Milagritos, Revista de la Merced No. 01

Page 1


Índice 2 5 8 10 13 15 17 19 22 25 27 29 30

El día que conocí el Mercado de Sonora Felipe Julián Gutiérrez Domínguez Ven a mí Haydeth Morales Aldana Mi despertador Isabel Trejo Martínez. Humberto García Contreras Tumbaburros Karina Jarquín Díaz El mercado de Sonora ¡Lugar con espíritu! Leticia Ramírez Quezada Un flashazo de felicidad en La Meche Luis Fernando Ramírez Jiménez Bailar en el aire Luis Fernando Ramírez Jiménez Mercado de Sonora. Herencia de la herbolaria Luisa Cortés Moreno Remedios para retener el alma María Oventic El barrio mágico nunca se olvida Yair Roberto Hernández Jiménez Alma sonora de un Barrio Joyce Musicolor Postal de la iglesia de la Virgen de La Soledad Juan Manuel Dávila Tejeda Mi barrio de La Merced Juan Manuel Dávila Tejeda


El día que conocí el

Mercado de Sonora

Felipe Julián Gutiérrez Domínguez

T

endría yo unos 8 años cuando una tía me propuso acompañarla al mercado de Sonora, ella necesitaba una hierba medicinal de la cual no recuerdo el nombre, pero era para tratarse la vesícula. Llegamos por avenida Fray Servando, no recuerdo el número de puerta por la que entramos, pero había muchos puestos de loza, platos, tazas, jarros, cazuelas de barro, etcétera. Mi tía le preguntó a una persona en qué parte vendían las hierbas medicinales, amablemente le indicaron que se dirigiera al fondo del mercado; así que avanzamos por el pasillo, donde acabó la sección de loza empezaron los animales vivos: pollos, guajolotes, conejos, peces, iguanas, chivos, tarántulas; en fin, el animal que usted guste y mande se podía encontrar allí, y si no estaba a la vista había personas que te decían en voz baja “lo que busque se lo conseguimos”. Después de pasar por la sección de animales, llegamos a unos puestos donde se podían encontrar todo género de talismanes desde el popular ojo de venado para los niños hasta cruces de ocote, pirámides de algún material acrílico llenas de semillas e incluso con un buda o con dólares, veladoras de todos colores y olores, inciensos y una cantidad interminable de productos para ahuyentar la mala suerte y atraer el amor, la salud y el dinero, pero nosotros andábamos buscando otra cosa. Ya que sentíamos que habíamos caminado mucho, de nuevo mi tía volvió a preguntar por las hierbas medicinales, nos dijeron que camináramos al fondo “¿más?” nos preguntamos mi tía y yo sorprendidos. Pues seguimos caminando y entonces vimos por fin muchos puestos donde se vendían multitud de hierbas medicinales, allí se dio mi encuentro con una figura muy particular que a muchos les provoca repulsión pero a mí me dio gusto verlo ya que lo conocía, por lo menos en foto, bueno en estampita, se trataba de una pequeña figura del Santo niño Cieguito, una réplica de la imagen de un niño Jesús de madera que, cuando unos ladrones quisieron profanar sus ojos, en vez de romperse como cualquier figura de madera comenzó a sangrar y a llorar. Para conmemorar el milagro, la imagen se dejó con las cuencas de los ojos vacías y su carita llena de sangre. En fin, después de este encuentro con el Santo Niño, mi tía se dirigió a preguntar por la hierba que remediaría su mal, no puedo recordar el nombre pero 2

recuerdo que preguntó por ella en el primer puesto que encontramos, la señora dijo que no la conocía, pero la empezó a vocear entre sus compañeras y, éstas a su vez, la siguieron anunciando. Lo cual provocó una sinfonía tal, que nunca olvidaré. Una señora mayor hizo la seña de tener la planta o por lo menos conocimiento de ella, así que fuimos a su puesto, nos dijo que la teníamos que buscar en las hierbas secas, así que caminamos todavía más al fondo, siguiendo ese camino interminable, llegamos a unos puestos donde había costales de hojas secas, algunas con nombre, recuerdo muy bien los “compuestos” para la tos, para los riñones, entre otros. Algunos de esos compuestos eran tan bellos, que me parecían más objetos de decoración que plantas medicinales, por fin mi tía encontró su remedio. Le dijeron cómo prepararlo y la dosis que debía tomar; cuando nos disponíamos a regresar a casa, por la salida del mercado, casi llegado “hasta el fondo”, encontré un puesto atendido por una mujer muy agradable, pero como se suele decir: “esa es otra historia”.

1

3


Ven a mí Haydeth Morales Aldana

R

osario pide al cielo una señal, lleva varias días preguntándose si debería acercarse o no. En dos semanas cursará el último año de secundaria y no quiere dejar de ir al mercado. Su madre la apura: —¡Ya, Rosario, que el camión nos deja!—. Pero a ella eso no le importa, sólo ocupa su atención un pensamiento: quiere verse muy bonita. El padre de su abuela fue el primero en vender, en el mercado de La Merced, los elotes que cosechaban en las tierras que heredó y así lo hizo hasta que falleció hace unos diez años. Ahora, las encargadas de venderlos son Magdalena, mamá de Rosario y Justina, su abuela; pero como son vacaciones, ella estuvo ayudando en el mercado, aunque sabe bien que tendrá que volver a la escuela. Han trabajado mucho para que Rosario pueda tener un mejor futuro, dicen. Será la primera mujer de la familia en terminar la secundaria y su madre quiere que estudie una carrera universitaria. La familia es originaria del pueblo de San Gregorio Atlapulco, pero se mudaron hacia el rumbo de La Merced cuando falleció Don Basilio; era cansado ir y venir, así que compraron una casita en la colonia que ahora se conoce como “Merced Balbuena”, sólo viajan a Xochimilco cuando tienen que ir por maíz y elotes. Fueron años difíciles porque tuvieron que aprender a transportarse en la ciudad, era complicado llevar en tranvía la mercancía hasta La Merced, pero con el tiempo se acostumbraron a cargar pesados costales. Al final, el trayecto terminó siendo un paseo para toda la familia y, ahora con la llegada del metro y del tren ligero, el traslado ha sido un poco más fácil. La señora Justina recuerda que, al principio, no se acostumbraba al ajetreo del mercado de La Merced, el ir y venir de la gente, el ruido, el trajín diario de su jornada, todo era rápido, comparado con la tranquilidad de su pueblo. Después de unos años, esta actividad se volvió su vida y su razón de ser. Lo que siempre disfrutó fueron los pregones que escuchaba: si era el escobero “¡Escooobas, petaaateees!”, si era el agüero “¡Agua de veeenerooo!, y el que más le gustaba era el panadero que pasaba con su bicicleta tocando fuerte y armoniosamente su campana, para al final terminar con un sonoro grito que decía: “¡El paaan!”. Ella era tímida, así que, definitivamente, no sería pregonera, únicamente vendería elotes en su puesto, uno muy limpio y coqueto eso sí.

4

5


Dicen que los que trabajan en el mercado de La Merced, “tienen magia y hacen magia”, se levantan muy temprano, antes que cualquiera en la ciudad, nadie los ve pero todos los escuchan y, al anochecer, se van a sus casas como lo hacen dos novios que no quieren despedirse. Con el paso de los años, las mujeres de esta historia, han visto el cambio que ha sufrido el mercado, la distribución de sus puestos que, actualmente son once, el crecimiento del número de los locales que ofrecen una gran variedad de productos, la llegada de nuevas personas y de nuevas formas de comprar y de vender, así como los cambios de la fiestas patronales. Pero hay una sola cosa que no se ha modificado: su puesto de elotes, el cual se limita a una mesa grande de madera, sobre la cual colocan un mantel de plástico donde ordenan de manera casi artística las mazorcas. Todos los que han pasado por este lugar, alguna vez han comprado elotes aquí, ya sea para guisarlos en casa, en forma de esquites, o para hacer una sopa de elote que tanto disfrutan en la casa de la señora Amelia, quien ha sido marchanta de muchos años. Rosario ya se ha puesto el mandil para empezar a pelar las mazorcas, su abuela sabe que anda distraída porque ya vio que le echó ojo al muchacho que vende embutidos: —¡Ándale, apúrate! Si nos da tiempo, pasamos por longaniza para el desayuno de mañana—le dice su abuela. Entonces, empieza a llegar la gente, se acercan dos señoras: —Necesitamos elote tierno, para hacerlo en crema. —¡Sí, claro, marchantitas!—responde la abuela. —¡A ver, Rosario, alcánzame esos cuatro que tienes a tu derecha! Después llega el señor José que se lleva, como siempre, dos kilos. Y así transcurre la jornada, hasta que terminan de vender lo que habían planeado. La señora Justina sabe que Ángel quiere irse pa´l otro lado, lleva dos años ahorrando para pagarle al coyote, pero no le ha dicho nada a Rosario. Sin más, le dice: —Hija, ayúdame a guardar el mantel para irnos. —Abuela, pero, ¿no vamos a pasar por el queso? —Sí claro, adelántate, voy detrás tuyo. Rosario no sabe qué hacer, lleva las manos sudorosas y las mejillas las siente calientes, como en las ocasiones en las que le ha dado fiebre a causa de la gripa. Cuando llegaron al local encontró a varias personas esperando su turno. Respiró un poco y aprovechó para verlo bien, le parecía tan guapo, casi un ángel. Su cabello negro y rizado era lo que más le gustaba de él, se fijó en sus manos, que parecían muy adiestradas para cortar y envolver los kilos de jamón y longaniza. Cuando le tocó su turno, le preguntó:

—¿Qué te doy? Ella quiso responder: —Tu corazón— pero sólo pudo señalar lo que le quedaba al frente de ella sin que lograra salir ni una palabra de sus labios. —¿Cuánto quieres? — le volvió a preguntar. —Dame 250 gramos.— Esta vez, su abuela fue la que respondió. Él extendió el brazo para darle a Rosario su pedido; sólo alcanzaron a verse muy rápido, pero eso bastó para que ella quedara ausente todo el camino de regreso. Para abordar el metro, tenían que pasar por los pasillos en los que vendían jabones y pociones de amor, Rosario aprovechó la oportunidad para comprarse uno. Le dijo a su abuela que pasaría al baño, y corrió rápido para pedir aquél que le dijo la vendedora que era muy efectivo para el amor. Su local tenía un letrero que decía: “Domina los secretos de la Ciencia Oscura”. Rosario no sabía que era eso, sólo quería comprar el jabón cuya caja tenía escrito: “Ven a mí.”

6

7

1


Mi despertador Isabel Trejo Martínez Humberto García Contreras

P

ara algunos, su despertador es un gallo, sobre todo en provincia, o un radio con alarma y fechador, o el típico “ring, ring” del reloj despertador para que, en el momento de la hora señalada las manecillas tocaran a tiempo sus campanas, que tenía a los lados. Por cierto que fue difícil para mí aprender la hora con las manecillas. También está el típico reloj de pulsera digital, o el grito de mamá o papá “¡levántate, que se hace tarde!”. El número 030, servicio de despertado por teléfono, siempre y cuando pidieras esa opción, ahora los celulares tienen integrada la alarma para despertar. Mi barrio de La Merced tenía un despertador muy peculiar, de grandes dimensiones que abarcaba toda una manzana, se ubicaba entre las calles de Rosario, San Ciprián, General Anaya y Olvera. Con gran nostalgia lo recuerdo porque fue por algún tiempo, quien me ayudó a ser disciplinada a la hora de la entrada a la escuela primaria y secundaria ya que, por nueve años fue mi camino de todos los días. Me dirigía allá por la calle de San Ciprián entre camiones, cargadores, puestos de madera que vendían papayas, sandías, limones, toronjas y naranjas (por cierto, varias veces levantaba las naranjas que a mi paso encontraba). Sobre esta misma calle, en la esquina con General Anaya, se ubicaba un gran estacionamiento para los carros de carga, llenos de diversos productos, esperando a ser llamados por los comerciantes para que fueran a descargar a sus bodegas. Aunque, al poco tiempo con el cambio a la Central de Abastos, se convirtió en un terreno baldío que, provisionalmente los vecinos ocupábamos como un pequeño parque, con canchas de fútbol, espacios para andar en patines y bicicleta, en la actualidad podemos observar que ahí se levanta la plaza comercial de San Ciprián. Esta vía era la espalda de ese gran despertador, su silbato era quien me animaba a levantarme por las mañanas para alistarme y salir rumbo a la escuela, la ventaja era que no necesitaba pilas o luz, ni tampoco alguna otra inversión, era gratis y se caracterizaba por ser puntual, nunca falló. Su sonido era el mismo siempre, sobresalía de todo el barullo de la gente, del merolico, de los camiones de carga y de los vendedores ambulantes. Aunque yo vivía a dos cuadras de este lugar, conocido como la Unidad Candelaria de los Patos ¡Mi bella Cande!; se escuchaba el silbido 8

que anunciaba diversos horarios: por la mañana 5:45 y 6:45, por la tarde: 13:00 y 15:00 y por la noche 18:00 y 20:00. Estos sonidos marcaban el movimiento laboral de entrada, hora de comida y salida de los trabajadores. Procuraba no pasar a la hora del silbatazo, para que su ruido no aturdiera mis oídos. Hoy, su lugar lo ocupa la Plaza Merced 2000, fue creada con el objetivo de que todos los comerciantes ambulantes tuvieran un local fijo para vender sus productos, con un gran estacionamiento e inclusive con salas de cine. Pero cada vez que paso por esta calle regreso a mi pasado de la infancia y adolescencia, con gratitud late mi corazón porque el silbido de la “Fabrica de Hilos Cadena” lo adopté como mi despertador.

1

9


Tumbaburros Karina Jarquín Díaz

D

urante toda mi vida había escuchado hablar del barrio de La Merced y sus alrededores; cuando comenzaba a salir sola por la ciudad, algunas veces viajaba por el metro, pasaba por la estación del mismo nombre y observaba que muchas personas subían con diferentes cosas en gran cantidad y de gran tamaño, incluso percibía un aroma particular que nunca pude distinguir, pues se mezclaban muchos olores; sin embargo, nunca tuve la oportunidad de bajarme en esa parada y visitar dicho lugar. Pasó el tiempo y, un día platicando con mi abuela, quien se llama Consuelo Díaz Mijangos de 82 años de edad, oriunda del estado de Oaxaca y residente de la Ciudad de México desde hace 43 años, le comenté que necesitaba aprobar un examen. Al notar la preocupación que tenía en la cara, me dijo: —Es una lástima que ya no pueda salir de casa, si no, iría al mercado de Sonora por una veladora, para frotarla por todo tu cuerpo, prenderla y desearte mucha suerte. Con eso, ¡de seguro aprobabas el examen! Era tanta mi desesperación y ganas de pasar esa prueba que le pregunté cómo dirigirme a ese sitio para ir de inmediato. Cuando estuve ahí, todo me pareció asombroso: era más de lo que había imaginado y superaba lo que mi abuelita me había contado. Recuerdo que caminé por unos pasillos largos, con innumerables puestos y con muchas cosas parecidas entre sí, como: hierbas, pulseras, imágenes de la “Santa Muerte”, jabones, veladoras y hasta animales. Iba sola y me espanté porque los vendedores me asediaban a cada paso, insistiéndome para que me detuviera a comprar en su puesto: —¿Qué necesitas, güera? ¡Pregunta, pregunta!— gritaban, tratando de ganarse un cliente, pero la verdad es que no me inspiraba confianza contarles mi situación. Después de caminar un rato, tuve la fortuna de encontrarme con un señor que me pareció tranquilo, pues a diferencia de los otros, él no acosaba a la gente para conseguir compradores. Me detuve y me gustó el trato que me dio y, al fin, pude platicar con alguien acerca de lo que me pasaba. —La veladora “Tumbaburros” es muy buena para los estudiantes. Si quieres algo que refuerce la efectividad de este remedio, debes usar una pulsera de Santo Tomás de Aquino, el “Santo del estudiante”, y si te la pones en la mano izquierda, es 10

mucho más eficaz. — Dijo, contundentemente. Yo, quedé convencida, compré los productos y volví a casa. Cuando llegué, mi abuelita me recibió con mucho gusto y, una noche antes del examen, pasó la veladora por todo mi cuerpo y me colocó la pulsera. De nuevo, estudié y me dormí para estar bien descansada y en óptimas condiciones para lo que tenía que presentar. Al día siguiente, cuando estaba en el salón, mi sorpresa fue grande, pues el profesor dijo que la prueba de conocimientos la haríamos en casa para tener mayor tiempo y apoyo del material visto en las clases pasadas. ¡Quedé sorprendida! Hasta ahora, aún sigo preguntándome si ¿fue el efecto de la veladora y la pulsera, o simplemente, la casualidad hizo que las cosas se presentaran de esa manera?

1

11


El mercado de Sonora

¡Lugar con espíritu! Leticia Ramírez Quezada

D

urante mi adolescencia acompañé varias veces a mi mamá al mercado de Sonora, íbamos a abastecer el negocio de platos y tazas de cerámica. Me gustaba ir porque hay muchos pasillos con una gran diversidad de productos, entre ellos, destacaba el surtido de juguetes: riatas, pelotas de goma de muchos colores, canicas de diferentes tamaños, loterías, carritos en paquetes colgados y muy bien formados, muñecos de plástico (como del luchador “El Santo” o el “Enmascarado de Plata”), muñecas Barbie y otros más. Me ilusionaba que mi mamá, por lo menos, me comprara una colección de platitos y tacitas de barro. Como era costumbre, acudíamos cada ocho días para surtir el puesto de cerámica. Mi madre y yo cargábamos varias docenas de tazas amarradas y, mientras recorríamos los pasillos, veíamos los nuevos productos que llegaban. En varios locales se exhibían pequeñas figuras de la Santa Muerte, jabones de “Ven a mí”, “Contra la envidia”, “Miel de amor”, el especial para levantar y proteger negocios, la colonia de “La doble suerte”, el “aceite aromatizante” y el “Llama cliente”, ninguno podía faltar. Entre tanto puesto nos detuvimos en uno para ver las cosas que ofrecía, buscar el mejor precio y saber cuál era el que más nos convenía. El comerciante, con muchas ganas de vender, nos preguntó si estábamos buscando algún producto en especial y, como si algún espíritu se lo hubiera susurrado al oído, supo que necesitábamos algún jabón para proteger nuestro establecimiento, así que nos mostró varios. Para no entretenernos mucho tiempo, mi madre escogió tres de ellos: el “Llama cliente”, por su aroma de vainilla; el de “las envidias”, muy necesario en la actividad mercantil que llevaba a cabo mi mamá; y el de “Levantar negocios”, que fue el que más me gustó por su aroma parecido al jazmín. Siempre me agradó ir al mercado de Sonora con mi madre porque comprábamos cosas para proveernos de lo necesario en nuestro negocio; además ahí había varias opciones para cuidar de él, como la sábila y los jabones. Nunca supe si en verdad servían, pero como por obra del espíritu santo, mi madre pudo proporcionarme comida, vestimenta y estudios.

1 12

13


Un flashazo de felicidad en

La Meche Luis Fernando Ramírez Jiménez

U

n día cualquiera salimos con dirección a La Merced, para ir a comprar las llantas para la bicicleta de mi papá y unas colchas para mi mamá. Tomamos la micro que va al Aeropuerto y, de ahí abordamos el metro hasta llegar a La Merced, sobra decir que los empujones ya son parte de la rutina en el recorrido. El olor a chiles y cebolla se dejó sentir en el ambiente cuando llegamos a nuestro destino. Salimos de la estación y comenzó el bullicio, el griterío, la diversidad de mercancías y artículos, además de esos ricos antojos que le hacen a uno agua la boca. Ya que pasamos por ese corredor, atravesamos la avenida Circunvalación. Cuando estuvimos del otro lado, caminamos en dirección hacia el norte, sobre la misma calle, avanzamos unos metros y, de entre tantas personas que estaban en una esquina, surgió el sonido de las mañanitas, me sorprendió mucho escucharlo y ver tanta felicidad en ese pequeño espacio inundado de gritos de comerciantes: ¡Pásale, manita, todo bara, bara! ¡Escógele! y de ruidos de automóviles con sus claxons: ¡mit, mit! ¡mit, mit! Pero todo este escándalo quedaba suprimido ante la maravillosa escena. En ese ángulo de la calle se encuentra una imagen de San Judas Tadeo, como otras tantas que hay en el centro de la ciudad, pero la que vimos era como si fuera la protectora de una familia, pues había una mujer y un hombre, no mayores de 30 años, con un niño pequeño; junto a ellos se encontraba una corte de payasos que entonaban alegremente las mañanitas en medio de un pastel con una vela. No se hicieron esperar las miradas curiosas de los transeúntes, incluso una señora se acercó para preguntar si podía ser parte del festejo, y el papá le respondió: —¡Claro que sí, jefecita, pásele por su rebanada de pastel!— dijo alegre. Algún otro curioso también se unió a la celebración. Me quedé pensando en el suceso mientras caminábamos, y mi mamá me dijo: —Ya ves, hubiéramos ido—. Luego, continuó diciéndome— ¡Qué bonito es ver a una familia así de feliz! Nunca en la vida había visto una escena tan grata: no importan las circunstancias, no interesa el lugar, lo que es verdaderamente esencial es disfrutar el momento. Seguimos nuestro camino, mientras atrás brillaba ese episodio, imborrable de mi mente.

14

15


Continuamos andando unas calles más y salimos a San Pablo, para preguntar sobre las llantas para la bicicleta de mi papá, después de ver varias tiendas las compramos y regresamos por la calle de Topacio y por la Plaza de la Aguilita. Justo en ese momento, pensé muchas cosas: en cómo se fundó la ciudad y en los mitos que se cuentan alrededor de este hecho, como el del águila y la serpiente. Además de aquella broma que de niño me hacían, preguntándome: —¿Dónde se paró el águila?— Y, acto seguido, me apañaban un mechón de cabellos. —En un nopal—respondía. Entonces, me cuestionaban de nuevo: —¿Cuántas tunas se comió?— Uno podía responder el número o afirmar: —Ninguna porque se espinó—. Finalmente, la pregunta que aliviaba aquel suplicio era la siguiente: —Y ¿para dónde voló?— Para arriba, para abajo o a los lados. Según respondiera, la mano del que hacía la broma, que simulaba la garra del águila, desprendía el mechón de cabellos. Si decía: — Ahí se quedó— el apretón era más fuerte. Luego de ese flashazo seguimos caminando y, en unas cuadras más, ya estábamos atrás del mercado de Mixcalco, para comprar las colchas de mi mamá. Después de eso, atravesamos el lugar para tomar el micro que nos llevaría de regreso al Aeropuerto y pasar por un caldo de gallina. Mientras tanto, pensaba lo siguiente: —Me arrepiento de no haber cargado mi cámara ese día; sin embargo, el recuerdo lo tengo fresco y presente y, ahora que recurro a narrarlo a través de estas líneas, mi pensamiento me hace considerar dos cosas: la primera, tiene que ver con que hay situaciones o imágenes que quizá no podrán tomarse o ser capturadas en una foto, pero aquellos que buscamos mostrar esa huella del pasado lo haremos de una u otra forma; la segunda, se centra en el hecho de disfrutar el momento por más fugaz que sea.

Bailar en el aire Luis Fernando Ramírez Jiménez Si te echas un pasito tibiritabarero, el que no te conoce te dice ñero. Déjate de pretexto, necio, gozar no tiene precio. Ritmos tropicales de todas partes a los barrios de México llegaron. La cumbia la adoptaron, le pusieron su sabor, todo un arte. Sonideros, luces, un saludo. Y la pareja no dudó. El DJ en la cabina y los pies ya son una turbina. En La Meche se deja sentir la cadencia y el rugir… ¡Vamos que ya no hay qué dudar! ¡Agilidad, técnica y ritmo sin parar!

1

16

17


Mercado de Sonora Herencia de la herbolaria Luisa Cortés Moreno

E

scribir sobre el mercado Sonora me conflictúa un poco, pues injustamente se le ha catalogado como un lugar donde se encuentran cosas de brujería. Las pocas veces que he ido me ha causado miedo, quizá por esas imágenes de demonios y muertes que son muy llamativas e intimidantes. Pero hay un aroma que me trae recuerdos, es el de las hierbas. Por ejemplo, el olor del pirúl me hace acordar de cuando iba con mis padres al panteón el Día de muertos y ellos me colocaban una ramita en la oreja, que para que no me diera “aigre”. Una vez, sí me dio por jugar entre las tumbas del cementerio: todo el cuerpo me dolía, me tuvieron que limpiar con un huevo de gallina para quitarme el mal. Algo similar pasaba con la ruda, es una planta con aroma muy intenso, cuando teníamos un susto o una impresión muy fuerte nos frotaban algunas ramitas en el cuerpo, que para quitarnos el malestar y se fueran las “malas vibras”. Lo que puedo decir es que el aroma me tranquilizaba ya que, después de la rameada, me causaba un sueño relajante. También se toma en té, pero su sabor es muy amargo, se usaba para cólicos menstruales, pero ahora se ha descubierto que puede ser abortivo. Otro de los aromas que me gusta y, quizá es mi favorito, es el de la albahaca; últimamente lo he descubierto en la preparación de alimentos y es un condimento excelente. Pero mi primer acercamiento a esta hierba lo tuve en las famosas “limpias”, esas que dan los curanderos o chamanes en el Zócalo de la Ciudad, quienes utilizan atavíos de danzantes prehispánicos y ofrecen limpiar el aura. Para eso, le dan una rameada a la persona en todo el cuerpo y lo humean con incienso. La verdad es que yo desconfío de ellos, pues usan el mismo ramo de hierbas para limpiar a todas las personas, lo cual me hace pensar que uno acaba recogiendo todas las malas vibras de otras gentes. Mi primera rameada la tuve de niña y recuerdo que fue en el pueblo, me la dio una viejita -una mujer era de complexión menudita que usaba un rebozo enlazado en su cintura-, me frotó el cuerpo con un ramo de diferentes hierbas; yo me atacaba de risa, pero tenía que aguantármela, pues presentía que mis padres se enojarían y la señora también. Hubo un instante en el que ya no pude aguantarme la risa,

18

19


porque cuando tomó una botella con un líquido al que le llamaba “bálsamo” le dio un sorbo y me lo escupió en el cuerpo, lo primero que hice fue brincar de sorpresa, pues no me esperaba que hiciera aquello y, luego, me empecé reír. En ese momento, la viejita comenzó a azotarme el ramo con más fuerza, tanta que hasta se me quitó la risa porque ya me estaba dando una friega con el ramo de hierbas. Lo bueno es que eso duró poco, después quedé muy relajada y quietecita. Otra experiencia que tuve con las hierbas fue después de dar a luz, me gusta usar ese término para señalar el hecho de dar vida a otro ser. Luego de mi cuarentena, mi tía Santa vino del pueblo a darme mi baño de hierbas, ella decía: — Ya es momento, hija, de quitarte el aire que te entró—. Recuerdo que, como fue cesárea, no podía ni caminar derecha, mi espalda siempre estaba helada y me mareaba al caminar. Mi tía le pidió a mi madre que calentara una olla grande con agua, mientras ella iba al mercado de Sonora por las hierbas. Para este entonces mi padre había comprado una tina de metal en el mercado anexo de La Merced, enorme y redonda, le colocaron un banco de plástico en medio y echaron el agua caliente, cuando llegó mi tía con las hierbas, las enjuagó y las arrojó en el agua de la tina, me senté como pude en el banco y me cubrieron con una cobija de lana; me taparon toda, el vapor del agua me hacía sudar y el aroma de las hierbas calentaba mi cuerpo, era como un baño sauna. La verdad es que no aguantaba mucho, por momentos, destapaba un poco mi cara para poder respirar, pero mi tía me decía insistentemente: — ¡Trata de aguantar lo que más puedas y mueve con tus pies el agua y las hierbas!— Después de quince minutos, ella metió su mano entre las cobijas, me tronó un huevo en la mollera y me dio uno para que me lo pasara sobre el vientre, me dijo: — ¡Arrójalo en el agua de la tina!— Mi tía y mi madre me acompañaron todo ese tiempo en el mini sauna que habían instalado en la bañera; salí de la tina enrollada con la cobija de lana, y entonces fue que ellas se retiraron para poder bañarme como acostumbraba, me di un buen baño con agua caliente para quitarme el huevo de la cabeza, pues este se había cocido, cuando terminé les avisé y me pasaron una manta de algodón. Entró mi tía y me pidió que me fuera a la cama, me enrolló como tamal, con una sábana y me dijo: — Ahora vas a sudar frío—. Y así fue, me dieron un caldo de res y comencé a sudar frío, como estaba envuelta en la sábana, mi madre tuvo que darme de comer en la boca. Luego de un rato me quedé dormida y cuando desperté, me sentí muy descansada y me levanté para ir al baño. Pero cuál fue mi sorpresa que, en el instante en que me incorporé, ya podía estar erguida, el vientre ya no me dolía tanto y el frío de mi espalda ya no lo sentía; obviamente los puntos de la cesárea dolían, pero yo me sentía mucho mejor, nunca tuve dolores de cabeza ni de espalda, fue una gran experiencia y recuerdo con cariño a mi tía Santa y sus conocimientos sobre la herbolaria. 20

21


Remedios para retener

el alma María Oventic

—¡Aurelia Mendozaaa! ¡Aurelia Mendozaaa! Estaba con los ojos cerrados, mientas escuchaba a la señora Soledad devolviéndome el alma. —¡Aurelia Mendozaaa…! ¡Aurelia Mendozaaa! ¡Vuelve! ¿Qué no ves que aquí está tu hogar, tu cuerpo…? No veía nada, pero en mis adentros, yo pedía que regresara. Es que cuando nos deja “la almita” es un desvivir, morirse sin saber de qué… Cuántos de nosotros no hemos tenido un susto o un mal aire que ha hecho que se nos escape el alma, que se nos vaya el sueño y el hambre. Dicen los que saben que para que regrese hay que llamarla, nombrarla para que vuelva al cuerpo, hay que decirle de dónde es para que encuentre camino y no se quede vagabunda. Dicen que hay que recibirla con calor, por eso al llamarla hay que hacerlo con manojitos de pirul, tres toronjiles, estafiate y ruda. La señora Soledad soplaba sobre mi cabeza cada vez que decía mi nombre, me untaba las hierbas por todo el cuerpo y pasaba la humareda del incienso y del alumbre a mi alrededor. —Mire Aurelita, ya acabamos. Le voy a decir algo, si uno sufre por mal de amores, que es otra forma que se salga el alma, nos entra el desasosiego, se nos quiebran los ojos y se nos va el color. Para no andar así, primero hay que llorar un rato, después darse un baño con romero y rosas de castilla, tomarse un tecito con ruda porque así se calienta el cuerpo. Va a ver que no hay mejor remedio. Eso de hacer amarres para que regrese el fulanito o la sutanita no existe. Si alguien no nos quiere, ni toda la corte celestial podrá interceder por nosotros. Mejor, préndale una velita, despídase bonito. Con uno, dos, tres tequilitas, cántele. No hay mejor remedio que cantar rezando para que los ayeres no vuelvan, ya ve que el recuerdo es lo que más acaba con uno. Ni modo, a veces nos toca que nos quieran, otras querer y olvidar. 22

Sólo veía los ojos negros y el cabello blanco y finito que doña Soledad tenía trenzado. Agarró un cordoncito rojo, estiró mi mano y la apretó. Me miró fijamente, mientras reía un poco y me dijo: —Ay, mi vidita, no se puede amarrar a nadie por más que se quiera, nada más el alma de uno porque esa sí nos pertenece. Por eso hay que atarla con un cordoncito rojo para que no agarre camino de nuevo, para que no se vaya con quien no la quiere. Ya prontito se va a ir tu pesar. Mírate, ya hasta agarraste color.

23


El barrio mágico nunca se olvida Yair Roberto Hernández Jiménez

E

n el mes de julio de 1992, llegué a la vida en esa calle de Jesús María, donde cada dos de febrero se visten los niños en la Plaza de la Alhóndiga y el borracho pide money pa´su ánfora. Mismo sitio en donde las “muchachonas” (como les decía mi mamá) de la avenida Circunvalación y San Pablo encontraban sus mejores artículos de belleza para seguir el rubro más antiguo del mundo. Muy cerca de ahí, en la capillita de Manzanares, se podían encontrar juguetes de madera. ¡Cómo olvidar esos chiles secos de la calle de Roldán! O cómo olvidar ser perseguido por comerciantes ambulantes de la Plaza Soledad; el frontón que está junto a la pared de la iglesia del mismo nombre, La Soledad; a los árabes vendedores de telas que compartían en el café Bagdad; o a los pollos Ray, los fieles al barrio popular. A un lado del antiguo canal, la pasé en mi primera BMX, aprendiendo a andar en bici, chocando con los artículos escolares en la Plaza de la Aguilita, donde nos juntábamos con los hermanos a patear la pelota. Recuerdo esas exposiciones de arte en la Centro Cultural Casa Talavera. ¡Cómo olvidar el barrio y los gritos de los comerciantes que sonaban por todos lados! Cada año, en el mes de septiembre celebran a su reina y la pasean en aquel grande y basto mercado, todos son felices, dan verduras, comida, bolsas de mandado y hasta calendarios con leyendas como: Cremería “Lupe” o Carnicería “El rey”, le agradecen su preferencia. Durante tres días suena el sonido “Cóndor”, “Pancho de Tepito”, “El Mítico”, “Siboney” o el sonido “La Changa”, prendiendo las pistas de baile callejeras. Siempre, donde sea que esté, recuerdo al que yo nombrara “El panal de abejas más grande del mundo” y, aunque no tiene este título, si tiene el de ser “El mercado más colosal de dulces del mundo”. Es difícil describir este lugar. La única palabra que lo describiría sería “surrealista”, apreciación del gran Salvador Dalí. Pero ¿por qué?, porque en ese lugar convive el bueno y el malo. Hay un matiz de contrastes difíciles de digerir. Pará algunos significa sexoservicio, alegría, piratería,

24

25


chineros, diablos de carga, gritos, tráfico, carne tirada, cueritos en vinagre, dinero, comida prehispánica, sapos fritos, pequeños peces, charales capeados, vísceras de pollo preparadas, religión, millares de artículos de bici, hasta brujería y venta de animales exóticos en el mercado de Sonora, entre mil y un matices más. Por lo que jamás saldrá de mi mente ese lugar en donde aprendí a ganar y a perder, a trabajar dignamente y no andar en malos pasos. Recuerdo y jamás olvidaré ese olor a mirra e incienso en día de muertos, calaveras de azúcar y chocolate con el nombre de los difuntos y esa tradición “gringa” de pedir calaverita con disfraces “gringos” y máscaras de látex por doquier. Jamás olvidaré a La Merced, con esa estación de metro con olor a cebolla, esos barrios, plazas, iglesias, mercados y avenidas. Pertenecer a este barrio mágico, trabajador y marginal, me ha enseñado a cumplir los sueños más profundos y a no olvidar las raíces para poder decir sin pena de dónde vengo, porque ser de La Merced no mide el status y por más que te quemes, siempre estarás de pie. Gracias a la vida por dejarme ser parte de La Merced-Plaza de la Aguilita, Hospital Juárez, Jesús María 158, Iglesia de San Pablo, de Santo Tomás y Plaza Alonso García Bravo. Mi gran barrio bajo, mágico y popular.

1

Alma sonora de un Barrio Joyce Musicolor

H

ablar del barrio de La Merced es hablar de tradición musical y religiosa. Cuando se festeja a la Virgen de la Merced y caminamos entre los pasillos de sus mercados, adornados de imágenes y coloridas flores, nos sumergimos en un interminable recorrido de sensaciones que son acompañados por una variedad de música, en especial, la tropical. Es usual encontrar altares para su santa patrona, la Virgen de las Mercedes, a quien año con año festejan en una gran celebración. Una fiesta en donde el baile, la música y la convivencia se unen en un ritual de barrio. Ahí, abunda la comida, los sonidos, los grupos musicales y la gente que viene de varios lugares de la ciudad y fuera de ella, rodeando de un alma sonora que contagia a quienes participamos. La atmósfera de convivencia y baile no sólo nos evoca múltiples recuerdos, sino que crea otros a futuro para quienes siempre esperamos regresar a formar parte de este mágico ritual.

1

Disco y casetes del archivo de Antonio Nieto Cuevas, Sonidero Marginal

26

27


Postal de la iglesia de la

Virgen de La Soledad Juan Manuel Dávila Tejeda

E

dificada sobre el antiguo barrio de Teopan, —cansada y derruida, te yergues majestuosa. Tu cúpula octagonal y tus dos campanarios que a diario llaman a misa, han contemplado desde hace siglos, crecer la fe de nuestro barrio; y siguiendo el ejemplo de Jesús, has protegido y albergado a gente humilde y necesitada que en ti ha encontrado alivio a su penar… Niños sin padre, prostitutas, indigentes, jóvenes y niños drogadictos, ancianos abandonados… En tu fachada de tezontle y cantera, resplandeces custodiada por San Juan Bautista: La Pasión de Jesucristo, La Magdalena, Nicodemo y José de Arimatea, y en tu estuche derruido por los siglos y los sismos resguardas la paz de tu interior, tu Archivo Histórico y tu Arte Sacro. ¡Pero sin duda! ¡Tu más grande tesoro! ¡Es nuestra Virgen de la Soledad! Que nos escucha y nos bendice desde su altar de mármol blanco, coronado por la Santa Cruz… Virgen de La Soledad, hoy he venido a ti, a ofrendarte este humilde ramo de rosas que cultivé en mi jardín para ti… Camino en silencio sobre tu antiguo piso de mosaicos rojos y blancos. Mis lágrimas brotan de mis ojos y mis rezos escapan por los tragaluces de tu cúpula, por donde entran los rayos del sol y la mirada bondadosa de Dios. La sacra voz de tu antiguo órgano tubular ha cesado por el descuido y abandono de nuestras autoridades. Sin embargo, los rezos, letanías, y plegarias de tus feligreses, se elevan con mi canto, y escapan hasta el cielo como blancas palomas… Postrado ante tu altar y arrodillado, ¡Te pido madre mía! ¡No desampares a mi barrio!

1 Composición gráfica realizada a partir de fotografías de: Antonio Nieto y José Armando Aguilera 28

29


Mi barrio de

La Merced Juan Manuel Dávila Tejeda

A

quí en mi barrio de La Merced o La Meche, La Soledad, no hay estaciones del año ni horarios de trabajo. Nos regimos por temporadas: de Año Nuevo, de Reyes, del Niño Dios, del inicio de clases o venta de útiles, del día del amor y la amistad, del día de la madre, del padre, del niño; de muertos, posadas, Navidad, etcétera, etcétera. Para nosotros, estas épocas son las buenas. También tenemos nuestras fiestas tradicionales como lo son: La fiesta de la Candelaria o de nuestra Señora de la Merced, pero la principal para mí, es la del Señor de la Humildad que tiene su capilla en Manzanares, calle donde tengo mi bodega. Nuestro barrio es el corazón del comercio de la Ciudad, tan es así que “Si no lo encuentras aquí, no existe”, dice un viejo adagio. Aquí se surten los menudistas, pero los buenos son los mayoristas, dueños de grandes cadenas de almacenes, bodegas o comercios de todo tipo de “merca”, como lo son: herramientas, fayuca, y mercancía china, (que ya fabrican y nos venden, hasta a la Virgen de Guadalupe y a todos los santos mexicanos, habidos y por haber). Nuestro barrio tiene más de cuatrocientos años de historia y de tradición y nos sentimos orgullosos de pertenecer a él. Éste mismo lugar fue, en un tiempo, lugar donde se la rifaban los cargadores, mecapaleros o diableros (que ni siquiera eran dueños de sus diablitos, ya que se los alquilaban y, a veces, hasta se quedaban a dormir en ellos). Estas personas son herederos de los antiguos flámenes, contratados por los pochtecas, que eran ricos comerciante prehispánicos. Pero también este sitio es en donde “laboran” —por así decirlo, chineros, carteristas trabajadoras sexuales, o chicas del talón, como también se les conoce, bellas mujeres que se ganan la vida vendiendo su cuerpo y que podemos verlas paradas a la salida de los hoteles o negocios, recargadas en la pared o en las rejas de Circunvalación, o caminando en círculo en las pasarelas en algunos callejones. Estas calles de mi barrio también son el hotel donde duermen: teprochos, niños de la calle o indigentes. Pero principalmente, gente luchona y trabajadora que posee principios y tradiciones legadas de generación en generación, personas alegres y unidas por un gran arraigo al barrio. Familias buenas, sencillas y orgullosas de pertenecer a este lugar. Porque somos los herederos del mercado más grande de la 30

antigüedad, El Barrio de Tlatelolco, lugar donde podían encontrar nuestros antepasados de todo, a precios justos, equitativos, bien pesado y medido; porque si no los castigaban los encargados de cuidar que así fuera, con la cárcel o los hacían esclavos. En este lugar se pagaba con cacao, ya que esa era la moneda, o se practicaba el cambalache o trueque. En este lugar se construyeron: El Hospital de los Leprosos y la Fortaleza de Atarazanas, (lugar donde guardaban los españoles, las embarcaciones con las que sitiaron a La Gran Tenochtitlán). Contaban mis abuelos y bisabuelos, que todo llegaba por el Canal de la Viga y que aquí hubo talleres de todo tipo, como fueron de sastrería, cerería, talabartería, hornos de vidrio, curtidurías etcétera. En la actualidad, nuestro barrio resguarda en sus inmuebles el 41 % del patrimonio histórico de la Ciudad, pero también es el principal lugar donde se congrega el mayor número de trabajadoras sexuales y oficios como lo son: el de la trata de blancas o lenocinio; este también es lugar de madrotas, padrotes y ricos líderes de los comerciantes ambulantes. Aquí cualquiera te informa donde queda el mercado de Sonora, el de las flores, el de los dulces o el de Mixcalco. También te dicen cómo llegar a Anillo de Circunvalación, Corregidora, San Pablo o Pino Suárez. Este barrio es centro de trabajo de merolicos, grupos musicales y miles de vendedores ambulantes. No hay horario de trabajo, se comienza a chambear desde antes que amanezca y se termina, a veces, de madrugada. Nacemos con el comercio en las venas y aprendemos con la práctica y no en las universidades, aquí la palabra vale más que un documento. ¡Ahí va el golpe! ¡Ahí va el golpe! ¡Pásele marchantita! ¡Pásele! ¡Chéquelo sin compromiso! ¡Levántele! ¡Levántele! ¡Por ver no se cobra!

31


Charrito Soundsytem Miguel Ángel Leal

32



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.