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El trapiche

El Trapiche

Cuando el trapiche se agita y se juntan los engranajes para triturar la caña, es la molienda.

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Cuando, al final de la molienda las ruedas ya sin aceite del trapiche ásperamente friccionan, es el chirrido y el miedo.

Y cuando el trapiche chirria, salen hombres a robar niños para aceitar los engranajes. (Sólo el aceite de los niños calla el ruido). Entonces en las calles es el silencio.

No hay ronda.

No hay canción.

Molienda. Odiada molienda. Se agitan las entrañas del dragón de acero. Gimen ruedas y engranajes. A dentelladas la caña se hace azúcar. Un rumor sordo sale a veces del ingenio y termina en un pito largo y agudo. Y chirria. (¿Dónde nace la noche? ¿En la cueva de qué cerro despierta su sombra? No lo sé. Pero ya está aquí, oscura y triste).

Dos niños, sentados junto a una puerta vieja, miran el humo del trapiche que se levanta retorciéndose por sobre las casa. Humo blanco. Resuello blanco. Y chirria.

(Y esta calle polvorienta y larga dentro de esta hora, cuando es inevitable la confusión de las cosas como los sueños. Todo es tenue como el polvo que estuvo jugando hacia la tarde y que, al aparecer

la noche, se tendió mansamente a lo largo de la calle). —¿Crees que Javier está durmiendo? —No. No viene porque tiene miedo. (Tampoco sé dónde nace el viento, pero también ya está aquí, camina la calle oscura y regresa temblando en su propio frío). —¿Miedo de qué? —Del trapiche, pues. —Sí. Suena. Desde anoche está sonando, pero hoy es más fuerte. ¿Crees que saldrán a buscar más niños?

La calle, tiesa. Una puerta se ha abierto y un rectángulo de luz amarilla se tiende en el polvo. Es un hombre. Desde su mameluco gris mira los pequeños charcos con un reflejo de luz que no existe. Piensa en los charcos y en el verano. Y no sabe por qué lo piensa. Tampoco sabe por qué se siente vencido y largamente triste. Luego, el rectángulo de luz desaparece.

Dentro, el hombre se despereza estirando los brazos bajo una lámpara de kerosene que cuelga del techo. Sus manos tocan la lámpara que queda oscilando. Se agitan y crecen y se acortan las sombras de las cosas. Después, nuevamente todo adquiere su proyección legítima, hasta la silueta del hombre, que también estuvo jugando en las paredes. —Mira, Juana, qué curioso, mi compadre Pedro hizo esta lámpara, él ya está muerto y sin embargo nos mueve. —Sólo mueve las sombras –contestaron desde el cuarto contiguo y desde la oscuridad. —No. También nos puede mover a nosotros. Y nos mueve.

El viento, afuera, corre con un olor fuerte de melaza. Corre in-

diferente al chirrido y al miedo. Se va por los cerros negros y los cañaverales. No tiene miedo.

—Mi mamá dice que el trapiche es como un hombre. —Los hombres no comen niños.

—No, no es igual. El trapiche da miedo y no deja jugar. ¿Tú no tienes miedo?

—Sí.

—Yo también. Oye, ¿por qué no matamos al trapiche? Yo le estaría golpeando los fierros hasta que muera. —Somos pequeños y el trapiche es grande. Quizás cuando seamos mayores. —Sí, cuando crezcamos y ya no tengamos miedo.

El hombre descuelga la lámpara y va hacia el cuarto contiguo y oscuro. La lámpara queda sobre una mesa junto a varias estampas de santos. Tendida en la cama, la mujer cierra los ojos ante la brusca luz, luego recuesta su cabeza en el respaldo y bosteza largamente. El hombre, en silencio, se sienta junto a la mesa. Mira sonriendo a las estampas amarillas. Quiere rezar por los nuestros, pero no sabe hacerlo. Su compadre Pedro no era malo y debía estar bien; ahora muerto, no necesitaba de oraciones. Se dijo que él las necesitaba más, pero tampoco sabía hacerlo. Del bolsillo de su overol saca una libreta y anota unos números lentos. —Veinticinco diarios— murmura. ¿Vas a trabajar por el dominical?

—Sí, necesitamos plata. Con veinticinco diarios no alcanza ni para comer. Y sólo un hijo. Peor los que tienen más. —¿Cuántos hijos ha dejado Pedro?

—Cinco. Él se casó cuando recién empezamos a trabajar. Me acuerdo, ganábamos diez soles diarios. Ahora son veinticinco, pero tampoco alcanza. Creo que vamos a ir a la huelga. Mañana se reúne el Sindicato. Ya es tiempo de que nos aumenten. Vamos a joder al gringo con la huelga, es la única manera, pues.

Y el hombre pensó en la huelga. Pensó en sus líderes y en los gringos. Y se sintió fuerte porque todos los obreros estaban juntos. Supo que era fuerte porque habían decidido pararse ante la bestia, que era un modo de desafiar y pelear.

Por la calle venía un hombre borracho. Sumergido en la oscuridad y el frío, pasó junto a los niños. Chirrido alucinante. Humo alucinante. Miedo.

—¿Tú nunca has soñado que te llevaban al trapiche? —Sí, sí soñé. Soñé que me atrapaban unos hombres vestidos de negro. Yo gritaba, pero ellos me arrojaron junto con la caña. Y me fui haciendo azúcar. Mi sangre se quedaba en los engranajes y los engranajes ya no sonaban. Se iban callando con mi sangre. Y fui un niño de azúcar.

El hombre se sacó el mameluco y se puso sólo una camisa vieja. Fue hacia la cama y se sentó en el borde. Pensaba en su compadre y en él mismo. No, nada es justo, concluyó para sí mismo. Luego recostó su cabeza en el vientre suave de su mujer. —¡Cómo se va la gente!, ¿no? Hace un mes don Pancho y anteayer, mi compadre Pedro. Pobres. —Fue accidente con don Pancho, dicen.

—Sí, dicen que fue accidente. Y Pedro tuberculoso. Mentiras. Fueron quince años en la fábrica, en el trapiche. Los venció la madrugada y el trabajo duro. Todavía me acuerdo cuando entramos a trabajar. Creímos que era suerte porque en ese tiempo no había trabajo. Pero

ya ves. Ahora suerte es morirse. —No hables así. Podemos ahorrar un poco y largarnos a otro sitio. —Ya no, lo único que he ganado es sentirme como que yo también estoy muerto. Pero puede ser. Quizás algún día nos podremos ir. En fin, yo estoy aquí para aguantar o por lo menos para tener cólera. —Mañana tienes que madrugar. Anda, llama a Miguel para acostarnos ya. Allá está en la esquina con un amigo.

El hombre se puso de pie. Nuevamente sobre el polvo de la calle se vio el rectángulo de la luz. Silbó a su hijo y los dos niños se pararon. Su hijo llegó hasta él y entraron. La calle, quieta. El humo más denso y más alto. —Papá ¿escuchas el trapiche? —Sí, suena.

—¿Cuándo termina la molienda? —La otra semana quizás. ¿Tienes miedo? —Sí, papá. El trapiche está sonando y no deja jugar. Nos pueden robar para aceitarlo.

—Zonzo.

Y los tres se acostaron. Y los tres se durmieron.

El hombre soñó que el trapiche lo devoraba. No con un golpe seco, sino lentamente. Lentamente su sangre fortalecía y aceitaba las muelas del dragón. No con un golpe seco y rotundo, sino día a día, lentamente.

Afuera, chirrido y humo. Afuera, por sobre las casas, devorante, la bestia. “El Trapiche”, en la revista Narración 1 (1966)

Lectura y conversación

Este cuento mereció más de una lectura. La primera fue una lectura en voz alta del cuento completo. Luego de esa primera lectura les preguntamos por lo que sintieron y la mayoría respondió: miedo. Se quedaron con el ser fantástico amenazador que los personajes niños crean para expresar su miedo al trapiche. A partir de esta primera respuesta fuimos identificando en el texto palabras y escenas que grafican ese miedo: chirriachirrido-en las calles es el silenciola noche oscura y triste-el humo del

trapichemiedo del trapicheel trapiche suena-el trapiche da miedo y no deja jugarla bestia devorante.

En el cuento, el miedo de los niños se concentra en el mito de que para que el trapiche no deje de trabajar, hay que aceitarlo con la grasa de los niños y que por eso hay hombres que salen en las noches a robarlos. Este mito penetra hasta los sueños de uno de los personajes niño:

“Sí, sí soñé. Soñé que me atrapaban unos hombres vestidos de negro. Yo gritaba, pero ellos me arrojaron junto con la caña. Y me fui haciendo azúcar. Mi sangre se quedaba en los engranajes y los engranajes ya no sonaban. Se iban callando con mi sangre. Y fui un niño de azúcar.”

A continuación mostramos una pizarra realizada en una de las sesiones de laboratorio que grafica la ruta para construir junto con los escolares lo que significó el trapiche dentro de las haciendas. Esta conversación consolidó la aproximación al universo que evoca el cuento.

En esa conversación, la profesora Amparo compartió parte de su niñez, cuando vivía en la hacienda Zorritos de Cerro de Pasco:

Hacían trabajar a la gente como esclavos. Todos los pobladores eran trabajadores de los hacendados. Ellos solamente ordenaban y al que no hacía le mandaba castigar. Esos hacendados ya no existen en el país, ya no hay… porque entra un gobierno, Velasco, y les dicen que esos terrenos pasan al Estado. Por eso ya no hay hacendados, una de las haciendas era la hacienda Zorritos. Eran españoles, italianos, de diferentes lugares y ellos llegaban con toda su familia y el resto era su hacienda. Cuando se retiraron, lo dejaron todo ahí, cuando se regresaron a sus países. Por eso que Pasco queda digamos casi muerto cuando ellos se retiran porque ellos son los que han traído el hospital… además como esos pueblos eran de Estados Unidos ellos venían con su gente… mi mami me cuenta que había de todo, enlatados, avenas enlatadas, ese del Quaker, que solo echabas una tacita y crecía y alcanzaba para todos. Así hemos comido muchas cosas ricas porque ellos traían de su país y lo vendían en Pasco. Lo llaman ciudad cosmopolita porque había chinos, de todas partes, había telas finas, abarrotes, artefactos, digamos muerto cuando ellos se retiran, En Cerro de Pasco había de todo.

Después de este primer momento, profundizamos más en el texto. Junto con los escolares identificamos los personajes, los espacios y la hora del día en que ocurren los sucesos. En este proceso fuimos reconociendo la estructura del relato. Durante esta conversación planteamos las siguientes preguntas: • ¿Quiénes son los personajes del relato y cuál es la relación entre ellos? • ¿En qué espacios sucede el relato y cómo son? • ¿En qué momento del día sucede el relato? ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo describe el narrador ese momento? • ¿Cómo transcurre el tiempo en el relato? ¿Qué elementos usa el narrador para mostrar ese transcurso? • ¿Qué sonidos se repiten cons-

tantemente y qué sensaciones te transmiten? • ¿Qué ideas y sentimientos despierta en ti el cuento? • ¿Cómo experimenta la presencia del trapiche el padre y cómo la experimenta el hijo? Vuelve a leer el sueño del padre y describe sobre cómo el trapiche destruye a cada uno y reflexiona sobre cómo la amenaza del trapiche actúa en la vida del padre (en su condición de obrero) y en la vida del hijo (en su condición de hijo de un obrero).

Finalmente, la actividad de apropiación consistió en que cada uno dibuja con el mayor detalle posible una escena del cuento, de tal manera que entre todos se pueda reconstruir el relato.

A modo de conclusión de esta sección trabajamos el poema “Trocha entre cañaverales” en el que también se evoca la dureza y las condiciones de explotación en el trabajo de las haciendas azucareras. Para hacer el enlace entre el cuento “El Trapiche” y el poema “Trocha entre cañaverales” vimos la película Ojos de perro (1983). Esta es una película por Alberto «Chicho» Durant cuyo guion y arte son de José Watanabe. Fue ambientada en el Laredo de la década de 1920, en la época en que funcionaba la hacienda azucarera y los obreros y jornaleros organizaban la lucha contra la explotación del hacendado. La película sirvió para darle imágenes concretas a las sensaciones y situaciones que el cuento propone y que el poema lleva a su extremo.

https://www.cineaparte.com/p/342/ojos-de-perro

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