Casa del tiempo • número 60 • enero - febrero 2020
Revista bimestral de cultura • Año XXXVIII, época V, Vol. V, número 60 • enero - febrero 2020 • $60.00 • ISSN 2448-5446
Crónica de viaje Ensayo visual:
Javier Fernández Humboldt en Asia: entrevista a Oliver Lubrich
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XL años de la revista cultural Casa del tiempo
Tiempo en la casa, suplemento electrónico: “Sobre La uam: una visión a 45 años”, de Eduardo Peñalosa Castro
Novedad Editorial
Novedad Editorial
Tetraedro/Caleidoscopio De Raymundo Mier Garza
La espantosa y maravillosa vida de Roberto el Diablo Esta obra compacta y compleja de Raymundo Mier es una amplia heredad de vida y experiencias, cuyo secreto radica en su capacidad para evocar sombras sin nombres, dulces y perceptibles con sencillez; o en la matizada reiteración que se transforma en cada vuelta de tiempo, donde aprendemos la lúcida contemplación del momento como una serie de capas sucesivas en las que deben descubrirse, como un secreto develado, nuevas formas de la sabiduría perenne.
Adaptación de Jesús Francisco Conde de Arriaga
El primer manuscrito del que se tiene noticia de esta obra data de finales del siglo xii; sin embargo, su influencia se ha mantenido hasta nuestro pasado inmediato. Sea esta historia, entonces, una invitación para dejarse poseer por Roberto el Diablo y su leyenda añeja; para llevar en el cuerpo la histeria, el capricho y la fantasía, y en los labios, el nombre de alguna de las formas más seductoras del Diablo.
De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sotano · Péndulo
De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sotano · Péndulo
Editorial Antes de la aparición de la fotografía y del desarrollo de los transportes, la curiosidad de los aventureros sedentarios se saciaba mediante la lectura de las dilatadas y minuciosas crónicas de viaje, demorados relatos donde sus autores echaban mano no sólo de la experiencia en los caminos, su infalible memoria y su capacidad de registro; sino sobre todo de su imaginación para recrear —o a veces inventar— intrépidas andanzas en remotas tierras, ciudades inconcebibles, campos inhóspitos o bravos océanos donde el alma humana era puesta a prueba. Con análogo interés, Casa del tiempo ha reunido una serie actual de esos intentos, desde un viaje por Europa del Este en busca de un viejo amor, pasando por un accidentado y antiturístico periplo Cusco-La Paz, una revelación del paralelismo entre los campos de las provincias serbias y los del Bajío mexicano, hasta una misteriosa visita a los suburbios de la comunidad madrileña de Getafe. En De las estaciones, Emma Julieta Barreiro entrevista al catedrático y especialista alemán Oliver Lubrich a propósito de los escasamente estudiados viajes de Alexander von Humboldt por Asia. En el Ensayo visual presentamos una muestra de la obra del artista colimense Javier Fernández. En Ménades y Meninas, Clara Grande polemiza sobre la reciente debacle de la crítica de arte en la prensa escrita en México; y Fabiola Eunice Camacho perfila el trabajo plástico de Dulce Eme y la transparencia de su lenguaje subterráneo. En Antes y después del Hubble, Marina Porcelli continúa la serie “El tranvía que no paraba nunca” con un recuento sobre escritores inmiscuidos en el crimen, entre otros, Anne Perry, Krystian Bala, William Burroughs, Jean Genet o François Villon; por su parte, Alejandro Badillo rescata la obra del periodista y narrador sevillano Manuel Chaves Nogales; y Patricio Bidault exhibe las implicaciones xenófobas del exitoso videojuego The last of Us. Gracias a los esfuerzos de un puñado de universitarios encabezados por Carlos Montemayor y el rector Fernando Salmerón, en 1979 se creó la Dirección de Difusión Cultural —más tarde Coordinación General de Difusión— y posteriormente, en 1980, se fundó la revista Casa del tiempo. En 2020, por tanto, se conmemora nuestro XL aniversario y con este primer número del año declaramos inaugurados sus festejos.
Rector General Eduardo Abel Peñalosa Castro Secretario General José Antonio De los Reyes Heredia Unidad Azcapotzalco Rector Oscar Lozano Carrillo Secretaria María de Lourdes Delgado Núñez Unidad Cuajimalpa Rector Rodolfo Suárez Molnar Secretario Álvaro Julio Peláez Cedrés Unidad Iztapalapa Rector Rodrigo Díaz Cruz Secretario Arturo Leopoldo Preciado López Unidad Lerma Rector José Mariano García Garibay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rector Fernando de León González Secretaria Claudia Mónica Salazar Villava Casa del tiempo, año xxxviii, época v, vol. v, núm 60 • enero-febrero 2020. Revista bimestral de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Francisco Mata Rosas Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz (†), María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental Miguel Ángel Flores Vilchis Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Imagen de portada Beatrix G. de Velasco Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XXXVII, época V, vol. V, número 60, enero-febrero 2020, es una publicación bimestral editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, alcaldía Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica de la revista: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo, dirección electrónica: editor@correo. uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado d e R eserva d e D erechos a l U so E xclusivo d el Título n úmero 0 42013-092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México. Fecha de última modificación: 30 de diciembre de 2019. Tamaño de archivo: 8.5 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.
editorial, 1 torre de marfil Dos poemas, 3 Sergio Briceño
profanos y grafiteros La juventud combativa. Hungría, Serbia, Rumania, 5 Melina Balcázar Ruta Cusco-La Paz, 10 Brenda Ríos Getafe negro, 15 Bibiana Camacho Son los vastos sorgos cobrizos, 20 Pablo Molinet El doblón ecuatoriano de Melville, 24 Vladimiro Rivas Iturralde
de las estaciones El otro Humboldt, más allá de América: sus travesías por Asia. Entrevista a Oliver Lubrich, 28 Emma Julieta Barreiro
ensayo visual Pinturas, 33 Javier Fernández
ménades y meninas “Crítica” a la crítica de arte, 40 Clara Grande Paz Dulce Eme: la transparencia del lenguaje subterráneo, 45 Fabiola Eunice Camacho
antes y después del Hubble El tranvía que no paraba nunca: la continuidad de los parques. Crimen y escritura, 49 Marina Porcelli Chaves Nogales, un escritor en tiempos de guerra, 54 Alejandro Badillo El ataque de las plantas monstruo, 58 Patricio Bidault Heitor Villalobos, un bachiano brasileiro, 62 Antonio Bravo
intervenciones, 66 Alicia Sandoval
francotiradores La uam: una visión a 45 años, de Oscar González Cuevas y Romualdo López Zárate 67 Jorge Martínez Contreras Au revoir, Agnès, 71 Verónica Bujeiro La reedición como novedad: Memorias de España 1937, de Elena Garro, 74 Nora de la Cruz La antropología de los mundos contemporáneos, de Marc Augé, 76 Carlos Torres Tinajero Los visitantes, de Claudia Reina, 78 Héctor Antonio Sánchez
colaboran, 80 Tiempo en la casa. Sobre La uam: una visión a 45 años Eduardo Peñalosa Castro
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Dos poemas Sergio Briceño González
El pozolero le dice al mochaorejas
Un óvalo no basta. Se necesita el corte sagital, una herida redonda, el uso de un machete o una soga para alcanzar placer. El sufrir de los otros bajo el yugo de un lápiz. El alarido terrenal de un tenedor clavado con un gesto de gozo. La pata descepada de un siamés con el concurso alegre del cuchillo. Un goteo de lava adormecida se siente al rebanar la pierna o enterrarle picahielos y agujas. Las coordenadas de la carne admiten la geografía cortante, la ecuación que punza y filetea. Lo mejor es ver sufrir al otro, a los demás. Derretirlos en cubos de tortura. Aplicarles brasas en el vientre. Destrozar esfínteres y cuencas. torre de marfil |
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Consejos de Ayn Rand a una cajera de Walmart
Con clava o con bordón. Con machete o prudencia. Con látigos o espadas. O simplemente con monedas alcanzarás la liza de combate. No importará filtrar la información, incurrir en chantajes, amordazar al miedo o dirimir diferencias con un trago. Sobre la mesa del bar o del café pondrás en juego tus destrezas calculando intereses o ganancias, el rendimiento que derrote a la Bolsa. Guerra de lodo al adversario. Bombas de promoción en los medios impresos. Que garantice réditos, ganancias. Un mercado a tu alcance al que alimentas con garbanzos. Con mercancías baratas más numerosas cada vez, hasta volverte único, sin sombra que te pisen, gobernando a golpes de tortura o de financiamiento líquido, pero haciéndolo tuyo. El anaquel o el súper, la tienda o la cadena que somete a millones sin rubor. Sin el menor remordimiento.
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Fotografía: Melina Balcázar
rofanos y graf iteros
La juventud combativa
Hungría, Serbia y Rumania en mayo de 2007
Melina Balcázar profanos y grafiteros |
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Agradezco a Yael Weiss y Miriam Jerade por su generosa invitación a unirme a este viaje
Ninguna lectura precedió mi viaje. Ninguna película me motivó, como en otras ocasiones, a conocer los lugares que visité. Poco quedó de aquella experiencia. La mayoría de las notas y fotos que tomé las destruí al volver. Quería que con ellas desaparecieran los rastros del hombre que entonces me obsesionaba, única razón de esa travesía que siguió el curso del Danubio. Sería nuestra primera vez en la llamada Europa del Este, ahí donde a sólo un par de horas de París pueden verse carretas tiradas por caballos famélicos, niños descalzos, las huellas de la última guerra en el continente. El recorrido debía limitarse a Hungría, Serbia y Rumania. Nuestro deseo de visitar Bosnia Herzegovina, en particular su capital Sarajevo, se frustró por la negativa del consulado: no habría visa para esas tres viajeras mexicanas que sospechosamente querían circular en un coche rentado. ¿Por qué siendo sólo estudiantes queríamos ir a ese país en donde —parecían advertirnos— nada había que ver? Con excepción de Budapest, cuya belleza imperial atrae a visitantes de todas partes del mundo, los demás sitios que teníamos contemplados no suscitaban mayor interés. De ahí quizás la sorpresa de sus habitantes al revelarles nuestro lugar de origen, conocido en aquella época más por sus telenovelas que por sus redes de narcotráfico. En el aeropuerto de Budapest, ante los elevados costos de las compañías internacionales de renta de autos, optamos por una opción local: un hombre que nos proponía en inglés un coche “nuevecito” por un precio que desafiaba toda competencia. Su vehículo, después de un recorrido de alrededor de 1 700 kilómetros, volvió con algunos rayones y una multa en Serbia que no supimos cómo pagar.
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Aunque la ciudad poco suscitara en mí, era difícil resistir a la majestuosa vista del Danubio que ofrecen sus puentes, o a los contrastes de su división: Buda y su barrio antiguo que conserva su pasado como sede imperial, las termas Gellért cuya bella arquitectura art nouveau se ve invadida por el interminable desfile de sandalias de plástico de sus actuales visitantes; Pest y sus amplias avenidas, su mercado de hierro forjado, el renacimiento de su barrio judío. Era la Hungría anterior a Viktor Orbán y sus constantes manipulaciones de la historia. Sin embargo, los signos de un nacionalismo creciente se percibían en esa manera tan enfática de recalcar la grandeza de su historia: Hungría, extremo bastión de Occidente, límite de la civilización. Contados eran los rastros del pasado comunista en la capital húngara. Las monumentales estatuas a la gloria del régimen soviético reposaban en sus afueras, en el Szoborpark. Aisladas de su contexto, en un parque sin sombra, la grandilocuencia de los gestos heroicos que fijaban se volvía irreal, como el gigantesco par de botas en un pedestal, único resto de la estatua de Stalin que destruyó la población. Antes de dirigirnos hacia Serbia visitamos Pècs, cuya belleza cosmopolita y multicultural que condensa las diferentes influencias del patrimonio húngaro —romanas, magiares, otomanas, austriacas— pronto quedó atrás. La realidad de la frontera se nos impuso durante varios kilómetros: entre la abundante vegetación que rodeaba ambos carriles, mujeres de diversos orígenes se prostituían en medio de la nada. Veíamos su belleza sumirse en un desamparo total. Para ir a nuestra siguiente destinación, Novi Sad, dos vías eran posibles. Por descuido tomamos la más larga. El hambre nos obligó a detenernos en el poblado más cercano, Vukovar, en Croacia. Compramos sándwiches en un restaurante de comida rápida. La actitud hostil de la vendedora nos desconcertó, hasta aquel momento sólo habíamos recibido amabilidad
de los habitantes. Antes de irnos, nos preguntó lo que hacíamos en su ciudad. Al entender que estábamos ahí por error, su semblante cambió y al enojo sucedió la tristeza. Estaba harta, nos confesó, de los turistas que sólo acudían a fotografiar las huellas de la guerra. Entendimos que existe un turismo de guerra para el que Vukovar es una etapa imprescindible. Nos decidimos a recorrer la ciudad que en una época fue una “joya de la arquitectura barroca” y que el sitio serbio de 1991 convirtió en un emblema del martirio de los civiles durante la guerra: los muros de los edificios del centro estaban aún cubiertos de impactos de bala, el derrumbe de las fachadas recordaba la violencia de los dos meses de combate que casi la aniquilaron. Se calcula que perecieron dos mil personas —entre ellas mil cien civiles—, cuatro mil resultaron heridas y varios miles desaparecieron; veintidos mil más tuvieron que exiliarse. Nada sabíamos nosotras de eso. Continuamos desviándonos de nuestra ruta y nos dirigimos al “Cementerio memorial de las víctimas de la guerra por la defensa de la Patria”, en las afueras de Vukovar, donde 938 cruces blancas rinden homenaje a los “defensores de Croacia”, aquellos combatientes civiles, poco formados y mal equipados, que afrontaron al ejército blindado serbio. Ahí se encuentran también hileras de tumbas de familias con la misma fecha de fallecimiento y una de las más grandes fosas comunes en Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial. Por la noche, llegamos a Novi Sad, la “Atenas serbia”, sita a orillas del Danubio. Había una feria ganadera y todos los hoteles estaban llenos. Comenzábamos a resignarnos a dormir en el coche cuando encontramos una habitación en una especie de hostería. Pronto comprendimos, pese al empeño del joven dueño por hacernos creer lo contrario, que las habitaciones las utilizaban prostitutas para recibir a sus clientes. Durante nuestra estancia, el anfitrión quiso mostrarnos cuánto había mejorado su país. “Digan en México que Serbia está de
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nuevo de pie gracias a su juventud combativa”. Nuestra vuelta nocturna por la ciudad nos daría otra versión. Después de un intento fallido en un primer bar poco amigable, nos topamos con el “Frida Kahlo” donde nos recibieron con curiosidad; incluso una reportera local nos entrevistó. En el fondo, nadie entendía qué hacíamos en ese sitio. Los jóvenes con quienes platicamos nos pintaron un país desolado que no les reservaba futuro alguno. “Tienen suerte de venir de México, aquí no hay nada”. La religión lo había arruinado todo, nos dijeron. “Hay dos religiones, la de los que asesinan y la de los que no”. Al día siguiente, un grafiti cerca de nuestro alojamiento, No religion, parecía darles razón. Una luz que no ofrecía esperanza envuelve en mi memoria la ciudad. No recuerdo ninguna de sus bellas construcciones que hoy mientras intento reconstruir nuestro recorrido me parece veo por vez primera. Sólo me vienen los rostros de sus habitantes que intentaban dejar atrás la guerra, cuyas marcas se extendían por todas partes. El uso del alfabeto cirílico y el pequeño tamaño de los carteles de señalización dificultaron nuestra llegada a Belgrado. Comprobamos que, antes de los teléfonos inteligentes, preguntando se podía llegar a Roma: mostrando en el mapa nuestro destino, conseguimos que la gente de los pueblos por donde pasábamos nos indicara el camino. A pesar de la hora tardía, todo estaba abierto en la capital serbia. La noche europea de los museos nos ofreció una visita inusual: el amplio cauce del Danubio lo iluminaban los reflejos de los edificios y monumentos encendidos para la ocasión. Se desprendía de la ciudad esa excepcional vitalidad que tras sus destrucciones sucesivas siempre la ha hecho renacer. “La historia, el pasado de Belgrado —escribe Claudio Magris en Danubio— reviven menos por los cuantos monumentos que han permanecido que por su invisible substrato constituido de épocas y civilizaciones que, cual hojas muertas, se convirtieron en polvo, humus múltiple y fecundo en cuyos estratos se hunden las
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raíces de esta ciudad múltiple que se renueva sin cesar”. Desapareció empero ese carácter plurinacional que el escritor italiano pudo ver aún en los años ochenta. Al igual que Vukovar que dejó de ser una ciudad multicultural y se convirtió en un bastión de la memoria croata, Belgrado se volvió mayoritariamente serbia. Zemún, pequeña ciudad que ofrecía una vista incomparable del Danubio, fue nuestra última parada antes de dirigirnos a Rumania. La luz tibia me recordaba la inminencia del reencuentro con el cuerpo de aquel de quien yo huía. Su ausencia me llevó a sumarme a ese viaje, a sabiendas de que no me conduciría a nada, sino a perderme en la noche de su deseo. En Timișoara, él y yo nos dimos cita al anochecer en la Plaza de la Victoria. Seis meses atrás él había dejado definitivamente París, donde nos conocimos, para instalarse en su ciudad natal. Hicimos un primer paseo por la llamada “Pequeña Viena”, debido a su arquitectura Jugendstil, herencia del paso de arquitectos del imperio austrohúngaro por la región del Banat, de donde es la capital. Una placa recuerda que Timișoara fue la primera ciudad europea en tener luz en las calles. Fue también la primera ciudad libre de Rumania —Primul Oraş Liber—, pues ahí comenzaron en diciembre de 1989 las revueltas que pusieron fin a los 24 años de dictadura de Ceausescu. Lugar célebre además por haber protagonizado el primer caso de desinformación mundial, con la falsa noticia de sus fosas comunes llenas de víctimas de la Securitate —la policía secreta rumana—, que en realidad eran cadáveres que desenterraron del llamado cementerio de los pobres para que, al causar indignación, la opinión internacional apoyara la revolución. Nos recibió en su casa, un “horrible apartamento comunista”, nos dijo. Permanecí con él en la ciudad un par de días más, en los que comprendí que de nuestro encuentro sólo quedaría el tatuaje que llevo en la espalda, regalo suyo “para no olvidar”. El tren fue la mejor opción para reunirme de nueva cuenta en Sighisoara
con mis compañeras. Me esperaban ocho horas de trayecto en vagones que parecían salir de una película antigua. En una de las paradas, una mujer gitana entró con su hijo en la cabina donde me encontraba. Con insistencia, me pedía dinero o chocolate para su pequeño. Antes de que pudiera reaccionar, el inspector del tren la sacó a empujones. “No entienden que no deben molestar a los pasajeros”, y con una patada consiguió hacerla bajar del tren. Ese mismo desprecio lo habíamos observado en un parque de Timișoara, cuando —según nos tradujo nuestro acompañante y guía— una señora le gritó a un grupo de niños gitanos que aspiraban pegamento que no se les fuera a ocurrir robarnos. “Qué iban a pensar si no los extranjeros del país”. Pese a que los gitanos —țigani en rumano— ahora son reconocidos como “minoría nacional” (constituyen el 10% de la población), siguen viviendo aparte, en condiciones de pobreza extrema. “Los rumanos sólo los llaman para que toquen en las bodas”, nos dijeron. Por la ventanilla, descubría Transilvania, que en nada se parecía a la que describía la novela de Bram Stoker y las películas que inspiró: el paisaje gótico de mi imaginario iba desapareciendo ante el verde intenso de las montañas, los campos de flores, las enormes pilas de heno, las bellas construcciones que daban testimonio de la herencia húngara y germánica de la región. Al llegar a Sighișoara, ciudad natal de Vlad III, Drăculea —hijo del dragón—, cuyo sobrenombre Țepeș hace referencia al empalamiento al que sometía a sus enemigos, descubrí sus coloridas casas medievales y calles empedradas. Nuestra última parada antes de volver a Budapest sería la espléndida ciudad de Oradea, donde —tras la denuncia de la recepcionista de nuestro hotel a quien no le inspiramos confianza— la policía nos detuvo para interrogarnos. Una vez más nos planteaban la misma pregunta: ¿qué hacían tres chicas solas en una ciudad que casi nunca visitaban los turistas extranjeros? Viajar, escribía Nietzsche, debería ser perderse, transitar sin sentido, someterse al placer del cambio, de lo pasajero. Quizás ese viaje fue lo más cercano a tal extravío voluntario, en mi deseo, en esa otra Europa, tan lejana de la realidad francesa en la que vivo y que, no obstante, muestra lo que los ideales nacionalistas pueden producir: la destrucción de la convivencia de culturas que durante siglos compartieron un mismo destino, en aras de la afirmación de una identidad, ese encierro en uno mismo.
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Ruta Cusco-La Paz Brenda RĂos 10 | casa del tiempo
Fotografías: Brenda Ríos
Hace algunos años, cuando aún era estudiante, acudí a un congreso en Cusco, Perú. De entrada, habría que caminar y masticar hoja de coca, por la altura. De otra manera los 3 400 metros harían su efecto: dolor de cabeza y malestar general. Se percibe tal dimensión de montaña sobre montaña que uno piensa que nunca se va a acabar el mundo. Machu Pichu es impresionante, como anuncia cualquier guía turística. Yo comprendí a cabalidad a César Vallejo cuando vi las ruinas, las piedras negras sobre piedras blancas. Es algo relacionado con el espacio y el infinito, la presencia indígena, los colores, las formas, los niños persiguiéndonos en los sitios turísticos por una moneda. Abrumador. Pocas veces tuve esa sensación de nuevo: la grandeza, el espacio abierto, tan abierto que uno se imagina hallarse afuera del universo mirando un punto en la tierra y ese punto somos nosotros. Todos los asistentes al congreso regresaron a México y yo me quedé para ir a La Paz, Bolivia. Pude haber ido a Lima pero quise conocer Bolivia. En el viaje de bus que tomé yo era la única viajera sola. Pude notar que los europeos viajan en número par: o matrimonios o en grupo. Yo era la única latinoamericana. El viaje por tierra es algo sobrenatural: estuvimos en un sitio cuya altura era casi de cuatro mil metros. El frío, tremendo. Primero llegamos a Puno, un lugar horrendo pero que tiene la enorme ventaja de que de ahí se toman los paseos en barco por el lago Titicaca, unas aguas compartidas entre Perú y Bolivia cuyos límites han sido motivo de peleas políticas. Llegamos a Taquile, una de las islas flotantes de los uros en esa extensa agua. Las islas flotan sobre una planta llamada totora con la que levantan sus casas y hacen unas embarcaciones para la navegación local.
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Los niños comienzan a tejer desde los cinco años. Al llegar a los diecisiete, si desean casarse, deben pasar una prueba frente a la familia de la novia: el gorro tejido, rojo con una borla al final (que debe tener colgada a un lado si son solteros y del contrario si están casados), debe resistir que el padre de la chica le ponga adentro un vaso de agua. Si el gorro trasmina el líquido, el joven no está listo aún para casarse. El tejido debe estar tan cerrado que se vuelva impermeable. En la noche de bodas sucederá esto: los novios están hincados sobre una piedra tomados de la mano el tiempo que dure la ceremonia, mientras el resto de los parientes comen, beben, bailan. En la noche de bodas, los padres de ambos dormirán con ellos en la misma cama: los seis juntos. Los recién casados no pueden tocarse. Se dice que si son capaces de aguantar estar hincados en una piedra por horas y dormir con los suegros, el matrimonio podrá enfrentar todo lo que venga en el futuro. Para entonces mis compañeros de ese viaje eran un alemán y un gringo. Ambos rubios, jóvenes, guapos. Yo había llegado un día antes que ellos así que sabía dónde comer, dónde ir. Y los llevé a comer a un comedor popular donde la especialidad era una especie de pollo rostizado. Por un momento pensé que sería como en Cuba: si veían llegar extranjeros, nos iban a mal mirar (En Cuba los sitios de comida popular son —¿eran?— sólo para los cubanos; los extranjeros deben ir a sitios especiales, y obvio, mucho más caros). Así que pregunté si podíamos estar ahí. Coño, al final nos tomaron fotos como clientes distinguidos para ponerlas en la pared. Una mexicana de estatura promedio con dos rubios altos no se veía todos los días. Ahí estábamos, tres seres extraños que coincidieron en un paseo en barco para ir a una isla que flotaba sobre una planta y donde las mujeres hacían los tejidos más hermosos y usaban siete faldas, unas sobre otras, y sabíamos que no volveríamos a vernos. Nos reímos de una gringa gorda de esas que con la mínima cantidad de sol se ponen como tomates, porque estaba obsesio-
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nada en comprar una de esas faldas de una isleña. Vimos el regateo de lejos. Debió ofrecerle una fortuna porque la chica cedió y le vendió una de esas faldas coloridas. No suelen hacerlo y seguro fue mal vista por su comunidad. Otra cosa en Taquile es que el dinero es colectivo: los artesanos, los que conducen los botes, los que atienden los restaurantes y demás lugares juntan todo el dinero y se ayudan unos a otros cuando alguien se enferma o muere. El alemán era enfermero. Llevaba diez años intentando entrar a la escuela de medicina pero aún no lograba pasar el examen, mientras tanto se conformaba con ser lo más cercano a eso. El gringo había trabajado años en la Bolsa y un día se hartó, juntó dinero y decidió viajar por el mundo. Con dos cervezas encima me ofreció disculpas por el mal que me había hecho. Lo miré sin entender. Me dijo que los gringos eran los principales consumidores de drogas y que eso le ha costado a México una guerra sangrienta, así que en nombre de su país ofrecía disculpas al mío. Reservé el tour a La Paz desde Cusco. La mujer de la agencia me preguntó sobre mi presupuesto y cometí el error de decirle que quería algo sencillo, limpio, sin lujos. En ese autobús viajaban sólo europeos y yo. Nos detuvieron en la frontera de Perú-Bolivia para revisión migratoria. Hicimos fila. Ven mi pasaporte y me preguntan por qué no tiene sello de salida. Se me ocurre la fantástica respuesta de que si no lo tiene es que México no lo hace. Me detuvieron. Me dijeron que no parecía mexicana, que ya quisiera yo serlo (¿?). Los demás pasajeros se fueron al autobús, mi maleta estaba ahí, yo sólo traía mi bolso de mano. Me dijeron que mi pasaporte era falso. Eran militares. Puros hombres. No sé cuánto tiempo estuve ahí, quizá diez, quince minutos que parecieron días. No entendí qué querían. Me hicieron recitar el himno nacional, el día de la Independencia, el nombre del presidente; saqué mi credencial de estudiante de la unam y hasta la de la biblioteca del ceb (Centro de Estudios Brasileños) porque en ese
entonces estudiaba portugués. Pensé en mis padres que no sabían dónde estaba. Yo decidí viajar por mi cuenta una semana más. Si me pasaba algo ahí, no volverían a saber de mí. Estaba yo, sola, morena, talla mediana, casi invisible, en un tour con franceses que no echarían de menos nada o pensarían que había decidido quedarme en ese sitio. Al final, me dejaron libre y se notaban fastidiados. Muchas personas después me dirían que estaban esperando dinero de mi parte. No cruzó por mi cabeza ese detalle. El autobús seguía esperándome. Cuando me senté me di cuenta de que estaba temblando. Antes de llegar al centro de La Paz vi a mujeres defecar en la calle con sus enaguas coloridas. Al parecer era muy común eso. El centro de La Paz era un hormiguero de vendedores ambulantes, con lonas y lonas en la calle. En cada puesto se escuchaba el mismo programa en la tele: El chavo del ocho. Llegué a un hotel que haría parecer de lujo al más barato de Tlalpan. Y recordé mis palabras humildes de que quería un lugar limpio para dormir. El jabón era una lasca tan delgada que medio alcancé a bañarme. La toalla era de tamaño facial. Lo que valió la pena de estar ahí, en medio de ese caos tan parecido a Pino Suárez o la salida del metro Toreo, fue ver los puestos del mercado de brujas: ofrendas para la Pachamama que deben ser enterradas ciertos días de agosto para que la tierra dé frutos y el año sea próspero. A la Pachamama le gustan los dulces, así que todas esas ofrendas incluyen golosinas de todo tipo. De los puestos colgaban animales disecados pero no supe bien qué eran. Resultaron fetos de llamas, bastante grotescos y con precios que variaban de acuerdo al tamaño del animal. Era fascinante verlos ahí, colgando como pollos en algún mercado. Quise tocarlos, se veían suaves con esa piel que no logró estirarse más y esas cabezas que se quedan a mitad de algo: camello, venado, algo. Pero la mirada de los vendedores me advirtió que no lo hiciera. Estuve un día en la ciudad y tomé un autobús para turistas. Los ricos viven en las afueras en unas casas como las que se pueden ver en Polanco o Santa Fe. Los pobres, hacinados en el centro. Me enteré que en el pasado era al revés. Los ricos vivían en el centro, pero poco a poco, conforme la ciudad fue creciendo y llenándose de gente del interior que buscaba la vida urbana y ante la posibilidad de compartir el mismo espacio, los ricos decidieron marcar distancia. La gente no era amable. En mi formación universitaria nos enseñan todo eso de que los latinos somos hermanos y que nos une la sangre, la historia y la lengua. No es así. Quizá si estamos dos latinoamericanos en París o en Dinamarca solos, podría ser. Pero no ahí, donde yo era más
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alta y más apiñonada que el resto. Me miraban igual que si yo fuera la gringa. Y así me trataron. Comí en un restaurante parecido a un Vips, no había ningún indígena ahí, todos eran mestizos y blancos. No tanto como los mexicanos que suelen pasear en el Tec o en la Ibero, pero se notaban “alzados”. Nadie me miró raro. A esas alturas mi paranoia estaba al tope. La amabilidad de los peruanos con el tono suave con que hablan casi pidiendo disculpas no la hallé ahí. Lo que había era miseria. Por todas partes había pintas en los muros que anunciaban el cero analfabetismo, pero aprender a leer y escribir no cambia la pobreza. Esa era visible, golpeaba la vista. Uno de los países más pobres y olvidados de América Latina vive sobre uno de los depósitos de litio más grandes del mundo y las mujeres usan esos sombreritos horrendos que un vendedor listo había traído de Inglaterra y los vendió como la última moda en Europa. Al principio, las que lo usaron fueron las mujeres de clase alta paceña. Y luego, como suele suceder, la moda “desciende” y sólo las cholas, las mujeres mestizas, los usan. Es un detalle distintivo de su vestuario, además. De regreso a Cusco para tomar el vuelo a México conocí a dos mujeres de las islas Canarias que viajaron un mes por todo Bolivia. Yo les dije que había estado menos de una semana y que sólo quería largarme. Su respuesta fue enfática: “Para conocer Bolivia hay que sufrir Bolivia”, pero que la belleza del salar de Uyuni hacía que valiera toda la pena. La cereza del pastel era que habían ido a hacer el ritual de enterrar su ofrenda a la Pachamama. Yo no creí tanto en la Pachamama pero al ver cómo conducen en Cusco y en Bolivia no me quedó duda de que la Pachamama es generosa (¿o cruel?) y los deja vivir. Cruzar las calles es un volado de vida o muerte. Literal. Me pidieron consejo para quedarse en Cusco y se quedaron en mi hotel, a unas calles del centro. Les recomendé dónde comer, qué hacer. Cusco tiene esa extraña atmósfera de algo milenario:
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como cuando uno está en Roma y ve cualquier piedra y piensa si por ahí pasó algún emperador porque todo es histórico, grandilocuente o sagrado. En Cusco es fácil imaginar que el tiempo no existe. Que los incas siguen ahí. Cada montaña es una deidad que protege su barrio. Hay especies de hombres ataviados con ropa lujosa que van por las casas bendiciéndolas a cambio de un poco de dinero o comida. Una especie de monjes. Mi guía por un día era un estudiante que había conocido en México y que cursaba un doctorado en Chicago. Me llevó a casa de su madre. Me mostró periódicos donde se evidenciaba que su abuela había sido una de las primeras feministas de Perú. Y terminamos el día tomando (no recuerdo si un té o un pisco) mirando la montaña protectora. Ahí el tiempo se detuvo, nadie necesitaba hablar, a lo lejos estaban las jaulas donde la madre de mi amigo tenía sus gallinas y sus cuyos (que se comen asados) para consumo familiar. Eso aprendí en Cusco, el silencio. Algo que debo recuperar un día de estos. Olvidé La Paz que sólo quise conocer por ese autor pícaro, Víctor Hugo Viscarra, quien cuenta sobre los bajos fondos de esa ciudad donde la miseria, la calle y el frío son protagonistas. Viscarra vivió en la indigencia los últimos años de su vida, y siempre que podía entraba a esas pensiones donde uno toma hasta morir. No se prueba alimento, sólo alcohol puro. Unos mueren a los dos días y hay quien resiste dos semanas. Viscarra murió de cirrosis y, supongo, de una larga vida de mala alimentación. Es el autor de un libro autobiográfico por demás conmovedor, lejos de pretensiones y lejos de un cinismo en esos personajes que “beben” por llevar la contra a una sociedad aletargada y burguesa. En Borracho estaba pero me acuerdo, Viscarra hace un fenomenal retrato de una ciudad miserable donde los más invisibles son esos seres nocturnos compartiendo la poca humanidad que les resta. Pero tal vez algún día vaya a ese Salar de Uyuni. Sólo por no dejar. No vaya a ser que al final, sufrir Bolivia sea amarla para siempre.
Getafe negro Bibiana Camacho
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Plaza del Coronel Enrique Polanco, Getafe, Comunidad de Madrid. FotografĂa: Wikimedia Commons
Bebí un par de copas de vino antes de abordar. No puedo evitar la ansiedad cada que viajo en avión, sobre todo cuando se trata de vuelos largos. Al principio, mientras el aparato toma altura, el zangoloteo me parece normal pero después, una vez alcanzada la altitud a la que viajaremos, espero que las turbulencias desaparezcan o que se presenten por intervalos breves. Por desgracia, el aeroplano no dejó de moverse durante las casi once horas que permanecimos en el aire, un breve temblor constante que no parecía afectar a nadie más que a mí. Me pareció que estábamos realizando un viaje en el túnel del tiempo, al pasado sin duda alguna. La actitud relajada de los sobrecargos, el hecho de que la gente circulara por el avión con naturalidad y sobre todo que el capitán jamás se comunicara para pedirnos que no nos levantáramos de nuestros asientos debió bastar para que me tranquilizara, pero no ocurrió; a pesar de las bebidas embriagantes que solicitaba cada que era posible. No logré dormir. Javier, preocupado e incapaz de tranquilizarme, me dio un clonazepam que me adormiló durante las últimas horas del vuelo. Llegamos en la tarde. En cuanto salimos del control aduanal, nos encontramos con un hombre joven que llevaba una cartulina con mi nombre. Nos subimos a un carro lujoso que de inmediato se dirigió a Getafe, hacia el sur, una zona industrial en donde se llevaría a cabo el Festival de novela policiaca de Madrid. El trayecto fue corto. Tratamos de entablar conversación con el conductor pero desistimos pronto, sus respuestas eran amables pero cortantes. Así que después de unos minutos nos dedicamos a observar el paisaje. Luego de dejar atrás condominios, desfilaron ante nosotros naves industriales y edificios
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de sólido concreto. Después aparecieron de nuevo condominios de edificios altos, todos iguales, grises y monótonos, como suelen ser las edificaciones dormitorio en las grandes ciudades. El conductor tomó una desviación en la carretera y entramos a un poblado de casas de dos pisos y calles estrechas. Nos dejó en la entrada del Hostal Carlos III, en ningún momento hizo el intento de entrar con nosotros para verificar que la reservación estuviera correcta y que nos instaláramos sin problema. Agradecí ese gesto despreocupado, pero acto seguido mi personalidad catastrofista salió a flote y temí que la reservación no estuviese hecha o que quizá nuestros nombres no aparecieran en el registro o que ocurriría algo inesperado que nos metería en aprietos. Nada de eso. En cuanto dejamos las maletas en la habitación, salimos ansiosos por conocer el Municipio de Getafe. Pedimos direcciones para llegar al centro. Caminamos por la calle peatonal Madrid enmarcada de comercios y restaurantes. Poca gente transitaba por ahí. El crepúsculo estaba cada vez más cercano y el cielo despejado transitaba poco a poco del azul al gris. Para aprovechar la luz que quedaba, nos sentamos en la terraza de la Cafetería Cibelina, en la plaza. Getafe es una ciudad relativamente nueva y se nota en la arquitectura. La iglesia, el palacio municipal y el teatro tienen un aire de otro tiempo, pero el resto de las construcciones delatan su juventud gracias a la arquitectura funcional pero repetitiva, moderna y sin personalidad. El mayor impulso de esta ciudad ocurrió a inicios del siglo xx cuando se instaló la base aérea y se creó la Escuela de Aviación Civil. Después se instalaron otras industrias y hasta una universidad. Getafe cada vez es menos una ciudad dormitorio y se nota. Mientras bebemos cerveza, observamos cómo las calles antes casi vacías se poblaban de familias que salen a pasear y a convivir con sus vecinos, tienen pinta de oficinistas prósperos, bien vestidos y alimentados. La ciudad, lo poco
que hemos observado de ella desde nuestra llegada, ofrece toda la modernidad de las grandes ciudades pero sin las aglomeraciones ni la contaminación ambiental, auditiva y visual que suele registrarse. El cielo oscureció y en las calles el flujo de gente iba en aumento a pesar de la visible disminución de la temperatura. Yo ya no podía mantener los ojos abiertos. Por fin relajada, el cansancio y el clonazepam hicieron efecto. Antes de regresar al hotel caminamos por la calle de la Magdalena para conocer la Catedral Santa María Magdalena que se encuentra fuera del centro de la ciudad. La catedral estaba cerrada, luego nos enteraríamos que tiene horarios específicos de apertura y servicio. Se nota que en su origen fue una capilla a la que durante años le añadieron torres de diferentes alturas y naves de distintos estilos arquitectónicos. Antes de dormir me conecté a Internet; creí que tendría algún mensaje de los organizadores del festival. Al día siguiente no tenía programada ninguna actividad pero esperaba, como ocurre en los festivales de México, que me exhortarían a asistir a otros eventos; eso no ocurrió ni esa noche ni los demás días que permanecimos en Getafe. Sorprendida, agradecí el gesto, nunca me ha gustado que en ferias y encuentros literarios traigan a los autores como niños de escuela a los que es necesario acarrear y llevar a comer y hacer que convivan, asumiendo que todos están ansiosos por platicar entre ellos. Al día siguiente caminamos hacia la estación Getafe y descendimos en la Puerta del Sol. El trayecto fue mucho más rápido que en el carro el día anterior y el tren iba casi vacío. Desde que llegamos a la estación, nos topamos con mareas de gente. Pensé en la saturación de los espacios, en la ansiedad por abarcarlo todo, en el ímpetu que nos empuja a visitar ciudades sin visitarlas. Nos topamos con varios grupos, algunos con guías turísticos que caminaban a lo largo de un camino trazado
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de antemano para ver únicamente lo que señalan las guías, para cumplir con el protocolo común del turista promedio. Nosotros nos dirigimos al barrio de Lavapiés, teníamos una cita con el reconocido bailarín Guido González del Valle que nos recibió en su casa y luego nos llevó a comer a un restaurante del barrio donde lo conocían. Lo escuchamos narrar anécdotas de Cuba, de su llegada a México, de su larga experiencia como bailarín, de su estancia en Madrid y de lo mucho que ha cambiado el barrio en los más de treinta años que lleva viviendo allí. Después nos llevó al teleférico que abordamos en el Paseo del Pintor Rosales. No me atreví a decirle que así como me aterrorizaban los vuelos en avión, quizá el teleférico era la peor opción para mirar una parte interesante de Madrid, como nos aseguró. Sin embargo lo disfruté gracias al recuento de sus anécdotas y a lo desolado del paisaje. Seguramente, debido a la época otoñal y a los vientos frescos, había muy poca gente e incluso el restaurante al otro extremo del teleférico estaba cerrado. Para finalizar nos dirigimos al Palacio Real en cuya capilla nuestro amigo, a pesar de ser ateo, va con frecuencia a meditar. Al día siguiente recorrimos la calle Madrid en Getafe con cafeterías, restaurantes y tiendas, pero en cuanto nos aventurábamos más allá de los límites del centro, sólo hallamos condominios y calles desiertas. Los únicos edificios sobresalientes que denotaban cierta edad por su arquitectura fueron el edificio de gobierno, la iglesia y el teatro Federico García Lorca cerca de la estación. Algunas casas con apariencia de una arquitectura antigua llamaron nuestra atención, pero ya estaban tan remodeladas que dudamos de su antigüedad. Contrario a Madrid, encontramos lugares agradables, con poca gente y de buen precio donde comer. Poco antes de la charla, paseamos por los escasos puestos de libros dispuestos ahí con motivo del festival. A pesar de que encontramos una buena selección alusiva al género negro, no hallamos ninguna joya que verdaderamente nos
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sorprendiera; eso sí, los libreros sabían su oficio y nos recomendaban con tino y entusiasmo buenos títulos. Poco antes de la hora fijada nos acercamos al Espacio Mercado, donde sería la charla. Para nuestra sorpresa estaba llena, me atrevo a aventurar que la mayoría de los asistentes eran vecinos entusiasmados con actividades que quizá abunden en Madrid pero que ocurren con menos frecuencia en comunidades de la periferia. La mayoría de los asistentes eran personas ancianas, ataviadas como si estuvieran en la ópera más importante de la temporada. No hubo preguntas. Después de la charla fuimos a un restaurante cerca de la Plaza de la Constitución. La gente nos miraba con extrañeza al ver a un par de forasteros en un sitio donde se reúnen parroquianos que no están acostumbrados a recibir turistas. Luego caminamos un poco en busca de un lugar más animado, pero no lo encontramos a pesar de que a veces nos asaltaba alguna carcajada o el tintinear de copas que chocan entre ellas. También escuchamos el sonido de un carruaje que se aproximaba por la calle, sin que éste apareciera nunca. Getafe por su proximidad con Madrid y Toledo fue, desde la antigüedad, un lugar de tránsito y descanso antes de alcanzar los destinos definitivos. Quizá por eso el sitio conserva un aire desolado. Nos dijeron en el hotel que hay lugares donde se reúnen los jóvenes que van a la Universidad Carlos III, pero ambos acordamos que no eran lugares que quisiéramos conocer. Nos quedamos unos días más, a pesar de que el festival había finalizado. Encontramos una habitación económica mediante Airbnb con una mujer llamada Manola que prácticamente nos contó toda su vida en los escasos minutos que permanecimos juntos al tiempo que nos acomodábamos y nos explicaba el funcionamiento de los aparatos. El departamento, acogedor y agradable, estaba lleno de brujas fabricadas con todo tipo de material: es trapo, porcelana, resina, madera. Manola las colecciona,
les otorga nombres y personalidades, y resultaron una excelente compañía. Durante el día íbamos a Madrid, pero era un verdadero alivio regresar a Getafe por la tarde y caminar por las calles casi desiertas, sobre todo en las orillas del centro donde las viviendas eran más pequeñas y humildes que en las calles cercanas al centro; ahí encontramos un restaurante popular. Los empleados y el dueño de inmediato nos identificaron como extraños y cuando se enteraron que éramos mexicanos nos ofrecieron sus platillos más condimentados sin que nosotros lográramos identificar el picor que ellos presumían. Al final decidieron ofrecernos un poco de salsa Tabasco que guardaban para situaciones especiales. Los parroquianos se acercaban a platicar con nosotros, obreros, afanadores de limpieza, niñeras y gente desempleada que vive del paro y que tampoco está urgida de encontrar empleo. Nos enteramos de fragmentos de la vida privada de algunas de estas personas que compartían con nosotros sin empacho y hasta con gusto. La última noche que pasaríamos en Getafe nos topamos con un sitio abierto pasada la media noche, nos pareció extraño porque habíamos transitado varias veces por la Calle Velasco sin percatarnos de la diminuta puerta y del anuncio de madera colgado en la entrada que decía: El Violín Café. Conforme nos acercamos escuchamos voces animadas y entramos. El lugar con muebles rústicos de madera y garrafas de vino atrás de la barra estaba a medio camino entre la Edad Media y la modernidad. La música salía de una bocina sofisticada controlada por una Tableta que se turnaba un grupo de parroquianos con pinta de trabajar en alguna fábrica; su indiscutible camaradería ostentaba la rudeza y las bromas pesadas de un gremio que trabaja con las manos. Escuchaban pop español ochentero salpicado de vez en cuando por metal. Permanecimos hasta entrada la noche y cuando al siguiente día pasamos por ahí para tomar la carretera hacia el aeropuerto, no hallamos el sitio, quizá el anuncio sólo lo ponen de noche y de día es la puerta de entrada a cualquier vivienda. Tal vez ese es el túnel del tiempo en el que creí viajar en el avión durante el trayecto a Madrid. Nos dio pena dejar la ciudad sin haber comprendido un sitio casi fantasma que en otras épocas fue un lugar de tránsito, reposo de combatientes, sitio donde antes habitaron visigodos y musulmanes, un lugar antes efímero que ahora se ha consolidado y en el que seguramente rondan los fantasmas de épocas antiguas: Getafe negro.
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Son los vastos sorgos cobrizos Pablo Molinet
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Imagen del libro Drumm Seed and Floral Company, Henry G. Gilbert Nursery and Seed Trade Catalog Collection, Fort Worth, Texas, 1902
Mientras la carretera se interna en una histórica provincia serbia, la Voivodina, hectáreas de sorgo a punto de madurar se ensanchan ante el parabrisas. Qué vuelco —qué peripecia— darse de bruces con un Bajío guanajuatense en plenos Balcanes. La terminal 2 del aeropuerto de Múnich semejaba una puerta de Bizancio transitada por una muchedumbre turca, rumana, macedonia. Horas después, en el aeropuerto de Belgrado, la señalética —honrada y admonitoria, como las monjas que me enseñaron a leer— adoptaba una lengua eslava amablemente latinizada y posponía al inglés, cuyo lustre se empañó cuando, un día antes, la tripulación del Airbus A340 de Lufthansa, alto sobre el Mar del Norte, maniobró hacia el oriente y dejó atrás el litoral británico. Un idioma hermético a la mirada: qué maravilla, qué espanto, volver a ese momento de la infancia en que las personas mayores conocen y uno ignora los signos impresos, pivote de un artilugio que intuimos a un tiempo fundamental y pavoroso. Y, de súbito, a pesar de que el punto a partir del cual no hay retorno ha sido alcanzado y la inmersión en la ajenidad es irreversible, comparece el paisaje más radicalmente propio: aquel en el que se aprendió la noción primera de distancia, de viaje, de ciclo —de mundo—. El sorgo se precipita a marejadas contra el parabrisas. Mi familia miraría con escepticismo esas malezas hipertrofiadas en entrevero con trágicos girasoles incinerados por el sol balcánico. “Ahdio’ ¿que estos serbios no cuidan su sorgo?”, cuestionaría. En los Balcanes es combustible; en el norte de América, alimento para ganado. En los sorgos que la familia cultivaba, la robustez y la proporción de cada espiga se transformaban en la generosidad y la cadencia
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de cada surco; la suma de una y otra resultaba en una armonía de aspiraciones neoclásicas que, hectárea a hectárea, daba cuenta de su dominio de la tierra, el agua y el tiempo. Entiendo que escribir es hablar con los muertos. (“Son los vastos sorgos cobrizos, / el verde corcel del canal”: el resto del poema se resiste a ser escrito, quizá porque no hay eneasílabo que valga ante el absoluto de ciertos hechos interiores). Retorno es restitución; regreso es lo opuesto de progreso; vuelta es giro. Retornar, regresar, volver no son palabras intercambiables, a pesar de que, puestas en su herpetario filológico, acaben mordiéndose la cola. La que aquí conviene es retorno; se vuelve a unos lugares, se regresa a otros, pero sólo se retorna allí donde algo nos es restituido. Un momento del verano en que la sombra es tan ligera, tan carente de solidez o densidad, que es una transparencia negra; o como si la reverberación del calor sobre la tierra experimentara la lenta invasión de una sustancia negra. Este acontecimiento lumínico abarca apenas el instante en que el coche cruza el puente sobre el río Lerma —el puente que construyó mi abuelo—, deja el pueblo, toma la carretera y se interna en las frondas antiguas de los ranchos de la familia; portón de follajes, arco de espesuras que es, en verdad, la puerta que separa una luz de otra, un tiempo de otro. Alguien hace una observación casual, alguien más la responde, y al volver la mirada a la ventanilla la transparencia negra se ha quebrado, dique de vidrio, y la oscuridad mana sobre los huizaches, las jaras, los fresnos, los pirules. Si cada una de las mil cosas diseminadas fuera una palabra, entonces es como si el campo comenzara o bien a susurrar, o bien a alejarse tanto que es como si susurrara.
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Sí: la transparencia negra se ha desvanecido, y con ella los contornos, los perfiles, también los matices, las inflexiones en el habla del paisaje; el plumaje inmóvil del polvo en las terracerías, el vidrio vibrante de los sauces, el torrente de follaje de los pirules, los brillos de un canal entre las cañas altas. Sabinos solitarios. Hileras de fresnos, de casuarinas —torres de oscuridad que se distinguen por su diversa composición volumétrica—, custodian del asalto del viento del noroeste —que trae la helada negra— las tierras de cultivo, las tablas, esas retículas de surcos rematadas por acequias. Primero se desvanecen los matices, las inflexiones en el habla del paisaje; después las propias palabras: árbol, cerrito, jaras. Larga canción, plena de Sol, ida. Imagino a mi abuelo una mañana de octubre, a bordo de un tren, un Amtrak que se acerca a Oklahoma desde Texas. Es el decenio de 1950 y mi abuelo, buenmozo más joven que yo al escribir esto, recién afeitado y peinado a la Glostora, camina con elástica prestancia del pulman al vagón comedor, colmado de resplandor matutino. Me pregunto si fue entonces que contempló por vez primera el sorgo maduro. Y me pregunto si, en el instante en que ese mar se le mostró en su magnificencia —pálidamente aludida por la foto a doble página de Life donde lo descubrió— sus dudas agrícolas y de negocios comenzaron a ceder. Lleva meses de leer, subrayar, tomar apuntes. Manda cartas a Oklahoma City y recibe de vuelta folletos, corridas financieras, muestras de semilla. ¿Qué es ese “sorghum”? ¿Cuánto cuesta cultivarlo para venderlo a quién a qué precio? ¿Qué maquinaria, qué fertilizante, qué volumen de agua? No le bastan las puntillosas respuestas de los gringos; tiene que verlo. Así que empaca el pasaporte y tres mudas de ropa, y en la hoy desvencijada estación del
pueblo sube al tren para recorrer dos mil kilómetros en tres días. Celaya, Querétaro, San Luis Potosí, Saltillo, Monclova; Eagle Pass, San Antonio, Austin, Fort Worth. En la plataforma de la estación de Oklahoma City, ¿ya lo esperaba un salesman vehemente que un día después, a bordo de curvilínea camioneta, lo lleva a oler y a tocar lo que había contemplado desde el tren? La inversión total no es un chiste. No se fía de las proyecciones de rendimiento calculadas por los gringos. Pero le es cada vez más difícil resistir ese burbujeo que va y viene de la garganta a las muñecas cuando el bagre porfiado comienza a tirar del anzuelo en la orilla cenagosa de la laguna. El pueblo fue un emporio cañero. Su caída se anunció con el armisticio de 1945, cuando la bestia militar gringa dejó de zamparse todo el azúcar del continente. Para los cincuenta la demanda se derrumba: las familias propietarias; la nutrida fuerza de trabajo que brega en sus campos y sus casas; el banco, el comercio, la producción artesanal: todo el mundo necesita un auge. —You have way more water and way less cold weather down there in your property, mister Aguilar —arguye el salesman enjundioso—, so imagine how big and amazing your crops would be. Y mi abuelo, al fin, cede: —OK! I need five tons of seed for a trial harvest. —And that’s just a start, mister Aguilar, believe me, that’s just a start. Cuando tenía ocho años yo volaba en la penumbra. Escalaba el cúmulo de costales de sorgo en la bodega; uno, dos, tres, cuatro metros, y saltaba al lago de grano por encostalar. Lo hacía una y otra vez hasta que de lo alto del maderamen se desprendían uno a uno los veloces, susurrantes murciélagos. Entonces cruzaba el jardín en sombras hasta la casa donde mi abuela me sometía a un regañado y largo baño caliente para
quitarme el tamo, un polvillo finísimo que se desprende de la trilla y produce un escozor profundo. El Señor Sorgo nos tuvo por décadas a su servicio. El puente sobre el Lerma, el puente que mi abuelo construyó, bien podría llamarse Puente del Sorgo; y la carretera —que él y sus hermanos negociaron—, Camino del Sorgo. Por décadas, en los atronadores tortons cargados que todo el otoño desfilaban sacudiendo las fachadas de la calle real estuvo cifrado el fin generoso del año y el principio del siguiente. Los corrillos del jardín principal observaban los camiones camino de la báscula con la expectación inquisitiva propia del hipódromo, ¿cuál pesaba más?, ¿qué señora llevaría más vueltas de perlas al baile del 31 de diciembre?, ¿qué pareja se casaría más pronto?, ¿a quién le venderían más los fayuqueros?, ¿cuáles trabajadores tendrían los más abultados aguinaldos, la borrachera más descomunal de fin de trilla? De octubre a noviembre los anocheceres se van haciendo más fríos y oscuros. Mi abuelo y sus hermanos han ocupado ya sus nichos en la cripta de la familia. A veces, las cosechas eran tan generosas que los maquinistas de las altas trilladoras de estampa y estruendo naval seguían trabajando en la oscuridad, entre reflectores. “La vida no es sino una larga pérdida de todo lo que amamos”, escribió Víctor Hugo. No creí volver a experimentar jamás esa exaltación marina en la garganta. Viajé a Serbia a leer poemas. El verano de la Voivodina dilatada me retornó, me restituyó el esplendor de mi abuelo y de su casa. Quizá, puesto que el planeta es esférico y giratorio, todo lo que se nos va de las manos gira también sobre la curva interminable. Quizá todo lo que amamos y perdimos nos aguarda del otro lado del planeta.
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El doblรณn ecuatoriano de Melville Vladimiro Rivas Iturralde
24 | casa del tiempo Moby Dick coin. Imagen: Wikimedia Commons, https://bit.ly/2Pbxvjy Foto de Fondo: Asierromero - www.freepik.es
La fría mañana del 3 de enero de 1841 zarpaba, del puerto de Fairhaven, Massachussets, rumbo a los Mares del Sur, un barco ballenero llamado Acushnet para iniciar un viaje que debía durar alrededor de cuatro años. Uno de los tripulantes era un joven de aspecto distinguido, de ojos pequeños, anchas espaldas y un metro ochenta de estatura, al que no podía imaginársele como cazador y destazador de ballenas. Tenía entonces veintiún años y era ya, para siempre, un ser melancólico. Nadie podía imaginar que estaba iniciándose el viaje más importante para las letras estadounidenses, puesto que de él saldría, entre otras obras menores, un libro titánico, la mayor rapsodia del mar que la literatura ha producido: Moby Dick o la Ballena, obra de aquel joven sediento de cosas remotas, llamado Herman Melville. Era, de alguna manera, un viaje sin retorno, pues Melville no regresaría igual, sino con la cabeza trocada entre las manos y con otra sobre el tronco. Había partido un joven consumido por la pasión de devorar el espacio y volvería otro, consumido por la sed de palabras que devorasen el espacio. En el otoño de 1851 publicó la inagotable novela que lo ha inmortalizado. Leer Moby Dick es asistir a un prodigioso espectáculo de la naturaleza; experimentar el vértigo del espacio ilimitado; descifrar una larga y prolija metáfora impía; contemplar el drama de la mente en su narcisismo, autocontemplación hipnótica y monomanía; arbitrar un combate a muerte entre el orden y el caos; compartir la vehemencia casi demoníaca de un escritor empeñado en romper todas las fronteras y sólo detenerse en la catástrofe. Supondremos primero que se trata de los proyectos viajeros vagamente suicidas de un melancólico joven llamado Ismael; luego, de una crónica de la vida miserable de los balleneros de la época; más tarde, de una fascinante historia de aventuras: la insensata y vengativa persecución del capitán Ahab, con su pata de palo, a una monstruosa y legendaria ballena blanca que le ha arrebatado una pierna.
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Al final comprenderemos que se nos ha contado una gran parábola sobre la inagotabilidad del signo y el significado: ese mar de espejos que es el libro existe gracias a la polisemia de signos, que invita a cada lector a proyectar en ese mar sus propias ideas y fantasmas. En 1907, habiéndosele pedido a Joseph Conrad una introducción a Moby Dick para la edición de World’s Classics, contestó lo siguiente: Hace años eché un vistazo a Typee y Omoo, pero al no encontrar en ellos lo que busco en los libros, no proseguí. Posteriormente tuve en mis manos Moby Dick. Me impresionó como una intensa rapsodia de ballenería y por no contener en sus tres volúmenes una sola línea sincera.
Esta opinión del gran novelista sobre la presunta insinceridad del libro constituye un elogio para Melville, si por insinceridad vamos a entender lo que hay en él: riqueza connotativa y poética del texto: decir una cosa aludiendo a otra, escribir algo pensando en algo más y aun en otra cosa. Melville vivió a la vez fascinado y torturado por este mundo, orbe poblado de signos y símbolos. Todo significa, todo quiere significar. En la novela, todo es huella, incisión, presencia tatuada que se devora a sí misma. El universo verbal de Melville es quizá el más alusivo de todas las literaturas del siglo xix: pretende comprometer a todo el mundo conocido. De ahí que elaborar una edición anotada del libro — como tuve que hacer en 1991 para la colección Antares de Libresa— supone un trabajo titánico. Como James Joyce en el xx, parece haber querido apropiarse de toda la lengua inglesa en un acto de bibliofagia. Así como el cuerpo tatuado del caníbal Queequeg es todo él un texto, así también la novela está atravesada por constelaciones de voces ajenas que el autor ha hecho suyas: escucharemos ecos de la King James’ Bible, de Marlowe, de Shakespeare, de John Donne, de Thomas Browne, de Milton, de Thomas de Quincey y, sobre todo, de Carlyle. El Sartor Resartus de Carlyle es clave para Moby Dick. Mediante ese desgarrado libro, Melville concibió su visión romántica: el carácter fantasmal del mundo, que es sólo un traje que enmascara el vacío, la búsqueda de
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una revelación absoluta en la naturaleza, la inflación del yo, la fascinación por la posesión demoníaca. Mundo tatuado: el extraordinario capítulo xcix, acerca del doblón, la moneda ecuatoriana clavada por Ahab al mástil del “Pequod”, el barco ballenero, y destinada como premio a quien primero aviste a la ballena blanca, es revelador de los procedimientos de Melville. Varios marinos, empezando por Ahab, desfilan ante la moneda de oro y descifran a su manera la imagen representada. Todos “leen” el mismo “texto” pero la interpretación es distinta. Esto, que ocurre en el microcosmos de un episodio, ocurre también en el macrocosmos del libro entero. Por eso hay tantas lecturas posibles de Moby Dick. Detengámonos en “El doblón”, capítulo homenaje a las fantasiosas Casas de Moneda hispánicas de la Colonia y comienzos de nuestras repúblicas. El doblón era una moneda acuñada en España con el oro de las Indias Occidentales, pero también en los virreinatos de Nueva España, del Perú y Nueva Granada. Abundaban esas monedas en imágenes de ríos y volcanes, cóndores y serpientes, alpacas, torres medievales, discos del sol, cuernos de la abundancia, eclípticas y signos del zodíaco, quizá con la pretensión de acrecentar su valor: oro sobre el oro. No se nos narra cómo llegó el doblón ecuatoriano a manos de Ahab, pero podemos suponer que en el viaje realizado en 1841 al archipiélago de Las Encantadas (las Galápagos),1 con una probable escala en Guayaquil, Melville entró en contacto con la moneda, que luego pondría en las manos ficticias del capitán Ahab. La inmortalizó en este magno capítulo. Escribe: “Y, aunque clavado ahora entre las herrumbres de los tornillos de hierro y el verdín de los pernos de cobre, intocable e inmaculado de cualquier impureza, el doblón conservaba aún su fulgor de Quito”. Melville nunca estuvo en Quito, pero el brillo que atribuye a la ciudad está en la moneda. La describe en estos términos: “Esas nobles monedas de oro de Sudamérica son como medallas del sol Véase mi artículo “Melville y Las Encantadas”, en Mundo Diners 424, septiembre de 2017.
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y distintivos tropicales. En su canto redondo llevaba la inscripción: república del ecuador: quito. De modo que la brillante moneda procedía de un país plantado en el medio del mundo, debajo de la gran Línea cuyo nombre lleva y depositado a mitad de camino de los Andes en un clima invariable que no conoce el otoño. Circundadas por esas letras se destacaban las reproducciones de tres cumbres andinas; sobre la primera, una llama; sobre la otra, una torre; sobre la tercera, un gallo cantando mientras que, en arco sobre ellas, había un segmento del zodíaco con los habituales signos cabalísticos, y el sol, la clave, entrando en el equinoccio en Libra”. Basado en esta descripción del poético doblón, acudí al libro Historia numismática del Ecuador de Carlos Ortuño (Quito, Banco Central del Ecuador, 1978), donde encontré la imagen fotográfica del doblón de Melville. Todo parecía indicar que se trataba de una onza fuerte o moneda de ocho escudos, que empezó a acuñarse en la Casa de Moneda de Quito a partir del 14 de mayo de 1838. Fue la de mayor denominación en la historia de la moneda ecuatoriana. Inmortalizada por Melville, es también la de mayor importancia literaria. Después de dejarla durante días clavada en el mástil, Ahab descubre que ningún marinero se ha apropiado de ella. Es que hay en la tripulación un temor reverencial por el doblón, al que consideran un talismán del cachalote blanco. Se preguntan a quién pertenecería y si viviría para gastarlo. Al menos ocho personajes desfilan, por turno, ante la imagen del doblón: Ahab, el capitán del “Pequod”; Starbuck, el primer oficial; Stubb, el piloto segundo; Flask, el piloto tercero; el pequeño “Puntal”; el salvaje Queequeg, arponero; el parsi Fedallah, otro de los arponeros; el viejo marinero de la isla de Man; el negro Pip, el niño sirviente tonto y tierno. Cada uno de ellos dice, en soliloquio, su versión de la imagen numismática, versión que, también con estilo teatral, es escuchada por el antecesor. Su elocuencia poética es tal, que nos remite a los grandes soliloquios de Shakespeare. No sólo el estilo es teatral, sino también la estructura, con base en sucesivos monólogos, apartes
escénicos, anuncios de quienes van a entrar en escena y despedidas de los que hacen mutis. Cada soliloquio se ajusta, además, al carácter de quien lo profiere. El oro redondo de la moneda es la imagen del planeta que, como el espejo de un mago, devuelve a cada quien su propio yo misterioso. Así, en el discurso de Ahab predominan la tremenda soledad de su egoísmo, el orgullo, una soberbia demoniaca y la determinación obsesiva de su designio persecutorio: ir en pos de la ballena. La mirada de Starbuck es la antítesis: tropieza, por su proximidad, con la del capitán, quien ha visto en el oro una obra del demonio; sin embargo, el piloto tiene fe, y ella le infunde un optimismo radical: advierte en el mundo rectitud de juicio, benignidad y sinceridad, no exenta de cierta tristeza. Stubb, en su momento, se jacta de conocer doblones de todas partes, pero asegura no haber visto nunca uno como el del Ecuador, al que encuentra “mortalmente maravilloso”. Su lectura es la más imaginativa y maravillada de todas: los signos zodiacales son prodigios que se desplazan sobre el mundo; pero es también la lectura más inteligente: parece la voz de Melville: “¡Libros!”, exclama, “vosotros servís para darnos las meras palabras y hechos, pero a nosotros toca proporcionar los pensamientos”: he aquí la raíz de toda una teoría semiológica. Para el pequeño “Puntal” la moneda no es más que una cosa redonda hecha de oro, con un valor de dieciséis dólares, y se retira. Flask ve en la imagen del doblón una paradoja: cuanto más necia es, más sensata, y viceversa. El viejo de la isla de Man presiente, en su lectura, el final trágico del barco. Queequeg, el salvaje tatuado, compara los signos zodiacales con los tatuajes de su cuerpo. El zoroástrico Fedallah hace una reverencia al sol del doblón en señal de adoración. Y el negro Pip se limita a conjugar el verbo mirar en presente de indicativo: yo miro, tú miras, él mira. Dentro de su inocencia, la lectura de Pip resume lo que ha ocurrido en todo el capítulo: los hombres han mirado, leído e interpretado, y Melville ha procurado abarcar el mundo en sus miradas. Para alcanzar esta visión ecuménica, Melville se sirvió de un símbolo dorado del centro del mundo.
profanos y grafiteros |
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d Alexander von Humboldt, Friedrich Georg Weitsch, 1806, 126 × 92.5 cm., Antigua Galería Nacional, Berlín
e lasestaciones
El otro Humboldt, más allá de América: sus travesías por Asia
Entrevista a
Oliver Lubrich 28 | casa del tiempo
Emma Julieta Barreiro
Oliver Lubrich1 nació en Berlín, Alemania. Es catedrático de Literatura Alemana y Comparada en la Universidad de Berna en Suiza. Su diversidad de intereses de investigación se refleja en el amplia gama de sus publicaciones, las cuales incluyen textos sobre Shakespeare, poética postcolonial, testimonios internacionales sobre la Alemania Nazi, además del trabajo interdisciplinario con etnógrafos y primatólogas sobre “Los afectos de los científicos”, o con psicólogos sobre retórica experimental y los efectos fisiológicos y neuronales de figuras retóricas. Elegante, amable y con una mirada que refleja la intensidad de sus estudios y profundidad de sus reflexiones sobre temas polifacéticos, gran comparatista y experto en uno de los más grandes polígrafos de la historia, el doctor Oliver Lubrich nos concede algunos minutos para charlar sobre un atractivo y poco conocido tema relacionado con Alexander von Humboldt (1769-1859). Humboldt en Asia es un tema poco conocido, al menos en Latinoamérica, no sólo entre el público en general, sino también entre los especialistas. Acabo de leer tu artículo “De América a Asia: el ‘otro viaje’ de Alexander von Humboldt”, recién publicado por la Revista de Indias.2 También has publicado anteriormente sobre Humboldt y Rusia. Abordas el tema con una combinación de aspectos políticos y literarios. ¿Puedes compartirnos algunos de los puntos sobresalientes de tus investigaciones sobre Humboldt en Asia?
1 Oliver Lubrich ha editado conjuntamente con Rex Clark una colección de cien textos literarios y cincuenta textos críticos: Transatlantic Echoes. Alexander von Humboldt in World Literature (2012) y Cosmos and Colonialism. Alexander von Humboldt in Cultural Criticism (2012) y varias obras de Alexander von Humboldt en alemán: Vues des Cordillères (2004), Kosmos (2004), el diario del Chimborazo (2006), Asie centrale (2009), Escritos etnográficos (2009) y Escritos políticos (2010). Ensayos suyos sobre Humboldt en español se han publicado en Cuadernos Americanos, Poligrafías, Humanidades, Cuicuilco y Texto crítico (México), Revista de Occidente, Revista de Indias, Revista de Filología Alemana y Estudios Filológicos Alemanes (Madrid), Casa de las Américas y Revolución y Cultura (La Habana). 2 Oliver Lubrich, “De América a Asia. El ‘otro viaje’ de Alexander von Humboldt”, traducido por Adrián Herrera, en: Revista de Indias 79:276 (2019), pp. 497-520.
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Treinta años después de su viaje americano, Humboldt, a los sesenta años, en 1829, viajó por Rusia, Asia Central y Siberia hasta la frontera con China. Ese viaje, en muchos sentidos, puede ser descrito como “el otro viaje” de Alexander von Humboldt. El viaje asiático es complementario del viaje americano. La diferencia más grande y clara es la situación política en que se sitúan ambas expediciones. Mientras que Humboldt viajó bajo condiciones favorables en América Latina, donde tuvo libertad de movimiento por el apoyo que le otorgó el rey de España, en Rusia viajó bajo condiciones precarias. Humboldt tuvo que prometer al gobierno ruso que no publicaría ni una sola palabra sobre la situación social y política del Imperio del Zar. Eso resultaba especialmente problemático porque Rusia era en esa época el Estado más represivo en Europa: un Estado policiaco, donde había una represión enorme durante la era de la llamada Restauración. Humboldt pudo observar todo eso durante su viaje; vio y llegó a conocer a disidentes que fueron deportados a Siberia, pero no pudo permitirse mencionar nada de eso en sus escritos. Tenemos sus testimonios sobre el tema en su diario de viaje y también en las cartas privadas que escribió a su hermano Wilhelm, pero en su libro Asia Central y en sus varios ensayos sobre Rusia, no hay ni una palabra al respecto. Por eso, el “otro viaje” también complementa nuestra imagen de Humboldt. Nosotros celebramos a Humboldt, el gran librepensador, pero la expedición a Rusia nos muestra una persona menos ideal, menos heroica, un Humboldt comprometido. Por eso me parece que para un público latinoamericano vale la pena tomar en cuenta este segundo gran viaje de Humboldt, el viaje a Asia. ¿Los escritos de Humboldt sobre este viaje ya están publicados en español? Estamos por publicar en español una selección de los Escritos completos de Humboldt; entre ellos hay diversos ensayos sobre Rusia.3 Hemos comenzado con dos
volúmenes que contienen unos cien textos.4 Hay mucho más, 750 en total, y nos gustaría mucho que también el público latinoamericano conociera esos otros escritos. Hablamos de la cuestión de Humboldt, como retórico que, a pesar de encontrarse bajo estricta censura y autocensura, sabe manejar las diversas formas y sutilezas del lenguaje para poder expresar lo indecible mediante su escritura. Para Humboldt, la forma retórica, poética, literaria y artística de sus escritos es muy importante para divulgar sus observaciones. Humboldt es un gran comunicador, sabe manejar muy bien los medios de comunicación. Todos los escritos que publicó en revistas y periódicos en todo el mundo, nos muestran a un escritor que supo dominar una gran variedad de diferentes géneros y estilos, nos revelan a un autor que tuvo un repertorio amplio en extremo de modos de comunicación: artículos, reseñas, cartas abiertas, comunicaciones políticas, etc. Y como escritor independiente que era, con una conciencia enorme de estilo, Humboldt afronta la censura y su promesa de autocensura en Rusia. En Asia Central desarrolla formas indirectas de hacer crítica política. Así que en la superficie actúa de acuerdo a su promesa al Zar de no decir nada de cuestiones sociales, pero al mismo tiempo sus metáforas tienen una dimensión política. Al principio de su libro sobre Asia Central, por ejemplo, habla de un “levantamiento de las masas” en Rusia, y de manera literal, superficial, habla sobre las elevaciones de las montañas. Sin embargo, en este contexto, después de la dedicatoria al Zar y antes de mencionar “el estado de las sociedades humanas”, sin decir nada abiertamente crítico, uno entiende que hay otro sentido detrás de estas palabras geológicas. A partir de la Revolución francesa, la geología, las erupciones, el vulcanismo y los terremotos, tuvieron una presencia importante en el discurso político en Europa; expresaban una Alexander von Humboldt, Escritos, 2 volúmenes, editados por Oliver Lubrich y Thomas Nehrlich, traducidos por Aníbal Campos, Laura Cecilia Nicolás y Orestes Sandoval, México, Herder, 2019/2020.
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Alexander von Humboldt, Sämtliche Schriften, 10 volúmenes, editados por Oliver Lubrich y Thomas Nehrlich, Múnich, dtv, 2019.
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metaforicidad, claramente política. En ese sentido, es muy probable que algunos de sus lectores comprendieran la sutileza de esta retórica. Uno puede hablar de una “escritura escondida”. En las dictaduras modernas, por ejemplo, en la antigua Alemania oriental, esto permitía que, a pesar de la censura, un escritor pudiera criticar al gobierno mediante el uso de ironía, sutiles alusiones y metáforas ambivalentes. Humboldt emplea todos estos métodos en su libro sobre Rusia. Otro punto que me gustaría abordaras es el hecho de que tenemos a Humboldt como escritor público y como escritor privado; por ejemplo, en las cartas que escribió a su hermano. Quisiera saber si éstas ya se pueden leer en español. Bueno, todavía no, pero espero que pronto. Yo hice un “montaje” de los testimonios de Humboldt sobre su expedición asiática que en su época no fueron publicados. Ya que no podía publicar nada en forma abiertamente política, Humboldt escribió durante su viaje dos series de cartas. Desde las mismas estaciones, enviaba una carta al Ministro de Finanzas del Zar, explicándole que todo iba muy bien, que estaba haciendo grandes progresos en la investigación de las minas, etc. Y al mismo tiempo escribía otra carta a su hermano Wilhelm en Berlín, diciéndole que viajaba bajo estricta observación y permanente cuidado de la policía y describe en su diario a los prisioneros políticos que había visto en los caminos hacia Siberia. Así, tenemos dos discursos simultáneos o, más bien, un doble discurso. Uno es encubierto, diplomático y cauteloso; el otro es abierto, político y crítico. Cuando creamos un montaje de estos dos discursos, tenemos tanto una narración histórica del viaje por Rusia, como una documentación de su compleja política y de la relación privada de Humboldt con su hermano. ¿Cómo hiciste ese montaje? Primero, se trata de la edición del libro de Asia Central, que publicamos en alemán en 2009 junto con documentos adicionales: las cartas de Humboldt, su discurso en San Petersburgo y la relación de su colega,
Gustav Rose.5 Luego, está la edición separada de estos testimonios del viaje, La expedición rusa, publicado en 2019.6 Las cartas escritas durante el viaje son especialmente importantes en este caso porque Asia Central, el libro, no es una narración histórica, sino un estudio moderno sobre un espacio cultural y geopolítico. Ahí Humboldt no narra su expedición. Eso también tiene una implícita dimensión política. Su programa como escritor de viajes era hablar lo menos posible de su propia persona. No se trataba de crear un discurso egocéntrico o eurocéntrico al hablar de su propio itinerario, sino tratar de describir la naturaleza y la cultura “viajada”. Pero por el otro lado, eso significa que no tenemos la narración publicada de Humboldt. Lo que tenemos son las cartas, y de estos documentos elaboré un montaje cronológico, que nos muestra el transcurso del viaje de Humboldt y la dimensión privada y subjetiva de su experiencia. ¿Existe el plan de publicarlos también próximamente traducidos al español? Por el momento no hay plan, aunque ni siquiera son doscientas páginas. Sin embargo, también me parece que sería interesante este trabajo para que el público latinoamericano ampliara la perspectiva que se tiene sobre Humboldt, y no solamente se hablara de, por ejemplo, Humboldt en México o Humboldt en Cuba, sino de un Humboldt internacional. Con respecto al género de la crónica de viaje, cómo piensas, como editor, que has contribuido con este montaje a la obra de Humboldt. Durante el “Congreso Internacional e Interdisciplinario 250 años de Alexander von Humboldt en México: huellas, legado y presente”, alguien te preguntó sobre la metodología que habías utilizado para publicar sus diferentes escritos. Me gustaría que nos compartieras
Alexander von Humboldt, Zentral-Asien, editado por Oliver Lubrich, Frankfurt, S. Fischer, 2009. 6 Alexander von Humboldt, Die Russland-Expedition. Von der Newa bis zum Altai, editado por Oliver Lubrich, Múnich, C. H. Beck, 2019. 5
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Tiempo en la casa 60, enero-febrero de 2020
Sobre La UAM: una visión a 45 años. Eduardo Peñalosa Castro “La UAM: una visión a 45 años, de Oscar Manuel González Cuevas y Romualdo López Zárate, se trata de una obra fundamental en la conmemoración que ahora realizamos de nuestro 45 aniversario; es un libro que reseña de manera muy importante la evolución de nuestra universidad, desde su fundación hasta nuestros días, y en especial desde 1990 hasta 2017-2018.”.
algunas cuestiones sobre tus estrategias como editor. ¿Cómo has abordado una obra tan extensa y variada? Hay que tener creatividad para idear, por ejemplo, la cuestión del montaje. ¿Qué metodología empleaste y cuál consideras que es tu contribución como editor? Con respecto a los escritos publicados por el mismo Humboldt durante su época, me parece que lo más importante para cuando los reeditamos es mantener su forma de la manera más auténtica posible. Durante las últimas décadas hemos celebrado mucho más a Humboldt de lo que lo hemos leído. Hasta hace dos décadas se habían publicado sus obras en forma abreviada, adaptada, alterada. A mí me parece, y ésa es la estrategia central, cuando editamos sus Escritos, o cuando edito su obra Asia Central, hay que mantener la forma auténtica del texto, es decir, no cortar nada, no cambiar el orden de los párrafos, no modificar el estilo, no interrumpir permanentemente el discurso del autor mediante mi propio discurso como editor añadiendo notas, comentarios, etc. Se debe mantener el discurso humboldtiano intacto, puro. Eso es la estrategia para la reedición del libro sobre Asia Central y la misma estrategia se sigue con los Escritos completos. Sin embargo, tú te has referido al montaje, cuando edito los documentos no publicados por el propio Humboldt, sus cartas y los fragmentos de su diario, etc., estoy haciendo lo opuesto, lo reacomodo y estoy creando un montaje de estos testimonios o extractos de los testimonios para crear una relación coherente que el mismo Humboldt no publicó después de su viaje. Entonces, éstas son dos estrategias opuestas para los textos publicados y no publicados. Creo que eso es una gran aportación para que nosotros como lectores podamos acercarnos a los escritos de Humboldt,
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la cual subrayaste durante tu conferencia en el mencionado congreso. Finalmente, agregaría otro aspecto: los mitos forman una parte esencial para conocer la historia y cómo Humboldt consideraba este punto. Una cuestión importante cuando leemos literatura de viajes es naturalmente la cuestión del acercamiento a la cultura viajada, a la cultura ajena del pueblo indígena, tanto en América, como en Asia. Cuando describe las culturas asiáticas, Humboldt sabe que forma parte de un discurso muy poderoso, del discurso de occidente sobre el oriente, lo que Edward Said llama “orientalismo”. ¿Cómo podemos los europeos describir las culturas orientales, sin afirmar un discurso de poder, un discurso colonial, orientalista? Para afrontar eso, Humboldt trata de tomar muy en serio la historia y la mitología de los pueblos indígenas del oriente, así como lo hizo antes respecto a las culturas indígenas de América; y trata especialmente de ver el contenido casi científico de la mitología de los llamados “salvajes”. Humboldt trata muy en serio este conocimiento; ve una manera específica de entender la naturaleza en esta mitología; para él, las perspectivas de los indígenas son implícitamente científicas. ¿Qué sabiduría de la naturaleza se esconde en los mitos indígenas sobre fenómenos de la naturaleza? ¿En los diferentes tipos de animales, por ejemplo, que son parte del imaginario de estos pueblos? Humboldt no desprecia este saber como algo primitivo e irracional, sino que le asigna un valor cognitivo como lo hace Lévi-Strauss; lo considera otro tipo de pensamiento, un “pensamiento salvaje”. Él como científico, como naturalista, trata de interpretar la mitología oriental como una forma alterna de ciencia natural. Así, desarrolla una dialéctica entre mitología y ciencia.
ensayovisual Estela, óleo sobre tablero a la caseína, 122x122 cm
Javier Fernández
http://www.javier-fernandez.com/
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Violines, políptico, óleo sobre tela de lino, 4 páneles con 9 piezas
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Le Chien, óleo sobre tela de lino, 114x146 cm
La Alfombra Amarilla, รณleo sobre lino, 33x41 cm
ensayo visual |
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Anne-Claire, Ăłleo sobre tablero a la caseĂna, 122x122 cm
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Rocío, óleo sobre tablero a la caseína, 122x122 cm
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Soledad Tafoya, políptico, óleo sobre madera, 12 elementos de 18x18 cm
Naturaleza muerta con mesa, óleo sobre lino, 130x195 cm
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Anabella, óleo sobre tablero a la caseína, 122x122 cm
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Joseph Beuys, impresiones halógenas de plata reactivadas con sales de orina, Stephan Reusse en colaboración con J. Beuys, 170x120 cm, Dusseldorf, 1985
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“Crítica” a la crítica de arte Clara Grande Paz
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—¿Arte contemporáneo? ¡Eso lo hago hasta yo! —Sí, pero no lo hiciste. Craig Damrauer
Me gusta compartir el meme de Avelina Lésper en el que aparece con rostro serio y desafiante al lado de la frase eso no es arte, o aquel que dice: “Comparte esta Avelina de la abundancia para que no te falten berrinches ni resentimientos contra el mundo del arte”. Y es que encuentro divertida la polémica que desata su abierto desprecio a las propuestas contemporáneas y lo que denomina arte vip (Video-Instalación-Performance) y la forma en que ella sustenta y asume su papel de “crítica de arte”. Pero tanta comedia se vuelve drama si uno reflexiona que en medio de esta vorágine en la que todos padecen de “opinitis” y hay un sinfín de declaraciones, juicios y opiniones por todas partes, la crítica de arte sea un género en vías de extinción por carecer de argumentación, análisis y profesionalización por parte de su autor. En su texto “What happenned to Art Criticism”, el historiador y crítico de arte estadounidense James Elkins asegura que la crítica de arte en realidad está en una crisis mundial porque “su voz se ha tornado débil, y se está disolviendo en el abarrotado fondo del criticismo cultural efímero”. ¿Será que después de las transformaciones del concepto de arte y a partir de los discursos del arte contemporáneo, la crítica se ha tornado accesoria, innecesaria o continúa siendo imprescindible para un sector que cree que el debate y la reflexión aún son posibles? Parece que la crítica de arte se ha debilitado para dar paso a impresiones no fundamentadas, lenguaje
adjetivado, prejuicios y comentarios viscerales a partir del gusto cuando se trata de analizar las prácticas contemporáneas. Al hablar de arte contemporáneo hago referencia a prácticas que recontextualizan objetos y materiales dando paso al arte conceptual (instalación, arte-objeto, performance, video-arte, gráfica alternativa y collage, readymade), street art, arte digital, arte ligado a la ciencia y tecnología (arte electrónico, arte cinético, bio-arte), pero donde también tienen cabida los llamados medios tradicionales (pintura, escultura, grabado y fotografía) realizados en nuestro tiempo. Desde 1985 hasta la primera década de los 2000, los textos de crítica de arte en la prensa escrita en México han sufrido un cambio significativo en su estructura y maneras de escribirse ante la incursión en los museos y galerías de los llamados “medios alternativos”, es decir, arte-objeto, performance, arte conceptual e instalaciones. Además, sus autores en su mayoría han dejado de ser historiadores del arte, literatos, artistas e intelectuales, para dar paso a curadores y periodistas que se insertan en el terreno de la crítica dada su trayectoria en la fuente cultural. En el libro El cubo de Rubik, arte mexicano en los años 90, Daniel Montero asegura que la situación es complicada de entender no sólo porque la crítica no se ajusta a la posibilidad de leer esos objetos, sino que tampoco se llega a pensar en cómo debía ser la estructura de una crítica de arte. Para el doctor en Historia del Arte es como “si la crítica y el análisis de las obras
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estuviera anquilosada en un canon moderno en donde el sentido de la obra está precisamente en el carácter físico que la compone y lo que uno tuviera que hacer es descifrar esos elementos para poder encontrar un sentido a lo que está ahí”. Una de las desventajas de “la crítica” a la actual crítica de arte en la prensa escrita en México es que se ha vuelto subjetiva a partir de opiniones y entrevistas a especialistas difundidos en los propios medios de comunicación impresos y digitales. A lo anterior se suman las polémicas discusiones entre los propios críticos de arte que parecen más bien rencillas y una serie de descalificaciones que exposición de ideas, lo cual le ha restado seriedad al tema (un ejemplo es la serie de cartas enviadas entre Cuauhtémoc Medina y Avelina Lésper, publicadas en la revista Etcétera, en 2014). Si bien es cierto que hoy en día existen publicaciones y blogs en línea que cuentan con un espacio para la crítica de arte (Replicante, La Tempestad, Código, gastv, Blog de Crítica - Arte Contemporáneo), cada vez son menos los espacios en los periódicos de circulación nacional. Por un lado, aumentan el número de exposiciones y de público que acude a galerías, ferias de arte
S-Printing Horse, Jürgen Goertz, Heidelberg, Alemania, 2000
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y recintos museísticos; pero, por otro, se reclama la falta de discusión sobre la relevancia y pertinencia de las obras en la crítica de arte. El concepto de estética se vuelve fundamental para analizar la visión que tienen los críticos de arte frente a la variedad y las múltiples problemáticas que nos presenta el arte contemporáneo. Se trata de comprender cómo se puede reformular la noción de gusto y la experiencia estética en la actualidad que se aleja del sentimiento de lo sublime, del placer intelectualizado generado por la contemplación de la armonía y del sentimiento inspirado por la belleza convulsiva o el genio, a partir de un concepto de estética más amplio que no sólo trate la belleza tal y como fue definida y practicada como rama de la filosofía desde mediados del siglo xviii. Críticos de diferentes generaciones como Teresa del Conde, Jorge Alberto Manrique, Juan Acha y Olivier Debroise coinciden en que un texto de crítica de arte va más allá de decir qué es bueno o malo. Lo importante será fundamentar lo que se afirma y tener una función formativa hacia el lector, lo cual demanda una preparación académica o especialización por parte del crítico.
En su texto “La Crítica de Arte como Género Periodístico: un texto Argumentativo que cumple una Función Cultural”,1 el doctor Rafael Yanes explica que, teóricamente, la crítica de arte se ha conceptualizado como un género periodístico argumentativo que debe estar basado en el conocimiento profundo de la pieza, del autor y del contexto histórico en el que se desenvuelve: Exige una reflexión seria con un análisis de las circunstancias que la han acompañado. Por encima de cualquier gusto personal, se impone una actitud ética ante la valoración de una obra de arte. Y debe ser sincera. El crítico expresa su parecer de forma honesta, con absoluta independencia. El análisis responsable es necesario ante un texto que va dirigido al público en general para orientarle, por lo que debe contener pautas adecuadas para que el público forme su opinión personal.
Es importante aclarar que aunque en la actualidad los textos de crítica de arte no necesariamente cumplen con la definición propuesta por la academia, una simple descripción de lo visto o leído, o ceder la palabra al artista de la obra para que dé su opinión no es una crítica de arte. Por tanto, el crítico debe arriesgarse para dar a conocer su particular valoración, de ahí que en este caso su conocimiento teórico y estético sea requisito imprescindible para poder realizarla con perspectiva histórica. Para el análisis del arte contemporáneo existen tres propuestas teóricas que bien podrían ser significativas al momento de escribir una crítica de arte. La primera de ellas es el enfoque formalista del crítico de arte Clement Greenberg, inspirado en el Análisis del gusto de la Tercera Crítica de Kant, que apela a la experiencia placentera puramente sensorial mediante estímulos visuales, por lo que queda fuera cualquier componente conceptual para apreciar las cualidades formales de la obra. De acuerdo con la historiadora del arte Matilde Carrasco, “hay una concepción heredada del formalismo que entiende la percepción de lo estético en términos puramente sensoriales y lo liga a la belleza y al placer. Se entiende la dimensión estética de las obras de arte como una función del buen gusto”. Por otro lado está la corriente antiestética y antiformalista con el planteamiento del filósofo y crítico de
arte Arthur C. Danto, quien reivindica el pensamiento de Hegel frente al de Kant para hacer énfasis en el significado de la obra. Danto establecía dos condiciones para una definición filosófica del arte: que el arte sea sobre algo y por lo tanto que tuviera un significado, y que la obra de arte encarnara ese significado, que es de lo que la crítica de arte se ocuparía. La expresión “significado encarnado” condensaría estas condiciones.2
Por último, tal como lo menciona Carrasco, “la radical apertura del arte de nuestro tiempo exhibe asimismo una gran variedad de modalidades estéticas que demuestran que la estética ha sobrevivido al postmodernismo “antiestético” en la era del pluralismo artístico” (en este caso, “pluralismo” se refiere a que artistas y público tienen muchas opciones distintas para la práctica y el gozo del arte y que siempre pueden aparecer opciones nuevas). En su artículo “Estética de la cultura visual en el momento de la globalización”, el teórico de la Historia del Arte Keith Moxey menciona que si asumimos un concepto pluralista de la estética, es posible participar con mayor eficacia en las posibilidades intelectuales que nos ofrece el análisis del proceso de globalización. En ese sentido, destacan las llamadas “Estéticas de lo extremo” que implican una ruptura del paradigma estético tradicional y una puesta en cuestión de sus presupuestos básicos, como el de la representación, en el que el arte contemporáneo cultiva la inquietud, traspasa límites y acoge lo que no tiene forma ni medida, lo monstruoso y el dolor. Si se trata de revisar las características y estructura que debe tener la crítica de arte, existen manuales como Elementos estéticos, temáticos y artísticos: un método para la crítica de las artes visuales, de Carlos Blas Galindo, y Crítica del arte: teoría y práctica, de Juan Acha. Sin embargo, ¿hacia dónde va la crítica de arte contemporáneo si se ha quedado estancada en una estructura, formato y características tradicionales que no parecen corresponder a la época a la que se hace referencia? Si partimos de que la crítica de arte tiene una Carrasco, Matilde. De la estética de la forma a la estética del significado. Sobre el giro estético de A. Danto. Revista de filosofía. Vol. 38, núm. 1, (2013) 79-97.
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https://bit.ly/352hjqw
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Seated Ballerina, Jeff Koons, Rockefeller Center, Nueva York, 2017
función pedagógica, su visión resulta fundamental debido a que podría influir en la postura y opinión de los lectores que no necesariamente están especializados o saben de arte contemporáneo. Quizá esa falta de asideros teóricos podría ser una de las principales causas de la crisis que vive la crítica de arte contemporáneo que a nosotros como lectores tampoco nos ayuda a discernir entre una propuesta artística contemporánea válida y una ocurrencia o mera charlatanería y, finalmente, todo se reduzca al mero gusto personal.
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Dulce Eme:
la transparencia del lenguaje subterráneo Fabiola Eunice Camacho
Muro urbano, tags recuperados con acetona sobre papel de algodón, 75x110cm, 2019.
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Paisaje bugambilia, tags recuperados con pigmento y adhesivo, 200x 120 cm, 2019, pieza expuesta en la Bienal de Arte Emergente de Monterrey, CONARTE, 2019.
De acuerdo con cifras del Sistema de Transporte Colectivo Metro, tan sólo el año pasado casi 1 647 millones usuarios transitaron por las venas ocultas de nuestra ciudad. En sus primeros cincuenta años, el Metro ha sido el transporte que mayor número de usuarios aborda, mismo que logra conectar de manera medianamente eficiente —si contemplamos la cantidad de cuerpos en continuo desplazamiento— cada una de las principales rutas de la cdmx y el área metropolitana. Resulta normal que ante las magnitudes de la urbe, se nos escape en un registro primigenio la importancia de líneas como la Línea A, la cual conecta el oriente del Estado de México con zonas como el centro de la Ciudad, por lo que no es gratuito que la estación Pantitlán haya sido la de mayor afluencia en los últimos tres años. Si lo pensamos detenidamente, otra vida se gesta en las entrañas de la urbe. No sólo por una percepción que colinda con la antropología urbana— misma que en sus análisis constantemente habla sobre las capas que conforman a la Ciudad de México—, sino por lo que supone pasar en promedio entre cuarenta minutos y dos horas de travesía, el tiempo estimado desde el lugar cercano donde se pasan las escasas horas de descanso y el lugar laboral hasta el arribo hacia las interminables decenas de minutos que se disuelven en el regreso, en el termino de la jornada.
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El trayecto de un lugar a otro de la noche a la mañana no son sino disolvencias. A primera vista, esos minutos sugieren una suspensión del tiempo ¿Qué se puede hacer en ese tiempo que no regresará jamás? Algunas personas escuchan música, otros más reponen el tiempo de sueño ante la salida todavía de madrugada que deviene trayecto laboral; otras simplemente leen. No siempre se encuentran provistas de un libro, a veces la mirada se encuentra perdida entre los muros y ventanas de los dragones que atraviesan cada estación. Pero, ¿qué se puede leer? Los caminos del lenguaje siempre son serpentinos, la manera en que se componen advierte siempre una revelación, pues de manera fortuita rayones que superan un trazo convencional forman caracteres, escrituras cuneiformes que alcanzan a develar aquello que en el exterior encuentra espacio en las grandes dimensiones de los muros, en la versatilidad y color del spray, en el espacio clandestino de la noche. Pero las escrituras políticas, los lenguajes en continua traducción escapan de cualquier forma establecida, pues se distinguen por escamotear, por romper o reciclar las abstracciones del lenguaje que en el exterior, en el reverso de la vida urbana, contienen un sentido distinto. Los tags resultan ser precisiones de aquellas marcas que de manera aparente, incluso cuando las encontramos plasmadas en muros y portones, no nos permiten
Paisaje Azul, (detalle), tags recuperados con pigmento y adhesivo, 90x45cm, 2019
comprender lo que tales letras o signos encierran. Pero sobre el panel que recubre el interior de un vagón, todo se vuelve transparencia, quizá por la desnudez de los elementos o la mera repetición de una palabra que a lo largo del camino recrea una resonancia certera, uniforme, la misma que acompaña el ritmo, a veces sonsonete, del convoy o de los sonideros a bordo que en cuestión de media hora han recorrido todo el tren con sus cedés y voces, la mayoría, estropeadas, y diáfanas las menos, algo más que respetables cantantes de vagón. Dentro se crea una atmósfera, contexto dirán las mentes sociológicas, una vida aparte de lo que ocurre sobre la superficie. Cada “firma”, a veces incluso frases completas, no son sino tatuajes, marcas sobre las que distinguimos deseos que se revelan en el goce clandestino. La mayoría comienzan desde las implicaciones del desencanto. Más allá de la simple charla de café que suscita la olvidada clase trabajadora, —en realidad el sostén de nuestra ciudad— el acontecer de tales símbolos y letras se da desde la adolescencia, a veces desde antes. Nos convoca a mirar el deseo más primigenio, no sólo el de expresar una idea, ¿pero qué clase de idea es una “firma”? Simplemente el de la apropiación, el querer que algo nos pertenezca y escenificar un rito de paso, la primera fechoría, aquella que como lo hemos visto incluso
desde el nacimiento del muralismo mexicano, puede resultar en la base de una práctica artística y política. Su diseño es rudimentario, casi naïf. No hay color, tan sólo la marca que las herramientas más rudimentarias permiten, como un punzón casero, navajas o un cúter; los más osados y con experiencia prefieren el uso de ácidos. Cada uno permite la aparición de un registro, una cicatriz que siempre se encuentra en las constantes apariciones del servicio de limpia del Sistema de Transporte Colectivo Metro. Como una toma de Scorsese, el metro parece dirigir el centro de la escena, es quizá su movimiento, aquello que nos integra a un ritmo que produce el sonido de las rocas, del centro de la tierra cuya poética defiende el derecho de estar al margen de lo que ocurre sobre la meseta en constante hundimiento. Pero es el lenguaje aquello que nos distingue, en este caso la decodificación de los tags se presenta dentro del continuo desplazamiento, la repetición conforma las líneas de esos deseos, mismos que se integran al grueso de las demandas ciudadanas: Escúchame, estoy aquí, no mires hacia otro lado. Mediante su práctica, la artista Dulce Eme (Ciudad de México, 1992) ha encontrado las correspondencias adecuadas para crear ventanas, pasadizos y puentes que nos permiten tener un encuentro con aquellos cuerpos
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Reflejo, tags recuperados con pigmento y adhesivo, 65x100cm, 2019.
cuya identidad se perfila dentro de cada uno de esos trazos. Siendo una artista muy joven, su técnica dentro del grabado y las prácticas urbanas la perfilan como una artista completa. Egresada de la Facultad de Artes y Diseño de la unam y beneficiaria de la beca Jóvenes Creadores 2018-2019, Dulce Eme ha participado en diversas exposiciones colectivas en espacios emergentes como Oficina de Arte, así como en la Bienal de Arte Emergente de Monterrey 2019, mismas que le han permitido concentrar su práctica y saberes en una de sus mayores obsesiones: decodificar los saberes de las prácticas urbanas y revolucionar una de las técnicas cuya tradición es sumamente enérgica dentro de nuestra historia del arte: el grabado. Su camino, constante y certero como el de su propio banco de imágenes subterráneo, la han llevado a reinventar la punta seca y la serigrafía. Dentro de su experiencia vital, la artista logró descubrir tales símbolos en traslados de hasta más de una hora desde Ixtapaluca hasta su lugar de trabajo. Los minutos continuos, la demasiada gente —siempre—, las mismas paredes. Quizás el hastío o la mera curiosidad la llevaron a leer y a comprender qué clase de deseos o procesos se encontraban en el espacio que
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ahora mismo es el de exhibición de centenas de tags y frases que centenas de jóvenes tallan en los vidrios del metro. Desde luego, las prácticas clandestinas son rupturas, inflingen las reglas, de ahí que el cuestionamiento sea mayor. La juventud del cuerpo social se encarga de dar giros lingüísticos, revoluciones que nos hablan de aquello que el Estado y las instituciones invisibilizan o infantilizan, una clase trabajadora que desde la infancia sabe del peso de las responsabilidades y que, en ninguna de las instituciones, familiar, educativa o municipal, les ha valido el respeto absoluto. El tag visibiliza un territorio donde sólo un lenguaje equivalente puede entrar en tal disputa. Para Dulce, la tradición del grabado dentro de este campo de luchas funciona como un marco a la vez que como dispositivo, pues logra sacar un fragmento para que lo veamos con otra perspectiva. Al imprimir, logra obturar el instante en que se crea la revelación: una poética formada de monosílabos, de nombres, de palabras como malicia que no son otra cosa sino las manos que logran expresar aquello que sus voces callan, por discriminación de todos tipos. Su minucioso trabajo se encarga de darles otro lugar, donde los espectros y susurros de aquellos que han pasado hasta tres minutos tallando sus iniciales encarnan una luz rosa, azul, violeta. La selección de color es una pantalla desde donde la luz articula su deseo de ser parte de esos trazos cuya resonancia logra una potencia superior gracias al trabajo arduo de quien pretende cambiar las formas y procesos, con sensibilidad, inteligencia y reconocimiento identitario. Las gradaciones de las marcas son reveladas tras las técnica del transfer que ella misma recreó de prácticas forenses para obtener huellas en escenas del crimen. Por ello la impresión nos cuestiona sobre aquellos cuerpos y voces que se esconden detrás de los millones de usuarios que ahora mismo esperan su turno en cualquier andén de la ciudad. Sobre la transparencia de los ventanales las marcas gritan las onomatopeyas juveniles. Los ojos de millones de usuarios las mirarán a veces de reojo, otras, pasarán de largo mientras logran su descenso. Millones de veces se repetirá la misma escena. La masa se disuelve en los minutos donde una chica, un adolescente, varios jóvenes, logran articular el sonido del espacio donde el tiempo se ha suspendido, otra vez, cada vez con mayor riesgo, cada vez con mayor determinación.
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El tranvía que no paraba nunca: la continuidad de los parques.
Crimen y escritura
Marina Porcelli
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Anne Perry [Juliet Marion Hulme] en 2012 en París. Fotografía Wikimedia Commons
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La conmoción fue doble. Primero, el 22 de junio de 1954 en Christchurch, Nueva Zelanda, y luego en 1994, cuando Peter Jackson estrenó Criaturas celestiales, película sobre el caso Hulme-Parker. Ese día de 1954, Juliet Hulme y Pauline Parker mataron a la madre de Pauline, golpeándole al menos cuarenta y cinco veces la cabeza con una piedra. Habían salido de paseo por el Victoria Park. Después de los golpes, las chicas corrieron hacia una confitería y dijeron que la mujer se había caído. Las arrestaron. La película de Jackson narra de un modo extraordinario la relación entre ellas, el crescendo de esta locura de dos y el día fatal, el pasaje al acto. Las familias habían amenazado con separar a las chicas: se llevaban a Juliet a Sudáfrica: ellas habían concluido que “matar a la madre” era la manera de evitar este alejamiento impuesto. Aunque los abogados defensores intentaron declararlas locas, el tribunal rechazó esta idea. Sin embargo, no fueron sometidas al castigo máximo, la pena de muerte, por ser menores de edad. Salieron de la cárcel cinco años y medio después, cada una con la condición estricta de no volver a ver a la otra. Las dos se cambiaron el nombre. Paulina Parker es Hilary Nathan. Juliet Hulme es Anne Perry, la escritora de novelas policiales. Esto también fue una conmoción: el descubrimiento de la identidad de Perry, cuarenta años después del asesinato y de su sentencia. Anne Perry se había instalado en Escocia, donde escribió más de veinte novelas policiales ambientadas en el siglo xix inglés, y de hecho, alguien comentó sobre la caída de venta de los libros de Perry cuando se estrenó la película de Jackson. En un reportaje en los años noventa, uno de los pocos en los que Perry habló sobre su adolescencia, ella confesó que toda su vida había sido como andar con un paracaídas abierto detrás.
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Pero lo que también resulta verdaderamente singular es esa acotación que se lee en casi todos los reportes del caso, y que en particular elabora la película: el diario íntimo de las chicas “funciona como prueba” del asesinato. Resulta singular, digo, porque linda con lo exgerado, con la paranoia o el sensacionalismo. Un diario íntimo, colmado por definición de fantasías y recuerdos, ideas, sospechas y sueños, puede ser orientador de un caso, puede darle espesor o anchura, pero nunca es prueba cabal de un asesinato. Quiero decir, esto mismo, aunque el autor del diario sea el mismísimo asesino. No hay correspondencia ontológica entre realidad y escritura. No hay consonancia perfecta. En tanto se escribe (diarios, cartas), fantasías, proyectos y deseos no tienen equivalencia fáctica en lo real. Distinto al caso Hulme-Parker, ocurrió con el autor polaco Krystian Bala.1 Los casos se parecen, y justo ahí es donde se diferencian. Hablo ahora del autor de Amok, que fue best-seller en 2003, novela que narra con mucha precisión el asesinato de una chica, Mary, por parte de su novio. La policía polaca, al enterarse de ciertos detalles incluidos en el libro, decidió interrogar al autor, quien declaró, por supuesto, que la escritura de ficción no lo hace culpable. El 10 de diciembre de 2000, había aparecido en el río Wroclaw, en Polonia, el cadáver de Dariusz Janiszewski, un empresario de publicidad. Se descartó la hipótesis de robo (las tarjetas de crédito estaban intactas) pero no hubo pistas durante tres años. Hasta que apareció Amok. Las similitudes entre autor y protagonista fueron inevitables: los dos estaban en bancarrota, los dos habían sido abandonados por sus esposas, los dos eran borrachos. Pero lo que definitivamente pareció convencer a la policía fue que el asesino, en la novela, vende su arma en un sitio web. Y los investigadores cayeron en la cuenta de que nunca se había encontrado un celular junto al cadáver. Entonces se rastreó el número de serie del teléfono 1 Una descripción detallada de este caso fue publicada originalmente en el número 29 de Casa del tiempo, junio de 2016: https://bit. ly/2YuU1ae
de Janiszewski, y se supo así que había sido vendido en un sitio web. Justamente, por un tal Krystian Bala, que conocía al empresario porque su exmujer había salido con él, que dijo no recordar cómo había obtenido el celular, que reconoció además que solía vender artículos por Internet. Hubo más pruebas y Krystian Bala fue declarado culpable en 2007. En su caso, pienso, la operación con la escritura es inversa a la de las chicas neozelandesas. En la dupla Hulme-Parker, la escritura del diario es anterior al crimen, al “pasaje al acto”. En Bala, ante la hipótesis de que él sea el responsable del homicidio, su escritura de ficción cuenta el asesinato años después. La escritura señala, duplica, despliega. Es más “vanidosa” (y la vanidad es el pecado de los criminales, decía el autor inglés Thomas Griffiths Wainewright del 1800, cuando envenenó a casi toda su parentela), en Bala la palabra es exaltadora, y hasta autocomplaciente. “Definan lo real”, llega a decir el polaco en el momento en que es acusado. Ocupa a la psicología, pienso, descubrir o explicar qué dispara un hecho estético; cuál es el iniciador, el motor de arranque; qué es lo que hace, en el fondo, que una persona se levante de la cama dispuesta a escribir versos, a componer una sinfonía; qué es lo que hace que un grupo decida pintar sobre una pared cavernaria el jabalí que se les escapó esta mañana, o que acaban de tragar. Lo cierto es que no se sabe cuál es el disparador de un hecho estético. Pero una de las ideas centrales de Lacan refiere al trauma como “lo que no cesa de no escribirse”. Justamente así: lo que está a punto de suceder, pero no se escribe. La naturaleza permanente de la repetición y la inminencia. Hablo acá de lo puramente traumático, no de la criminalidad. Entonces, en la idea de Lacan, el trauma se representa como borde o como agujero, y en su condición repetitiva, de cosa que no para. Lo que está a punto de suceder, “de estallar”, dice el ejemplo canónico. Fue Poe el que habló del libro incesante como metáfora de la escritura, y Lowry de eso como viaje interminable, y acá se cifra como un tranvía que no para nunca. El
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trauma no se desvanece, se reimprime. Y abre aguas: se escriben novelas de quinientas páginas. Además de Perry y Bala, la lista canónica de autores que confesaron haber cometido un asesinato la completa Althusser, que estranguló a su esposa en la cocina, y con Burroughs, que disparó sobre su pareja en México. Los que robaron: el primer nombre destacable es Jean Genet y su libro extraordinario Diario de un ladrón; también Álvaro Mutis y su encarcelamiento por desfalco; y O’Henry, que fue preso en Texas por malversación de fondos. A veces pienso que todo el género policial, la ficción sobre el crimen, quiero decir, puede leerse como una historia sobre la ansiedad. La Ley parte aguas, divide territorio, estructura, pivotea, hace referencia, da marco y borde al policial. Cualquier historiador sabe que si la ley existe es porque lo que prohíbe, lo que limita sucede o viene sucediendo. La ley genera ansiedad: todo lo que se mueve a los lados, lo que se desplaza en esas orillas es médula del género. La voz de los ahorcados François Villon nació en París, circa 1431. Se lo llama el primer poeta criminal de la historia literaria europea. Se cree que una carta de perdón judicial de 1456 lo dejó con vida después de haber sido condenado a muerte por asesinar (en defensa propia, se cree) al cura Philippe Sermoise. Villon fue siempre muy pobre. Tuvo una vida errante, participó de un robo descomunal de oro al Colegio de Navarra en 1457. Compuso La balada de los ahorcados en 1463, y luego su rastro se pierde. Es, sobre todo, pienso, el poeta que habla del hambre. “No hay preocupación”, dice, “más que cuando se tiene hambre”. Este tipo de versos, y esa crítica violenta a la “humanidad” predicada por burgueses y nombres lo convierten en un poeta de intensidad estremecedora. “La necesidad hace que las gentes se inclinen al mal: / y el hambre, que salga el lobo del bosque”. Y también: “pero el triste corazón y el vientre hambriento /
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solo saciado en un tercio, / me alejan de los amorosos senderos”. La pobreza lo sigue y lo acosa, no se puede escapar de la pobreza. De esto habla Villon. Da voz a lo que ocurre en las clases bajas. De alguna manera, refiere esa frase popular actual que plantea que “todo preso es político”, y en este sentido, la tipificación de la criminalidad se inscribe siempre en el orden político. Dar voz a la gente humilde significa también construir una jerga vernácula, articular modismos y giros específicos de una clase. La composición de Villon incluye “malas palabras” y un latín chapuceado, un francés subido, y groserías. Cuadros de la vida cotidiana, viejas orilladas frente al fuego, mujeres que se miran al espejo, calles sobre las que cuelgan cadáveres. Hay que leer a Villon. y en el extremo de una soga sabrá mi cuello cuánto pesa mi culo.
La obra de François Villon sobre la criminalidad resitúa la pregunta sobre el punto de vista desde el que se escribe, quién escribe, para quién se escribe, y sobre todo, quiénes son los muertos de las obras. Pregunta que, en particular, la hace Chesterton al hablar de los policiales. “Lo que no cesa de no escribirse” divide aguas y atrae montañas. No se trata, entonces, sólo de vivir para contarla, sino de contarla, distinta y parecida siempre, incesantemente. Adenda Christopher Marlowe murió apuñalado en una taberna. Había llegado al lugar ocho horas antes y ocurrió alguna discusión. Se le acusaba de espionaje. También se dice que la discusión fue a causa de quién pagaba la cuenta. Era 1593, Pushkin murió en un duelo a pistola. Su cuñado lo había retado a muerte, de hecho, se dice que el cuñado disparó antes de acabar el conteo reglamentario, y que Pushkin agonizó dos días antes de morir el 27 de enero de 1837. Nunca se supo verdaderamente quién mató a Passolini, en
el balneario de Ostia, en 1975, cuando el escritor tenía apenas más de cincuenta años. Pero el homicidio (le fracturaron los huesos y lo atropellaron varias veces con el auto, se cree también que lo golpearon hasta reventarle los genitales, y le quemaron el cuerpo después de muerto) muestra una crueldad y una saña apabullante. Se dice que lo mataron por homosexual, por comunista. El asesinato desnudó una estructura social, el mecanismo que opera y activa, hoy cercano a la tipificación de “crímenes de odio”. Lo mismo ocurre con los feminicidios. El de Delmira Agustini, por ejemplo. La poeta uruguaya modernista fue asesinada con un disparo en la cabeza por su marido, en Montevideo, el 6 de julio de 1914. Ocurrió un mes después de haberse casado, y después también de que ella le pidiera el divorcio. Él se mató luego de dispararle. O el caso de Nellie Campobello. Una de las escritoras en lengua española más extraordinarias del continente. Muchos mexicanos conocen su biografía, los relatos sobre el villismo en Parral, y el secuestro que la tuvo reducida en su casa durante años. Se cree que murió en 1986, aunque la noticia de su muerte fue descubierta doce años después. La mayoría de los homicidios de escritores responde a causas políticas. No hablo sólo de autores de editoriales y ensayos como Amílcar Cabral y Luther King, también refiero a los autores de ficciones, al pelotón de fusilamiento franquista que disparó una madrugada sobre García Lorca, o a la condena que encerró durante años a Miguel Hernández hasta su muerte en la cárcel por tuberculosis. Paco Urondo, Rodolfo Walsh, Miguel Ángel Bustos y Haroldo Conti son algunos de los nombres de escritores desaparecidos por el terrorismo de Estado en la última dictadura militar argentina (1976 a 1983). El periodista argentino J. B. Duizeide, que publicó un largo ensayo sobre Haroldo Conti, comentó en una entrevista para Sudestada que la dictadura argentina no solo aniquiló “personas físicas” sino también los lazos sociales que constituían esas personas. “Lo que se quiere borrar”, afirma, “es la forma de relacionarse con el mundo (…) que los escritores no sean más como (Rodolfo) Walsh y (Haroldo) Conti”. Y Marta Scavac, la pareja de Conti, cuando habló en una nota de 2009 sobre la noche que secuestraron a Conti, dijo que los militares le revolvieron toda la casa, se llevaron cosas y dinero, rompieron muebles y carpetas, hasta toparse con un papel en la máquina de escribir. Era un cuento de Conti, sobre una tía que vivía en su pueblo de provincia de Buenos Aires, en Chacabuco. Marta Scavac les explicó de qué se trataba esa historia y, milagrosamente, el papel quedó intacto sobre la máquina.
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Retrato de Manuel Chรกves Nogales
Chaves Nogales, un escritor en tiempos de guerra 54 | casa del tiempo
Alejandro Badillo
A menudo el periodismo no es tomado en cuenta cuando se habla de literatura. Columnas, artículos y reportajes son, muchas veces, textos efímeros que, en el mejor de los casos, sirven para alguna consulta hemerográfica realizada muchos años después. Sin embargo, si se hace una revisión somera en la literatura mundial, se puede comprobar que una gran cantidad de autores clave han sido periodistas. Encerrados en lúgubres redacciones o viajando por el mundo para escribir un reporte, los periodistas crean obras que son consultadas casi al instante. Mucho de lo que se publica se perderá entre la gran cantidad de información que surge todos los días. Sin embargo, con el paso de los años, los textos periodísticos que van más allá de lo inmediato muestran muchas perspectivas de la condición humana. Manuel Chaves Nogales (1897-1944) es un escritor que, después de una larga espera, empieza a tener reconocimiento y lectores. Nacido en Sevilla a finales del siglo xix y muerto en Londres de cáncer de estómago justo antes del final de la Segunda Guerra Mundial, el autor español creó una obra que supera por mucho las coyunturas históricas que atestiguó. Sus textos nos siguen hablando y haciéndonos preguntas. A pesar de su muerte prematura, Chaves Nogales escribió una obra abundante que abarca reportajes, novela, crónicas y biografías. En particular destacan los libros: Juan Belmonte, matador de toros (1935); A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (1937) y El maestro Juan Martínez que estaba allí (1934). En estos volúmenes se condensa gran parte de los hechos que moldearon la primera mitad del siglo xx, en particular la Guerra Civil Española y la Revolución rusa. Partiendo siempre de un hecho
palpable y un protagonista real que se decide a contar su historia, Chaves Nogales logra conmover y, al mismo tiempo, acercarse a la verdad mediante la curiosidad, la empatía y la habilidad para internarse en las biografías de sus entrevistados. Juan Belmonte, matador de toros es, para muchos, una de las biografías mejor escritas en España. Se ha llegado a especular que la fama del torero se debe, en gran parte, al trabajo del periodista español. Más allá de los adjetivos, la biografía del torero es una muestra ejemplar de escritura, de control del tiempo y el espacio narrativos. Chaves Nogales —dicen sus estudiosos— no era particularmente aficionado a la fiesta brava. Sin embargo, supo ver en Juan Belmonte, uno de los toreros más afamados de las primeras décadas del siglo xx, a un personaje novelesco. De esta forma, usando como punto de inicio la entrevista, el autor fue hilvanando anécdota tras anécdota hasta completar un texto que, además del aire picaresco, es un fresco de la sociedad española y una reflexión sobre la cultura del espectáculo. Es interesante tratar de entender el proceso de escritura de Juan Belmonte, matador de toros. Belmonte, según los que lo conocieron, a pesar de no tener estudios formales, fue un gran lector. La leyenda cuenta que, en sus viajes, llevaba una maleta llena de libros. Por eso no sorprende que, además de la memoria, el matador eche mano de la descripción detallada para contar cada una de sus aventuras. Por supuesto, el discurso oral es un flujo de naturaleza anárquica: hay digresiones, ambigüedades, inexactitudes y redundancias. La labor del periodista es darle orden al caudal de anécdotas e insertarlas en un discurso que juegue con las reglas de la gran literatura. Chaves Nogales logra pulir la voz del matador hasta crear un personaje inolvidable.
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Belmonte encuentra su vocación vagabundeando por las calles de su pueblo natal e imaginando que está destinado a las grandes hazañas. Rodeado de una pandilla de desheredados como él, idean planes para recorrer el mundo y escapar de la miseria que los rodea. Poco después, mirando a los aspirantes a toreros que hacen sus faenas en descampado, Belmonte empieza a imitarlos. En una época en la que los toreros eran considerados héroes —lo que ahora son los futbolistas— el matador recuerda sus primeros pasos, arriesgando la vida tratando de llamar la atención de los empresarios mientras su familia apenas puede lidiar con la rampante pobreza que los rodea. Después de ganarse el respeto de algunos conocedores, el muchacho logra triunfos cada vez más espectaculares hasta llegar a las plazas más importantes de España. Quizás algún lector piense que la biografía dialoga solamente con el mundo de la tauromaquia; es todo lo contrario: Chaves Nogales y el mismo Belmonte usan el mundo del toreo para construir una historia de iniciación, una suerte de Bildungsroman en la que no faltan las reflexiones agudas sobre la fama y el papel de un hombre que, desde una saludable extrañeza, supo mirar el ruedo, a los aficionados enfebrecidos que podían abuchearlo o vitorearlo en una misma tarde, y la sociedad española en la que vivió. Héroes, bestias y mártires de España es una de las mejores miradas que se pueden tener de la Guerra Civil Española. Objeto de numerosos estudios, películas, libros y debates, la confrontación armada entre republicanos y franquistas cobra una dimensión pocas veces vista en las páginas de este libro. Chaves Nogales se enfrentó a un país polarizado en el que los argumentos y las dudas eran vistos, para cualquiera de los dos bandos, como motivo de sospecha y, en el peor de los casos, de exterminio. El título del libro, por sí mismo, es una toma de posición ante los horrores de la guerra: la violencia que convierte a personas comunes en héroes, pero también saca a la luz lo peor del ser humano, el componente más primitivo que se aleja para siempre de la razón. Por supuesto, también aparecen las víctimas, mártires que apenas pueden entender lo que pasa a su alrededor y cuyo destino semeja el de los animales que
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van al matadero. En un contexto en el que cada uno de los bandos intentó crear su propia mitología para absolver sus horrores y fanatizar a sus adeptos, Chaves Nogales supo guardar distancia para mirar la realidad desnuda y relatarla. También, como en casi toda su obra, recurre a los testimonios obtenidos de primera mano y las historias que se cuentan de boca en boca. A pesar de apoyar a la República, el periodista no tuvo ningún empacho en retratar las atrocidades que escenificaron los milicianos contra sus enemigos. También, como es natural, escribió sobre los franquistas que demolieron pueblos enteros cuando contraatacaron hasta cercar Madrid. Por esta razón, Héroes, bestias y mártires de España sólo se pudo publicar en Chile por la editorial Ercilla en 1937, cuando aún no acababan los hechos armados. Héroes, bestias y mártires de España se puede leer como un libro de cuentos. Al igual que la biografía de Belmonte, Chaves Nogales se regodea en los detalles para darle viveza a cada una de las historias. También hurga en los hechos para saber qué contar y cómo establecer dramas que van creciendo hasta encontrar un clímax terrible. Se podría decir, incluso, que se adelanta a la microhistoria porque intenta ofrecer una mirada global desde las biografías de soldados ordinarios, aldeanos que luchan por sus vidas y amas de casa que intentan escapar de sus hogares amenazados por las llamas. Uno de los relatos más estremecedores y, además, una brillante muestra del talento como narrador del periodista es “Y a lo lejos, una lucecita”. Leemos, en ese texto, la historia de unos milicianos republicanos que están a la caza de las señales luminosas que mandan sus enemigos. Van de casa en casa, de edificio en edificio, eliminando a los posibles continuadores de esa red de comunicación. Sin investigar mucho ajustician a hombres y mujeres por igual hasta que, antes de ir a campo abierto, llegan a un sanatorio. Ahí se encuentran con una escena delirante: enfermos, ancianos y moribundos —todos desde sus camas— se acusan unos a otros y ruegan a los soldados que fusilen en el acto a quienes delatan. Al final, después de pasar esa aduana, los milicianos se exponen en un área abierta. Dos de ellos, sin importar el riesgo que corren, siguen caminando sin importar los balazos que los cercan. Al final,
encandilados por la luz, felices de poder descansar de la guerra, mueren sin perder de vista la luz: el objeto de su deseo. Metáfora de la locura que provoca el deseo por destruir al otro, este relato se encadena a otros para ofrecernos una mirada demoledora y, al mismo tiempo, lúcida de la guerra. En todas las historias se presenta a un personaje y se le da vida con descripciones parcas, pero muy precisas; después la tensión crece hasta llegar a un final descarnado. El lector sabe, desde el primer momento, que está leyendo una narración cuyos protagonistas son reales, pero la manufactura del relato —su vocación artística— le da entrada, casi de inmediato, a la literatura. El maestro Juan Martínez que estaba allí (1934) cierra, por así decirlo, la obra de Chaves Nogales dedicada a las grandes coyunturas que se vivieron en Europa antes de la Segunda Guerra Mundial. Promovido como novela, la escritura de este libro tiene la impronta del autor: la investigación de una biografía llena de peripecias y su reconstrucción enhebrando anécdota tras anécdota. En este libro se unen la tragedia y la comedia. Por un lado, están las desventuras en Rusia del bailaor de flamenco Juan Martínez justo cuando estalla la Revolución de Octubre y, por otro, el mundo surrealista que le toca enfrentar con la llegada de los bolcheviques al poder. Esta obra, como las anteriores, funciona como un fresco de la época. Martínez junto a Sole, su esposa, viajan por el mundo viviendo de su arte hasta que, por una intuición fatídica, terminan en Rusia, justo cuando la corte zarista está por extinguirse. Sin posibilidad de huir, adaptándose a casi cualquier circunstancia, la pareja llega a Odesa, ciudad portuaria ubicada en Ucrania, huyendo del ejército rojo. Para los nuevos amos el arte es un peligro y cualquiera que quiera ejercerlo tiene que afiliarse a un sindicato y tener el visto bueno de ellos. Juan Martínez y su esposa contemplan, asombrados, las escaramuzas y batallas que ocurren entre los restos de la monarquía y los bolcheviques. La ciudad es ocupada y desocupada constantemente; los habitantes —sometidos a este vaivén— tienen que ingeniárselas para quedar bien con unos y con otros. El artista español pasa de horror en horror, sufriendo hambre, hasta que logra, milagrosamente, embarcarse
para huir después de sobornar a un funcionario comunista. Gracias a que Martínez altera su pasaporte para hacerse pasar por italiano (el gobierno de Italia era de los pocos que estaban repatriando a sus ciudadanos) él y su esposa escapan de sus sufrimientos. El desembarco en Turquía es una de las escenas más conmovedoras del libro: las autoridades italianas esperan en el muelle a sus supuestos compatriotas y descubren que los pasajeros son, en realidad, un grupo maltrecho de hombres, mujeres y niños de diversas nacionalidades que se han hecho pasar por italianos ya que es una de las pocas formas de salir de Odesa. El maestro Juan Martínez que estaba allí, al igual que los otros libros de Chaves Nogales, trasciende lo anecdótico para mostrarnos, una vez más, los delirios absurdos del ser humano, la lucha encarnizada entre los que detentan el poder; hombres y mujeres —comunes y corrientes— sometidos a la vorágine de la sinrazón. El estilo, esa perspectiva única, forma parte de cada una de las obras de Chaves Nogales. El periodista español supo que las herramientas que sólo ofrece la literatura pueden y deben formar parte de una columna de opinión, de un reportaje o de una larga entrevista. El objetivo, más allá del contexto inmediato, es darle una expresión más viva a lo que se cuenta. Oscar Wilde en El crítico como artista advierte de la necesidad de saber cómo contar y del artificio como hilo conductor del arte. “Cualquier cosa que suceda en la realidad está malograda para el arte”, apunta. Antes de que llegara, por ejemplo, Truman Capote, y la etiqueta de la “no ficción” se hiciera popular en Estados Unidos, autores como Chaves Nogales se atrevieron a cruzar los límites entre la materia prima sacada de la realidad y la construcción de una perspectiva única. Así, las historias que se cuentan plantean preguntas más que respuestas y, desde ese lugar, nos siguen hablando. Antes del monopolio del discurso visual para contar casi cualquier cosa, algunos entendieron que la narrativa puede trascender el molde de una novela o un libro de relatos y, desde la inmediatez de los hechos, internarse en la condición humana sin olvidar que cada palabra es un experimento único. Esta virtud, precisamente, vuelve contemporánea la obra del periodista español.
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El ataque de las plantas monstruo Patricio Bidault Imagen del videojuego The Last of Us. Editor: SCEA; desarrollador: Naughty Dog, 2013
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Somos fecundos: mañana el mundo será ya nuestro: ya os avisamos. “Hongos”, Sylvia Plath
Antes inadvertidas, con el tiempo, las esporas de la xenofobia fueron creciendo e infectando al tan aclamado videojuego apocalíptico The Last of Us (2013). Quizá sería alarmista acusar a un autor como Neil Druckmann, un inmigrante que llegó a los Estados Unidos a los once años, de ocultar un mensaje así, pero más bien parece un descuido desafortunado. Druckmann y el director Bruce Straley se inspiraron en unos hongos selváticos llamados cordyceps que vieron en un documental naturista para crear su apocalipsis. Sin embargo, parecen haber ignorado que, en narrativa, la rebelión de hongos y plantas siempre está acompañada de un fuerte discurso político, y los cambios que ha sufrido el mundo desde el año en que lanzaron el juego y el origen que le otorgaron a sus terribles hongos los convirtieron en un elemento digno del discurso antiinmigrante más extremo de Donald Trump —uno que podría repetirse en la tan esperada secuela próxima a salir—. Las plantas monstruo germinaron en la literatura inglesa victoriana de la segunda mitad del siglo xix y, al tratarse de unos personajes que además son parte del escenario, como lo apunta la profesora de la Universidad de Missouri, Elizabeth Chang,1 obligan a la introspección imperialista. Las plantas monstruo suelen encontrarse en las colonias del imperio británico y cuando atacan a los protagonistas ingleses es literalmente la colonia la que los ataca; su flora, su suelo, su tierra. O bien, son importadas a Inglaterra como souvenires coloniales e inician una sorpresiva rebelión —invaden a los invasores. Pero cuando se elimina el elemento colonial, la lectura cambia. Una de las efectivas estrategias invasoras que emplean las plantas es su reproducción, monstruosa e incontrolable; la misma que la derecha les achaca a los 1 Chang, Elizabeth, “The Killer Plants of the Late Nineteenth Century”, en Strange Science. Investigating the Limits of Knowledge in the Civtorian Age, Karpenko, Claggett, eds., University of Michigan Press, 2017. p. 83.
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migrantes, especialmente a los ilegales: “entonces pueden entrar y multiplicarse como ratas”. Así se refirió un político estadounidense, en 2010,2 a las mujeres embarazadas que cruzan la frontera, en un mensaje que entonces se consideró escandaloso, pero que ahora, con Donald Trump en la Casa Blanca, es casi cotidiano. A través de la historia, Estados Unidos ha culpado a los migrantes de generar todo tipo de problemas, pero el de causar enfermedades e infecciones es una verdadera tradición. Lo hicieron en el siglo xx con aquellos provenientes de Europa del Este; con judíos y asiáticos, pero el siglo xxi parece pertenecer a los latinos. Desde que era candidato —o incuso desde antes— Donald Trump los caracteriza como una horda con la sola intención de matar a sus conciudadanos; los males virales y bacteriales es sólo una de tantas maneras. “Hay enfermedades tremendamente infecciosas desparramándose a través de la frontera”, dijo en 2015,3 cuando aún era candidato presidencial, una opinión que suele ser repetida por la cadena Fox News. Ahí, en 2019, un exagente de ice, la agencia encargada de controlar el flujo migratorio, declaró que las caravanas centroamericanas “llegan con enfermedades como la viruela y lepra y tuberculosis con las que van a infectar a nuestra gente [...]”.4 Esto, a pesar de que una y otra vez se ha comprobado lo contrario: los países de donde provienen los migrantes latinos tienen un mayor índice de vacunación que Estados Unidos. Y, en lugar de evitarla, The Last of Us mantiene a esta tradición sana y salva. Sin duda es un apocalipsis original. El ciclo reproductivo de algunas de las especies de cordyceps, más que un proceso natural, parece el fruto de una perturbada imaginación. Al ser aspirada, la cruel espora paraliza a su víctima, generalmente un insecto o un arácnido, mientras crece y la consume por dentro hasta brotarle por distintas partes del cuerpo, cubriéndola con una especie de tentáculos —es una transformación repulsiva—. Otra, en vez de paralizarla, la controla mentalmente, como a un zombi. ¿Y si estos hongos afectaran a los humanos? La pesadilla se cuenta sola. Un breve artículo de periódico que puede leerse en la primera etapa del juego explica por dónde entraron estos temidos hongos a Estados Unidos: unos comestibles contaminados provenientes “de Sudamérica, [...] Centroamérica y México”. El señalamiento es obvio, pero no se detiene ahí. La infección repite aún más paranoias que los norteamericanos tienen de los migrantes latinos.
https://bit.ly/344WwRV https://bit.ly/2rtBkrv 4 Le Miere, Jason, “Fox News guest clams migrant caravan carries ‘leprosy’, will ‘infect our people’, offers no evidence”. Newsweek, 29 octubre 2018. Recuperado el 14 noviembre de 2019. 2 3
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En uno de sus ataques más racistas de 2019, Trump dijo a un grupo de mujeres congresistas —Alexandria Ocasio-Cortez, de ascendencia latina, entre ellas— que volvieran a su país. Sobra mencionar que su país es los Estados Unidos, pero al no haber crecido en una familia europea, Trump y su base las percibe como extranjeras sin importar la ciudadanía que se asiente en sus papeles, practicantes de una cultura que, al ser distinta a la suya, les genera una enorme desconfianza. No son estadounidenses, sino infiltradas con la intención de transformar su cultura aria en otra, una que se verían obligadas a asimilar como ellos han obligado a otros a asumir la suya, una que, incluso, podría incluir un idioma diferente al inglés para terminar con un país irreconocible, repleto de ciudadanos indescifrables, como aquellos que son infectados por los cordyceps; entes que apenas pueden reconocerse como humanos. Y, al perder su cultura, perderían también su jerarquía ante el mundo, la percepción de ser superiores, un miedo que comparten con aquellos que vieron germinar a las primeras plantas monstruo en la literatura victoriana. Los monstruos botánicos no existirían sin Charles Darwin. Su tratado sobre plantas insectívoras de 1875 puso de cabeza la jerarquía que se tenía de los seres vivos. Si hay plantas que comen insectos, ¿hay otras que comen humanos? Aterrorizaba pensar qué defensa tendríamos para rechazar una rebelión de plantas y hongos, especialmente al ser incapaces de interpretar o siquiera comprender sus motivos de la manera como hacemos con los animales. Nuestro dominio en la Tierra podría ser una mera ilusión. “El monstruo de la prohibición”, dice T. S. Miller sobre las plantas monstruo, “existe para delimitar los vínculos que sostienen a un sistema de relaciones que llamamos cultura, para enfatizar con horror las fronteras que no pueden —que no deben— ser cruzadas”,5 y ya sabemos lo que Trump opina sobre cruzar fronteras. La xenofobia está tan arraigada en Estados Unidos que, aunque es más frecuentemente expresada por políticos y representantes de derecha, un autor, él mismo inmigrante, puede incluirla en su obra al precisar el origen de una infección apocalíptica en territorio latinoamericano sin mucha preocupación. Pero un elemento así, por pequeño que sea, puede cambiar la lectura entera de una obra. Sólo imaginemos a la acostumbrada horda de zombis gimiendo, rasgando, golpeando, tratando de tirar una reja para comerse a quien sea que esté del otro lado. Ahora imaginemos que dicha reja delimita la frontera entre México y Estados Unidos. Miller, T. S., “Lives of the Monster Plants. The Revenge of the Vegetable in the Age of Animal Studias”, en Journal of the Fantastic in the Arts 23:3, International Association for the Fantastic in the Arts, 2012, p. 469. 5
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Heitor Villa-Lobos. FotografĂa: Sabine Weiss
Heitor Villa-Lobos, un bachiano brasileiro Antonio Bravo
En su poema “El Golem”, Jorge Luis Borges se acerca al contenido y continente de la palabra desde una perspectiva cabalística: Si (como afirma el griego en el Cratilo) el nombre es arquetipo de la cosa en las letras de ‘rosa’ está la rosa y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’.
De similar caudal, en significado y significante, también se puede afirmar que todo el Amazonas está en la música de Heitor Villa-Lobos, arquetipo, a su vez, de un nacionalismo alejado del cliché institucional. Este compositor, mestizo en gran parte de sus partituras, por donde fluyen la solfa y el solfeo de un Brasil en busca de identidad y rol estético dentro del concierto internacional, siempre estuvo orgulloso de la sana distancia que sostuvo con el academicismo de eurocéntrica raíz. De ahí su contundente afirmación: “En cuanto siento la influencia de alguien más, me la sacudo de encima”. No obstante el poco contacto que tuvo con los rudimentos de la creación musical y la interpretación instrumental, fue intenso y tuvo un voraz apetito de conocimiento, sobre todo en las clases de cello, así como en las de armonía con Agnelo Franca (a cambio, Villa-Lobos lo instruía en el idioma galo); bagaje que creció de manera empírica en su profunda Amazonía creativa, gracias a un talento innato y fecundo. La sonoridad de la selva, pero también los cantos citadinos, convergen en la soberana imaginación de este creador descomunal, fallecido el 17 de noviembre de 1959. Durante estos sesenta años desde su partida, las poco más de setecientas obras —la leyenda, muchas veces impulsada por él mismo, le atribuía un número que rebasaba las mil— se han decantado, hasta dejar fuera aquellas que poco o nada contribuyen a la admiración y reconocimiento de críticos, intérpretes e historiadores. Como lo hiciera —por sólo mencionar un ejemplo— Béla Bartók, en Hungría, Villa-Lobos, luego de abandonar definitivamente el Instituto Nacional de Música, recorrió el Brasil septentrional para cosechar las músicas que ancestrales pueblos habían sembrado. En este caso, sí logró recopilar más de mil cantos y melopeas, de primer oído, registradas en su cuaderno. Estos serán los primeros bastiones de la exhaustiva obra Guía Prático, amplio compendio del profundo folclor brasileño; cimiento, también, para el grueso de un corpus donde resuenan, en ostinata presencia, percusiones amerindias y africanas, maxixes, modinhas y cirandas.
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Aunada a esta aventura, realizó otras andanzas con fruición el joven Heitor para encontrar su propia voz. Las hizo con los chorões, ensamble de músicos citadinos cariocas, de esencia bohemia, que tocaban valses, chotises y polkas, lo mismo en fiestas o serenatas que en esos lúbricos sitios donde la noche se hace corta ante las tentaciones de licores y carnalidad; pero será el choro —literalmente, “lloro” o “llanto”— el que identificará a estas agrupaciones. Con el paso del tiempo, éste se transformó en un género no solamente quejoso o melancólico, sino de alegre espíritu sin perder su cariz nostálgico. Se destaca, también, la virtuosa improvisación de los ejecutantes, como queda de manifiesto en las interpretaciones del grupo Roda de Choro.1 En 1920, Villa-Lobos compuso su primero de 15 Choros, el único para guitarra sola, el más popular, sin duda. El tema inicial, quizá, logró colarse en la imaginería de la mancuerna Manzi-Demare (coincidencia u homenaje), a través de su archi conocido tango, “Malena”. Escuchemos la obra del brasileño, y después, por pura mórbida curiosidad, bien valdría la pena comparar ambas obras. Con la firme intención de alejar a Villa-Lobos de las tentaciones que como integrante de los chorões se le presentaban a raudales, su madre le hizo una petición a la que no opuso resistencia el compositor en ciernes: pasar algunas temporadas con su tía Zizinha, pianista de buen nivel, quien, de entre muchas páginas de su repertorio, interpretaba de manera recurrente, El clave bien temperado, de Johann Sebastian Bach. Decisivo fue el contacto con este compendio trascendental para la música, toral para su obra futura, fuente polifónica de la que abrevó una y otra vez, como modelo de orden y progreso, al acometer una nueva partitura. Tan estrecho fue el vínculo con el autor barroco, que emprendió una ambiciosa saga a la que nombró Bachianas Brasileiras. En ellas, la sonoridad, el sentimiento, la riqueza expresiva y el bagaje nacional de un país que canta y baila sin cesar se escuchan en perfecta armonía con
las estructuras sólidamente construidas por el talento de un creador que se empeñó, hasta lograrlo, en vincular armónicamente ambos universos. Compuestas entre 1930 y 1945, las Bachianas son, como lo eran los ciclos de danzas de Bach, suites que, para acentuar aún más el homenaje al genio de Eisenach, ostentan títulos alusivos como “Aria”, “Preludio”, “Fantasía”, “Fuga”. En congruencia con el objetivo inicial, estos movimientos se alternan con los de carácter local: “Picapau”, “Embolada”; piezas que portan, orgullosas en nombre y música, ambos orígenes de inspiración, como la Giga: Quadrilha Caipira, de la número 7.2 Vitoreada por el público de todos los teatros donde se interpreta, la “Cantilena” —original para soprano y ocho chelos—, por su ductilidad se le puede escuchar en su versión para piano y voz, o como la favorita de muchos, con acompañamiento de guitarra; un instrumento al que Villa-Lobos llevaría a territorios insospechados. Y si la entrañable línea melódica de esta obra no es una de las mejor logradas de cuantas se hicieron en la centuria pasada para el instrumento humano por excelencia, sí está dentro de las mejores, sobre todo con el respaldo de un entramado instrumental que nos remite de inmediato a los preludios de las Suites para laúd, de Bach, al tiempo que se advierte una sutil cadencia rítmica sincopada, propia del Brasil profundo que nunca dejó de resonar en los oídos del compositor.3 El nexo de Villa-Lobos con la guitarra impulsó aún más la carrera de este instrumento popular en pos del justiprecio y la apertura de salas de concierto, así como de la inclusión en los programas de estudio de los conservatorios. A los inmensos catálogos que al repertorio gestado en el siglo xx desde América Latina legaron Manuel M. Ponce, Agustín Barrios Mangoré y Leo Brouwer, se suman los Cinco Preludios, 12 Estudios, la Suite Popular Brasileira, un Concierto para guitarra, y la inclusión en el Sexteto Místico: catálogo escrito por un notable ejecutante, locuaz improvisador, al que, a veces, le sobraban ideas y le faltaban cuerdas. Desde 2
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hace décadas, por fortuna, estas páginas guitarrísticas son obligatorias en la formación de sus intérpretes. Vale la pena escuchar el Estudio 12. ¿Acaso un adelanto de lo que sería el rock progresivo, o de virtuosos como Yngwie Masteen, Steve Vai y Jeff Beck? 4 El gran pianista polaco, Arthur Rubinstein, visitó Río de Janeiro en 1918 para ofrecer un concierto, ocasión en la que pudo escuchar algunas obras de Villa-Lobos. Emocionado, Rubinstein se acercó al compositor para felicitarlo, recibiendo, contrariamente a lo que se esperaba, una descortés respuesta: “Usted es un virtuoso; no puede comprender mi música”. Si este desafortunado episodio no hubiese contado con otro, lleno de disculpas y elogios por parte del ofensor, gran parte de su música para piano no existiría, y la publicada, quizá, estaría en el olvido. La relación con Rubinstein fue, no sólo estrecha, sino productiva. De entre las obras dedicadas al icónico intérprete se destacan las tres suites Prole do bebé. Y de la primera, escuchar “O Polichinello”, con el célebre dedicatorio, es de obligado placer.5 Amplia como la obra para piano, vale la pena destacar la escrita para cuarteto de cuerdas, ensamble camerístico al que los grandes compositores dedicaron muchas de sus mejores páginas: baste mencionar a Mozart, Haydn, Beethoven y Shostakovich, autores de una producción en cantidad y calidad, sin parangón. La de Villa-Lobos no se queda atrás y, aunque irregular, la suma vale más que cualquiera de sus partes. Fueron 17 los creados por el protagonista de este texto, corpus que confirma lo expresado por el autor de “Fausto”, Johann Wolfgang von Goethe, al referirse a este ensamble como: “Una conversación entre cuatro personas inteligentes”. Ingeniosas, sin duda, lo son; además de lúdicas, gozosas, y portadoras de una herencia cultural tan diversa como inmarcesible. El Cuarteto Latinoamericano grabó hace unos años la integral. Botón de muestra, con humor disonante, el Allegro del número.6 4 5 6
https://youtu.be/xWQ7HLEYFKo https://youtu.be/DbhIiXDa2bk https://youtu.be/2aacvVTsbV4
Para una producción tan enorme, las deudas que deja un homenaje como el aquí plasmado, son demasiadas. Dedicadas a la selva del Amazonas, gravemente herida este año por los incendios y la inoperancia gubernamental para combatirlos, sirvan estas últimas líneas como coda de protesta. Heitor Villa-Lobos, quien la recorrió, tanto para sus pesquisas musicales como para implementar programas de educación artística en las aldeas y pueblos lontanos, sin duda, estaría devastado ante esta catástrofe ecológica. A ella regresó desde la fantasía de esos seres mágicos que hoy han sido irrespetados por la negligencia. A este pulmón del mundo honró con A floresta do Amazonas, suite sinfónica, con aires de cantata, basada en el libro Mansiones verdes, de 1904, del escritor, naturalista y ornitólogo argentino, Guillermo Enrique Hudson. El personaje central de la novela es una niña-pájaro, hechicera de gran influencia sobre los pueblos, a los cuales se dirige en su lengua nativa. Rima es su nombre y, aunque Hudson sitúa la trama entre la Amazonía venezolana y la Guyana Inglesa, Villa-Lobos la reubicará en pleno corazón de la brasileña. Fallida fue la colaboración para la película que sobre una traducción inexacta realizó Mel Ferrer. Este desencuentro permitió al compositor sudamericano diseñar una poliédrica obra, a la que agregó cuatro canciones con textos de Dora Vasconcellos. La versión que hoy en día se interpreta, es producto del cuidadoso trabajo unificador del musicólogo, pianista y director de orquesta, Roberto Duarte. Con esta monumental partitura, en la que, proféticamente, ocurre un incendio —O Fogo na Floresta—, Villa-Lobos prácticamente se despidió de la composición, y poco tiempo después, también de la vida. La de este “Rabelais de la música” fue una existencia dedicada a la educación, al rescate de los cantos de su patria, a la formación de coros y orquestas infantiles y juveniles, pero, ante todo, a la composición, pantagruélica como pocas, desde donde hizo valer sus palabras, una a una: “Yo soy folklor; mis melodías son tan auténticas como las que se originaron en el alma del pueblo”.7
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https://youtu.be/fSMuf2kaKy8
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intervenciones Alicia Sandoval Instagram: @adrusba
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La uam: Una visión a 45 años, de Oscar González Cuevas y Romualdo López Zárate1
Jorge Martínez Contreras
¿Quién escribe grandes libros cuya investigación y redacción implica años en tiempos en que se favorecen solo publicaciones cortas y que los libros no gustan a las estructuras evaluadoras que dan puntos? ¿Cómo dar cuenta de una verdadera enciclopedia en tres volúmenes, con 850 páginas, en tan poco tiempo?, pues se trata en efecto de una enciclopedia sobre 45 años de esta gran universidad autónoma, pública y laica: la uam. Ante semejante enciclopedia histórica, el lector puede adentrarse en los diferentes niveles de la estructura académica, administrativa, incluso política de la universidad, así como en diversos tiempos: se tiene la posibilidad de un ingreso intelectual en dos niveles sincrónicos y diacrónicos a esta larga historia.1 Nuestros dos colegas, fundadores de la uam, Oscar González Cuevas y Romualdo López Zárate, quienes han sido también rectores de la Unidad Azcapotzalco de la uam y, además, Rector General el primero, consideraron que sí valía la pena emprender obras de esta magnitud, a pesar de sus pocos réditos en el sistema. Su preocupación es ver cómo ese proyecto creado e impulsado por tantos pensadores y actores, como ellos lo fueron y siguen siendo desde hace nueve lustros, se encamina en el futuro de México y del mundo. Los felicito también por la calidad del trabajo y además congratulo a Bernardo Ruiz, director de Publicaciones y Promoción Editorial de la uam, y a su equipo por el trabajo realizado en la edición, en tan poco tiempo y con tanta calidad. No se trata de un libro oficial de la uam, pero dadas sus fuentes y el empeño de las autoridades en que saliera este año, sí lo hace de facto una obra institucional. 1 Texto leído durante la presentación de la obra en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara el 30 de noviembre de 2019.
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Los autores no son historiadores de formación pero se han ganado ese título también con esta obra. Un ingeniero civil y un sociólogo que han logrado lo que exige todo buen trabajo histórico: trabajar siempre con fundamento en fuentes comprobables. Estas fuentes son reveladas en todo momento y permiten al lector otra interpretación de los mismos hechos, con lo cual contribuyen a una reflexión más amplia sobre cómo surgió la uam y dónde puede y deber ir. Me abocaré sólo a algunos temas tratados en la síntesis prospectiva que aparece al final de la obra. Como dije, puede haber varias lecturas. La gran cualidad de la concepción de la uam, se nos recuerda, es haber pensado en unir a los tradicionales institutos y facultades —separados como clases sociales en la universidad tradicional mexicana (los de los institutos siendo “superiores” a las facultades), por ejemplo en la unam— en un sistema departamental: esto no fue nuevo en el mundo, pero sí fue la primera vez que se aplicaría con éxito en México en una universidad pública. Bajo el sistema departamental, todo profesor debe ser también investigador, incluso difusor de su saber. Lo ideal es contar con profesores de tiempo completo, como sucede en muchas grandes universidades del mundo. Pero, con nosotros, incluso los profesores de tiempo parcial —que son muy pocos como señalan lo autores— pueden realizar investigación o difusión de la cultura, aunque no están obligados por contrato a hacerlo, pero tampoco están impedidos. Algunos afirman que, con la creciente demanda de ingreso a la educación superior, y más en este régimen político, sería mejor tener muchos profesores de tiempo parcial. Sería un error y una regresión, pues bajaría la calidad de nuestra enseñanza. Pero así como hay logros, hay desviaciones que habría que corregir. Veamos las críticas a la docencia y a la investigación. Nos dicen, por ejemplo, en relación con la investigaciones cuyos proyectos se aprueban en alguno de los veinticinco consejos divisionales con que contamos. Parafraseo: la Ley Orgánica exige: “Desarrollar actividades de investigación […] en atención, primordialmente, a los problemas nacionales”. Si de por sí es difícil ponerse de acuerdo en saber cuáles son los problemas nacionales (¿es un problema nacional estudiar un hoyo negro en nuestra galaxia? Para mí sí lo es, pues impulsa el saber, para otros es un
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gasto innecesario); pero es cierto, como dicen, que a menudo se investiga para acceder a estímulos y reconocimientos económicos y no tanto para atender los problemas nacionales. Semejante situación establece un problema de adscripción de los profesores investigadores: se privilegia o se prefiere cumplir los parámetros prescritos por instancias externas respecto de los criterios determinados por la propia universidad. Los autores añaden que se le concede poca importancia a la innovación — entendida como la aplicación del conocimiento— para generar formas de utilización. Sin innovación, la ciencia no avanza. Se nos recuerda también, que no tenemos ni una patente que nos dé recursos. Al respecto, el Max Planck Institut de Alemania obtiene sus recursos para investigación en gran parte gracias a la patente de café descafeinado que ostenta. Enseguida parafraseo críticamente más comentarios de la obra: • El sistema de áreas como muñecas rusas dentro de departamentos, que a su vez se encuentran encasillados en divisiones y unidades, no favorecen la interdisciplina, ni siquiera la multidisciplina. Yo lo vivo, pues trabajo con biólogos y debemos realizar un trabajo interdisciplinario “por fuera”, no institucional, por el problema que señalan los autores. Ese problema también existe en algo que da recursos de investigación a la universidad, el prodep. ¿Cómo migrar hacia un sistema multidisciplinario real? He ahí une buena pregunta. Hay en el mundo instituciones que realmente trabajan de manera interdisciplinaria. ¿Por qué no —diría yo— inspirarse en la manera de trabajar de esas instituciones? • En la docencia también señalan simulaciones: de la misma manera que profesores de tiempo completo no hacen ni investigación ni difusión, sólo docencia, hay investigadores que simulan su docencia para invertir más tiempo en su investigación y varios sistemas de estímulos externos, como el sni y el prodep, favorecen ese hecho. • Yo habría deseado mayores ejemplos de comparación con lo que sucede en países como Francia, España o Italia que cuentan con universidades públicas. Hay un esbozo de ello en algunas citas. En todo caso, aparecen datos muy alarmantes que, en términos evolutivos —de selección natural me refiero—, son inquietantes: la planta académica ha envejecido
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La UAM: Una visión a 45 años Óscar González Cuevas y Romualdo López Zárate México, uam, 2019, tres volúmenes, 850 pp.
terriblemente y lo seguirá haciendo; casi sólo se abren plazas con la muerte o algunas jubilaciones de profesores. La uam ha iniciado un programa exitoso de apoyo a la jubilación, pero el universo de envejecimiento es enorme. El problema de la mala jubilación es de naturaleza nacional, no exclusivo a la uam. Aun así, en varios países que cuentan con sistemas eficaces de jubilación, como los europeos ya citados, nos encontramos con un fenómeno de envejecimiento de la planta docente bastante similar, sólo que ellos pueden renovarla de manera más eficaz que nosotros. • Este mismo problema está ligado con el deseo de ampliar la capacidad de recepción de alumnos, problema que se relaciona con la alta demanda de carreras tradicionales: habría mayor, mucha mayor admisión de alumnos si se eligieran las carreras novedosas donde hay cupo, y sí que las hay en la uam. Este hecho es de carácter sociológico pues sólo una cuarta parte de los alumnos proviene de familias con formación profesional. Qué bueno que tengamos a 3/4 de los aspirantes que pueden mejoran el nivel socioeconómico del que parten, pero qué malo que la tradición los lleve a elegir lo mismos cursus universitarios. La educación a distancia o la educación mixta presencial/distancia/ en línea que impulsa el actual Rector General pueden ser
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soluciones que debemos impulsar, pero innovando, pues los cursos tradicionales a distancia no han funcionado; se necesita de la presencia física de los profesores en varios momentos del proceso de enseñanza-aprendizaje. • Finalmente, solo mencionaré el problema de la burocracia que aparentemente aleja a los investigadores de buscar fondos externos, pues ejercerlos se ha vuelto un problema en la medida en que los procedimientos de auditoría y de gestión no provienen de iniciativas de los órganos colegiados de la uam, sino del Patronato, estructura que, en parte, llamaría yo externa pues, aunque la uam elija a sus miembros, éstos no dependen en su quehacer de las estructuras académicas de la Universidad. Ése no es sólo un problema en México, lo es en los países antes citados. Como pueden ver, este libro invita a varias reflexiones, a veces contrapuestas. Y ésa es su calidad. Nos invita a discutir sobre nuestra realidad como Universidad pública, y no sólo como uam; pero, más allá de ello, nos invita a reflexionar sobre la universidad púbica frente a la privada a nivel mundial. Felicito nuevamente a los autores y espero llegar a leer su actualización en una segunda edición corregida y aumentada con motivo de los cincuenta años de la uam.
Au revoir, Agnès Verónica Bujeiro
Queda impresa en la memoria la imagen de Agnès Varda como esa indeleble mujer que izaba una bandera capilar de dos colores, un principio que, tal como su obra, la declara entre varias edades y épocas. Pionera en el siglo xx del movimiento de la Nueva Ola francesa, el género documental y la hoy denominada transmedialidad, el siglo xxi retomó sus obras y su espíritu de búsqueda y experimentación logrando convertirla en una figura mediática que pudo ser vista y entendida por nuevas generaciones con las que estableció un dialogo sobre la creación, el uso de la imagen y la empatía, esa capacidad humana tan mentada pero difícil de obtener en la mediación entre el objeto artístico y el espectador. No es de extrañar que su historia haya causado impacto en el nuevo siglo no sólo por haber atravesado diversas batallas históricas, creativas, personales e incluso de medios de producción, ya que su persona resulta ser el epítome artístico entre el pasado y el porvenir, como lo demuestra su insospechado testamento Varda por Agnès (2019). El filme estaba inicialmente pensado por Rosalie Varda —hija y productora— como un medio práctico para reducir la agitada agenda de la nonagenaria autora, quien se encontraba viviendo un merecido auge gracias a los reconocimientos honorarios como el Oscar, la Palma de Oro de Cannes y su último filme en colaboración con el fotógrafo JR, Visages Villages (2017). Es por ello que la cinta se presenta bajo el formato de una clase magistral grabada en dos locaciones con público presente, una curiosa opción que alude a esa tendencia encumbrada por el siglo xxi, la TED Talk, siempre a medio camino entre la didáctica y la heroicidad del personaje en turno, cualidades ineludibles en las que fragua este inadvertido homenaje póstumo. Estos talentos son solventados por el enorme carisma y la humildad de Varda, quien abre su charla sentenciando que en toda obra debe haber una sagrada trinidad integrada por la búsqueda de la inspiración, el amor por la
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creación y el gusto por compartir. Sobre esos tres ejes discurre esta lectura retrospectiva de su obra en una primera persona, previamente ensayada en trabajos como el filme Les plages de Agnès (2008) y el libro editado por Cahiers du Cinema en 1994, en donde se nos conduce por las decisiones creativas, las imposiciones y las libertades que cada obra, medio y época le fue ofreciendo mediante una tenaz y perseverante trayectoria que es imposible de circunscribir únicamente a la cinematografía. Quien haya experimentado sus filmes sabe que para la fotógrafa de profesión la imagen en sus diversos formatos (fotografía, cine, video, instalación) cobra un sentido en el que la quietud, el movimiento y la puesta en escena están orientados hacia una intención reflexiva que interpela profundamente lo humano y su relación con el tiempo subjetivo e histórico. Este enfoque personal es denominado por ella misma como cinècriture (cinescritura) suerte de tejido que interviene el relato de la realidad bajo una inimitable capacidad de observación y festejo por el encuentro con el otro a la que en ocasiones se añade el comentario considerado y preciso sobre aquello que nos mira a través de la pantalla. Como una auténtica protagonista de la historia del cine, no es de extrañar que el paso del tiempo le permitiera encontrar herramientas que expandieron su campo de expresión, ya que como ella misma lo dice: “En el siglo xx fui cineasta y en el siglo xxi me convertí en artista”. El filme-conferencia aborda justamente estas dos etapas y la primera parte se centra en el paso de Varda por el cine desde su debut, La pointe courte (1955), donde los códigos del documental y la ficción se encuentran fusionados, no desde el formalismo o la experimentación, sino mediante la intuición de replicar el trabajo literario de Las palmeras salvajes de William Faulkner. Con material proveniente del extenso archivo de Cine Tamaris (la casa productora de Varda) y las previas incursiones en el territorio de contarse a sí misma, esta primera parte recorre 40 años de trayectoria desde la motivación temática de Cleo de 5 à 7 (1962) y la exploración formal del tiempo objetivo y subjetivo a través del cine, así como la huella del combate
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histórico del feminismo en los años 70, centrada en la lucha por la despenalización del aborto de L’une chante L’autre pas (1977) y su trepidante paso por California a finales de los años 60 (debido al llamado de Hollywood tras el éxito de su esposo Jacques Demy con Les parapluies de Cherbourg) que va de un acercamiento ficticio a la superficialidad del movimiento hippie, Lions, Love and Lies (1969), a la toma documental de la protesta política de los Black Panthers y la guerra de Vietnam, para desembocar en la resaca personal mostrada en Documenteur (1981), el retrato de una mujer documentalista en crisis que permitió a la autora verse a través del espejo de un personaje. A la par de sus argumentos, Varda fue forjando un estilo cinematográfico mediante elecciones formales calculadas, inspiradas en su amor por la pintura o en reproducir la experiencia de quien mira desde la puesta en cámara. Muestra de ello es el uso del travelling en Sans toit ni loi (1985) para obtener una impresión específica en el espectador ante el peregrinaje sin rumbo de Mona, la interesante vagabunda en la que persiste un discurso sobre la condición en desventaja de la libertad femenina. Su cine goza del privilegio de su comodidad en el género documental, años luz antes de su auge, al proveer un acercamiento a los sujetos y personajes para enfatizar un gesto o un objeto en los que se puede apreciar sin efectos estilísticos la naturalidad de las cosas. Es la cercanía de Varda con la vida misma la que permite este efecto, con su devoción a elementos circunspectos a la dominancia del mundo en la que no sólo se denota su sensibilidad sino su espíritu activista. Por ello no es de extrañar que las aventuras cinematográficas de la autora encuentren un impasse en el homenaje a los cien años del cine Les cent et une nuits de Simon Cinéma (1995), película de ficción forzada y caricaturesca que contaba con un elenco multiestelar a cuyo fracaso Varda alude desde un absurdo irónico que muestra la gran cantidad de trabajo que requirió hasta la nula recepción por parte del público al ser estrenada. Desastre que resulta acaso simbólico, dada la efeméride que celebra, pero que en realidad varios realizadores de su generación padecían en ese momento, ya que
Varda por Agnès, Dirección de Agnès Varda, Francia, 2019, 119 minutos
la muerte del siglo implicó un cuestionamiento para el arte cinematográfico por los insostenibles costos de producción y el hecho de que la ficción se encontraba presa de un desgaste ante los embates de la realidad televisada y el surgimiento de los nuevos medios. Es justo en este punto que la realizadora se encuentra con la cámara digital y bajo la intimidad que este medio le permite realiza Les glaneurs et le glaneuse (2000), acercándose a la cotidianeidad de aquellos que viven de lo que otros desechan. La película resuena como un auténtico ensayo político sobre la cultura del desperdicio y los perpetuos desposeídos de Francia, pues cautivó la atención de nuevas generaciones de espectadores y de ciertos círculos artísticos cuya reflexión sobre la imagen encontró un nuevo cauce dentro del arte de la instalación. A sus 70 años Varda se vio convertida en una artista contemporánea en el pleno sentido de la palabra, expandiendo su campo de acción a los museos y las bienales de arte con piezas que le funcionaron como nuevos recursos para comunicar y conectarnos mediante la proeza de lo cotidiano y lo personal como la nostalgia de las viudas en Les veuves de Noirmoutier (2005) o la tristeza que provoca la muerte de un gato en Le Tombeau de Zgougou (2006). Hacia el final del
relato, sin esperar que éste fuese el de la vida misma, la realizadora elogia el privilegio de los encuentros para abordar su certera colaboración con el fotógrafo JR, un hombre con el que compartió no sólo el gusto por el medio que la vio florecer, sino también por el juego, la curiosidad infinita y la enseñanza mutua entre generaciones. Ante la avanzada edad de Agnès, quien tras la realización de su magna opus de cine-escritura Les plages de Agnès (2008) a los 80 años creyó nunca realizar otro filme, JR viajó para la promoción de su película con retratos de tamaño natural de la autora que plagaron las redes sociales con curiosas apariciones en las que se probaba el papel que juega la imagen como substituto in absentia. Ante la muerte de quien nos conduce por su increíble historia, Varda por Agnés tiene un efecto similar, pues poco se piensa en que la diminuta y curiosa mujer ha dejado de existir en este plano de la realidad. Su lección de vitalidad y sapiencia adquirida al justo entendimiento del paso del tiempo como una condición, pero también como una oportunidad permanecen en la memoria más allá del deleite estético, del paso de los créditos y la vuelta de la luz de sala. Para algunos de nosotros nunca existirá un adiós para Agnès Varda.
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La reedición como novedad:
Memorias de España 1937, de Elena Garro
Nora de la Cruz
La producción de Elena Garro sigue siendo fragmentaria. Ni siquiera su novela más célebre, Los recuerdos del porvenir, goza de presencia permanente en librerías, aunque méritos no le faltan. Sin embargo, a partir de su centenario volvió su nombre como un rumor, y poco a poco se han hecho distintos esfuerzos para recuperar su palabra, ignorada y cuestionada durante mucho tiempo. Se trata de uno de esos pocos casos en los que la reedición de obras menos conocidas es auténticamente relevante. Por eso no fuimos pocos los que celebramos la reaparición de Memorias de España 1937, un libro que había
Memorias de España 1937 Elena Garro México, Paralelo 21, 2019, 188 pp.
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sido publicado por Siglo XXI, pero que pasó prácticamente inadvertido. En aquella edición era un tomo delgado, pobremente editado, cuyo tiraje se agotó o embodegó tan pronto que en la actualidad es considerado una rareza. Hace algunos meses, una editorial joven e independiente tuvo el acierto de recuperarlo y convertirlo en una de las piezas más importantes de su catálogo. Pero si afirmo que esta reaparición es relevante no es solamente por su condición de libro raro. Empiezo por decir que no es uno de esos tomos armados póstumamente con documentos privados cuyos autores nunca hubieran publicado; tampoco se trata de una memoria llena de datos útiles solamente para los especialistas en su obra o en el estudio de la Guerra Civil española. Se trata, en cambio, de un relato cuyas cualidades principales son el vigor, la agudeza y el desenfado con los que la autora, más cronista que memorialista, recrea escenas y personajes que formaron parte de su viaje a España, recién casada con Octavio Paz. Entonces, su valor como documento es muy relativo, sobre todo por tratarse de un recuento más bien subjetivo; su verdadera importancia radica en algo mucho más simple: se trata de un buen libro. Desde el principio, Garro afronta la escritura de sus memorias desde la mordacidad. Se representa como una muchachita ingenua que terminó en la guerra sin saber cómo ni por qué. Eso no quiere decir que asuma el papel de tonta, sino que le interesa enfatizar que la política no era en ese entonces un asunto de su interés. Joven, bonita y brillante, desinformada, caprichosa y frívola, observa todo con avidez y con poca solemnidad. Cuando pensamos que este libro fue escrito mucho tiempo después de ocurridos los hechos que cuenta, sorprende la capacidad de la autora para mantener la perspectiva fresca de la joven que fue, y la sinceridad con la que representa sus actitudes, propias de quien comienza a ser adulta, habilidades entrenadas, sin duda, en su ejercicio como periodista y dramaturga. Sin embargo, el verdadero encanto del libro radica en el humor que lo atraviesa, originado en esta perspectiva cándida y ajena a la solemnidad. En la producción de la autora, sobre todo en la que realizó después de los años setenta, aparecen siempre “los intelectuales”, aludidos de esta forma tan vaga, o bien, representados en uno o dos personajes, caracterizados por su ambición vulgar y su proceder mezquino. En este libro, en cambio, se dejan de lado las alegorías: Garro
presenta a los artistas y políticos con quienes convivió en su breve estancia en España, y aunque su visión tampoco es positiva, resulta mucho menos amarga. En estas Memorias vemos desfilar a personajes notables de la vida cultural de principios de siglo, pero en su faceta más falible, ridícula y obscena. Entre los más memorables están, por supuesto, Silvestre Revueltas, cuyas juergas son una de las preocupaciones principales de los escritores y diplomáticos que lo acompañan; Pablo Neruda, revolucionario hospedado en hoteles de lujo, envidioso de César Vallejo; Tejeda, embajador de México, que niega su ayuda a Revueltas y expulsa ventosidades durante la cena con la misma desfachatez. Paz no es todavía la sombra que asfixia la vida de la protagonista —como serán todos los esposos de sus novelas tardías—, sino un joven inteligente, ambicioso y controlador, pero incluso en esta caracterización predomina la mordacidad por encima de la desesperanza de sus últimas obras. Memorables en otro sentido son también León Felipe, Luis Cernuda y el propio Vallejo, que no parecen comprender la política de la misma manera que el resto de los intelectuales, y por tanto terminan aislados y pobres, a pesar de su talento y su bondad. Esta figura del inocente condenado a la soledad y la desdicha también se volverá un motivo recurrente en la obra tardía de Garro. En este sentido, este libro se asoma a las preocupaciones que abordaría la autora a partir de los años ochenta —la violencia y la corrupción como una manifestación del mal metafísico que envuelve el mundo, la condición marginal de las mujeres y los pobres, la memoria como alternativa de resistencia, y el cuestionamiento de los discursos oficiales, particularmente el histórico y el periodístico— pero con una voz mucho más cercana a la de sus primeros textos, de prosa veloz, irónica y certera, donde la muerte y la precariedad están en tensión permanente con la imaginación y la belleza. Así, no queda duda de que esta obra es una pieza importante para comprender la perspectiva ideológica de la autora, sobre todo en su narrativa tardía, pero también es el retrato de una época determinante en la historia contemporánea, abordado desde un enfoque inusual: el de una joven que todavía no sabía que se convertiría en una de las escritoras más importantes de su país, y que miraba con desprecio o compasión, divertida o asustada, a los intelectuales que le explicaban la guerra, la política y el mundo, y que con frecuencia la mandaban a callar.
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La antropología de los mundos contemporáneos, de Marc Augé Carlos Torres Tinajero
La antropología de los mundos contemporáneos, del francés Marc Augé, concentra parte de su quehacer científico de los últimos años. Hay dos fragmentos centrales: el primero describe el trabajo de campo; el segundo es una reflexión sobre diversos fenómenos reales y simbólicos en la antropología: etnoficción, espacios públicos, identidad, viajes, aeropuertos. Además del aparato crítico de Augé, es fundamental subrayar el esfuerzo en este libro por lograr un “estilo literario”, asequible a todo público. Pensando en este “estilo literario”, Augé propone un concepto nuevo en el quehacer antropológico: mirar el texto como un ejercicio de “etno-novela”, en el que el hilo conductor se construye a partir de los eventos cotidianos en el día a día del etnohistoriador y su trabajo descriptivo. La “etno-novela” o “etno-ficción” es una propuesta teórica con la que se va más allá del “estado de análisis” para describir a fondo las características sociales, culturales y económicas de una región. Nace del rigor analítico de la academia para estudiar poblaciones enteras. Pero su finalidad es involucrar elementos primordiales de la ficciónv —narración y descripción, entre los más importantes— para lograr una escritura puntual que acerque a los lectores al análisis etnológico. El libro también muestra una preocupación por el simbolismo urbano, como el que se da en el metro; ahí, las rutinas permiten estudiar, desde la óptica de Augé, el tiempo, los espacios, las dinámicas y los ritmos de los pasajeros en las estaciones. Además de la “observación participante”, que le permitió describir la multiplicidad de pasajeros —jóvenes, vagabundos, turistas, migrantes—, Augé se ocupa de la dinámica social: en el itinerario cotidiano en el metro, conformado por los cambios de andén y las conexiones entre líneas, siempre se reconoce la prisa por llegar a tiempo, en medio del mobiliario urbano, los anuncios de moda, las revistas y los periódicos.
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La antropología de los mundos contemporáneos, Marc Augé México, INAH/ENAH/Ediciones del Lirio, 2018, 88 pp.
Pensando en los espacios públicos, Augé también centra sus planteamientos en los principales espacios de tránsito, circulación y consumo en una ciudad, como los supermercados. A pesar de que ahí siempre existen conglomeraciones de personas que entran y que salen, en realidad, los vínculos sociales —ese fenómeno unificador, identitario— se diluye entre la multitud: ninguna persona está ligada con otra, a pesar de coincidir espacialmente. La falta de vínculos sociales en esos espacios es una constante en el mundo. Se pone énfasis en la prisa de los turistas a lo largo de su itinerario —turístico o de negocios— y en la fugacidad de su estancia en los aeropuertos, llamados “no-lugares”, donde nadie vuelve a pasar por el mismo lugar dos veces. Augé también reflexiona, a lo largo del libro, sobre el fenómeno de la residencia y sus cambios continuos, que nos aleja de nuestro lugar identitario y expresa la relación de cada uno consigo mismo, con los otros y con la historia común. La migración se lleva hasta las últimas consecuencias: al hacerlo, los individuos pierden su identidad y su historia. Otro de los temas fundamentales del libro es ofrecerle al lector una discusión sobre un “falso” paralelismo entre el turista y el etnólogo. El viaje es la base común entre los dos; pero la diferencia fundamental consiste en que, al viajar, el turista se queda en una frontera invisible sin penetrar en la cultura, las costumbres ni el modus vivendi de la comunidad; el etnólogo, en cambio, cruza esa frontera invisible en el viaje,
describe e interpreta los hechos sociales a partir de su conocimiento teórico y metodológico. Dejando atrás al turista, el etnólogo es un agente externo en el mundo estudiado. Observa y escribe para dar cuenta de la interacción humana, lejos de su comunidad. Su objetivo es la descripción del lugar y de la comunidad, incluyendo todos los aspectos, incluso las emociones en su papel de observador. Este libro también tiene una sesión de preguntas y respuestas, resultado de algunas conferencias de Augé. Ahí se sostiene que la etnología, además de observar pequeños grupos humanos, debe caminar a estudios más generales sobre la humanidad, ya que todas las culturas poseen las mismas dinámicas sociales: relación entre sexos, entre mayores y menores, la vida y la muerte, sólo por poner algunos ejemplos. La observación de pequeños grupos humanos implica, de acuerdo con el libro, desarrollar una sensibilidad especial hacia las culturas e impulsar una “antropología comprometida”, capaz de contar la realidad social tal y como es. En el marco de la celebración de los ochenta años de la enah, la publicación de La antropología de los mundos contemporáneos de Marc Augé es un testimonio nítido que da cuenta del quehacer del etnólogo, de su relevancia en la construcción del conocimiento antropológico en nuestro país y de su continuo diálogo con el exterior para describir al otro, a partir de la experiencia en campo, matizada con las herramientas de la “etno-ficción”.
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Los visitantes,
de Claudia Reina Héctor Antonio Sánchez
Durante siglos, la imaginación humana se ha visto estimulada por un aliciente tan primordial como irresoluble: ¿es posible, como sugieren las dimensiones y las inmensas combinatorias del universo, que no estemos solos en él; que este pedazo de roca y líquido que navega a la deriva no fuera el único crisol capaz de engendrar materia viva dotada de conciencia? Este pensamiento está en la génesis de una vasta gama de creaciones del hombre, de la literatura a la investigación científica; del cine y el cómic a las cándidas teorías conspiratorias de las redes sociales. Una respuesta más ardorosa es la que merece la pregunta consecuente: ¿es posible que alguna vez hayamos hecho contacto con formas de vida procedentes de otros puntos del universo? Es natural que venga a la mente The War of the Worlds de H. G. Wells, uno de los autores pioneros en fomentar esa elucubración. Por los mecanismos propios de la literatura —el respeto a una tecnología plausible, sí; pero también la adherencia a un proceder humano posible—, la espléndida scientific romance de Wells corona el socorrido género de la “invasion literature”, que gozó de tantos adeptos al final de la era victoriana. Wells gustaba de llamar “ejercicios de imaginación” a sus obras, pero es indudable el soplo de la historia en ellas: por ejemplo, la avasalladora invasión de Prusia a Francia en 1870; o la brutal merma de la población de Tasmania tras la colonización europea. El ejercicio de Wells fue angustioso: someter a los designios del fuego y del polvo la civilización de los hombres, tan “serena en la certeza de su imperio sobre la materia”. El libro que tengo a la mano, la amable edición de Los visitantes, de la sonorense Claudia Reina, prosigue esa línea y esa buena conducta —si bien, como veremos, en un registro harto más sutil y quizá más inquietante. La quinteta de
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relatos, merecedora del Premio Regional de Cuento Ciudad de La Paz 2015, se integra con fortuna a un territorio poco frecuentado entre nosotros: a ese dominio de la anticipación y la especulación científica que hemos convenido en llamar “ciencia ficción”. Esta incursión es hasta cierto punto una novedad en la obra de la autora. Reina ha publicado las novelas Esto no es una pipa (Instituto Sonorense de Cultura, 2008) y La visita del señor Morhl (feta, 2012), ganadoras respectivamente del Concurso del Libro Sonorense y del III Premio Nacional de Novela Nellie Campobello. También fueron premiadas en aquella edición del Concurso del Libro Sonorense su obra de teatro La luz al final y el cuentario Paranoias. He tenido la ocasión de leer buena parte de esta obra previa: aunque por aquí y por allá —sobre todo en La visita del señor Morhl— brotan las flores de un humor muy fino pensadas a la distancia, tengo la impresión de que esas páginas han surgido de un conocimiento bastante pleno de los mecanismos del horror. En ellas, el lector asistía al ascenso de los demonios de la mente: de los enfermizos procesos mentales, cercanos a Sabato, de Esto no es una pipa a la ciénaga de tedio y ennui de algunos de sus cuentos: del pabellón número 6 a la irresoluble espera beckettiana. “Nadie debería quedarse solo con sus pensamientos”, sentenciaba —con razón— uno de los personajes de Reina. En este nuevo libro, en cambio, lo siniestro proviene de entidades externas al pensamiento, presentes en el dominio de lo físico y, acaso, llegadas de otros confines del cosmos. En su decurso, la ciencia ficción ha sido insuflada por una misma interrogación: “what if...?”. De Mary Shelley a Verne, de Asimov a K. Dick, las proezas del género indagan en el territorio de la posibilidad. Casi siempre, las exploraciones de Reina en torno a esta pregunta la acercan no a la aventura
de los reinos futuros sino a una suerte de horror cósmico, descendiente de Lovecraft: ¿qué pasaría si entes venidos de otros mundos se situaran silenciosamente entre nosotros, velados entre apariencias que nos son familiares, para encadenarnos a su arbitrio? ¿Qué, si sometieran nuestra naturaleza a estudio con la frialdad con que nosotros observamos las formas más primitivas en el microscopio? Los visitantes toca por ratos el dominio de lo fantástico —la dubitación cara a Tzvetan Todorov—, a ratos las montañas de la locura: la presencia de entidades extraterrestres se antoja a veces como delirio, a veces como ruptura de las leyes naturales. No ocurre aquí la épica de las grandes batallas entre especies de diversos mundos: a cambio, una invasión mucho más sutil corroe la conciencia de los personajes —una invasión que nunca pierde la apariencia humana—. El primero de estos cuentos, “Noche estrellada”, recurre con enorme destreza a la forma del testimonio, y así refiere ciertos sucesos en torno a Tomás, un niño peculiar y un tanto inquietante: el espacio de la infancia se va tiñendo lenta, inexorablemente, de un aura siniestra que acaba por corroer la conciencia del narrador y acaso del lector. Un mecanismo parecido, pero más desesperado, ocurre en el texto siguiente, “Luces en el horizonte”. Allí, una historia de cantina —cierto borracho que reaparece todas las noches por el mismo sitio— se transforma, en el recuento ansioso de la mesera, en una suerte de anuncio de resonancias cósmicas. “Uno no puede estar solo con esta suerte de secretos”, dice el alcohólico: diestramente, la narradora sabe escatimarnos la naturaleza de su misterio. “R400” es quizás la narración en que Reina se ha dejado seducir en mayor medida por el relato más tradicional de especulación científica: aquel que imagina un horizonte en que la mecanización y la tecnología suponen una amenaza para la supervivencia de sus creadores. “Cada ser humano debería nacer y crecer para inmolarse por una acción que ponga en riesgo a su especie”, afirma el narrador, en quien no faltan los rasgos del agente que prefigura el apocalipsis. En su avistamiento de un futuro posible, la autora ha sabido mantener un pivote esencial al género: pueden cambiar los escenarios, pero los modos y las humanas pulsiones permanecen. Los dos últimos cuentos recorren los espacios del sueño. “Meteorito”, que uno pudiera confundir con el recuento de un mundo entrañable —el de la pareja adulta que goza de las bondades del retiro en un paisaje idílico— es en realidad el curso de una mente que se abisma en el infierno, inerme ante la certidumbre de un largo y terrible presagio. Este mecanismo se exacerba en el relato final, “¿Qué harías si vieras naves espaciales en el cielo?”, que acaso mereciera un título más contenido; por ejemplo, el que engloba al volumen, no sólo por la naturaleza de su tema, sino porque
Los visitantes, Claudia Reina La Paz, Fondo Regional para la Cultura y las Artes del Noroeste, 2017, 92 pp.
contiene las virtudes de todos los textos anteriores y parece hallarse en la génesis del libro mismo. Aquí, las imágenes del mundo familiar manifiestan rasgos de extrañeza. La alusión a ciertos “constructores” no hace sino enrarecer mayormente la percepción del espacio, en un proceso de ostranenie que sólo ha de aguzarse y de sugerir —siempre sugerir— una realidad en esencia terrible. ¿Valdrá la pena señalar la irrelevancia para este libro del origen y el género de Claudia Reina? La crítica suele comentar estos hechos, que pueden ser —pero no tienen que ser— relevantes. Ni la rúbrica “literatura del Norte” ni la etiqueta “narrativa escrita por mujeres” nos ayudan a entender la peculiaridad de estos cuentos. Puede ser más útil, en cambio, el deslumbramiento ante una autora que ha realizado en Los visitantes un singular ejercicio de imaginación, uno más bien infrecuente en nuestras letras y que vale la pena enlazar a una tradición más vasta. Claudia Reina no sólo esgrime aquí con pericia los dispositivos para producir lo siniestro: en su prosa ágil y esmerada, en la confección de voces y seres tangibles, en el ritmo sostenido de su narrativa; en fin, en la creación de ambientes enrarecidos o anclados en una era futura, ha sabido permanecer alerta a los cantos de sirena del entretenimiento o del embeleso en la imaginación; antes, cercana a los autores que en el género han resistido los embates del tiempo, Reina ahonda en un tema definitorio: el azoro de la conciencia humana ante lo que se ubica más allá de su inteligencia.
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colaboran Alejandro Badillo (Ciudad de México, 1977). Narrador y reseñista. Es autor, entre otros, de los libros de cuento Ella sigue dormida, El clan de los estetas y las novelas La mujer de los macacos y Por una cabeza. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo. Melina Balcázar. (Ciudad de México, 1978). Doctora en Literatura Francesa por la Universidad Sorbonne Nouvelle. Ensayista y editora, colaboradora en México de Laberinto y, en Francia, de las revistas Europe y Diacritik. Es traductora, para Canta Mares, de Pascal Quignard, Claude Simon, Georges Didi-Huberman. Emma Julieta Barreiro. Traductora, académica, investigadora y profesora mexicana. Licenciada en Letras Inglesas y doctora en Letras por la unam. Obtuvo un posgrado en investigación por la Universidad de Edimburgo, Escocia. Es coordinadora de la Mesa de Traducciones del Periódico de Poesía. Patricio Bidault. Estudió Letras Modernas en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Ha sido traductor y adaptador para diversas series televisivas y cinematográficas. Guionista del cortometraje El Rey Maicito. Colaborador de www.morbidofest.com Antonio Bravo. Compositor y pianista. Ha ejercido el periodismo cultural en diversos foros impresos y electrónicos, destacándose su labor como especialista en música en Radio Educación, emisora en la cual escribe y conduce el programa “Grabe quien grabe”, además de comentar los conciertos de las orquestas de cámara de Bellas Artes y de la Sinfónica Nacional. Sergio Briceño (Colima, 1970). Ensayista y poeta. Estudió Letras y Periodismo en la Universidad de Colima. Ha obtenido, entre otros, el Premio del Tercer Certamen Estatal de Poesía de Colima 1994, el Premio de Poesía Agustín Santa Cruz de la Universidad de Colima 1996 y el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines en 2011, por Insurgencia. Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Bibiana Camacho (Ciudad de México, 1974). Narradora. Estudió la maestría en Lingüística Hispánica en la unam. Becaria del Programa Jóvenes Creadores del Fonca, en la especialidad de Novela, de 2008 a 2009 y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte 2012-2014. Mención honorífica en el Premio Bellas Artes Juan Rulfo de Primera Novela 2007 y finalista del Premio Antonin Artaud 2010 por Tras las huellas de mi olvido. Fabiola Eunice Camacho (Ciudad de México, 1984). Maestra en Estudios Latinoamericanos por la unam y doctora en Sociología por la uam. Ha publicado en revistas como Revista de la Universidad, Casa del tiempo, Tierra Adentro, Pliego 16, Fundación, Este País, Otros diálogos y Sociológica. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Ensayo de 2011 a 2013, así como del programa Jóvenes Creadores 2018-2019. en el periodo
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Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). (Estado de México, 1983). Autora de la novela Te amaba y me chingaste (Vodevil, 2018), y el libro de relatos Orillas (Paraíso Perdido, 2018). Compiladora del volumen Bidi Bidi Bom Bom: diez y cinco writers en torno a Selena (Paraíso Perdido, 2019). Javier Fernández (Colima, 1951). Artista plástico. Recibió el Premio al Mérito en Artes en 2008 por parte del Gobierno del Estado de Colima. Es miembro corrresponsal del Seminario de Cultura Mexicana desde 2015. Su obra ha sido expuesta en países como México, España, Francia, Centroamérica y Colombia, entre otros. Clara Grande Paz (Ciudad de México, 1982). Periodista y docente. Estudió Ciencias de la Comunicación y la maestría en Historia del Arte en la unam. Ha colaborado en La Discusión, El Universal, Arte y Cultura de México, el portal Arte y Cultura, la revista Variopinto y Timeout México. Jorge Martínez Contreras. Filósofo. Profesor Distinguido de la uam. Licenciado en Letras con especialidad en Filosofía y doctor en Filosofía por la Sorbona. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Ha publicado más de veintidós libros como autor, coautor o editor. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío. Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2004 a 2006. Textos suyos en La Nave, La Otra, Pliego16 y Tierra Adentro. Marina Porcelli (Buenos Aires, 1978). Es editora. Ha colaborado en el suplemento Laberinto, del periódico Milenio. Su primer libro de cuentos, De la noche rota, fue publicado por la Universidad de La Plata en 2009. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco; Empacados al vacío. Ensayos sobre nada y El vuelo de Francisca, entre otros. Vladimiro Rivas Iturralde (Latacunga, Ecuador, 1944). Maestro en Letras Iberoamericanas por la unam. Ha publicado cuentos, ensayos, novelas y poesía. En 2000 obtuvo el Premio a la Docencia de la uam. Es profesor investigador en la Unidad Azcapotzalco de la uam. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Alicia Sandoval. Comunicóloga. A partir de las entrevistas que hizo al compositor Mario Lavista, el Colegio Nacional publicó 13 comentarios en torno a la música. Ha ilustrado para páginas web, revistas y editoriales. Su trabajo más reciente son los collages de El cuento de la luna inextinguible, de Boris Pilniak. Carlos Torres Tinajero (Ciudad de México, 1982). Cursó estudios de Creación Literaria en la Sogem y Lingüística en la ENAH. Es coautor de Voces de los arcanos. Antología de cuentos (Minimalia, 2003).
Novedad Editorial
Novedad Editorial
Tetraedro/Caleidoscopio De Raymundo Mier Garza
La espantosa y maravillosa vida de Roberto el Diablo Esta obra compacta y compleja de Raymundo Mier es una amplia heredad de vida y experiencias, cuyo secreto radica en su capacidad para evocar sombras sin nombres, dulces y perceptibles con sencillez; o en la matizada reiteración que se transforma en cada vuelta de tiempo, donde aprendemos la lúcida contemplación del momento como una serie de capas sucesivas en las que deben descubrirse, como un secreto develado, nuevas formas de la sabiduría perenne.
Adaptación de Jesús Francisco Conde de Arriaga
El primer manuscrito del que se tiene noticia de esta obra data de finales del siglo xii; sin embargo, su influencia se ha mantenido hasta nuestro pasado inmediato. Sea esta historia, entonces, una invitación para dejarse poseer por Roberto el Diablo y su leyenda añeja; para llevar en el cuerpo la histeria, el capricho y la fantasía, y en los labios, el nombre de alguna de las formas más seductoras del Diablo.
De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sotano · Péndulo
De venta en: Librerías UAM · EDUCAL · FCE · Gandhi · Sotano · Péndulo
Casa del tiempo • número 60 • enero - febrero 2020
Revista bimestral de cultura • Año XXXVIII, época V, Vol. V, número 60 • enero - febrero 2020 • $60.00 • ISSN 2448-5446
Crónica de viaje Ensayo visual:
Javier Fernández Humboldt en Asia: entrevista a Oliver Lubrich
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XL años de la revista cultural Casa del tiempo
Tiempo en la casa, suplemento electrónico: “Sobre La uam: una visión a 45 años”, de Eduardo Peñalosa Castro