Pantalla Global: Plataforma Virtual (es)

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PANTALLA GLOBAL PLATAFORMA VIRTUAL

www.pantallaglobal.cccb.org


Una coproducci贸n de:

En colaboraci贸n con:

Con el apoyo de:

El CCCB es un consorcio de:


ÍNDICE

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PRESENTACIÓN

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PANTALLA HISTORIA

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PANTALLA POLÍTICA

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PANTALLA DEPORTE

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PANTALLA PUBLICIDAD

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PANTALLA EXCESO

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PANTALLA VIGILANCIA

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PANTALLA JUEGO

La creación del contracampo. Juan Insua

La historia y sus pantallas. Jordi Carrión

Politización del arte vs estetización de la politica. Gonzalo de Lucas

La eternidad del gol fantasma. Pere Bosch

La felicidad. Iván Pintor

Los alfabetos de la transgresión. Jordi Costa

La mirada sin límites. Ana Luisa Valdés

Pixels y dopamina. Tu otra vida en la pantalla. Mara Balestrini


PRESENTACIÓN

LA CREACIÓN DEL CONTRACAMPO JUAN INSUA

La fase de incubación de Pantalla Global ofrece un primer balance promisorio. La construcción de una plataforma virtual, que comenzó antes de la exposición física con el llamado a la participación, esta dando sus primeros frutos. Más de cien videos sobre Historia, Política, Deporte, Publicidad, Exceso, Vigilancia y Juego, confirman que los procesos de co-creación con los us-

fricciones que sugiere la ampliación del campo de juego de la creatividad cultural y social.

uarios son uno de los retos decisivos del nuevo escenario cultural en la segunda década del siglo XXI. Y nos advierten sobre la riqueza, la complejidad y los dilemas que plantea este horizonte. El papel que están jugando las tecnologías digitales colaborativas y la progresiva democratización de las herramientas de producción y postproducción revelan un estallido de la creatividad colectiva cuyas consecuencias son ya tan evidentes como difíciles de prever. Mientras tanto, cabe detectar las zonas de confluencia y también las

tilos. La banalización de la política, los olvidos de la historia, la critica del consumismo, la realidad de la ficción, las ficciones de la realidad, el exceso que conduce a la indiferencia o el temor a un mundo orwelliano, son algunas constantes de piezas que utilizan con soltura la remezcla, la animación, el fotomontaje y el stop-motion. Pese al condicionamiento que supone su duración, en casi todas prevalece un saludable espíritu critico, las intuiciones de una poética compartida y un humor desmitificador. Hay videos que son embri-

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1. Diversidad de enfoques, técnicas y estilos. Los videos que alimentan el contracampo de la exposición reflejan la emergencia de una cultura audiovisual libre de prejuicios, con una singular diversidad de enfoques, técnicas y es-


ones de trabajos más ambiciosos, otros podrían funcionar como spots televisivos; hay ironías sobre el cine experimental, sátiras sobre los videojuegos, ejercicios de estilo y denuncias sobre los abusos del poder. Cada nuevo video recibido incrementa las expectativas del contracampo, es decir: la creatividad de los contribuidores y la tensión dialéctica que establecen con el campo, el discurso de los comisarios y las tesis de la exposición. 2. Autoria individual y autoria colectiva. «Una película no es creación de un individuo, sino de un equipo de varias docenas e incluso centenares de personas: el cine es por definición un arte colectivo, a pesar de que la nouvelle vague francesa probó a imponer más tarde la idea de política de los autores para conferir a la obra una unidad creativa que técnicamente no podía tener. Ningún arte es tan deudor por su tecnificación, de la contribución colectiva». Esta reflexión de Gilles Lipovetsky y Jean Serroy plantea una cuestión de fondo para la crítica cinematográfica y los historiadores del cine, pero también afecta a la noción de autor en la era de Internet y la proliferación de las pantallas. Las paradojas son elocuentes. Por una parte, el culto al cine de autor goza de buena salud y el canon cinematográfico sufre continuas revisiones; por otra, una intensa creatividad audiovisual colectiva convierte en autores (potenciales o no) a un número creciente de ciudadanos. Las visiones academicistas, las filias y fobias de los críticos y los diversos estilos de prescripción, no evitan que el ecosistema audiovisual siga incorporando nuevas especies, pese a la hegemonía que todavía ostentan las empresas multinacionales del espectáculo. En medio de la exacerbación hipermoderna el cine ha dejado de ser el epicentro de la transformación, y mientras su espíritu sigue diluyéndose en el resto de las pantallas, una legión de contribuidores activa nuevas formas de entender la autoria (individual y colectiva) además de alimentar el debate

sobre las elites artísticas y la democratización de la cultura. 3. Exposición y contra-exposición. El proyecto Pantalla Global se inscribe, por lo tanto, en una transformación más amplia donde la velocidad del cambio parece la única constante. La conversión del mundo en pantalla, al mismo tiempo que la pantalla se convierte en mundo, no solo conduce a la lógica implacable del entretenimiento, el espectáculo y el estrellato. La potencia del contracampo sugiere un número creciente de miradas emancipadas. Nuevas visiones de una ciudadanía creativa, activa y crítica. Lipovetsky, Serroy e Hispano, los comisarios de la exposición, han sabido intuir la importancia de esta apertura, permitiendo que sea el propio público – o el antes llamado publico-, quien pueda crear el contrapunto de su discurso. Es un avance importante en el modo de concebir los proyectos expositivos, y afecta a todas sus etapas: desde la creación del guión, pasando por la documentación, la producción y post-producción de los audiovisuales, así como por los efectos derivados y las ideas colaterales que van surgiendo en un proceso abierto que se disemina a través de las redes sociales y aspira a convertirse en una plataforma de reflexión sobre las mutaciones que esta sufriendo la galaxia audiovisual en el siglo XXI. La segunda fase del proyecto que comienza con la inauguración de la exposición presencial permitirá conciliar campo y contracampo -la exposición y la contra-exposición-, además del reto implícito en la versión digital que, sin alejarse de las tesis curatoriales, no puede limitarse a una mera transposición de la puesta en escena física. El género exposición requiere un lenguaje propio en los mundos virtuales; una autonomía formal todavía incipiente, que los cambios tecnológicos y la presión de la crisis económica podrían convertir en un ámbito de exploración clave en los próximos años.

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PANTALLA HISTORIA

LA HISTORIA Y SUS PANTALLAS JORDI CARRIÓN

En el segundo capítulo de la cuarta temporada de la serie Breaking Bad, dos amigos de Jesse, totalmente colocados, comienzan a hablar de videojuegos. Comparando las virtudes de unos y otros, acaban comentando uno en que el jugador se enfrenta a zombis nazis: «No se quieren comer tu cerebro porque busquen proteínas, sino porque odian a los americanos, son tal-

a ojos de quien las asumía como propias. Porque el lenguaje, que tiene siempre raíces históricas, tiende al cambio de contexto, a la perversión y a las ficciones más o menos inconscientes. La ficción estricta opera en términos semejantes. Existe un referente original, más o menos cercano a una realidad (histórica); pero entre la primera ficcionalización y esa fuente ya se abre una dis-

ibanes». Aunque el personaje esté drogado, la lógica de su discurso no está demasiado lejos de la popular. Porque en el imaginario colectivo las palabras nazi y talibán se han ido desligando de su concreción histórica y, por tanto, de su sentido recto, para significar algo parecido. Y escribo algo porque me interesa la inconcreción del pronombre indefinido. El bárbaro, el infiel, el salvaje, el judío, el moro, el francés, el cosaco, el español, el nazi, Charlie, el talibán: durante siglos esas palabras y otras similares se han utilizado para designar otredades más o menos similares

tancia, que se va incrementando a medida que pasa el tiempo y, con él, la obra se va ramificando, diversificando, multiplicando en lecturas y en reescrituras. Si se ha vuelto –lamentablemente– común decir que la política israelí respecto a los palestinos es nazi es porque lo nazi se ha emancipado del nazismo. El carnaval forma parte de ese lento mecanismo de desvinculación. Mientras que la miniaturización de las guerras mediante soldaditos de plomo no es sometida a un juicio moral, de modo que poco después del fin de la guerra civil o de la Segunda Guerra Mundial

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se comenzaron a vender los correspondientes ejércitos minúsculos, su representación en forma de disfraces sí debe obtener la aprobación social. Por eso el Príncipe Harry de Inglaterra o el magnate Bernie Ecclestone fueron reprendidos por sus indumentarias carnavalescas. El hecho de que fueran ficciones (es decir, disfraces) no los exculpaba de haber banalizado el tabú. Aún no hemos desvinculado la esvástica de las masacres. La distancia que separa el hecho histórico de su versión ficcionalizada constituye la primera de las múltiples pantallas que filtran la recepción, cada vez más lejana, de lo que fue realidad. En 1940, Charles Chaplin parodió en tiempo real a Adolf Hitler. Con El gran dictador continuó con un proceso que ya se había iniciado en caricaturas y viñetas de un lado y otro del océano y al que muchas otras películas contribuirían durante el mero transcurso de la segunda gran guerra: la conversión del genocida alemán en un personaje de ficción. En la primera portada de Capitán América, que apareció en marzo de 1941, el superhéroe golpeaba a Hitler. Casi medio siglo después, en Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, Michael Chabon hace que el Escapista, el superhéroe creado por sus protagonistas, también entre en la escena de las historietas dándole un puñetazo a Hitler desde su primera portada. Poco más tarde, Quentin Tarantino estrenó Unglorious bastards, una película en que los judíos americanos de los años cuarenta son en realidad tan aguerridos y vengativos como los judíos israelíes de los años cincuenta o sesenta, donde aparece Hitler por enésima vez. Una versión más cercana a la de Chaplin que a la de El hundimiento. Para entonces, los nazis y su prole ya se habían convertido en un recurso narrativo, en arquetipos del mal, en telones de fondo, en motivo de exploración grave (Saló o los 120 días de Sodoma, de Passolini) o de comedia sangrante (Mi Furher: la más verdadera historia de Adolf Hitler, de Dani Levy). En algo que guarda una muy vaga relación con la terrible fuente original. Indiana Jones contra los nazis. Tom Strong

contra los nazis. La película porno que rodó Hitler (en Desolation Jones, el cómic de Warren Ellis). Capitán Nazi, el rival del Capitán Marvel. Cráneo Rojo, exgeneral nazi y confidente de Hitler. Nazis como personajes secundarios de Fringe. Como si el plan de clonar a Hitler, que un personaje de ficción llamado Josef Mengele trata de llevar a cabo en Niños de Brasil, hubiera tenido éxito, pero en el plano de la ficción. Una célula de Hitler en cada criatura ficcional que se inspira, mínima o máximamente, en el nazismo. Vampiros nazis, amazonas nazis, millonarios sadomasoquistas vestidos de nazis, nazis vivos y muertos: el nazismo como un ejército nazi de iconos víricos infiltrados en todos los recodos de la Ficción, desde las fantasías sexuales de mansión y mazmorra hasta los videojuegos ultraviolentos, pasando por la comedia Zombis nazis. En el prólogo a la edición estadounidense de Una tumba para Boris Davidovich, de Danilo Kiš, escribe Joseph Brodsky: «Tarde o temprano, toda revuelta acaba en una obra de ficción». Eso significa que la revolución necesita testimonio y magnificación, crónica y narrativa. El destino de la Realidad no solo es ser narrada en clave histórica, sino también el de ser transformada como cuento, novela, cómic, película, serie de televisión, videojuego, Ficción. Tanto el periodismo, la historia o el documentalismo como la literatura y el cine se sirven de textos, velos, pantallas para abordar la representación, directa o distorsionada, de lo que ocurrió. En ciertos momentos de la historia humana existieron artefactos narrativos capaces de otorgar un sentido consensuado o predominante a una experiencia histórica. Tan solo tres años después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, con toda su complejidad, con su infinitud de discursos entrecruzados, se leyó Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer, no solo como la gran novela sobre la Segunda Guerra Mundial, sino como una de las grandes novelas bélicas de la historia. Diez años después del 11-S ninguna obra sobre el atentado ha reunido un consenso semejante. En nuestro país, a menudo citamos Soldados de Salamina

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El gran dictador (Charles Chaplin, 1940)

como el inicio del interés de la última década por productos culturales vinculados con la guerra civil y el franquismo, pero lo cierto es que hace más de setenta años que se publican novelas y cómics y se estrenan películas que abordan, de un modo u otro, esos conflictos. Si podría ser excesivo haber de remontarse a películas de 1939 como Sierra de Teruel o Frente de Madrid o a cómics de los setenta como Eloy para entender cómo se configura la representación de la guerra civil en nuestras conciencias, sí me parece pertinente pensar en la maraña de textos en que se inscribe la novela de Javier Cercas, y la adaptación cinematográfica que llevó a cabo David Trueba. Es decir, pensar en la pantalla de pantallas o red de figuraciones en que el acontecimiento central de la historia española es representado en las conciencias de los españoles.

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Inmediatamente antes de Soldados de Salamina, otro libro y otra película de éxito abordaron la contienda: La lengua de las mariposas (de Manuel Rivas y José Luis Cuerda, respectivamente). Poco antes o poco después se estrenaron filmes realistas y fantásticos como Tierra y libertad, Libertarias, El laberinto del fauno, Las 13 rosas o El espinazo del diablo. Pero las novelas y las películas no son más que una parte de los productos culturales sobre la historia española del siglo XX que han ido calando en nuestros cerebros. En los últimos años, mientras el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero impulsaba la Ley de Memoria Histórica, las interpretaciones, versiones y ficcionalizaciones de cada cual se iban convirtiendo en nodos de la telaraña representacional que llamamos Guerra Civil. Vagamente, porque en esa etiqueta a menudo en-


tran lo que denominamos La República, parte del Franquismo y nuestra perspectiva anclada en la Post-Transición. En la última década, por ejemplo, es difícil encontrar un álbum pop que no contenga alguna canción sobre el tema. O alguna serie de televisión que, a la luz de los índices de audiencia de Cuéntame, no haya tratado de un modo u otro la cuestión, hasta llegar a 14 de abril. La República y Temps de silenci. En Psicodelia y ready made (Adriana Hidalgo, 2010), el crítico alemán Diedrich Diederichsen ha escrito a propósito de mayo del 68: «Su evocación sirve, como todas las evocaciones de una comunidad generacional, para que los participantes se aseguren unos a otros de forma lisonjera el haber estado presentes en algo grande. En documentales televisivos como Nuestros años sesenta siguen informando, décadas después, de cuánto duró en llegar exactamente la revolución sexual a la pequeña ciudad de Dinkesbühl o cuándo desembarcó la ola beat en Dresde. Podría decirse que todas estas construcciones ayudan a las personas reales carentes de poder a que tengan el sentimiento de que no vivieron completamente desapegadas de la realidad histórica». El mismo mecanismo ha actuado en el caso español durante la última década y media. Las pantallas nos han ido convenciendo de que esa historia fue la nuestra, con un poder de convicción mucho mayor del que tuvieron las anécdotas y los traumas que nos contaban los abuelos. En el último año del siglo XX, Peter Sloterdijk inició una célebre polémica con la conferencia que después se convertiría en Normas para el parque humano (Siruela, 2000), cuya tesis era: «las sociedades modernas solo ya marginalmente pueden producir síntesis políticas y culturales sobre la base de instrumentos literarios, epistolares, humanísticos». No hay duda de que la épica y la lírica, en sus manifestaciones artísticas tradicionales (la poesía, el teatro, la pintura, la novela, el ensayo, la ópera, el cine), dejaron de tener la capacidad de influencia que convierte

una síntesis en un discurso central. La Pantalla es global porque es la suma de las pantallas de los cines y de los televisores y de los monitores y de los teléfonos móviles y de los instrumentos médicos y de los GPS. De todas las representaciones pixeladas que nos rodean y que nos constituyen. Pero en el polo contrario al de lo global no se encuentra, como se acostumbra a decir, el de lo local. Sino el de lo individual. La pantalla global existe solamente en las conciencias individuales. Y en ellas lo textual y lo audiovisual conviven sin parcelación ni fácil discernimiento. Se puede decir que la literatura dejó su lugar central al cine y que este fue desplazado por la televisión y que esta ha sido desbancada o simplemente enriquecida por Internet, al tiempo que los videojuegos se convertían en una industria poderosísima y en parte imprescindible del imaginario universal; pero en el cerebro humano, donde lo factual y lo ficcional están en perpetua liza, no hay centralidad posible, sobre todo porque la literatura, la pintura y el cine siguen siendo los modelos desde los cuales leemos y miramos. Las representaciones se amalgaman constantemente, en traducciones que olvidan parcialmente el lenguaje de origen, que desvirtúan y versionan y empobrecen o enriquecen las fuentes como lo hacen todos los discursos sobre lo real, sean documentales o ficcionales. De modo que en nuestra época es difícil –si no imposible– que una síntesis capaz del consenso crítico pueda estar en una obra (sea esta novela, ensayo, película, pieza artística, serie de televisión, cómic, videojuego). La síntesis solo puede venir a posteriori, mediante la puesta en diálogo de obras y productos que no conciben como un archipiélago, pero que el crítico o lector puede y debe poner en relación. En la pantalla global disponemos de las piezas del puzzle, pero solo en la conciencia individual podrán encajar y encontrar un sentido. Infinitamente fragmentada en figuraciones a menudo contradictorias, la Historia espera que cada cual reconstruya su archipiélago. Y lo vuelva a interpretar.

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PANTALLA POLÍTICA

POLITIZACIÓN DEL ARTE vs ESTETIZACIÓN DE LA POLITICA GONZALO DE LUCAS

Las formas cambian cuando cambian de velocidad. En las manifestaciones del movimiento 15M, el contraste entre los medios tradicionales de información (prensa escrita o televisión) y los medios digitales que utilizan los participantes en las protestas está generando una fricción temporal: de repente, los medios empleados por el poder resultan ineficaces e incluso obsoletos, reaccionando con lentitud e incapaces de sofocar la contrainformación generada con los vídeos digitales

los hábitos de las épocas previas al digital, no pueden reaccionar en sintonía y, en el desajuste de ese retraso, parecen verse más claramente sus efectos de manipulación. ¿Para qué esperar entonces al diario, al noticiario? La crisis de los medios tradicionales se debe, en parte, a que sus recursos ideológicos siguen dependiendo en gran medida de la velocidad para la que fueron creados.

colgados y multiplicados inmediatamente en Internet, como se mostró en los altercados provocados por la intervención de la policía en la Plaza de Cataluña, en Barcelona, el 27 de mayo de 2011.

La televisión, por ejemplo, ha intentado controlar o reprimir en lo posible la radicalidad del directo, ensayando –en los estudios de grabación– los métodos más eficientes para ordenar y planificar los programas, tratando de eliminar lo azaroso o lo caótico, la irrupción de lo imprevisto. En ese sentido, resulta clarividente el análisis político del film de Harun Farocki y Andrej Ujica Videogramas de una revolución (1992), donde se muestra el momento en que el régimen de Ceaucescu cae derribado, pero todavía no se acaba de instaurar otro nuevo, de modo que la televisión co-

Frente a la emisión controlada de la información en los noticiarios televisivos, estos vídeos imprevistos irrumpen con otra velocidad mediante una inmediatez en la producción y la difusión de los materiales audiovisuales que el espectador sintoniza como una reacción más viva, directa o urgente; los medios tradicionales del poder, según

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munica o emite desde el intervalo, la pausa o la incertidumbre respecto a cuáles son las formas ideológicas adecuadas o más convenientes. Cuando la gente toma la cadena estatal, y en pleno –o aparente– descontrol técnico, lo que se empieza a difundir sobre todo es material sobrante: desencuadres, tropiezos, saltos, imágenes con nieve o grano, desconexiones, interrupciones. Esa fue la imagen en directo de una revolución, de la transición de un sistema político a otro; ese intervalo en bruto –o por hacer– ha sido tradicionalmente la gran cuestión de la política en el cine, situarse entre sistemas. Por lo demás, esa clase de imágenes descentralizadas y desterradas de la televisión tradicional forman parte justamente de los archivos digitales que se están creando en las webs, también a una velocidad inédita o desacostumbrada. En ese movimiento, las jerarquías o controles de la difusión por los cines y museos sobre lo valioso o digno de exhibición también quedan subvertidos: webs como Ubu o Prelinger permiten ver o apropiarse de materiales de hasta ahora muy difícil acceso (films publicitarios, de artistas, subproducciones, libros, documentos, etc.). El ideal de una historia del cine o del arte sin firmas –en detrimento también de los derechos de autor– se

vuelve materialmente más razonable, por la posibilidad mediante el montaje de asociar un film canónico y un documental industrial para ver qué aparece en esa colisión. La política pasa también por ese montaje, esa fricción. Los principales objetivos comerciales y promocionales de Internet obligan a una amplitud de ventanas que dificulta el control ideológico del tránsito de los vídeos: cuando se intenta borrar uno, se reproduce con otro nombre o en otra página. Son los espacios en blanco, vacíos, intersticios o aperturas de la red. Lo mismo sucede con la piratería y los empeños costosos y estériles por anularla. Lo que importa de estos cambios es que sepan introducir algo de caos. En el interior de cada sistema se encuentra también la creación de su vulnerabilidad o falla. Todo poder político, sea cual sea su condición ideológica, instaura un sistema formal (en la comunicación, en las costumbres, en las leyes, en las modas) cuya pervivencia radica en la fuerza persuasiva y propagandística de su propagación colectiva y la dificultad que supone cambiarlo individualmente. Ese poder se ejerce sobre todo mediante herramientas técnicas desarrolladas con objetivos económicos y de control.

Videogramas de una revolución (Harun Farocki y Andrej Ujica, 1992)

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Ya en los años veinte, Paul Valéry advertía que los cambios cultures pertenecen a la técnica y la ciencia, y no a los poetas como suele creerse. A estas alturas, parece claro que el Iphone y las demás pantallas inventadas por Steve Jobs han transformado las formas de expresión amorosa mucho más que cualquier guionista de Hollywood.

salta la manejabilidad de la imagen y el sentido de protesta que se le asigna, lo vivo de la circulación de imágenes y sonidos. Al liberarse de los engranajes colectivos e industriales, el vídeo se utiliza como una expresión directa y espontánea, una reacción. Quizás las cámaras del móvil sean la herramienta más sintomática de este proceso.

Por ese motivo, ante la proliferación de pantallas pensadas para cuantificar o multiplicar con mayor facilidad hábitos o imágenes de consumo, todo trabajo o pensamiento estético y político, o contra el poder, debe incidir en el desarrollo de los instrumentos técnicos para darles otros ángulos y usos, acaso no funcionales, excesivos o imprevistos. La política al respecto no debe ser virtual ni abstracta, sino materialista y partir de abajo, del objeto (las teclas del ordenador, la cámara): de la valorización o sensibilización ante aquello que se desdeña, se considera indigno o rebajado. La poesía, la pintura, el cine hacen ese trabajo de ampliación de los modos de ver o decir.

La mayoría de adolescentes que han sentido alguna inquietud artística han optado tradicionalmente por escribir poemas. En cambio, en la actualidad empieza a ser frecuente que los jóvenes escojan el vídeo –ya convertido en herramienta doméstica en vez de la literatura para mostrar sus experiencias. En esa decantación, la aparición de teléfonos móviles con cámaras de vídeo integrada plantea una escritura cotidiana e inmadura, a la vez que un desarrollo del diario en vídeo, el autorretrato y otras formas hasta ahora periféricas.

Cabría recordar, en este punto, que el cine se originó lejos de la Academia y de las formas legitimadas por la alta cultura, mediante géneros populares como el burlesco, y que recobrar parte de ese carácter silvestre es una tarea urgente, ya que el cine lleva décadas bajo la jerga y el academicismo. Ese fue también el frente de lucha del Grupo Dizga Vertov en el post-68 (y de su célebre leyenda hacer políticamente cine político, lo que implicaba deshacer lo que se consideraba bien hecho o –por los cineastas militantes al uso– bien pensado) o del anticolonialismo de Glauber Rocha (extendiendo las posibilidades del sonido directo y el discurso ideológico hasta el grito o aullido o ruido –equivalente para el sonido del grano en la imagen–). Los vídeos que se han ido colgando sobre las diferentes revueltas de jóvenes no interesan tanto como obras singulares, ni menos acabadas, como por integrarse en una red o archivo colectivo y anónimo lleno de permutaciones y montajes críticos posibles. En este fenómeno re-

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El móvil no es un medio para emular los modos convencionales de realizar películas, sino para averiguar otros y desembarazarse de corsés y legitimaciones, evitando las largas esperas y gestiones para conseguir dinero. Esas cámaras posibilitan un ajuste inmediato entre las experiencias tal como se viven –incluso antes de comprenderlas– y su registro. Al liberarse de la pretensión de constituir inmediatamente una obra, tal vez esos planos creen también nuevas narrativas y recobren la visión en la que las formas están en vibración. La alternativa política radica en que los vídeos en los móviles (y demás pantallas) se pueden destinar a un ensimismamiento manierista y mimético –ser un juguete para turistas o distraídos–, o bien enseñar –forzándolos para ir en contra de la técnica neutra del manual– imágenes que solo mediante esa cámara podrían haberse grabado y que hacen emerger en los procesos digitales nuevas apariciones de lo real. O vamos todos al mismo ritmo –y con la misma imagen– o se cambia de ritmo.


PANTALLA DEPORTE

LA ETERNIDAD DEL GOL FANTASMA PERE BOSCH

45 años después, continúa siendo una de las grandes polémicas de la historia del fútbol: ¿entró o no el balón de Geoff Hurst en la final del Mundial de 1966? Alemanes e ingleses todavía discuten, casi medio siglo después, sobre la decisión del árbitro suizo Gottfried Dienst y el asistente soviético Tofik Bakhramov en Wembley. La controversia ha unido la prehistoria televisiva con la era de Internet. Porque, en defensa de sus argumentos, los dos bandos solamente pueden mostrar las imágenes de cuatro cámaras distintas, los únicos testigos de ese partido. Aquel 30 de julio de 1966 –primer año en el que la BBC retransmitió en color—queda muy lejos en el tiempo y, al mismo tiempo, muy cerca en la memoria colectiva. La controversia de aquella jugada decisiva todavía continúa. ¿Cuánto dura, pues, un partido de fútbol? Hoy en día, es indudable que la narrativa del juego y sus protagonistas se extiende mucho más allá de los noventa minu-

tos reglamentarios. El ciclo 24/7 ha provocado la saturación de la prensa deportiva, que deriva hacia formatos amarillos y rosas para llenar el espacio que ha generado, un contínuo solamente interrumpido por el breve espacio que ocupa el partido en sí, a partir del cual se genera toda una nueva serie de debates. Las discusiones se pueden alargar una eternidad, como en el caso de Hurst. Y todo por una fracción de segundo, un frame sobre el que se teoriza hasta el infinito. Siguiendo esta línea, en las últimas décadas, el audiovisual ha diseccionado con mucha precisión todo lo que sucede en un escenario deportivo, multiplicando la ubicación y la precisión de las cámaras. Y, a pesar de ello, nunca parece haber suficiente. Solo en algunos casos esta imbricación íntima entre el deporte y el audiovisual ha llegado al extremo de que la imagen tenga un valor absoluto: cada vez más disciplinas incorporan la figura del juez de vídeo.

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Gol de Geoff Hurst en la final del Mundial de 1966

La aparición de repeticiones instantáneas a cá-

necesario, aunque se pierda definición–. La nar-

mara lenta –introducidas por la ABC en 1967 en una competición de esquí– permitía, por primera vez, que desde la comodidad de su salón, el espectador viera al deportista con más detalle que quien había pagado para verlo in situ. La llegada del slow motion respondía a criterios puramente estéticos, pero descubrió una nueva capa de realidad con valor propio, capaz de modificar el significado de lo que el ojo humano había captado. Desde ese momento, su fuerza aumentó sin freno. En tenis, ni siquiera los jugadores discuten el veredicto del Ojo de Halcón. La pantalla posee la verdad absoluta sobre lo que ha sucedido realmente en el terreno de juego.

ración del espectáculo deportivo no se queda en el placer estético, sino que siempre da nuevos criterios para valorar la actuación del competidor. Puede ser un arte, pero para consumo de masas y sin tiempo de digestión: la filmación llega en directo a millones de hogares de todo el mundo.

La evolución de la narrativa audiovisual en las retransmisiones ha permitido al amante del deporte acercar su mirada al espectáculo hasta un detalle extremadamente rico. El momento más fugaz puede recrearse y analizarse, descubriendo nuevas capas de realidad. Es la eclosión del deporte como disciplina estética, incapaz, sin embargo, de eclipsar su aspecto competitivo. En efecto: a pesar del desarrollo creativo de la manera de explicar los partidos, lo importante sigue siendo el juego en sí, más allá de su narración televisiva. La calidad de la imagen es solamente un soporte. Lo importante es poder ver un buen partido en cualquier soporte –una pantalla de móvil, si es

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Reconociendo la desventaja competitiva del espectador en el estadio –entradas caras, menos calidad de imagen–, muchos clubes incluyen la pantalla como parte de la experiencia del terreno de juego. Los campos se han llenado de videomarcadores y pantallas gegantes de alta definición con imágenes exclusivas de los jugadores y estadísticas en tiempo real. Al mismo tiempo, sin embargo, el vídeo pone tantos detalles de relieve que muchas federaciones impiden que el partido se vea a través de los videomarcadores del estadio donde se juega: se quiere limitar el campo de conocimiento del espectador, dejarlo a ciegas para evitar que, ante un error arbitral, proteste airadamente –cargado de razón–. Una fractura entre club y seguidores que se ve cada vez más superada por las pantallas de los móviles, en las que las imágenes se reproducen viralmente. Y, sin embargo, el espectador continúa levantándose del sofá –en el que ya puede ver partidos en 3D– para pagar entradas cada vez más caras y


pasar frío o calor en las gradas. Porque, a pesar de la evolución de la narrativa televisiva, la experiencia de ver a su ídolo en persona sigue compensando a miles de personas cada fin de semana. La pantallización del deporte es una parte más de este interés, un apoyo que alarga la experiencia, pero nunca el origen. La visibilidad, en cualquier caso, es básica para cualquier proyecto comunicativo del deporte. Hoy en día son muchas las federaciones deportivas que pagan de su bolsillo las retransmisiones deportivas como vía de promoción. Y, si es necesario, se permite a los operadores televisivos cambiar normas e introducir tiempos muertos a voluntad para insertar publicidad muy bien pagada. Sin la pantalla, no existes. Si estás, por inverosímil que parezca, puedes empezar a construir una identidad. De hecho, la gran mayoría de equipos profesionales tienen un departamento audiovisual propio para controlar al máximo posible el mensaje que reciben de sus seguidores. Pero en el extremo opuesto, el espectador ha dejado de ser un simple consumidor de imágenes. Primero empezó a opinar sobre lo que veía. Y, tan pronto como fue posible, se convirtió él mismo en productor. ¿Por qué? ¿Qué hace pensar que preferirá revivir momentos deportivos con su propia grabación, de baja calidad, y no con las imágenes televisivas profesionales? Por algún motivo, este subgénero audiovisual ha tenido mucho éxito en la red. A pesar de la industrialización masiva de la maquinaria deportiva, la relación del fan con el equipo sigue siendo íntima, personal, con matices e historias distintas de la del espectador del asiento de al lado; la pequeña cámara de su teléfono permite revelar este nexo único. Esta relación entre el fan y el ídolo llega a la unión definitiva en la pantalla del videojuego. El niño que imitaba a su jugador preferido en el patio de la escuela puede ser ahora tan hábil como el mejor del mundo. La identificación se transforma en una suplantación para crear una nueva realidad, un campeonato sin fin a voluntada de cualqui-

era. La emoción del deporte se traslada a casa a través de la pantalla. Y, además del videojuego, también lo hace en dispositivos móviles desde los cuales se pueden controlar apuestas deportivas o nuestro equipo de fantasy league. La pantalla enriquece la experiencia del aficionado, que deja de ser un simple seguidor para pasar a controlar también nuevas capas de la realidad que se generan en el acontecimiento deportivo. El fan quiere ponerse en el lugar de jugador porque en ningún otro ámbito la figura cinematográfica de la estrella tiene tanta potencia como en el deporte. Con la articulación de momentos legendarios, se construyen ídolos, héroes admirables por su rendimiento. La fuerza de la imagen puede llegar, puntualmente, a superar el factor puramente competitivo, y generar interés por espectáculos sin ningún gran título en juego. Los Harlem Globetrotters eran el primer ejemplo, una versión deportiva del espectáculo de circo ambulante. En el siglo XXI, la NBA tiene uno de sus momentos capitales de la temporada en el fin de semana de los All Stars y en el concurs de smashes: un placer estético para el espectador sin ningún valor para el desenlace de la liga. El paroxismo de este protagonismo adquirido por el seguidor deportivo llega con los talk shows. Las tertulias deportivas han saltado del café a la radio y, finalmente, a la televisión, donde se convierten en un espectáculo en sí mismas; la oferta se ha multiplicado exponencialmente en los últimos años. En los casos con más éxito, lo hace con una subcategoría nueva: el programa de deportes que no emite imágenes de los partidos. El objetivo es convertir al tertuliano en un personaje, en un polemista capaz de generar filias y fobias, tanto o más que los deportistas de los que habla. La agresividad se ha trasladado fuera del campo, y salta de la pantalla para atrapar al espectador. El partido de fútbol, definitivamente, dura más de noventa minutos. No importa que no tengamos mejores imágenes del gol fantasma de Hurst. Aunque existieran, la discusión seguiría viva.

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PANTALLA PUBLICIDAD

LA FELICIDAD IVÁN PINTOR

En la publicidad contemporánea, los gestos de felicidad engendrados por el cine se confunden con las formas de la melancolía. Ante la lente de la publicidad, saltos, besos, caricias y brazos extendidos ya no aspiran a investir de júbilo el producto ni la marca. Ni siquiera aseguran el valor de una experiencia placentera concreta. A medida que se han multiplicado a través de un número de pantallas cada vez mayor, las sonrisas, jingles y corbatas con las que se avalaba el producto en la publicidad cinematográfica y televisiva primitivas han ido horadando huecos, intervalos desde los que infundir en el espectador un único deseo: ingresar de nuevo en el mundo, no ser sino aguardar, permanecer siempre en el afán crispado de abrazar todas las experiencias sin librarse a ninguna.

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A cada instante, desde la pantalla televisiva o a través de dispositivos portátiles, la publicidad promete un perenne entrar en el mundo y, si los gestos filmados por el cine hablan siempre de la vida histórica del ser humano, de la huella que deja sobre un tiempo irrepetible, los veinte o treinta segundos de un spot aprisionan esa inscripción temporal en un bucle que a la vez la afirma y la deniega. Hay tiempo en las imágenes publicitarias, pero no hay memoria y los gestos, en su frecuente belleza, son espejismos desde los que resulta imposible remontar en la historia. ¿Cómo vislumbrar un origen para la caricia de unas trenzas que va mudando de un personaje a otro en uno de los spots de la bebida H20, ganador en la edición 2011 de los Lions de Cannes? ¿Qué arraigo tiene ese gesto cuando trata de


borrar de sí cualquier impureza para proclamar su abstracción, un solo concepto ante el espectador? Una parte substantiva de la publicidad ha ido abandonando las cosas concretas para convertirse en la propaganda de un solo gesto invisible, tan feliz como inalcanzable. Del mismo modo que la melancolía, que no es tanto la retracción ante la pérdida de algo, sino la capacidad de hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable para así poseerlo de manera definitiva, la publicidad contemporánea cerca con imágenes el centro vacío de una felicidad fuera del tiempo. Con sus mensajes concisos, custodia una experiencia en fuga que, en última instancia, revela la indigencia de la sociedad postcapitalista para fabricar gestos singulares de la felicidad. Sin embargo, delimita bien ese lugar vacío, como si no le bastase con su propósito de vender y ansiase convertirse, además, en una auténtica metacrítica de sí misma. En uno de los spots de la campaña Mano, que la empresa automovilística BMW lanzó en 2001, el

lema ¿Te gusta conducir? se plasma en un único gesto, el de la mano del conductor que, contemplada desde su punto de vista subjetivo, emerge de la ventanilla en ademán de acariciar el paisaje que va desfilando ante el vehículo. Sobre la música electrónica del dúo catalán La Crem, los planos se yuxtaponen con un montaje rítmico que privilegia la captura del gesto sobre el encuadre, de igual manera que las grabaciones en Super-8 de la generación beat o las películas de cineastas como Stan Brackhage y Jonas Mekas. Sin embargo, donde cada plano de estos cineastas se celebra como la captura de un instante hurtado al tiempo, el lugar desde donde alguien mira, la apertura de las imágenes del spot de BMW no secunda la construcción de una mirada. Nada mira en lo que se ve y esa ceguera se convierte en el síntoma, reiterado por campañas tan brillantes como las de BMW, del estado de atención intermedio que la proliferación de las pantallas, la pantalla global, auspicia. Los tres espacios privilegiados de la contemporaneidad, la autovía, el supermercado y el sofá confrontado con la pantalla doméstica se alinean en este spot

Fotograma del spot televisivo de BMW (campaña Mano)

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extraordinario, que manifiesta una leve rugosidad cinematográfica, la sensación de haber sido registrado con un celular o bien con una cámara doméstica, la impresión de ser fruto de una experiencia particular. Justamente por eso comparece la aspereza, el efecto de un mirar entre las cosas y dentro del sujeto al que Jankélévitch denominó intravisión, que sin embargo se esfuma tan pronto como el spot se cierra y se libra a las infinitas variaciones de la campaña. Si la naturaleza del gesto cinematográfico es también la del fantasma y por eso no cesa de regresar, de provocar ecos y contaminaciones en nuevos gestos e imágenes, el contingente gestual que la publicidad hace migrar de unas pantallas a otras se convierte, como la propia publicidad, en un interfaz autónomo. Crea formas pero no es capaz de quebrarlas, de manera que, en su límite, invoca la necesidad de un contrapeso en el que la imagen mida su valor por la capacidad de provocar grandes cortes, detenciones. No haber tenido que emanciparse de lo religioso es, para Lipovetsky y Serroy, un rasgo que hace único el origen del cine. La publicidad, sin embargo, ha madurado junto a la condición pseudorreligiosa hacia la que la modernidad tardía empuja a todo individuo por el solo hecho de ocupar un lugar en la sociedad. Porque, en efecto, el capitalismo se revela como una devoción cultual, la más importante que haya podido existir. Todo en ella cobra sentido en relación a la observación de un culto, el del consumo, sin otro dogma ni idea que lo enturbie. Este culto imperecedero, que no reconoce laborables ni festivos, solapa trabajo y celebración en

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una única e inacabable jornada. Y no contempla redención de la culpa, sino que ansía la culpa misma, que es su motor. A diferencia de cualquier otra forma religiosa, el consumo se configura como un culto no expiatorio sino culpabilizador. Así como los gestos que las diferentes tradiciones religiosas han labrado en sus pinturas y esculturas alientan un conocimiento tranquilizador, la publicidad recuerda al espectador el perpetuo exaltarse de su deseo frente a un objeto siempre demorado y cuya consecución no garantiza compensación alguna. ¿Qué vende entonces la publicidad contemporánea? La deidad totémica que habla a través de las voces publicitarias no es solo el consumo, la culpa o la melancolía, sino la detención de la historia. Los gestos publicitarios desalojan cualquier tentativa de proclamar yo-he-estadoaquí. El historiador, como señala Benjamin, es el heraldo que invita a los muertos al festín y la figuración de la muerte es la única imagen que no halla lugar ni en la mecánica de consumo ni en la lógica publicitaria. Sin el gesto intempestivo por antonomasia, la muerte, en la que se encarna el lenguaje, no hay tampoco verdaderos gestos de felicidad, sino una única y postrera identidad adolescente en la que se hilvanan mutismo y melancolía. Desde la prensa, a través de mailings y RSS en Internet, en la pantalla global, las imágenes de la publicidad contemporánea muestran su fascinante afán por colonizar la vida y brindan, acaso, la oportunidad de emprender una auténtica búsqueda, de pensar la sociedad contemporánea como un gran spot del que hubiese sido borrada cualquier huella del producto anunciado, cualquier felicidad concreta.


PANTALLA EXCESO

LOS ALFABETOS DE LA TRANSGRESIÓN JORDI COSTA

Existe cierta lógica en el hecho de que Herschell Gordon Lewis, padre del cine gore, madurara en forma de voz de referencia en el terreno del marketing publicitario. Paradigmático ejemplo de tipo capaz de alcanzar la excelencia en dos vidas completamente distintas, Gordon Lewis es, para unos, una autoridad mundial en marketing directo, autor de libros como The Businessman’s Guide to Advertising and Sales Promotion (1974) y How to Handle Your Own Public Relations (1977) y, para otros, el Padrino del Gore, director de títulos como Blood Feast (1963) y 2000 Maniacs (1964), donde el desaliño formal se veía compensado por el pionero atrevimiento de transgredir tabúes de representación. Si uno se para a pensar un momento en el asunto, el hecho de

la sangre derramada y los miembros amputados tenía poco de transgresión: se trataba, más bien, de satisfacer una demanda de mercado desatendida y, de paso, delimitar un territorio de explotación que hasta el momento permanecía virgen.

que Gordon Lewis y su productor David Friedman inventaran un subgénero cinematográfico que halló su seña de identidad en la retórica de

mensión, la primera novela de Grace Morales: los padres fundadores de las primeras webs de contactos en España o los gestores del ocio que,

Gordon Lewis, el primer hombre que mostró en una pantalla, en esplendorosos colores, cómo se cortaba un brazo o se arrancaba una lengua, no pertenecía, pues, a la descendencia espiritual del Marqués de Sade o del Conde de Lautréamont –los verdaderos agentes provocadores: fundadores de nuevos caminos del conocimiento más allá de la Moral y la Razón-, sino que, probablemente, estaba más cerca de la lógica de pensamiento de los personajes que pueblan Otra Di-

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en un momento determinado, tras las sucesivas intuiciones del Apocalipsis del 11-S y el 11-M, deciden que la última palabra en oferta nocturna de buen rollo son los clubes liberales de intercambio de parejas –otra manera de habilitar una trinchera lúbrica (la sucesión evolutiva del refugio antiatómico de los cincuenta) en medio del infierno: un espacio para no ser y ser otro(s), aunque sin poder escapar de la caspa existencial, propia y ajena–. Antes del gore, tanto Gordon Lewis como su compinche David Friedman estaban sacándole la rentabilidad a otro género: el nudie, esas películas de desnudos que, al principio, para poder mostrar más carne de la que permitían los códigos de regulación, utilizaban el pretexto de presentarse como documentales de los emergentes campamentos naturistas de finales de los cincuenta y principios de los sesenta. Friedman tuvo, en ese contexto, lo que podría considerarse una idea brillante: en una de las películas, decidió rodar los saltos de una de las naturistas sobre una cama elástica. Esta particular intuición para la mise en scène hizo que su película contase con un dinamismo glandular que, en buena medida, era toda una premonición del lenguaje corporal de ese cine porno que aún no había dado pie a su lucrativa industria. El ejemplo de David Friedman y Gordon Lewis aporta, pues, una idea que merece ser tomada en consideración: en uno de sus puntos de origen, la Pantalla del Exceso no es transgresión sino, simplemente, una funcional, casi administrativa, respuesta a la pregunta sobre lo que quiere ver el público. Si el cine gore nació con Blood Feast, podría (y quizá debería) haber muerto con Braindead. Tu madre se ha comido a mi perro (1992) de Peter Jackson, película que avanzaba como el desarrollo de una proposición matemática sobre la escalada del exceso y culminaba en la (aparente) muerte por implosión del subgénero. En una de sus escenas, el protagonista se veía obligado a huir de una horda de zombis (o infectados) a través de una habitación que ya había sido es-

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cenario de una escabechina previa: una habitación bañada de sangre, con un suelo puntuado de cabezas cortadas. A fin de evitar un resbalón que, dadas las circunstancias, podría ser fatal, el protagonista decidía recorrer el espacio hacia su salvación (provisional) saltando sobre las cabezas como si fueran algo así como el sendero de rocas sobre un río de sangre. En las entrevistas promocionales, Peter Jackson mencionaba como referente el cine de Buster Keaton, con Siete ocasiones (1925) y su asombrosa persecución final a la cabeza. La referencia era pertinente: a fin de cuentas, si el gore se emparentase con una forma preexistente, su antecedente más directo sería el slapstick. Un slapstick donde las tartas de nata hubiesen sido sustituidas por cabezas cortadas, como dejaban perfectamente claro algunos momentos de Reanimator (1985) de Stuart Gordon. «Mack (Sennett) repetía hasta la saciedad que la comedia no consistía en ser gracioso. Consistía en estar desesperado. ¿Qué, si no la desesperación, podía impulsar a una persona a caminar sobre un cable de teléfono a nueve metros de altura sobre el suelo, romper una claraboya en su caída y aterrizar en un colchón destripado, seis metros más abajo?», escribe Jerry Stahl en Yo, Fatty, novela que se disfraza de autobiografía de Fatty Arbuckle, la estrella del slapstick que también se convirtió en el primer mártir mediático de un Hollywood que empezaba a forjar su propia leyenda negra a través del sensacionalismo, la crónica negra y el cotilleo. Si atendemos a lo que cuenta Stahl, no nos queda más remedio que considerar al slapstick como una forma estética potencialmente más peligrosa –para sus practicantes- que el gore: a fin de cuentas, en el slapstick el sentido del espectáculo se apoya en su condición de realidad –el actor podía, literalmente, descalabrarse-, mientras que el gore es, siempre, una coreografía del simulacro. Revisemos, pues, viejos prejuicios adquiridos: el slapstick está más cerca del snuff que ese cine gore con el que, siempre de manera pintoresca


Braindead (Perter Jackson, 1992)

–los casos de Holocausto Caníbal (1980) y Guinea Pig (1985)-, se le ha querido emparentar. He ahí, pues, una de las paradojas que engendra toda mirada paranoica sobre la Pantalla del Exceso: una forma tradicionalmente considerada como inocua –el slapstick- tiene más que ver con la pulsión de muerte que una forma tradicionalmente malinterpretada como perversa –el gore- y los historiales hospitalarios de acróbatas del exceso como Harold Lloyd –que perdió dos dedos y buena parte de su mano al jugar con lo que creía era una bomba de attrezzo, que resultó ser un explosivo real- o el propio Buster Keaton podrían dar buena fe de ello. «Veíamos documentales como Mondo Cane en los que era imposible distinguir las imágenes de atrocidades y ejecuciones falsas de las reales. Y nos gustaba que fuera así. Nuestra complicidad voluntaria en la confusión de la verdad y la realidad de las películas mondo las hacía posibles, y fue un estilo aceptado por todo el panorama mediático, los políticos y los sacerdotes. La popularidad era lo único que importaba. Si negar

a Dios hacía famoso a un obispo, ¿qué opción había? Nos gustaban la música de fondo, las promesas que no se mantenían, los eslóganes sin sentido. Nuestras fantasías más siniestras empujaban la puerta entreabierta de un cuarto de baño mientras Marilyn yacía drogada entre burbujas que se desvanecían», escribía J.G. Ballard en las páginas de su autobiografía Milagros de vida. El escritor adjudicaba al documental de Gualtiero Jacopetti, Paolo Cavara y Franco Prosperi un importante papel como fuerza inspiradora en la obra más radical y visionaria de su corpus literario: La exhibición de atrocidades (1970), texto fundacional de una era regida por la apropiación subjetiva de un imaginario violento y su reciclaje como papel pintado –y sexualizadode nuestro inconsciente. En realidad, el toque de distinción de ese cine mondo que, a partir de la película de 1962, se erigiría en todo un subgénero no estaba tanto en su pulverización de tabúes de representación, sino en la mezcla de lo brutal y lo trivial armonizada a través de una narración en off que, jugando con

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los registros del lenguaje sensacionalista, terminaba afirmando una mirada esencialmente distanciada y cínica sobre la totalidad. Las películas mondo ya no existen, pero su sensibilidad se ha infiltrado en nuestras vidas: en esos programas del corazón que juegan al perpetuo aplazamiento de la Gran Revelación, mientras las voces en off van laminando con sorna la dignidad del famoso convertido en nueva carnaza, o en esos vídeos de YouTube donde la memoria del slapstick se denigra para alentar risotadas propias de despedida de soltero o de cena de empresa librada al caos etílico. La Pantalla del Exceso ya no ocupa el espacio de la transgresión –si es que alguna vez, como tal pantalla, lo ha ocupado-, sino que es la decoración a juego (del espíritu de la época) en nuestro hábitat multimedia. En semejante con-

texto, quizá sea conveniente preguntarse por el espacio de la verdadera transgresión y, en todo caso, plantearse si la transgresión sigue siendo, de hecho, posible. A Serbian Film (2010) de Srđan Spasojević es la última película que, a través de la retórica del exceso, ha logrado, de alguna manera, armarla, generar debate, alentar dinámicas de linchamiento, convertir a la opinión pública en turba iluminada por las antorchas de la desinformación: en un programa televisivo de una cadena generalista, hubo un tertuliano que consideró que el Ministerio del Interior tenía que tomar cartas en el asunto ante la provocación que suponía haber programado A Serbian Film en un festival especializado en cine fantástico y de terror. A la película de

Mondo Cane (Paolo Cavara, Gualtiero Jacopetti y Franco Prosperi, 1962)

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Spasojević se la puede enmarcar dentro de la tradición de ese cine gore que, efectivamente, no murió con Braindead: tu madre se ha comido a mi perro: tras una etapa en la que el cine de terror recurrió puntualmente, bajo la influencia de la tradición oriental, a poéticas de la sugerencia que se movían entre una pureza vallewtoniana y el recurso a lo que se podría llamar el sobresalto de postproducción, el gore ha renacido uniendo a su imaginería explícita la voluntad de emparentarse con las fuentes del discurso transgresor (con frecuentes vueltas de tuerca sobre lo religioso: véase la notable Martyrs [2008] de Pascal Laugier).

mundo de lo que tradicionalmente se ha considerado perversión sexual, con el desplazamiento del foco de atención fuera de lo estrictamente genital como común denominador. Otras formas de la postporno en YouTube habrían fascinado a J.G. Ballard: como los vídeos didácticos de médicos brasileños que adoctrinan al usuario para proceder al cateterismo de vesícula femenina. La única posibilidad para una de las señas de identidad del viejo porno –el primer plano de una vagina abierta- pasa, así, por la representación médica, a través de un inquietante maniquí: una pornografía postorgánica, que evoca el imaginario fetichista de, por ejemplo, Pierre Molinier.

Incluso los expertos cinematográficos más afines a la representación de lo extremo contrapuntean

Pero hay más rutas cargadas de sorpresas: por ejemplo, la que permite descubrir, en algo tan

su defensa sobre la libertad de ver A Serbian Film con una valoración negativa sobre la excelencia y bondad de la película de Spasojević. A Serbian Film es una película de terror que, a su vez, quiere ser cine político: su escena más discutida es la que muestra la violación de un bebé en el instante mismo del parto. Se habla poco del final de la película: el momento en que los cuerpos del protagonista y su familia son llevados a un fuera de plano que ya no veremos. Ese fuera de plano es, se supone, el rodaje de una película de porno necrófilo con esos cadáveres. La tesis política de Spasojević no es especialmente sutil, pero nadie podrá acusarle de ser opaco: de la cuna a la sepultura, el serbio es carnaza pornográfica. Podríamos ampliar la tesis: no sólo el serbio…

aparentemente inocuo como las Wish List de una tienda virtual como Amazon.com, un territorio para una suerte de mutación desexualizada de la prostitución. La Wish List suele ser el lugar donde un nuevo arquetipo –la Financial Mistress: una dominatrix que solo aspira a ser agasajada económicamente por su adorador- dialoga con su cliente a través de algo que ni siquiera es economía de trueque: no hay más satisfacción que la de comprarle un regalo a quien ha prometido arruinarte, agotar tu tarjeta de crédito y extinguir tu cuenta de ahorros como la última palabra en fantasías sexuales de dominación. Lo interesante es que estas nuevas formas de pornografía han logrado ser, directamente, pornografía sin pornografía, sexo sin sexo, transgresión para el usuario sin el engorro que conllevaban los viejos lenguajes de la transgresión. En suma, el tipo de satisfacción de un deseo culpable que un buen día articularon Gordon Lewis y David Friedman a través de la invención del cine gore con la frialdad, la limpieza y el cálculo de un competente agente de ventas. Por supuesto, en esta cínica antiutopía, hace falta habilitar un espacio para el chivo expiatorio: Srđan Spasojević o el hombre que tardó en enterarse de que el alfabeto había cambiado.

Hay un ejercicio edificante que puede practicar todo internauta: detectar en las partes visibles y seguras de la red algunas mutaciones de la pornografía. Por ejemplo, el tipo de vídeos que YouTube no sanciona como pornográficos y que, en consecuencia, permite colgar en su página sin restricciones de acceso: vídeos de spit fetish, de estudiantes japonesas lamiéndose mutuamente las caras, de fetichismo del pie, de juegos con la comida… En suma, todos ellos pertenecientes al

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PANTALLA VIGILANCIA

LA MIRADA SIN LÍMITES ANA LUISA VALDÉS

Vivo en un panóptico perfecto. Desde la terraza de mi apartamento en el último piso de un edificio de Montevideo al que me he mudado después de una ausencia de 34 años, veo toda la ciudad. No hay edificios alrededor que me molesten, vivo en un barrio de casitas bajas y muchos árboles. Desde mi teléfono móvil iPhone miro mi correo decenas de veces por día. Gracias a él, a Skype y a Twitter, esta ubicuidad total me permite estar al tanto de lo que pasa en Suecia, donde he vivido todo el exilio, y de los países y ciudades donde tengo los amigos que me importan, como Damasco y Gaza. Estoy totalmente conectada y mi presencia virtual se siente a menudo más entretenida y es más interesante que la que vivo en la cotidianidad de la vida real. Cuando empecé a jugar a entretenimientos virtuales como Ultima, Everquest y World of War-

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craft, noté muy pronto que las emociones y sentimientos que se despertaban en mí eran difíciles de emular fuera del juego. La adrenalina,que alcanzaba niveles peligrosos cuando un monstruo me perseguía; la lucha, la sensación de pérdida cuando mi avatar moría o era herida, todas esas sensaciones eran infinitamente más poderosas dentro del juego que fuera de él. Incluso el erotismo virtual llegaba a niveles de comunicación y abstracción que superaban a menudo los encuentros en la vida real. Pero yo también sé que esa extrema virtualidad que vivo me hace vulnerable a desencuentros y a la desaparición del cuerpo y su dimensión sensual y sensorial. Los místicos medievales como San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila alcanzaban el éxtasis a través de la oración y de la sugestión, y siempre querían trascender los límites del cuerpo, huir de la cárcel de los senti-


dos, disminuir las señales que marcan el hambre, la sed, la libido. Hoy son los juegos o simulaciones los que nos hacen acceder a la dimensión posthumana. Tomemos algunos ejemplos. En la película Matrix, los héroes se conectan a máquinas y a bases de datos que les permiten adquirir instantáneamente los conocimientos o habilidades requeridos para pilotar aviones o hablar idiomas desconocidos. El altar del Museo de Pérgamo en Berlín muestra en un inmenso relieve la lucha entre los dioses y los gigantes; la lucha se representa en un muro plano y nuestro ojo puede ver hasta los detalles más insignificantes de los cuerpos en movimiento. Así se presentaban también los mapas del mundo del Medioevo: la tierra era plana y tenía un final, el llamado cabo Finisterre. El territorio más al norte de España no era una metáfora:

la tierra terminaba allí y el mar que la rodeaba acababa en un abismo del que no se salía. También en los desopilantes cómics de la serie Discworld, del escritor británico Sir Terry Pratchett, la tierra era plana. Además, se sostenía en el lomo de cuatro elefantes, que a su vez estaban encima del caparazón de una gran tortuga, llamada Gran A’Tuin. En ese mundo plano controlado por un ojo omnividente también pensaba el científico británico Jeremy Bentham quien, a finales del siglo XVIII, diseñó una cárcel modelo, llamada panóptico, en la que todos los internos serían controlados por un ojo gigante. Esta idea sería luego la gran metáfora de George Orwell en su novela 1984. El teórico Michel Foucault también usó el panóptico como metáfora de la sociedad en su libro sobre cárceles Vigilar y castigar, una obra en la que definió nuestra sociedad moderna como

Altar de Pérgamo (Museo de Pérgamo de Berlín)

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una sociedad en la que la normatividad implica la aceptación intrínseca de la disminución de los derechos individuales, el derecho a la subversión y el derecho a disentir.

compromete emocionalmente y lo conduce a la muerte, haciendo fracasar, en parte, su función».

Las grandes estructuras de la sociedad europea medieval fueron el castillo y el convento, dos modelos de producción y de control que creaban vínculos de vasallaje y de interdependencia. El feudalismo combinaba la descentralización más perfecta con uncomplejo sistema de relaciones de obediencia y la centralización total en la figura del rey, en torno al cual giraba el mundo.

La vigilancia y el control no se reducen a las máquinas y pantallas que controlan nuestro espacio y que pueden determinar nuestra posición en un mapa virtual de creciente complejidad. Además de los satélites que circulan alrededor de nuestro planeta y que envían información de tormentas, terremotos o accidentes de tráfico, hay una vigilancia y un control ejercidos por estados que aplican lo que el filósofo italiano Giorgio Agamben llama el Estado de Excepción.

La crítica literaria y cinematográfica uruguaya Alicia Migdal escribe así sobre el panóptico presente en buena parte de las películas producidas

Según Agamben, el estado aplica leyes que fueron promulgadas en caso de guerra y de represión a tumultos. Estas leyes, que reducen los

por Hollywood, como en la trilogía cinematográfica sobre Jason Bourne: «Bourne, el agente amnésico, fue programado tanto para reaccionar ante cada estímulo peligroso como para pensar estrategias. El personaje deberá deconstruir esa máquina en la que lo convirtieron para volver a saber quién es y no solo aquello que es, es decir: una máquina de prever y de matar. En ese viaje hacia lo profundo de su identidad deberá enfrentar la totalidad del panóptico que lo construyó. Irá descubriendo que tal panóptico existe, que él fue formateado por ese sistema y que su progresivo conocimiento debe actuarhacia atrás. Desandando el camino, teniendo toda la información en su campo visual y conceptual, Bourne llegará al corazón de su identidad, que es también el corazón del sistema. La trilogía vertiginosa es esa deconstrucción del panóptico. Podemos pensar también de qué manera diferente se encarna el tema en la película alemanaLa vida de los otros, en la que el control del Estado se encarna a través del ojo real del funcionario de la Stasi que vigila personal y físicamente a la pareja de amantes, y de cómo esa personalización lo

derechos civiles de los ciudadanos y que dan al estado potestades totales, se convierten en leyes permanentes, y el estado genera una situación de alerta también permanente.

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En una corta estadía en Cuba, hace unos años, descubrí que el estado no necesitaba máquinas sofisticadas ni artilugios de vigilancia para controlar la vida de los ciudadanos, pues los Comités de Defensa de la Revolución se han convertido en centrales de información y de delación en las que las vidas de los que viven en Cuba y de sus visitantes son monitoreadas de cerca. En conversación con pescadores y taxistas, todos me decían: «En este país hacemos el amor como locos y bebemos y fumamos porque son los únicos lugares en donde el Estado no nos puede controlar». Esta noche haré que mi avatar transgreda todas las leyes de los mundos virtuales: trepará montañas, combatirá dragones y hará el amor con ternura y pasión, como el amor debe hacerse en los mundos virtuales y en los otros.


PANTALLA JUEGO

PIXELS Y DOPAMINA. TU OTRA VIDA EN LA PANTALLA MARA BALESTRINI

Del vasto abanico de pantallas que componen nuestra cotidianidad hay solo una en la que puedes morir y renacer. Puedes ser honesto o villano, alien, artefacto o humano, ganador o perdedor. Solo en una puedes conducir el desenlace de un mundo fantástico como si la complejidad del universo dependiera de tu ingenio y habilidad.

La pantalla juego, ahora también mediada por artefactos como la Wii y la Kinect, llama al usuario a intervenir en la narración de manera física y cognitiva. Le obliga a pensar, moverse y gesticular para conducir a su avatar en el mundo de la animación gráfica donde todo parece posible. Es al propio avatar del gamer a quien le suceden las cosas, no a un actor con quien este puede identificarse o no.

No se trata de la pantalla que define al que la observa como espectador. No es la caja boba por la que se asoman a la realidad los couch potatoes que Sartori despectivamente llamó homo videns: una masa pasiva de zombies teledirigidos. Como parte del hechizo, la pantalla juego exorciza al espectador de su rol pasivo para convertirlo en

Como toda pantalla, la del juego también suscita odio y admiración, inspira mitos y certezas. Si veinte años atrás se suponía que los videojuegos interesaban solo a varones adolescentes con patologías como el deseo de evasión, hoy es posible decir que se trata de la industria más

un gamer, un interactor. Sin las acciones del jugador no hay trama ni desenlace: la gracia está en la interacción.

importante en el mundo del entretenimiento, donde empresas como Nintendo, Square-Enix, Ubisoft o Blizzard se disputan un trono siempre

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cambiante según los horizontes que descubren las tecnologías y la creatividad. Los números son contundentes: según la Entertainment Software Association, solo en 2010 los consumidores gastaron más de 2.500 millones de dólares en juegos, hardware y accesorios. El jugador promedio tiene unos 37 años y lleva 12 de entrenamiento, y la comunidad gamer es un 42 por ciento femenina. Sensación e intelección se conjugan en el seno de la pantalla juego, que ha sabido valerse del resto de las pantallas para generar su relato y que ha devuelto a la cultura popular reconocidos personajes y hazañas, desde Mario Bros y Pacman hasta Halo, Counter Strike, Call of dutie y Dead or Alive. La pantalla juego es la pantalla del 3D, la del mundo reinventado, cada vez más mimética en términos técnicos y fantástica a la vez. La de los videojuegos comparte con la pantalla publicitaria la falta de inocencia en la lucha por la seducción. En su receta se cocina a la perfección un mundo de fantasía que tiene mucho más que ver con la naturaleza humana que con la ficción. Sus productores saben que aquellos personajes con pupilas más grandes y pestañeo pausado son percibidos como más sociables y atractivos (D. Weibel, et al. 2009) y que aquellos gamers representados por avatares más guapos suelen conducirse con mayor seguridad por el denominado Efecto Proteo (N. Yee y J. Bailenson, 2007). Conocen exactamente de qué manera deben diseñar a sus personajes, sobre la base de teorías como la del Uncanny Valley, que explica el límite en el cual una animación de rasgos humanoides nos genera ternura y empatía o repulsión e incomodidad. La pantalla juego ha afinado su éxito echando mano a investigaciones en el mundo de las ciencias cognitivas, la psicología y la interacción persona-ordenador para comprender la forma en la que percibimos, de qué manera tomamos decisiones cuando nos arrebata la emoción, cómo

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aprendemos a gestionar recursos, a colaborar con otros y hasta la relación temporal entre la vista y el movimiento de las manos. Es probable que la pantalla lúdica esté poniendo bajo la lupa científica algunas de las ideas que Hitchcock practicaba por intuición y Aristóteles ya había descrito siglos atrás sobre composición narrativa. Los conceptos de presencia, por ejemplo, la importancia del factor sorpresa al lograr que los espectadores se sumerjan en una trama y tengan una respuesta emocional positiva o negativa. ¿Y cuál es la clave de la seducción de esta pantalla? Pionero en investigación en experiencia y diseño de juegos, XEODesign llevó a cabo un experimento cuyos resultados sugieren que la gente juega, no tanto por el juego en sí, sino por la experiencia que este crea: picos de adrenalina, una aventura imaginaria, un reto mental o la estructura que el juego ofrece, como un momento de soledad o en compañía de amigos. La gente juega a juegos para crear experiencias espontáneas, como la superación de un reto difícil que le permita evadirse de las preocupaciones cotidianas, o dedicarse simplemente a lo que el diseñador Hal Barwood llama «la alegría de resolver algo». Casos de juegos exitosos como World or Warcraft o el más reciente Minecraft han demostrado que existen juegos para todo tipo de gamer y motivación. Se ha dicho que la fascinación por los impecables gráficos 3D y la compleja trama de acción infinita mantienen atontados a los jugadores de videojuegos. Pues, ¿cómo explicar tal presupuesto ante fenómenos como el de Minecraft donde el propósito está en construir tu mundo a partir de bloques estilo Lego para refugiarte de criaturas impiadosas que atacan por las noches, sin más trama ni desvelo estético? Los juegos son la forma más antigua de educación y jugar es una de las funciones vitales de cualquier criatura con capacidad de aprender.


Captura del juego Minecraft

Jugando aprendemos sin darnos cuenta, experimentamos sensaciones y ponemos a prueba el intelecto. Como asegura Allen S. Weiss, CEO de NCH Healthcare System, estar inmerso en un videojuego, tener el cerebro estimulado, puede alentar el surgimiento de soluciones creativas y la adaptación a circunstancias. «Estas ideas y pensamientos pueden aplicarse a situaciones de la vida real. Los resultados pueden ser sorprendentemente positivos para los individuos, las comunidades y la sociedad en su conjunto». Mientras el resto de las pantallas muestra que algunos de los modelos en los que se sostiene nuestro mundo están en decadencia, mientras repiten las escenas del colapso ecológico, financiero y político, existen optimistas de la talla de Jane McGonigal que consideran que serán los juegos los que nos ayudarán a cambiarlo todo.

Para la autora de «Reality is broken. Why games make us better and how they can change the world» (La realidad está rota. Por qué los juegos nos hacen mejores y cómo pueden cambiar el mundo), jugar a videojuegos es productivo: genera emociones positivas, relaciones sociales más fuertes, sentido de logro y satisfacción, y para aquellos jugadores que son parte de una comunidad, la oportunidad de construir un sentido de propósito. Para McGonigal, la realidad está rota y por eso millones de personas están muchas horas al día inmersos en videojuegos a partir de los cuales logran una felicidad que no encuentran en el mundo real. En estos entornos los usuarios colaboran más y mejor, se comprometen en la resolución de causas complejas y se esfuerzan por triunfar. Los juegos nos hacen mejores y podrían asistirnos en

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la aventura de mejorar el mundo si la ficción girara en torno a las problemáticas de la realidad como curar el cáncer, luchar contra el hambre en el mundo o detener el cambio climático. Así, batallones de gamers con habilidades hiperdesarrolladas gracias a horas de entrenamiento en el mundo virtual podrían resolver los problemas que aquejan a la humanidad con la pericia de un especialista. Después de todo, si como dice Malcom Gladwell en Outliers: the story of success diez mil horas de práctica hacen a un virtuoso, un adolescente que juega cada día a desactivar plantas nucleares acabaría siendo un técnico especializado en poco tiempo. Hay 8.765 horas en un año aproximadamente, en la actualidad hay más de 500 millones de personas en el mundo jugando a juegos en línea durante una hora cada día. Y un usuario joven acumula en promedio unas diez mil horas de entrenamiento al cumplir los 21 años de edad. Se trata casi de la misma cantidad de tiempo que pasamos en la escuela secundaria. Interactividad implícita y explícita, juego, realidades alternativas mediadas tecnológicamente:

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parece sugerente que ante la crisis del modelo actual, así podría configurarse una educación para el futuro. De la misma manera, cada vez son más los tratamientos médicos que utilizan juegos en espacios inmersivos para brindar a los pacientes una terapia de rehabilitación más atractiva. Sin ir muy lejos, en la Universitat Pompeu Fabra existe un proyecto del grupo de investigación Specs, el Rehabilitation Gaming System, que utiliza juegos en entornos de realidad virtual para que los pacientes recuperen la movilidad de sus extremidades superiores luego de haber sufrido un infarto cerebral. No vamos a obviar aquí los efectos secundarios de la pantalla juego. Un cerebro inundado de dopamina (responsable de que los gamers se sientan felices cuando juegan) y con picos de adrenalina podría desarrollar adicción y aún no son conclusivos los estudios que buscan explicar la relación entre la violencia en el mundo virtual y el real. Ahora, al igual que con el resto de las pantallas, el desafío está en diseñar los contenidos indicados para generar dependencia y placebo o remedio y vitaminas.




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