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La poesía de la década: celebrar lo que se reengendra
Me gusta pensar que, para la poesía escrita en México, la de 2010 fue una década de regeneración.
Antes de entrar en materia formulo un disclaimer. Leemos poemas como si la voz fuera de principio a fin una elección racional, adulta y deliberada, y perdemos de vista hasta qué punto un texto se distingue porque se le impone, porque le sucede a quien lo escribe. Las voces no son suéteres cuyo material, talla y color fueron tranquilamente escogidos una tarde de domingo, se parecen más bien a los episodios de incontinencia de un niño (La crítica regañona se escribe en clave de: ¿así que te orinaste otra vez, Pablito?).
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Creo cada vez menos en el texto crítico como espacio de litigio y cada vez más en buscarle a mi comprensión estética un sitio interior alejado del rugir y el paroxismo, puesto que debe existir “algo” por dentro que no se identifique con lo que rabia allá afuera. —Sí: eso va a contrapelo de las consignas de la hora, pero en la tradición de la que abrevo es la propia poesía la que se distancia de esas consignas; la poesía es lo intemporal en el corazón del Ahora—.
Estallido y conmoción llegan a ser, sin duda, detonadores de cambio, pero cada vez descreo más que la conflagración y las violencias “sostenidas” ofrezcan crecimiento o que liberen: la guerra buscará perpetuarse más allá de sus causas primeras.
Esa comprensión a la que aspiro, y que en última instancia no sería una construcción personal sino colectiva, se impondría a sí la disciplina de la escucha, recurriría al gusto personal como una brújula y no como un tolete, y ralentizaría o pospondría el calificar. ¿Qué es “mejor” y qué es “peor”? ¿Esas categorías existen en algún lugar fuera de mi cabeza —Manhattan, Beirut, Paracho—? ¿Quién soy yo para aplicarlas?
Abundan, por supuesto, textos que, como lector de poesía, no entiendo — lo que sea que eso signifique— o, para hablar el habla del ahora, hay dispositivos
textuales que no consigo activar, usualmente por divergencia insalvable. —En todo caso, divergencia y convergencia son movimientos horizontales, inter pares, movimientos reales en su apego al bipedismo y a la gravedad, allí donde descalificación y calificación son movimientos verticales, ficticios en su apego a escalafones fantasmagóricos—.
Como lo quiso entender Móreas en el canónico manifiesto simbolista (1886), dos ritmos, surgimiento y agotamiento, jalonan la historia de la literatura tal y como la entendemos en/desde las lenguas occidentales. —Cada vez creo menos en la neurosis de categorías y jerarquías, de “cimas”, propia de la literatura de esas lenguas, pero de momento prefiero permanecer en su lógica, que es la de lo imperial, por lo que tiene de ecúmene—.
De acuerdo con el principio empírico de Móreas, la poesía mexicana se encontraba en muy otro lugar ca. 2000. Paz había muerto en 98 y con él una lírica que, más allá de la querella de los fans y los haters, se expande con magnificencia sobre dos tercios del siglo xx. Árbol adentro, testamento de una poética enraizada en el Ser que Celebra, cierra no solamente el xx mexicano sino una poderosa corriente lírica que atraviesa el siglo y el Atlántico desde la Generación del 27. Si esto es más o menos cierto, lo que terminó con Paz fue entonces mucho más que una obra personal. Sabines murió un año después. Ello impuso un toque de silencio que se fundió con lo que recuerdo como una suerte de apagón de fin de siglo.
El silencio era, por supuesto, temporal o ilusorio. Indagaciones sumamente personales se expandían y ramificaban: Elsa Cross, Verónica Volkow, Coral Bracho, María Baranda, Myriam Moscona, Eduardo Langagne, Antonio Deltoro, Francisco Hernández, Gerardo Deniz, Fabio Morábito, por mencionar a quienes directa o indirectamente me han enseñado; persistía en el aire de la hora el tono doliente y trascendental de Enriqueta Ochoa, que a su vez mantenía la llama de Rosario Castellanos.
No obstante, para preguntarlo con mi maestro Deltoro, ¿hacia dónde es aquí?
Algunos atormentábamos el timbre de la Lírica Vigesimista sin ver el letrero de Se renta en el portón; había quien, en pos torturada de pureza, se decantaba por lo críptico. Se persistía en aislar el poema tanto de su entorno como de sus circunstancias de creación, de modo que la hornilla encendida de la estufa se disfrazaba del negro / nido de esa ave de fuego / azul / etcétera. La escritura en fragmentos numerados cada vez más escuetos, las series esquizoides, conducía no al silencio sino a la mudez. Por eso me gusta pensar que los primeros libros de nuestro siglo son Oficios de ciega pertenencia, de Hernán Bravo Varela (1999), y Oficios (2000), de Edgar Valencia, pues había en el uno un dolor y en el otro un asombro que anunciaban un cambio en los materiales del poema, una cauta y a la vez inescapable aceptación de la esencial impureza de las cosas y los cuerpos. Acaso la primera década de nuestro siglo fue de una paulatina re-materialización del texto poético; Julián Herbert llevaría en ello parte notoria, sin perder de vista que obras que me son esenciales, como las de Claudia Berrueto, Gabriela Aguirre Sánchez, Camila Krauss, Óscar de Pablo, Eduardo Saravia y Daniel Saldaña París, arrancan en ese decenio.
No obstante, esa primera década revistió en mi experiencia una energía fluctuante y dubitativa, marcada por un persistente pero desigual tanteo. La siguiente, en cambio, con libros cada vez más firmes de quienes menciono, y un vasto et aliae, revestirá el timbre, la claridad y el volumen de lo que se afirma con claridad.
Para acceder con prontitud a lo que entiendo como regeneración, re-engendramiento, comenzaré por referirme a Nadia López García. Hay, de entrada, un aparecimiento bilingüe tu’un savi-español del texto, y una suerte de evolución anfibia en su trabajo, que evita con sabiduría el folclorismo, y se coloca decididamente en la hora actual, pero no renuncia a su tradición sino que, al leerla a través de la perspectiva de género, la revitaliza actualizándola. Se trata de una poesía de
fuerte sabor confesional que al mismo tiempo se resiste al receloso confinamiento del yo para colocarse en un nosotras intemporal ligado a la tierra.
Esto es regenerarse: transfigurar las categorías, acto que le ha deparado un tempranísimo Aguascalientes a Elisa Díaz Castelo, contemporánea de López García; esta transfiguración atañe también, de formas distintas, al erudito Jorge Gutiérrez Reyna y a la desafiante Zel Cabrera: cuatro autorías contemporáneas, muy distintas entre sí, y a la vez unidas por este adelgazar las membranas que separan campos de conocimiento y géneros literarios, por una parte, y a una orgullosa afirmación de género y diversidad que las dota del brío de lo largamente retenido y de súbito liberado.
Otra obra regeneradora es, qué duda cabe, la de Christian Peña. Entre todas las formas de escribir poesía, tanto las conocidas como las que se fraguan hoy mismo, hay una fundamental para la vitalidad del género en un tiempo y lugar determinados y es aquella en la cual quien escribe crea formas propias a la medida de su libertad y sus necesidades. Hay poetas que utilizan con genio herramientas y materiales ajenos; hay quien, como Peña, se forja las unas y encuentra los otros para sí. También como regeneradores entiendo los poemas de Alejandro Albarrán por razones similares, que no idénticas, a las que arguyo con Peña. Tras pugnar con formas relativamente conservadoras de leer y escribir, Albarrán supo entender que sus necesidades expresivas requerían una velocidad, un tempo distinto, y que su estro se orientaba con endiablada y magnética recurrencia a la deconstrucción del lenguaje, antes que a su preservación, y a una musicalidad mucho más próxima al sampler que al piano.
Esto también es regeneración, saltar al vacío una vez que se ha comprendido que no hay elevador hacia donde uno va.
Albarrán es un decenio mayor que López García; se sitúa pues junto con Peña en la zona liminar entre lo que se entiende convencionalmente por juventud y por primera madurez poética. Con él puedo colocar sin apuro a Julieta Gamboa, a Nadia Escalante, a Paula Abramo, a esa inteligencia compleja y sorpresiva llamada Teresa Avedoy, a Jair Cortés o a Javier Peñalosa. Recurro a la convención cronológica por pura practicidad, no porque la halle creativa o reveladora.
Diez años más vieja, mi generación, la de los 70, no me parece ajena a este ecosistema; Maricela Guerrero, Alejandro Tarrab, Luis Jorge Boone le pertenecen legítimamente.
Recapitulo: la regeneración que aquí leo y celebro surge de la cancelación fáctica de la aduana de lo etéreo, lo indecible y lo estatuario; por gravedad, cancelación tal permitió que accedieran al ámbito del poema un caudal de regiones y climas de la experiencia humana que antes eran “prosaicos”. No obstante permanece, al menos en los textos que menciono, una voluntad de conservar la tensión del lenguaje y la pulcritud de la ejecución, entendida aquí “pulcritud” como selección de lo pertinente y lo preciso, y aversión por lo opuesto.
Me es clave de esta década, pues, la voluntad de integrar en lugar de discriminar.
Quizá la década entera pueda resumirse en algunos libros. Ñu’ú Vixo/Tierra mojada, de Nadia López García; El otro nombre de los árboles, de Jorge Gutiérrez Reyna; El reino de lo no lineal, de Elisa Díaz Castelo; Perras, de Zel Cabrera; Me llamo Hokusai, de Christian Peña; Persona fea y ridícula, de Alejandro Albarrán; Los que regresan, de Javier Peñalosa; El baile de las condiciones, de Óscar de Pablo.
A final de cuentas, y en la medida en que también para mí la poesía es obra del Ser que Celebra (aún si se duele), soy un poeta paciano, y en tanto tal creo profundamente que la vida misma es lo que integra, lo que reúne, lo que asimila. Creo que el poema es, antes que una campana de vidrio, cerrada y negadora de su exterior, un paisaje enmarcado por una puerta abierta —y a través de ella puede pasar un perro, un pterodáctilo, Josefa Ortiz o una borrasca—.