal Trece y el canal Once operado por el Politécnico, lo que tuvo como consecuencia la falta de calidad en los contenidos de la televisión mexicana —sin que ello implique que actualmente tengamos una televisión de buena calidad, aunque sí mejor realizada—. Pues bien, dada la transformación de nuestro país y de su lento peregrinar dentro de la globalización económica que rige en el mundo entero, ahora estamos incursionando en la regulación y control de las telecomunicaciones, y particularmente en lo que se refiere a teléfono, internet y televisión. El esfuerzo realizado pretende hacer que el ifetel controle las inversiones, participaciones, bienes y servicios que prestan y detentan las grandes empresas que hoy por hoy controlan los medios de comunicación en

México, pues como todos bien sabemos, Telmex, Telcel y Televisa son tres gigantes que controlan más del cincuenta por ciento del campo o campos que explotan en el área de comunicaciones, lo que hizo realmente imprescindible que se tomaran medidas por parte del Gobierno para limitar el dominio que ejercen en pro de todos los que somos usuarios de los servicios que prestan éstas y otras empresas del ramo. Como hemos podido ver recientemente, se han estado lidiando batallas entre los grandes consorcios de las telecomunicaciones —Televisa, Tv Azteca y Telmex (íntimamente relacionada con Dish)— por la prestación de servicios en materia de telefonía fija, internet y televisión (por cable y en teledifusión llamada televisión abierta), dado que, como todos sabemos, Telmex tiene más del cincuenta por ciento del mercado en telefonía fija e internet, lo que lo convierte en un agente económico preponderante como lo es Televisa en el ramo de la televisión al operar más del cincuenta por ciento del mercado en dicho ramo. Esto ha gene-

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rado serios enfrentamientos entre estas empresas y el gobierno, porque todos quieren participar en las tres grandes ramas de las telecomunicaciones. El punto más controvertido en últimas fechas es el must carry, must offer, que tiene por objeto la transmisión de los canales de televisión abierta por sistemas de televisión por cable. Es importante diferenciar la televisión abierta, que es la que supuestamente todos podemos ver en nuestros aparatos receptores norma­les sin necesidad de contratar y pagar un sistema de televisión restringida, y digo supuestamente pues aun a corta distancia de las teledifusoras en el Distrito Federal cada día es más difícil, por no decir que imposible, captar una señal aceptable de los canales que operan como televisión abierta en el Valle de México. Efectivamente, como todos sabemos, para poder ver bien los canales de televisión abierta en México es necesario contar con un sistema de televisión de paga como Cablevisión, Sky y Dish. Antes de las recientes reformas constitucionales, correspondía a las empresas “cableras” el contratar con las televisoras que producen la televisión abierta la transmisión de sus respectivos canales para poder prestar a sus suscriptores el servicio incluyendo tales señales. Esto ya ocasionó conflictos que llegaron a tribunales del fuero común del df, respecto del pago que reclama Tv Azteca a Dish por la transmisión que hace de los canales Siete y Trece, pero la solución al conflicto la establece precisamente la fórmula must carry, must offer —que actualmente opera en la mayoría del mundo occidental— que consiste en que las televisoras de televisión abierta deben ofrecer y permitir que las compañías proveedoras de televisión por cable transmitan sin restricción, corte o modificación alguna

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su señal, incluyendo la totalidad de los comerciales de la señal abierta, lo que constituye el must offer; mientras que por contraparte, las cadenas de televisión de paga tienen la obligación de incluir las señales de televisión abierta en su oferta de servicios. Otro tema complejo que corresponderá al ifetel controlar son los contenidos que se transmitan en exclusiva por una o varias televisoras o mediante la internet, como las finales del mundial de futbol, juegos de la selección o selecciones, y otros eventos, que si bien pueden ser contratados por uno o varios empresarios para su transmisión, dado el interés del público, no se permitirá que se tomen en exclusiva, aunque será determinado caso por caso por el ifetel cuál o cuáles serán considerados así. Dentro de todo este galimatías que las propias televisoras nos quieren hacer ver como algo muy complejo y complicado, tenemos de fondo la oferta de dos nuevos canales de televisión abierta que está lanzando el Gobierno mexicano y que precisamente las dos cadenas de televisión que constituyen nuestro duopolio pretenden controlar, aunque el ifetel, con sus reglas, parece que no les permitirá concursar para éstas, por lo que seguramente el ingeniero Slim podrá finalmente abrir su empresa de televisión abierta, que más que un negocio para él, es un medio de comunicación que le aportará más poder que dinero. La relevancia de toda esta regulación surge no sólo por la importancia económica que tienen las telecomunicaciones hoy en día, sino también por la importancia de éstas en la política, pues como hemos visto tienen una enorme trascendencia pues son grandes generadores de opinión pública que pueden hacer cambiar los rumbos del país.


Había una vez...

Jaime Augusto Shelley

Plutarco Elías Calles. (Fotografía: Keystone-France/ Gamma-Keystone via Getty Images)

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Hace años, muchos años, cuando se vivía en un país imaginado que quería ser moderno o progresista, hijo de una serie de revoluciones sangrientas, se pretendía que era soberano, plural y con gobiernos venidos de ese cambio, que ansiaban la transformación del sistema socioeconómico arrastrado desde la Colonia: “Quiero ver un fordcito a la puerta de cada rancho”, había dicho el general Plutarco Elías Calles en un discurso al inicio de su gobierno, refiriéndose a la prosperidad de los agricultores emergentes, los llamados ahora pequeños propietarios, que por aquel entonces recibían la atención y los favores del régimen con la esperanza de probarlos como mejor opción que las organizaciones de ejidatarios y comuneros. (Hay que recordar que Fox lo plagió, cambiando el Ford por un bochito). Elías Calles provenía de Sonora, donde no existía población numerosa con arraigo ancestral (salvo la indígena, mal vista y siempre perseguida, por considerarlos atrasados y muy salvajes), donde se realizaron obras importantes como presas y distritos de riego, que hicieron que la región prosperara rápidamente y atrajera numerosos grupos de obreros agrícolas. Trabajadores sin arraigo, ni reclamos históricos sobre la propiedad de la tierra. Había que sacudirse, a como diera lugar, el modelo comunitario que dominaba mayoritariamente en el campo mexicano. Luego, desde el periodo alemanista hasta el de López Mateos, el impulso a la industrialización trajo consigo la emigración de campesinos a la ciudad, lo que cambió los comportamientos de los pobladores, se agudizaron las diferencias sociales y aparecieron las “ciudades perdidas”, de cartón y lámina, así como las zonas urbanas que pretendían alejarse de la mugre y el sudor que ya iba formando parte del paisaje de la vieja ciudad. Siempre ha existido la impresión de que los funcionarios se enriquecen durante sus mandatos. Se decía con sorna en los círculos diplomáticos y de negocios: “la economía mexicana es milagrosa, cada sexenio hay nuevos millonarios”. Se rumoraba en las calles y cantinas de un negocito así o asá. Ejemplos un tanto ridículos tales como que cuando se inició el asfaltado de las ciudades, el único propietario de una planta de asfalto era Calles. O que cuando se empezaron a difundir las “plumas atómicas”, tan de uso corriente en la actualidad, sólo había un importador, la esposa de Ruiz Cortines, el más austero de los regímenes posrevolucionarios. Puras tonterías, dicharachos que pueden haber sido verdad o no y que en nada cambian el bienestar de la población. Las verdades macro se daban en lo oscurito. Desde siempre, los gobernantes han robado lo que pueden, aquí y en todo el mundo. Son las circunstancias de bonanza o depresión lo que cambia los montos. Se cuenta en La verdadera historia de los Bandidos de Río Frío, un librillo que tengo por ahí perdido en mis libreros, que una pareja de adinerados acuden con el jefe de la policía local a pedirle consejo sobre cómo ocultar sus dineros al viajar a Veracruz en

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su carruaje, y el funcionario les propone poner un cajón disimulado bajo el asiento, dejando sólo algunas pertenencias sin mayor valor a la vista. Llegados al conocido paraje donde los asaltantes solían cometer sus fechorías, son atajados por éstos; sin mediar palabra, se dirigen a los pasajeros y los conminan a descender. Mientras unos hurgan en los baúles, el jefe va directamente a la parte baja del asiento y saca la caja de caudales oculta. Nos narra el autor que tiempo después se supo que el jefe de la gavilla era, ni más ni menos, que el mismísimo jefe de la policía de la Capital… Todos roban, los políticos más respetados son de ambiciones más modestas que otros y sólo aceptarán las “comisiones” por contratos, cosa por demás admitida en el mundo de los negocios como obligada. Otros, buscarán maneras de hacerse de algo más, legal o no, como se decía de los tráilers de Hank, que transportaban los productos de conasupo que él dirigía. No tendría cupo aquí mencionar los periodos de López Portillo, Salinas y Zedillo, son incalculables e imposibles de expresar en cifras y en el daño irreparable a la Nación. Será en otra ocasión. Chistoretes, maledicencia, chismes a veces con y a veces sin fundamento. Pero los políticos todos ricos y algunos ya con aires de aristocracia (eso en una República que abolió, desde sus orígenes, los títulos de nobleza, por lo que se llamarían simplemente, plutócratas, con antecedentes dudosos acerca del origen de tal acumulación de riqueza) se dan aires de grandeza, como si no fueran hijos o nietos de ladrones y usureros. Apareció un día la nota en el periódico que reportaba el exceso —cuantioso— de fondos usados para la campaña de señor Nieto. Nunca más se ha vuelto a hablar de ello. Se llenaron las páginas de los días siguientes con diatribas grotescas contra la corrupción inaceptable del Oceangate (contra el pan, en realidad) y la Línea 12 del Metro (contra el prd, claro). Y ya.

¿Será que, ¡oh, Dios santo!, los medios están manipulados? ¿O solamente que la noticia resultó irrelevante? Pareciera que la poderosa máquina del nuevo dinosaurio se está empezando a estancar, que descarrila, que hay que seguir el jueguito de la militarización del país, seguir la receta heredada de crear miedo y hacer que la gente olvide o posponga sus naturales reclamos por una vida mejor. Lo bueno —a lo mejor no lo han notado— es que desapareció, por completo, el vergonzoso y ridículo epíteto de democracia en los abundantes discursos del nuevo régimen, tan pletórico de promesas —pero no inmediatas— referidas a lo bien que pinta el futuro mientras la gente se muere de risa cuando escuchan que se desparraman por Chalco, Tultitán y anexas, los marineros de aguas dulces, que no parecen haberse subido a barco nunca, pero eso sí, entrenados en Estados Unidos, se dice, contra acciones terroristas. Se construirá para ellos una base, ¿en dónde creen?, ¡en Valle de Bravo! Lo que nos habla de un deseo de permanencia duradera. Algo así como los astilleros que tenía la Secretaria de Marina en Las Lomas, donde alguna vez se construyera un barco “experimental” de concreto, que tuvo que ser trasladado a Veracruz a un costo enorme y fue lanzado con toda ceremonia al mar… donde de inmediato se hundió. ¡Ah, que México éste, que no parece querer olvidar su pasado glorioso! ¿Aplausos? No faltaba más. O nauseas, según como le vaya en la Feria a cada uno.

P.D. Por cierto, fui a sacar una copia de mi Acta de Nacimiento al Registro Civil. Procedimiento por demás lento y engorroso. En ella consta que nací, con sello y firma oficiales, en 2037. Chingón asunto.

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armario

Misa negra José Juan Tablada

¡Noche de sábado! Callada está la tierra y negro el cielo; late en mi pecho una balada de doloroso ritornelo. El corazón desangra herido bajo el cilicio de las penas y corre el plomo derretido de la neurosis en mis venas. ¡Amada, ven!… Dale a mi frente el edredón de tu regazo y a mi locura dulcemente, lleva a la cárcel de tu abrazo. ¡Noche de sábado! En tu alcoba hay perfume de incensario, el oro brilla y la caoba tiene penumbras de sagrario. Y allá en el lecho do reposa tu cuerpo blanco, reverbera como custodia esplendorosa tu desatada cabellera.

Toma el aspecto triste y frío de la enlutada religiosa y con el traje más sombrío viste tu carne voluptuosa. Con el murmullo de los rezos quiero la voz de tu ternura, y con el óleo de mis besos ungir de diosa tu hermosura. Quiero cambiar el beso ardiente de mis estrofas de otros días, por la salmodia reverente de las sonoras letanías. Quiero en las gradas de tu lecho doblar temblando la rodilla… Y hacer el ara de tu pecho y de tu alcoba la capilla… Y celebrar ferviente y mudo, sobre tu cuerpo seductor, ¡lleno de esencias y desnudo, la Misa Negra de mi amor!

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intervenciones Mateo Pizarro

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La literatura en los siglos xix y xx: una oportunidad perdida Gabriel Trujillo Muñoz El quinto tomo de la colección Patrimonio histórico y cultural de México (18102010) se titula La literatura en los siglos xix y xx (cnca, 2013) —coordinado por Antonio Saborit, Ignacio M. Sánchez y Jorge Ortega—, lo que implica que es una obra que abarca desde el inicio de las guerras de independencia hasta la primera década del siglo actual. Los ensayos aquí reunidos son, en general, esclarecedores, pero fallan no por lo que dicen sino por lo que les falta por decir. Me explico: en el prefacio de este libro de 440 páginas, Enrique Florescano, el director de la colección, afirma que “en la dilatada bibliografía” sobre la cultura nacional como patrimonio de México “no encontramos un estudio que explique cómo esas diversas disciplinas y corrientes de pensar contribuyeron a crear la dimensión geográfica, histórica, antropológica, literaria, musical, artística y cultural del patrimonio nacional. Esta colección se propone llenar este vacío”. Pero en el caso de este tomo no lo consiguieron del todo. Una buena parte del vacío sigue en pie a pesar de sus esfuerzos. Y no sólo por los faltantes, especialmente sobre la narrativa mexicana, sino por la perspectiva centralista que lastra a varios de los ensayos incluidos en esta obra. Es cierto que en los estudios dedicados al siglo xix aparecen muchos escritores que asumen el desarrollo de nuestras letras dentro y fuera de la ciudad de México con publicaciones surgidas en San Luis Potosí, Jalisco, Yucatán o Sinaloa, pero los ensayos sobre la literatura del siglo xx van en sentido contrario: se constriñen, mayoritariamente, a lo hecho y producido en la capital del país.

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El café de nadie (1930), Ramón Alva de la Canal, Museo Nacional de Arte


Por el lado de los géneros, la poesía sale favorecida y, en ocasiones, como en los dos ensayos sobre esta disciplina en el siglo xx, hay autores e información que se traslapa. En cambio, la narrativa sale perdiendo tanto en el siglo xix como en el xx. Los cuentistas y novelistas, ya sean románticos, modernistas, modernos o contemporáneos, quedan marginados frente a los poetas e incluso frente a los dramaturgos. Sin embargo, a pesar de ello, los ensayos sobre la literatura decimonónica logran exponer mejor la situación de nuestras letras con los cambios culturales, sociales y políticos de su tiempo. Aquí el ensayo de Antonio Saborit titulado “Alacena de sospechas” (en obvio homenaje a las alacenas de minucias de Andrés Henestrosa), puede considerarse el mejor de toda esta obra. Y lo mismo va para la cronología general de obras literarias y sucesos destacados del siglo xix, recopilada por Cuauhtémoc Padilla. Los investigadores de la cultura mexicana se lo agradecemos, de verdad. Sin embargo, para la segunda parte del libro, la dedicada al siglo xx, no hay cronología general. De todas formas queda la duda en términos de una visión retrospectiva más rica que la aquí presentada: ¿por qué no pidieron las colaboraciones de Emmanuel Carballo, de Evodio Escalante o de José Joaquín Blanco para que este libro fuera de verdad una obra de consulta y no una simple reunión de ensayistas, cada uno jalando agua a su molino, creando un paisaje incompleto de nuestras letras, estableciendo la misma distorsión centralista de siempre? Y lo mismo va para los ensayos de la vigésima centuria. En poesía se cubre el panorama en la mesa de la historia y un poco menos en la dramaturgia. El ensayo está completo, pero la narrativa queda sintetizada en cinco libros (uno de los cuales es del siglo anterior). No existe una historia coherente, amplia, equilibrada de los cuentistas y narradores nacionales. La mayoría son mencionados de carrerita, con una sola obra, para que no digan. A otros ni siquiera se les toma en cuenta. Por otra parte, Antonio Saborit al menos expone sus intenciones acerca de la literatura del siglo xix, pero

los coordinadores del siglo xx ni siquiera eso hacen. Si para Saborit la meta es debatir la literatura como patrimonio nacional “en la mesa de la historia” y de esa manera “desafiar o sacudir una tradición”, para los ensayos dedicados al siglo xx nos quedamos en ascuas. Son estudios que no logran desafiar o sacudir la tradición literaria y, en cambio, siguen las sendas abiertas por Christopher Domínguez y José Luis Martínez en La literatura mexicana del siglo xx (1995), sin la ventaja de una buena colección de fotografías, como sí sucede con esta obra igualmente centralista, publicada hace ya veinte años. Y cuando digo que siguen la ruta trazada desde hace décadas, es que estoy afirmando que buena parte de los autores de La literatura en los siglos xix y xx mantiene los mismos prejuicios literarios que su antecesora, que no contradicen el canon establecido por más que le den sitio a los estridentistas y a los espigos amotinados, pero no se estudia a los infrarrealistas ni se les da su lugar a los grupos formados fuera de los círculos del poder oficial y fuera del sacrosanto DF. Sin embargo, lo meritorio de esta obra son los ensayos sobre la creación literaria marginal. Esto, hay que reconocerlo, es un paso adelante para entender la diversidad genérica con que hoy se practica la literatura en nuestro país: los ensayos dedicados a las lenguas indígenas de Natalio Hernández y el de la narrativa policiaca, ciencia ficción, fantasía y minificción de Rogelio Guedea al fin dan el lugar que les corresponde, dentro de la república de las letras nacionales, a estos géneros que hasta hace poco eran tan menospreciados y hoy están en boga. Pero estos dos ensayos no son suficientes para cubrir las apariencias, porque sólo se mencionan autores para cubrir las bases. Un listado de nombres no sustituye el ofrecer una aproximación, aunque sea mínima, a las aportaciones de escritores de todo el país en relación con su contexto social, político o cultural, a los proyectos y discursos que tantos grupos o movimientos literarios expusieron, en distintas regiones de México, más allá de los grupos y movimientos consagrados por la historia oficial. Y de los escritores mexicoamericanos

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que han escrito de lo que es ser mexicano desde el otro lado de la frontera. ¿Ellos no forman parte del patrimonio literario de nuestro país? Tales son los pendientes que faltan en esta obra, los vacíos a que me refiero cuando digo que este libro es una oportunidad perdida para hacer un nuevo recuento de nuestras letras sin el lastre de los privilegios de casta, tal y como los define Enrique Serna en su Genealogía de la soberbia intelectual (2013): como un reducto reservado para unos cuantos privilegiados que se ostentan como los verdaderos y únicos representantes de la literatura nacional. Expongo, por lo mismo, que la calidad ensayística de los colaboradores no es el problema de este libro sino los puntos ciegos que al final reducen la riqueza de nuestra literatura a unos cuantos momentos y personajes ya del todo conocidos. El esfuerzo de este libro es loable pero se queda corto ante el tema a tratar. Se requería más interés y más audacia para explorar caminos tan importantes para la formación de la cultura nacional como la narrativa histórica, la crónica urbana (de las distintas ciudades del país) y la novela realista del siglo xx que, a pesar de todos sus detractores, han sabido mutar y sobrevivir como vehículos expresivos de nuestras vidas en común. Es como si la historia de nuestras letras, en sus 200 años de vida, quedara al arbitrio de un grupo de investigadores que prefieren andar por lugares seguros que aventurarse por territorios inéditos o novedosos. Por eso quedan tantos escritores y tendencias sin cubrir. Se salta sobre ellos y ellas para no tener que meterse en su escrutinio. El pretexto, supongo, es que esta es una revisión no exhaustiva de la literatura nacional. La razón, tal vez, fue la falta de tiempo para adentrarse hasta el fondo, el que los “puntos principales” estaban cubiertos y con eso bastaba. Pero no basta. No cuando otros libros de la misma colección llegan a tener casi doscientas páginas más para poder presentar lo que ha pasado en su respectiva disciplina artística de la mejor forma posible. Porque al final de cuentas, lo exhaustivo no quita lo interesante y porque lo nacional es más que

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la crónica literaria del centro del país en sus autores y editoriales. Bajo estas circunstancias no es posible asegurar que este libro sea un panorama general para un público amplio, una obra de divulgación que realmente nos ofrezca una visión completa e integral de lo que han aportados nuestras letras y nuestros literatos al patrimonio histórico y cultural de México. Y es que este libro recuerda demasiado a los libros monotemáticos que saca de tanto en tanto la editorial Tierra adentro: una reunión de ensayistas que exponen libremente sus ideas. Lo cual es profundamente creativo pero pocas veces convincente en término de obras panorámicas como ésta. Basta leer los otros títulos de la misma colección para ver que estos problemas no son exclusivos del quinto tomo. Literatura en los siglos xix y xx es una amalgama no bien cuajada de ensayos dispersos. Es como toparse con una revista dedicada al tema. El gusto personal le gana a la visión de conjunto. Los escasos ejemplos no logran salvar los enormes faltantes en obras y autores que esta obra presenta. Y es que no se puede olvidar que este libro quiere mostrar el patrimonio literario de nuestro país y no ser sólo un índice de amigos (por cierto: le falta también un índice onomástico). Pero en muchas ocasiones eso acaba siendo. ¿Es posible explicar la literatura mexicana con los autores que aquí se mencionan y sin los autores que aquí brillan por su ausencia? Para los coordinadores de esta obra parece que la respuesta es afirmativa. Para mí es negativa. Y lo es más cuando se toman en cuenta las antologías históricas (y mayoritariamente cuando se habla de poesía), pero no los diccionarios que allanaron el camino para que se pudiera crear una obra como ésta, libros tan importantes como el Diccionario de escritores mexicanos de Aurora Ocampo y colaboradores, publicado en su versión definitiva de nueve tomos (la primera es de 1967) por la unam entre 1988 y 2007; o el Diccionario crítico de las letras mexicanas en el siglo xix (2001) de Emmanuel Carballo, sólo para destacar dos de los más representativos, ya que


Antonio Saborit, Ignacio M. Sánchez y Jorge Ortega, coordinadores La literatura en los siglos xix y xx, Tomo v (1810-2010), México, cnca (Colección Patrimonio histórico y cultual de México), 2013.

estos diccionarios lograron sistematizar una ingente cantidad de información que, hasta su publicación, estaba dispersa o era desconocida sobre las letras y los literatos de distintas partes del país. Como la propia Aurora Ocampo lo dijo en 2005: no se pretendía sólo hablar de figuras eminentes sino de rescatar “figuras menores injustamente olvidadas”, porque sólo así se puede “dar una idea más clara de la vida literaria del siglo xx”, sólo así se logra presentar un “reflejo vivo de la vida cultural” de nuestra nación. Por eso digo que la promesa hecha por Enrique Florescano en el prefacio de este libro, la de llenar el vacío con respecto a la literatura mexicana en su transcurrir de dos siglos, desgraciadamente queda incumplida. Ya será para otra ocasión, tal vez para el 2110, cuando el gobierno inaugure una nueva estela de luz con el impuesto de sus abnegados contribuyentes o Conaculta nos ofrezca una nueva colección de ebooks sobre nuestro patrimonio literario. Mientras tanto hemos de conformarnos con este libro. No es una mala recopilación. Sólo que no cumple con su objetivo principal: hacernos partícipes de una literatura que ha crecido por toda la nación mexicana y cuyos frutos ya no son sólo los del altiplano central, ya no son únicamente los de los poetas reconocidos en el Distrito Federal y anexas, sino los de poetas, novelistas, cuentistas, cronistas, dramaturgos y ensayistas que viven y trabajan de frontera a frontera, de costa a costa. No es que pida una democracia geográfica con su cuota respectiva, donde estén representados todos los

estados de la república para que nadie se queje. Lo que pido es una visión equilibrada, realmente nacional, que destaque los logros en diferentes lugares, con los diversos grupos literarios que se han formado fuera del centro del país. Hay centenares de estas agrupaciones, de estos movimientos regionales, y al menos una docena de ellos ha creado las bases para el desarrollo de nuestras letras en la mesa de la historia, de cara a todo México. ¿Para qué decir más? O para ser más rotundo: ¿por qué decir tan poco si sus coordinadores tuvieron centenares de páginas para exponer, a partir de los nuevos conocimientos y perspectivas con que hoy contamos, una nueva versión de nuestras artes literarias y la dejaron pasar? Como dice el personaje de Condorito: exijo una explicación. Ya sé que es demasiado tarde para ella, pero tal vez la próxima ocasión en que alguna institución oficial —alguna universidad o centro de investigaciones, cuando menos— se meta a realizar una tarea semejante no olvide enmendar los fallos de La literatura en los siglos xix y xx, y así apueste por lo nacional sobre lo centralista, por lo diverso sobre lo prestigioso, por lo equilibrado sobre lo jerárquico, por lo vital sobre lo consagrado. Sé que en un México como el nuestro, tan democrático de los dientes para afuera, tan poco dado a investigar a fondo y sin prejuicios, no es cosa fácil. Pero yo sigo con la esperanza de leer un día una crónica de la literatura mexicana verdaderamente nacional. Por ahora, La literatura en los siglos xix y xx es sólo una oportunidad más que se ha perdido.

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El lamento de la Sibila Hernán Lara Zavala

Cuando me enteré que la poeta Claudia Posadas había obtenido el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2009, no me cupo duda alguna sobre la calidad y factura de su trabajo poético, pues la he seguido a través de los años y la he visto desarrollarse en su oficio, primero como periodista y amiga, luego como joven creadora en el área de poesía, y en seguida como inagotable trabajadora y promotora en favor de la cultura, siempre como empedernida y apasionada lectora, y ahora como una poeta que obtiene el reconocimiento de la crítica gracias a sus esfuerzos y a una carrera que se ha ido fraguando a lo largo del tiempo a base de preparación, disciplina, talento, esfuerzo y trabajo. Su libro, que ostenta el sugerente nombre de Liber Scivias, es un texto ambicioso y complejo por donde se le vea: desde el título, la extensión de los poemas, su concatenación, la complejidad de los versos hasta la densidad temática de sus contenidos. La elaborada estructura del libro logra integrarse en una sorprendente unidad no sé si por o a pesar de la proliferación de epígrafes, citas intertextuales y referencias culturales que le otorgan al volumen un ardua y exigente lectura. Liber Scivias es un libro místico, mítico, de pasiones encontradas, sobre los orígenes y las búsquedas; se trata en suma de un libro fundacional porque toca temas arraigados a lo más íntimo de nuestros sentimientos desde una perspectiva que se remite a la poesía del medioevo como el de los poetas provenzales,

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catalanes, cátaros, El libro de las horas, los poetas del amor cortés y los mitos célticos y arturianos. Es un libro religioso, doloroso y amoroso a la vez, un libro sobre el odio, el miedo, la orfandad, el caos pero también sobre la luz, la música, la esperanza y la redención. Es un libro excepcional por la multitud de voces e imágenes que aparecen así como por su estructura simbólica. El volumen se divide en tres partes: “Purgatio”, “Iluminatio” y “Unio”, un poco a la manera Dantesca, pero basada no tanto en la descripción física de los lugares y sus pobladores como en la naturaleza íntima de los sentimientos que cada parte representa. El poema se inicia como una especie de génesis en la que se van descubriendo los elementos que configuran al yo poético: Es en este origen donde hierve el magma, donde va nervándose la sombra que desfigura el rostro; es allí donde se espesa el odio, el cauce donde fluye el miedo y del que brota una savia que oscurece el cuerpo en sí oscurecido.

El miedo, acaso uno de los sentimientos más naturales a nuestro enfrentamiento del mundo, ocupa un lugar preponderante en el poemario y se explora desde diversas perspectivas: Existe un acto que transcurre en silencio al fondo de la sangre; una mordedura sembrada en la gestación de las formas. Ese íntimo temblor, ese murmurar que hiere la aceptada mansedumbre, es el miedo.

Acompañando a este sentimiento extraño y doloroso, que forma parte de una de las primeras sensaciones inherentes a toda vida pero en particular al ser humano por su capacidad de consciencia, van surgiendo otros elementos capaces de mitigar el dolor:

Es el verdadero rostro de la herida. la música, el entreacto ejecutándose a lo lejos en una trama contigua a nuestro andar, aunque perversamente equívoca…

Acaso por ello, la música que rezuma a todo lo largo del vasto poema resulte tan importante como para que Claudia Posadas la vaya contrapunteando como parte complementaria a su poemario: En esos rituales a deshoras solían acompañarme (al igual que en los instantes íngrimos de los días y vidas donde calla el pensamiento y reinan, plenas de sí, la completad o la música), un arpa el laúd un clavecín, una armonía de tiempos antiguos evocándome el lamento de guerras [lejanas;

La voz poética recrea el proceso relacionado con la parte germinal de la vida: al miedo sigue el dolor y luego el odio y el sentimiento de orfandad, de soledad y caos. Y para combatir estos sentimientos negativos, Posadas recurre a su “cuaderno secreto” en donde consigna los mitos bachelardianos que nos remiten a los paisajes arquetípicos de la infancia que todos hemos vivido: Pero también era para mí la piedra de la suerte que hallé en su [escondite de hojas secas, y en la cual los reflejos del sol eran señales que auspiciaban la cercanía de la casa abandonada hacía tiempo; también era para mí el sosiego en el murmullo nocturno de los grillos [guardianes, la casa de madera esperándonos en la hondura de ese bosque nuestro para protegernos de la lluvia y toda la vastedad que nos pareciera [temible.

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Todos estos sentimientos encontrados se dan durante el proceso de gestación, pero a medida que se identifican le permite a la poeta descubrir el cauce del tiempo y el poder de la palabra escrita:

el fuego, alcanza a oír las campanadas anunciando los servicios a lo largo del día. Ahí comulga con la música, como “The Lady of Shalott” lo hacía con el paisaje a través de un espejo, y es entonces que ocurre el milagro:

Con el tiempo, el daño irreversible buscaría conformarse en las palabras con las que [debía nombrar el mundo, o en el fluir de mi psique y vigilia, o en el vuelo sombrío que desviase el correr de mis actos al penoso desandar.

Allí, se me otorgó una heredad lumínica, una gema en forma de rosa, y me fue dicho en silencio, el nombre de su talla; contemplarla dilatadamente en busca de su corazón…

“Habla de lo que sabes. Habla de lo que vibra en tu médula y hace luces y sombras en tu mirada”, cita Claudia Posadas en uno de los epígrafes de su poemario, éste de Alejandra Pizarnick. Y eso es lo que intenta la poeta en la segunda parte del poema titulada “Iluminatio”, que los elementos primigenios de la gestación entren en conflicto mediante las imágenes que representan la infancia: Llegó a mí la involuntaria Edad de la Pureza, cuando el oro fortalecía las murallas. Seis años y un incendio Blanco deslizándose en la habitación de los [juegos. Esa noche haber estado nuevamente en la Ciudad Secreta; recibir el aural destello de su Alcázar como si me fuera debido reinar [sobre su alfiz, la noche en que se abrieron para mí Las Puertas de los alminares todas, menos una: la torre que lucía en el corazón de la ciudad.

El yo poético vive a partir de entonces dentro de una muralla en lo alto de una torre, en el corazón de la Ciudad. En ese lugar convive con las tumbas, las cárceles, el templo y desde su habitación secreta, entibiada por

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Esa gema equivale al Cáliz, al Santo Grial, en el “santuario de la rosa acristalada” que deja a la poeta perdida en la noche para: Errar por las sombras del bosque y la memoria, sin otro corazón más que el brillar de la gema, el corazón del que seguía sin comprender su intermitencia y que de golpe me fue arrebatado.

Y de súbito ocurre la invasión de los bárbaros en contra de la ciudad amurallada, en contra de su templo, de su torre y del castillo que conduce al corazón de la ciudad para dejar a la protagonista en la más absoluta indefención: Estamos solos frente a la turba de la sinrazón; puedo escuchar su inminencia como el tremor que avanza en los [túneles cavados bajo tierra, pronto estallarán las minas bajo el fulgor del Midi, y los ribald harán festín del silencio y los cuerpos…

Se trata del lamento de la Sibila que puede augurar los destinos infernales de su propia tragedia: Los inquisidores ofrendan su copa a sus demonios, su dictum se ha pronunciado: Tuez-les Tous, Dieu reconnaitra les siens!...

“Unio”, la tercera y última parte del extenso poema continúa con el recorrido de la voz poética por la ciudad


amurallada en búsqueda de la redención. Los toques de Liturgia y del Horarium que han tañido a lo largo de todo el poema echan las campanas al vuelo llamando a Maitines, Vísperas, Almas, Laudes, Nugol y Angelus hasta dar con la imagen de su experiencia infantil que le permitirá a la poeta superar sus miedos y angustias: El Armorius consulta el Divinorum y anota en su Libro de las Horas, con su pluma blanca de ave, los signos del Incendio Blanco en la Habitación de la infancia…

Uno de los poemas de esta sección titulado “Un lejosnato”, dedicado a su propio padre, ya ausente, le permite a Posadas establecer sus propios votos de manera simbólica: Cultivarás con esmero la rosa de la estirpe guardarás la cifra ardiendo en el Cáliz hasta cumplir la gemación de las [piedras, no trastocarás el velo entre la gravedad y la música.

Y esos votos son los que le darán la fuerza para recomenzar el “tránsito espiral hacia el origen” para recuperar los mitos de una infancia ya trascendida: En la casa del bosque se escucha esta llamada, la niebla llega como un río. En el umbral, una niña esplende en el bautismo blanco, y el presagio le devuelve su heredad: de nuevo la Rosa entre la manos de la Infancia, de nuevo el talismán que deberá encenderse en el templo [de la Unción.

Claudia Posadas Liber Scivias Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines México, 2009

Felicito muy sinceramente a Claudia Posadas por su enorme esfuerzo para conseguir este espléndido tour de force en el que logró volcar, como una Sibila, la sustancia elemental de su respirar en una gran obra poética. Enhorabuena.

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La narrativa, como muchos otros géneros de la literatura mexicana y del arte, basa su potencia en la idea de que es necesario nombrar la realidad del lugar en que se vive mencionando no sólo la región geográfica sino las modificaciones que ésta ha tenido desde que se observó por última vez. En este sentido, el lugar de donde suelen salir las historias se halla en la relación que priva entre la imaginación y el recuerdo. Borges decía que los únicos paraísos que existen son los perdidos, y creía que esa idea de paraíso no conciliaba con la idea de paz y tranquilidad con la que solemos relacionarlo cuando nos encontramos frente a esa palabra. Por el contrario, se refería al momento en que cuerpo y mente se disocian del tiempo y adquirimos la cualidad de comprender por qué las cosas desaparecen de nosotros, se alejan, cuando descubrimos que el dolor existe y que la única manera de hacerlo mínimamente tolerable es poniendo a trabajar la memoria para que recree aquellos instantes de plena y absoluta felicidad. La infancia sería, en esos términos, el paraíso perdido y al que deseamos regresar.

No pocas son las novelas que en los últimos años intentan mostrar la situación que vive el país. ¿Pero acaso la realidad que se vive en México no es la misma que se vive en el mundo: conflictos provocados por el narcotráfico, asesinatos de mujeres, pobreza en las ciudades y profundas y grandes desigualdades? La narrativa en México intenta contar historias cargadas de una profunda materia social, en ocasiones para elaborar algún tipo de denuncia o hacer visibles las grandes brechas que existen entre las personas, provocadas, claro, por la falta de oportunidades y otras tantas, con la intención de hacer una apología y provocar así una especie de comunión con el lector. Pero ¿cómo hacer que la narrativa que se desarrolla en el país deje de ser ese monstruo que se repite a sí mismo y se come su propia cola? Supongo que mediante lo mismo que se hace con la poesía, con el ensayo, con la pintura. Se particularizan los argumentos hasta tal punto en que se vuelven universales y no necesitan apoyos fijos para que el lector pueda asirlos.

Desterrados somos y en el camino andamos 60 | casa del tiempo

(Fotografía: Cindy Karp/Time & Life Pictures/Getty Images)

Dalí Corona


La trascendencia de una obra radica en su universalidad. Y la universalidad se compone de particularidades. En la medida en que se particulariza el argumento, en que éste es cada vez más cercano y cotidiano, puede ser entendido en distintas latitudes. Da lo mismo que sea un vagabundo en Ciudad Juárez, un albañil de Xochimilco o un sicario en Michoacán. La ciudad se convierte en argumento, en una idea que sirve para contar historias y no para otorgar plusvalía al texto. El caso de Eduardo Antonio Parra (León, Guanajuato, 1965) es significativo. Desde la aparición del volumen de cuentos El río, el pozo y otras fronteras (2005), su trabajo se ha ido enquistando en el gusto de los lectores. ¿Pero qué hace que este autor con sus temáticas “rurales” haya logrado lo que pocos, poquísimos autores en el país? La respuesta la encuentro dentro de sus relatos. Su manera de narrar hace que uno no se involucre, que no comprenda, sino que genere una especie de comunión con alguno de sus personajes. Esto ocurre sólo después de que la atmósfera creada ha sido lo suficientemente sólida y los personajes han sido definidos de una manera completamente humana. Son hombres y mujeres con historia, con un sinnúmero de contradicciones que facilitan nuestra aceptación y que nos maravillan. Desterrados es un libro compuesto por quince cuentos, cada uno distinto al otro pero que juntos dan forma a un cuerpo sólido. Lo que une a sus personajes es justo su condición de seres marginados, de personas colocadas por el destino en los lindes del mundo y, por qué no, la inconformidad de su vida frente al progre­ so que los ha olvidado. La creación de cada personaje da muestra de la profunda preocupación de Parra por indagar en la condición humana, sus límites, sus fronteras, sus orillas interiores. Los cuentos “La costurera”, “El caminante” y “Paréntesis” son ejemplos de esas búsquedas, de esa

inquietud por dar cuenta de la complejidad humana en cada personaje. Quizá el único cuento que renuncia, en parte, a esa otra manera de narrar de Eduardo Antonio Parra sea “Un diente en el asfalto”, cuento que se sitúa en la ciudad de México y que coloca a uno de sus personajes fuera del norte del país. Digo en parte porque si bien se desarrolla en el metro y existen otros vínculos con la ciudad, el personaje principal viene allende las fronteras. Acostumbrados sus lectores a encontrar atmósferas áridas y desoladas donde los personajes buscan afanosamente un reducto para su esperanza, Parra traslada esta imagen al metro de la ciudad, donde, no hace falta decirlo, se pueden hallar los más distintos fenotipos, geografías y estereotipos de la urbe y sus alrededores. ¿Pero quiénes son los desterrados, qué significa el destierro, cómo y cuándo sabemos que hemos sido separados, exiliados? Sin duda esa es una respuesta que sólo nosotros, en la intimidad de nuestros pensamientos, podemos responder, porque el destierro no sólo se refiere a nuestro alejamiento geográfico, ya sea por la violencia o por el abrumador paso de la modernidad y del progreso, sino también de nuestra autoseparación, de nuestro exilio interior. De ese instante en que dejamos al descubierto nuestro cuerpo y nuestra alma y descubrimos que somos vulnerables. Desterrados de Eduardo Antonio Parra es un libro potente, que encierra cierta magia en cada uno de sus cuentos, es un seductor de sombras que nos hace mirar no hacia otro lado, sino hacia el mismo lugar pero con ojos diferentes. Es un libro cosido con el fino hilo que el mundo otorga a quien sabe observar. Un libro de cuentos en el que se entrelazan, gracias al argumento de la marginación, gracias esa manera profunda y desgarradora de saber contar historias, la vida, el amor y la desgracia.

Eduardo Antonio Parra Desterrados México, Ediciones Era / uanl / uas 2013, 157 pp.


Entre los múltiples científicos prosistas abocados a la expansión de la conciencia y los límites de la percepción, acaso Oliver Sacks (1933) haya sido quien llegó más lejos explorando la mente humana al traer de su periplo riguroso frutos de verdadero encantamiento. Hoy por hoy, Sacks, neurólogo, psiquiatra y antropólogo en Marte, es el exponente más destacado de la literatura médica del mundo. Con su último libro, Alucinaciones, además de ofrecer una nutrida antología de casos fascinantes, explora la naturaleza de las distintas percepciones de aquello que fue definido por William James como “una forma de conciencia estrictamente sensitiva, tan buena y cierta como si fuera un objeto real que tuviéramos delante. Sólo que el objeto no está ahí”. De acuerdo con Sacks, las alucinaciones —que no deben ser confundidas con la percepciones erróneas o con la ilusiones— pueden ser de carácter olfativo, visual, táctil o acústico, y contrario a lo que se cree, sufrirlas no implica necesariamente una patología degenerativa. En mayor o menor medida, todos padecemos continuamente alucinaciones en diversos grados (timbrazos del teléfono o voces en la cabeza, por ejemplo). Mediante sus análisis, cimentados en el estudio de sus pacientes y en descripciones comparativas de personas con las que tiene contacto directo o por carta, distingue las diferentes clases de alucinaciones, que pueden ir desde la ingesta de drogas de plantas psicotrópicas, pasando por enfermos con ataques epilépticos, prisioneros y ebrios de alta mar hasta las alucinaciones producidas por la migraña y las padecidas por aquellos que van perdiendo la vista (síndrome de Charles Bonnet). Con un talante narrativo que le da a su galería de personajes un tono excéntrico rayano en lo literario —y a la vez con una prosa transparente que ejerce con seducción el ensayismo científico—, Sacks ahonda en los umbrales de la percepción, ya que, en

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sus palabras, “la fenomenología de las alucinaciones a menudo apunta a las estructuras y mecanismos cerebrales que participan en ellas, y por tanto presenta la posibilidad de ofrecernos una comprensión más directa de cómo funciona el cerebro”, ese universo en expansión al alcance de nuestro entendimiento. Todos los casos aportan información específica y sugestiva, pero es sin duda con la ingesta de drogas psicotrópicas con el que es posible sentirse plenamente identificado. Y Sacks, médico con licencia en su búsqueda por el color índigo, se receta con la cuchara grande: “un sábado soleado en 1964 desarrollé un trampolín farmacológico que consistía de una base de anfetamina (para excitación general), lsd (para intensidad alucinógena) y un toque de cannabis (para añadir un poco de delirio). Alrededor de veinte minutos después de tomar esto, me paré frente a una pared blanca y exclamé: quiero ver índigo ahora, ¡ahora!” Al leer tan apetitoso cóctel, todos los espíritus interesados por la búsqueda del infinito turbulento, como describió Henri Michaux a la experiencia lisérgica, no pueden sino sentirse identificados por la vocación de un hombre de ciencia que explora la cara oculta de lo real, ya que si bien “algunos pueden alcanzar estos estados por la meditación, las drogas ofrecen un atajo; prometen una trascendencia a la que puede acceder cualquiera. Estos atajos son posibles porque ciertas sustancias químicas son capaces de estimular directamente muchas funciones cerebrales complejas”. No es un dato menor, puesto que haciendo historia, todas las culturas conocidas buscaron, encontraron y utilizaron drogas alucinógenas, y les prodigaron un aura sacramental que constituye la esencia misma del rito. Y es que Saks, como un antropólogo curtido, sabe que “las alucinaciones son capaces de excitar, desconcertar, aterrar o inspirar, y conducen a la creación del folklore y los mitos (sublimes, horribles, creativos y juguetones), de los que quizá ningún individuo y ninguna cultura pueden prescindir del todo”. Ya sea que se trate de una situación no buscada o de una experiencia inducida, el acto de alucinar revela una parte esencial y fugitiva del alma humana.

Oliver Sacks Alucinaciones Trad. de Damián Alou Barcelona, Anagrama Colección Argumentos 352 pp.

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Carcosa Llamil Mena Brito

Make visible what, without you, might perhaps never have been seen. Robert Bresson

A la par que el detective Rust Cohle experimenta su última alucinación, aquella donde a través del ojo de una bóveda ve avecinarse una tormenta en forma de túnel mientras comprende que su vida está por extinguirse; el destino final de True Detective comienza a resolverse en este último gesto que preludia uno de los momentos más hermosos de la serie, invitándonos a replantear el lugar de los

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símbolos y el sentido de la vida misma desde una experiencia audiovisual rotunda. Pues más allá de los dos ejes narrativos en la serie (el misterio del asesinato y la compleja personalidad y relación de los dos detectives), en esta escena lo imperceptible y lo siniestro se asientan como un discurso que rebasa al motivo de un género, desatando una consideración donde la imagen acaba por empaparnos de sentido. Este momento, catártico, funciona como el apéndice a una historia que en ocho horas y mismo número de fragmentos exploró distintos grados sobre la relación entre la muerte, el mito y la soledad en el contexto de una serie con rasgos de los mejores ejercicios sobre crimen, detectives y géneros oscuros que ha aportado el cine, y en años recientes, la televisión. Pero estos rasgos, que pesan desde lo narrativo en una necesidad de sabernos partícipes de una historia que nos involucra como cómplices, pueden llevarnos a reflexiones donde la carga visual por sí misma nos muestra cuán ciegos resultamos a lo evidente, a lo brutalmente frontal, algo que el detective Marty Hart ya nos había mostrado desde mucho tiempo atrás. La complejidad de esta vertiginosa serie participa en primera e incuestionable instancia en el carácter tan bien trabajado en la impecable construcción de los dos protagonistas, excelsamente interpretados por dos estrellas que antes de este fenómeno solían más bien medianas: Woody Harrelson y Mathew McConaughey. Una pareja de detectives que deben resolver el misterio detrás de un asesinato con tintes religiosos, paganos o para efectos prácticos: místicos. Un crimen que se extiende dejando ver el carácter perenne de un rito con demasiadas capas discursivas. Una historia, un tiempo y un lugar donde la muerte nunca es suficiente para entender el grado de maldad, o si se prefiere, de misterio encerrado en una pútrida Luisiana. Por ello, resulta necesario concederle su lugar a los planos largos y ralentizados, a toda la serie de tomas panorámicas que más allá de contextualizar aportan un ritmo y una ventana plástica que navega entre una belleza extrema y un patetismo natural. Tal vez, una alucinante nueva visita al tema de la naturaleza muerta.

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Resulta aventurado enunciar la premisa de una serie que ha resultado tan vasta y entusiasta en interpretaciones, como una bastante elemental. Empero, cuando en True Detective se apuesta por la construcción sobre uno de los más antiguos mitos, el de la luz contra la oscuridad, es entonces que esta obra se empata con una tradición milenaria. En este sentido, el reto debe pensarse mucho mayor, pues un motivo tan trascendente debe lidiar con los accidentes más naturales de la pretensión. Sin embargo, la serie destaca en su planteamiento sobre el lugar del mito y la muerte. Resultaría negligente no destacar la construcción narrativa en el galimatías de Rust, quien empapado en Nietzche logra ampliar la resonancia de una investigación criminal a una conciencia sobre el lugar que ocupa el infeliz ser humano en la existencia terrenal. Logrado este primer artificio narrativo, la confección visual de True Detective se convierte en un potente espacio donde la contemplación de paisajes ausentes de nuestra concepción de los Estados Unidos y la presencia constante y enfermiza de signos y símbolos arcaicos dibujan una poética cercana a otro “terror divino” donde el asesinato puede ser una obra humana (casi artística) que busca trascender la pulsión de muerte. En medio nos encontramos todos, en esta luz tenue y constante. Una suerte de purgatorio donde se buscan verdades perennes de lo sobrenatural basándonos tan sólo en las evidencias empíricas de un tiempo y un lugar que se pudren frente a nuestros ojos. Aquí, donde la muerte rebasa su paradigma inexorable y aterriza en la cotidianeidad en su forma más devastadora, la soledad, los detectives Cohle y Hart aprenden más sobre ellos mismos y su relación con el mundo que sobre el final funesto de decenas de vidas innombradas. Pues nos hallamos frente a una obra donde el entorno convierte al resto de la sociedad, y particularmente a las autoridades, en cómplices de los crímenes más atroces, aquellos solventados en la idea de poderes metafísicos y motivos aparentemente más

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allá de la conciencia humana; entonces, el espectáculo sobre el poder y el miedo deviene algo espiritual e íntimo, otro espacio, éste, inexpugnable y sin paisaje, donde lo siniestro se incuba en sus ciudadanos más destacados. Pero para llegar hasta este punto, debe asumirse la responsabilidad de una complicidad con el cada vez más fascinante formato de la serie televisiva. Pues en True Detective se juega con las expectativas de un espectador fascinado con la capacidad — concedida por dicho formato— de ser un elemento activo en la resolución de conjeturas y juegos detectivescos; que en el caso de True Detective se sublima al uso y manejo de símbolos y espacios sugerentes tan primitivos y orgánicos que trascienden la historia, pues resulta una obra donde el sacrificio, la tortura y el predecible sufrimiento logran configurar un planteamiento creativo sobre la violencia, una poética sobre la muerte y sus confines místicos, pero sobre todo los pragmáticamente experienciales. Así, los árboles genealógicos, las máscaras, los laberintos, las figuras de ramas remiten a un espacio narrativo donde los rituales páganos proyectan una enfermiza y recalcitrante conciencia sobre lo oscuro; una dinámica que se empata con la necesidad de descubrir significados y nociones que nos aproximen a una verdad que se nos escapa en la estructura de ocho semanas e igual número de capítulos. Finalmente, el efecto logrado es de una singular fortuna. Confiar devotamente en el mito, puesto que, más allá de esto, pocas cosas pueden acompañarnos en el viaje en busca de lo insondable. Pues cuanto más cerca nos encontramos de conocer una verdad, más lejos quedamos de las certezas. Aquello que compartimos en complicidad nos resultará ajeno si no existe la disposición de cotejar el hecho con la conciencia interna de nuestro lugar como seres humanos. Y esa complicidad es el mayor de nuestros pecados, al menos eso parece predicar este nuevo pastor desde un lugar llamado Carcosa.


: s e l l e W n o s r y O r o t u a l e e entr industria la ll ero v i R o i atric P n a Ju

Fotograma de Ciudadano Kane, 1941

antes y despuĂŠs del Hubble |

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Fotograma de El proceso, 1962

Cuando llegó a Hollywood en 1939, después de hacer vibrar a la nación por su transmisión radiofónica de La guerra de los mundos, adaptación de la novela de H. G. Wells, no podía imaginar que se hallaba en realidad ante las puertas del infierno. Tenía veinticuatro años y estaba a punto de revitalizar el cine con Ciudadano Kane (1941), gracias a una coyuntura que jamás se repetiría. Su épica guerra contra los grandes estudios se traduciría en batallas perdidas para él y, posteriormente, en una gran victoria para el cine de autor. Orson Welles soportó con estoicismo el peso del sistema durante décadas, y esa resistencia quedó grabada en su filmografía, fiel testigo de esa lucha. La razón por la que Ciudadano Kane es la cinta más importante de su autor, y para muchos la más importante de su siglo, fueron los términos del contrato que Welles firmó con rko Pictures, con dos cláusulas principales: total libertad para escoger o escribir el guión (mientras el proyecto se ciñera al presupuesto) y el de-

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recho al corte final. Welles debía aprobar el montaje de su primera película, un hecho inusitado en Hollywood. Filmó de la manera que quiso, y la cinta se editó según sus instrucciones. Sus innovaciones técnicas y narrativas deslumbraron a críticos, a cineastas y al público en general. La puesta en escena y la puesta en cámara quedaban fuera de toda convención, con secuencias contadas en planos largos gracias a la profundidad de campo permitida por los nuevos lentes, y otras según la planificación formal de fragmentos. Escribió André Bazin, el mejor crítico de cine que ha existido: “Más que el contenido intelectual y moral que precisará y tal vez enriquecerá todavía su producción posterior, es a su audacia formal, a su arrebatadora originalidad de expresión, a la que Ciudadano Kane debe su importancia histórica y la influencia decisiva que ha ejercido en el cine mundial”. Lo que hoy son prácticas comunes, en ese momento nunca se habían realizado. Entre Welles y Gregg Toland, el fotógrafo a quien le dio un crédito


igual de grande que el suyo al final de la película, cambiaron la forma de hacer cine. Terminada hace más de setenta años, Ciudadano Kane mantiene su agilidad y su atracción. Funciona tan bien como cuando se estrenó. Por motivos no sólo difíciles de explicar sino de comprender, por rivalidades internas en la dirección de rko Pictures, Welles se convirtió en el blanco de varios ejecutivos cuya labor era apoyar y supervisar proyectos. La envidia venía a partir del hecho de que el director de cine, en aquella época, era considerado un técnico más dentro de un engranaje mayor en el que el productor era quien llevaba la batuta, y las estrellas eran el elemento más significativo de la producción. La noción de que en algunos casos el director es el autor de una película vino después, en parte gracias a su cine. “La puesta en escena ya no es un medio de ilustrar o presentar una escena, sino una auténtica escritura. El autor escribe con su cámara de la misma manera que el escritor escribe con una pluma (...) ¿Cabe imaginar una novela de Faulkner escrita por otra persona que Faulkner? ¿Y Ciudadano Kane tendría algún sentido en otra forma que la que le dio Orson Welles?”, escribía Alexander Astruc en un texto publicado en 1948. Jean Renoir lo resume también en el prólogo a su autobiografía: “La historia del cine es la historia de la lucha del autor contra la industria. Me siento orgulloso de haber participado de esa pugna victoriosa. Hoy reconocemos que una película es la obra de un autor al igual que lo son una novela o un cuadro”, escribió en 1974. A principios de la década del cuarenta la lucha apenas comenzaba. En 1950 Welles declaró: “He perdido años y años de mi vida peleando por el derecho de hacer las cosas a mi manera, y en gran medida peleando en vano. Entre las películas que he hecho sólo puedo aceptar total responsabilidad de una: Ciudadano Kane. En todas las demás he sido más o menos amordazado, y la línea narrativa de mis historias ha sido arruinada por individuos de mente comercial”. Después de su primera película nunca más le dieron en Hollywood el derecho de aprobar el corte final, y cada vez que filmó bajo el yugo de un estudio,

el resultado fue una mezcla entre el plan de rodaje de Welles y un trabajo editorial dirigido desde arriba por los productores. En algunos casos como Los magníficos Amberson (1942) o Sed de mal (1958) incluso contrataron a otros directores para rodar escenas nuevas sin la presencia de Welles. Que el corte que hizo Welles de estas dos películas no haya sobrevivido es una tragedia para el arte y la cultura. Precisamente porque la labor del director era minimizada, esas versiones no se guardaron, sino que se trabajó sobre ellas destruyendo la visión del autor. El puñado de personas que vieron Los magníficos Amberson en la versión de Welles, a excepción de sus detractores, hablan maravillas de la película, que incluso con los cortes extensivos y las escenas filmadas por otro director es una gran obra, pero no es la de Welles. rko Pictures cambió de mando después de Ciudadano Kane, y entre los nuevos directivos y los principales accionistas buscaron desplazar al director advenedizo como parte de la lucha de poder interna. Uno de los pocos espectadores de la versión perdida dice: “Era una película hecha como música, tan suave, la coreografía de la cámara y los actores era tan hermosa. Era lo mejor que he visto. Pero también sabía que estaba aburriendo a otros”. De los ciento treinta y dos minutos de la versión de Welles queda un armado de ochenta y ocho minutos, mal cortada, con añadidos filmados por otra persona y un final distinto al original. De entre las joyas perdidas en la sala de montaje, Los magníficos Amberson es la más dolorosa. La épica saga familiar se convirtió en una película más del montón, y los pies de película que sobraron después de la carnicería fueron quemados. El caso de Sed de mal es similar, pese a que en 1998 salió a la luz una versión reeditada por Walter Murch, según un memorándum de Welles a los ejecutivos de Universal. Esta reedición no es su corte inicial, sino que sigue sus instrucciones sobre cómo mejorar el corte que ya había hecho el estudio. El montaje de Welles también se perdió. Orson tiene cuatro películas monumentales, en las que gozó de total libertad de rodaje y la aprobación

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del corte final: Ciudadano Kane, Otelo (1952), El proceso (1963) y Campanadas a la medianoche (1966). Estas tres últimas no son tan conocidas porque fueron películas independientes filmadas con presupuestos bajos, fuera de los estudios, en Europa y con talento y capital europeo. Filmó Otelo a lo largo de un año con su propio dinero, tomando todo tipo de trabajos de actuación para financiar el rodaje, y tardó casi tres años en montarla. El resultado es una obra poética digna de sus dos autores, Shakespeare y Welles. El estilo es totalmente distinto debido a las restricciones económicas. “Un plano largo necesita un equipo técnico importante, muy hábil, y hay pocos equipos europeos capaces de resolver bien un plano largo. En Sed de mal, por ejemplo, hice un plano que se desarrolla en tres partes, con catorce actores, en el que se pasa de un gran primer plano a un plano general, etc., y que dura hasta una bobina; fue con mucho la parte más costosa del film. Así pues, cuando ustedes reparen en que ya no hago planos largos no es porque no me gusten, es que no me ofrecen posibilidades para hacerlos. Es mucho más barato hacer una imagen, luego otra, y tratar de empalmarlas después en la sala de montaje. Es obvio que prefiero controlar los elementos que están delante de la cámara mientras puedo, pero eso exige dinero y la confianza del productor”. Por eso Ciudadano Kane es tan imponente, porque tenía el apoyo técnico de Hollywood, que era y sigue siendo el mejor del mundo; por eso la pérdida de las versiones de Welles de Los magníficos Amberson y Sed de mal es una desgracia; y por eso Otelo está compuesta por planos cortos cuyo ritmo y armonía se dio en la sala de montaje. Tan sólo la primera secuencia, que retrata los funerales de Otelo y Desdémona en paralelo al linchamiento de Yago, es un asombroso despliegue de las fuerzas que el cinematógrafo es capaz de conjugar. Otelo es el regreso del autor de Kane. La adaptación de la novela de Kafka es, para Welles, su mejor película. En una entrevista para la bbc en 1962, cuando ni siquiera la había estrenado, dijo: “Siento una gran gratitud por haber tenido la oportunidad de hacerla, y puedo decir que la realización —no

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el montaje, porque esa es una tarea terrible—, pero el rodaje fue el periodo más feliz de mi vida. Digan lo que sea: El proceso es la mejor película que he hecho”. En esta regresa a los planos largos, pues en vez de tardar meses en filmar, deteniendo la producción durante días o semanas e interrumpiendo secuencias enteras en esas prórrogas, para El proceso el rodaje fue corrido, a la manera tradicional. La adaptación difiere de la novela en varios sen­ tidos. Los capítulos están reorganizados; el protagonista es un hombre activo que no se conforma con su situación, mientras que el Josef K de Kafka es más bien pasivo; y, según el narrador que la presenta en voz de Welles, la película es una pesadilla. La novela está contada como una realidad; la película es un sueño en el que, por ejemplo, el personaje interpretado por Anthony Perkins pasa de un teatro a una siniestra bodega en la misma secuencia. Es una versión onírica de Kafka. Campanadas a la medianoche es lo que hoy llamaríamos un remix o un mashup1, que une en una sola obra al personaje de Falstaff. El guión está basado en la obra teatral Cinco reyes, montada por Welles en 1939 —nunca dejó de hacer teatro—, y Falstaff es interpretado por él. “Falstaff es el mejor papel que escribió Shakespeare. Es un personaje tan grande como el Quijote. Si Shakespeare no hubiera hecho nada más que esa magnífica creación, eso sería suficiente para hacerlo inmortal. Escribí un guión bajo la inspiración de tres obras en las que aparece, otra en la que se habla de él, y lo completé con cosas que encontré en otra. Entonces, trabajé con cinco obras de Shakespeare. Pero, naturalmente, escribí una historia sobre Falstaff, sobre su amistad con el príncipe y su repugnancia cuando se convierte en rey”. Las obras son las dos partes de Enrique IV, Enrique V, Enrique VI y Las alegres comadres de Windsor. En contraste con la mayoría de sus películas,

Para este caso, la definición del mashup en la música es más pertinente que la de literatura. Música: http://bit.ly/1dmRfTK. Literatura: http://bit.ly/1akxuS3

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Fotograma de El proceso, 1962

esta es ligera y jocosa hasta las últimas secuencias, en las que se torna grave. Es una película construida para ese final, cuyo tema es la falta de lealtad. La historia inmortal (1968), una película para televisión de una hora de duración, puede ser vista como un final alterno de la vida de Charles Foster Kane, y junto con el docu-ensayo F de falso (1973) cierra el ciclo de películas que hizo con total libertad, en las que nadie obstaculizó su visión. Macbeth (1948), hecha para el estudio Republic, también tuvo poca intromisión, pero por alguna razón no la considera totalmente suya. La trama detrás de su filmografía es tan interesante como sus películas, y el Orson Welles histórico es tan complejo como sus papeles más demandantes. Parafraseando a Renoir, Welles seguramente se sintió orgulloso de su participación en la lucha del autor contra la industria. Una cosa es cierta: dejó el corazón en cada pie de película.


colaboran Elisa Buch (ciudad de México). Licenciada en sociología y maestra en letras latinoamericanas. Ha publicado Voces alzadas (1994), Quien se atreve (2003) y A cuentagotas (2007). Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Dalí Corona (ciudad de México, 1983). Ha publicado, entre otros, los poemarios Voltario y Desfiladero. En 2009 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta y en 2012 el Premio Nacional de Poesía Joven Francisco Cervantes Vidal. Miguel Ángel Flores. Es profesor de tiempo completo de la uam-Azcapotzalco. Ha publicado poesía, ensayo y traducciones de poesía, entre sus libros destacan Pasajero de sombras y Sentimiento de un accidental. Jesús Vicente García (ciudad de México, 1969). Estudió letras hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc. Su libro más reciente es La ciudad de los deseos cumplidos, bajo el sello Fridaura. Enrique González Casanova (ciudad de México, 1951). Es egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam donde estudió la licenciatura de sociología y la maestría en sociología política. Estudió el doctorado en ciencia política en la Universidad de East Anglia, en Norwich, Inglaterra. Ha sido docente en diversas instituciones de educación superior como la unam, el itam y el itesm. Paul Jaubert. Estudió derecho (Escuela Libre de Derecho). Es especialista en derecho de autor. De 2000 a 2008 fue abogado general de la Sociedad General de Escritores de México. Hernán Lara Zavala (ciudad de México, 1946). Narrador y ensayista. Fue becario del International Writing Program, Universidad de Iowa, en 1987 y del Consejo Británico en 1990 y 1992. Miembro del snca desde 1994. Ha publicado, entre otros, El mismo cielo, la novela Charras, Flor de nochebuena y otros cuentos y Después del amor y otros cuentos. Llamil Mena Brito Sánchez. Es historiador por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Actualmente realiza la maestría en historia del arte en la misma institución. Jorge Mendoza Romero (Puebla, 1983) Egresado de la licenciatu­ra en lingüística y literatura hispánica y de la maestría en literatura mexicana, ambas por la buap. Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Puebla y de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo. Ha publicado en las revistas Alforja, Tierra Adentro, Casa del Tiempo, Biblioteca de México, y la Revista de la Universidad de México. Actualmente es el coordinador general de la Enciclopedia de la Literatura en México, www.elem.mx.

Javier Meza. Es profesor de tiempo completo en la uam-Xochimilco. Es autor de los libros El laberinto de la mentira. Don Guillén de Lampart y la Inquisición y Viejos y nuevos sofistas. Ha escrito varios artículos publicados en diferentes revistas como Versión, Argumentos y Veredas, entre otras. Miguel Ángel Muñoz (Cuernavaca, 1972). Poeta, historiador y crítico de arte. Es autor, entre otros, de los libros de poesía El origen de la niebla, El lugar de la ausencia y Fragmentos sobre el muro. Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Juan Patricio Riveroll (1979, ciudad de México). Director, escritor y productor de cine. Estudió Comunicación en la Universidad Iberoamericana. Realizó su primer largometraje, Ópera, en 2007. Mario Saavedra Escritor, periodista, editor, catedrático y crítico. Ha publicado en periódicos y revistas como Excélsior, El Universal, Siempre!, Revista de la Universidad y El Búho. Es autor de los ensayos biográficos Elías Nandido: Poeta de la vida, poeta de la muerte y Rafael Solana: Escribir o morir. Jaime Augusto Shelley (ciudad de México, 1937). En 1960 aparece su primer libro La rueda y el eco. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y es creador artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Beatriz Solís Leree. Desde 1974 es profesora titular en la carrera de comunicación social de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco, en el Departamento de Educación y Comunicación. Entre sus publicaciones destacan Latin American Television Series, La televisión en America Latina, La reforma de los medios: una moneda al aire y El marco jurídico de las políticas de comunicación social. José Juan Tablada (ciudad de México, 1871 - New York, 1945). Poeta, diplomático y periodista. Entre sus libros figuran El florilegio (1899), Al sol y bajo la luna (1918), Un día (1919), Li-Po y otros poemas (1920), El jarro de las flores (1922) y La feria (1928). Entre las formas poéticas que cultivó figuran el caligrama y el haikú. Rafael Toriz (Veracruz, 1983). Es egresado de la Facultad de Lengua y Literatura Hispánica (uv). Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Gabriel Trujillo Muñoz (Mexicali, Baja California, 1958). Poeta, narrador y ensayista. Profesor y editor universitario. Cuenta con más de 30 libros publicados. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua desde 2011. Su libro más reciente es Círculo de fuego. Jorge Vázquez Ángeles (ciudad de México, 1977). Estudió arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias.

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Año XXXIII, Vol. I, época V, número 4 • mayo 2014 • $60.00 • ISSN 0185-42-75

José Emilio Pacheco casadeltiempo • número 4 • mayo 2014

1939-2014

Testimonios en torno a Luis Villoro

Su p “E lem ll ib ent ro o de ele Er ctr a” ón , d ic e oT Lo ie re m nz po o Le en ón la D casa ie z :

Ismael Guardado, el impulso de la creación

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