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El reflejo, una vez más
Ilustrac ión de l libro E l mun do f ísico: g rave da d, g r a v it a c ió n, l u z , c al o r, el e c tr i ci d a d , m a g n e ti smo, et c ., d e A . G ui ll emi n , B arcel ona , Montaner y Simón , 1882
Ramón Castillo
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Todo esto es un milagro —alcanzó a decir— y lo milagroso da miedo. “El otro”, Jorge Luis Borges
En medio de las ansiedades acumuladas por la edad, el trabajo y la desfallecida vocación, una noche de hace quince días, cuando intentaba escribir algunos párrafos tuvo lugar un encuentro que, para alguien religioso, podría haberse denominado revelación o epifanía. Sin embargo, yo lo describiré como algo más cercano a un redescubrimiento.
Todo comenzó mientras estaba perdido entre las volutas caprichosas del cigarro que sostenía. Me dejé llevar por la sensación de lividez que inundaba mi mente tras cada aspiración con la esperanza de que la ociosidad pudiera sugerirme algún rumbo para el texto que pretendía redactar. En medio de los efímeros arabescos de humo, mi vista tropezó con la presencia de un espejo frente a mí. Lo que llamó mi atención fue que no había reflejo en él.
El óvalo de oscuridad pasmosa no emitía sonido alguno y, aún así, vibraba de tal manera que imponía silencio. El ruido de los autos y los vecinos, el ladrido rabioso de los perros enloquecidos por la luna, los atronadores cantos de las sirenas policíacas, la respiración de mi mujer e hija, el susurrar de los remordimientos nocturnos se habían acallado de manera unánime.
Las fauces opacas de la ausencia parecían querer devorarlo todo. Me vi rodeado de oscuridad. Después, algo comenzó a agitarse en el espejo vacío. Lo que vi sólo se podría entender o explicar, acaso, como si se tratara de un portal entre versiones paralelas o divergentes de la existencia. Al menos eso pensé en un primer momento. La negra superficie había devenido un marco hacía lo inexplicable, una ventana que franqueaba la gélida impasibilidad del universo. Las estrellas, constelaciones y galaxias aparecían nítidas, dinámicas, como apenas arrojadas de la vacuidad hacia el ser.
No había más luz que la emanada por el cristal hueco. Recordé la novela de Olaf Stapledon, El hacedor de estrellas, sobre un hombre que traspasa tiempo y espacio para remontarse a los extremos del cosmos y contemplar el desarrollo y ocaso de culturas y mundos inimaginables. No obstante, pronto pude constatar que la mía era una aventura de otro calado, un viaje más doméstico, aunque no por ello menos interesante.
El firmamento condensado en el marco del espejo dio paso a un vapor que cristalizó en una imagen tan familiar como ajena. De frente, me veo viéndome desde la extrañeza. Observo a un yo que no se reconoce del todo, pero se identifica con los gestos y movimientos tantas veces repetidos, la mecánica inconsciente del cuerpo propio. Esbozamos lo que parece un saludo recíproco nacido de la fascinación. Ambos sabemos quiénes somos y, aventuro, también tenemos un atisbo minúsculo de lo que ocurre.
Aquel reflejo cósmico mudó en un parpadear. Tras el asombro llega el vértigo al distinguir una multitud de dobles, numerosos pliegues y repliegues que se extienden por el espacio, rostros iguales salvo por ligeras variaciones que el paso de los años deja en cada uno. Me vi siendo el de hace tres o seis años, el de siete horas o cinco meses atrás, el de la semana pasada y quien fui hace una década. Una tras otra las imágenes se multiplicaban en infinitos sobrepuestos, era una cadena interminable de sombras, modos, formas y conjugaciones.
El desfile de rostros dialogaba de manera alternada con cada uno de los puntos intermedios, convirtiéndose en un canon en el que todas las voces lanzaban un mismo clamor en diferentes tonalidades y tempos. Era, había sido y estaba siendo en el mismo instante. Es decir, reconocí que era un punto estático que recorría en diversas direcciones todo lo que he sido y soy, era mis múltiples vidas en un sólo chasquear de dedos, el pasado y todos sus episodios sobrepuestos como una baraja sobre el presente.
La última década se mostraba en una línea de hechos que me increpaba en todos los sentidos, es decir, como reclamo ante los errores e, igualmente, como
celebración por la buena fortuna. Corría de arriba a abajo y en todos los sentidos, era una amplísima urdimbre de sucesos, añoranzas y sensaciones. Por supuesto, cruzó por mi cabeza la idea de haber muerto de manera repentina mientras fumaba y sin siquiera haberme percatado. El famoso túnel iluminado quizá no era sino un largo pasillo hacia el centro de nuestra memoria, la síntesis de los papeles que nos ha tocado interpretar. Pero sabía que no era el caso. ¿Cómo o por qué? No lo podría saber de cierto, pero tenía la seguridad de que el asomo al infinito que presenciaba era algo inaudito y, por completo, asociado a alguna fuerza desconocida de la vida. Lo que parecía amenazante por inverosímil pronto me pareció rabiosamente vital.
Podía escoger entre los millones de puntos entrelazados que se mostraban en el interior de la ventana, como si se tratase de un inagotable menú digital dentro de un gran simulador electrónico. Bastaba con moverme entre los nodos y contemplar, al azar, cualquiera de los capítulos desplegados para observar su ejecución como si se tratara de un film inmersivo de realidad virtual en el que estaba sin estar. La terrorífica película de mi vida, paso a paso, minuto a minuto estaba a mi alcance para revivir hasta el cansancio cualquier escena.
Me asomé al primer punto que tuve cerca. Observé a ese personaje que diez años antes trababa luchas diarias para forjar un posible futuro en la escritura. Podía ver, de manera simultánea, el primer trazo en mi libreta y cómo se llenaban —una a una— las páginas con apuntes, dibujos, frases y esbozos de probables proyectos, pensamientos arrojados por la inmediatez y la temeridad de sentir un llamado hacia la palabra. Y siguieron otras tantas más. En un travelling veloz fue posible seguir el recorrido entre las hojas pobladas por todo tipo de tintas y garabatos junto con los días, meses y años en que transcurría la existencia de más y más libretas, testigos de la imaginación y la tozudez.
Y, de igual forma, al asomarme a otro de los puntos conectados, pasó frente a mis ojos el instante en que esos diez años de escritura fueron barridos por un accidente. Por una razón que todavía no queda clara, las páginas quedaron reducidas a manchones de tinta y hojas deformadas por el agua. La supuesta identidad forjada con obstinación y, tal vez, ingenuidad de mi parte a lo largo del tiempo quedó trastocada al desaparecer aquellos rastros de escritura.
Primero entristecí, por supuesto; pero, en seguida y por fortuna, hubo de sustituirse dicho sentimiento por una necesaria distancia. Por ello, comprendí que las huellas de un recorrido que se me antojaba iniciático podía leerse en igual sentido como una galería fatua de selfies pseudo literarias fallidas. Aun así, después de recordar ese trance, confirmé que las libretas son, pues, una muestra más de lo que es ineludible y universal, ser frágiles trozos que se diluyen conforme avanzamos en la carrera desaforada de la existencia.
El espejo mostró otro cruce de caminos. Lo primero con lo que me topo al abrir los ojos es con la mirada plena, profunda, bellamente animal de mi perra. Paso las noches sin dormir bien, como poco y me dedico a hacer ejercicio de manera compulsiva. El trabajo es mi único entretenimiento. Acepto cualquier carga, cualquier labor como una forma de olvidar que estoy en medio de una separación. Mantengo un estricto régimen de alimentación y actividad física, vivo agotado y sin ánimo de hacer algo fuera de lo anterior. Mi único trayecto es de la oficina a casa —que además se encuentra en pésimas condiciones de limpieza y orden— y viceversa. Ocasionalmente bebo, trato de convivir. Conocer gente no me interesa. La única compañía que necesito es la de ella, mi mejor amiga.
En medio de la depresión que vivo en ese instante, está siempre alegre, juguetona y deseosa de que la saque a caminar. Gracias a su presencia puedo levantarme de la cama, mirar el mundo, no perder por completo el contacto con esa parte de mí que se alimenta de la vida, del juego, del sol. En la quietud de la noche, agobiado por la doliente impresión de sentirme infame y avergonzado, su tibia amistad me reconcilia con los demonios internos.
Meses más tarde se tuvo que ir a donde realmente pertenecía, pero en su andar me insufló con la nobleza que los seres más sensibles y elementales pueden otorgar. En el gesto decidido de acompañarnos entre tormentas y desfallecimientos, los animales domésticos hacen presente un pacto ancestral de mutua confidencia, el acuerdo tácito de una lealtad siempre dispuesta, sin falsedades ni cicateos. Ellos nos recuerdan el sentido originario de la franqueza y la fidelidad.
La superficie reconfigura su interior, en el espejo de obsidiana hay tensión y movimiento. A ratos es un líquido que se agita para dar lugar a una masa turbia que
inhibe cualquier asomo. Vuelve a abrirse. Me aventuro en otro instante. Identifico sin problema el día —incluso—, la hora de lo que sucede. Lo sé porque es imposible olvidar ese momento. Caminaba por calles repletas de gente con miedo, temerosos de que en cualquier instante se repitiera el estrépito. En cada paso observábamos atónitos las fachadas con daños y las construcciones fracturadas. La circulación vehicular era un caos y todos nos movíamos bajo el influjo de la necesaria búsqueda de las personas que importa ver y sentir cuando la finitud se hace manifiesta.
En las conmociones naturales se asoma algo de lo que Kant definía como sentimiento de lo sublime. En el arrebato de los elementos naturales apreciamos fuerzas que nos exceden y llenan de un sobrecogimiento surgido de la conciencia de nuestra pequeñez. La grandeza de un sismo aterroriza debido a que la tierra se comporta no sólo ajena a las certidumbres a las que nos habituamos, sino a que su despertar no es, nunca puede, ser tranquilo. En los minutos posteriores a un temblor intentamos digerir los sucesos, comprender el desplante súbito del suelo que nos sostiene, mitigar el susto y evaluar los daños. Anida en nosotros una desconfianza hacia las bases mismas de lo que somos y hemos construido.
Aquellas trepidaciones coincidieron con un estremecimiento hondo en mi interior. En medio del fragor quizá fue cuando me sentí más solitario, pero también cuando comenzó la reconfiguración personal. Unas noches antes había ocurrido uno de los sismos de mayor intensidad en años recientes. Mientras escuchaba crujir las paredes del departamento y sentía como éste se balanceaba de un lado a otro, tuve la certeza, sin aspavientos ni dramas, de que las sacudidas continuarían —en muchos sentidos— y no habría más a qué atenerse, salvo aceptar el ineludible desequilibrio como algo cotidiano. Y desde entonces así vivo, en el malabar de la incertidumbre y el fino arte de la improvisación vital, brincando entre aprietos y soluciones provisionales, astucias y regateos, treguas y efímeros triunfos.
Aquella noche de recuerdos y vivencias se extendió interminable, pues brincaba de un momento a otro. Así como vi las fantasmagorías anteriores, igualmente desfilaron en serie las sonrisas todas de la pasada década, los guiños venturosos que alegraron algún instante, las carcajadas en medio de la noche festiva, los secretos atesorados, las caminatas nocturnas, algunas playas, las breves satisfacciones que otorga el oficio ingrato de escribir, los éxtasis de la carne, el descubrimiento de epidermis distintas, lecturas deslumbrantes, introspecciones psicodélicas, comidas fastuosas o de plano mínimas, camaraderías insospechadas, episodios de bonanza, carreteras desconocidas, vuelos largamente esperados, conversaciones de madrugada, cigarros compartidos, botellas sin fin, tentativas revolucionarias, llantos incontenibles, confesiones inoportunas, bailes de cadencias ancestrales, caídas, golpes y rasguños, caricias y arrebatos, palabras sueltas y sin dueño, fuegos de apasionada lujuria y monásticas confesiones, fallos, aciertos, reincidencias y empecinamientos.
Un vislumbre final. Es la sala del departamento que habité durante diez años. Es la última noche que paso ahí, por fin me mudo. Limpio las paredes, barro el piso y conforme arreglo desperfectos el pasado se revela en cada uno de los rincones. Los fantasmas se liberan al pasear la mirada por cada habitación, por fin dejo atrás aquellas historias. Suelto la mano de lo que había sido. Atrás quedaron las libretas borradas, el nerviosismo tras el temblor, el andar de mi mascota más querida, la convivencia y la soledad. Cierro la puerta, apago la luz y vuelvo a estar de frente al espejo deshabitado.
Este ajuste de cuentas pasó como el rumor del oleaje, que en su vaivén arrastra todo lo que encuentra y al volver regala fortuitos asombros. Seguimos mirándonos, él con diez años menos, yo con diez años más. Tras lo vivido, su expresión es —me conozco— de azoro e incredulidad. Estarás bien, le digo con franqueza. Al igual que el diálogo entre Borges y el otro él, tuve ganas de decirme algunas cosas sobre lo que le pasaría a mi yo con menor experiencia. Pero preferí guardar silencio.
Como una justa ironía tras lo ocurrido, el tiempo corrió sin darme cuenta. Quedé tumbado en medio de mi estudio con el cigarro apagado entre mis dedos. El sol me encontró con un dolor de cabeza terrible y el cuello torcido. Si el viaje fue un sueño o un milagro, debo confesar que no me es posible asegurar la naturaleza del fenómeno, pero sí sus efectos en mí. Recordé aquello que pregonaba Nietzsche sobre la voluntad férrea para asir la vida con cada uno de sus inesperados descalabros. De esta manera, el redescubrimiento del que hablé al principio sólo me condujo a la que es, en estos momentos, mi única consigna: decir sí a todo. Decir sí a todo, una vez más.