Relatos Interiores

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RELATOS INTERIORES Antología de cuentos

Secretaría de Cultura de la Ciudad de México Programa Social Colectivos Culturales Comunitarios Ciudad de México 2020 Colectivo Artes y Raíces


El contenido de los presentes relatos en esta antología, es responsabilidad exclusiva de las autoras y los autores y no refleja la posición oficial de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México ni del Programa Social Colectivos Culturales Comunitarios 2020 o de alguna o alguno de sus integrantes.

Este programa es de carácter público, no es patrocinado ni promovido por partido político alguno y sus recursos provienen de los impuestos que pagan todos los contribuyentes. Está prohibido el uso de este programa con fines políticos, electorales, de lucro y otros distintos a los establecidos. Quien haga uso indebido de los recursos de este programa en el Distrito Federal, será sancionado de acuerdo con la ley aplicable y ante la autoridad competente


La Secretaría de Cultura de la Ciudad de México a través del Programa Social, Colectivos Culturales Comunitarios Ciudad de México 2020, presenta esta antología de relatos, que es resultado del Taller de escritura creativa, impartido por el Mtro. Eric Rodriguez Rodriguez, integrante del Colectivo Artes y Raíces, quien encauzó el entusiasmo y el interés de quienes participaron en dicho taller. El presente volumen reúne 18 plumas, unas que ven la luz por vez primera, otras que, en su haber, ya han dado algunos pasos antes de llegar hasta aquí, y también algunas que ya han realizado varios viajes; cada una con un potencial que puede desarrollarse ampliamente, y que invita a la ciudadanía no solo a la lectura de éstas páginas, sino también a que en la siguiente oportunidad, se sume y forme parte de próximas ediciones.


Escribir es una balsa, un caminar los recuerdos, un vuelo al porvenir. Escribir es un zarpazo, una caricia, una mano en el hombro, un filo que traspasa. En un cuento podemos ser fantasmas, niños, abuelas, pueblos o animales. Escribir es soñar mundos, nombrarlos y crearlos, volverlos hogares a los ojos del lector. El deseo de compartir, diluye las fronteras entre principiantes o avanzados a la hora de escribir; es el motor fundamental de la escritura, poner en papel una porción de ese laberinto interno que llevamos dentro, basta la pasión de una flecha que sabe dará en el blanco, basta una historia, una anécdota o una idea. Escribir fluye si tenemos calma y sabemos volverla una tormenta de palabras, de imágenes. El recuerdo de un poblado, la antigua casa de los abuelos, la mascota que ya no está. Todo el pasado-presente-futuro, ficticio o real,

cabe en un

cuentito, sabiéndolo acomodar. Escribir sobre la violencia, el miedo y el misterio, sobre la tierra y el agua, sobre un vagabundo que ríe, sobre las rosas de un jardín, sobre el horizonte incierto. Pero escribir sobre todo, para sanar, para proyectar ilusiones y esperanzas. Eric Rodriguez Rodriguez


Con espinas Areli Gaspar Las Rosas vivíamos en una casa grande, cuatro pisos con diferentes habitaciones, un amplio jardín que se regaba diario cuando vivía José: el amor de mi abuela Rosa María; el gran pasillo donde mi mamá Rosa Catarina paseaba para regar sus cáctus, las cajas en la bodega llena de objetos valiosos, otros no tanto y juguetes; la azotea grande, rodeada de árboles, con una vista de casas y cerros, ahí donde yo, Rosa Linda pasé tiempo mirando las nubes. Aquí estoy creciendo, floreciendo cuando nos metemos en metáforas. La casa era fría desde que murió mi abuelo José, ya nadie regaba la hoja santa del jardín y aunque al principio estábamos todas juntas abrazando la pérdida, nos fuimos alejando. Hoy es un nuevo día alejado de esa muerte, una semana normal en la que mi mamá me habla para el desayuno. Me dirigí a la cocina y me senté a desayunar fruta mientras observaba su carita chata, pregunté: ¿Estás bien? Y ella me respondió con una mueca que no confirmaba nada. Me quedé pensando mientras miraba sus lentes empañados, mientras sus delgados labios se apretaban y me decía con tristeza


“Discutí de nuevo con tu abuela” al mismo tiempo que se soltaba al llanto. Lo primero que pensé fue ¿Ahora que paso? No me sorprende que mi mamá llore, es la persona más sensible que conozco, a veces le dicen exagerada, y a veces lo es un poco, pero más que nada es porque los demás no pueden sentir sus penas. Enojarse con Rosa María era normal, porque la señora tenía un carácter fuerte, rejego y altanero, así era ella, mujer fuerte pero terca. No es tan grande para tanto respeto que impone, es la matriarca, cabello corto, sus orejas pequeñas acompañadas siempre de aretes de oro y ojos pequeños bonitos y arrugados, pero que a veces avientan miradas asesinas. Siempre supe que mi abuela era una persona difícil, pero esto empeoró cuando se le fue el amor, se volvió cruel. Me lastimaba que no quisiera a mis gatos, que peleará a veces en el patio con mi madre por cosas insignificantes. Tenía un rencor de lado izquierdo de mi pecho, ahí guardado en mi corazón, un desprecio hacia mi abuela después de que se volvió grosera hace ya cinco años o más, desde ese día triste que huele muerte. Yo tenía quince años cuando fuimos a cremar al abuelo. Ahora que parezco una mujer, digo parezco porque a veces me siento chiquita por eso me dicen botoncito. Puedo decir que ya sentí el amor y lo único que puede pensar después de esto fue: ¿Cómo sobrevivió mi abuela después de perder al hombre de su vida? Ojalá pudiera responderme, ojalá


pudiera preguntarle. Pero como no puedo hacerlo sólo imagino el momento para pedirle disculpas, porque sí la dejé de querer por los problemas; me caía mal, me alejé de ella, pero todo cambió cuando una noche familiar vimos películas de mi infancia con mi mamá y mi papá Gonzalo. Ahí pude observar a la abuela, menos arrugada y más feliz, besando a mi abuelo, sonriendo y compartiendo. Se me hizo un nudo la garganta, mis lagrimales se llenaban poco a poco al pensar ese vacío que dejó en la familia y el vacío que sentíamos todos, pero más la abuela. Ahí obró el sentido de la maldad, las malas formas, el rencor, la tristeza que la metió en ese vacío que al final la hizo fuerte para sobrevivir sin su alma gemela. Porque ellos eran eso, mi abuela bella rosa, ahora marchitándose y mi abuelo un árbol jacarandoso que ya se secó.

Pasaron los días mientras pensaba en bajar a la casa de la abuela para externarle mis pensamientos, mis disculpas y hacer una reconciliación y así pasaron más días donde sólo me quede pensando por qué no se me quitaba la desidia, ni la pena. Llegó un día en donde los gritos de mi mamá me despertaron, eran angustiosos, horribles. Ese día bajé y me di cuenta que habían pasado tantos días, que se me había hecho muy tarde, que me había pensado mucho las cosas. Me congelé cuando me dijeron que la abuela había muerto, igual que mi abuelo,


pero en diferente tiempo. Si el Dios en quién creía mi abuela y al que mi madre le rezaba, si ese Dios hubiera podido narrar esas últimas horas lo contaría así: Rosa María cansada y marchita, pero bella en sus últimos suspiros se despidió de Rosa Catarina, su hija la mediana. Fue sincera en el perdón, en el amor y la bondad que emanaban sus párpados arrugados, pero con un iris bello de sus ojos preciosos llenos de recuerdos. Su nieta Rosa Linda llegó tarde, no alcanzó la despedida, llegó cuando esa rosa ya no tenía ni un pétalo de vida. Las Rosas que seguían vivaces se regaron solas con un llanto de suma tristeza, pero con calma porque algún día estarían juntas en la tierra. Entendieron porque Rosa María enterraba sus espinas y que, aunque tuviera muchas nunca olvidarían su olor, ni la hermosa flor que fue. Lo bueno es que ese Dios no tuvo que narrar eso ya que estos gritos y sucesos solo pasaron en un sueño del que desperté agitada y con lágrimas en los ojos, con esa imagen de mi abuela en un lecho de muerte, en un velorio con flores blancas en las que yo solo imaginaba rosas rojas, hermosas y con espinas como es la abuela, como somos todas las mujeres de esta familia, Las Rosas, porque lo quiera o no el carácter se lo dio mi abuela a mi mamá y ella a mí. Pero bueno, hoy por fin después de esta tragedia que he soñado, iré a hablar con la abuela.


Despertares Aurora Carrillo El mar rojo a su alrededor se extendía por todo el suelo del cuarto, inclusive algunas manchas salpicaban su figura. Sus ojos negros y profundos observaban atentos a los demás cuerpos, un hedor a muerte se desplegaba por todo el aire, pero la chica no podía oler aroma alguno, más que el de la carne. Se levantó y notó que llevaba un traje del mismo color a la sangre, un rojo carmesí, pero no le tomó importancia. Deslizó sus pies por el suelo, sus piernas estaban tan débiles que se arrastraban, su cuerpo era completamente nuevo para ella, lo que hacía que moviera muy torpemente sus extremidades. Como un bebe que aprende a caminar, avanzó lenta y torpemente. Moviendo un pie tras otro, sus manos envueltas en puños se agitaban a sus costados. Por fin, completamente de pie y caminando a un ritmo normal percibió algo más que le obstruía el paso,

al pisar advirtió que sus

huellas se marcaban en el suelo, pero no eran marcas cualquiera, sus pies formaban fuego. Aquella imagen permanecía en mi mente, sé que era un sueño y simplemente un sueño, pero había visto la figura de una mujer completamente en rojo que al caminar podía encender el


suelo sólo con tocarlo con sus pies. Me estremecí al recordar su rostro, blanco y de facciones finas, su expresión era desconcertante, su mirada era fría y firme. Sus ojos eran oscuros, pero al mirar el resto de sangre en el piso se volvían llameantes, como dos bolas de fuego. —¡Despierta ya! —dijo Ágatha sacudiéndome de la camilla. Abrí mis ojos de par en par, mis manos estaban frías y mi pelo permanecía pegado a mi rostro. Inhalé hondo para poder despertar. —Tuve un sueño, otra vez uno de aquellos en donde me veo en un lugar extraño. Pero esta vez pude verme a los ojos. —¿Y que había esta vez? ¿Fuego? —Sí, mis ojos ardían. No entendía por qué soñaba eso, pero incluso al caminar pude sentirlo, pude en verdad sentir el fuego bajo mis pies, cálido, cada movimiento parece ser tan real, que realidad creía estar ahí. Ágatha me escuchó sin hacer mucho caso. Mientras se pegaba contra mí. —Hace bastante frío. ¿Por qué no preparas un poco de ese fuego que dices? ¿Eh? —Juguetonamente junte mis manos e imagine formar fuego, luego frote ambas manos y se las coloqué sobre sus mejillas— ¡Ah! Perfecto, me siento mejor. Sí de verdad pudieras hacer fuego sería increíble, pero al menos podemos imaginarlo. Cómo imaginar una mejor comida que estas latas de atún enmohecidas. —Deja de quejarte —pidió Edgar, su hermano mayor— al menos tenemos algo que llevarnos a la boca, y no como otros que ni siquiera


tienen eso. —Perdón por soñar con algo mejor —respondió de manera sarcástica. —No puedo creer que a pesar de todo sigas siendo tan infantil —dijo reprendiéndola con la mirada. Me levanté de la camilla, lista para devorarme otra lata de atún echada a perder, de eso dependía

permanecer con vida.

Ágatha se arrojó a mis brazos y ambas caminamos hacia la esquina para preparar algo de comer con lo que teníamos. — Por la mañana hay que echar un vistazo en la basura, o por los bosques, debe haber algo de comida —dijo Edgar cuando noto que ya no quedaban tantas latas de atún. Mi estómago ya no rugía de hambre, llega un momento en el que el cuerpo se acostumbra a la escasez de comida y ya no desea más de lo que se le da. Una lata de atún nos ayudaba a soportar el resto del día. Salimos de nuestra cabaña en medio de la tormenta, llovía muy ligero, pero la brisa del viento era reconfortante, aún puedo recordar el olor a tierra fresca llenarme los pulmones de un aire tan puro. El sonido del crujir de mis botas con el suelo pisando las ramas que caen a nuestro alrededor Después por el horizonte pudimos vislumbrar un lago enorme. Edgar tomó una de las ramas y ató a un hilo y en la punta un pedazo del atún que aun sobraba en la lata. Tardamos un gran rato pero por fin pudimos lograr encontrar algo, entre los tres sonreímos y aplaudimos en el aire. De verdad soñaba con poder provocar fuego así como en mi sueño, preparar, pensé.

todo sería más sencillo de


El sueño roto Cecilia Alvarado I Despertó muy temprano, a pesar de haber llegado a ese pueblo ya de madrugada, en medio de la cerrada niebla que cubre la sierra en los húmedos crepúsculos tan comunes en aquella región. Eran los inicios de un prometedor año; hasta una mujer medicina le había asegurado que el 2020 representaba un número maestro, de cambios y transformaciones inimaginables. Casi mágico, o al menos así quiso pensar que sería, después de que el año no iniciara tan bien para ella, al haberse quedado sin empleo. A veces es necesario regresar para examinar el pasado y encontrar la verdad, se decía Leire, para justificar su decisión, sin estar verdaderamente convencida. Partió de la Ciudad de México una tarde de finales de Enero, en medio de un ambiente extraño, como anunciando a medias que nada volvería a ser igual; decidió visitar antes Tulancingo, un lugar que también fue escenario de su historia. Nunca supo explicarse el motivo por el cual se procuraba esa tortura, cadalso de su inestable existencia, paseando por los lugares en los que alguna vez estuvieron juntos.


Llegó a San Pablito Pahuatlán, cansada, aterida por el frío, con las emociones tirando de su alma y su cuerpo en todas direcciones, una sensación bastante familiar ya. Esa mañana, lo primero que llegó a su adormilado pensamiento fue el recuerdo del amado-odiado Said. Sabía que él compartía ese extraño gusto por los días nublados y fríos, de tonalidad grisácea, mezclada con el verde profundo que cubría la sierra en el horizonte, justo como el que ella contemplaba ahora, desde la terraza de aquel viejo hotel de techos cubiertos de tejas enmohecidas. -Seguramente por eso es que vino a trabajar a este lugarpensó Leire-; después de todo, somos almas viejas, encontramos refugio en parajes así. Además, él era un espíritu nómada, una particularidad que la propia Leire siempre deseó agregar a su monótona existencia de oficinista; pero sus condiciones habían sido muy distintas a las de él. Días atrás, había decidido ir en su búsqueda. Sí, Said quería verla una vez más. Quería que fuera a visitarlo, ahora hasta la sierra norte de Puebla, le dijo, imprimiendo su usual tono de exigencia en aquel mensaje. Tenía un par de semanas libres, – las migajas de siempre- no pudo evitar pensar Leire, mientras sucesos de otros tiempos desfilaban rápidamente por su mente, en una borrosa línea del tiempo.


Después de meditarlo largamente durante un par de agónicas jornadas, resistiéndose a la tentación, deseando no volver a caer en el abismo que la atrapaba cada vez que aceptaba reunirse con él, por fin lo decidió. Sabía que tarde o temprano acabarían encontrándose, como invariablemente ocurre con las almas enlazadas por el cíclico vaivén de la danza de los tiempos. Y también intuía que, esta vez, el encuentro con su amor sería diferente. Y ahí estaba ahora, esperando para verlo de nuevo en aquel sencillo café ubicado al este de la pequeña plaza central de Pahuatlán -no podía haber encontrado mejor atmósfera-, después de… ya no lo recordaba, había perdido la cuenta del tiempo que llevaba en ese silencio impuesto por ella misma, ejerciendo su derecho a odiarlo. Terminó avivando nuevamente el fuego de una esperanza que al final siempre terminaba traicionando a la razón, contraviniendo inclusive las prescripciones que dictaba el sentido común. Quizás, finalmente había llegado el momento, tan anhelado, en que ese espíritu nómada decidiría quedarse con ella. ¿Acaso él no había estado esperando a Leire todos esos años? ¿Acaso no juraba amarla? Siempre le aseguró que era la única; por eso había decidido seguir su camino solo, cerrándolo a cualquier posibilidad de compartirlo con otra alma. Y ella… ¡Ahhhh, ella padecía una ciega necesidad de creer!


-“Casi no has cambiado”- le espetó Said, para enseguida abrazarla con la cruel manera con la que solía hacerlo, casi violenta, tirando de sus brazos con tal fuerza, que en ocasiones dejaba marcas rojas en su pálida y delicada piel. Leire dudó por un momento y se resistió un poco antes de dejarse caer en su abrazo. Se sintió algo desilusionada e incómoda. Él sí había cambiado: su semblante era aún más gris de lo que recordaba desde la última vez. Había engordado mucho, tanto que no alcanzaba a abarcarlo con los brazos, y llevaba el cabello muy largo, hirsuto. Deseaba mantener cierta imagen, en la que los demás pudieran reconocer a un activista, le dijo Said con orgullo en cierto momento. -¿Así que eres todo un defensor de los derechos humanos?- le preguntó, dudando de que en verdad llevara al plano de los hechos tan honorable vocación. -Que yo sepa, te has pasado por el arco del triunfo la dignidad y los derechos de más de una persona-, Leire rio, burlona. “…Todo se vuelve a inventar si lo comparto contigo…”, sonaban los acordes de una canción de Silvio, vieja conocida de ambos. -Es una buena señal- le dijo Leire. – ¿Por qué lo sería?- dejó escapar él, distraído; parecía haber olvidado lo que alguna vez significaron para ambos aquellas letras.


Después, como en otras ocasiones, juntos hicieron el ya acostumbrado recorrido de recuerdos, los acontecimientos previos a su primera despedida. Era paradójico; Leire lo había conocido en una bulliciosa y popular playa, nada extraordinario ni poético. El mismo día en que se conocieron, se enfrascaron en una breve pero intensa unión; largas tardes de sexo, celos obsesivos y violentas disputas, sostenidas por una colección de absurdos y una constante lucha de poderes. Aceptaron que esa era su forma de amarse, y simplemente se aferraron el uno al otro. Pero también había días en los que la vida era menos tortuosa, en los que amarse también era calma; como esos momentos en que decidían impulsivamente tomar sus cosas y salir en busca de algún lugar alto, húmedo y frío, como ese pueblo en la Sierra Norte de Puebla en el que ahora se habían reunido. O como en aquellas tardes tirados en las Islas de Ciudad Universitaria, en las que él solía leerle algunas páginas de cierto libro de historia – ¿acaso era de Vasconcelos?-, mientras ella se recostaba en sus piernas. Meses después, la sombra de la deslealtad trajo el inevitable y aún más violento adiós: una duda jamás despejada. Pero el fin de aquella rápida historia, también coincidió con un acontecimiento sustancial, de esos que irremediablemente


cambian al menos un destino: no lo sabían, pero habían sembrado un nuevo linaje. Después de eso, las apariciones fugaces de Said en la vida de Leire, se convirtieron en una despiadada normalidad. Durante varios años, el cuento se repitió en larga sucesión de encuentros breves, alternados con el vacío de la ausencia. Cada cierto tiempo él se hacía presente, con una persuasiva exigencia, y cada vez, Leire debió esforzarse por encontrarlo detrás de alguna de sus múltiples personalidades, que iban de lo hostil a lo pasional; de lo divertido a lo serio, pasando desde luego por la indiferencia, esa que reconocía más fácilmente, por ser algo común. Eran encuentros donde los demandantes reclamos de ella y las amargas discusiones eran la constante, siempre alrededor de las mismas preguntas sin respuesta, intentando remendar un pasado ya inexistente, buscando culpables para aquello que no fue posible sostener. Esos intermitentes encuentros daban cierta falsa luz a su ordinaria vida, solo para dar paso nuevamente a la hora de la espera, en su ausencia. Un amor enfermo, entremezclado con odio, sobrevivió al tiempo, sin sentido, sin razón. Dicen los que saben que el amor puede adquirir las más extrañas formas, pero algunas mutan hasta llegar al borde de lo obsesivo.


Pero ahora parecía ser distinto. Esos breves días en Pahuatlán, cada uno vivió ajeno a su propia realidad, como en un plano paralelo; pasado y presente se fundieron. Quizás, el día había llegado. Nuevamente fueron suyos, de ambos, el tiempo y el espacio: las caminatas por el pueblo y las tardes sentados en el viejo café. Las respuestas al fin llegaron para llenar certeramente las preguntas que siempre habían quedado en el aire. Y todo pareció tomar un rumbo distinto. Era como si, por fin, cada pieza de ese eterno rompecabezas en que se convirtió su historia, comenzara a acomodarse. Él la amaba, sí, eso parecía, y lo refrendaba con la promesa de estar con ella. Fueron los días más felices que Leire recordaba haber vivido en muchos años… II Un par de días antes de la fecha que había previsto para partir, despertó en la cama de Said, después de pasar el día con él. Asomándose por una de las ventanas de marcos de madera de la habitación que él rentaba en la planta alta de aquella pequeña posada, vio que la neblina había bajado oscureciendo las calles del pueblo. –Deben ser ya más de las cinco- calculó Leire. Said no estaba; no le había dicho que saldría.


Irritada, más por su ausencia que por haber despertado apenas, Leire pasó su mirada por el pequeño escritorio de madera tallada toscamente, que sobresalía de entre el escaso mobiliario del modesto cuarto de huéspedes. Había libros y cuadernos apilados y hojas desparpajadas, sucias y arrugadas, panfletos y fanzines, cartas, cubriendo, casi ocultando, una bastante maltratada computadora portátil. Era evidente que el orden, al igual que la honestidad, no se contaba entre las fortalezas de Said. Y entonces, un pensamiento la amagó, al tiempo que sentía el ácido sabor de la incertidumbre subir desde su garganta hacia la boca: por un momento fue consciente de que, en realidad, no sabía mucho acerca de la vida de Said a lo largo de esos años. Al menos no de su verdadera vida. ¿Qué hacía durante esas largas ausencias? ¿Con quién pasaba el tiempo? ¿Quiénes eran sus amigos? Sabía muy poco, era verdad. Historiador, adherente a la Sexta zapatista, hijo de una madre soltera, un hermano… pero lo demás, era un misterio para ella, pues él siempre había encontraba forma de volver insondables los detalles de su vida. Pero ahora estaba allí, frente a la inicua oportunidad de escrutar en esos misterios. Quizás debía conformarse con lo que ya sabía. Sin embargo, de un salto cubrió la distancia que separaba la cama y el


escritorio, una distancia que la mantenía a salvo de adentrarse en el plano de la realidad, y lo que puede conllevar encararla frente a frente. La locura también puede esconderse detrás de la verdad.Con la incertidumbre latiendo en sus sienes, inició una búsqueda en la vida de Said, a través de todo lo que encontró frente a ella, contenido en el viejo escritorio de madera. Pasado y presente hablaron a través de aquellas largas cartas; libros y publicaciones con dedicatorias, archivos electrónicos. Y las fotos; los clásicos recuerdos inmortalizados en imágenes tomadas en distintos lugares. Y encubierta por la soledad que la acompañaba en la habitación en ese momento, furtivamente tomó algunos de esos recuerdos, para ocultarlos en aquella bolsa tejida, antigua compañera que siempre la acompañaba, y también en los resquicios de su mente. No se daba cuenta, pero al hurtarlos los hacía suyos. El sorpresivo regreso de Said a la húmeda habitación interrumpió la búsqueda. III Luego de haber salido de manera apresurada de Pahuatlán, arribó a una nublada Ciudad de México que la recibía con un aire muy diferente, pues todo parecía haberse transformado en


sólo un par de semanas. Se hablaba ya de una pandemia cuyos efectos comenzaban a sentirse en el mundo, asolado ya de por sí por muchas otras calamidades. -¡Una pandemia! Es lo último que me faltaba-, pensó, con más desesperanza que ironía. Ya era febrero, y llegó a su memoria la falta de empleo. Recordaba borrosamente haber sostenido una terrible pelea con Said, lo cual no le resultaba extraño, pues siempre terminaban igual, o casi igual, pues las huellas físicas y anímicas le decían que esta vez había sido peor. Ése había sido el fin de sus maravillosos días en Pahuatlán. Una lluvia constante cubría la ciudad, aunque de manera más discreta que la tormenta que azotaba el corazón y los eclipsados pensamientos de Leire, que llegó a su departamento casi arrastrándose. Y durmió largamente… Durante los siguientes días, trató de ordenar en su mente lo ocurrido durante las últimas horas que pasó en la habitación de Said en Pahuatlán, pero sus recuerdos aparecían con demasiada confusión; quizás era el implacable efecto del paso de los años sobre su mente, no estaba segura. Y lo más extraño es que no sentía dolor. –Pero si aún no soy tan vieja- pensó.


Inútilmente, trataba de reconstruir lo que había ocurrido. ¿Qué había sido ahora? ¿Por qué no podía recordar? ¿Acaso se había alcoholizado? intentaba indagar acerca de aquello que había marcado el prematuro fin de esa ilusión; detestaba esa palabra, le parecía ridícula y anticuada, pero era eso, la ilusión de ver ¡al fin! materializado el sueño largamente sostenido, después de esperarlo secretamente durante tanto tiempo. Y en medio del ir y venir de los días, tuvo que conformarse con ir reuniendo nuevamente los recuerdos de otros días a lado de su amor, como siempre lo hacía después de cada caótica despedida. Pero ahora, a las memorias guardadas en su cabeza, añadía también la existencia de aquella memoria plasmada en papel que encontró en su vieja bolsa. “Nosotros también suspiramos viendo el cielo y el mar de Venecia” – evocó Leire una frase-, tal vez alguno de los dos lo había dicho, mientras se hacían fotografiar, en un ligero abrazo, en el antiguo Ponte dei Sospiri, cerca de la plaza de San Marcos. Seguramente había sido durante un viaje veraniego, algunos años atrás. “Desde el 2000. Tú y yo, juntos en Budapest”, recordaba lejanamente haber escrito como nota al pie de cierta fotografía; habían estado en el Castillo de Buda. Hungría era luminosamente alucinante.


-¿Recuerdas que conversaron acerca de lo afortunados que habían sido al poder estar en Notre Dame, cuando las redes se inundaron con la noticia de aquél terrible incendio que casi destruyó la Catedral?- Se preguntaba. Al parecer no tenía ninguna fotografía de ambos en ella, pero rememoraba a Said de pie, su gruesa silueta frente al icónico edificio de estilo gótico, mientras ella tomaba otra de esas fotografías. Alemania, Países Bajos. Egipto, Marruecos… Tenía los recuerdos de esos viajes, imágenes que contemplaba una y otra vez. Y las cartas, de redacción y ortografía tan perfecta que parecían escritas por alguien más… Así transcurrieron un par de meses; perdida entre el vaivén de episodios en los que la realidad se ausentaba de su mente. Leire permanecía encerrada, no solo por el ataque de un estupor depresivo, sino también para mantenerse a salvo de un virus aún más extraño, del que poco se sabía, sólo que era altamente mortal, y que hizo su aparición en el mundo a finales del año anterior. De hecho, nadie debía salir, bajo la apocalíptica advertencia de que todos estarían más seguros si permanecían en sus casas. Y ese enclaustramiento que podía volver locos a muchos, resultó ser también la cura para otros, cuyas mentes necesitaban urgentemente entrar en un espacio de calma y el silencio.


IV Ya era Abril. Cierto amanecer, abrió los ojos. El repentino contacto con la realidad terminó de sacarla del profundo sopor que la abrazaba ¿Qué fue lo que ocurrió? ¡Sus recuerdos! ¿Dónde estaban esos recuerdos? –fue lo primero que se preguntó-. Quiso hablar, pero un dolor como una tenaza le apretó la garganta. Leire salió de la cama, y se precipitó hacia la cómoda en la que solía guardar sus pertenencias más íntimas, el aire escapando de golpe de su pecho. Buscó desesperadamente las fotos. ¡París, Budapest, Venecia, Marruecos! ¿Dónde están? Loca de pesar y de sorpresa, sintió el impacto de mil agujas clavándose en su cabeza. Pudo ver con cegadora claridad que la mujer que aparecía en esas fotos, no era ella. Otro rostro danzaba en las imágenes; otro cuerpo. Era otra mujer quien aparecía en ellas, casi siempre abrazada de Said. Las cartas que también había tomado de manera precipitada de los cajones del viejo escritorio en el que Said acumulaba sus documentos, en las que abundaban los juramentos de amor traducidos en poesía, habían sido escritas por otra persona, evidentemente la misma mujer de las fotos. No, esos recuerdos no eran suyos: la mujer que posaba con Said en las imágenes, la signante de aquellas largas cartas plagadas de poesía, no era ella. Por fin logró recordar: al caer en la cuenta


de que todos esos años de eterna espera para ella, sostenidos solamente por sueños construidos unilateralmente, él los había vivido a lado de alguien más, Leire deseó infinitamente ser esa mujer. Y para silenciar el insufrible dolor engendrado por sus hallazgos aquel ocaso en Pahuatlán, su nublada y afligida razón hizo suyas esas historias ajenas, en medio de episodios psicóticos que la hacían convertirse en su protagonista. V En aquella época, la aparición de un extraño virus fue la señal de que un nuevo desastre estaba por cernirse sobre el mundo. Una trompeta más del Apocalipsis. Leire se preguntó si sería una coincidencia. Que al mismo tiempo el advenimiento de la pandemia que había segado a su paso innumerables vidas, también fuera el desenlace de la historia del amor de su vida y la locura que la acompañaba. Resultaba espeluznante recobrar el juicio de repente – ¿Alguna vez había experimentado lo que es la cordura, en realidad?-, y recordar, conmocionada, que Said andaba otra senda desde tiempo atrás; otro amor, otros destinos. Era la historia de una utopía en el laberinto de la mente de Leire, avivada por ese amor que se negaba a dejar ir. Ahora se sentía huérfana. Pero, después de todo, su arribo a la cordura no podía ser tan malo. Prisionera de sus quiméricas andanzas durante los últimos tiempos, Leire se encaminaba por fin a la libertad.


Fuera del tiempo César Ubaldo Pérez Bastida

Intente negarla e incluso olvidarla, sin embargo, seguía la sensación de incertidumbre, la silenciosa calle que hasta hace algunos días vibraba con tumultos incontrolables ahora se encontraba callada e inerte. Muy lejana estaba ya esa imagen de mi ventana, la del movimiento perpetuo, una obra orquestada con actos según los días y las horas, iniciando con los gritos del vendedor de tamales, los de la basura, los de los productos de limpieza con el micrófono descompuesto, los carritos de fruta, las cortinas de acero de los comercios y las maquinarias de impresión que conformaban y caracterizaban a la colonia, con el ir y venir de planchas y engranes, regalando una armonía peculiar al espacio sonoro. Todos ordenados en el desorden, únicos e irrepetibles. Ahora todo cambió. En ocasiones al despertar tengo ese pequeño lapso de duda, de que esto sea real. Cuando la conciencia aún no toma por completo las riendas, cuando la magia se dispersa entre los tejidos de lo cotidiano, de la responsabilidad, de la apuración. Inicio mi día como cualquier otro que no sea domingo, porque el domingo es el día que me regalo, los demás se los debo desde que acabe la universidad, al trabajo y al dinero. La


camisa y un poco de agua en el rostro bastan para iniciar la sesión de video-llamada que me mantiene atento a las indicaciones de mi jefe. Con el pasar de las horas se denota un cansancio que todos los participantes tratamos de disimular, me distraigo mirando las oficinas improvisadas, cuadros y muebles que casi nunca tienen que ver con la personalidad altiva de los trabajadores al otro lado del monitor. Un nuevo hogar, adaptado a la fuerza, cocinas desordenadas, salas e incluso recamaras, buscando siempre el ángulo adecuado para no dejar ver a algún intruso o suceso que altere el enorme esfuerzo de los interlocutores por no ser descubiertos en su ya de por si expuesta intimidad. El jefe da las últimas indicaciones y nos despedimos, otro día más que me acerca al domingo. En el barrio siguen las calles vacías que me recuerdan que no puedo salir, anhelo las fiestas religiosas que se volvían alcohólicas, tan cerca de lo sacro, de lo mundano y también de lo inhumano, quizá no está tan mal un poco de reclusión. Las noches de insomnio corrompidas por seres que salían a merodear en motonetas han dado una tregua que me permite dormir apaciblemente. Otra semana más y cuando se va el sol y el cielo dibuja con tonos rojizos la advertencia del peligro acechante de la noche, aparece en la esquina de la calle un nuevo personaje, desconocido en el barrio, un sujeto de pie a mitad del asfalto, con ropas sucias, parece confundido y buscando algo que no


existe, pasa desapercibido para todas las miradas que de entre las ventanas se asoman tímidas, pero lo más extraño es su felicidad que incluso me molesta. La envidia no me permite mirar más y me voy a dormir. Es domingo y salgo por comida, en esta ocasión será despensa y un pan dulce, he oído que perjudica la salud pero en fin, las mentiras y las verdades son responsabilidad del que las cuenta y del que las cree. Misma rutina para salir, cubre-bocas azul y zapatos mojados en cloro. Inicia la paranoia, no tocar nada y caminar directo a la puerta del edificio donde vivo. Después de las compras, de esquivar gente y de disfrutar los rayos del sol, imagino cuando todo vuelva a ser como antes, única esperanza para sentirse bien de vez en cuando. Regreso tarde, doy vuelta a la calle y me encuentro con el extraño ser, de inmediato mi mente lo clasifica; vagabundo, como tantos que he visto, se nota confundido, trata de decir algo pero no encuentra palabras o no las conoce, como si hubiera olvidado su lenguaje, aun así me sonríe y le regreso la sonrisa que no distingue por mi cubrebocas. En las noches tranquilas la gente pierde la paciencia, ya de madrugada salen a jugar algunos niños pero sus gritos los ponen en evidencia regresando de inmediato a sus escondites para evitar un regaño. Los adultos reducen las medidas de seguridad, algunos siguen con el cubre-bocas y sólo la minoría evita si quiera acercarse a la puerta.


Inicia la semana y el tianguis que pintaba la calle con un largo lienzo multicolor ahora parece sucio y lleno de huecos, salen pocos vecinos, el ambiente de tristeza agobia de nuevo. Ya avanzada la tarde el vagabundo aparece, se desplaza por las calles y lo miro largo rato, observa los rostros, algunos le llaman más la atención que otros, mueve las manos pero a nadie le importa, corro de nuevo a la video-llamada, esta vez llego tarde y culpo a la conexión de internet. ¿De dónde vendrá? ¿Y si tiene un padecimiento mental?, en fin, lo malo del mundo actual es que los sucesos extraordinarios pasan desapercibidos con ver un rato el celular. Al otro día, todo sigue igual, llega la noche y miro por la ventana, sigue ahí, caminando por la calle como si nada, enfocado en algún asunto, esquiva obstáculos imaginarios y habla con paredes y árboles, está loco, caso cerrado. Después de una aburrida video-llamada me preparo un café, no es de calidad pero debo cuidar el dinero, quizá esto dure meses. Me asomo de nuevo por la ventana para mi sesión nocturna de distracción, la calle es casi la misma: llantas chuecas, postes con ramas negras que entran en los edificios, espejos de agua y aceite y el vagabundo que saluda al aire e intercambia objetos con la nada, parece comprar algo, lo paga, lo guarda, extiende la mano despidiéndose, se va apresurado, esquiva autos inexistentes con gran habilidad y cual mimo experto en su rutina llega al frente de una casa roja cerca de la


esquina, intenta pasar a través de ella y se lastima la frente, intenta otra vez hasta caer desahuciado y confundido. Siento pena por él, si sólo caminara diez metros hacia la izquierda encontraría la esquina y podría pasar o tocar la puerta de la casa y entrar o más bien tendría que no pensar en esto porque es tarde y mañana debo ser puntual con la video-llamada. Durante el día el vagabundo no está, lo he buscado, nunca aparece. Otra vez domingo de pan dulce, no sé qué elegir, hay tantas opciones, decisiones trascendentes que dan forma a mi abdomen. Doy vuelta a la calle y me encuentro con cartones que forman algo similar a una caverna, vivienda improvisada que aloja al nuevo habitante de la colonia; el vagabundo. Me sorprende la forma en que cambia de horarios, en que puede dormir con el sol radiante. En la noche aparece simulando a cualquier hombre de negocios, caminando por la calle con seguridad, saludando y evadiendo fantasmas. Pensé que quizá seguía la rutina motriz de algún empleado, mejor hubiera sido simular a alguien descansando. Seguí con mirada curiosa sus movimientos y note que no golpeaba ningún árbol, ningún objeto antiguo, sólo los autos que cambian de lugar, sólo piedras y llantas que colocan los vecinos para apartar su estacionamiento. Es notoria su precisión y naturalidad, ni borracho ni confuso, atrapado en tiempos y espacios distintos, como yo, deseando estar en otro momento y lugar. No parece preocupado, hace negocios de aire y polvo con el vacío y


regresa por la mañana a su condominio de cartón, habita la ciudad y desea que no existan los muros de la casa roja, que la noche sea el día y que el encierro sea la libertad. Inicia la semana y enciendo la computadora, lejos queda ese futuro de mi niñez con autos que volaban. El futuro nos alcanzó en forma de redes sociales, que decepción. Deje de mirar la ventana por un tiempo, el trabajo se incrementó para beneficio del jefe pero no para mí, que gano igual sin importar la carga de pendientes, todo sea por un sueldo que vale mi existencia. Se fue la tranquilidad y también el vagabundo, pasaron las noches y no supe más de él. La caverna de cartón se fue desmantelando por el desuso y pisadas de los transeúntes que salieron de sus casas por aburrimiento, necesidad y desesperación. La gente decidió que estaba todo bien y contrario a las advertencias se reactivaron los negocios, la colonia inició su recital, el tráfico inundó las calles y la casa roja fue demolida para construir departamentos. Quizá el vagabundo sólo quería trabajar en la obra de la casa roja, pagar a sus empleados y dormir en la caseta cercana, quizá los niños jugaban a la hora que su realidad les dictaba, quizá el problema había sido no estar en el momento y lugar adecuados y así como la pandemia, no vivir acorde a las circunstancias. Algunos quieren estar en el futuro, otros en el pasado y sólo algunos quieren asumir la responsabilidad de vivir el presente.


¿Han muerto los abuelos? Edith Montiel Sánchez La casa era de tepetate, con techo de teja y un patio grande, con lajas incrustadas en la tierra en forma de caminitos, un trueno plantado y floreciente a lado de un tepozán, donde revoloteaban muchas pero muchas mariposas de exuberantes y brillantes colores.
 La abuela era alta, delgada y de tez blanca, con pelo canoso y largo que llevaba recogido y enrollado a manera de dona a la altura de la nuca, su vestir; humilde, limpio y de buen gusto, pero lo más importante, su gesto, reflejo de su actitud solidaria, apacible, amorosa y muy muy espiritual. El abuelo; barbado de barba pelirroja, siempre vestía de mezclilla con sombrero y camisa de manga larga, un hombre callado, pero de muy buen sentido del humor, hasta podría decir que bromista y muy pero muy trabajador. El corral de traspatio era pródigo, en el habitaban; borregos, vacas y 2 toros que ayudaban en las labores del campo como yunta de labranza y por lo menos dos veces al año retozaban los becerritos que nacían de algunas de las vacas, que por cierto,


proveían de leche, mantequilla, crema y queso a los abuelos y a las visitas que llegábamos a saludarlos. Las gallinas, los gallos, los guajolotes y totolas, también revoloteaban y alegraban con sus cantos y graznidos, sin dejar de mencionar que sus blanquillos servían para un rico y nutritivo desayuno, o para hornear un delicioso mamón de nata con pasas, nuez o vainilla, o simplemente de canela o naranja y otros blanquillos más, para ponerlos en un huacal con cama de ocotzal y ser empollados por mamá gallina o totola, según fuera el caso. En algunos años vivieron entre estas aves, unos gansos m u y traviesos y ruidosos, en ocasiones (Y eso era lo enigmático) llegaban personas a la casa y ¡Los gansos entraban en acción!. En el camino principal había una entrada que los abuelos le llamaban carril, como de 80 metros aproximadamente para llegar a la casa, así que, si los gansos estaban distraídos, quien llegaba lograba entrar sin ningún problema, pero en cuanto estos animalitos percibían la presencia de las personas decidían si los dejaban pasar o los regresaban por donde entraron; correteándolos y amenazándolos con picarlos y morderlos. Cuando decidían dejar la entrada libre, unos les daban la bienvenida con estruendosos graznidos, acompañándolos hasta la casa y otros más, adelantados, avisaban que había visita y mientras el saludo, con

la algarabía de estas aves,


apenas dejaba escucharse, así que como eran traviesos y ruidoso, la abuela prefirió hacerlos en barbacoa, que por cierto fue un suculento platillo y una comilona, ¡así como ellos eran! Lleno de algarabía, bulla, risas. Ya que la abuela citó a sus dos hijas biológicas y una más, que amaba como suya pero que no había nacido de ella. Con ellas hijos, nietos, bisnietos, esposos y uno que otro amigo colado por allí, así que esa barbacoa de ganso fue una verdadera fiesta para todos. En el corral también había marranos que comían los molcatitos de la cosecha, los zapotes blancos, los capulines, duraznos, chabacanos, peras e higos que caían de los árboles al suelo y que recogíamos para dárselos a comer en un cubo de lámina muy gruesa con dos aros de fierro soldados, que los cerraban herméticamente, lo que hacía que pesara mucho, mucho más de lo que se le pudiera poner dentro.

Siendo su alimento preferido el metzál quizás porque es muy dulce, pastoso y de efecto mareador, que los llevaba a un profundo sueño después de comerlo.

Entre toda esta

diversidad de animalitos paseaba una gatita amarilla como yema de huevo, de ahí su nombre; férrea cuidadora de que los roedores no entraran al cuexcomate a comerse el maíz. Esta casa para mí era un paraíso, sin dejar de mencionar que los abuelos se amaban a pesar de tantos años de vivir juntos y se trataban con mucho cariño. Las vacaciones escolares eran


para mí una felicidad porque las pasaba con ellos; involucrándome en todas las actividades que para mí eran novedosas por ser distintas a las que vivía en casa de mis padres. Las tardes calurosas las disfrutábamos sentados en una banca hecha con un tronco de ciprés colocada en el patio y por mesa otro trozo redondo de gran diámetro de árbol de ocote y sobre él, una palangana de madera con cacahuates y un cajete de barro con un cono de piloncillo en pedacitos; La platica era amena entre pelar y comer cacahuates junto con un trocito de piloncillo, éstos, a falta de palanqueta que la abuela hacía de vez en cuando. Escuchar los relatos y experiencias de cuando fueron jóvenes ¡Me fascinaba! Muchas de mis preguntas causaban gracia y para todas había respuesta, eso me hacía pensar ¡Mis abuelos, son sabios! La abuela platicaba que esa casa, había pertenecido a sus abuelos paternos y que su madre le contó que sus suegros la querían mucho y que al estar embarazada, dijeron -Que al dar a luz sin importar el sexo de la criatura seria de él o de ella esa casa- es digno de mencionar esto ya que transcurría el año de 1885, cuando los abuelos de mi abuela tomaron esa decisión y la costumbre de ese entonces, era que solo al hijo varón era al que se le heredaban propiedades, esta decisión fue una bendición para la abuela pues al poco tiempo de nacer, murió su papá y al no tener más hermanos pudo disfrutar de esa


propiedad. Platicas como esta me hacía sentir importante, tomada en cuenta y como si fuera mayor de edad, aunque solo contaba con ocho o nueve años. Así la tarde terminaba la luz del sol se hacía tenue y surgía la luna acompañada de un sin fin de estrellas. Un día el abuelo me invitó a sentarme junto a él, me abrazo con esos brazos fuertes, gruesos y con mucho cariño me enseñó a buscar las figuras que forman las estrellas, diciéndome que cambian de lugar según las estaciones del año, que predicen los cambios de clima y que ayudan a orientarnos, vimos la osa mayor que tiene forma de carreta, la osa menor que es igual pero más pequeña buscamos el can mayor y el can menor, orión con sus dos perros, el toro y la libre y me dijo que estos siempre están al sur así como el arado, etc. Al hablar del arado, figura que forman también las estrellas, me invito a acompañarlo a sus labores de labranza en la parcela del llano, un lugar como a dos kilómetros de la casa, para conocer el arado que se pone en la yunta que sirve para remover la tierra y muchos trabajo más, que su forma es muy parecida a la que se ve en el cielo con las estrellas, por eso se llama así, también me enseño que la luna

permite guiarnos

tanto de día como de noche y que cuando es luna creciente su forma es de una “D” y sus cuernos miran al Este y cuando es menguante que se hace más chiquita tiene forma de “C” y sus cuernos miran al oeste.


La verdad yo no vi nada ni entendí nada, solo disfrutaba el abrazo de esos brazos cálidos y fuertes, que me daban cobijo y seguridad. Unos años más tarde, la necesidad de hacer un trabajo de escuela sobre este tema, me obligó a consultar con el abuelo y tomar nota, lo que hizo revivir el abrazo que me llenó de felicidad y que aun en este momento al plasmarlo en estas líneas percibo ese sentimiento tan agradable de felicidad. Gran aventura fue acompañarlo a la parcela del llano a pesar de las negativas de mi abuela y con muchas bendiciones, recomendaciones e itacates salimos de casa muy de madrugada con veinte borregos, dos toros, un burro bien cargado con el arado, los avíos para la labranza, las mangas y un nagual por si llovía, el itacate para nosotros dos, para tres trabajadores y para cuatro perros ovejeros que se encargaban de cuidar que no se extraviaran los borregos y que respondían al chiflido ensordecedor del abuelo y encima de todo esto que llevaba el asno, ´´yo´´ muy emocionada pero temerosa, pues nunca había viajado en un burro. Por eso y por muchos peligros más, la preocupación de la abuela. Era un día soleado, y a decir de los abuelos, observando el cielo y oliendo el aire “no anuncia lluvia”; el camino fue largo, a los ocho o nueve años que era más o menos la edad que tenía en ese entonces, es más fácil imaginar y convertir la realidad en fantasía, así que de pronto me sentí con un turbante con un lienzo de seda cubriendo mi rostro, montada en un camello


viajando por el desierto, hasta llego a mi mente la canción de Jorobita una canción de Cri-Cri el grillito cantor, ¡Pero noooo! La realidad, y sí, que era una agradable realidad, iba montada en un jumento y las jorobas eran todos los chuches que llevaba cargando el burro y el turbante era un trapo de manta que envolvía mi cabeza para protegerme del frio y aumentar el grosor para que el sombrero quedara fijo en mi cabeza y el lienzo de seda era nada más y nada menos que una bufanda tejida por la abuela, de color azul jaspeado, calentaba rico pero …picaba un poco, porque era de hilo de lana pura que los abuelos hacían cuando trasquilaban los borregos y aprovechaban esa lana. Primero la paleaban sacudiéndola y la lavaban varias veces con jabón de pasta porque de polvo no se conocía, por lo menos ahí en el pueblo, la espulgaban para quitarle las espinas del abrojo, de la coronita, del acahual y demás basura que se le pega a la lana de los borregos. Después de varias lavadas, finalmente se lavaba con un maguey mecuate con esto se ponía, super esponjosa y suavecita, además con ayuda del sol en cada lavada quedaba muy blanca. Mientras esta lana se secaba en un arenero o zaranda, la abuela ponía remojar un cuartillo de maíz azul junto con otro de maíz morado, cuando estos habían soltado su color en el agua sacaban los maíces que servían para alimentar a los totoles o a los cerdos. Ya estando seca la lana, la sumergían en esta agua azulada por


dos o tres días, dándole vuelta para que se tiñera parejito y como esto no sucedía por completo ese era el nombre que le daban, jaspeado, azul jaspeado muy bonito color por cierto, ya teñido se ponía de nuevo a secar pero ya no directo al sol, al secarse muy bien se cardaba es decir se peinaba y limpiaba con un objeto como cepillo de alambre cuadrado al tamaño de la palma de la mano llamada carda, esto se hacía antes de hilarla. Para hilarla, se tomaba un trozo de lana ya cardada se unía con otro enredándolo sobre la rodilla y así iba saliendo un hilo, que al irlo juntando se formaba una madeja de donde la abuela con dos varas de pera o de membrillo o con un artefacto llamado bastidor, que era una tabla con clavos alrededor o simplemente con los dedos tejía bufandas, quexquemetl o mañanitas, o bien una ruana o capa, o un chal o un chaleco. Y hasta un lienzo con el que forraba un chiquipextle para que no se enfriaran tan rápido las tortillas.

Y así aguantando el picor que era menos que el frío que se sentía, para mi esa bufanda era el lienzo de seda que usaban las mujeres del medio oriente, ¡oh bendita inocencia y entrañable infancia! Al amanecer y salir el sol, el camino se tornó alegre y colorido. Las milpas, jarillas, chicalotes, mozoquelites, acahuales. hapalpaperas, trompetillas y girasoles silvestres que crecen en el campo y a la orilla del


camino, saludaban a nuestro paso moviéndose al ritmo del viento ligero y haciendo un ruido tenue y uniforme que parecía que estaban deseándonos un buen día. Llegamos al río y como había llovido la tarde anterior, por el cauce discurrían aguas no tan cautelosas, pero tampoco tan en calma, así que el abuelo dispuso como deberíamos atravesar. Él y un trabajador a los costados del burro, cuidando de que no me cayera con el vaivén del andar del asno que sorteaba piedras arrastradas por la corriente del agua en el río. A dos ovejitas pequeñas las cargaron en hombros los trabajadores, los perros mordieron las cerdas del rabo de los toros y del burro, y uno más saltó a mi espalda y así, cruzamos el río sin mayor novedad; Al llegar a la otra orilla, el abuelo y los peones revisaron las patas de los animales y no estando lastimados seguimos el camino, llegando a la parcela, descargaron al burro, colgaron la bolsa de la comida en la rama de un árbol, para ponerla a salvo de roedores o de otros canes ajenos que nos visitaran, el agua que llevábamos iba en una garrafa de vidrio muy grueso que le cabían más o menos veinte litros, según cálculos del abuelo, Antonio uno de los trabajadores, sacó la tierra floja de un hoyo ya cavado con anterioridad que estaba debajo de un frondoso árbol, ahí metió la garrafa del agua para que se mantuviera fresca. Todos se cambiaron las botas de plástico que llevaban por unas botas de casquillo y suela de llanta, llamadas mineras y


los trabajadores hacían broma diciendo que eran botas de moriremos juntos, solo mi abuelo se calzó con sus huaraches de correas de piel de chivo. Empezaron las labores, fue un día de pizca, el abuelo puso en mis manos una aguja de arrea o piscalón

ensartada con un cordel que rodeaba mi mano

dándome firmeza y seguridad al usarla, el abuelo me enseñó a abrir la hojas secas llamadas, totomoxtles que guardan dentro de ellas a las mazorcas jalando hacia abajo y sacando la mazorca, debíamos quitar

el pelo que la cubre, pelo que

guardamos en una bolsa de manta para llevarlo a casa y tomarlo como infusión, cuando alguien de la familia se sentía con algún problema al orinar y que ellos denominaban “mal de orín”, hirviéndolo con otra hierba llamada

cola de caballo.

Ahora entiendo que esto era una infección de vías urinarias o simplemente para limpiar el riñón según decían los abuelos, tomándola como agua de tiempo. Las mazorcas ya limpias de hojas y pelo, las depositamos en un chequehuite, al llenarse se vaciaba en un costal de ixtle que al estar a tope se cosía con la misma aguja de arrea que nos sirvió de piscalón y un cordel. A lo lejos se oyó el silbar de un tren y al unisonó, los trabajadores gritaron –“El Mérida”-, esto porque a esa hora mas o menos, pasaba el tren con destino a Mérida, hora de almorzar quizás serian las diez u once de la mañana, porque el abuelo me enseño que cando son las doce no tenemos sombra, es decir que estando de pie mirando hacia donde sale el sol y son antes


de las doce, la sombra estará a mi espalda y si pasan de las doce, la sombra empieza a verse al frente y se extiende a medida que la hora esta mas lejos de las doce del día. Todos se apresuraron a prepara el almuerzo, colocaron tres piedras, llevaron mezotes y el abuelo saco de su morral un pedazo de ocote, la lumbre encendió rápidamente sin el ocote, no hubiese sido posible tanta rapidez, eso me sorprendió mucho pues solo basto acercar el cerillo para que brotara una llama de fuego; encima de las piedras colocaron una tapa de tambo que hacia las veces de comal

y que estaba

resguardado en la unión del tronco del árbol con una rama. Al estar recolectando los mezotes una araña capulina pico a uno de los trabajadores, el abuelo rápidamente apretó su brazo con un paliacate ahora entiendo que hizo un torniquete,

el

abuelo siempre llevaba entre los avíos del burro una bolsa con ajos, machaco varios entre dos piedras y le puso una plasta en el piquete, fijándolo con otro paliacate, con agua como si fueran capsulas le dio a tragar tres dientes de ajo y le pidió a otro trabajador que se lo llevara inmediatamente en el burro al pueblo al centro de salud, para que lo atendieran. Mi abuelo y yo, nos quedamos con el otro peón a almorzar, el almuerzo fue unos huazontles rellenos de queso, capeados en salsa de chile pasilla y unas papas cocidas en el rescoldo y condimentadas con sal que habían sacado de la tierra con el


arado, trabajo que no se completo por el incidente sucedido, también degustamos un té de toronjil. Pasadas las tres quince de la tarde y lo digo con exactitud porque ahí donde estábamos se alcanzaba a escuchar el silbato del taller ferroviario ubicado en una población cercana como a diez kilómetros. A esa hora estuvo de regreso el trabajador que llevo al herido al centro de salud con muy buenas noticias, el trabajador estaba fuera de peligro y lo dejo en su domicilio, trabajamos una hora mas y se dispusieron las cosas para cargar el jumento y regresar a casa, de pronto un revoloteo de perros, corrían, correteaban y por fin uno de los perros le entrego al abuelo un conejo muy grande; el abuelo lo abrió por la panza, le saco las vísceras y se las repartió a los cuatro perros enjuago el conejo lo colgó en la silleta y tomamos camino a casa. El regreso fue sin novedad, el río estaba calmado con poca agua y lo atravesamos fácilmente y de la misma forma que en la mañana el mismo perrito brinco en ancas del burro, asustándome, pero lo único que buscaba era no mojarse. Al llegar a casa la abuela ya tenia la comida caliente, pues los perros se adelantaban llegando primero eso era señal de que ya estábamos cerca, entonces la abuela preparaba todo y ya tenia un cazo y dos botes cuadrados llenos de agua a la mitad


del patio, que con el sol del dia se había calentado y que aun conservaban el agua tibia. Los peones descargaron el burro, entregaron el conejo a la abuela, colocaron todo en su lugar, tomaron un jarrito de pulque fresco que la abuela les ofreció, se despidieron y se fueron a su casa a descansar. Mientras el abuelo se lavo medio cuerpo; la cabeza, los brazos y los pies, yo hice lo mismo; y ya limpios entramos a la cocina a comer esa tarde degustamos, sopa de malvas con habas verdes, calabacitas condimentadas con pipitza y un chile loco asado y en rajitas, de guisado “rabo de mestiza” es un caldillo de jitomate con nopales, rajas de chile poblano, huevos ahogados condimentado con epazote y unos frijolitos de la olla, sazonados con cebolla y manteca de cerdo. Era costumbre del abuelo sacrificar un cerdo dos veces al año y tener manteca para cocinar, mi madre contaba que cuando eran pequeñas mi madre y sus hermanas disfrutaban de cueritos, carnitas, chicharrón de cazuela y cascara, y para que esa comilona no les hiciera daño la abuela les hacia una infusión de hierbabuena, canela, manzanilla, epazote del zorrillo, cedrón y un poquito de bicarbonato y decía la abuela “Santo remedio”. Quedarme en casa con la abuela era también fantástico, muy divertido, entretenido y de mucho aprendizaje.

En cuanto el

abuelo salía con los animales a la parcela del Llano mi abuela lavaba los platos y jarros que habíamos ocupado para


desayunar y sacaba el nixtamal, por algunos años no hubo molino en el pueblo, así es que apayanaba el nixtamal en el metate, esto era molerlo hasta hacer la masa; pero años mas tarde ya hubo molino y lo llevábamos ahí a moler. A mi me gustaba sacar el nixtamal del bote donde se había cocido es decir sacar los granos del maíz ya cocidos y escurrirlos para depositarlos en el recipiente que llevaríamos al molino, pero la abuela no lo permitía pues me explico que para cocerlos (a esto le llaman hacer el nixcomilt) le agregan cal y eso reseca mucho las manos, así es que mientras ella estaba sacándolo yo estaba quieta observando, pero si se distraía o se ocupaba en algo, se puede imaginar amigo lector la satisfacción y el gusto de hacer lo prohibido. El gran problema era que al oír venir a la abuela solo me secaba las manos en la ropa sin enjuagarlas y las consecuencias eran mayores, pues más rápido que aprisa terminaba con el dorso de las manos agrietadas, sobre todo porque mientras caminábamos al molino que estaba a kilometro y medio, mas o menos, el frio estaba intenso y hacia los suyo en mis manos, que además llevaba residuos de cal. El camino de ida era de platica con la abuela, años antes había muerto su madre, a los 110 años tuve la dicha de conocerla, fue mi bisabuela Feliciana; me contaba la abuela que fue una mujer muy valiente y muy espiritual, le agregaría que para su tiempo fue decidida e inteligente, pues estando casada y con


una hija, que fue mi abuela, vivían en la ciudad de Puebla y su esposo falleció, así que se vio obligada a buscar trabajo; en ese tiempo, que una mujer trabajara era una vergüenza porque eso quería decir que no tenia marido y por lo tanto no era una mujer de respeto, además solamente podía hacerlo de sirvienta y siendo así, el patrón podía abusar de ella sin poder hacer nada para impedirlo.

Viviendo cerca del convento de Santa Mónica, convento de las madres Agustinas,

acudió a ellas para solicitarles le

recomendaran con un familia honorable que le admitieran con su pequeña hija; dice la abuela que su mamá nunca se cansó de darle gracias a Dios por la respuesta de las monjas “puedes venir a trabajar con nosotras, si te conviene recibir solo los alimentos y el techo” y así estuvo con ellas por un buen tiempo ayudándoles a bordar casullas, manteles para altares y para algunas señoras de muy buena posición económica que encargaban juegos de sabanas y fundas para almohadas, deshiladas y bordadas, manteles con sus servilletas individuales, iniciales para camisas, pañuelos y bolsas internas de los trajes y prendas tejidas, como se aplicaba en el trabajo le permitieron cobrar para ella algunas prendas.

Fue ahí en el convento donde aprendió la elaboración de los chiles en nogada, a fuerza de ayudar a su preparación por


algunos años cada veintiocho de agosto y que coincidía con el cumpleaños de su única hija, mi abuela. Siendo ya mi abuela una señorita sus abuelos le pidieron a su mamá hacerse cargo de la casa que le habían prometido, por lo que dejaron el convento para emigrar a San Dionisio Yauhquemehcan, un pueblo del estado de Tlaxcala, por donde atraviesa el río Zahuapan, que nace al norte del estado en el municipio de Tlaxco, atravesando esta entidad de norte a sur, hasta el estado de Puebla desembocando en el rio Atoyac. Tuve la dicha de conocer ese rio; un rio de agua clara donde surtíamos agua para el uso y consumo de la casa de los abuelos, la cual llevábamos del río a la casa en dos castañas que el burrito llevaba a sus costados, estas castañas eran de madera ensambladas y unidas por un fleje de lámina, al pasar de los años se deterioraron y se cambiaron por dos castañas de lamina galvanizada. La platica siempre era interesante y el camino se hacia corto, al regresar del molino a la casa dimos de comer a los pollitos y a los totolitos, con la masa que trajimos del molino y dándoles de comer en la palma de la mano, para que ellos picaran la masa y a las gallina, gallos y totoles con maíz, hierba del campo cuando era tiempo de lluvia. A los conejos, vacas y becerros, alfalfa. La abuela se dispuso a hacer la comida y sacrificó una gallina y la puso a hervir para que se cociera, fuimos a cortar habas


verdes, flores de calabaza, calabacitas, elotes y huitlacoche al terreno dentro del sembradío y de la huerta trajimos jitomates, cilantro y epazote; ya con la verdura en la canasta, volvimos a la cocina y con ellas hicimos

sopas de grano de elote con

flores de calabaza y habas verdes, usando el caldo de pollo y pechuga deshebrada, condimentadas con epazote y un guisado de calabazas caponas, es decir sin capear rellenas de queso que la abuela había hecho un día antes, condimentadas con cilantro, también hizo unas quesadillas de huitlacoche con epazote. También la abuela hizo las tortillas, todo esto cocinado en un Tlecuitl que era un espacio en la esquina de la cocina con el comal al centro y hornillas alrededor de este, abajo un hueco donde se coloca leña hecha con varas, mezotes y maderas de ramas y troncos de arboles secos y viejos, que se cortan para plantar nuevos, al hacer las tortillas también se hacen unas picadas para la cena, estas; son unas tortillitas redondas poco gruesas que servirán para la cena a las que se les pone encima un poco de manteca, salsa, queso y cebolla. También la abuela hace unas memelas para los perros, esto es masa revuelta de manteca con lo que se hace una tortilla mas gruesa y ovalada, con parte de esa masa hace champurrado para la merienda y entre guisos y tortillas la plática es amena, llena de consejos y dichos, que ahora califico como sabiduría, y


que la abuela decía que esa sabiduría se la había dado la universidad de la vida.

Recuerdo varias anécdotas dichos y consejos y algo que marco mi vida fue que me decía -Si al hablar no has de agradar, es mejor callar-

me animaba siempre estudiar una carrera

universitaria diciéndome que -cuando el conocimiento crece, la oportunidad aparece- también hacia hincapié, en que hay personas buenas y malas, y algunas no muy bien intencionadas con mucha envidia en su corazón pero que eso no debía impedir que fuera cada vez mejor persona en todos los aspectos de mi vida y me decía -recuerda que solo al árbol que da buenos frutos, es al que le lanzan piedras-. Siempre me animaba a no dejar de hacer y hacer bien, lo que me toca en la vida y a sentirme satisfecha del deber cumplido Pues decía que eso me hará sentir completa, integra y feliz y para ello me decía -bajo la lluvia es fácil identificar a las personas felices, porque a ellas no les importa mojarse- todo lo que sabia me lo enseñaba y comprobaba que lo supiera hacer la razón para hacerlo, era porque su experiencia le había enseñado que aprende un oficio y déjalo en pausa algún día te puede servir. Y así con este relato y muchos que se quedan en el tintero, hoy a mis seis décadas vividas, regreso a esa casa ubicada en San Dionisio Yauhquemehcan, municipio del estado de Tlaxcala y


me embeleso con los recuerdos, me congratulo de haber tenido a esos grandes abuelos que aquí les presento, el abuelo Esteban Sánchez Padilla y la abuela María Torres Vázquez llenos de sabiduría por tantas enseñanzas y recuerdos, me atrevo a decir que los abuelos…no han muerto.


Jaqueca

Héctor Reséndiz Alpízar Luces de colores, brillos, frío y neblina. Aquella mañana de jueves el invierno se hacía presente. Horacio está despierto, sin pestañear se acurruca en su cama. Percibe el frío que cala aún envuelto en múltiples cobijas. Continúa acostado indeciso, no recuerda si es lunes, martes o domingo. Corren los minutos. De pronto, muy silenciosamente entra su madre, con un vaso de agua en la mano. —Horacio, ¿cómo te sientes? —No me siento tan mal, creo que no pude dormir nada. —No hijo, no dormiste mucho - la madre de Horacio se notaba preocupada, se acercó y le tocó los cabellos, pudo palpar que el niño ardía en temperatura. —Mamá, lo único que recuerdo es que sólo veía un montón de puntos de colores y brillos aunque tuviera los ojos cerrados. —Así es, hijo - contestó la madre. Y es que el muy joven Horacio, presenció en carne propia un mal hereditario, que sólo su madre podría comprender.


—Hijo, pondré una papa en tu cabeza, también voy a conseguir un trapo para amarrar tu frente. Trata de descansar, no te levantes, ahora vuelvo. La señora salió del cuarto de Horacio, no sentía la preocupación de llevar al niño al hospital, de hecho, sólo murmuraba maldiciones y clemencia. —No puede ser que mi pobre hijo, este sufriendo lo mismo que yo, esos dolores de cabeza son insoportables y no hay ninguna solución para contrarrestarlo. Medio día, Horacio no se mueve, en la casa no hay luz, tampoco ruido, todo está en silencio. Entre la oscuridad, externa, luces dentro de los ojos del niño, ruido de colores y un dolor que taladra el costado de su cabeza. Afuera, en las calles el intenso sol, está forzando entrar por la angosta ventana del cuarto, por sobre las cortinas. La migraña visitó a Horacio, curiosamente nunca ha tenido migraña en la escuela, sólo en su casa. Está mal, lo ha ausentado ya varias veces de la interacción social. Solo y su dolor astillando sus ojos. Horas y horas con los ojos cerrados. Soportar el dolor hasta que los colores salgan de los ojos. Esperar despertar más tarde hasta que el agotamiento cese. Una rutina ya muy establecida. La negra realidad llena de latidos. Vencido por el dolor punzante Horacio durmió y soñó con variaciones eléctricas en una espiral infinita, intranquilo y solo.


Eterno devenir

Jesús Lorenzo Hernández Caudillo Y ahí estaba yo, sentada, viajando, rememorando, sollozando, abrazando uno a uno los objetos que ahora serían meros recuerdos; cada uno de ellos llevaría la esencia de esa persona que tanto quise y

admiré. Aunque ya había pasado una

semana desde que él había partido, fue hasta ese momento cuando comencé a extrañarlo. Sus palabras, sus bromas, sus ideas y pensamientos; su aparente mal genio. Desde niña me preparó para soportar este momento. “Faltaré un día de éstos a nuestros desayunos de hot cakes”, me decía con una sonrisa burlona. Yo no comprendía esa frase, tan solo le respondía, también socarronamente, que a menos que fuese porque ya no le gustaran. Su estudio tenía cuadros en cada pared, extraños algunos, hermosos

otros. Fotos de los lugares que había

visitado, desde el centro de nuestra ciudad, hasta el bosque más recóndito y hermoso de Italia. Pasando por su eterna tierra adoptiva. ¿Por qué tanta añoranza por esa ciudad?

Discos,

libros, revistas, carteles, tantas cosas, tantos eventos a los que me llevó, tantos momentos que disfrutamos.


Era contagiosa su pasión por la danza, por las exposiciones, por el arte, por lo que él llamaba,

“la creación suprema”.

Mientras abajo mis padres y tíos discutían el futuro de la casa que tanto disfrutó, su silencio me acompañaba. La luz de la mañana iluminaba el lugar, enorme ahora por el vacío que le provocaba. No sabía por dónde comenzar a recordar, todo era él. Celoso de sus pertenencias, jamás permitió: desafiar esa voluntad de no tocar su vida. Sobre el escritorio, las fotos de los abuelos, de sus amigos, de mis tíos. Nunca quiso decirme quienes eran aquellas mujeres retratadas. “¡Mica no!”, gritaba en italiano al preguntarle. Quise suponer que fueron personas que amó, pero ¿Quiénes eran? ¿Un amor del pasado y sus hijas? Siempre me acosó esa duda al mirar esos rostros. En su recámara, el buró y la vieja lámpara que le iluminó desde que era niño, contaba el libro que estaba leyendo, el primer libro de cuentos que había escrito. Su caja de monedas ¡De todo el mundo! Bueno, eso me decía. Su eterno radio, sintonizado tal vez en alguna frecuencia de jazz o de música clásica o posiblemente en una estación con música de moda, para satisfacerme. Lágrimas de nuevo, preguntas de por qué quiso detener su vida, y de esa forma precisamente. Jamás le dio miedo

la tecnología, al contrario, sabía aprovechar muy

bien lo que le ofrecía cada nuevo aparato. Por eso fue que su computadora portátil era su compañera de tantos viajes. Ahora


estaba allí en el mueble de siempre, sola,

sin que él la

encendiera y tecleara los gritos de algún nuevo personaje. No podía más, al mirar cada cosa lo escuchaba a él: “¿Te conté de aquel lugar cerca del Tíbet? Encontré a unos monjes que sin saber hablar mi lengua me enseñaron como meditar…” Así era él, un hombre lleno de anécdotas, lleno de experiencias. Cosas que llevó a cada uno de los libros que escribió. Cada novela era un trozo de su vida, y yo que le conocía mejor que nadie en la familia sabía lo que significaban sus relatos. Ahora serán esos escritos quienes darán cuenta de su vida. Me senté sobre su sillón a mirarlo nuevamente en aquellas fotos con sus amigos, a quienes ya por fin había alcanzado. No quise mirar más, me volteé y me encontré de nuevo frente a ellas. Como si me llamaran para no olvidarlas. La mirada de la mujer, tranquila, despertaba ternura a pesar de lo demacrado. Una de las niñas, la mayor, era el vivo retrato de ella, la más pequeña me miraba ahora a mí. Trataba de comprender por qué tanta protección sobre ese secreto, tan sencillo era que dijera: “Son mi esposa e hijas”. Nunca me quiso decir algo, y mis tías hacían como si no existieran cuando les preguntaba sobre aquellas mujeres. Así, mi curiosidad me llevó a tomar el retrato, para sentirlas más cerca, quien sabe, tal vez las mujeres jóvenes eran mis primas y ella mi tía. Pero al tenerlas a esa distancia me conmovieron. Sus miradas felices cautivaban, seguro les había hecho pasar un buen rato como tantos hizo en


mi ¡Qué momento había captado mi tío! Ahora me sentía una invasora de su intimidad. Ahora sí podía acercarme a verlas detenidamente. Ella, tendría unos cuarenta años, de cabello teñido, rizado, dientes perfectos, piel blanca, muy hermosa. La mujer joven, de unos dieciséis años, blanca también, de cabello recogido en una media cola, de sonrisa aún infantil. Y la más pequeña como de diez, con sus facciones que denotaban felicidad, unos ojos muy brillantes y con esa sonrisa tan característica en mi tío. Ellas, tomadas de las manos y rodeando a la niña, recargadas una sobre la otra, cuanto las habrá querido este hombre. Quise adivinar en qué lugar les había tomado la foto, porque por supuesto que él, mi tío, se las había hecho, así era, mitotero a morir. Solo se veían árboles, un cielo azul, una sombra de algo que parecía una iglesia, nada familiar en ello. Pero empecé a recordar los meses en que se desaparecía, en que no sabíamos nada de él. Entonces en muchas de esas escapadas ¿Era que estaba con ellas? Sabía de su casa en el Bajío, porque alguna vez lo acompañé a cobrar la renta a… ¿Sería ella? Sí, recuerdo que no me permitió bajar del coche, dijo que no tardaría y regresó con algo que guardó en la cajuela. Buscando, encontré en su buró un compartimiento, Allí, bien resguardado, estaba su diario: pieza fundamental de la historia de mi vida. Si alguien lo encuentra y conoce bien a mis personajes, en este documento encontrará el nombre real de cada uno de ellos.- Me tocaba descifrar la


incógnita. Tendría que empezar a leerlo, pero para encontrarlas a ellas. Lo abrí, lo empecé a hojear, en ese momento sentí como se sentó a mi lado, como cuando era niña y se ponía a jugar conmigo, a ayudarme a hacer la tarea, cuando nos poníamos a comer dulces, cuando me leía algo, como un susurro, empecé a escuchar su voz.


La carta Jorge Negrete México, Ciudad de México, agosto 29 de 2020 Queridos todos:

En pleno siglo XXI recibir una carta por el correo tradicional sería un verdadero acontecimiento, sobre todo, para aquellos que nunca lo han experimentado. Antes del correo electrónico, del Facebook, el Twitter y muchas otras herramientas digitales de comunicación, las personas escribían cartas en papel. Existen algunas memorables, que incluso, son parte de documentos históricos o piezas magistrales del género epistolar, casi extinto. No me gustaría citar ninguna, es innecesario para la historia que hoy les quiero contar. Es una carta de desamor que data del siglo pasado, está fechada en Julio de mil novecientos setenta y seis. Para escribir a la antigua usanza, las personas desarrollaban algunas herramientas como la caligrafía. Por mucho tiempo se practicó la letra manuscrita, antes que la de molde. Eran ejercicios de planas y planas en los cuadernos escolares para que los alumnos lograran una letra legible y estéticamente razonable. La carta que hoy nos ocupa, parece haber sido escrita por alguien que dedicó un tiempo considerable a sus letras, pues


se apega a todos esos cánones. La carta es muy breve. Es un flechazo, es un dardo directo al corazón, quizá el antecedente de la nueva forma breve de comunicarse. Escribir una carta era un acto casi artístico. Se tenía que seleccionar una buena pluma o bolígrafo. Había quien elegía la que se conoce como pluma fuente o estilógrafo, que se recargaba en un tintero cada que se vaciaba el cartucho o que a las puntas se les agotaba la tinta. Su uso implicaba, ‒en cada letra‒ una habilidad especial en su trazo. En el texto de la carta en cuestión, se usó una de esas plumas y se nota en la definición de cada letra. Los contornos estaban perfectamente dibujados, es muy probable, que cuando alguien leía los textos de esa persona le habrán dicho con admiración “¡Qué bonita letra!”. Se los comento porque había quienes teníamos una letra pésima, casi al borde de lo incomprensible. La misiva raya en la perfección; mayúsculas y minúsculas guardan la proporción exacta, como si se hubiera utilizado una impresora. En este caso que comento, yo quisiera preguntar, querido lector; Tú, ¿Qué le escribirías a la persona para terminar la relación? ¡Está difícil, ¿Verdad?! Lo que hayas pensado te hará sentir como Gregorio Samsa, una perversa cucaracha, ¿A poco no? No sé, hay relaciones tan toxicas que ni siquiera nos ocuparía escribir unas líneas, eso me lo contó el primo de un amigo. Claro que no se trata del cliché, “No eres tú, soy yo”, eso nada más da risa nerviosa cuando te la aplican. Quizá en esta época


despedir un amor tóxico es más sencillo, basta un acrónimo como; ¡ALV… HDPM!, quitas la selfie del perfil y listo, o ¿no? Pero en casos importantes para la tranquilidad de tu alma, qué le escribirías, qué dejarías como testimonio de ese amor que algún día sentiste. A lo mejor si lo escribes hoy como una previsión, ‒a todos nos pasa alguna vez en la vida‒ un día te sea de utilidad para que la herida que provoques no sea tan profunda, que no se desangre en el horror de la separación esa persona que un día iluminó tus días. ¡No te creas!, escríbelo en el momento adecuado, cuando te salga de lo profundo. Mira, la desventaja de una carta escrita a puño y letra es que algún día, si te vuelves famoso, te balconearán en lo cursi que puedes llegar a ser con tus analogías; duraznito, mejillas de jitomatito… naranjita… Ni modo, c′est l′amour. Pero, volvamos al tema. Otro elemento importante fue la tinta, la tinta y su color, sobre todo en las de relación de pareja; en las de amor y desamor. La carta está escrita con tinta roja, como si fuera sangre, como si fuera un corazón sangrante atravesado por palabras convertidas en una enorme espada medieval. El papel era fundamental. Había que elegir el adecuado, dependiendo el asunto a tratar. Hay una enorme variedad, desde el blanco tradicional, hasta los que están decorados. En algún tiempo, incluso, había papeles especiales, sobre todo para este tipo de correspondencia y tenían en los márgenes florecitas o corazoncitos, sí, de verdad demasiado cursis para el gusto de


muchos, y muy expresivos para el de otros. De la que hablo hoy, es una hoja blanca simple, bueno ya está amarillenta, quizá por el tiempo o porque en el lugar en que se encuentra le da mucho sol y con el tiempo, como el amor, se deterioran por causas conocidas, cómo seguramente fue este caso. En aquellos tiempos, algo fundamental en las cartas era la puntuación. Se pueden imaginar que algún enamorado escribiera una coma en dónde no, por ejemplo: “Quiero darte, mi amor” y aunque fuera cierta la traición de su inconsciente, lo que habría querido escribir era; “Quiero darte mi amor”. Con certeza este error le habría costado la relación. Así que, se debía tener cuidado con las reglas, y la razón es simple, una carta escrita con puño y letra queda para siempre. Podemos decir que se plasmaba un compromiso que podía checar un dactilógrafo y pues nada de echarse para atrás. Hoy podemos borrar de un teclazo el archivo o podemos argumentar que nos hackearon. No hay prueba contundente. Escribir a mano deja una huella de algo que existió, y más, si llevaba la firma. ¡Ni cómo rajarse! Ya seleccionado el papel, el tipo de letra, el bolígrafo y de haber escrito las líneas, que a veces se prolongaban por varias páginas, era común, sobre todo en las cartas femeninas, que se agregaba una gota de perfume y la marca de un beso con labial. Con ello, el destinatario al abrir la carta y extenderla, ‒antes de comenzar su lectura‒ la llevaba con cuidado a su nariz y aspiraba el aroma del recuerdo,


regularmente soltando un gran suspiro. En los textos encontrabas poemas, muchas veces de creación del autor o bien, tomado del poeta preferido. El escribir a mano un poema era otra experiencia. Letra a letra, endecasílabo por endecasílabo, sentir en los dedos, en la mente, en el corazón la explosión de cada verso y de cada soneto. Quizá igual que hoy, pero con herramientas distintas. Luego se procedía a seleccionar el sobre. Uno que fuera acorde a las intenciones, de ellos se podía encontrar una variedad. En este caso no sé exactamente en qué tipo de sobre llegó, pero seguramente fue algo especial por su breve contenido. Las páginas escritas se doblaban para ajustar el tamaño e introducirlas. En el frente se escribía el nombre del destinatario(a) y en la parte posterior la del remitente. Después, se llevaba a la oficina de correo y dependiendo del destino, se compraban los timbres postales. Con frecuencia las personas utilizaban la lengua para activar el pegamento de los timbres que se colocaban al frente. El empleado de correo ponía un sello que siempre ha semejado unas alas y luego se depositaba en el buzón para iniciar su travesía por avión, tren o barco. Así viajaban por el mundo los sentimientos y las emociones a su destino, despacio; quizá haciendo escala en lugares inimaginables. Algo importante con las cartas de amor y desamor y con todas en general, era el tiempo que tardaban en llegar. Dependía de la distancia a la que se encontraban los enamorados. Llegaban en una


semana, un mes o nunca. Sí, después de enviar la carta se esperaba con ansia, con angustia la respuesta, claro, no siempre se recibía la anhelada. Cuando llegaba la leías y releías en varias ocasiones. Casi, casi, escuchabas la voz de la persona y así como relees un whats cuando no crees lo que te escribieron, de esa manera también desdoblabas las hojas y se agrandaban tus ojos de incredulidad, o sonreías de satisfacción. Había quienes las rompían en pedacitos y luego de arrepentirse, las pegaban con cinta adhesiva para releer, así las obsesiones. Es muy seguro que esta carta haya pasado por todo ese proceso. Está enmarcada y expuesta en un marco de madera fina de la oficina que visité hoy por la mañana. Creo es la mejor que he leído en muchos años y está firmada por mi madre. Es contundente lo que dice en unas cuantas palabras para imaginar esa historia entre dos personas que se amaron. El texto se encuentra al centro de la página y está escrito con letra palmer y es más corto que un tweet. Dice lo siguiente: “Te amé, así, con acento y en pasado”.


Juego de niños Leinad Nuño Tenía seis años de edad. Odiaba mi segundo nombre porque todo mundo hacía bromas sobre él y lo deformaban de formas aberrantes. Siempre pensé que eso era culpa mía por llamarme así. No obstante, me enfrentaba a uno de los sucesos más importantes que le puede pasar a cualquiera, y que me marcaría de por vida: mi primera mudanza. El motivo fue, si hurgo con profundidad en los recuerdos a los que me aferro para existir, que teníamos que dejar el terreno libre donde vivíamos para que llevaran a cabo la construcción de nuestro nuevo hogar. Mis padres decidieron que lo mejor era mudarnos a Ciudad Neza. Ya no recuerdo los detalles de cómo se realizó la mudanza, pero recuerdo la tristeza que sentí al saber que ya no vería a mis amigos de primaria. Dentro de este bucle infinito, aquello me sigue pareciendo absurdo, ¿Por qué no buscar un lugar cerca de la antigua casa, en la misma colonia o delegación?, Así, mi hermana y yo hubiéramos podido conservar a nuestros viejos amigos, amigos reales que no te robaban los juguetes, y nos hubiera resultado menos traumatizante. Pero jamás lo


pregunté y di el asunto por sentado. Si preguntaba, quizá, mi padre me diría que se hace lo que yo diga, por tanto decidí no preguntar. También recuerdo la alegría que me dio al saber que tampoco volvería a ver a esa maestra que nos golpeaba con la regla de madera en la punta de los dedos y, de vez en cuando, nos aventaba gises en la cabeza si uno se perdía en el paisaje que se dibujaba a través de las ventanas con barrotes — después de todo, creo que no fue tan malo el habernos ido de allí—; el gis nos regresaba de inmediato a la realidad. La nueva escuela, la casa a la que habíamos llegado, así como el vecindario, no eran lo que uno podría pensar como la mejor opción —al menos no para un niño que apenas sabe el valor de las cosas—, pero funcionaba muy bien como refugio temporal. Mi mente, en aquel momento de mi vida, sólo estaba preocupada en jugar y encontrar con quien hacerlo. Nos adaptamos muy rápido a este cambio e hice nuevos amigos; los maestros en la nueva escuela no pegaban. Los días transcurrían tan normales como antes. Allí vivimos durante unos seis meses. Recuerdo uno de esos días, después de la escuela, que fui a las tortillas con Miguel, mi nuevo mejor amigo. Lo compartíamos todo: íbamos a la tienda, jugábamos pelota con los dinosaurios, luchábamos como nuestros superhéroes favoritos y hacíamos carreritas con los hot wheels sobre la


carretera dibujada en la banqueta —y, de tanto pasar y repasar esas escenas, esos recuerdos a los que me aferro para existir, descubrí que se robaba mis juguetes. En el camino a la tortillería acordamos jugar con las pistolas de agua que recién habíamos comprado con el cambio que nos había sobrado de los mandados pasados. Llegamos a casa, entregamos las cosas y corrimos hacia la llave del agua; llenamos y vaciamos las pistolas con tanta felicidad como si fuera la última vez que jugábamos con esas pistolitas. A lo lejos, se escuchó el eco de una voz amplificada que anunciaba la llegada del señor que vendía el cloro y otros insumos para limpieza. No recuerdo el nombre del señor, jamás lo supe; también noté el grito de mi madre desde la ventana de la casa. Fui corriendo lo más rápido que pude. Mi madre me pidió que llenara su botella de cloro porque ya no tenía con qué lavar las playeras de mi uniforme y las camisas de papá. Y así lo hice. Miguel y yo reanudamos el juego mientras aguardábamos para ser atendidos; al otro lado de la calle el señor rellenaba las botellas vacías de las demás vecinas. En la espera, noté que Miguel se reía un poco diferente, como si planease una nueva travesura, no le di importancia y comencé a disparar en su dirección. Miguel respondió a mis imprecisos ataques dando en el blanco: mi rostro. Uno de los chorritos había golpeado


directamente mi ojo derecho y un ardor punzante afloró en él. Solté la botella y la pistola, me llevé las manos a la cara, tallé mi ojos y traté, en vano, de aclarar la vista. En un momento de desesperación me giré en dirección a casa y, entre gritos y dolor, corrí. A mis gritos se le sumaron los gritos de las vecinas ¡cuidado!, ¡cuidado! ¡Te van a...! Escuché cómo le llamaban a mi madre ¡Laura, Laura! ¡Lo atropellaron, Laura!... ¡Un camión venía muy rápido y él no se fijó! Todos corrieron hacia el taxi donde el impacto me había llevado, formaron círculo a mi alrededor para tener mejor perspectiva, algunos dijeron que Miguel no tuvo la culpa, él no la tuvo. Pero yo sé que sí, su travesura había sido perpetrada: había llenado la pistola con el cloro sobrante de una de las botellas. Al fin pude abrir uno de mis ojos. Mi visión se inundaba con la fuente sanguínea de mi cabeza y se mezclaba con las lágrimas, juntas desaparecían de a poco mi dolor; y vi en el rostro de mi madre que su alma se desgarraba. Cerré mi ojo y ese vortex negro me absorbió, absorbió toda mi luz. Como un eco en su último momento de vida, escuché la agonía de mi madre que se eternizaba conmigo en el crepúsculo. Yo sólo quería j...


Retrospectiva María Eugenia Molina 26/10/2020 La vida se siente como un cubo, ya que seguimos encerrados debido al coronavirus. Hoy debería ser un gran día para mí, es mi cumpleaños pero me siento enfermo y no es por estar contagiado. Sino porque he fracasado en la vida, no he podido ingresar a ninguna empresa y mi padre me ha lanzado al abismo del mundo. No tengo nada en este momento, nada que perder,

sólo me tengo a mí y a esta fuerza interna que me

dice: “pelea como un guerrero y enfrenta todo con tus conocimientos y tus habilidades”. Llevo varios días buscando trabajo y ya no me importan

las condiciones ni donde se

encuentre, sólo quiero tener algo de dinero para poder sobrevivir. Ya no sé cuántas entrevistas he realizado, he perdido la cuenta del número de veces que me han dicho: “nosotros te llamaremos”. En cambio, la voz de mi padre parece volverse cada vez más monstruosa. Lo escucho juzgándome de modo despiadado. Sus palabras me carcomen y por dentro suplico: “¡Basta! ¡Deja de golpearme!”. Esto se ha vuelto un laberinto y no encuentro la salida.

Me

recuesto en mi cama, una banca del parque más cercana a mi casa. Cierro los ojos para poder soñar una vida sin oscuridad y


abrazar el recuerdo lleno de amor y felicidad, de estar con mis padres y mi novia celebrando mi cumpleaños. Me siento moribundo, madre siento tu calidez al fin. 25/10/2020 El coronavirus es lo único de lo que se habla en las noticias, en las calles y en internet. “Mañana es un día muy importante”, me dijo mi madre con una mirada desconsolada. Intenté alegrarle el momento y le dije: “Claro, cumpliré veintitrés años y habrá un pastel para celebrar. Pero desde lejos escuché las carcajadas de mi padre diciéndome con su voz gruesa y ronca: “Otro año desperdiciado, no tienes trabajo y aún ni la escuela has terminado. “Padre”, le conteste,

“si me han corrido del

trabajo no ha sido mi culpa, tenían que salvar la empresa, para eso tuvieron que sacrificar a unos empleados. Además, bien sabes que sigo buscando alguna oportunidad, es cuestión de tiempo para recibir una respuesta. Padre: Sólo te advierto que no te voy a mantener. O consigues empleo o te puedes despedir la comodidad de esta casa. -Es cierto, me has mantenido hasta ahora, pero no me puedes tratar así, te odio. Madre: Deja el cuchillo, no mates a tu padre. -Reaccioné ante las palabras de mi madre, del enojo, no me di cuenta de que estaba a punto de cometer algo terrible. Salí de la casa con los ojos llorosos, enojado, triste. Ya no quería tomar


medicamento, siempre he estado enfermo y estuve a un paso de perder el control.

24/10/2020 He despertado viendo la sombra de un hombre, “¿Será mi sombra? ¿Seré yo quien la despliega?”, pero esta deforme. Me levanto y me arreglo, me alisto para una entrevista de trabajo, de pronto siento que me falta el aire, que voy a fracasar y volveré a casa con las

manos vacías. Bajo las escaleras,

entro a la cocina, mi madre me mira y me dice: “Sólo nos quedan dos huevos para desayunar”. “No te preocupes”, le respondo, “come tú y mi padre,

yo desperté sin mucha

hambre”. Salgo de casa para tomar el Metro, veo poca gente con cubre bocas y caretas. Si seguimos así nunca saldremos de esto, ha muerto mucha gente y dicen que la vacuna se ve muy lejana. Me siento fatal, tengo hambre y para colmo ha comenzado a llover. Salgo corriendo del Metro y llego apenas a la entrevista. Una señorita me dice que tome asiento y que llene un formulario. Mi estómago cruje, me hacen pasar.

-“Buenas tardes, mi nombre es Franklin Salvatore Raíces”. Entrevistador: Buenas tardes señor Franklin, entrevista.

iniciemos la


El tiempo pasó de prisa, de repente ya nos estábamos despidiendo, y escuché una vez más, el famoso: “Nosotros le llamaremos”. Voy saliendo de la empresa y la lluvia continua, camino para llegar al Metro y por fin llego. Me siento enfrente de un niño, lo veo jugar con sus aviones sin preocupaciones, quisiera regresar a esa edad,

donde se veía muy lejano el mundo

adulto. La madre del niño se levanta rápido, agarra el niño y me grita “¡Pervertido!”.

Toda la gente del Metro voltea a verme,

veo mi reflejo en una de las ventanas y tengo una cara de terror, trato de

ocultarla pero varios hombres se levantan

enfrente de mí diciéndome: “pedófilo”. -“¡No señores yo no hice nada!” Trato de sacar mi credencial donde dice que estoy enfermo, la señora grita: “¡Tiene un arma!”, Todos se me vienen encima como unos leones. Llegan los policías y se arma en grande el alboroto. Logro llamar a casa, después de un rato llega mi padre con aliento alcohólico y dice que padezco una enfermedad mental, que por la situación económica y la pandemia no han podido comprar mis medicamentos. Los policías me dejan ir, mostrando un dejo de lastima. Padre: “Hijo ¿Estás bien? ¿Qué pasó?”


-Soló veía a un niño, que no se preocupaba de nada, sin angustias y sano. ¿Dónde está mamá?, ¿Por qué volviste a beber? 23/10/2020 Me quedan pocos medicamentos, es terrible, tengo miedo a que surja un demonio dentro de mí como la última vez, ¡No quiero! ¡Pasará de nuevo! ¡No por favor, no! Mi madre toca la puerta para ver como estoy, le digo que todo está bien, que volveré a buscar trabajo. Madre: “Claro hijo, sé que encontraras algo, tú puedes campeón, estaré en el jardín arreglando las rosas”. Bajo a comer y sólo hay frijoles y un poco de arroz, mi padre está molesto y con una botella de alcohol en sus manos llora y maldice: “¿Por qué Dios mío? ¿Por qué me quitaste a luz de mi vida?”, No como mucho, le digo que me voy a buscar empleo, que se cuide y deje de beber tanto. Le sonrío y salgo de casa con un sentimiento de ira y odio, no encuentro la respuesta de por qué este sentimiento está en mi pecho, volteo y veo mi madre en su jardín. Le digo que se ve hermoso, que no se olvide de comer. Se ve muy delgada, se le marcan los huesos. Tengo que encontrar trabajo, me digo a mi mismo, debo luchar por mi familia.


22/10/2020 He escuchado a mi padre llorar, gritándole a la muerte: “Debiste aceptar el trato”. Pero ¿De qué trato habla? y ¿Por qué llora tanto?. Caliento el desayuno, sigue siendo poco, pero hay que repartirlo en tres y trato de darle más comida a mi mamá ella lo necesita más que yo. -“Hijo, ¿Por qué no estás vestido? Debemos irnos “ -“A dónde mamá” -“Hay que llevarle flores a los que perdimos el mes pasado por el coronavirus” -“Pero mamá, no permiten eso, los del traje amarillo las llevaran por nosotros” Esperamos a mi padre, comemos, pero veo a mi madre no comer mucho y no entiendo el por qué. Levanto la mirada y mi padre llora suplicando que la muerte se lo lleve a él, le digo, “No padre, no ves que te necesitamos”. De pronto se levanta de la silla y me golpea en la cara. -“¡Lárgate!” Salí de la casa y mi madre me dijo: -“Entiende a tu padre, esta situación lo enloquece” -“Me voy a conseguir empleo, mamá” Voy a una

entrevista, ven mis cartas de recomendación y

constancias de trabajo pero algo no los convence y me preguntan: “¿Qué tipo de enfermedad es esta?”


-“Una de las más raras” -Nosotros te llamaremos Paso por el servicio comunitario que está cerca de mi casa, la gente me ve y me da un poco de comida y me pregunta si estoy bien. Les contesto que sí, que con lo que me han dado mis padres estarán un poco mejor. La gente me abraza y llora. Tal vez porque sabe que estoy desempleado y que mi padre se ha vuelto un borracho sin control. Aun así la gente me dice que mi madre es un ángel.

21/10/2020 La casa se siente fría sin armonía, toda la culpa la tiene el borracho de mi padre, mi madre no le dice nada pero yo me preocupó, ya que él podría perder el empleo si sigue así. Vemos los tipos de prevenciones para evitar el coronavirus, mi padre ha comenzado a creer esas teorías de conspiraciones de que un ser muy malvado lo creo. Conspiraciones de gente sin conocimientos, para colmo, mi padre me dice cómo podemos evitar el coronavirus, asegura que

deberíamos comer una

cabeza de ajo diario, que alguien ya tiene la vacuna y sólo quiere exterminar

a los humanos impuros para dejar a los

elegidos por Dios. Mi madre sólo lo mira pero no le dice nada y me sonríe. Trato de sonreír igual pero no puedo, he tomado la navaja de mi padre y he comenzado a cortarme las piernas, siento placer al hacerlo, mi sombra se convirtió en algo


monstruoso, sólo espero la noche para tomar mis medicamentos, si no lo hago él toma el control y quiere quemar la casa, destruirla.

20/10/2020 Papá no se fue a dormir, se quedó sentado viendo fotos de mamá y de mí cuando era un niño. Hay una foto de mi Samanta, el amor de mi vida, no sé por qué se tuvo que ir ni por qué su familia la apartó de mi lado. Yo me iba convertir en su esposo. Me pregunto si Samanta estará bien, si

estará

angustiada. Quiero hablarle pero he perdido todo tipo de comunicación con ella. Mi padre despertó y me abrazó. -“Perdón por dejar la foto de Samanta enfrente de ti, era tan buena chica, alegraba tus días, pero tuvo que irse junto con tu mamá. ¿Por qué la desgracia nos persigue?”. El comentario de papá estaba fuera de lugar, porqué dice que mamá ya no estaba aquí, si ella estaba en la cocina. -“¿Es que el alcohol no lo puedes dejar un minuto?” -“Hijo, esto calma mi corazón viejo y roto” Mi padre ha cambiado mucho, él no era así,

qué no se da

cuenta el daño que nos hace. Es el pilar de la familia, no sé qué hacer, quisiera vender mi alma al rey de los demonios para regresar a la felicidad del pasado.


19/10/2020 Siento que algo se ha apoderado de mi cuerpo y es maligno. He amanecido con moretones, y los ojos rojos, tengo sangre en mis manos y a lado de mí está el cadáver de un cachorro destripado y muerto. Pero qué he hecho, negra y lo metí. Salí

agarré una bolsa

rápido de mi casa sin despertar a mis

padres, me fui corriendo hasta el parque más cerca para enterrar al animal, pero para mí mala suerte había gente. De pronto en mi mente se escuchó una voz diciendo: “Él merecía esto, qué bueno fue matarlo, lo hemos disfrutado, no lo puedes negar, querías que sufriera como tú. Me fui a un lote baldío e hice un hoyo gigante, llorando suplicando al perro perdón, “mi intención no era matarte lo siento”, le dije. La voz de mi mente me dijo que me callara. -Déjame tranquilo, por qué no te largas, espero que ese hoyo se lleve mi pecado. Regrese a casa rápidamente, me fui a bañar para quitarme los rastros del crimen, dentro de la bañera pude ver mi reflejo, riéndose, era un engendro del mal.

18/10/2020 Despierto y a lado de mi cama está mi padre, abrazándome, abre los ojos y me dice: -Te pareces tanto a tu madre Su aliento apesta a whisky.


Buganvilia Mariana Silva El aire era pesado, entre las sombras graves, el viento cargado de estacas heladas, cabalgaba en el lomo del río, que habiendo sido caudaloso alguna vez, volvía después de muchos años a los brazos de la barranca, que lo cobijara en tiempos perdidos, a reclamar con sus olas el lugar que alguna vez ocupó sobre la tierra; la misma que lo vería cambiar de color, de olor y finalmente ahogarse hasta convertirse en un corredor húmedo y estrecho, atestado de recipientes de barro y arbustos trepadores. Esa noche, la naturaleza lo había convocado a celebrar un reclamo sagrado. Por entre las hojas alargadas de la vieja enredadera, entre los ojuelos de la protección rústica de madera atrancada, a través de las olas de tela que flanqueaban la abertura del muro de piedra de la habitación alta, se colaba el tenue resplandor de un cirio. Era una noche sin luna, la estática del aire erizaba los cabellos acaracolados de la mujer que se cepillaba entre las sombras. A través de los huecos de la protección de madera de la ventana y el estrecho espacio que se hacía entre las cortinas casi cerradas, las luces de los platillos de la sinfónica tormenta eléctrica aparecían fortuitamente reflejando por breves


instantes su mata atlántica en las viejas y altas paredes de la habitación. La naturaleza, con la voz de la tormenta, se manifestaba con palabras de trueno y pasquines de relámpago. El viento reclamaba y golpeaba a la puerta con balas de hielo. Como todas las noches, ella abrillantaba su tallo leñoso; esa enredadera que se extendía más allá de sus caderas y trepaba por su espalda. Tarareando la vieja nana, se alisaba los frondosos caracoles castaños para después entretejerlos y dormir.

Había sido un día largo, el trabajo en la fábrica la había dejado exhausta, la rodilla izquierda que se fracturara de pequeña la atormentaba, el cirio sobre el tocador chisporroteaba de vez en cuando, sus ojos se cerraban un poco más cada vez, cepillarse nunca había sido tan cansado, su respiración se volvía lenta y pausada, poco a poco se sumergía en la maravillosa bruma de la inconsciencia, sus músculos se destensaban, extasiada empezaba a flotar, el calor de la vela tan cercana a su brazo desnudo la reconfortaba, el cepillo en la mano derecha empezaba a ceder lentamente, el calor se intensificó y subiendo desde su arco como una serpiente poseída con lenguas de fuego, la abrazó hasta consumirla. Afuera en el corredor, la vieja Buganvilia que la vio crecer y extinguirse, sangraba intensas gotas de flores destrozadas.


Recuerdo sobre mi padre Miriam Alejandra Juárez Vázquez Mi padre tiene un rostro cansado y una barba blanca por la edad. Usa un pantalón viejo y una sudadera manchada, quizás de pintura. Le gusta vestir así, nunca ha sido alguien pretencioso. En el desayuno acostumbra a contarnos historias de su vida. He olvidado algunas, estuve haciendo alguna otra cosa y no puse demasiada atención, lamento mucho eso. Mi padre es un hombre triste, perdió la confianza en Dios. En unos años recordará esa historia, y yo volveré a lamentar el no haberlo escuchado.


La vida y la abuela Naara López Velázquez ¿Te imaginas llegar a los veinticinco años de edad en pleno siglo veintiuno donde aún vemos todas las injusticias que ejerce el poder, el poder hegemónico, el poder del patriarcado, el poder que estos tienen hacia nuestros cuerpos, pensamientos y sentires; manipulando y oprimiendo nuestra existencia? Pues viene a mi mente el recuerdo de su olor, de su rostro siempre arrugado por el enojo, el enojo de las injusticias y es que ella siempre las vivió. Pero por qué les cuento todo esto y qué tiene que ver conmigo, ¡Claro! Es que ella es mi abuela Antonia y yo no sabía toda la verdad de su historia… Todos sabían la verdad menos los nietos, ¿De qué nos servirá saberla? ¡Pues la respuesta es simple!, nos concedería el poder, el poder del conocimiento a su verdad, el poder y el valor a luchar cada día contra este sistema que derrumba a los que nacieron sin oportunidades monetarias, a los hombres, a las mujeres, a los ancianos, a las niñas y niños del mundo entero.


Claro está, nos daría el poder y el valor, más no significa que ganemos siempre está batalla. Yo sé que su historia no es única, ni la peor de todas las historias que sucedieron, suceden y desgraciadamente seguirán sucediendo en el mundo. Para llegar a su casa teníamos que subir la colina, la puerta de su casa se escondía entre la enredadera que cubría toda la casa, al entrar podías ver su pequeño pero maravilloso jardín lleno de cactus en forma de platanitos, que son como popotes o más bien tubulares, alcatraces, rosas de castilla olorosas, chiles, cilantro, perejil, jitomate entre muchas plantas preciosas de las que no sé sus nombres. Tenía macetas de todos los colores y también usaba de maceta las latas de los chiles, las colgaba en una pared y las más grandes las dejaba en el suelo. Al recibirnos siempre le preguntamos: -¿Cómo iban sus plantas?, ¿Que si ya había cosechado los chiles y los jitomates?, ella nos contestaba - sí, justo la salsa que nos acompañaría en la comida era de su cosecha. También nos contaba cómo entre todas las vecinas se compartían “piecitos” de sus plantas. Terminamos de comer, después platicamos entre todos, pero algo sería diferente este día, mi tía Marisol le preguntó a la abuela que realmente cómo fue y qué es lo que ella recuerda cuando la encontraron sus hermanos. Todos los primos nos


quedamos callados y sorprendidos, -Cómo que ¿Cómo encontraron a la abuela sus hermanos? todos preguntamos. Mi tío tacho nos respondió que a la abuela la había encontrado el tío María y Pedro. La abuela nos contó que cuando era pequeña se acuerda que vivía en una pequeña casita, que su mamá la deja encerrada todo el día junto con su hermanito, su mamá los encerraba en la casita porque tenía que ir a trabajar. La abuela tenía en ese entonces como cuatro años y su único trabajo era preparar la mamila a su hermanito. Un día, ella recuerda que su hermanito no paraba de llorar, ella le dio su mamila pero no dejaba de llorar, hasta que de un momento a otro ya no lo escucho llorar más. Ella pensó que él se había dormido pero cuando llegó su mamá recuerda que se puso a llorar y al día siguiente mucha gente estaba en la casita, todo el mundo abrazaba a su mamá y en medio había una cajita blanca. Ella ya no recuerda volver a escuchar a su hermanito. Unos días después de este acontecimiento, recuerda que dormía y las sirenas de la tira la despertaron, hasta que el ruido se quedó estático ya que estaban afuera de su casa, escuchó que tocaban la puerta pero nadie abría, hasta que tiraron la puerta y encontraron el cuerpo de su mamá sin algún signo de vida.


Los oficiales nunca se percataron de la abuela, ella con tan solo cuatro años al ver el bullicio afuera de su casa se salió de y caminó, hasta que un niño llamado María que caminaba junto con su hermano Pedro, le tomaron

la mano y siguieron

caminando hasta llegar a su casa, ahí en la colonia Obrera, donde también era

una casa muy pequeña, con otros ocho

niñas y niños que desde aquel día, serían la familia de la abuela.


Campo minado Norma Miriam Hernández Rosas Un veinticuatro

de Diciembre nos casamos. Un militar de

provincia y yo, una chica de ciudad. La boda era apresurada. Después sabría el motivo. Él era un tipo callado, ausente. Que rompería todos los silencios la misma noche que nos casamos. El árbol de navidad cayó al piso y yo con el. Ésta sería la primera de muchas golpizas. No recuerdo los motivos ni de la primera ni de la última de todas las agresiones. Cualquier excusa era motivo para ser extremadamente violento. Recuerdo su gusto por la ropa de mujer, su afán de que yo permaneciera delgada. Las revistas de moda que compraba. Comó acomodaba mi cabellos y mi ropa. Con la dedicación de quien viste a una virgen el día de su fiesta. Se volvió mi nutriólogo y mi entrenador personal. En casa sólo se permitía comer comida saludable. Me hizo una rutina de ejercicio y una dieta que tenia que llevar a cabo al pie de la letra. Cada salida franco me llevaba a pesar. Debía haber bajado de peso si no se enfurecía. Mi vida era un infierno y el amor con el que me case se desvaneció al poco tiempo. Quise marcharme muchas veces. Sin embargo sentía la necesidad de permanecer comó quien busca algo, algo que no sabe que es pero tiene la necesidad de encontrarlo. Recuerdo una vez que le dio


obsesión por los biles rojos. Llego a casa con varios de una marca prestigiosa y cara. Cuando le dije que es esto. Me dijo que los había visto en una revista y pensé que a mi piel le vendría bien el color rojo.

Tras cada golpe venia una infidelidad. Perdí la cuenta de los engaños. Perdí la cuenta de cuantas mujeres me hablaron para contarme las intimidades de mi esposo. Algo curioso era ese hombre. Cuando me llenaba de vestidos, zapatillas y bolsos hermosos murmuraba en mi oído te daré todo pero nunca seremos felices. El nunca se compraba ropa, decía que el no necesitaba. Un día escuche que conversaba con una mujer mientras yo dormía. Decía muy bajito que el brujo de su pueblo había visto en la tirada de maíz que yo tendría dinero. También hacía el encargo de un traje oaxaqueño. Era un traje de tehuana. No dije nada, guarde silencio.

El traje de tehuana llego a casa el mismo día que una vez más me golpearía. Esta vez pude salir corriendo. Caminé lejos de esa casa pensando en todo el hartazgo que sentía. Todas las ganas de largarme se acumulaban de pronto en mis pies que lo único que querían era irse lejos. Así caminé no se cuanto tiempo. Hasta que llegó la noche y tuve que regresar. Todo estaba planeado. Al amanecer me iría.


Cuando entre a la casa lo hice despacio. Como quien entra a la jaula del león sabiendo que será devorada. Ahí estaba él, vestido de tehuana. De pronto comprendí todo el odio con el que me veía cuando me golpeaba. Toda esa ropa que me compró nunca fue para mi, yo sólo había sido la muñeca donde él reflejaba todo lo que el quería ser. Me casé con un muxe, pensé mientras por dentro vomitaba. Él hablaba en altavoz por celular con otro hombre. Mientras giraba de un lado a otro y remarcaba sus labios con uno de mis biles rojos. De pronto dijo, mi amor tengo que colgar no sé si ella regrese. Se mandaron besos seguidos de muchos te amo. Mientras yo salía corriendo de aquel campo minado.


Palíndromo azul Ruela Robles Edgar Emiliano Habían pasado apenas cuatro días del fallecimiento de su esposa cuando decidió zambullirse nuevamente en el mundo y en la vida imparable. En realidad, nada pintaba bien para Emil, los muebles empolvados, trastes sucios, ventanas sin asear, pasto sin cortar, ropa sucia y libros regados por todos lados daban la impresión de que el joven Berlútz habitaba una casa fantasma. Los días y las noches transcurrían sin llamadas ni cartas que solicitaran la presencia de aquel chico con rostro funesto; los vecinos del lugar no se acercaban ni por error en la puerta de Emil. Al principio esta situación fue más un descanso que una circunstancia extraña, todo era silencio, los pájaros no se posaban en la casa y ni siquiera los grillos sonaban al caer la luna. Después de una semana entera de estar en un estado pasmado, Emil Berlútz salió de su casa azul para ir a trabajar, buscó su automóvil sin embargo no lo encontró, el tiempo apremiaba así que no hizo tanto esfuerzo por buscar su coche. Tomó el transporte público y pasó algo genial ya que el chofer del bus no le cobró ni un centavo por el viaje. Al llegar al edificio donde trabajaba, saludó a las personas que conocía, a los de seguridad, al elevadorista, a la chica de limpieza, a sus


compañeros de oficina y a cualquiera que le conociera. Emil pensó en que sus conocidos se sorprenderían al verlos pero no fue así, de hecho sucedió todo lo contrario. Sus amigos y compañeros no lo voltearon ni a ver, no le devolvían el saludo cuando este les hablaba y no se acercaron a preguntarle sobre su situación emocional después del terrible suceso por el cual había faltado a trabajar. Al término de la jornada se marchó a casa esperando el autobús más cuando este pasó no le hizo la parada. Emil se enojó y pensó en el día tan horrible que había tenido. De la nada una señora con un bebé en brazos se paró en la misma estación y cuando volvió a pasar el autobús la señora le hizo la señal al conductor para subir, como era de esperarse el bus se detuvo y tanto la señora como Emil pudieron subir. Nuevamente el chofer no aceptó su dinero y el desconcertado oficinista empezaba a creer que se trataba de una broma de mal gusto.

Ya en su casa comenzó a reflexionar sobre lo ocurrido en el día. Pensó que tal vez nadie quería hablar con él por no saber cómo hablar sobre el fallecimiento de su amada; luego de decidir no cenar, Emil se fue a la cama para no dormir. En medio de la madrugada comenzó a tener una pesadilla: veía a una mujer vestida de blanco tratando de hablar con él, sus palabras eran insonoras y sus movimientos desesperados. Emil Sauz Berlútz despertó sudando y con el corazón a mil


revoluciones, trató de calmarse, bebió agua y notó que el reloj marcaba las seis de la mañana, se duchó y alistó sus cosas para ir a laborar. La ilusión de volver a una sedante normalidad se cayó a pedazos puesto que el nuevo día fue prácticamente una calca del anterior. Nadie hablaba con Emil, nadie lo saludaba, no tenía contacto físico con las personas y simplemente vagaba en la ciudad. Por las noches la misma pesadilla se repetía. Poco a poco una ola de incertidumbre lo fue envolviendo. Todos los días transcurrían de la misma manera, confundido y a unos pasos de la locura, Emil buscaba hablar con cualquier persona, con cualquier extraño que se le cruzara en el camino, pero todo era inútil.

En una noche más de insomnio tuvo la misma pesadilla, sin embargo, esta vez fue diferente, en el sueño había desaparecido aquella mujer misteriosa. Al intentar buscarla el novicio Berlútz se topó con un lugar oscuro. Cuando prestó mayor atención se dio cuenta de que estaba en su propia casa, sólo que esta ya no se encontraba sucia ni desordenada, siguió avanzando y salió al patio; la luna iluminaba todo el lugar, las estrellas estaban ausentes y un frio insoportable recorría

su

cuerpo. A diferencia de su casa en la realidad, esta estaba pintada de gris y al parecer los grillos cantaban a todo lo que podían. En una cuestión de segundos, una mano helada y


blanca tocó el brazo de Emil, éste al voltear de forma temblorosa se topó con su esposa. Un nudo apareció en la garganta del asustado chico, a diferencia de otras ocasiones su corazón no estaba en plena agitación, al contrario, apenas podía sentir sus latidos. Antes de cualquier otra cosa, la mujer abrazó a Emil y este a su vez dudaba sobre si estaba soñando. La mujer de rostro desconsolado pronunció unas palabras para después desaparecer: -¡Te amo y siempre lo hare! Pero debo dejarte ir. -¡Espera! ¿A dónde vas? ¿De qué hablas? Emil empezó a correr tratando de salir de la casa y buscar a su esposa pero en ese momento despertó. Harto de la situación decidió buscar ayuda, salió de casa en busca de un psicólogo más no encontró uno cerca. Cansado de tanto caminar se sentó en una banca de un parque, justo enfrente de él se hallaba un poste de luz, ahí se anunciaba un pequeño cartel que ofrecía los servicios de un médium. Con mucho escepticismo leyó el anuncio y observó qué el lugar estaba cerca. Con más dudas que certezas partió en busca de la dirección señalada. Cuando arribó al sitio le pareció una mala idea entrar, pero quizás era su única opción. Tocó la puerta pero nadie abrió, Emil lo hizo por su propia cuenta y entró en un cuarto casi obscuro en su totalidad, había hierbas y figuras de todo tipo. -¿Hola?


-Creo que estás perdido ¿Cierto? -Algo así, espere un momento ¿Puede verme y escucharme? -Claro que puedo, yo no soy un charlatán como los demás. -¿Charlatán? -No pierdas tiempo, sé a lo que has venido. -¿Y a qué he venido? -Toma -le dijo mientras le daba un mapa. -¿Qué es esto? -Tú salida. -De verdad no entiendo señor. -Por favor vete, se te acaba el tiempo muchacho. El muchacho Berlútz salió corriendo con el mapa, sin comprender lo que ocurría buscó la dirección en el pergamino y notó que se trataba del panteón estatal. Emil caminó con cautela por los pasillos del panteón, con mapa en mano buscaba la equis indicada en el papel; a pesar de que era de día, la sensación de terror se podía sentir en todo el lugar. Los pájaros murmuraban secretos que Emil no lograba escuchar, de pronto un estruendo hizo volar a todas las aves que se encontraban en un árbol. Se acercó con el pulso acelerado y notó que lo que provocó el gran ruido había sido fue una rama caída del mismo árbol allí presente, el joven de pelo rubio siguió indagando hasta que encontró una tumba a los pies del tronco lúgubre; con temor limpió la lápida y acto seguido se desmayó puesto que el nombre que descubrió fue el suyo.


Un futuro inesperado Sonia Angélica Palmero Soberanes

Mi dulce Sonia 6 de Noviembre de 2020

Quisiera comenzar esta carta con las buenas noticias. Estás amando profundamente, pero, no a un caballero, de esos de grandes modales como en las películas. En realidad no es un hombre y menos es una persona. Conociste a un peludo amigo de cuatro patas y un pequeño hocico, sé que es difícil de imaginarlo. A tus diez años de edad, aún evitas a cualquier perro de tus amistades, y te intimida el perro de tu vecino, ese perro que ni te llega a la pantorrilla. No te culpo por nada, desde aquel día de tus seis primaveras, en las que la perra, que veías mucho más grande que tú, se abalanzó con tu brazo derecho, sentiste como si esos colmillos fueran dagas y ni hablar de la sangre, mezclada con un pedazo de sangre deforme. Fue un espectáculo espantoso donde eras la protagonista, deseaste haber sabido que, a la perra, no le gustaría la idea de que tomaras a su cachorro. Caray, ya ni recuerdas cómo era el cachorro, sólo recuerdas que las lágrimas cubrían tus ojos y lo único que distinguías era tu carne


al rojo. Creciste con el miedo y se ha vuelto algo normal en tu día a día. Pero aunque parezca mucha espera, puedo decirte con certeza que llegado los veintiún años, todo será diferente y como decreté a un inicio, vas a enamorarte y sobre todo a amar. Su nombre es Bilbo, no eras una gran fan del señor de los anillos pero sí del Hobbit. Su nombre significa tantas cosas lindas que has vivido, pero eso lo dejaremos para otra carta. Aunque déjame decirte que este peludo amigo, tiene unas patotas dignas de un buen Hobbit. El día que lo conociste fue como una descarga eléctrica, justo en tu estómago y corazón. Habías visto fotos y un video, pero nada se compara a esa primera vez. No sabemos con exactitud, pero quizás tenía cinco meses. Lo encontraron en medio de la carretera, retando a los automóviles que pasaban veloces a su lado, él sólo gruñía. Un alma maravillosa lo vio y cuando al fin lo sostuvo en sus brazos, este le mordió sus dedos. Era todo un rebelde ese Bilbo. Claro que el meollo del asunto no ha llegado, te preguntarás cómo es que lograste estar tanto tiempo con él. Bueno, obviamente ni mamá ni papá querían perros en casa. Pero tras una negociación lograste que se quedara unos días, ja, ja, ja, (unos días).


Para este momento estabas totalmente ilusionada. El primer día en casa, le diste tanto de comer que su pancita parecía de caricatura, lo cargaste cual bebé, y sus ojos, esos ojitos color miel, te miraron con una expresión que jamás habías visto, un amor tan puro, de un pequeño animal, un sentimiento que nunca habías sentido.

¡Oh!, sólo bastó esa mirada para saber que no podrías separarte de él. Durmió en tus brazos e ignoraste el dolor que provocaba en estos. Sonia esta historia es así de mágica y bella, pero sabes no termina así.

-¡Ay!, Bilbo ha roto su traste de comida, rompió la blusa de mamá y la funda de la lavadora, se comió el pan con todo y bolsa. Él a veces se enoja, es tan chico pero en su cuerpo cabe mucho miedo y desconfianza, no será sencillo. Debo advertirte que un día te morderá y sacará muy poca sangre. Pero para ese entonces tu amor será tan grande que sólo buscarás otra forma de ganarte su confianza. Pasados los meses le enseñarás que ese será su hogar y tú le brindarás todo ese amor que por tantos años se encontraba apagado en tu interior, pero Bilbo se encargará de sacarlo y hacerlo cada día más grande, digamos que tan grande como su cuerpo. El veterinario ha dicho que sería chaparro, pero la


verdad es que será tan grande como aquella perra que alguna vez te mordió, la vida llega a ser muy irónica. Déjame decirte que estos momentos en los que escribo esta epístola, él esta acostado a tu lado, ronca y a veces suspira. Has dejado salir ese amor, esa calidez de tu alma que se encontraba totalmente apagada, a veces te ríes de ti, cuando te molestaba escuchar los consejos de la gente, ese que para vencer el miedo a un perro debes tener uno, recuerdas tus ojos de enojo, sin embargo, hoy sabes que todo era verdad, no te culpes por no haber creído, no has perdido tiempo, ahora hay más amor que dar. Felicidades, quizás creas que falta mucho tiempo para estar así, pero ten paciencia que el sanar los miedos es un proceso por el que debes pasar. Y los resultados son tan felices como satisfactorios. Tú puedes. Te amo con todo mi corazón. PD: Tú amor ha sido tan grande que ha llegado otro perrito a tu corazón pero esa, esa es para otra carta.


Entre la tierra y el agua Vanessa Parrilla “Mi grillita, me alegra saber que está carta no tendrá una respuesta, porque pronto te tendré aquí, sin embargo no sé quién de las dos está más contenta aunque supongo que tú porque sé lo ilusionada que estás con el hecho de viajar sola, y aunque eres mi amor de mar, por lo profundo, no me siento asustada por ello, porque en verdad creo que eres valiente. Ahora, no sé cómo decirte esto, pero habrá pequeños cambios en alguno de nuestros planes, no te enojes conmigo mi grillita hermosa, pronto sabrás los “qués” y los “por qués” Recibe todo mi amor.” Así que pasados tres calurosos y lluviosos días, llegó por fin la tarde del jueves dieciocho de Junio, y yo presurosa desde las cinco treinta y cinco de la tarde, aunque debía estar hasta las siete, rápidamente tomé mi sombrilla para este clima tan completo y una botella con agüita de limón porque con los nervios que tenía se me secaba más la lengua, la boca y hasta el cuerpo, así que sin más que esperar aquí, mejor esperé allá en la central.

-“Y tú ¿A quién esperas?”- preguntó Doña Conchita. -“Pues cómo que a quién”, espero a mi Grillita- contesté.


-“Así que hoy llega”- dijo Doña Conchita. -“Así es, ¡Uy! Estoy tan contenta que hasta siento como me revolotea el corazón, venga siéntese y espere tantito aquí conmigo, porque ahorita que la vea, ¡Cuando la vea! mire ella es tan jacarandosa y bella, sus cabellos parecen ser olas de mar de tanto que brinca y canta, pero, cuando los peina parece que lleva una esponjosa nube sobre su cabeza, y eso no es todo, sus ojos son tan pequeños como los caracolitos que arroja el mar, también lleva la sonrisa en los ojos, y en la sonrisa lleva el candor y además es tan grande como una jugosa rebanada de sandía así roja, roja como sus sandalias. Pero eso sí, le cuento que cuando la escucha reír te llena la panza, los ojos

y hasta el alma de un mazacote de risas

también, ya verá Doña Conchita, ya verá”.Y entre tanta palabra y palabra, por fin bajaba mi Grillita, y sin abrir la boca nos dijimos todo con abrazos, risas, besos y hasta con el agua de las lágrimas. La encargada de darle la bienvenida al pueblo fue Doña Conchita que es la mujer más longeva y sabia, además de haber sido la mejor amiga de mi bisabuela Chana.

-Bienvenida a Tulepatl: “El lugar entre la tierra y el agua”, me da gusto que finalmente hayas llegado aquí, pues perteneces a este lugar en el que vivieron todas tus tatarabuelas, bienvenida


a tu destino, además, presagio que serás una dulce amante del mar. Y yo agregue -Así es mi Grillita bienvenida a tu hogar.- Ya nos vamos para la casa Doña Conchita, hasta pronto.

Mientras tanto, Grillita comenzaba a observar el pueblo y a la gente pero sobre todo a las mujeres que parecían siempre estar sedientas y todas cargaban una botella con agua y entre tanto que vio, pude notar en su expresión un místico asombro, y yo sabía muy bien el por qué. Ya nada más damos vuelta aquí y llegamos. Y al abrir la puerta lo primero que vimos por los enormes ventanales de enfrente fue la majestuosidad y el bramido del mar, que con enormes y continuas olas parecía que recibían a mi Grillita. -Tengo tanta hambre hermana de mi alma- dijo Grillita -Venga subamos al balcón, ayúdame a subir estos platos que ya llevó la cazuela- claro que sí y ¡Qué rico huele!- respondió Grillita.

Cuando dejamos todo sobre la mesa, le tomé de la mano y miramos recargadas al barandal

ya alumbradas con la luz

plateada, a la poderosa luna, y debajo de ella el monte Tule, y a la vista de tal paisaje danzamos y cantamos como nos enseñó nuestra madre. Esa noche nuestros corazones


quedaron atados en el latir de la luz de luna que sólo se conjura aquí, en ti, mi bello Tulepatl. Al día siguiente las risas y la dulzura fueron inagotables, iniciamos el día con cantos y una enorme taza de infusión de lavanda, melisa, menta y limón, así que con el poder de las plantas en nuestro hábitat, nos sentamos una enfrente de la otra, una con los “qués” y “por qués· en la boca y la otra con un telar de palabras que jamás se hubiera imaginado escuchar, o quizás sí, porque esa verdad es algo que uno ya trae sembrado. Así que finalice diciendo: -Esta noche habrá luna llena, iremos al mar, pero yo no podré entrar contigo lo harás tú sola, de la misma manera que llegaste hasta aquíPronto llegaron las cinco treinta y cinco de la tarde, arreglamos todo lo que nos llevaríamos, unas tres botellas con agua, una manta pues estaríamos hasta noche y unas flores para ofrendarle al mar. Llegamos justo en el ocaso, entonces, simplemente te fuiste directo al mar cantando, brincando, danzando y repitiendo las palabras que había entretejido en tu voz y lentamente te sumergiste con las flores en tus manos. Sabía que debía acercarme y

aunque mis pies hirviendo lo

hicieron de prisa mis pensamientos venían retrasados, no sabía lo que iba a decir si te encontraba, pero justo llegando a la orilla del mar, con una enorme y espumosa ola llegaste hasta mí y mi alma llegó a tus ojos así que sin decirnos nada lo


supimos todo y

nos envolvimos entre lágrimas y risas. Y

entonces tu dulce voz lo mencionó, y yo asentí. Nos quedamos mirando la infinidad viva, y con la luminosidad de la oscuridad, en silencio escuchamos su poderosa voz, su luz de luna llenó nuestro corazón y exclamó: ¡Dancen conmigo, soy su abuelita, dancen conmigo mis hermosas sirenas, dancen y abracen mi resplandor sobre el mar! Fue entonces que esa noche, Grillita descubrió que Tulepalt era un pueblo mágico justo por estar entre la tierra y el agua, donde las mujeres nacidas ahí, con mar se convertirían en sirenas.

la luna llena dentro del


No sólo las tierras se heredan Victoria Amaro En cuanto entró, vi detenerse el tiempo. Me mire en él, estando ahí ya no existía más nada. Se acercó y me abrazó, habíamos esperado tanto. Así, abrazados, cada respiro llenaba de su aroma mis entrañas y en cada suspiro me iba dejando cada vez más el alma. Jamás sabré si tanto de mí se ha llevado como yo de él. Me citó en un bar de mala muerte, de esos donde los vagos, prostitutas y proxenetas pueden sentirse un poco más como en casa, él encajaba muy bien con la media de la concurrencia del local, yo podía sentirme cómoda en tanto no me miraran tanto. Cuando lo conocí, tampoco es que fuera muy especial, era simplemente un hombre más, un tipo de mediana estatura con la expresión dura y una mirada pesada. Yo lo amaba, amaba a ese hombre que me hizo tener ilusiones, soñaba con días de completa felicidad junto a él. ¡Ja! Ni siquiera se dio el tiempo de realmente conocerme, pero eso sí, tiempo hubo para heredarme, para atarme a él incluso ahora que no está, para dejarme marcada e inmersa en su vida.


Yo llegué a Pueblo perdido número quinientos treinta y siete un otoño, venía dejando atrás todos los problemas que yo misma me había creado, estaba de nuevo, prácticamente huyendo. Encontrarme con él y aceptar mudarme arreglaba un gran porcentaje de esos problemas. Pueblo perdido es un hermoso lugar, cuesta notarlo, los días de lluvia -que son muchos- caen cortinas de agua que suelen golpearte la cara y hacerte correr siempre de un lado a otro. Ese día salimos del restaurante y corrimos a mi auto, subimos una gran cuesta para llegar hasta su casa, fue al entrar que pude notar lo pintoresco del pueblo, el fondo de la casa desde entonces era un enorme ventanal por el cual se veían los conjuntos de montañas y pinos rodeando las casitas de colores. Los primeros días convivimos sin mayores inconvenientes, pasábamos todo el día juntos, aunque la mayor inversión de tiempo era para, eso. Así, difícilmente podríamos tener algún tipo de conflicto, ambos nos encontrábamos gozando de esas vacaciones eternas, ajenos por completo a nuestras verdaderas vidas, aparentando que no teníamos ningún compromiso o prioridad además de eso que nos estaba acercando cada vez más. Lo cierto es que, como siempre, la ansiedad, la histeria, el miedo, te hacen volver, te hacen escarbar en las pérdidas y con eso intentas cubrir los vacíos.


Tenía que preguntar, tal vez él podía fingir para siempre pero en ese sentido yo siempre he sido muy diferente. Jamás olvidaré su expresión, su cara estaba llena de odio, de resentimiento, en el tiempo que teníamos juntos jamás había visto en él una expresión similar, pensé que ahí mismo me mataría. Gritaba y me lanzaba todo lo que se atravesara en su camino, que su culpa no era, que quién me creía para hacer preguntas de ese tipo, que reclamos a él no, que él había confiado en mí y que era una mal agradecida, de arrimada y mal parida no bajaban los insultos. Pensé en irme pero, había pasado tanto para encontrarlo y, ahora él era lo más importante en mi vida. Era lo único que me quedaba. Siempre con el ceño acartonado, no pensé que fuera de los que manejan como locos, bueno, no pensé que fuera muchas cosas y eso que todo el tiempo pensaba en él.

- “Vas muy rápido”. - “Voy como debo de ir”. Continuamos discutiendo, lo mismo que hemos discutido los últimos cuatro meses, como retahíla y sin nada de tacto, sólo gritando y dejando en claro que el culpable no era él. Entonces lo vi, yo lo vi, pero él no. Había un tipo a mitad del camino, apenas se le veía porque aquí no hace más que llover, le pasamos por encima, no nos detuvimos, tampoco seguimos discutiendo, llegamos a casa en completo silencio, más tarde, cenamos. El sabor de la cena de esa noche me hizo recordar


mi infancia, no sé si fue la repentina calma después del accidente o si era que la señora López tenía un sabor muy parecido a la señora que le vendía cosméticos por catálogo a mi mamá.

- “¿Estás lista?” - “Sí”. Matar personas no es tan fácil, deshacerte de ellas mucho menos, cualquiera puede verte, cualquiera puede encontrar el cuerpo y tras alguna investigación dar contigo y perder tu libertad, él y yo lo sabíamos, los pueblos pequeños no gozan en nuestro país de mucha seguridad, muchos huyen para perseguir sus sueños en ciudades o países con mejor economía, otros van por cigarros -como mi papá- otros, simplemente se van perdiendose incluso en la memoria colectiva. Desde niña me enseñaron que a todo aquello que se come hay que honrarle y eso hacíamos él y yo día tras día, dependiendo de las necesidades teníamos dos opciones: normalmente, lo primero era congelarles, la cantidad de sangre que puede tener una persona es incontrolable y así lo simplificábamos, otras veces comenzábamos colgando de cabeza los cuerpos para que drenaran y a partir de ahí ambas opciones llegaban al mismo lugar, trocear. Con carne y órganos alimentábamos a algunos de nuestros animales y por supuesto a nosotros.


Los huesos los dejábamos secar y días después con un martillo los hacíamos trozos muy pequeños que nos servían para abonar el terreno. Ahora sé que estar con él conllevaba cargar con todo aquello, te dejaba caer todos los pesos y las culpas, así todo iba bien, en tanto él seguía siempre cómodo y ligero. Muchas veces pensé que tendríamos problemas por lo denso de su presencia y lo árido de su trato a los demás, pero extrañamente cuando bajábamos al pueblo la gente lo quería y lo trataban de forma amistosa, lo que es no saber.

Volví a hacer la pregunta, necesitaba preguntar. Por qué se fue, por qué nos dejó a mí y a mi mamá con todos esos problemas. Lo último que me dijo fue: “Esta casa y todo lo que hay en ella es tuyo, los papeles están arreglados”. Él pensaba que con eso me haría sentir bien, que así pagaba todo el dolor que me había causado. Pero lo qué pasó fue que me hizo enfurecer. Aquí nadie oye, aquí nadie busca, él lo sabía y por eso se mudó aquí. Resulta muy conveniente si te enteras lo deshecha que te ha dejado la vida tu propia familia y ya no puedes más que ponerle fin. Es difícil aceptar el asco que alguien te puede crear, no dejo de recordar aquel primer abrazo donde su aroma se metía por mi nariz y me daba nausea, al verlo ahí, inerte en el suelo, no dejaba de darme eso, asco.


Aparecerán personas nuevas, personas que serán importantes de alguna manera, eso lo sé y seguro que algún abrazo o momento de cercanía se presentará. Estoy segura que no todos serán como él fue y que no han hecho ni harán la mitad de las cosas que hizo. A pesar de y a sabiendas de eso, viviré en llamas, así, como él, dejaré atrás aquellos tiempos de empatía y ternura, que siempre me han resultado sobrantes. Después de todo esto, la familia me resulta sobrevalorada, igual al final, no sólo las tierras se heredan.



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