Bicentenario. Primero grito de independencia

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Bicentenario Primer Grito de Independencia

San salvador, escenario de la insurrecci贸n



Bicentenario Primer Grito de Independencia

San salvador, escenario de la insurrecci贸n Museo de Arte de El Salvador del 3 noviembre de 2011 al 28 Enero de 2012


© Museo de Arte de El Salvador. Todos los derechos reservados. Colección de libros del Museo de Arte de El Salvador (MARTE) ISBN Primera edición año 2011 Prohibida la reproducción total o parcial de los textos e imágenes contenidos en este libro por cualquier tipo de medio (electrónico, mecánico, fotomecánico, u óptico) o para cualquier uso sin autorización previa del Museo de Arte de El Salvador (MARTE), los autores de las obras y los autores de los textos. Museo de Arte de El Salvador Final Avenida Revolución, Colonia San Benito San Salvador, El Salvador, Centroamérica Teléfono: 22436099 / 22431579 Fax: 22431726 www.marte.org.sv Hecho el depósito que manda la ley Impreso en El Salvador por TECNOIMPRESOS, 2011.




ASOCIACIÒN MUSEO DE ARTE DE EL SALVADOR Junta Directiva

ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA HISTORIA Junta Directiva

María Marta Papini de Regalado Presidenta

Pedro Antonio Escalante Arce Director

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Roberto Galicia Director Ejecutivo

EMBAJADA DE ESPAÑA Enrique Ojeda Embajador de España Luis Cacho Consejero Cultural Fernando Fajardo Director Centro Cultural de España Mónica Mejía Coordinadora de Programación Marc Mallolís / Paula Álvarez Gestión de Programación Antonio Romero Diseño Ligia Salguero Mediateca COORDINACIÓN DE EXHIBICIÓN Rafael Alas Vásquez Alejandra González de Erquicia Marcela Avalos de Cerna Documentación y control de salas Alejandra González de Erquicia Museografía

MUSEO DE ARTE DE EL SALVADOR AGRADECIMIENTOS ESPECIALES Roberto Galicia Director Ejecutivo Rafael Alas Vásquez Director de Programación Marcela Avalos de Cerna Directora de Registro y Documentación Violeta Renderos Directora de Programas Educativos Mélida Porras de Arrieta Directora de Mercadeo y Desarrollo Nuria Sabater Directora de Membresías y Eventos

Museo Soumaya, Fundación Carlos Slim BANAMEX Universidad Tecnológica de El Salvador y Sherwin Williams, S.A. de C.V.

Antonio Hernández y Manuel Córdoba Montaje - MARTECATÁLOGO Pedro Antonio Escalante Arce Curaduría y textos Antonio Romero Diseño gráfico Sandro Stivella Fotografía Universidad Tecnológica de El Salvador Patrocinio para impresión de libro Tecnoimpresos Impresión



momento de reflexión María Marta de Regalado Presidenta Asociación Museo de Arte de El Salvador

Para nuestra institución es un privilegio sumarse a las celebraciones del Bicentenario del Primer Grito de Independencia presentando la exposición “San Salvador, el escenario de la insurrección” que con especial esmero hemos preparado con la Academia Salvadoreña de la Historia. A lo largo de su preparación hemos recibido valiosos y oportunos apoyos entre los cuales destacamos de la Embajada de España que, desde un principio acogió con gran interés el proyecto y gracias a su patrocinio esta exhibición es posible. Otro importante apoyo es el brindado por la Universidad Tecnológica de El Salvador cuya colaboración hace posible este catálogo. Al igual que en ocasiones anteriores destacamos por su importancia la confianza de los coleccionistas que nos han facilitado las obras, objetos y documentos

que hoy exhibimos, muchos de los cuales por primera vez podrán ser apreciados por el público. Entre esas colaboraciones también destaco de manera especial el apoyo de Fomento Cultural Banamex, A. C. y el préstamo de dos obras de la colección del Museo Soumaya de México, institución con la cual nos une, desde nuestra apertura, una excelente relación. De esa manera, sumando esfuerzos y voluntades y con legítimo orgullo de ser salvadoreños presentamos esta muestra conscientes de que la celebración de este momento tan importante en nuestra historia debe de ser, por sobre todas las consideraciones, un momento de reflexión que nos permita vernos a nosotros mismos y al mismo tiempo nos permita imaginarnos que seremos en el futuro si todos ponemos la parte que nos corresponde y cumplimos con nuestras responsabilidades de la mejor manera


TEma

Enrique Ojeda Embajdor de Espa単a


Hace cien años, en 1911, cuando se celebró el primer centenario de los sucesos insurgentes del memorable 5 de noviembre, San Salvador se engalanó como nunca antes. Era una ciudad que llegaba a su mayoría de edad republicana, después de continuas contiendas bélicas de caudillos militares que habían saturado la memoria histórica reciente. En esa oportunidad, un grupo selecto de escritores e historiadores, con todo el apoyo del presidente Dr. Manuel Enrique Araujo, con su pluma y emociones plasmaron la escenografía heroica y cívica de los sucesos de 1811, a los que llamaron Primer Grito de Independencia, como un volver a los fastos fundacionales, a la piedra angular del inicio de la autonomía y de la Independencia de 1821, donde los protagonistas principales fueron elevados a la categoría de Próceres, por haber sido quienes condujeron con su liderazgo a los contestatarios grupos populares, en rebeldía contra las autoridades de la Intendencia por diversos malestares, en particular fiscales y económicos. En Hispanoamérica eran los años de general conmoción y rebeldía contra la Corona española. San Salvador, en ese centenario del Primer Grito de Independencia lució deslumbrante en su sencillo y frágil encanto de madera y lámina; el nuevo Palacio Nacional estaba recién inaugurado y el esperado Teatro Nacional estaba comenzando a levantarse de sus cimientos. La ciudad se adornó con la espléndida columna de los Próceres erigida en el parque Dueñas, antigua plaza de Armas. Así también se levantaron otros monumentos, como el de José Matías Delgado, en la pequeña plaza de San José, antes de La Presentación, donado por la colonia alemana, y las estatuas del atrio lateral de la iglesia del Rosario. San Salvador lució de fiesta, se escucharon discursos exaltados, el ambiente se recreó con música de marimbas en los parques y conciertos de bandas marciales en

los kioscos, hubo desfiles militares en el Campo de Marte, corsos de flores y carrozas en las calles, con mucha pólvora iluminando el cielo en el gran día de la ciudad, la cual consagraba con alegría su voluntad desafiante y tenaz de casi cuatro siglos. En este 2011, el Bicentenario es ya la conmemoración de una ciudad adulta y con los rasgos acentuados de los doscientos años, en un país con un presente no fácil. El retablo histórico de 1911, que ha alimentado el imaginario colectivo, actualmente por las modernas investigaciones y el análisis documental ha tenido modificaciones y los sucesos han sido reacomodados a su realidad, pero sin desechase en su conjunto patriótico el marco heredado, valioso y permanente. Esta conmemoración está enraizada en el común de los ciudadanos, con destellos festivos que pueden variar en los sentimientos de patria e identidad de los salvadoreños, pero el Bicentenario del 5 de noviembre de 1811 es una realidad histórica incontestable, inscrita con mayúsculas en el calendario republicano. Es una oportunidad para pensar en el paso de las centurias, para reflexionar sobre el pasado de un país en búsqueda de un mejor futuro, para vislumbrar la construcción de una más armónica y solidaria sociedad, y así superar la presencia permanente de los dramas históricos heredados y lograr una plena independencia de destino. El Museo de Arte de El Salvador y la Embajada de España han acompañado a la Academia Salvadoreña de la Historia en esta muestra dedicada a San Salvador, en la más importante piedra miliar de su historia, cuando en su plaza de Armas se gestó el nacimiento combativo de la América Central independiente y la matriz de un nuevo Estado, que llevaría el nombre de El Salvador



Lic. José Mauricio Loucel Rector Universidad Tecnológica de El Salvador

En nuestra memoria histórica todavía hay espacios para la investigación que permitan conocer con mayor profundidad la realidad de aquellos conocimientos propios del pasado. En ese sentido, toda iniciativa que busca traer al presente los hechos, gráficas y figuras de lo acontecido a lo largo de los años pretéritos, es importante, para conocer como se ha construido a través del tiempo, la identidad nacional. Consecuentes con la responsabilidad académica de buscar e incrementar el saber, la Universidad Tecnológica se ha sumado al proyecto de la Academia Salvadoreña de la Historia y el Museo de Arte de El Salvador, con el apoyo de la Embajada de España, para

participar en la exposición denominada San Salvador, el escenario de la insurrección, evento que sin duda constituirá la exposición más importante sobre la temática del bicentenario, a lo que esperamos se sumará la investigación antropológica e histórica que sobre el 5 de noviembre realiza nuestra institución, para dignificar y rescatar a los protagonistas y a sus circunstancias, de aquella tan memorable fecha en los anales de la historia nacional. Esperamos que el esfuerzo colectivo contribuya a iluminar el acervo cultural para ilustrar a las nuevas generaciones



San Salvador, ciudad

insurrecta, ciudad que recuerda. Pedro Antonio Escalante Arce



E

n los años víspera de la primera insurgencia del istmo centroamericano contra las autoridades españolas, el 5 de noviembre de 1811, San Salvador mostraba una cara remozada, un tanto diferente del poblado con mucho de rústico que por más dos siglos y medio había exhibido la cabecera de Alcaldía Mayor, creada en 1577, convertida en titular de Intendencia en 1785, con el mismo territorio definido desde los últimos años del siglo XVI. Largo tiempo había transcurrido con el afán propio de una hacendosa y esforzada ciudad, donde para finales del siglo XVIII y principios del XIX las nuevas ideas de la Ilustración en el flamante Siglo de las Luces, con sus derroteros de filosofía política, modernismo de pensamiento y libertades de ciudadanos, eran lejanas innovaciones de cultura y vida que muy poco, o casi nada, habían penetrado en San Salvador y su jurisdicción provincial, por lo que su vivencia y conocimiento se reducían a quienes habían tenido la suerte de una educación superior en la capital del Reino y tener acceso a libros y mentes ilustradas y modernas. Solamente en tertulias familiares e íntimas, sobre todo en casas de criollos y peninsulares, se habrá conversado sobre

ese giro brusco que se estaba dando en Europa y de cómo estaban ya plasmadas esas ideas y propósitos en el surgimiento del país recientemente organizado en la América anglosajona. Eran vientos de novedad, con un frescor temeroso para muchos. Entre los ladinos, mulatos e indígenas, la vida pasaba como siempre, con sus problemas diarios y el lento discurrir del trópico del bajío del Mar del Sur de la Gobernación de Guatemala, donde con su ambiente de comercio, trabajo y productividad estaba enraizada la pequeña demarcación hispano-salvadoreña. Pero este quieto y al mismo tiempo bullicioso pasar de San Salvador se había ido alterando al unísono con toda la América española, porque las reformas económicas, hacendarias, políticas y administrativas impuestas por la metrópoli con la nueva dinastía de los reyes Borbón, no habían sido de la aceptación general y habían motivado el rechazo de buena parte de la población. Era el preludio de un cambio trascendente en la América española, y de la Intendencia de San Salvador y de sus provincias menores de San Miguel y San Vicente de Austria, como parte


integrante de la Corona de Castilla, lo mismo que de la Alcaldía Mayor de Sonsonate y sus pequeñas provincias de La Trinidad y Asunción Ahuachapán. La Saga de una vieja historia San Salvador era una ciudad pequeña, que no llegaba a los quince mil habitantes y solamente recibía una apariencia populosa por la cercanía inmediata de un rosario de pueblos indígenas que la rodeaban por los puntos cardinales, excepto por el oeste, donde asomaba el vetusto Santo Inocentes Cuzcatlán, pueblo emblema de los nahua-pipiles, pequeño enclave al margen de la historia. La variedad étnica era el panorama común en la vida de San Salvador. Se trataba de una ciudad donde estaba reconcentrado el amplio abanico de etnias que habían conformado la sociedad de la América española, con su peculiar diseño híbrido. Convivían españoles peninsulares y familias criollas más o menos mestizas, indefectiblemente casi la mayoría con sangre indígena; igualmente estaban los ladinos, término de categoría en el caso salvadoreño más bien referida a los mestizos donde asomaba la sangre africana, pero también utilizado como sinónimo del mestizo. Los mulatos eran en quienes la mezcla negra era más evidente y palpable de consuno con indígena o criollo -ambos, ladinos y mulatos, integrantes del grupo llamado de los pardos- . Y estaba la gran población indígena, heredera de la antigua estirpe, dueña de la memoria ancestral, pero inmersa en la sumisión histórica de un destino ingrato; y asimismo era notoria la presencia de los esclavos africanos llegados con los europeos, que cada día aumentaban su impronta étnica por las relaciones interraciales. Entre todos diseñaban y conformaban el mosaico de colores de la ciudad, asentados los grupos generalmente en sus barrios propios y en los pueblos aledaños: San Jacinto (en realidad un arrabal de San Salvador), San Marcos Cutacúzcat, San Miguel Huizúcar, San Antonio Soyapango, San

Sebastián Texincal, Santiago Aculhuaca, Asunción Paleca, Asunción Mexicanos, Santa Catarina Apopa, Concepción Quezaltepeque, Santos Inocentes Cuzcatlán, y otros pueblos un tanto más alejados, como Santa Cruz Panchimalco. Surcadas un poco más de treinta manzanas por las obligadas calles rectas y derechas del clásico urbanismo español en América, con los evocadores nombre de calle Mayor, calle de la Parroquia, calle del Puente, así como las del Intendente, del Silencio, de la Amargura, del Cabildo, de Santo Domingo, de San Francisco, de Santa Lucía, del Monte de Añil, y otras, San Salvador ordenaba su nomenclatura física y social a partir de la plaza de Armas, o plaza Mayor, centro y corazón, cuyo espacio amplio, soleado y vital lo compartía con las plazas de Santo Domingo y de San Francisco, y los atrios de La Merced, La Presentación y Santa Lucía, así como los de las ermitas del Calvario, San Esteban y Candelaria –esta última allende el río Acelhuate-. El plano que acompañó al censo de las provincias del intendente Antonio Gutiérrez y Ulloa, iniciado en 1807, es el mejor referente de la ciudad en el atardecer de la Corona española en el nuevo mundo. A pesar de los terremotos, que no habían permitido dejar que San Salvador testimoniara físicamente el ancestro que le correspondía, los intendentes habían tratado de darle aires de una enjundia a la que tenía derecho y que se le había negado por las circunstancias de su historia y por su posición de estar supeditada a una categoría de segundo orden en el Reino centroamericano. San Salvador era provinciano por situación y por espíritu, la ciudad encabezaba la Intendencia con sus autoridades de gobierno, las de la Real Hacienda y las edilicias del Ayuntamiento, así como las de la Administración de Correos, la Dirección de Estancos y todo el engranaje burocrático indispensable para el buen funcionamiento de las oficinas públicas, asimismo con su Comandancia de Armas. Igualmente


estaba la sede del Real Montepío de Cosecheros de Añil, con la superioridad de las ferias de precios de la tinta añil trasladada desde San Vicente de Austria a San Salvador, y también la Junta de Vacuna, que desde 1805 combatía la viruela con aplicaciones masivas y obligatorias, en un verdadero alarde de modernidad para esos tiempos. Mucho camino había andado la ciudad, sin privilegios ni proyectos trascendentes, sino haciéndose a sí misma, con esfuerzo, con una existencia que no cesaba jamás y se renovaba periódicamente, porque las furias telúricas nunca pudieron doblegarla. Bajo los escombros de una catástrofe y pasado el temor, los habitantes ya estaban ellos reconstruyendo y sustituyendo el miedo por un admirable espíritu emprendedor. El americanista francés abate Brasseur de Bourbourg escribió en 1855, en el “Resumen de un viaje por los Estados de Guatemala y San Salvador” (París, 1857), como comentario al terremoto del 16 de abril de 1854, que cuando se camina por la ciudad pareciera que resuena el suelo, como que estuviera hueco, y que se decía que existía una laguna subterránea. La camándula de penas por los temblores recurrentes desde siglos había sido demasiado como para poder forjarse un panorama citadino monumental y de valores arquitectónicos. San Salvador había tenido su primera conmoción telúrica en 1575, cuando todavía era un joven emplazamiento en el valle de Zalcoatitlán. La Carta-relación del oidor Diego García de Palacio, de 1576, dejó las impresiones temerosas que ocasionó en la ciudad.

hasta el valle al pie del volcán, donde todavía no se podía estar consciente de lo peligroso del nuevo emplazamiento, que con un magnífico paisaje y perspectivas halagüeñas no parecía preludiar futuros desastres. Ciudad Vieja no fue seguramente blanco de los temores de un suelo trepidante, y si lo fue habrá sido muy leves sus consecuencias, porque el traslado no parece haberse dado por ninguna razón de terremoto en ese valle de La Bermuda, donde estaba asentada la villa, sino el de buscar más espacio para el desarrollo urbano, por el aumento de población y por el interés de incentivar la extensa explotación de la tierra, que tenía muy cerca ya el ejemplo de la riqueza cacaotera de los Izalcos, con las exportaciones de las apreciadas almendras hacia México por el recién habilitado puerto de Acajutla . Asimismo San Salvador había adquirido importancia por ser paso obligado en el transitado camino real que llevaba desde Ciudad de México y Santiago de Guatemala hasta León de Nicaragua, con lo cual, integrada en la Real Audiencia, ganaba cada día significación comercial y política y así ya no podía estar encerrada en el pequeño y apretado valle de Ciudad Vieja. El traslado solamente puede atribuirse a causas de desenvolvimiento poblacional y desarrollo citadino, no por conmociones naturales -mientras la arqueología no demuestre lo contrario-, aunque incidentalmente el cronista franciscano fray Toribio de Benavente, Motolinía, que estuvo varias veces en San Salvador, en los superlativos tomos de la “Monarquía indiana” haya escrito sobre el espantable recuerdo de los truenos y rayos que caían en el San Salvador de la Bermuda (México, 1975).

En 1575, solamente treinta años habían transcurrido desde que la Real Audiencia de los Confines, creada en 1542 para Centro América y asentada en Gracias a Dios, en la Gobernación provincial de Honduras, le había otorgado permiso a la villa de San Salvador para el traslado formal desde Ciudad Vieja –cerca del pueblo indígena de Santa Lucía Suchitoto-

La fundación en un campamento militar – en un enclave de soldados y hombres armados llamado “real”-, de la prístina villa de San Salvador en los primeros meses de 1525, y escogido el solar por la milicia de conquista enviada por Pedro de Alvarado desde Guatemala a la región de Cuzcatlán, tuvo como consecuencia inmediata la pronta llegada de Her-


nando de Soto en esos meses, o a finales de 1524, a la población principal de los nahua-pipiles cuzcatlecos. Soto -en persecución armada de Gil González Dávila-, arribó enviado por Francisco Hernández de Córdoba, subalterno de Pedrarias Dávila, gobernador de Castilla del Oro (Panamá), quien estaba aumentando su demarcación geográfica de mando después de haberse fundado en Nicaragua las villas de León y Granada. Pedro de Alvarado había nombrado en enero de 1525 a Diego Holguín regidor del ayuntamiento de Santiago de Guatemala, pero en la sesión del cuerpo edilicio de 6 de mayo Holguín ya no acudió al cabildo por estar como alcalde en la villa de San Salvador, recién constituida por haberse conocido de la llegada de Hernando de Soto y su gente. Alvarado no podía permitir que la jurisdicción de Pedrarias se extendiera a las cercanías de los arrabales de las tierras guatemaltecas y estaba informado de que era ese pre-

Reproducción Plano topográfico Sitio Arqueológico Ciudad Vieja Conrad Hamilton| 1999| 68.5 x 51.5 cm.

cisamente la intención del gobernador panameño, que iba avanzando para incorporar a su autoridad los horizontes en los que creía tener derechos, y en ellos estaba Nequepio, nombre que en el sur centroamericano le daban al noroccidental Cuzcatlán. De tal manera que San Salvador se fundó por orden de Pedro de Alvarado por primera vez en un real, sin poblamiento ni trazado urbano, pues lo que importaba era el acto jurídico fundacional de constituir un ayuntamiento bajo su mando, aunque todavía en ese momento Alvarado era un subalterno de Hernán Cortés y en realidad San Salvador dependía de su autoridad, con lo cual la nueva villa en su nacimiento vino a ser punta de lanza de la jurisdicción cortesiana en el sur. La razón decisiva de su primera fundación fue la sombra cercana de Pedrarias Dávila, que estaba compitiendo por la hegemonía en la América Central. Luego los hombres del real se retiraron, seguramente por la rebelión indígena iniciada con el levantamiento cakquiquel de 1526, y fue hasta en 1528, otra vez ante el temor de la proximidad de Pedrarias Dávila, ya gobernador de Nicaragua, que se ordenó su establecimiento definitivo. San Salvador fue así producto de un expansionismo territorial motivado por los conflictos entre los capitanes españoles de conquista, lo que caracterizó dramáticamente a la primera mitad del siglo XVI americano. Pedro de Alvarado fue nombrado en diciembre de 1527 gobernador de los territorios que había incorporado a la Corona, y en su nombre, como lugarteniente su hermano Jorge de Alvarado envió el destacamento fundador que restableció San Salvador el 1 de abril de 1528, al mando de su primo Diego de Alvarado. Así, San Salvador surgió definitivamente en el hoy sitio arqueológico de Ciudad Vieja, y puede ser probablemente también el mismo lugar de la primera villa de 1525, porque los asentamientos no se escogían al azar, sino que siempre había una razón estratégica,


A map of the West Indies and Middle Continent of America| John Blair| 1816| 46 x 59.5 cm.| Colección privada.

de impacto poblacional o por un antecedente definitivo. Los sucesos de fundación y las primeras disposiciones del ayuntamiento, con los alcaldes ordinarios Antonio de Salazar y Juan de Aguilar, así como acontecimiento de los primeros días de la villa, los plasmó el cronista dominico fray Antonio de Remesal en la “Historia general de las Indias Occidentales y particular de la Gobernación de Chiapa y Guatemala” (Guatemala, 1988).

San Salvador fue plenamente incorporado en la Gobernación de Guatemala de Pedro de Alvarado, que junto con las Gobernaciones de Honduras y Nicaragua integraron la Real Audiencia de los Confines (1542), luego llamada Real Audiencia de Guatemala, que en lo militar recibió la categoría de Capitanía General, con autonomía respecto al Virreinato de México, pero ambos parte del inmenso horizonte cartográfico de la Nueva España. Reino de Guatemala


se le llamó a la jurisdicción de la Real Audiencia y Capitanía General, tal y como fue estilado utilizar la categoría de “reino” para importantes demarcaciones políticas de la monarquía americana, donde usualmente había un antecedente de altas culturas prehispánicas.

definida por la costumbre en el casco citadino. Y lo mismo se podía observar en los pueblos indígenas, donde los solares alrededor de la plaza fueron entregados a familias de señores de la vieja gentilidad, a los caciques por ancestro, de donde surgirán los alcaldes, autoridades y gobernadores de pueblos de indios.

San Salvador en Ciudad Vieja surgió con el primer trazado urbanístico español en el actual El Salvador, el primer sitio hispanizado y una de las más antiguas villas continentales en el nuevo mundo, donde se aplicaron las Instrucciones de Poblamiento dadas por el rey Fernando el Católico a Pedrarias Dávila en 1513, así como las Ordenanzas del emperador Carlos V de 1523, comprendidas en las definitivas Ordenanzas de Descubrimiento y Población de Felipe II que serán promulgadas en 1573. El diseño obligado de plaza, manzanas en cuadrícula y calles rectas subsiste asombrosamente en Ciudad Vieja, y son las obligadas disposiciones legales según las cuales se diseñará también el San Salvador de 1545, ya trasladado al sitio actual, lo que se mantiene en la presente ciudad en el casco antiguo, a partir de la plaza Libertad, antes plaza de Armas, o plaza Mayor. Además de ser el mismo sistema que se aplicó en todas las ciudades salvadoreñas, así como en los pueblos indígenas urbanizados en reducciones. San Salvador recibió en título de ciudad por real provisión de 27 de septiembre de 1546, de Carlos V, como una más de las nuevas poblaciones de las Indias americanas que dibujaron la geografía imperial española.

La vida política, administrativa, social y religiosa de las poblaciones se reflejaba en la actividad de las plazas. En San Salvador, en la plaza de Armas se realizaban desfiles y alardes militares, lo mismo que las grandes manifestaciones del calendario eclesial, con procesiones y liturgias colectivas; asimismo en la plaza tenían lugar las fiestas cívicas de la monarquía, las fiestas reales por la jura de nuevos monarcas, los cumpleaños regios, el nacimiento de herederos a la Corona y otras fechas cuya celebración fue obligatoria para el Ayuntamiento. La primera fiesta real de jura en San Salvador fue la de 1557, cuando se levantaron pendones por Felipe II, y el último rey jurado lo fue Fernando VII, ya después de 1811; lo mismo que en octubre de 1812 tuvo lugar en la plaza el juramento de la Constitución de Cádiz, recién promulgada.

Plaza, mercado y vida La traza de las ciudades y pueblos estableció una estratificación que se mantendrá por siglos, por haber sido los más afortunados en categoría social quienes poseyeron desde el principio los solares inmediatos o más cercanos a la plaza Mayor, hasta que el desarrollo urbano fue modificando la situación

Como fiesta propia de la ciudad, la víspera y el mismo día 6 de agosto, día de la Transfiguración, tenía lugar el paseo del pendón real, con misa solemne en la iglesia parroquial y desfile de autoridades y el singular acompañamiento de los alcaldes indígenas del pueblo de Asunción Mexicanos, el ponderado asentamiento de familias tlaxcaltecas y mexicas que colaboraron en la conquista y pacificación de estas tierras, y que gozaban de un especial reconocimiento y situación. Con los alcaldes de Asunción, también llamado barrio de Mexicanos, desfilaban miembros de la comunidad que llevaban como insignia una espada que les había legado Pedro de Alvarado, la cual se guardaba en la iglesia del pueblo. El paseo del pendón se repetía en la celebración de los cumpleaños del rey. Era lo usual que el retrato del monarca se


pusiera bajo dosel en el corredor del ayuntamiento para estas celebraciones. Pero también el 6 de agosto era la fiesta titular del santo patrono de la ciudad, el Salvador de Mundo, al cual se le había dedicado el templo parroquial cuando el traslado de 1545, pues en Ciudad Vieja la iglesia había estado bajo el patronazgo de la Trinidad. Era de obligado que las fiestas de la Transfiguración las presidiera la imagen del Salvador, seguramente adquirida por donativo de la Real Hacienda en los inicios de la ya ciudad, en nombre del monarca Carlos V, pues la tradición ha señalado siempre haber sido un obsequio real. La talla en madera se colocaba en una simulación del monte Tabor en el centro de la plaza, con la vistosidad usual de estas escenografías piadosas en el mundo español. La costumbre del carro adornado se impuso hasta finales del siglo XVIII, cuando se colocó la imagen procesional esculpida por el maestro escultor Silvestre García, terciario franciscano, en un carro que recorría las calles, jalado por bueyes, y de esta manera se llegó a los años a la tradicional representación de la Transfiguración en la plaza de Armas, con el cambio de ropajes de la imagen, de lo sencillo a lo majestuoso, para simular la glorificación expresada en los Evangelios. Asimismo tenían importancia suma las manifestaciones de Semana Santa, lo mismo que las variadas celebraciones de las muchas festividades religiosas, en las que destacaba la triunfante belleza del Corpus Christi. El cronista franciscano fray Francisco Vázquez escribió con entusiasmo sobre esta fecha en San Salvador: “…hácense invenciones de fuegos, cuélganse decentemente las calles, fabrican vistosos arcos de flores, en disposición de tres naves, o calles (…) Idéanse suntuosos altares y el de la parroquia con tanto primor y aseo, que no hace falta el esmero del monasterio de monjas más devotas y boyante. Enciéndese mucha cera, toda de Castilla, sin mezcla,

y en el octavo día a todo empeño se echa el resto en la grandeza…” (Vázquez, “Historia de la Provincia del Santísimo Nombre de Jesús”, Guatemala, 1937). Pero también, separadas de los obligados fastos de la monarquía, pero no del aspecto religioso, pues eran fiel complemento de la advocación cristiana otorgada, las fiestas populares entusiasmaban a las ciudades y pueblos. Las fiestas producían emociones colectivas de diversión, esparcimiento y estallidos de alegría. En una sociedad confesional, imbuida de pública liturgia y de obligaciones religiosas, donde la obediencia al rey era obedecer a Dios, y para los habitantes la presencia en los actos de la Iglesia era algo conminatorio e indispensable nota de civismo, además de las expresiones piadosas externas, la fiesta ponía la nota alegre y desenfadada, de pecaminosa picardía, y ante lo cual curas, frailes e incluso los comisario del Santo Oficio se hacían de la vista corta, o trataban de hacerlo, pues era parte del carácter español y mediterráneo, así como también una herencia cultural precolombina, donde no faltaban las celebraciones del antiguo panteón indígena. En la fiesta colonial, las plazas eran el escenario perfecto para la alegría popular, que también hacía olvidar por un rato la dura realidad de una sociedad estratificada, donde la pobreza indígena estaba entronizada. Se acostumbraban los juegos colectivos, como el palo ensebado y las maromas, y no faltaba la atractiva diversión de correr cañas, un juego para dos grupos contrarios a caballo, armados de varas sin puntas, que seguía las pautas de una justa caballeresca medieval, donde había que protegerse de los ataques adversarios. Asimismo, si era posible, se cercaba la plaza, se colocaban graderías y se corrían toros, como se estiló en la plaza de Armas de La Trinidad de Sonsonate, mientras grupos de enmascarados a caballo salían con gritos y risas en alegre mojiganga. Los pueblos indígenas eran los encargados de poner la


テ]gel| Siglo XVIII| Madera policromada| Colecciテウn privada.


nota vernácula de las entradas de cofradía en la plazas, con bailes y danzas propias, así como los infaltables dramas bailados de moros y cristianos, donde después de los desafíos entre los antagonistas, continuaba la danza pausada y rítmica y el cruce de espadas, a golpe de tambores y atabales, y de las estridentes melodías de chirimías y pitos, a veces marcado todo con los golpes secos del tambor de madera hueca, el teponaztli, o teponahuaste –como en los Izalcos- en un ambiente de tropical rapsodia vernácula que contrastaba abrupta y fascinantemente con aquellos nombres de reyes árabes y jefes moros, de princesas tunecinas y príncipes marroquíes, de gigantes del oriente, nombres que se repetían a la sombra de una enorme ceiba, frente a las iglesias de calicanto, con sus portadas de retablo, cuyas campanas volteadoras habían estado llamando hacía poco a la fiesta de Dios y de los hombres -¿ acaso se habrán escuchado alguna vez cadencias y cantos africanos en San Salvador?-. La música de los conjuntos de guitarras, violines y arpas indígenas acompañaban fandangos y zarabandas, en versión autóctona, bailadas con castañuelas y panderos, mientras las notas golpeadas de las marimbas de arco no podían faltar, con algún canto de jácaras y tonadillas. Y lo mismo, en las misas mayores, si había cajón de órgano, el músico recorría las teclas del instrumento para entonar en el pentagrama a los cantantes, mientras unos niños se turnaban para hace funcionar el fuelle que movía el mecanismo del instrumento tubular. Solamente en San Pedro Metapán queda un cajón de órgano, pero existieron muchos y varios de ellos en San Salvador y su provincia. Y lo mismo era infaltable la pólvora, el estallido y la bulla humeante de la cohetería, parte indispensable de la alegría, así como las luces de colores en las nocturnidades, como las llamadas ruedas portuguesas, que daban vueltas escandalosas de luces en lo alto de varas sembradas en el suelo, o los toros de papel en

armazón de bambú, que un arrojado danzante bailaba entre las muchedumbre en risas, mientras estallaban los petardos del “torito”. La llamaradas de los hachones ponía claridad en la trémula sencillez de la ciudad, San Salvador aclaraba sus noches en las fiestas, que no habrán sido pocas las que se celebraban en la plaza, pues era parte del alma festiva española, criolla, ladina e indígena. Por cualquier motivo festivo los cohetes de vara subían al cielo con su par de gritos alborotados. Igualmente se representaban pequeñas y ligeras obras teatrales, entremeses jocosos, y en los días más señalados salían carros adornados con gran colorido, las esperadas carrozas, que los bueyes, de grandes ojos y mirada triste, jalaban despaciosos y dignos, sorteando obstáculos del empedrado por las calles y la plaza, arregladas con la evocación histriónica en los carros de temas heroicos, como el águila coronada, el espíritu de la monarquía, el orgullo de la provincia, con jóvenes y niños muy posesionados de su papel protagónico, vestidos con ropajes y disfraces para la ocasión. Y en la plaza tantas veces se repartieron suspiros, horchatas y mistelas a una muchedumbre popular, sudorosa, vivaz como la ciudad. No se sabe documentalmente de la celebración de una fiesta del volcán en San Salvador, como la que se realizaba en Santiago de Guatemala, o en La Trinidad de Sonsonate, con despliegue de participantes indígenas presididos por los aguerridos y “salvajes” chichimecas, que preludiaban la civilidad de los indígenas aculturados y la prestancia de los tlaxcaltecas conquistadores, espectáculos que han sido recordados por los cronistas coloniales –como en la “Recordación Florida” de Francisco Antonio de Fuentes y Guzmán- por su multitudinaria vistosidad, donde se representaba la conquista española, pero siempre con una dignidad otorgada al contrincante, tal en la fiesta del volcán de Sonsonate, especialmente en la montada para la jura del rey Carlos III, en enero de 1761, donde se trató de la rendición de Moctezuma a


Hernán Cortés y en la conclusión del espectáculo ambos se daban un abrazo (Bernardo de Veyra, “Plausibles fiestas reales”, Santiago de Guatemala, 1762). La presencia de simulados indígenas chichimecas, como antecedente primitivo de civilización, fue algo que se estiló en las fiestas multitudinarias de las plazas, con la evocación del encuentro entre españoles y los señores prehispánicos, y así el chichimeca se convirtió en un gracejo “salvaje” que todavía actualmente aparece en las fiestas de San Salvador.

La plaza de Armas era el lugar más animado de San Salvador y diariamente se celebraba el mercado al aire libre, que congregaba a vendedores ladinos y mulatos, así como, principalmente, a los indígenas que llegaban de los pueblos de los alrededores con sus productos a la transacción de todos los días. Todavía a principios del siglo XIX era de notarse que el trato lo constituía básicamente el trueque, por la constante carencia de plata acuñada, pero también corrían aún las almendras de cacao como moneda. En la plaza se podía encontrar lo variado del consumo culinario y lo que demandaba la satisfacción de muchas necesidades de los pobladores de la ciudad, como frutas y vegetales frescos, y la infaltable venta de carnes, principalmente de la secada al sol, el tasajo, de res o de venado, además de comidas favorecidas por la tradición y la costumbre, y las especialidades propias de la época, en particular la dulcería a base de azúcar de caña y de panela, y los aborígenes panes de maíz. Las indígenas llevaban mercancías y canastos en la cabeza, sostenidos por la pieza de tela enrollada llamada yagual, un equilibrio utilitario que habían aprendido de las mujeres africanas esclavas, que no faltaban en la miríada étnica de la ciudad. Muchos tenderetes y ramadas se levantaban para proteger del sol inclemente a la paciencia de los vendedores. Hombres a caballo pasaban por entre los entoldados,

Almendra de Cacao| Reproducción de Grabado| 68.5 x 51.5 cm. Colección privada.

mientras que de las mulas se bajaban granos y variadas cargas, que habían llegado en el lomo de esas nobles bestias que fueron indispensables en todo lugar, mientras mujeres engalanadas paseaban por la plaza, en la búsqueda de lo necesario del día, o de camino a la iglesia, o en un intrascendente paseo de cotilleo, con el abanico en la mano. En la colectividad estamental, en donde señalaba el norte social la pirámide étnica y el ancestro, había comidas y bebidas comunes a todos sin distinción,


lo que se impuso desde los primeros años de la cohabitación de europeos e indígenas, y de lo que había surgido el pleno y aceptado uso y disfrute de una gastronomía mestiza y de una dieta diaria híbrida de los productos en su momento traídos de España y de toda la parafernalia de las comidas aborígenes. Lo mismo en el mercado, en la fiesta, en las fondas, en las casas de todo nivel y de cualquier barrio, criollo, ladino, mulato o indígena se consumían, por ejemplo, las variantes culinarias del maíz, como las tortillas, los atoles, los tamales en recetas de cocina que variaban de lugar a lugar, de familia a familia. Y en esta comunidad de alimentos, destacaba la infaltable bebida del chocolate, enraizado en todas las capas estamentales, confeccionado a base del cacao, como la más grande aportación edulcorada que hizo la agricultura mesoamericana a la civilización occidental, la cual hoy no concibe prescindir del chocolate. Tan entronizado estaba el cacao en las provincias hispano-salvadoreñas que en el mercado de la plaza de San Salvador, en los años próximos a la Independencia, todavía se observaba esa estampa antañosa de usar las almendras de cacao para las compras en la plaza. El uso de chocolate era herencia de la gentilidad precolombina, pero las especias de condimento, como la pimienta, el achiote y el picante de los chiles, se habían sustituido por el azúcar, el dulce de panela, la vainilla y la canela, y así endulzado se servía a toda hora -tal vez ya con agregados lácteos-, en jícaras y pequeños pocillos, llamados batidores. Las jícaras podían ser muy elaboradas, con anillo y asas de plata, y una base para sostenerse en mesa, e incluso en el Perú se inventó la mancerina, una taza con su plato adherido para no verter el espeso y codiciado líquido, un utensilio que se comenzó a fabricar en Europa en porcelana. En todas las casas, o humildes viviendas, había ollas de barro para echar en agua hirviente las tabletas de cacao y con el molinillo batirlo constantemente para que se disolviera y echara espuma. El dominico inglés Thomas Gage –después

renegado fraile enemigo de España- en el extraordinario libro de sus viajes por México y el reino guatemalteco, en la primera mitad del siglo XVII, expuso como pocos la imagen del uso obsesivo del chocolate en la sociedad colonial, y de su presencia inveterada en el buen pasar de los conventos de religiosos y de monjas. El chocolate será desplazado por el café en su habitualidad y preferencia cotidiana, pero hasta ya bien entrado el siglo XIX. En el actual El Salvador, la primera noticia de la pública degustación del café fue en las fiestas reales de la jura del rey Carlos III, en La Trinidad de Sonsonate, cuando en enero de 1761, el alcalde mayor Bernardo de Veyra lo sirvió a sus invitados después de la gran comilona en su residencia, pero más como digestivo que como bebida de deleite (“Plausibles fiestas reales”, 1762).

En la plaza se reunían la variedad de trajes de la época, ya fuera en este caso los de finales del siglo XVIII o principios del XIX, los cuales para españoles peninsulares y criollos amestizados habían variado de aquellos del XVI y XVII, ya pasados al total desuso. Sin embargo, entre los indígenas algunos elementos se habían conservado parecidos, pero adaptados a los tiempos. Las mujeres llegaban con sus amplias enaguas, algunas negras con listas blancas, como las habitantes del pueblo de Asunción Paleca, y con huipiles de algodón, adecuadas para el clima cálido del bajío salvadoreño, pero siempre cubiertas con el clásico rebozo, o tapado, blanco, negro o colorido. Posiblemente todavía algunas mujeres de Asunción Mexicanos usaban ropa con los colores vivos y alegóricos, como fue costumbre en la parcialidad tlaxcalteca y mexica. Probablemente varias usaran el refajo ceñido a la cintura, propio de la Alcaldía Mayor de Sonsonate. El hombre vestía ropa de algodón, pantalón con banda de color a la cintura, o calzones cortos, y camisa, con sombrero de palma


Retrato de familia| Siglo XVIII| Óleo sobre lienzo| 81 x 94 cm.| Colección privada.

o junco colocado sobre un pañuelo con se ceñía la cabeza. Venían descalzos o con sandalias de cuero. Los criollos y mestizos de nota se vestían elaboradamente, los hombres con traje de hacendado, pantalones largos o cortos más gruesos, camisa y saco, o chamarra, de cuero o de pana, con sombrero de ala

ancha, o chambergo, con botas altas. Ellas con blusas finas de algodón, o tal vez de caras telas de Holanda o de Flandes, con amplias y largas faldas, a veces confeccionadas en brocado, por donde asomaba algún encaje, y en la cabeza mantillas. Los trajes en San Salvador y ciudades provincianas jamás tuvieron el destello de lujo de una capital de real audiencia, y mucho


menos de virreinato. En San Salvador los implementos para vestirse, si no se trataba de lo que estaba a la mano, como las mantas y variedades de telas de algodón provenientes de los muchos telares artesanales de la ciudad, eran artículos escasos y muy caros, como lo afirmarán más adelante los mismos intendentes. Era una vida sencilla, sin pretensiones, donde se carecía de todas las elegancias de la cabecera guatemalteca del Reino. Algunos funcionarios en días especiales se presentarían con más prestancia que el común de los habitantes, y a finales del siglo XVIII se mostraban ufanos con fina casaca, con chupa o chaleco, camisa con chorrera de encajes, calzón corto a la rodilla, medias blancas, zapatos con hebillas, y en la cabeza el elegante tricornio, que se usaba plenamente en ciudades grandes de distinción y estaba en la tónica de la elegancia afrancesada de los reyes Borbón. Pero en San Salvador no debe de haber sido algo común esa vestimenta por el clima y su ambiente propio -mucho menos peluca-, sin embargo habrá seguido siendo la imagen de algunos criollos y peninsulares hasta principios del siglo XIX, cuando al acercarse los tiempos de insurgencia y el proceso independentista la moda masculina estaba adoptando la sobriedad del frac inglés, a tono con la mentalidad liberal en boga. Alguien que se recordaría especialmente por su prestancia borbónica fue el intendente barón Luís Héctor de Carondelet, el segundo con tal cargo en San Salvador, entre 1789 y 1791. Carondelet fue un aristócrata francés que puso en San Salvador la sórdida contradicción entre el refinamiento de casa noble y las costumbres provincianas de una ciudad que no era más que un pueblo grande. El barón de Carondelet dejó una impronta remarcable a pesar de su corto período de mando, pues pronto fue trasladado a la Luisiana española, a Nueva Orleáns, donde su linaje estuvo más a sus anchas, y no en el diminuto y sencillo San Salvador, donde tuvo conflictos con los habitantes. El barón de

Carondelet plasmó su corto período en obras de la ciudad y en el territorio de la Intendencia, algunas tan trascendentes como el asentamiento de un grupo considerable de familias españolas inmigrantes (gallegas, asturianas, canarias) en el norte de la Intendencia, en Chalatenango, originalmente enviadas a Honduras, al puerto de Trujillo, por el Ministro de Indias, José de Gálvez, que luego ingresaron al reino y a muchas las instaló el intendente, con el otorgamiento de tierras baldías. Entre otras razones, en San Salvador se recordó a Carondelet porque recorría la ciudad en una tartana, un carruaje abombado, con cocheros y jalado por un caballo, lo que habrá sido una novedad para los asombrados habitantes (Apuntes históricos de Roberto Molina y Morales). ALMA Y CALICANTO DE INTENDENCIA Por real provisión de 17 de septiembre de 1785, de Carlos III, la Alcaldía Mayor de San Salvador había sido elevada al rango de Intendencia, conforme a las Ordenanzas de Intendentes del Río de la Plata, ya que las de Nueva España se dieron hasta el año siguiente y San Salvador las había antecedido al ser la primera Intendencia en el Reino. Se le dio un gobernador-intendente, que después cambió de nombre, con Ignacio Santiago de Ulloa, al ser llamado intendente-corregidor. El primer intendente fue el oidor de la Real Audiencia, José Ortiz de la Peña, en 1786, y el último en la cronología de esos años será Pedro Barriere, en 1821. El que vivió dramático protagonismo en la historia de San Salvador, al ser prácticamente expulsado por la insurgencia de noviembre de 1811 fue Antonio Gutiérrez y Ulloa, de cuyo período proviene el mejor indicador de San Salvador en las postrimerías del gobierno monárquico, con la última estadística de la Intendencia y sus partidos jurisdiccionales, completada entre 1807 y 1811. Sin embargo, entre Santiago de Ulloa y la llegada de Gutiérrez hubo un período


Mapa de San Salvador elaborado en 1807 por el Intendente Gutierrez y Ulloa.


de intendentes provisorios autorizados por la Real Audiencia, no directamente por la Corona, con lo cual se volvió por algunos años, ente 1798 y 1805, un tanto al predominio criollo en la Intendencia. En su aspecto físico el San Salvador de los intendentes era básicamente el mismo de la Alcaldía Mayor, pero con una cara más moderna. El paisaje urbano conservaba la distribución heredada y el diseño de construcciones bajas, casi todas de una sola planta, donde solamente se elevaban las cúpulas y los campanarios de las iglesias por sobre un mar de tejas de barro, interrumpido por los árboles de los patios caseros. La parroquia central, frente a la plaza de Armas destacaba por su elegancia y belleza, con armoniosa arquitectura y un campanario único flanqueando la fachada principal. Había sido habilitada al culto en 1805 e inaugurada en agosto de 1808. El cura vicario José Matías Delgado había puesto de su propio peculio para contribuir a terminar el templo, al que se accedía por un atrio cerrado y con un arco de entrada, con grandes remates barrocos. La anterior iglesia se había arruinado por los terremotos y una nueva estaba en construcción desde 1791. La capilla de la Purísima Concepción se puso al servicio en 1792. Sin embargo, otro sismo, en 1798, arruinó lo edificado y hubo que solicitar fondos del real fisco para levantarla de nuevo. Es de suponer que la parroquia dedicada en 1808 seguiría el mismo proyecto anterior, atribuido al arquitecto José de Sierra. Desde la parroquia, al costado sur de la plaza, después del portal de la cárcel y la casa que albergaba la Administración de Correos, en la calle del Cabildo, destacaba el gran inmueble del Ayuntamiento, con sus dos pisos de arquerías, construido por el intendente barón de Carondelet, en el estilo arquitectónico de los cabildos de la América española. El recio

edificio municipal fue el escenario principal de la insurrección de noviembre de 1811. Al occidente de la plaza, sobre la calle Mayor, estaba un portal con sitios de comercio y al interior casas de habitación. En este lugar se proyectaba construir otro edificio de nota, el de las Casas Reales, que iba a albergar oficinas y despachos oficiales, pero el proyecto sólo quedó en papel y no se llevó a cabo, porque no hubo tiempo o porque lo espantaron las revueltas de la ciudad. En todo caso, con sus dependencias y patios quedó plasmado con buen rostro en un expediente del Archivo General de Indias, en Sevilla. Al costado norte, la plaza de Armas se cerraba con más portales, de mercaderes y residentes. Aunque no existe ningún detalle documental de la ocupación de los portales de la plaza, seguramente se habrán utilizado por el comercio más caro, o por los artesanos de más demanda, pues por ser el sitio más destacado en el barrio del Centro es dable que así fuera. Allí sastres, zapateros, costureras, bordadoras, camiseros, talabarteros, plateros, boticarios, junto con comercios de artículos varios, tal los vendedores de telas y lencería traídas de Guatemala, México o España, siempre caras (así insistían los intendentes), traídas en barco por Acajutla, o a lomo de mulas. En 1802 llegaron por primera vez mercaderías de China, la India y Filipinas, ya no por vendedores llegados desde México, pues ese año arribó el barco “Luconia” procedente de Manila, como el primero que lo hacía hasta Acajutla desde que se había establecido el tráfico con el oriente en el siglo XVI, con los famosos galeones de Manila –seguramente el “Luconia” habían antes recalado en Acapulco, terminal de la ruta del Pacífico-. Varios de los productos suntuarios se habrán puesto a la venta en las mejores tiendas de la plaza, y la mayor parte enviados a la capital del Reino, porque se trató de un rico cargamento de telas, sedas, muselinas, marfiles, loza, objetos en nácar y otros (“Historia del puerto de la Santísima Trinidad de Sonsonate, o Acajutla”, Manuel Rubio Sánchez, San Salvador, 1977).


Una manzana más al poniente de la plaza de Armas, estaba la otra plaza importante, la de Santo Domingo, con la iglesia y el convento hacia el norte, en un cuadro tan propio de las ciudades del nuevo mundo español. Los conventos de San Salvador siempre tuvieron un corto número de monjes, pero atendían a los pueblos de doctrina de las cercanías, tal como era el cometido de los dominicos, todavía dueños de la hacienda Atapasco en términos del pueblo de Concepción Quezaltepeque. Aunque sencillas construcciones, si se compara con conventos de otras ciudades cabeceras de intendencia, porque San Salvador nunca tuvo el aliento monumental y artístico de un obispado, que también estimulaba a los edificios de las órdenes religiosas, sin embargo el convento de Santo Domingo fue famoso por su riqueza en platería y alhajas, de lo que no queda actualmente nada, o casi nada, fundida, saqueada, vendida, y un largo etcétera. Frente a la plaza de Santo Domingo, al sur, se levantaba la casa de las Cajas Reales, donde se controlaban los impuestos de la Real Hacienda. Hacia el occidente de las Cajas Reales estaba la Contaduría y después el Hospital de Indias, para luego rematar la calle de la Amargura con la ermita del Calvario. Atrás del convento se ubicaba el cuartel de milicias, y hacia el occidente, una manzana más, la iglesia de Santa Lucía, con su pequeño atrio. De la parroquia hacia el oriente, en la manzana próxima, atrás, tenía su residencia el vicario provincial -el presbítero José Matías Delgado en 1811-. Con el rumbo dirigido al norte, después de la sacristía, venían dos manzanas con viejas casonas de criollos, unas todavía arruinadas por terremotos, y se llegaba a la pequeña plaza y atrio de la iglesia de la Presentación, donde se guardaba una imagen religiosa tradicional de la Virgen María, a la que los sansalvadoreños llamaban la Virgen Conquistadora y le tenían devoción y respeto por el antiguo significado local de la advocación mariana. Muy cerca, hacia el oriente predominaba en el paisaje el gran convento de los monjes franciscanos, con

la iglesia orientada oriente-poniente frente a una plaza cerrada por casas, como continuación de su atrio. Junto con la casa de los dominicos, eran ambos los conventos más grandes de toda la Intendencia. Y adosado al monasterio franciscano, al sur, en un inmueble espacioso donde estaba la sede del Real Montepío de Cosecheros de Añil, aprobado formalmente por real cédula de septiembre de 1786 y trasladado a San Salvador desde San Vicente de Austria, donde había comenzado a funcionar en 1782. Mucha tinta añil se comercializaba en esta oficina y depósito de la institución, con la presencia de agentes y representantes locales de las grandes casas comerciales guatemaltecas, en primer lugar la Casa Aycinena, que imponía aquí su predominio sobre los precios y la demanda, situaciones que ponía la efectividad del Montepío en entredicho. La calle frente al Montepío se llamaba calle del Monte de Añil. Otros inmuebles notables eran el convento de La Merced, con una preciosa iglesia, unas manzanas al sur de los franciscanos, cerca de la iglesia de San Esteban. La mercedaria tenía al frente un atrio y estaba ya muy cerca del cauce principal del río Acelhuate, con el puente de piedra que comunicaba con el pueblo de San Jacinto y con un molino de trigo sobre el río. También sobre el cauce fluvial, vertiente abajo, hacia el norte (el Acelhuate desemboca en el río Lempa), había otros dos molinos, el de Yexar y el Río Frío. Al acercarse de nuevo a la plaza de Armas, detrás del Ayuntamiento estaban la Comandancia de Armas y la casa donde residía el intendente, que fueron otras destacadas edificaciones de la ciudad, situadas en la misma calle de la Amargura que unía San Esteban con El Calvario, llamada así por ser la vía procesional de los pasos de vía crucis en la Cuaresma y Semana Santa. Todo era reducido, compacto, muy pronto se salía del casco urbanizado hacia donde las casas alternaban con espacios de campo abierto, con cultivos y


crianza de animales domésticos y el ambiente boscoso, donde abundaban los árboles frutales, como los mangos, que llegados del oriente filipino se convirtieron en tan americanos y tropicales como el que más. Hacia el occidente se abandonaba la ciudad por la parte del Calvario, allí se tomaba el camino hacia Santos Inocentes Cuzcatlán, la barra de Tepeagua, la hacienda Santa Tecla y el callejón del Guarumal, por donde se viajaba hacia Asunción y Dolores Izalco, la villa de La Trinidad de Sonsonate y el puerto de Acajutla, en la Alcaldía Mayor de Sonsonate. Para tomar ruta hacia Guatemala y su recién estrenada capital de la Nueva Asunción, había que usar los caminos hacia los pueblos de Asunción Mexicanos y Santiago Aculhuaca, y luego enfilar por el camino real que pasaba por Concepción Quezaltepeque. En la calle de Aculhuaca, donde se encontraba una garita de vigilancia con tropa armada, se juntaba el camino del occidente con el que venía desde el oriente de la Intendencia por el lado de San Antonio Soyapango, que constituía la principal vía de comunicación procedente de San Juan Bautista Cojutepeque, la villa de San Vicente de Austria, el río Lempa y la ciudad de San Miguel. En el sur de la ciudad, desde el inmediato pueblo de San Jacinto, las calles salían hacia San Marcos Cutacúzcat y Santa Cruz Panchimalco, hasta alcanzar el Mar del Sur.

El plano fechado en 1807 muestra la pequeña capital de la Intendencia con su geometría, con las innumerables quebradas y zanjones, con el río todavía en plenitud de caudal, con los muchos nacimientos de agua y vertientes, así como pequeños afluentes, con un sistema hídrico apreciable que servía a la ciudad, donde había lugares públicos de baños y lavaderos comunes. Era San Salvador como una ciudad intramuros, que sólo tímidamente se desbordaba fuera de su viejo trazado, extendiéndose hacia la rusticidad montés en barrios que se iban difuminando

en la naturaleza y el horizonte campirano, donde ya inmediatas aparecían las rancherías indígenas de los pueblos aledaños, que pronto se iban concentrando en su propia humanidad, en sus plazas, en sus mercados, en sus iglesias; aunque es más que probable que varias familias indígenas estaban establecidas en los barrios propios de la ciudad. Si bien en sí, la ciudad era pequeña, con los pueblos de los alrededores muy cerca, el aspecto podía ser el de muy populosa, pero formalmente se trataba de jurisdicciones diversas y los pueblos con sus propios alcaldes ordinarios, autoridades aborígenes y muy celosas de sus tierras ejidales y comunales. En la conformación política y administrativa de la Intendencia, San Salvador era la primera ciudad y el partido más importante de entre los quince en que estaba dividida la demarcación, cada uno con un subdelegado del intendente, como una demarcación con cierta autonomía limitada, pero dependiente y sujeta a la sede de la Gobernación y Real Audiencia. Además de ser San Salvador ciudad cabecera de Intendencia, lo era de su propio partido, que tenía límites más amplios y llegaba, por ejemplo, hasta Santa Lucía Suchitoto. Este partido de San Salvador, en el censo de Gutiérrez y Ulloa contabilizaba más de cuatrocientos cincuenta españoles y criollos, casi veinte mil indígenas y más de doce mil ladinos y mulatos. Toda la jurisdicción de partido tenía veintidós pueblos indígenas y dos de ladinos.

El despliegue de regla y cordel que se había determinado en el trazo del San Salvador de 1545, desde la plaza de Armas, al igual que en Ciudad Vieja en 1528, determinó desde un principio categorías sociales, definidas por tiempo de vecindad y posición familiar, porque los solares más cerca de la plaza central iban a significar mejor situación que los más alejados. Esto se dio desde los inicios porque fueron tenidos en mejor consideración los descendientes de


quienes primero pidieron vecindario, o porque eran dueños de algún mérito en especial, y esto iba a constituir una ventaja en su puesto en la sociedad –siempre peninsulares y criollos-. Aunque lo anterior no fue una norma rígida e inflexible, pues varió con el pasar de los siglos, si encuadró una estratificación que tuvo importancia por bastante tiempo en San Salvador y en las ciudades antiguas hispanoamericanas, hasta que se ensancharon y rebasaron este condicionante histórico, pero que fue reflejo del ordenamiento social heredado de la monarquía, donde los barrios del centro fueron los de las familias más pudientes y connotadas y los demás iban en descenso social. En el San Salvador del atardecer monárquico varios eran los barrios después del centro los que formaba la aglomeración urbana, aunque barrios algunos muy pequeños, otros mayores y más importantes en población: barrio el Calvario, Santa Lucía, San José, La Ronda (Concepción), San Francisco, Remedios (La Vega), San Esteban (Terrenate). El de Candelaria estaba surgiendo alrededor de la ermita mercedaria levantada después del río, camino del pueblo de San Jacinto, y ya se contaba como tal para 1811. En el San Salvador de finales de la Intendencia no pareciera que estuviera impuesta una estricta jerarquización en el sistema de barrios, sino lo propio que se da en una ciudad pequeña, donde existe un carácter de familiaridad social y trato habitual por la relación que se da en su tan corta dimensión. Era de notar en sus casas una acentuada simplicidad arquitectónica, porque no muchas deben de haber sido destacadas, y esto más por su tamaño que por su aspecto y decoración, en buena medida por la pobreza de materiales de construcción, ya que la carencia de piedra suave de cantería le impidió a San Salvador edificaciones de este tipo, excepto en algunos elementos en piedra dura, como bases de columnas y de pilares, o en detalles ornamentales de iglesias y conventos. Los materiales utilizados, además del adobe con su técnica

particular, era básicamente el calicanto a base de ladrillos y piedras con mortero de cal, arena y pegamentos naturales, como la clara de huevo y la corteza del árbol autóctono tigüilote, además de madera en todas las variedades de los bosques. Igualmente, la ciudad se difuminaba luego en la simplicidad del bahareque, heredero de la simpleza de las paredes de tapia, y en el humilde rancho pajizo. La arquitectura, con su diversidades, era la de la casa tradicional colonial española, en San Salvador baja, achatada y sin alturas por ser de tierra de terremotos, con paredes muy gruesas, heredera del sur andaluz de España, con algo, o mucho, de tradición árabe-magrebí en sus patios y aderezos, con balcones hacia la calle, en madera o en hierro –hierro de Metapán-, con techos de teja y vigas y cuartones de madera, con baldosas de barro en el piso, que se estilaba cubrir con grandes esteras vegetales, o petates, para contrarrestar la humedad, mientras en el cielo falso se acostumbraba el acapetate, un petate especial, duro, hecho de bambú. Los corredores con sus pilares usualmente labrados de árboles rectos y altos, como el bálsamo o el volador, o aun del venerable madrecacao, y tantos otros, estaban alrededor de un patio, con habitaciones que daban al corredor y luego con traspatios para caballerizas. Era una distribución que obviamente variaba en calidad, tamaño y apariencia, según sus habitantes. Pero las diferencias en San Salvador en general no habrán sido tan dramáticas ni abismales, sino que desde el barrio del Centro se iban dibujando las casas en un paisaje urbano en cierta manera uniforme, aunque fuera bajando en categoría en su corto espacio y sin que las casas de los criollos y peninsulares afortunados se distinguieran por grandes lujos, porque estos no abundaban, ni era la norma general; se trataba de un aliento residencial discreto y pueblerino, en nada parecido a la capital, pues en Guatemala, ya fuera Santiago o la Nueva de la Asunción, el paisaje urbano era diferente. En San Salvador había una cierta continuidad de los exteriores, ya fueran casas de hacen-


dados, funcionarios y comerciantes, ya las de algún profesional, escribano, médico o cirujano, ya las de muchos artesanos: albañiles, carpinteros, herreros, plateros, coheteros, los numerosos tejedores, etc. LAS ARISTAS DEL ARTESONADO La variedad étnica de San Salvador era el panorama común y la vida de la ciudad. Se trataba de un amplio abanico en que se imponían en la pirámide social los peninsulares y criollos, usualmente en el bario del Centro, cerca de la plaza de Armas, porque los patrones heredados no habían básicamente cambiado, aunque había algunos considerados étnicamente criollos pero menos afortunados en los barrios adyacentes. En la sociedad colonial lo importante era la etnia a la que se pertenecía, por eso es dable hablar de una sociedad estamental, porque la clasificación social estaba basada en la apariencia física y en consideraciones de familia, diferentes del caudal económico, aunque ya comenzaba a ser importante para la categorización. Lo que más se preciaba eran los rasgos europeos, la fisonomía “blanca” con no muy obvias características indígenas; sin embargo, en realidad, en la gran mayoría de los casos una familia de San Salvador, considerada criolla –sobre todo si se preciaba de antigüedad- no podía escapar a la sangre aborigen, porque el mestizaje era muy probable, aunque se considerara criolla por el predominio del fenotipo europeo. La sociedad colonial fue fundamentalmente estamental, donde importaba sobremanera lo étnico y la posición familiar; las clases sociales basadas en la capacidad económica y en el dinero aparecerán en el siglo XVIII, particularmente en la segunda mitad, sobre todo con los grandes comerciantes de la época borbónica, cuando el tráfico mercantil y el comercio marítimo fueron liberándose de las ataduras de los tiempos anteriores. Los llamados ladinos eran, en el caso salvadoreño, los

mestizos con flagrante presencia indígena y mulata, porque la sangre negra se extendió por doquier debido a las relaciones de negros africanos con indígenas y mestizos. Y San Salvador exhibía esa variedad étnica, criolla, mestiza, ladina, mulata, con todavía algunos africanos esclavos, en el servicio de casas y haciendas, así como había indígenas de servicio, los llamados naborías. Los barrios circundantes del Centro eran habitados mayormente por esos ladinos y mulatos, aunque había criollos más o menos amestizados y menos favorecidos que otros en posición. También había familias indígenas establecidas en los barrios y en la conjunción de la ciudad y los pueblos vernáculos. Algo que se dio en San Salvador fue la realidad de estrechos nexos familiares entre muchas familias de criollos. Con la llegada de los tiempos insurgentes se pondrá de manifiesto la fuerza del parentesco en esta ciudad pequeña donde se habían sentido las consecuencias de la reformas introducidas por la Corona, tal la pérdida de influencia de los ayuntamientos, siempre en manos de criollos generalmente emparentados entre sí. Pero, además, su mismo tamaño había creado relaciones de clientelismo, por motivos de trabajo, o trato con intereses comunes con los pobladores de los barrios. Y estaba el hecho de relaciones familiares también con estos barrios, tanto formales entre diferentes estamentos, como las numerosas interétnicas producto de la realidad flagrante de las uniones informales y de las descendencias ilegítimas, algo tan común y definitivo en la sociedad salvadoreña. Este grupo racialmente híbrido será la piedra angular del futuro Estado y también fue la base de la realidad de la ciudad, como sucedió en todos los otros sitios de la Intendencia. En un ambiente así, la identificación mutua entre grupos de extracción diversa, podía ser una realidad, y comprensible. No hay más que escudriñar un tanto en el recuerdo de viejas familias sansalvadoreñas y


Alcaldes Indios| Reproducción de Grabado| Joseph Laferriere| 1877 68.5 x 51.5 cm.

y antagónicos, sino que podía entreverse una cierta comunidad de intereses por el entramado de amistad, clientelismo y parentesco. Aunque esto no pueda considerarse en absoluto la norma general del entretrejido humano de San Salvador, sino un aspecto importante del mismo.

En esos barrios populares ladinos y mulatos se manifestaron muchos malestares que serán antecedente inmediato de los próximos sucesos de rebeldía. Las reformas borbónicas habían impuesto un nuevo paisaje administrativo y la ciudad fue escenario de esas expresiones de modernismo. La administración pública de San Salvador se organizó por los intendentes con alcaldes de barrio, dos alcaldes pedáneos destacados en cada uno de esos “cuarteles” de la ciudad, con sus regidores y comisarios. Los alcaldes de barrio debían hacer cumplir los estatutos municipales y sus normas. Tenían que cuidar las áreas asignadas, estar al tanto de que las construcciones de casas observaran los requisitos dados por el Ayuntamiento, así como mantener el aseo de las calles y que los vecinos cuidaran sus propios espacios de vivienda. En general debían velar por el correcto estado de los barrios y la moralidad de sus habitantes, con hombres asignados a sus rondas de cuido. Estos alcaldes de barrio serán clave en la insurgencia de 1811 y en la de 1814, y acompañarán a sus vecinos en la revuelta. sus tradiciones de parentesco, incluidas en una memoria íntima que todavía estaba viva y consciente hace algunos años, para comprender cómo esas redes de sangre criollas, mestizas y ladinas pueden haber en cierta manera influido en la solidaridad observada en el levantamiento de 1811 –y aun después, en la rebeldía de 1814 y hasta después de 1821, en los sucesos de la anexión a México-, porque los barrios con sus categorías de pobladores no eran palenques cerrados

La política de los intendentes en San Salvador había fomentado un creciente malestar por las obras realizadas, que no eran del agrado de muchos, aunque obviamente iban en favor de la ciudad. Tal fue el caso de la introducción de conductos subterráneos de agua con cañería de barro, a base de eslabones unidos entre sí. Se construyó, además, un pequeño acueducto aéreo, de más de setecientas varas castellanas para abastecer las cajas de agua y la ruta bajo tierra, que


alimentaba fuentes y pilas públicas y la fuente central de la plaza de Armas, la más grande la ciudad, que luego, en tiempos del intendente Santiago de Ulloa (1791-1798) fue dotada de una arquería. Varias casas particulares habrán tenido pozos propios en sus solares, cuando era posible acceder a mantos acuíferos no tan profundos, y había resultado positivos del trabajo de un buen pocero. Pero la introducción de agua causó malestar, no sólo porque desechó el oficio de aguador de algunos, sino porque para las obras se requirió el trabajo de treinta hombres por barrio, en forma alternada, lo que era obligación de los alcaldes de barrio el juntarlos y se les pagaría con fondos del cabildo. La reacción popular fue negativa y sólo a la fuerza fueron a trabajar. Otra causa de malestar fue el nuevo tributo que se puso para financiar las obras públicas, que fue establecido en cuatro reales en tiempos del intendente Carondelet para los cabezas de familia habitantes de San Salvador. Y aquí incluida la importante ampliación del edificio del ayuntamiento, frente a la plaza de Armas, además de la contribución para el reacondicionamiento de la iglesia parroquial y de la cárcel pública. Una obligación de los alcaldes de barrio fue cobrar la tasa de terraje de sus demarcaciones, por el uso de las tierras propias de la ciudad, a manera de ejidos, donde todos podían cultivar sus maíces y frijoles previo pago del uso del terreno. También el tributo impuesto a los barrios fue para el establecimiento de escuelas públicas en San Salvador, lo que también se estableció en otras poblaciones importantes, como San Miguel y San Vicente, que aumentaron el número de las que ya podían haber existido. Eran escuelas de primeras letras, con un profesor civil pagado por el ayuntamiento, ya no un sacerdote - una novedad en la educación-, además de unas escuelas de artes y oficios establecidas por el intendente Carondelet, para carpintería, albañilería y trabajo textil.

Asimismo, la Intendencia le dio importancia a las milicias, en sus varios destacamentos, a pesar de que ya se observaba deserción por parte de los candidatos mulatos a integrarlas. Carondelet se hizo especialmente drástico con San Salvador, con todo y su mentalidad progresista, no supo medir adecuadamente el rechazo a la innovación de los barrios, y hasta dio un bando de cabildo prohibiendo las coheterías festivas y los músicos ambulantes, y lo mismo fue en exceso drástico al querer prohibir las reuniones públicas, con penas de azote para los ladinos y multas para los criollos, porque pronto se observó que el malestar creciente de los ladinos era secundado por familias criollas, también con sus propios resentimientos. Incluso los ladinos de los barrios de San Salvador nombraron a un propio procurador ante la Real Audiencia en Guatemala, para ventilar sus quejas ante el máximo organismo judicial del reino, el abogado Juan José Medina. El San Salvador de la Intendencia se volvió inquieto, en particular la ciudad, además de los partidos que integraban la jurisdicción con sus muchas poblaciones, porque hubo medidas que causaron un desagrado general entre todas las capas populares,

Tubería para abastecimiento de agua| Finales de siglo XIX| Barro MEDIDAS??| Colección privada.


Producción de añil| Reproducción de Grabado| Siglo XVIII| 68.5 x 51.5 cm.

ladinos e indígenas por igual, como fue la introducción del régimen de estancos, algo que ya existía desde antes en ciertos rubros, como el papel sellado, pero que los reyes Borbones extendieron a ramos tan sensibles como el aguardiente y el tabaco. Asimismo, el impuesto de alcabala en las transacciones se había aumentado, con la particularidad de que ya no lo percibía el Ayuntamiento. Además, en general las reformas habían establecido el tributo de capitación de cuatro reales anuales, o pagar una fanega de trigo, como fondo común de ladinos, que debían pagar todos los considerados incluidos en este estamento, el cual se aplicó en la Intendencia con visceral y mani-

fiesto rechazo de los afectados, los ladinos y mulatos. En San Salvador y las otras ciudades, el Intendente había tratado de poner orden en tabernas y expendios de aguardiente, autorizándolos fuera de la plaza de Armas, así como se estaba persiguiendo la vagancia y aun a una incipiente prostitución. A LA SOMBRA DEL VOLCÁN Llegó el año clave de 1808, origen del estallido de todos los malestares y las contradicciones que había ido acarreando el nuevo mundo dentro de la


monarquía española. Ese año sucedió el descalabro de la Corona en la Península con la invasión francesa del Emperador Napoleón I y la renuncia forzosa del rey Fernando VII, y en América se iniciaron los movimientos de autonomía antes el vacío de poder ocasionado por el caos de autoridad en España. La sociedad multiétnica y corporativa que era la española americana, a la cual se le había impuesto el rigor del centralismo borbónico, con las reformas de las intendencias, comenzó a contemplar el desasosiego y la rebeldía. Como base de los malestares que se dieron desde el Río de la Plata y los volcanes chilenos hasta los confines de California y Arizona, estaba la piedra angular de la separación entre criollos americanos y españoles peninsulares, que no obstante significar la cúspide de la pirámide social estamental estaban entre ellos secularmente divididos por rivalidades, antagonismos y sentimientos muy diferentes, los criollos con un apego total a su tierra. Diferencias que ya habían comenzado a aflorar desde la segunda mitad del siglo XVI, y que para los inicios del siglo XIX eran una amalgama explosiva que iba a comenzar a estallar con los estímulos de las graves circunstancias políticas de la monarquía. Las reformas económicas y hacendarias del siglo XVIII no hicieron más que acentuar la confrontación entre americanos y europeos. Particularmente, para los criollos, acostumbrados a ser el grupo dominante y decisivo en la sociedad provincial, la imposición de autoridades centralizadas y con renovado poder político, en detrimento de la influencia y presencia del ayuntamiento, constituyó un descalabro del gobierno colonial al que estaban acostumbrados, y la realidad de que las cosas no volverían a ser como se habían dado desde la fundación de la ciudad, con alcaldes mayores complacientes. Pero los siglos habían ido creando nexos de convivencia en la ciudad, en una relación que se mantenía en San Salvador y se había acrecentado ahora que los malestares

eran compartidos por todos, y que había producido como resultado un mayor apego al suelo americano y un enraizamiento a sus regiones y al entorno, a esa realidad del nuevo mundo que era tan diversas de la europea y que estaba profundizando sentimientos de “criollismo”, que iban a apuntar decididamente hacia la autonomía y la personalidad política propia. Ese criollismo fue el del ser americano, no sólo de los étnicamente comprendidos en ese estamento de criollos, cuyos sentimientos se decantaban hacia esos sentimientos, sino que era el pensar común en la nueva etnia híbrida y, contradictoriamente, con todo y su distancia constituía un acercamiento al aborigen. El añil, el principal producto de exportación del Reino, y en su inmensa mayoría producido en la Intendencia, había sufrido un descalabro en demanda y precios, además de soportar las interrupciones del comercio atlántico por las guerras de España contra sus contrincantes europeos. Esto se había sentido con resentimiento en la provincia sansalvadoreña, porque el añíl era el pivote de su economía. Además, muchos criollos hacendados había sufrido quiebras e insolvencias en sus capitales y activos, en parte por las medidas confiscatorias surgidas a raíz del cobro forzoso de las deudas que tenían con órdenes religiosas, las cuales les habían prestado dinero con garantías hipotecarias; cobros ocasionados por la enajenación obligatoria de los bienes eclesiásticos y de órdenes religiosas ordenada a raíz de la llamada “Consolidación de vales reales”, aplicada entre 1804 y 1809, un expediente obligatorio que buscaba allegar fondos a la metrópoli para afrontar sus urgencias financieras. En esta recuperación forzosa de los préstamos a particulares, la Corona obtuvo en el Reino de Guatemala más de un millón y medio de pesos, y de esa cantidad una parte considerable provenía de San Salvador, provincia y ciudad, recaudado por las juntas de consolidación. Además, quienes entre los hacendados productores de tinta añil no habían sufrido detrimento


con la Consolidación, lo estaban sufriendo con las ejecuciones de deudas por mora que tenían con las casas comerciales de Guatemala, que eran las que controlaban los precios añileros, no obstante la intervención del presidente de la Real Audiencia y gobernador. Las casas del gran comercio en Guatemala tenían nexos estrechos con los importadores de Cádiz y los negocios guatemaltecos imponían los precios a su mejor conveniencia. En especial estaba la sombra espesa e inexpugnable que hacía sobre la Intendencia y su economía la Casa de Aycinena, dueña de muchas haciendas, que controlaba producción y comercio de la tinta, junto con otras casas comerciales anexas, e incluso varios alcaldes mayores de San Salvador habían estado prácticamente bajo su influencia. El añil fue el motor de la Intendencia de San Salvador y la ciudad era la que representaba la más grande fábrica de riqueza que tenía el Reino, pero solamente era eso, una productora de ganancias y riqueza para otros, puntualmente para la capital. Todo esto fue creando profundos resentimientos con Guatemala, máxime ahora que se había construido la nueva gran ciudad del Reino, la Nueva Guatemala de la Asunción, en lo que había invertido mucho dinero y esfuerzo para sustituir a la arruinada Santiago, que había sufrido los terribles embates de los terremotos de 1773. Pero también San Salvador desde su establecimiento en el valle de Zalcoatitlán, en 1545, había soportado una fatídica secuencia de desastres y nunca había sido motivo de un moderno proyecto como el que se puso en marcha en el valle de la Ermita, para construir la nueva capital con todos los privilegios. Y eso que San Salvador era el origen principal de la industria añilera y por descontado la ciudad y región aportaban cuantiosos diezmos, (y,) sin embargo, la ciudad ni la provincia los disfrutaba, y mucho menos se le había concedido una universidad o un centro de estudio superiores, o el viejo propósito de un obispado propio. Esto era motivo de otro resentimiento en el clero

provinciano, tan identificado con su terruño y no con la alta clerecía de Guatemala, y que gozaba de amplio aprecio en las capas estamentales de la ciudad. Si se suman los malestares de los criollos del barrio del Centro, con los de los habitantes de los barrios, ladinos y mulatos, con los que había una cercanía de convivencia en esa especie de clientelismo de provincia, es comprensible que la insurgencia de 1811 haya sido compartida por esos grupos, aunque tuvieran divergencias entre ellos. Y la mejor prueba de ellos es que el movimiento del 5 de noviembre fue un éxito en la ciudad , se cambiaron a las autoridades del ayuntamiento, a los días el intendente Gutiérrez y Ulloa se marchó y por un mes la ciudad estuvo en nerviosa tranquilidad dentro de la tensión de un desafío que las altas autoridades capitalinas de Guatemala tenían muy cerca, pero que en San Salvador vivieron en concordia ladinos, mulatos y criollos con sus propios reclamos y malestares, cada uno con su propio discurso social, pero engarzados juntos en una aventura de insurgencia y rebeldía, de unidad en la diversidad, que los criollos supieron aprovechar, dominar y sosegar y que Guatemala comprendió no podía combatir con fusiles ni espadas, sino con actitud conciliatoria y sosiego político, sin ataques armados ni amenazas. Y todo esto a pesar de que la rebeldía de 1811 no fue apoyado por todas las ciudades y pueblos de la Intendencia, entre las que había diferencias de sentimientos políticos, muchos adictos en fidelidad plena a la monarquía, como era el caso de San Miguel y de San Vicente de Austria, aunque en otras donde las autoridades no acuerparon a San Salvador, sin embargo hubo explosiones de desobediencia y rebeldía, como en Santa Ana, Zacatecoluca, Usulután, Sensuntepeque, entre otros lugares. Se sabía en Guatemala que en muchas regiones hispanoamericanas, los movimientos combativos y desafiantes de autonomía ya estaban haciendo mella


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en las autoridades monárquicas españolas, y que se mostraban decididas a llegar hasta la separación de los reinos americanos de su metrópoli ibérica. Sobre todo estaba la cercanía inmediata de la rebelión en México, abanderada por el padre Miguel Hidalgo- y luego por José María Morelos-, con un arrastre popular y con violencia de guerra, cuyos efectos no tardarían en sentirse en el Reino guatemalteco, y también estaban conscientes las autoridades en la capital de que esa rebeldía inicial vendría de la ciudad más inquieta y con mayores malestares, como era San

Salvador. Fue un hecho particular el que en la Nueva España, tanto en el Virreinato mexicano, como el Reino centroamericano se hayan destacado curas insurgentes, más que en la América del Sur y sus movimientos de autonomía y emancipación. LA AURORA DE LA AUTONOMÍA En San Salvador van a sobresalir figuras de sotana, merecedoras del respeto debido por las generaciones, con sus actuaciones bajo la mirada de la


historia, tales los hermanos Manuel, Vicente y Nicolás Aguilar, un triduo de temple admirable, y la presencia dominante de José Matías Delgado, la extraordinaria personalidad que dominará la escena política de San Salvador por muchos años, y lo mismo en el nacimiento de la Federación y del futuro Estado, consolidado a principios de 1824, con la anexión de Sonsonate y su jurisdicción a la extinguida Intendencia. El clero provinciano de la ciudad, junto con un grupo de familias criollas hicieron causa común con los barrios populares y sus propios alcaldes, en un proceso autonómico que todavía es motivo de análisis por su génesis y por las implicaciones que tuvo, pero que llevó a la ciudad, el día 5 de noviembre de 1811, a constituir el primer gobierno edilicio insurgente del Reino. Cada facción social del alzamiento estaba expresando sus propios malestares y finalidades al haberse embarcado en la gran aventura de la rebelión citadina, pero aunque distintos tomaron un mismo rumbo y lo llevaron juntos a su conclusión temporal. La noticia de la detención del cura Manuel Aguilar en Guatemala, así como el rumor de la orden dada para igualmente presentarse ante la autoridad arzobispal sus hermanos Vicente y Nicolás, y para colmo la especie maledicente de que se quería matar al vicario José Matías Delgado, fue la chispa que incendió la animadversión de tantos años hacia los intendentes. El escenario de la revuelta fue la plaza de Armas, donde la campana del ayuntamiento soliviantó todavía más los ánimos. Los criollos se impusieron por sobre el bullicio ladino y le dieron rostro a la insurgencia, apaciguando a los alcaldes de barrio y su gente, que habían elegido como diputado suyo al joven Manuel José Arce. Un nuevo cabildo fue constituido, fue depuesto el intendente Gutiérrez y Ulloa y a los días se nombró al criollo José Mariano Batres como tal. Y

a pesar de la amenaza de milicias despachadas desde los ayuntamientos fieles a la autoridad real, como San Miguel y San Vicente de Austria, el San Salvador insurgente pudo mantenerse hasta que llegó la comisión apaciguadora desde Guatemala, con el nuevo intendente José de Aycinena, acompañado del destacado letrado José María Peynado, en los primero días de diciembre, acompañados de una delegación de frailes y sacerdotes, enviados por el capitán general Bustamante y Guerra. San Salvador entró a una sórdida quietud, que permanecería incubada hasta principios de 1814, cuando ocurrió la segunda revuelta de la ciudad, bajo el intendente Peynado. Fue el inicio de tiempos difíciles para la Centro América castellana en el crepúsculo de la monarquía española en el nuevo continente, una aurora en la búsqueda de autonomía para San Salvador y sus provincias propias, que era lo que deseaba la ciudad para sí y para la amplia jurisdicción que tenía asignada desde hacía cerca de doscientos cincuenta años, y que sabía le correspondía por derecho propio. San Salvador, la insurrecta vieja ciudad, vio en sus calles soplar los vientos de la renovación política, mientras en la plaza de Armas se seguían disparando cohetes al cielo, ante la mirada asombrada de los indígenas, que se habrán preguntado qué vendría para ellos después de los aspavientos de la muchedumbre exaltada. Lo de la Independencia y la consolidación de la América Central republicana llegará en un caminar difícil por una ruta fragosa, una ruta abierta en amplitud a las mejores expectativas y propósitos de futuro, pero con un indefinido horizonte. La insurgencia de San Salvador fue la primera piedra miliar combativa de esa áspera pero entusiasmante gran aventura centroamericana de construcción de los nuevos cinco países




Bicentenario Primer Grito de Independencia

San salvador, escenario de la insurrecci贸n


New Map of the West India Isles from the Latest Authorities| Grabado por John Cary| Londres, 1803| 48.5 x 58 cm.| Colecci贸n privada.



Carta Geografica del Messico o sia della Nuova Spagna| 35 x 44.5 cm.| Colecci贸n privada.


L’Amerique Septentrionale| G. de L’Isle (Geógrafo)| París, 1700| 47.7 x 63 cm.| Colección privada.

(atras) Iglesia Parroquial de San Salvador | Louis Enault| París, 1867| Medidas pendientes| Colección privada.



Iglesia Parroquial de San Salvador | Louis Enault| Par铆s, 1867| Medidas pendientes| Colecci贸n privada.


(1) Reconstrucción hipotética de la antigua Parroquia de San Salvador (2) Reconstrucción hipotética del antiguo templo de San Francisco (3) Reconstrucción hipotética del antiguo Ayuntamiento de San Salvador Representaciones digitales| Ricardo Miranda Huezo


Primer Grito de Independencia| Luis Vergara Ahumada| Siglo XX| Óleo sobre lienzo| (Medidas pendientes)| Colección del Museo de Historia Militar


Cocos chocolateros | Trabajo novohispano| Fines del siglo XVII – principios del siglo XVIII Nuez de coco bruñida y esgrafiada con guarniciones de plata fundida, forjada y cincelada Colección Museo Soumaya.Fundación Carlos Slim, A.C.| Ciudad de México.



Caja para el vi谩tico| Siglo XVIII| Plata con sellos de la ciudad de San Salvador y del quinto real| 5.5 x 13 x 10 cm.| Colecci贸n privada.


Candelabros| Siglo XVIII| Plata con sellos de la ciudad de San Salvador y del quinto real| Alto 26 cm.| Colecci贸n privada.


Virgen María con el Niño Jesús| Siglo XVIII| Óleo sobre lienzo| 49.5 x 39 cm.| Colección privada.


Inmaculada Concepción| Siglo XVIII| Óleo sobre lienzo| 52 x 41 cm.| Colección privada.


Crucifijo| Siglo XVIII| Madera policromada, aureola y corona de espinas en plata| Alto 74.5 cm.| Colecci贸n privada.


(1) Fray Bartolomé de las Casas (2) Arzobispo Jorge Viteri y Ungo Esculturas del Atrio del templo El Rosario| Fotografía por Sandro Stivella| 68.5 x 51.5 cm.| Colección MARTE ASH



Cristobal Col贸n| Esculturas del Atrio del templo El Rosario| Fotograf铆a por Sandro Stivella| 68.5 x 51.5 cm.| Colecci贸n MARTE ASH


Carta firmada por José Matías Delgado| 1809| Tinta sobre papel| 22 x 15 cm.| Colección privada.


cristo, luego envian


Verduguillo| Siglo XIX| Metal y madera| 98 cm.| Colecci贸n privada.

Bast贸n fusil| Siglo XIX| Metal y madera| 82 cm.| Colecci贸n privada.


(1) Plato de servir con escudo de los Estados Unidos del Centro de América| Siglo XIX| Cerámica| 4 x 28.5 x 22 cm.| Colección privada. (3) Plato con escudo de los Estados Unidos del Centro de América| Siglo XIX| Cerámica| 3.5 x 26 cm de diámetro| Colección privada. (2) Plato con escudo de las Provincias Unidas de Guatemala| Siglo XIX| Cerámica| 3 x 24 cm de diámetro| Colección privada. (4) Detalle de sello de escudo de los Estados Unidos del Centro de América



la trascendencia de noviembre de 1811

Pedro Antonio Escalante Arce

[Drector. Academia de la Historia]



Hace cien años, en 1911, cuando se celebró el primer centenario de los sucesos insurgentes del memorable 5 de noviembre, San Salvador se engalanó como nunca antes. Era una ciudad que llegaba a su mayoría de edad republicana, después de continuas contiendas bélicas de caudillos militares que habían saturado la memoria histórica reciente. En esa oportunidad, un grupo selecto de escritores e historiadores, con todo el apoyo del presidente Dr. Manuel Enrique Araujo, con su pluma y emociones plasmaron la escenografía heroica y cívica de los sucesos de 1811, a los que llamaron Primer Grito de Independencia, como un volver a los fastos fundacionales, a la piedra angular del inicio de la autonomía y de la Independencia de 1821, donde los protagonistas principales fueron elevados a la categoría de Próceres, por haber sido quienes condujeron con su liderazgo a los contestatarios grupos populares, en rebeldía contra las autoridades de la Intendencia por diversos malestares, en particular fiscales y económicos. En Hispanoamérica eran los años de general conmoción y rebeldía contra la Corona española. San Salvador, en ese centenario del Primer Grito de Independencia lució deslumbrante en su sencillo y frágil encanto de madera y lámina; el nuevo Palacio Nacional estaba recién inaugurado y el esperado Teatro Nacional estaba comenzando a levantarse de sus cimientos. La ciudad se adornó con la espléndida columna de los Próceres erigida en el parque Dueñas, antigua plaza de Armas. Así también se levantaron otros monumentos, como el de José Matías Delgado, en la pequeña plaza de San José, antes de La Presentación, donado por la colonia alemana, y las estatuas del atrio lateral de la iglesia del Rosario. San Salvador lució de fiesta, se escucharon discursos exaltados, el ambiente se recreó con música de marimbas en los parques y conciertos de bandas marciales en

los kioscos, hubo desfiles militares en el Campo de Marte, corsos de flores y carrozas en las calles, con mucha pólvora iluminando el cielo en el gran día de la ciudad, la cual consagraba con alegría su voluntad desafiante y tenaz de casi cuatro siglos. En este 2011, el Bicentenario es ya la conmemoración de una ciudad adulta y con los rasgos acentuados de los doscientos años, en un país con un presente no fácil. El retablo histórico de 1911, que ha alimentado el imaginario colectivo, actualmente por las modernas investigaciones y el análisis documental ha tenido modificaciones y los sucesos han sido reacomodados a su realidad, pero sin desechase en su conjunto patriótico el marco heredado, valioso y permanente. Esta conmemoración está enraizada en el común de los ciudadanos, con destellos festivos que pueden variar en los sentimientos de patria e identidad de los salvadoreños, pero el Bicentenario del 5 de noviembre de 1811 es una realidad histórica incontestable, inscrita con mayúsculas en el calendario republicano. Es una oportunidad para pensar en el paso de las centurias, para reflexionar sobre el pasado de un país en búsqueda de un mejor futuro, para vislumbrar la construcción de una más armónica y solidaria sociedad, y así superar la presencia permanente de los dramas históricos heredados y lograr una plena independencia de destino. El Museo de Arte de El Salvador y la Embajada de España han acompañado a la Academia Salvadoreña de la Historia en esta muestra dedicada a San Salvador, en la más importante piedra miliar de su historia, cuando en su plaza de Armas se gestó el nacimiento combativo de la América Central independiente y la matriz de un nuevo Estado, que llevaría el nombre de El Salvador







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