IMPÚDICA (1) MEMORIA

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M E M O R IA

NĂşmero uno 2018 3$ El Salvador


Editora invitada: Brenda Vanegas Equipo editorial Susana Reyes, coordinación editorial María Luz Nóchez Eduardo R. Salgado Colaboran en este número: Raquel Bonilla Jorgelina Cerritos Carlos Dada Nadia del Pozo German Hernández Walterio Iraheta Mauricio Esquivel Mauricio Kabistan Leticia Macua Amparo Marroquín Parducci Claudia Meyer María Luz Nóchez Sayre Quevedo Elena Salamanca Eduardo R. Salgado Miguel Huezo Mixco Brenda Vanegas Diseño: Jimena Pons Ganddini Workaholic People José Luis Sanz Director El Faro Eloísa Vaello Marco Directora del Centro Cultural de España en El Salvador Fotografía de portada autoría de: Nadia del Pozo

ISBN: 978-9929-725-01-0 El Salvador, septiembre de 2018

Teléfono: (503) 2233.7300

“Reservados todos los derechos de conformidad con la ley. No se permite la reproducción total o parcial de este impreso, ni su traducción, incorporación de un sistema informático, transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, grabación y otros métodos, sin permiso previo y escrito de los titulares de copyright.”


Contenido P.06

MEMORIA Brenda Vanegas

P.26

SI NO ME FALLA LA MEMORIA

P.48 ELENA

Nadia del Pozo

Miguel Huezo Mixco

P.10

DIONISIA Leticia Macua

P.12

MEMORIA Y FUTURO

Eloísa Vaello Marco

P.14

MIS PIES SON MIS ALAS Walterio Iraheta

P.16

TEATRO DESDE LA MEMORIA Jorgelina Cerritos

P.19

P.30 MAURA

Raquel Bonilla

P.32

P.52

Carlos Dada

Eduardo R. Salgado

LA NOCHE NO QUEDÓ ATRÁS

P.36

“¡BÚSQUENLOS”! Ffred Ramos

P.38

LA CULTURA 25 AÑOS DESPUÉS: DECÁLOGO DISCRECIONAL Y ARBITRARIO Amparo Marroquín Parducci

P.42

P.22

Elena Salamanca

RE:CONSTRUCCIÓN Sayre Quevedo

EL SALVADOR LO HACEMOS TODOS

Brenda Vanegas

UN CUENTO LLAMADO GUERRA CIVIL SALVADOREÑA María Luz Nóchez

P.50

43 AÑOS SIN ROQUE DALTON. UN CUERPO EN LA POSGUERRA

LOS ÚLTIMOS EN JUGAR EN EL PARQUE

P.58

MAMÁ CARMEN Claudia Meyer

P.60

#YORECUERDO

German E. Hernández Saavedra

P.64

EL TRUCO DEL TRISIXTI

Mauricio Esquivel


MÁS PAPELES PARA TIEMPOS DIGITALES ¿En qué momento desde el Centro Cultural de España en El Salvador (CCESV) y El Faro surge la idea de poner en marcha una revista de cultura y pensamiento? ¿Con base en qué necesidades o deseos? ¿Por qué la opción de hacerla en papel? ¿Por qué IMPÚDICA? Todas estas preguntas, excepto la última, tienen su respuesta en una conversación a propósito de los respectivos 20 años que celebramos ambas instituciones. El Faro es un periódico digital de trayectoria premiada y reconocida a lo largo de estas dos décadas de periodismo de investigación e independencia. El CCESV es un espacio de arte y cultura constituido a lo largo de estos mismos 20 años en un referente en cuanto a las nuevas modalidades y concepciones de la cultura, que implican una mirada inquisitiva, y también un posicionamiento crítico, sobre el mundo que nos rodea. De esas confluencias, no casuales, surge la idea de hacer un proyecto conjunto que celebrase nuestros 20 años a partir de aquello que nos une: las palabras, la cultura y el pensamiento. La reflexión sobre el mundo en que vivimos desde un punto de vista crítico, pero también constructivo. De eso va el periodismo y de eso va la cultura. Una vez surge esta idea que se concreta en una revista, todo el proyecto va tomando forma por sí solo. Ponemos un equipo en marcha y se van tomando decisiones. Una de las más importantes y que era clave para definir la poética y la estética de la revista era si apostábamos por lo digital o si nos planteábamos la posibilidad de una revista en papel. No nos costó demasiado convencernos, puesto que estábamos ante un homenaje por 20 años de trabajo y de sueños, debíamos hacer memoria y trazar futuro, y qué lector no se ha sentido feliz oliendo las páginas de un libro recién comprado, o trazando líneas que son ideas y proyecciones de futuro sobre un texto que nos emociona. La decisión de utilizar el papel es una decisión en parte nostálgica, pero también en parte una apuesta de futuro: queremos seguir leyendo entre aromas y colores, texturas y marcadores, subrayados y anotaciones, que conviertan esta revista, no solo en un objeto de deseo por su estética, sino también en un objeto de placer por su poética. Nos queda contestar a una pregunta: ¿Por qué IMPÚDICA? Porque la revista, enmarcada en las celebraciones de dos instituciones que inevitablemente se ven condicionadas por lo que representan, quiere sentirse valiente y atrevida, quiere huir de condicionamientos y corsés, quiere atreverse a ser indócil e irreverente. Quiere ser impúdica, en su sentido más literal de falta de pudor y vergüenza. A partir de ahí queda lo más importante, darle cuerpo y figura, pensar entre los equipos de El Faro y del CCESV, cómo seleccionar y ordenar todo sobre lo que queríamos escribir y leer. Y así va tomando forma lo que ahora tienes en tus manos. Nuestro objetivo es que sea una revista en 4 tomos, en la que cada tomo estará dedicado a un tema clave que configura toda la publicación y le da personalidad propia. No podíamos partir de otro tema para el primer número que no fuera la memoria. La memoria se puede definir como la capacidad del cerebro de retener información y recuperarla voluntariamente, así nos dice el diccionario. Pero la memoria es algo más: en una sociedad, configura el imaginario que tenemos sobre nosotros mismos y, por tanto, con base en qué recuerdos estamos construidos. Y sin memoria, sin saber qué somos y por qué somos, no podemos tener presente, ni tampoco futuro. Memoria en plural, porque son muchas las memorias que construyen nuestro presente: las memorias sociales y políticas, las memorias de la tierra y de los ancianos, las memorias de las victorias y las derrotas, las memorias de nuestros olores y sabores, de mares y volcanes. Las memorias impúdicas que construyen nuestro presente y nos permiten proyectar un futuro. Futuro al que dedicaremos, así en abstracto, nuestro cuarto y último número, y entre medio, impúdicamente reflexionaremos sobre géneros y territorios. Y ojalá que con estos 4 números creemos algo entre todos que quede para nuestro recuerdo, pero que también nos sirva para imaginar un futuro más justo e igualitario, más libre y tolerante. Un mundo en el que todos quepamos por igual, hombres y mujeres, de cualquier parte del mundo, de cualquier religión o creencia; un mundo mejor repartido en el que las palabras libertad, igualdad, justicia, democracia y derechos no sean papel mojado, sino garantías de futuro. Eloisa Vaello Marco Directora del Centro Cultural de España en El Salvador.


UNA PAUSA DESPUÉS DE 20 AÑOS Hubo un tiempo en el que el conocimiento parecía una biblioteca y la memoria se escribía en papel. Lo que se quería conservar se asentaba al ritmo de la mano o, a lo sumo, a una velocidad de rotativa que nos parecía vertiginosa y ahora solo sirve para imprimir tarde el pasado lejano de lo que ocurrió ayer. El papel fue el fuego y la rueda. Vale decirlo porque ya hay generaciones que no podrán recordarlo puesto que no lo están viviendo. Internet, ese nuevo oxígeno al que debemos tanto, nos ahoga en más información de la que sabemos procesar y difumina nociones de volumen, distancia, criterio de importancia. Internet altera la sed. Millones de ideas compiten cada instante por nuestra atención y no es fácil entre tanto ruido que lo importante sea medianamente memorable. Cuesta también en medio del eco distinguir las voces. En la red todo pasado puede simular ser presente y, aun cuando recordamos, ya no sabemos a veces si estamos realmente recordando ni a quién. Internet es insistente y borroso. Solo en un espacio y soporte tan inabarcable, redundante y cada vez más circular, tan absoluto, cabe la paradoja de que haya nacido el derecho al olvido. Es otro motivo para recordar que, cuando nació hace 20 años, El Faro quiso ser un periódico de papel. Por el prestigio que entonces tenía lo impreso. Para que su periodismo fuera recordado. Por apego al pasado. Dos décadas después, ir a tinta se nos ha convertido en un fetiche y esta revista es un juego y un autorregalo. En estos años El Faro ha mantenido abierto siempre un espacio a la cultura, muchas veces en complicidad con el Centro Cultural de España, y tratado de conservar un valor que parece de otra época y que en periodismo es un funambulismo: la pausa. Hacer una revista de arte e ideas, invitarles a leerla con calma, a pasarla por las manos y los ojos, a guardarla, es un placer que llevamos mucho esperando. Brenda Vanegas, nuestra editora invitada, quiso además que este primer número de IMPÚDICA huyera de lo virtual y lo abstracto. Como hace en su cine, Brenda ha impregnado estas hojas de papel de latidos íntimos. Para hilvanar una revista sobre memoria ha usado la forma más humana en la que el pasado nos alcanza y nos define: las abuelas, mujeres de pasado y presente, llamadas por ciclo de vida a ser la primera gran ausencia de nuestras vidas; hacedoras cotidianas, sobre todo en El Salvador, de las bases de nuestro recuerdo sensorial. Huella de esencias. Sin memoria falta verdad en lo que creemos saber hoy. Cada uno de sí mismo. Y todos de nuestro país plagado de familias rotas y heridas no reconocidas. No hay tampoco, claro, periodismo sin memoria. Se trata en el fondo de vernos sin pudores y no olvidar quiénes somos. José Luis Sanz Director de El Faro


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B r e n d a Va n e g a s . Cineasta

La memoria no siempre dice la verdad no por no ser sincera, sino porque la mirada nos ha cambiado, la piel ya muestra arrugas y la nostalgia nos la ha empañado. La memoria más lejana que tenemos no es la nuestra, es la de la madre de nuestra madre, o la abuela de nuestra abuela. La que nos contaron, hemos visto revivir y repetimos como propia, como una herencia. La memoria no es ordenada, ni limpia, ni exacta. Es un revoloteo constante, es un salto de un sitio al otro, de un dolor a una caricia, de un perfume a un miedo aterrador. Es un revoltijo. Nuestra mujer más vieja viva: sea una abuela, una madre, una tía, es una memoria viva invaluable, irrepetible, íntima. Las abuelas son memoria y refugio, guarida y nido, son vientres. Son mujeres salvajes porque han parido y no hay nada más salvaje y animal que parir y en seguida amamantar al recién nacido. Han visto a sus hijas parir a sus nietas. Cuánto de nuestras abuelas maternas heredamos, cuánto de ellas vamos a conservar y contar a nuestras hijas y nietas. Cuánto hemos ignorado de ellas, de estas viejas, de estas mujeres que huelen a ceniza y flor de manzanilla, que tienen las manos temblorosas, los recuerdos torcidos, los cabellos trenzados, que van a paso lento, a estas que en tiempos de guerra tuvieron que enterrar a sus hijos o murieron esperando que volvieran. Estas mujeres que en total desesperanza intentaron meter de golpe los corazones al pecho de sus hijos muertos, de sus hijos que huyeron, no pudieron siquiera venirlas a enterrar porque eran migrantes. La memoria íntima es quizás la más colectiva de todas. Esas historias que ocurren adentro, esas guerras que no explotaron afuera, que desgarraron pechos y hundieron el miedo en las habitaciones o salas de la casa. Son las abuelas que salieron con la guerra y vieron de golpe a la muerte para reclamarles los miedos. Las abuelas, pilares y columnas, que al morir desmoronan por completo las familias, se quedan huérfanas de abrazo extendido que reúne en un mismo vientre a todas las hijas y las nietas. 7


Memoria

Del lat. memoria.

1. f. Facultad psíquica por medio de la cual se retiene y recuerda el pasado. 2. f. Recuerdo que se hace o aviso que se da de algo pasado. 3. f. Exposición de hechos, datos o motivos referentes a determinado asunto. 4. f. Estudio, o disertación escrita, sobre alguna materia. 5. f. Relación de gastos hechos en una dependencia o negociado, o apuntamiento de otras cosas, como una especie de inventario sin formalidad. 6. f. Monumento para recuerdo o gloria de algo. 7. f. Obra pía o aniversario que instituye o funda alguien y en que se conserva su memoria. 8. f. Fil. En la filosofía escolástica, una de las potencias del alma. 9. f. Inform. Dispositivo físico, generalmente electrónico, en el que se almacenan datos e instrucciones para recuperarlos y utilizarlos posteriormente. 10. f. pl. Relación de recuerdos y datos personales de la vida de quien la escribe. 11. f. pl. Relación de algunos acaecimientos particulares, que se escriben para ilustrar la historia. 12. f. pl. Libro, cuaderno o papel en que se apunta algo para tenerlo presente. 13. f. pl. Saludo o recado cortés o afectuoso a un ausente, por escrito o por medio de tercera persona. 14. f. pl. Dos o más anillos que se traen y ponen de recuerdo y aviso para la ejecución de algo, soltando uno de ellos para que cuelgue del dedo.

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memoria artificial 1. f. mnemotecnia. memoria caché 1. f. Inform. memoria de acceso rápido de una computadora, que guarda temporalmente las últimas informaciones procesadas. memoria de elefante 1. f. coloq. memoria muy grande. memoria de gallo, memoria de grillo, o memoria de pez 1. f. coloqs. memoria escasa. memoria testamentaria 1. f. Der. Escrito simple a que se remitía el testador, para que fuese reputado y cumplido como parte integrante del testamento, según la legislación anterior al Código Civil. memoria USB 1. f. Inform. memoria portátil de pequeño tamaño, que se conecta a un puerto USB de una computadora. Caerse algo de la memoria 1. loc. verb. Olvidarse de ello. conservar la memoria de algo 1. loc. verb. Acordarse de ello, tenerlo presente. de memoria 1. loc. adv. Apoyándose únicamente en el recuerdo. Cito de memoria, sin contrastar los datos. 2. loc. adv. Recordando con precisión lo que se dice o expresa. Se sabía de memoria la partitura. 3. loc. adv. rur. Ar. boca arriba. Dormir de memoria. encomendar algo a la memoria 1. loc. verb. Aprenderlo o tomarlo de memoria. flaco, ca de memoria 1. loc. adj. Olvidadizo, de memoria poco firme. hablar alguien de memoria


1. loc. verb. coloq. hablar de repente. hacer memoria 1. loc. verb. Recordar, acordarse. huirse algo de la memoria 1. loc. verb. Desaparecer enteramente de ella. irse, o pasársele, a alguien algo de la memoria 1. locs. verbs. Quedar olvidado. recorrer la memoria 1. loc. verb. Reflexionar para acordarse de lo que pasó. reducir a la memoria 1. loc. verb. hacer memoria. refrescar la memoria 1. loc. verb. Renovar el recuerdo de algo que se tenía olvidado. renovar la memoria 1. loc. verb. Recordar de nuevo los asuntos ya pasados. tener en memoria 1. loc. verb. U. para ofrecer a alguien protección. traer a la memoria 1. loc. verb. hacer memoria. venir algo a la memoria 1. loc. verb. Presentarse de nuevo en el recuerdo. lápiz de memoria libro de memoria llave de memoria tarjeta de memoria

Recuperado de: http://dle.rae.es/?w=memoria. Diccionario de la lengua española, edición del Tricentenario. Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua Española. Actualización 2017.

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Nacida en 1885, en un pueblo de Navarra.

Leticia Macua, nieta de Dionisia

Dionisia, poco antes de fallecer en 1969, su primera foto.

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—Cómo no voy a llorar con lo que me ha pasado. Entraba y se la encontraba llorando, sentada en la cama, vestida de negro, menuda, encorvada. —Abuela, no llore— le decía su nieta. La abuela era un misterio, hablaba poco y lloraba en silencio. Vistió de luto desde los 38 años, cuando quedó viuda con cinco hijos: Pedro de catorce, Joaquín de diez, Manuel con ocho, Saturnino de cuatro y Victorina de un año. Se había casado con Celestino, un amigo de su hermano Bruno. —Pues yo me quiero casar. —Pues yo tengo una hermana soltera. Dionisia dejó su pueblo y se fue a casa de su esposo y su suegra. Ambos, madre e hijo, murieron el mismo año, el mismo mes, diciembre de 1923.

***

—Te he visto que ibas con el cántaro por agua para esa gente. —Algo habrá que comer, respondía la abuela. Pedro, el mayor, enseguida se fue de aprendiz de peluquero, se instaló en la ciudad y ya no volvió al pueblo. Sus hijos trabajaban a jornal, mientras ella iba a lavar con Victorina, la pequeña. No siempre había qué hacer en el campo, no siempre había qué comer en la casa. Dionisia entonces agarraba el cántaro e iba a algunas casas y les llevaba agua del río. Manuel y Joaquín protestaban, no querían que trabajara para los ricos.

***

Quizá entre las crestas del monte podían aparecer.

—Madre, nos vamos. Nos andan buscando. Dionisia preparaba lo que tenía, unas patatas, unas alubias, las colocaba en una tartera de barro, la envolvía en un trapo y se la escondía con la esquina del delantal. Salía de su casa sigilosa, pero con garbo, recorría las calles del pueblo de madrugada, antes de que nadie se hubiera levantado y llegaba hasta la viña. Escondía bajo la cepa la comida. Miraba a un lado y al otro, esperando poder ver a Joaquín o a Manuel, pero nada. Dionisia regresaba a casa pensando, atravesando los olivares, arañándose las pantorrillas con los cardos y buscando en el horizonte amplio y sin rastro de nube, reconfortar la angustia encerrada en su pecho. Dionisia estuvo varios días regresando al mismo lugar, siempre temprano, siempre decidida pero precavida. Recorría las piezas de trigo y cebada cosechadas, acortaba el camino a campo través por las viñas con sus uvas madurando, un par de meses quedaban para la vendimia. Un día llegó a la cepa del día anterior, allí estaba el trapo, la tartera y las alubias, igual que como las había dejado, intactas. Volvió a mirar a un lado y al otro, quizás entre las crestas del monte podían aparecer, de pronto escuchar el crujir de sus zancadas en los rastrojos que rodeaban la viña. Cuando tuvo fuerzas, salió al camino.

***

Dos hombres regresaron al pueblo. Los dos habían conseguido pasar a Francia y su familia no había tenido noticias de ellos hasta entonces. El padre de la Felisa dijo que la última vez que vio a Manuel fue en la batalle del Ebro, a Joaquín parece que lo fusilaron aquellos días de julio de 1936, apenas iniciada la guerra. —¿Y si no los han matado?, ¿y si algún día aparecen? —Pensó siempre la abuela Dionisia. 11


E l o Ă­ s a Va e l l o M a r c o Directora del Centro Cultural de EspaĂąa

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En el Centro Cultural de España en El Salvador estamos trabajando a lo largo de todo el año en un programa que reivindique la memoria como espacio permanente de trabajo. Todavía podemos considerarlo como algo incipiente, sin embargo, la intención es consolidarlo para que a largo plazo sea un programa estable. En este primer año hemos tenido dos momentos: El primero fue en marzo. A través de las propuestas artísticas de Walterio Iraheta y de Jorgelina Cerritos, recordamos a monseñor Romero en una fecha y en un año tan importantes para su legado. Jorgelina, a través del teatro y su Trilogía de la Memoria, y Walterio, a través de una instalación artística en la plaza Barrios, nos recordaron la importancia de mantener viva la memoria de un ícono de nuestro país; pero no solo eso, sino la importancia de tener una memoria que dignifique y rinda homenaje a todas las víctimas de nuestra historia. Tanto el relato de Walterio sobre su impresión de la balacera indiscriminada contra la población en la plaza durante el funeral de Romero, como las palabras de Jorgelina: «Entonces supimos que contarnos desde la memoria no era un espectáculo ni un acto de exorcismo, era más bien un compromiso con la historia» reafirman la necesidad de hablar de ese pasado, para curarse y para curarnos, para reconstruir nuestros recuerdos y nuestra historia. El segundo momento fue en junio, cuando inauguramos la exposición re:Construcción, bajo la investigación y curaduría de Sayre Quevedo y con el apoyo de The Fire Theory. Con esta exposición repensamos y, por tanto, re:contruimos la memoria de la guerra a partir de los recuerdos y testimonios

de ocho protagonistas, y las interpretaciones y miradas de 6 artistas salvadoreños. Esta exposición nos enfrentó y nos puso cara a cara con las heridas de una guerra demasiado reciente y que aún permanecen abiertas en muchos casos. Sayre nos lo explica en su texto: «Mi mamá me educaba partir de las pocas herencias históricas que tenía, las memorias que sus padres le habían pasado a ella. Pero eran pocas y muchas veces incompletas o confusas. Toda mi vida yo tenía la sensación de no ser de nada, una existencia flotante. […] Aunque el proyecto empezó como una investigación cuyo objetivo era comprender el pasado me encontré empujado hacia preguntas sobre el presente.» Han sido tres proyectos diferentes, tres proyectos que surgen de necesidades personales, pero que se enlazan con necesidades y preguntas colectivas. Cada uno de ellos a través de diferentes propuestas artísticas nos ponen de frente con nuestra memoria, pero en ningún caso para regodearnos en un dolor o una herida, sino para que sean esos recuerdos los que permitan una interpretación y comprensión del presente, una mirada justa y abierta, que cuente también con los recuerdos e historias de las víctimas y perdedores de la historia, para poder imaginar y soñar un mejor futuro. La cultura es en cierto modo todo lo que nos rodea y nos da sentido como sociedad, nuestros rasgos identitarios y comunitarios, nuestras relaciones y creencias, aquello que nos permite realizarnos como personas y perseguir nuestros sueños. Solo desde la Memoria podemos comprender e interpretar nuestro presente, para proyectar y construir un futuro más justo e igualitario. 13


Wa l t e r i o I r a h e t a . A r t i s t a c o n t e m p o r รก n e o

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Una montaña de zapatos. Una imagen que nunca he podido sacar de mi cabeza. Una imagen que ha permanecido viva en la memoria colectiva salvadoreña desde el 30 de marzo de 1980. Tenía 11 años. Esa mañana estaba junto a mi abuela pegado a la radio de la casa, seguíamos los detalles del funeral de monseñor Romero. Decían que miles de personas se habían congregado frente a Catedral, abarrotaron el atrio de la iglesia, las calles aledañas y la plaza cívica General Gerardo Barrios en su totalidad. Como todos saben, en su mayoría se trataba de gente humilde, campesinos, ancianos, mujeres, niños, que llegaron para dar el último adiós al arzobispo. Escuchamos el inicio de la homilía, alrededor de las 11:30 de la mañana. Unos minutos después se escucharon varios estruendos, comenzó una balacera, la radio seguía transmitiendo y oíamos a la gente gritando y corriendo en estampida tratando de salvarse. Francotiradores de la Guardia Nacional y del Ejército apostados en los techos de los edificios cercanos habían abierto fuego contra la multitud. Al día siguiente salió una fotografía en todos los periódicos, una inmensa montaña de zapatos que iniciaba desde la iglesia y llenaba toda la plaza, una imagen que sin duda dio la vuelta al mundo y que se quedó grabada en la memoria de todos. Horas después llegó hasta nuestra casa mi vecino Chamba, un joven de aproximadamente 25 años de edad, estaba pálido, sucio y empapado en sudor, y lloraba como un niño tratando, entre sollozos, de contarle a mi abuela lo sucedido. Mientras, yo lo observaba sorprendido; nunca en mi vida había visto llorar a un hombre adulto. El detalle que más recuerdo de ese momento es que Chamba estaba descalzo, llegó sin zapatos, apenas con un calcetín medio desecho, curiosamente, por aquellos días él laboraba para ADOC, la fábrica de calzado más importante de la región. Entre 2004 y 2007 trabajé en una serie de fotografías e instalaciones a la que llamé Mis pies son mis alas. El punto de partida de este trabajo fue aquella montaña de zapatos que seguía en mi cabeza, el zapato sirvió como elemento simbólico. El pasado sábado 24 de marzo de 2018, con el apoyo de la Fundación Romero y el Centro Cultural de España en El Salvador, logré por fin, luego de varios ensayos en diferentes lugares, reconstruir esa imagen con una acción pública. Llevamos más de 1 000 zapatos a la plaza Barrios en un intento de honrar la memoria de las víctimas, fue muy especial volver al lugar donde todo comenzó. Me tomó 38 años. Por supuesto esta serie está dedicada a mi abuela, quien me enseñó a caminar derecho, y al arzobispo Óscar Arnulfo Romero, que caminó entre los pobres y que fue la voz de los que en ese momento no tenían voz.

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Jorgelina Cerritos. Dramaturga

TEATRO DESDE LA MEMORIA Cuando en 2010, como Colectivo Teatral Los del Quinto Piso nos planteamos que nuestro siguiente trabajo en escena sería sobre memoria nos asaltaron de inmediato muchas preguntas. ¿Qué es la memoria? ¿Cómo llegamos a ella? ¿Qué significa contarnos desde ese territorio a veces nebuloso y siempre inagotable? ¿Cómo dejarnos atravesar por ella? ¿Era algo necesario en estos tiempos? ¿Por qué y para quién lo era? El mapa de preguntas no se aclaraba del todo, ocho años después de esa decisión siguen habitándonos, pulsantes, vigentes; sin embargo, algo debimos haber encontrado, tal vez un hilo, verde, frágil, que cual el hilo de Ariadna nos condujera a través del laberinto del espacio y del tiempo para tratar de tejernos, quizás de encontrarnos. Entonces, viajamos a los 80. Niña alegre y traviesa que se inventaba historias y las escribía en un cuaderno cuadriculado que escondía de los adultos arriba del chinero (uno de esos cuadernos que sin saber cómo se pierden en el tiempo). Niña que salía a jugar los viernes en la noche al ladrón librado, donde el camión destartalado que parecía que desde siempre había estado ahí, servía para ocultarnos. Niña que le daban miedo los perros grandes y que en esos años aprendió a andar en bicicleta en el parqueo de la colonia de casas iguales en pleno barrio La Vega. Décadas más tarde, cuando aquella niña había dejado de serlo, conservé el deseo de escribir historias que ya no quería esconder sobre el chinero, y me comprendí atravesada por otros recuerdos que tam16

bién estaban ahí, aunque no se traducen en alegres risas de sobremesa. Y nos encontramos los tres del Quinto Piso equivalentes y confidentes. Se desentierran otros recuerdos, se remueve la tierra fértil del dolor y de lo incomprensible. De aquello tan callado y tan viejo que se confunde con los cuentos, los recuerdos y los sueños en la frágil frontera de lo escuchado, lo vivido y lo imaginado. Y nos atrevemos a escarbar en aquello que no fue tan feliz ni tan ingenuo. Aquello que se entendió más por la cara de los adultos hablando en secreto. La niña que llevaba mensajes al vecino electricista que arreglaba los ascensores que a cada rato se averiaban, en los tantos edificios de la ciudad metropolitana, y que no entendía por qué en una primera semana de enero, del 81, según saco hoy mis cuentas, llegó una tanqueta al parqueo de nuestros juegos y destartaló la casa, el patio, el techo de aquellos vecinos que justo una noche antes se habían ido a Guatemala, donde los adultos jugaban pin-pon y yo escuchaba Las casas de cartón. La niña que vio escondida, asomada por la ventana, cómo un grupo de soldados se llevó a un muchacho vestido de blanco una madrugada y recordó que había escuchado sobre su hermano preso, que lo tenían colgado de los brazos en la Policía Nacional, en donde el vecino de al lado tenía un cargo superior. La niña que ya no jugaba al ladrón librado en el camión destartalado porque a todos nos empezaron a


La compañía de teatro Moby Dick durante el ensayo de la obra Bandada de Pájaros en 2017. Las actrices Rosario Ríos, Mercy Flores y Dinora Cañénguez dramatizan las violaciones a los derechos humanos y las ejecuciones extrajudiciales durante la guerra. Foto: Víctor Peña

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Nota: Jorgelina Cerritos escribe la Trilogía de Ensayos sobre la Memoria compuesta por los textos La Audiencia de los Confines, Bandada de pájaros y 13703 El Misterio de las utopías (Primer, Segundo y Tercer ensayo respectivamente) entre 2010 y 2015. Los tres textos han sido llevados a escena.

entrar a las casas más temprano y que alcanzó a escuchar que a una muchacha en Chalatenango la encontraron boca arriba en el río con una cabeza en la panza. La niña que le taparon los ojos para que no viera las cabezas en las estacas en la entrada de San Marcos, o las costillas al descubierto en una ladera camino a la Puerta del Diablo, o la mano hinchada de un hombre bajo las piedras y la lava del Jabalí. Y coincidimos en el miedo de las cinco de la tarde cuando se acercaba la hora del toque de queda, se oían las bombas y venían los apagones y las balaceras. Rafa y su familia, agitando una bandera blanca en pleno toque de queda mientras llevan a su mamá en camilla hacia el hospital por la carretera que de San Marcos llega al Aeropuerto. Víctor que ve a su mamá llorar por primera vez en su vida, en la iglesia de la colonia Luz, a un lado del bulevar Venezuela, donde ayudaba a hacer la limpieza, porque habían matado a monseñor Romero. Lo escribo ahora y se me sigue erizando el cuerpo. Y tengo que parar porque no veo debido a las lágrimas que anegan mis ojos de nuevo. Y empezamos a juntar más historias, las de otras personas, ya no sólo las nuestras, y nos dimos real cuenta de lo que ya sabíamos: a la par de otras historias, a nosotros no nos había pasado nada. Entonces supimos que contarnos desde la memoria no era un espectáculo ni un acto de exorcismo, era más bien un compromiso con la historia. Ensayos sobre la memoria Así se empezaron a configurar nuestras preguntas y nuestras respuestas. Encontrándose al mismo tiempo con otras preguntas y otras respuestas y con más preguntas y con más respuestas. Las nuestras, las de otros, las ajenas, las nuevas historias viejas. Los testimonios, los silencios, las desapariciones, las esperas, los dolores, las esperanzas, los miedos. No teníamos que preguntarnos más. No estábamos obligados a saberlo todo. Hacer y escribir teatro des18

de la memoria era absolutamente necesario. Contarnos desde ahí en nuestra escena era imprescindible ahora. Eran demasiadas historias calladas, no viejas, presentes. Lo sabemos con mediana claridad hoy, luego de haber escrito tres textos teatrales que bautizamos como Ensayos sobre la Memoria a la luz de las preguntas sin respuesta que le dieron existencia y sentido. A la luz de las tentativas de respuestas que el teatro podía darnos, y redescubriendo las palabras antes proféticas, que de niños no entendimos, hoy cuestionadoras, que como adultos nos confrontan, de monseñor Romero. Luego de haber entablado diálogos con lectores y espectadores, jóvenes y adultos, mujeres y hombres, mediante los intentos de Alonso, Mauro y Carola por juzgar nuestra historia sin impunidad, de Engracia y Susana por remontar con las alas el olvido y de la pareja de hermanos que perdieron su nombre la mañana del bombazo en que desapareció su hermanito pequeño. Situaciones y personajes surgidos de una ficción atravesada por hechos tan contundentes como reales, como el Mozote, el Sumpul y La Quesera. Hacer teatro desde la memoria en una sociedad como la nuestra ha sido para Los del Quinto Piso un permanente encuentro, necesario, pertinente, vigente. Una elección política no rentable y una apuesta estética comprometida. Ha sido por sobre todo un intento, un ensayo, por decir lo no dicho, lo oculto, lo callado, lo recordado, lo imaginado de aquello que nos han dicho que ha quedado en el pasado, en un remoto pasado de hace apenas veintiséis años. Es para nosotros un intento contestatario de justicia contra la desmemoria y el silencio. Un acto de resistencia a través del teatro que cobra sentido cuando nos vemos como espejo del mundo, como espejo de otros, cada vez que se revelan las pesadillas de las guerras con sus omisiones y sus olvidos impuestos.


María Luz Nóchez. Periodista

Hay una canción que dice que lo más resbaladizo es creernos sin memoria.

En El Salvador, a veces parece que caminamos sobre hielo a conveniencia: propia, familiar, educativa, ideológica… A los héroes se les viste y se les rinden (des) honores distintos según quién narre la historia. Monumentos, plazas, calles, escuelas, que se nombran y desnombran, son algunos de los actos que dibujan y tachan acontecimientos históricos, actos de remembranza. Por definición, museo es todo aquel lugar donde se exponen al público objetos de interés cultural, con el afán de conservar, estudiar y reflexionar sobre el patrimonio. Es decir, espacios para atesorar aquello que por su significado merece ser conocido y formar parte de la memoria colectiva. Y, sin embargo, hay muchos que ni saben que existen espacios como estos. El Museo de Historia Militar está dentro del ex cuartel El Zapote en el barrio San Jacinto. El lugar recibe visitas a diario, pero su popularidad más bien se debe a la pista para correr y las máquinas de ejercicio en las que algunos entrenan a diario. A 203 kilómetros de distancia, y a dos horas y media desde San Salvador, el Museo de la Revolución no está precisamente al alcance de todos. Forma parte de la nombrada Ruta de la paz, pero ni siquiera su potencial turístico ha servido para llegar a boca de todos. 19


Zapatos y camiseta de ejercicio del Teniente Coronel JosĂŠ Domingo Monterrosa, expuestos en el Museo Militar, Cuartel El Zapote, San Salvador. Monterrosa, comandante del batallĂłn Atlacatl, ha sido seĂąalado como responsable de la masacre del Mozote, cometida en 1981. Foto: Rachel Hatcher

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Desde su perspectiva y sus limitantes museográficas y económicas, los dos museos explican la introducción, nudo y desenlace del cuento llamado guerra civil salvadoreña[SR2] . En ellos se enfrentan las versiones de la defensa de la soberanía nacional versus la lucha por recuperar las libertades. Ambos son bastante precarios, constan de salas amplias con fotos, recortes y armas, pero con cédulas que apenas contienen información suficiente, en caso de que existan. Nada de iluminación o ventilación adecuada. El abandono y descuido de estos espacios son el retrato fiel del perdón y olvido que pactaron partidos políticos, guerrilla y Fuerza Armada en 1993 en la Ley de Amnistía. En este país ni siquiera la historia está unificada, y con suerte algunos de los retazos que intentan contarla están libres de polvo y telarañas. Sobre su condición, en Perquín los exmiembros de la guerrilla que sirven de guía explican que el museo ha sido desde siempre autogestionado por Rolando Cáceres, alias Mario. Por lo demás, su único ingreso viene del dólar que cada visitante paga para tener acceso al sitio, y que alcanza para pagar poco más de 100 dólares a quienes dan información de complemento a lo que ahí se exhibe. En El Zapote, en cambio, no hay ni siquiera quién amplíe y menos con quién intercambiar inquietudes respecto de lo que se ve. Es un derecho reservado para grupos de cinco personas en adelante, planificado con algunos días de anticipación. En todo caso, tener respaldo de una institución gubernamental como el Ministerio de Defensa tampoco significa nada en términos de presentación de la información, a menos que se trate de un uniforme militar y la gloria de quien lo vistió. Por supuesto que hay vacíos y cada parte del conflicto destaca aquello que mejor abona a su discurso. Sin embargo, el acercamiento desde lo oral y las experiencias de los exguerrilleros permite una declaración de honestidad al reconocer que algo de contexto hace falta a lo que ahí se exhibe, como los secuestros perpetrados para conseguir parte del dinero que financió su lucha y del que se exhibe la cartuchera en la que se transportó el rescate. En el excuartel, en cambio, el «¡misión cumplida!» de la Fuerza Armada no admite debate ni revisión, venga de donde venga. En 2012, el entonces presidente Mauricio Funes, comandante general de la Fuerza Armada, ordenó al ejército no llamar héroes a violadores de derechos humanos. Se armó una comisión que finalmente concluyó que no había nada que revisar. La firma de los Acuerdos de Paz en 1992 restó relevancia a la Fuerza Armada y la subordinó al poder civil, pero no minó el culto a la institución. Una de las figuras más transversales en ambos discursos es la del coronel Domingo Monterrosa, líder del batallón Atlacatl y responsable por la masacre de 978 inocentes en el caserío El Mozote, con el afán de «proteger» a este país de la amenaza comunista. Constancia de lo primero hay de sobra: reportajes que se convirtieron en libros, relatos de testigos, exhumaciones... Es más, en 2017, cancelada la Ley de Amnistía, se reabrió el juicio que tiene por ahora en el banquillo de los acusados a parte del alto mando militar de la época. Pero mientras para unos el teniente coronel es sinónimo de loor y gloria; para los otros, de asesino. En la capital, el uniforme de Monterrosa y sus medallas se exhiben como las de un héroe cuya misión fue interrumpida por desperfectos mecánicos. En las montañas de Perquín, en cambio, los restos del helicóptero en el que fue ajusticiado son una especie de objeto de colección, un botín de guerra. El término, a los guías no les gusta. Creen que trofeo va en sentido opuesto del porqué está exhibido ahí: demostrar la capacidad de reacción de los insurgentes. Bien decía Jorge Luis Borges que «El mayor defecto del olvido es que a veces incluye la memoria». Y, al igual que los museos, la memoria colectiva de este país está constituida por cajones de información selectiva. A 26 años del cese del conflicto no hemos logrado ponernos de acuerdo ni siquiera en cuál es la verdad oficial. Se firmó la paz. Se acordó investigar y escribir la verdad. Y con la promesa del perdón y olvido se firmó un pacto de impunidad. 21


Sayre Quevedo. Artista contemporáneo Fotografías de René Figueroa

re:Construcción La primera vez que visité El Salvador tenía 22 años. Nunca lo había visitado antes y mi único punto de referencia fue la historia de mi familia, una historia quebrada y llena de ausencias.

De ellos conocía apenas estos datos: Mis abuelos (del lado de mi mamá) salieron hacia los Estados Unidos en los 60; Los dos llegaron a San Francisco, California, donde se encontraron; Mi abuelo era de Santa Ana y mi abuela de San Salvador; Mi mama se fue de la casa siendo una adolescente y nunca regresó; Por eso no los conocí; Mi papá se fue antes de que yo naciera; Por eso no lo conocí; Mi mamá ni siquiera visitó El Salvador cuando era niña; Por eso no conocíamos el país de mi familia. Mi familia es pequeña. Una familia de sangre que consta de solo 3 personas. Pero mi mamá hablaba de sus padres un poco. Me compartía las pocas herencias históricas que tenía, las memorias que sus padres le habían pasado a ella. Pero eran pocas y muchas veces incompletas o confusas. Toda mi vida yo tuve un sentido de no ser de nada, una existencia flotante. Cuando empecé la universidad estudié lo que pude. Leí los libros y escribí ensayos sobre la historia de El Salvador. Eso fue en 2014. En los Estados Unidos justo se estaba poniendo atención a la crisis de los niños sin acompañante en la frontera de México y Estados Unidos, la mayoría de ellos de El Salvador. Sentí una urgencia de hablar y conocer, de entender el país, no desde un libro, sino de una forma completa. Por eso decidí ir a El Salvador. Fui afortunado al recibir una beca de mi universidad para mi primer viaje. Decidí enfocarme en un momento: el conflicto armado de los 80. Sería como un áncora en mi investigación. Al principio no sabía qué quería hacer, solo sabía que quería documentar las historias de la gente que conociera. Durante ese viaje conocí a la mayoría de los que están destacados en las mesas de la exhibición de re:Construcción, aunque en ese momento todavía no lo sabía. Conocí a Julio, sobreviviente de la masacre El Calabozo, y su familia; a Sofía y Dolores, madres y activistas por los desaparecidos; y Carlos, un peluquero y retornado recién de 22


los Estados Unidos. Aunque el proyecto empezó como una investigación con motivo de entender el pasado me encontré empujado hacia preguntas sobre el presente. Regresé a Nueva York con miles de fotos y horas de entrevistas. Las presenté como un slideshow con audio en un auditorio de mi universidad. Y fue entonces que entendí que mi trabajo no había acabado. Todavía tenía muchas preguntas. Quién soy yo, pensé, para compartir la historia de un país yo solo. Decidí regresar. Y lo hice, muchas veces, haciendo más entrevistas y conociendo a más gente. Tuve la suerte de conocer a Paula Álvarez en Al Lado Arte Residencia, quien me presentó a Mauricio Esquivel de Virgin Studios y Mauricio Kabistan de The Fire Theory. Nos conocimos y decidimos colaborar, para contar la historia del pasado y el presente de El Salvador a través de artistas y periodistas contemporáneos. Invitamos a Danny Zavaleta, Mauricio Esquivel, Melissa Guevara, Oscar Díaz, Verónica Vides, Carmen Elena Trigueros, Patricio Majano, Fred Ramos y José Cabezas a participar en la exhibición. Sus obras se enfocan en varios temas del legado y el impacto de la guerra civil en El Salvador y también en la identidad transnacional, conocimiento intergeneracional y los afectos sociales del conflicto. Los medios son varios. Hay obra audiovisual, performance, fotografía e instalación. La idea fue que participaran una diversidad de perspectivas y prácticas artísticas para mostrar el espectro de experiencias que existen. Mi equipo de productores (Luna Olavarria Gallegos, Julie Broad, y Amber Vanterpool) me apoyaron para planificar una gira en los Estados Unidos y El Salvador. También viajaron conmigo entre los años de 2015 y 2017 para preparar las mesas que exhiben los objetos, y que serían un aspecto importante de la exhibición. Cada mesa contiene objetos domésticos numerados y fotografías. Cada número corresponde a una pieza de entrevista de audio o sonido ambiental. Los espectadores son guiados a través de las historias del entrevistado por reproductores de mp3. Sus historias se pueden escuchar de forma lineal o el espectador puede escoger y elegir qué objeto quiere escuchar. Decidimos hacer una gira por lugares de los Estados Unidos donde hay comunidades de migrantes salvadoreños a causa del conflicto. Incluimos una parte más, un muro interactivo donde los visitantes de esas comunidades dejaran una nota, un objeto, una foto o un recuerdo sobre el conflicto o su impacto. Empezamos en el verano de 2017. Viajamos a Brentwood, Long Island; Brooklyn, New York; Washington D.C.; Silver Springs, Maryland; Los Ángeles, California. Desde ahí trajimos la obra a Santa Ana y a San Salvador. Cada lugar tiene su audiencia distinta. En Washington D.C. conocimos a varios jóvenes interesados en la historia del conflicto y cómo impactó en la migración de sus padres. En Brooklyn, New York, había gente de todos lugares interesada en entender el arte contemporáneo de El Salvador. En Los Ángeles había una mezcla de generaciones, interesada en compartir sus experiencias entre ellos mismos. La cosa más importante que he aprendido a través de esta experiencia es que el acto de escucharnos entre nosotros es un acto de amor. Muchas veces me fascinaron, más que la reacción de la gente ante la exhibición, las conversaciones entre ellos: cómo los objetos provocaban su memoria de los eventos históricos (dónde estuvieron en ese momento, qué pensaban), las cosas que han cambiado y las que no. Sin hablar, sin escuchar, la memoria es inútil. Si no fuera por las memorias que mi mamá me trasladó, tal vez nunca hubiera visitado El Salvador. Si ella no me hubiera contado lo que recordaba, ese deseo de entender nunca me hubiera ocurrido. Así me doy cuenta de que la memoria es la herramienta más poderosa, pero solo cuando la usamos. 23


La exhibición – las mesas Una cuma y una cacerola. Un casete de Madonna. Un uniforme. Este es el precio de nuestras vidas. O, en los términos más simples, lo que se guarda. Y lo que elegimos conservar; estos objetos; son reflejos de vidas internas y nuestras vidas externas: lo que queremos recordar y lo que queremos olvidar, cómo nos vemos a nosotros mismos y el mundo en que vivimos. Dentro de cada uno de los objetos están las realidades de la historia tal como las hemos presenciado. Desde los ojos de una madre de dieciséis años, de huérfanos y prostitutas, de activistas y refugiados, capítulos de la historia de los márgenes a menudo borrados, silenciados y luego olvidados. Este trabajo es una contribución a los esfuerzos que ya existen contra el olvido en El Salvador. Es documentación activa y preservación de las circunstancias actuales del país y su historia. Las voces asociadas a los objetos y fotografías frente a usted son una prueba de una versión más matizada y compleja de las narrativas nacionales.

Crecí sin una historia cohesiva. Nací en San Francisco, California. Mi madre se fue de casa a una edad temprana y perdió contacto con su familia. Mi padre se fue antes de que yo naciera. No tengo fotografías de mi propia familia, excepto mi madre y mi hermano. Es exactamente esta falta de pertenencia lo que impulsa mis obsesiones por recordar como un acto histórico, como una herramienta para posicionarnos en el estado actual de las cosas y en las raíces de esa situación. Los artefactos aparentemente insignificantes de nuestras vidas son documentación de nuestra existencia y del hogar que hemos construido.

re:Construcción y las mesas son sobre el legado del conflicto armado en El Salvador, pero también se trata de historias de migración, historias de pérdida y crecimiento, historias de familia, comunidad e identidad. No son la historia completa de El Salvador. Las mesas son actos para completar, son un reconocimiento de las personas que componen un país y sus vidas, que conforman su historia.

Utensilios, prendas y cartas originales de personas que vivieron la guerra forman parte de la muestra.

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La exposición reConstrucción se mostró en mayo en el CCESV como parte de su programa dedicado a la memoria.

¿Cómo llegamos a esto? Mauricio Kabistan. Artista contemporáneo

El pasado siempre regresa para recordarnos aquellos errores que no logramos solucionar. Eso es lo que pienso al ver los rostros de las personas retratadas en el trabajo de José Cabezas. «Los niños son el futuro del país», es la frase trillada que recuerdo cuando veo los rostros de esa nueva generación que nació en el año 1992, retratados en el proyecto de Fred Ramos. Ambas piezas nos hablan de una paradoja del pasado y el presente en distintas formas. La generación del futuro que vive en el presente los errores y consecuencias del pasado. El pasado reclamando derechos básicos en compensación a esos años de vida que perdieron luchando por una causa que ayudaría a sus descendientes a vivir un futuro mejor; y que les han sido dados a cuentagotas esperando que mueran para convertirse en lo que son, el pasado. Creo que estos dos trabajos reflejan esa particularidad que nos define en nuestro presente. Nuestros errores caminan con nosotros, todos los días, sin importar a qué generación pertenezcamos. No lo ve-

mos pero ahí está, el fantasma de la guerra aún nos sigue definiendo, marca lo que somos y aleja todo lo que queremos ser. Y mientras más nos añejamos, más grande será esa brecha que impide entendernos. El entendimiento y la empatía es un paso difícil que nadie quiere dar, porque el miedo lo puede todo, lo consume todo. Pero también aún hay esperanza como dice Mauricio Esquivel en el texto que cierra esta revista y que pertenece también a la curaduría de esta exhibición. Todo regresa al mismo lugar y de una u otra forma está latente ese sentido común que por años está reclamando un entendimiento mutuo que nos permita avanzar junto con nuestros errores. Quizás esos retratos no hablan entre sí de forma concisa, pero detrás de esa máscara que nos ponemos cuando tenemos una cámara enfrente quizás se miran el uno al otro y se preguntan ¿Cómo llegamos a esto? y al igual que el resto de nosotros estoy seguro que pacientemente están tratando de solucionarlo. 25


Miguel Huezo Mixco. Escritor

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«Nada de lo que sucede se olvida jamás, aunque tú no puedas recordarlo». El viaje de Chijiro

1. Alguna vez escribiré la historia de mis veinticinco casas. Por un tiempo viví como un fugitivo. Entonces no había otra manera de vivir. Me mudaba de un lugar a otro, a toda prisa. Casi no tenía nada. Mis cosas cabían holgadamente en un maletín, carecían de valor material o sentimental, y podía desprenderme de ellas y abandonarlas. Antes de ese entonces tuve una casa, con cama, refri, cocina, geranios, libros y un bebé. Pero en un momento del año 1978 mi mujer y yo decidimos separar nuestros caminos y nos repartimos nuestros bienes de manera poco equitativa. Yo me quedé con la mitad de la biblioteca y un baúl de madera donde eché papeles, cuadernos, fotografías, casetes y discos. Dejé los libros donde mis hermanos y el baúl donde mis padres, y me mudé a la primera de las numerosas casas donde me tocaría vivir. Ella se llevó al bebé, la refri y la otra mitad de los libros. No dijo a dónde iba. De hecho, no debía decírmelo. Yo tampoco quería saberlo. Las cosas eran así en ese mundo al que decidimos entrar: el mundo del secreto, donde nos llamábamos con nombres falsos, donde se sabía lo indispensable y no se preguntaba nada. La utopía por la que estábamos dispuestos a dejarlo todo estaba compuesta de sueños fabulosos. La mayor prueba de nuestra falta de sentido de la realidad era, precisamente, que queríamos hacer que la realidad se ajustara a esos sueños. Es la única manera de hacer que las cosas ocurran. Al final, muchas salieron bien. Pero el futuro que nos alcanzó sigue siendo tan ruin e injusto que a veces pareciera que caminamos hacia el pasado. 27


2. Las cosas que aquí cuento pasaron en el pasado. Pero no han pasado. Algunas no pasarán. Yo me desempeñaba en un mundo semipúblico, ella en el secreto. Vivía en barrios obreros, ella en casas de seguridad compartimentadas. Yo dejé de ser el poeta mariguano del que se enamoró, y ella colgó los guantes de señorita bien cuidada. Habíamos entrado al mundo de la acción y no había vuelta atrás. Aquella separación no se produjo solamente por nuestra voluntad. Si entraste a la lucha y no te sacrificás por la lucha no estás en la lucha. Se nos autorizó para que cada dos o tres semanas, tomando todas las medidas, como se decía entonces, nos encontráramos para que yo jugara un rato con mi muñeco. Platicábamos poco, casi nada, pues siempre estábamos de prisa, temiendo algo o preparándonos para algo. En una de esas charlas de emergencia, me contó que la refri y los libros terminaron como pasto de las llamas durante un ataque de la Guardia a un local clandestino donde se imprimían panfletos a favor de la guerra popular. Eran días terribles. Muchas personas eran detenidas y no se volvía a saber nada de ellas. Memoria del pavor. Todos las semanas se contaban por centenares los cadáveres de jóvenes que aparecían con los ojos sacados, las tripas de fuera y los genitales cercenados. Las consecuencias de elegir el camino que tomamos podían ser espantosas. Y así fue. Ella murió alrededor del mes de agosto de 1980 en circunstancias nunca esclarecidas. Yo me encontraba fuera del país ocupándome de algunos trabajos, y el emisario que me trajo la noticia no me dio muchos detalles. Me dijo que había sido detenida, sacrificada, muerta y, finalmente, sepultada como desconocida. No quedó rastro de ella. Por suerte, el bebé estaba a salvo. Volví para buscarlo, lo dejé con sus abuelos y volví a mis asuntos. No había tiempo que perder. Venía la guerra y, en efecto, meses después, como lo cantaron los profetas, llegó la guerra. Ingresé a un país que no conocía, a montear, cerro arriba, cerro abajo, de campamento en campamento (estas precarias residencias no cuentan entre mis casas). Diez años más tarde, al final del conflicto, como se dio en llamar a aquella carnicería, regresé a mi ciudad a hacerme cargo de mi vida, y a reanudar el conteo de mi trashumancia: de la casa número 15 pasé a la 16; de la 16 a la 17, y así, sucesivamente. 28


Por suerte: sin el olvido nuestra vida sería inconsolable. Entre libros, fotografías, tarjetas de Hallmark, diplomas, recortes de periódicos y adornos de mesa, encontramos, escrita sobre un delgado papel rayado, cuidadosamente doblada y metida en un sobre aéreo, una carta que me envió su madre en los días de la clandestinidad. ¿Cómo llegó allí esa carta? Seguramente yo mismo la eché allí y luego, lo digo con algo de remordimiento, la borré de mi memoria.

3. Mi vida sigue marcada por el sino del traslado, pero mi carga ya no es tan ligera como antes. Con el mobiliario de rigor llevo aquel baúl que, a estas alturas de la vida, se ha convertido en una cápsula de tiempo, un objeto de memoria, un muestrario de escombros de mi generación, o el sótano donde se acumulan objetos que solemos designar con la engañosa palabra de «recuerdos». La sola idea de mirar en su interior me produce un poco de espanto. Aquel niño ahora tiene más años que los que yo tenía cuando perdimos a su madre. Después de pasar fuera del país por mucho tiempo vino por unos días, con su familia, a la vigesimoquinta casa en la que vivo desde ya hace cuatro años, un récord que me hace pensar que el maleficio de la errancia quizás ha terminado. Su regreso fue como una gota que cae sobre un charco y produce ondas circulares. ¡Qué onda! Acabo de leer en la web que una onda es el resultado de una perturbación que se propaga por una vibración inicial. El día que abrimos el baúl, lo primero que sentimos fue el golpe que emana de las cosas viejas. Tuve qué reconocer que una buena cantidad de esos «recuerdos» acumulados estaban... olvidados, y que algunos carecían de sentido. La información original de esos «recuerdos» ya no tiene lugar en la memoria.

Una buena parte de esa carta está destinada a ponerme al tanto de la salud y los aprendizajes del niño; también relata pasajes de su vida cotidiana como madre soltera en los rigores de aquella lucha. Aunque por nuestro hijo estábamos autorizados para intercambiar mensajes embutidos en botes de talco o bolsas de té, toda nuestra correspondencia era revisada. Mi memoria despierta a medida que la leo. Dice: «Hay que tener cuidado con lo que me escribes (...) Todas tus cartas (las) he recibido y todas han sido leídas por lo menos por un parte de la Comisión». Esta advertencia para que evitara mostrarme vulnerable o inseguro fue posible porque esa carta no pasó por los controles, sino que fue despachada desde una oficina de correos en San Salvador a un apartado postal en el Paseo Colón de San José. Y así recuerdo que además de Víctor, Haroldo y Rosendo, alguna vez también me llamé José. En una cartulina estrujada un avión vuela sobre una verde colina, debajo de un sol ardiente y unas nubes cachetonas ¿Quién dibujó este paisaje? En medio de ese viaje por el túnel del tiempo me siento poseído por un efecto parecido al jet lag. En la portada de un gastado ejemplar de Life aparece la imagen de una joven pareja en el Festival de Woodstock. Pego un brinco en el tiempo: nuestra idea de la liberación estuvo contenida en esa foto. Memoria del esplendor. ¿Podría venderse bien en Mercadolibre punto com? Barajo un mazo de fotografías en blanco y negro, y las pongo en semicírculo. Mi memoria se pone en marcha. ¡Estábamos deliciosamente locos! Con mi teléfono hago fotos que comienzo a despachar, sin filtros, a los sobrevivientes, provocando un repiqueteo de tonos anunciando el intercambio de mensajes. El nombre de ella se repite en cada texto. Pasados los días, la onda termina disipándose. Es el olvido que todo lo purifica. 29


Nacida en un cerro del oriente de El Salvador hace 100 aĂąos.

B r e n d a Va n e g a s , n i e t a d e M a u r a

Maura, en su vientre de abuela le cabĂ­an todos las hijas y las nietas .

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Me gustaba guardar los casquillos de las balas en secreto, ver cómo se elevaban los helicópteros y con ellos levantaban nubarrones de tierra que hacían desaparecerlo todo, y luego mi madre, a limpiar el polvo que se metía aunque las ventanas estuvieran cerradas. Malvivíamos entre el 1988 y 1989 con mi madre y mi padre en San Miguel, justo enfrente de la Tercera Brigada de Infantería. La guerra pasaba frente a nosotros en forma de hombre herido, de mujer corriendo, de zumbidos y traqueteos, pero yo de esa guerra no sentía miedo. Había que dejar de jugar a las 5 de la tarde, el toque de queda era a las 6, poner algunos colchones en las ventanas, refugiarse y de vez en cuando dormir en un rincón, debajo de la pila, abajo de la mesa del comedor, entre el hueco de la cocina y el planchador. Nos acurrucábamos ahí mi madre y yo solas abajo del lavadero. Mi abuela le decía a mi madre que nos fuéramos al campo cuando las guerras se ponían más crueles, que nos fuéramos allá lejos de la posibilidad de que nos golpearan, nos hirieran o nos mataran. Lejos, allá en su rancho en medio del monte, para huir de las peleas y de las cruzadas, allá donde el viento de los grandes sauces canta, las luciérnagas alumbran los caminos más oscuros y las hamacas mecen las almas. De la guerra que más huíamos no era de las de las bombas que estallaban sobre nuestras cabezas, en el aire, arriba del techo de la casa. Huíamos de esa guerra de adentro, en los pechos de niña y mujer asustadas, que explotaba sobre todo en las madrugadas y nos encontraba desprevenidas. Esta guerra la imponía mi padre luego de que diera de golpes a las paredes, a las puertas, a su mujer; estallaba todo adentro de un cuerpecito enflaquecido de 6 años, un balazo tras otro en forma de grito, de golpe violento, de puñalada fría, de vendaval. Mi abuela se cruzaba esa guerra y todas las guerras por su hija y su nieta. Llegaba siempre con un paquete de semilla de morro, de cuajada fresca, de huevos indios. Mi abuela parió 12 hijos, todos en el monte y de estos perdió 6: 4 murieron de días y meses apenas, otra de 2 años y al primer hijo de todos se lo mataron a los 30 años. Ese día ella no estuvo ahí para poner el pecho enfrente de su hijo, para abrazarlo y que las balas fueran para ella y salvarlo, no estuvo para mirar de frente a la muerte que la dejaba rota para siempre. Me encerraba yo y me daba de golpes en la cabeza, otras veces en los puños, pero de estos las marcas me quedaban más visibles y luego tenía que dar muchas excusas en la escuela y a mi madre. Darme de golpes me permitía curtirme de dolores, un día dejé la marca en la pared y corrí a limpiarla, ya me sangraban los puños y no lloraba. Otras veces mi madre lograba juntar algún dinero y

nos íbamos donde los abuelos, la abuela nos recibía en la puerta, a pura corazonada que ese día íbamos a llegar, sentadita rezando un rezo y leyendo la Biblia sin leerla. —Ay hija— le decía sin más y en la mirada se le desplomaba el dolor de reconocer una hija herida y muerta en vida. —¿No han comido?— más sentencia que pregunta. A tostar las semillas de morro, ajonjolí, clavo de olor y otras especies, a corretear la gallina, guindarla del jícaro (ese mismo al que por las madrugadas les chupábamos las flores), degollarla de un tirón, agitado el cuerpo de la gallina se retorcía. La cocina de barro y la leña humeante, a preparar el caldo, a esperar que el sazón dé su punto, servir y volver a amamantarnos a su hija y nieta, vientre grande el de la abuela donde cabíamos las dos. —Coman hijas— y aquella era también su forma de abrazarnos, y comíamos como animales, como quien come para no morir de pena, salvajes. Mi abuela nunca dijo mucha palabra, podría haber sido muda, para toda esa manera de salvarnos siempre nunca la necesito. Nos quedábamos un par de días y éramos felices, me enseñaba a darle de comer a los pollos y a los cerdos, a sacar los huevos de las gallinas, a ver los terneros mamar, a ordeñar la vaca, a viajar en la carreta para ir por el agua al pozo. Envolvía huevos, frijoles cocidos del día, semillas de horchata, algunos jocotes y hasta tortillas, nos lo daba en un canasto y nos daba la bendición tocándonos con sus manos temblorosas la cabeza. A mí me daba un par de colones a escondidas. Ahí se quedaba en la puerta, llorando con su pañuelo y extendiendo la mano hasta que nos miraba desaparecer entre el camino espeso de árboles, nublado de dolores y angustias. Le daba miedo que un día cualquiera aquella guerra adentro de la casa nos dejara muertas y ya no volviera a hacer caldos para nosotras o volvernos abrazar, que era lo mismo. La guerra civil acabó, mi abuela murió, vinieron otras guerras, tuvimos que huir más lejos, tan lejos incluso una de la otra, la madre de la hija. Quisiera que supiera ahora Maura, mi abuela, que ninguna guerra nos mató.

En las madr ugadas chupábamos la miel de las flores .

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LA PAZ PROVOCA A LOS FANTASMAS DE LA GUERRA

(O LA NOCHE NO QUEDÓ ATRÁS) 32


Amnesia. El Salvador siempre ha padecido amnesia. A veces por traumas que el subconsciente nacional bloquea. No hay tiempo para eso. A veces porque las dosis de calmantes que se le administran son tales que no dejan espacio para la memoria. El 16 de enero de 1992, los hombres que durante doce años nos hundieron en la locura de la guerra se sentaron a firmar la paz. Con ella vino también una amnistía para evitar que los criminales, los asesinos, los torturadores, se sintieran amenazados y rompieran el proceso. Y la patria se vistió de gala para la fiesta de la paz y bailó con la muerte de sus hijos. A partir de entonces a las madres que buscaban a sus hijos la patria las regañó y las amenazó con la conciencia nacional: no podemos mirar al pasado. No podemos reabrir las heridas. Pero es que las heridas no estaban cerradas. Es que la paz la firmaron los guerreros y la amnistía no pidió la opinión de las víctimas y de sus familiares. Es que, ya pensándolo bien, era complicado. Porque la Comisión de la Verdad que investigó los crímenes de guerra estableció que el 90 por ciento los había cometido el ejército y que el fundador de Arena, el partido que gobernaba El Salvador y que lo siguió gobernando durante 20 años, había sido también el autor intelectual del asesinato de monseñor Óscar Romero y también el organizador de los Escuadrones de la Muerte. Es que, en esas condiciones, era absurdo esperar que el poder cultivara la memoria. En los años que siguieron, la misión fue obviar el pasado y la consigna no reabrir heridas. La celebración de los acuerdos de paz se convirtió, en el mejor de los casos, en la glorificación de los nuevos tiempos y la decisión de no volver al pasado. La paz, decían todos, consolidó nuestra democracia y salvaguardó nuestras libertades. Pero no decían que esa paz no nos devuelve a los muertos para que los enterremos como Dios manda. De eso no hablaron. Durante dos décadas.

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Entonces llegó Mauricio Funes, el primer presidente de izquierda en la historia de El Salvador. Aquel que durante su campaña nos prometió el cambio, pero no precisó que se refería a su estilo de vida. Funes hizo lo contrario, pero con el mismo resultado: hizo de la memoria histórica una herramienta política y con ello la pervirtió. Convirtió los hechos en banderas políticas, en propaganda. En 2012 se fue a conmemorar los 20 años de la firma de la paz al escenario más macabro de la guerra: El Mozote. El caserío que le dio nombre a la masacre perpetrada en 1981 en siete pequeñas poblaciones del nororiente de El Salvador. Un batallón del ejército llamado Atlacatl mató a casi mil personas, la mitad de ellos niños y el resto, casi todos, mujeres y ancianos. El mismo batallón que asesinó, en 1989, a seis sacerdotes jesuitas, a una empleada y a su hija en la UCA. (Un caso reabierto en Madrid y en proceso en la Audiencia Nacional). Ahí en El Mozote, rodeado de soldados del Estado Mayor, Funes dijo haber ordenado al Ejército revisar su interpretación de la historia y dejar de enarbolar y de presentar como héroes a quienes participaron en crímenes de lesa humanidad. Nombró particularmente a los perpetradores de la masacre: Al coronel Domingo Monterrosa, un hombre que el Ejército venera, que ha dado su nombre a la Tercera Brigada de Infantería y que es adulado en el Museo Militar. En los caseríos que rodean El Mozote, en cambio, Monterrosa es recordado como el comandante del Batallón Atlacatl que ordenó aquella barbarie de tres días en 1981, una masacre que el Estado salvadoreño negó hasta el final de la guerra y que hoy es el símbolo latinoamericano de la atrocidad. El Mozote. (Monterrosa murió durante la guerra, en un atentado perpetrado por la guerrilla.). Pasó lo que tenía que pasar: los que ayer pedían amnesia sacaron sus tambores de guerra y se pusieron frente a su armario para evitar que comenzaran a salir los fantasmas. El general Mauricio Vargas, firmante de los acuerdos de paz, dijo en televisión que el informe de la Comisión de la Verdad era «una grosería» para la Fuerza Armada; y la paz que había llegado a celebrar junto a la excomandante guerrillera Nidia Díaz terminó en una ácida discusión sobre quién había cometido más crímenes durante la guerra. El coronel Sigifredo Ochoa Pérez, diputado por Arena y vinculado él mismo a masacres y crímenes de guerra, amenazó al mandatario por Twitter: «¿Qué quiere presidente Funes? ¿Guerra de nuevo? Yo como Soldado estoy listo para defender nuestra Patria». El espectáculo de Funes, al final, terminó en nada: las conclusiones de la comisión que nombró para reinterpretar la historia militar fueron secretas. Pero nada cambió en los homenajes del Ejército: Monterrosa sigue teniendo su pabellón en el Museo Militar y la Tercera Brigada aún lleva su nombre. Funes también decidió hacer de la figura de monseñor Romero el emblema de su gobierno. Bautizó así el aeropuerto internacional de Comalapa y el boulevard que antes se llamaba Diego de Holguín. Y se dedicó el resto de su gobierno a vivir exactamente al contrario de las costumbres del santo: desvió 300 millones de dólares de las cuentas del Estado; se regaló múltiples viajes en compañía de su amante y se volvió coleccionista de armas, de perros y de exesposas. Requerido por la justicia salvadoreña, huyó a Nicaragua. Allá vive. Pero hace dos años, sin mayores estridencias, la Corte Suprema de Justicia resolvió que la Ley de Amnistía era inconstitucional y abrió así la posibilidad de juzgar a criminales de guerra. En San Francisco Gotera, desde el año pasado se lleva a cabo el juicio por la masacre de El Mozote. Uno a uno han desfilado decenas de sobrevivientes o familiares de las víctimas, relatando el horror de aquellos días en que el Atlacatl se ensañó con ellos. Pero ninguno de los acusados está en la sala. Lo relatan solo para los representantes de la fiscalía, para el juez y una docena de abogados que representan a los militares acusados de participar por acción u omisión en la masacre.

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Nadie ha puesto mucha atención al juicio, que al fin y al cabo se celebra allá, lejos, en un pueblo de oriente. Y nadie, tal vez, termine tras las rejas por aquel horror. Pero nadie tampoco les quita a las víctimas esa posibilidad restauradora de declarar en un juicio, de contar el daño que sufrieron, de acusar. Y así, en aquel pueblo de provincias, esos campesinos están rompiendo el conjuro que los criminales creyeron durante décadas que imponían al destino: el olvido y la impunidad. El patrimonio de la historia. También se han reabierto ya en tribunales salvadoreños los casos del asesinato de monseñor Romero y de los sacerdotes jesuitas; y continúa el proceso abierto en la Audiencia Nacional de España por el caso jesuitas. Ahora hay un acusado presente en los tribunales de Madrid: el coronel Inocente Orlando Montano, uno de los militares acusados por el crimen, recientemente extraditado por Estados Unidos a España. Calladitos, los fantasmas han comenzado a salir del armario. Y están hablando, Y van a reescribir esas historias y nuestra historia y los criminales ya no podrán tener monumentos ni homenajes. Eso va a pasar. Tarde o temprano. Con su sencillez de campesino, curtido por el peor de los horrores y la cotidianidad de la pobreza, Antonio Pereira contó algún tiempo antes del juicio, por primera vez, lo que vio en el caserío Los Toriles, uno de los siete que ardieron aquellas malditas jornadas de El Mozote. Logró escaparse y se mantuvo escondido en el monte, y desde ahí atestiguó cómo los soldados mataban a toda su familia: «Es duro estar viendo que le estén matando la familia a uno. Cuesta aguantarse. Después de que los ametrallaban les tiraban granadas, destrozándolos más de lo que los habían dejado con las balas… Yo quisiera que hubiera justicia para esa gente que lo hizo, porque fue mucho lo que hicieron. No se le olvidan las cosas a uno». No. No se le olvidan. Pereira es uno de los campesinos que rindieron testimonio a principios de este año en San Francisco Gotera. El primer logro es que el jefe de los abogados de los militares, Lisandro Quintanilla, ha reconocido oficialmente que la masacre existió; que la perpetró el Ejército. Eso, el reconocimiento de las atrocidades, es un paso importante. La estrategia de la defensa ahora se limita a proclamar la inocencia individual de sus clientes. Dorila Márquez, sobreviviente de aquella masacre, también testificó en el juicio. Contó cómo huyó con uno de sus hijos, herido en el talón, y se refugió en casa de su suegra. Cuando terminó la masacre, fueron a buscar a su familia. Los soldados mataron a sus dos padres, a dos hermanos y a sus sobrinos. También a familiares de su esposo. «Mi suegra quería ir a ver a sus hijos. Esa vez encontramos a Nilo, mi cuñado, su esposa y sus niños: eran calaveras y huesitos debajo de un palo de café. Nilo estaba boca abajo, con el pantalón y la camisa prensada. Se había secado como un pescado, no se lo habían comido los animales. Mi esposo los enterró. Volvimos a ir a la plaza, pero ya no había restos. Un compadre me contó que los militares pasaron trayendo gente para que fueran a ayudarles a enterrarlos». Dorila Márquez se quedó viviendo en la zona. Hacía tortillas que le compraban soldados del batallón Atlacatl cuando se encontraban en operativos posteriores en la zona. Una vez, testificó ella, no aguantó más y les dijo a los soldados: «Yo soy de El Mozote. Ustedes mataron a mi familia». Ellos asintieron. Varios años antes de que testificara en el juicio, Dorila Márquez contó su historia aquel día de la visita de Funes. Habló de sus parientes muertos, de los restos que sigue buscando. Huesos que esperan aún ser desenterrados para ser enterrados debidamente. Huesos que a ella le impiden olvidar. Lo dijo muy claro ese día: «A 30 años de este horror sigue la impunidad. ¿Dónde está la justicia? Queremos perdonar, pero tenemos que saber qué y a quién». En ese proceso están. Es el desafío de la memoria, que intenta recuperar terreno, ante décadas de amnesia oficial.

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El viernes 8 de enero de 2016 el general José Guillermo García, ministro de la Defensa entre 1979 y 1983, llegó a El Salvador deportado desde Estados Unidos, donde un tribunal migratorio le había condenado por torturas. En el aeropuerto, un grupo de activistas le preguntó por las desapariciones forzosas perpetradas por el Ejército bajo su mando. “¿!Dónde están los desaparecidos!?”, le gritaron varias veces. Su respuesta fue un una sola palabra, una orden. Fotografía de Fred Ramos 36


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Amparo MarroquĂ­n Parducci Profesora e investigadora

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Ese pensador místico y pesimista que fue Walter Benjamin dijo, una vez, que aunque parezca muy bueno luchar por la cultura, hay que evitar que esta nos lleve a construir documentos de barbarie, de imposición. Para escapar un poco de ello, invita a «cepillar la historia a contrapelo» y sacar las historias que no habíamos visto. Quizá así la cultura sea (por fin) de todos. Me interesa que esa propuesta benjaminiana sea mi punto de partida, al identificar algunos sucesos de los últimos veinticinco años de historia cultural salvadoreña. 1992 fue declarado por la Naciones Unidas como el Año Internacional del Espacio. Un nombre que puede convocar muchos sentidos. Para la ONU, la idea era reflexionar sobre el uso del espacio ultraterrestre con fines pacíficos. La sociedad salvadoreña no lo hizo. 1992 fue un año de permitirse la esperanza. Fue un

año de alumbramientos. Apenas teníamos acceso a computadoras, el Internet empezaba, los noticieros eran los programas más vistos en la televisión nacional, y la finca El Espino era todavía un pulmón verde donde los pericos descansaban cada tarde. Los años que siguieron vieron nuevas propuestas, al regreso del exilio, mujeres y hombres salvadoreños crearon sueños como Tendencias, Primera Plana, o Sentir con la Iglesia. Duraron poco. ¿Las esperanzas? Esas se fueron desgastando. Pero estos veinticinco años nos han dejado todavía algunos desafíos, sueños, certezas, provocaciones… yo escojo diez de manera arbitraria, a contrapelo de las historias protagonistas. Y recuerdo que en este país la cultura ha entrado muchas veces por la puerta de atrás. Divido este arbitrario listado en dos: algunos acontecimientos significativos y otros que faltan, como provocaciones posibles para seguir avanzando.

ACONTECIMIENTOS El primer suceso que coloco tiene que ver con contar la memoria. En 1993, la Comisión de la Verdad publicó un informe y recomendó al Estado salvadoreño construir un monumento para la reconciliación. El novelista Robert Musil dijo alguna vez que «no hay nada tan invisible como un monumento», y parece que al gobierno le pareció muy bien esta reflexión, porque hasta hoy poco se ha ocupado de colocar altares, huellas, monumentos que sean, para todos, rememoración e historia. Han sido otros, como Probúsqueda, el Museo de La Palabra y la Imagen, o investigadoras como Georgina Hernández y Evelyn Galindo Pohl, quienes construyen con empeño estas memorias. Un movimiento desde la sociedad civil fue quien, después de muchos esfuerzos, consiguió inaugurar en 2003 el Monumento a la Memoria y la Verdad. Situado en el Parque Cuscatlán, es uno de los pocos monumentos vivos de nuestra capital. Dice, convoca, junta en un mismo movimiento víctimas civiles de todos los espectros políticos. He visitado muchas veces el monumento y siempre encuentro gente que va ahí como se va a un cementerio. A rendir un homenaje, a dejar una flor, a rezar, a estar simplemente. Si hay un muro que no divide, sino que une; si hay un muro indispensable es este, el que nos nombra. Mi segundo acontecimiento recoge a su vez una larga sucesión vinculada al arte en el país. Varias de 40

las manifestaciones que hubo en la década de 1970, como ha investigado Ricardo Roque, se silenciaron durante la guerra. Pervivieron en otro tipo de proyectos estéticos, a veces más militantes. Mi primera experiencia después de los Acuerdos la formaron las sucesivas ediciones del Festival Centroamericano «Creatividad sin Fronteras», que cada año lanzaban propuestas y contaminaban de entusiasmo a muchos municipios, cuando la Caravana de Teatro se volvió una realidad. El tercer acontecimiento que rescato en la construcción de procesos de simbolización cultural es la incipiente industria cultural. A pesar de los procesos adversos, la industria de la música y el cine se ha venido posicionando lentamente. Una nueva generación de cineastas emerge y promete contar nuestras propias historias en voz alta, con nuestros propios miedos y acentos. El cuarto acontecimiento voy a denominarlo la irrupción de lo popular. En realidad, no es algo nuevo, pero es una persistencia que muchas veces no queremos ver. Durante estos años, lo popular ha adquirido visos de legitimidad en el canon cultural nacional. Más allá de festividades religiosas, estas décadas trajeron iniciativas novedosas. El INAR consiguió institucionalizar en 2001 el Museo de Arte Popular, y desde el Ministerio de Turismo se impulsaron fes-


Este texto fue elaborado por la autora para el especial #Paz25 de Elfaro.net

tivales gastronómicos y otros aportes de lo local a lo nacional. En 2011, Elena Salamanca y Javier Ramírez convocaron apoyos y terquedades para llevar a cabo el Festival Ecléctico de las Artes (FEA), que desde la calle, el performance, la música o la memoria visibilizó formas de simbolización, gusto y consumo de la sociedad salvadoreña. Y lo popular sigue ahí. El quinto acontecimiento es mucho más cotidiano y al mismo tiempo global. Ha cambiado las formas de comunicarnos, decirnos, imaginar nuestro mundo y

habitarlo: la llegada del celular y su instalación al centro de nuestra vida. Ya en 2009, las estadísticas de la SIGET mostraron que había más celulares registrados que habitantes. Algunos estudios muestran que las personas entran en pánico, si piensan que han perdido su celular. Esta pequeña tecnología se ha colocado al centro de nuestra vida y define mucho de lo que somos. Desde ahí significamos. Nosotros hacemos mucha más cultura con un celular que con un piano. Y esta constatación debería ser un punto de partida para pensar nuestro sistema educativo.

DESAFÍOS Mi decálogo coloca cinco procesos más que aún no son, pero que en este contexto se vuelven urgentes.

encontrar una voz potente que, desde las calles y las redes sociales, reclame derechos que son de todos.

Primero. El Salvador ha enfrentado procesos de urbanización acelerada, y el primer desafío que coloco es el de transformar nuestras ciudades en un proyecto educativo, convirtiéndolas en un texto para ser descifrado. Un reto podría ser que algunas de nuestras ciudades formaran parte de la Asociación Internacional de Ciudades Educadoras . Hay mucho por inventar e intervenir.

Un cuarto desafío es volver a la educación. Una educación que abandone el autoritarismo y apueste por la tolerancia y el diálogo. Que deje de preocuparse por la memorización de los conceptos y muestre que debemos enfrentarnos al mundo con mirada crítica. Sigue pendiente esa reforma educativa, la que nos enseñe a simbolizar, la que no piensa solo en contenidos, sino en maneras de aprender-saboreando, esa raíz común de saber y sabor que parecemos haber olvidado.

Segundo desafío: debemos trabajar intencionadamente por recuperar el tejido social. ¿De qué sirve una ley de cultura, si no nos vuelve capaces de mirarnos a los ojos y reconocernos? Hace más de diez años, Miguel Huezo Mixco y William Pleitez señalaron que la cultura debía llevarnos al encuentro del nuevo nosotros. Todavía estamos en camino. Tercer desafío de la cultura: crearnos nuevas razones para la esperanza. Toda sociedad necesita creer y crear. Tener voz. Soñar. El arte juega un papel fundamental; si bien ya hay un camino, todavía falta mucho más. Los movimientos sociales son otro espacio para creer, desde el #YoSoy132 mexicano, pasando por la #NuitDebout francesa, hasta el #JusticiaYa de Guatemala. Los movimientos ciudadanos dan razones para soñar, aunque aquí seguimos sin

Finalmente, es necesario enfrentar este país en fuga que cada día pierde ciudadanos formados, soñadores. Los expertos llaman a este proceso fuga de cerebros, y quizá deberíamos hacer la operación contraria, la de un anclaje de cerebros. Jóvenes que estén en muchos sitios, pero que sepan dónde está su raíz y mantengan un vínculo activo. El desafío es esa ciudadanía nueva. Todo listado es siempre discrecional, arbitrario. Así es el mío; pero es, además, un sueño. Que los próximos veinticinco años las maneras de construir cultura sean capaces de darnos abrigo, memoria, esperanza. 41


Por Elena Salamanca. Historiadora y escritora

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Escribo este texto con la intención de comprender a Roque Dalton (1935-1975) en la posguerra: como símbolo de la impunidad dentro de la izquierda y como la construcción de una metáfora de país, un cuerpo desaparecido.

Roque Dalton, fotografía sin fecha del acer vo del Museo de la Palabra y la Imagen.

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Ni abeja ni pan; tormenta

Podría decir muchas cosas sobre Roque Dalton. Podría decir que quizá sí sea nuestro poeta nacional, porque escribió sobre los otros, «guanacos hijos de puta, mis compatriotas, mis hermanos», esos desperdigados por el mundo que no cabían en «el país de la sonrisa» ni cantaban afanosamente —cual enanitos de Blancanieves— El carbonero mientras vivían en el «Pulgarcito de América». Podría decir que la poesía de Dalton nos toca porque es experiencia a través del humor. Que en su poética, hay amor, hay dolor y hay, sobre todo, risa. Y la risa, como diría Zambrano sobre el conocimiento, viene de las entrañas. Podría decir que la poesía de Dalton tiene mucho de profética. “Cuando sepas que he muerto, no pronuncies mi nombre”. Pidió silencio y se lo dimos. Pero se lo dimos de la manera menos justa, no ganó el silencio. Podría decir de Roque Dalton lo que han dicho Julio Cortázar, Eduardo Galeano, Rafael Lara Martínez, Luis Alvarenga... Podría decir abeja, lágrima, pan... Pero no. Escribo este texto para intentar comprender, para preguntar, qué hemos hecho con Roque Dalton muerto. Bien muerto. Roque Dalton, un cadáver sin túmulo. Sin duelo. Un cadáver insepulto que es en sí mismo sepultura, sepultura de la memoria.

La paradoja de las víctimas 44


Por decreto legislativo, el 14 de mayo, día del nacimiento de Roque Dalton, el Estado salvadoreño celebra el día nacional de la poesía. Pero ignora el día de su fallecimiento, apenas cuatro días antes, el 10 de mayo. Quizá porque Dalton fue asesinado por sus compañeros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), en 1975. Celebrar el día del nacimiento de Dalton y no querer hablar, querer borrar, el de su muerte, el de su asesinato, es una de las grandes paradojas de la posguerra en El Salvador. Roque Dalton es, fuera de su unicidad literaria y de su posterior construcción martirial por la izquierda misma, una víctima cuyo asesinato sigue impune. El Estado salvadoreño pidió perdón en 2010 en El Mozote, en Morazán, por las masacres cometidas por el Ejército durante la guerra civil (1980-1992). Quien pidió perdón fue Mauricio Funes, primer presidente del FMLN, en un acto de justicia y reparación que los gobiernos anteriores no habían ejecutado, muy a pesar de su recomendación por el Informe de la Comisión de la Verdad en 1993[1]. Y fue un perdón paradójico, el gobierno que pidió perdón no fue el gobierno que ejecutó las masacres de población civil como simbólicamente recoge en El Mozote, ese gobierno encabezado por aquella generación de militares y políticos que siguen siendo protagonistas de la posguerra. El Estado que pidió perdón fue el de un gobierno de izquierda. Y esta es la paradoja: ni ese mismo gobierno ni su partido han reconocido los asesinatos —ajusticiamientos como los llamaban— cometidos como ejército de liberación nacional[2]. Es decir, se pidió perdón, pero no a todas las víctimas. Es importante señalar esto para comprender la posguerra. La dimensión ética del FMLN —como la voz hegemónica de la izquierda que ha asumido ser— debería reconocer y pedir perdón por el asesinato de Roque Dalton como símbolo de las otras víctimas, las de la izquierda misma, muy a pesar de que Dalton haya sido asesinado antes de la guerra civil. Roque Dalton, por la complejidad del esclarecimiento de su asesinato, por la libertad con la que los confesos autores intelectuales del asesinato se incorporaron a la vida civil[3], representa la impunidad dentro de la izquierda salvadoreña. ¿Cuáles son las verdaderas víctimas y los verdaderos héroes de la izquierda? Claro, no fue la cúpula actual del FMLN la que ordenó el asesinato, me dirán, el FMLN ni siquiera

existía en 1975, argumentarán. Pero después de la firma de los Acuerdos de Paz, y ya convertido en partido político, el FMLN ha asumido ser la única voz de izquierda en El Salvador; no permite la disidencia[4]. Y si aceptamos ese juego, si es la única voz que vale, deberíamos exigir que cumpla su papel: que sea esa misma voz la que tenga valentía para reconocer el pasado y conciliar el futuro de la izquierda salvadoreña. Estos debates no son nuevos ni innombrables en la izquierda latinoamericana. En 2004, el filósofo argentino Óscar del Barco, quien apoyó en su momento al ERP argentino, escribió su carta No matarás, en la que hablaba sobre el asesinato «ajusticiamiento» de dos miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo entre 1963 y 1964, recientemente confesado por Héctor Jouvé en el documental La guerrilla que no fue. La carta era una reflexión y una solicitud para hacerse cargo de la responsabilidad política, histórica, ideológica, de los asesinatos. Decía:

«Ya sea desde dentro o desde fuera, somos responsables del asesinato del Pupi y de Bernardo (…) no existe ningún ‘ideal’ que justifique la muerte de un hombre, ya sea del general Aramburu, de un militante o de un policía. El principio que funda toda comunidad es el no matarás (…) Es hora, como él dice, de que digamos la verdad. Pero no sólo la verdad de los otros sino ante todo la verdad ‘nuestra’. (…) Los otros mataban, pero los ”nuestros” también mataban»[5]. El compromiso de los que escribimos es con el pensamiento, trabajamos para la reflexión y la crítica; eso mismo hacía Dalton. No estoy aquí para decirle al FMLN lo que debe hacer, ¡su cúpula jamás me oirá! No tengo compromiso con la izquierda ni con la derecha; ya saben: soy demasiado fresa para la juventud del FMLN y demasiado corriente para la juventud de Arena. Y quizá esa condena bipolar, quizá ese destierro, sea lo que me permite hacer las preguntas que muchos se hacen pero no publican. Escribo este texto sin ningún compromiso emocional con Dalton, simplemente lo escribo porque preguntar va a permitirnos entender qué ha sido de nosotros en la posguerra, qué ha sido del cadáver de Dalton como una metáfora de país. 45


Sin cuerpo no hay duelo y sin duelo no hay día de la poesía Hicimos de Roque Dalton poeta nacional, con día oficial y protocolos. La gloria nacional postrera es demagógica, una manera de lavarse las manos al estilo de Pilatos. La ley de Amnistía de 1993 también salva al FMLN de sus delgadas y débiles políticas internas. Y mientras no haya reconocimiento del asesinato de Dalton —ni de tantos otros, sean poetas, alcaldes o militares—, ni perdón ni paradero de cuerpo no hay duelo. Por eso no podemos quedarnos callados, muy a pesar de «Alta hora de la noche». Sin duelo no puede haber un día oficial de la poesía. Roque Dalton pidió, proféticamente, ser borrado, decir «flor, abeja, lágrima, pan, tormenta». Pero el silencio es la tormenta de un pasado que no termina de pasar. Hay un sentido profundo de la ética en pronunciar su nombre, unirse a la lucha moral y jurídica que durante años han llevado sus hijos Juan José y Jorge, pedir, exigir, a la izquierda salvadoreña —la histórica, la actual y la escindida—que pida perdón por ese asesinato como símbolo de los otros asesinatos —ajusticiamientos— cometidos durante la guerra civil, y en reparación de todas esas otras familias a las que no se les pidió perdón en 2010. La Comisión de la Verdad indicó como piezas importantes para el proceso de reconstrucción nacional el perdón y reconocimiento a las víctimas. Con 46

exigir a la izquierda no se ignoran ni se ocultan los asesinatos y las violaciones a los derechos humanos cometidas por la Fuerza Armada Salvadoreña y por grupos paramilitares como los Escuadrones de la Muerte. No. No podemos comparar a Dalton con los niños asesinados en El Mozote y El Sumpul porque no se trata de ganar las olimpiadas del horror[6]. Pero sabemos que un muerto desaparecido, un desaparecido, es siempre un muerto desaparecido y un desaparecido único, es una incertidumbre, un duelo no resuelto en una familia, es eso que carcomió lo que llaman tejido social, un hilo en tensión constante que se ha roto en la posguerra en la misma figura de la desaparición, encarnado en esas madres que buscan diariamente, ahora mismo, a sus hijos desaparecidos por las pandillas[7]. A pesar de las organizaciones de derechos humanos, de las familias de las víctimas y de los sobrevivientes, el perdón y el reconocimiento a las víctimas tardaron 18 años en llegar. Y esto puede decirnos mucho de una sociedad donde diariamente siguen siendo asesinados niños, niñas, ancianas, poetas. Esto puede decirnos mucho del valor del silencio y de la voluntad de olvidar en El Salvador. ¿Cuáles eran, cuáles son, las únicas voces que debían valer la pena para la posteridad?


El descanso del guerrero Los muertos están cada día más indóciles.

Antes era fácil con ellos: les dábamos un cuello duro una flor loábamos sus nombres en una larga lista: que los recintos de la patria que las sombras notables que el mármol monstruoso.

El cadáver firmaba en pos de la memoria: iba de nuevo a filas y marchaba al compás de nuestra vieja música.

Pero qué va los muertos son otros desde entonces.

Hoy se ponen irónicos preguntan.

Me parece que caen en la cuenta de ser cada vez más la mayoría.

[1] Informe de la Comisión de la Verdad, en sus recomendaciones, sugiere la reparación material y la moral, pp. 256-257. [2] Informe de la Comisión de la Verdad, “Violencia contra opositores por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional”, pp. 202-208. [3] La Comisión de la Verdad recomendaba la inhabilitación de diez años para la función pública de todos aquellos señalados como responsables de violaciones de derechos humanos, p. 245; esta recomendación, como muchas otras, fue suprimida por la aprobación de la Ley General de Amnistía para la reconciliación nacional de 1993. [4] Por ejemplo, recordemos las pugnas de ortodoxos y renovadores en el FMLN y la forma en que fueron expulsados varios de sus miembros fundadores que propusieron reformas encaminadas a la social democracia. Un trabajo de Salvador Martí i Puig, Adolfó Garcé y Alberto Marín publicado en 2013 en la Revista Española de Ciencia Política indica esto mismo: «En la convención de diciembre de 2000 se aprobó una reforma estatuaria que prohibía por decreto la existencia de tendencias internas (…) en el periodo comprendido entre 2001 y 2004 continuaron las pugnas interpartidarias, las cuales acabaron resolviéndose con la expulsión de los líderes de la tendencia renovadora y con la toma de control del aparato por parte del grupo socialista-revolucionario [FPL y PCS]», p. 65. [5] Del Barco, No matarás, consultado:https://lectoresdeheidegger.wordpress.com/2011/09/22/oscar-del-barco-no-mataras-carta-a-schmucler/ [6] Todorov, en su libro Los abusos de la memoria, pide tener cuidado con «la reivindicación del superlativo, los hit parades del sufrimiento, las jerarquías del martirologio». [7] También dice Todorov: «Aquellos que, por una u otra razón, conocen el horror del pasado tienen el deber de alzar su voz contra otro horror, muy presente, que se desarrolla a unos cientos de kilómetros […] Lejos de seguir siendo prisioneros del pasado, lo habremos puesto al servicio del presente, como la memoria –y el olvido- se han de poner al servicio de la justicia», p. 105.

No tengo, como siempre, las respuestas. Pero Dalton, en una escritura preclara, nos dejó escrito:

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Nacida el 10 de marzo de 1924 en un pueblo de Aragรณn.

Nadia del Pozo, nieta de Elena

Nunca en vano su chillido.

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A mi yaya no le diré que su madre murió desangrada. Los levantaron de madrugada, los críos con camisolas. «Despediros de la madre» y un beso a esa guapa y blanca sobre la cama. Sé que no duerme porque distingo su cabeza alzada en la penumbra, a veces grita «¡madre mía, tan joven fría!», o me recuerda que nunca se ha acercado a nadie ni nadie se ha acercado a ella, pero ahora está oyendo el cuchillo contra el cardo. Mira hacia el cristal opaco de la cocina como si pudiera ver las fibras amontonarse, el balde llenarse del cardo limpio. Hay que tirar el agua del primer hervor para que no amargue, luego se cuece normal. También las olivas necesitan sosa para quitarles lo fuerte. De mi bisabuela he sabido en las casas del monte rodeadas de oliveras, allá donde enviaron a mi yaya 10 km campo a través y en mitad de la noche con el revólver en un paño escondido en su pecho huérfano, para enterrarlo y que los soldados no se llevaran a su padre. Desde ahí bajan nuestros muertos de visita, «es lo más grande que te vengan a ver», dice, y yo no le he contado que algunos techos se han derrumbado, los pucheros están tirados junto a las capitanas que se cuelan en el interior con el empuje del cierzo, el suelo son puras madrigueras y su madre se arrancó al último hijo porque para entonces ella ya no se sentía una coneja llenando un hogar de agujeros. Los familiares aparecen como los jóvenes que fueron o como lo es ella en estos días, se cuenta a sí misma que esas manos de vieja asquerosa no son suyas, se queda viendo hacia abajo con extrañeza los pechos vacíos y colgantes como tripas secándose al sol. Hoy la acosté con las uñas llenas de olivas negras, había quedado la mesa negra, los dientes y los labios negros de olivas negras. Estamos solas, nadie nos vigila, nadie se abrasa las manos por las prisas

Q ue no creo no confío eso no se va.

de las hijas que solo tuvieron una hija como no tener ninguna, cayendo una y otra vez en la repetición. Solo con genio podías volverte loco. No hay nada malo en tirarse al piso, evadir las voces que quieran levantarte, ocultarse bajo un pañuelo, manta o trapo, arañar las pareces buscando qué hay detrás, analizar la silla de ruedas para desatarse y huir. Atizar es distinto, golpearse o golpear, escupir, pellizcar, agarrar al otro por el sexo como si fueras a robarle a los no queridos. Su vagina es como una cueva guarida donde pueden verse las recogidas de azafrán, las longanizas de la matanza colgando como piernas amputadas y toda la sangre que se escapa después, incontenida, como una fiera que hace mucho que distingue entre sombras. 49


Raquel Bonilla. Mรกster en Comunicaciรณn

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Recuerdo el día que se firmó la paz. Tenía solo cinco años, muy pocos para entender qué pasaba, pero los suficientes para saber que era algo importante. La paz para mí era una paloma blanca con una ramita verde. Era un evento, casi un espectáculo, que reunió a mi familia alrededor de un televisor. Recuerdo también que tres años más tarde, mi familia se reunió para almorzar después de ir a votar. Eran las primeras elecciones de la posguerra. Parecía un motivo para celebrar, un nuevo comienzo para la democracia en el país. Aunque yo crecí en tiempos de paz, en más de un sentido es como si la guerra nunca se fue. En mi casa se quedó el recuerdo de un hijo y hermano que desapareció y nunca fue encontrado, sin el consuelo de incluir siquiera su nombre con otros veinticinco mil o más, en el monumento que está en el parque Cuscatlán, porque mi abuela no lo permitió por un miedo absurdo de que alguien lo asociara con uno u otro bando. En mi educación, la guerra se quedó como un tema recurrente en la clase de Sociales, como las excursiones a Perquín o El Mozote, o como los libros que de adolescente me transportaban a una época que parecía tan distante. O en la figura de monseñor Romero, que se estudiaba en marzo, se colgaba en afiches y se aprendía en cantos para la misa. Se quedó también en las historias de personas que vivieron el conflicto de las maneras más crudas, como la niña Chentía, que llegó a trabajar a mi casa a mediados de los 90, pero recordaba sus días en el refugio y la ayuda de los internacionales, como si se tratara de ayer. Los expertos —esos que siempre salen a dar su opinión cuando se les consulta— dirán que sí, que los efectos de la guerra se quedaron en la economía, la migración, las pandillas y un puñado más de fenómenos que tienen su raíz en aquellos años perdidos. Tendrían algo o mucho de razón.

A 26 años de los Acuerdos es como si El Salvador nunca llegó a ser el país que los contemporáneos de la guerra y la paz imaginaron: el que celebraron frente al televisor, el 16 de enero de 1992, o con un almuerzo, el domingo de las elecciones, en 1994. El país en que yo vivo es muy diferente al de mi familia, mis vecinos, compañeros de trabajo, amigos y conocidos, aunque coexistamos en tiempo y espacio. Para mí, El Salvador es seis millones de países diferentes, tantas versiones que no cabrían en sus veinte mil kilómetros cuadrados, sin contar el país que recuerdan o idealizan los salvadoreños en el exterior.

*Raquel Bonilla es Máster en Comunicación y ha desempeñado su carrera principalmente en el sector privado. Escribe en el blog Ocurrente Irreverente desde 2009.

Vivo en un país en que aún para una mujer soltera, de 32 años, educada y con buen empleo, estable, consciente de mis privilegios, a veces me siento corta de oportunidades. Vivo donde una casa propia es inalcanzable con un solo ingreso, donde jubilarse y gozar de una pensión comienza a sonar imposible, y decidir traer hijos a este mundo algún día parece una locura. Sin embargo, nunca me he detenido seriamente a considerar irme. Con excepción de la vez que coqueteé con la idea de emigrar a Canadá, pero desistí en cuestión de horas, porque todo parecía tan improbable, no porque lo fuera —la gente lo hace todos los días—, sino porque en el fondo se siente como si todavía hay algo que puedo hacer aquí. O porque en el fondo tengo miedo de comenzar de cero. Todo es relativo. Pero si hubiera un solo motivo para desertar, sería para estar en un lugar donde tuviera la libertad de caminar tranquilamente por la calle, sin temores, y simplemente ser. Donde la paz no sea solo algo que se firmó hace años, sino algo vivible. Para mientras, hago lo mejor que puedo con lo que tengo. ¿Acaso no hacemos eso todos? 51


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Las historias del abuelo, los relatos de quien vivió toda una vida de mudanzas, hijos, trabajos, alegrías, tragedias, matrimonios, viajes, idas y venidas, nietos. Memoria viva, les llaman algunos, bibliotecas andantes, otros. Los mayores cuentan con el don de la experiencia, y cuando detenemos el tiempo para mirar atrás, es natural que a ellos recurramos. Este texto, al contrario, resulta de reunir a cuatro veinteañeros salvadoreños para conocer su memoria, para ver a través de sus pensamientos el pasado reciente de El Salvador. ¿Por qué unos jóvenes que ni siquiera nacieron en tiempos de la guerra para hablar de memoria? Porque ellos son el resultado de los últimos 20 años del país, a ellos les toca hablar de lo que hicieron sus mayores en lo que ayer era su futuro, y hoy es su pasado. A ellos, a los jóvenes, a esa mayoría cuya voz suele ser en demasiadas ocasiones obviada. Los cuatro jóvenes pertenecen a la era de lo intangible, del agachar la cabeza para ver la pantalla del celular frente al amigo, padre o madre. El ritual de tomar fotos, revelarlas y crear con tiempo y cuidado el álbum del viaje, del cumpleaños, o de la celebración que sea, es algo de otros tiempos. De los cuatro jóvenes, solo uno sabe lo que es armar un libro con fotos. Grethell María Ávila Soto, nació en 1998 en San Miguel, estudia medicina en la Universidad Evangélica y reside en San Salvador. En la capital oriental viven sus padres y su abuelo, la abuela emigró a Estados Unidos antes de separarse de su cónyuge. Grethell relata con una tierna sonrisa el momento en el que encontró un álbum con fotos de su hermana pequeña al ir a buscar imágenes que necesitaba para la universidad. Al ver esas instantáneas y aproximarse el cumpleaños 16 de su hermana, decidió regalarle un collage con imágenes de ellas juntas de niñas. 52

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Fotografías de Carlos Barrera

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Eduardo R. Salgado. Periodista

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No solo le sirvieron esas imágenes para un inolvidable regalo, sino que, como cuenta, pudo ver con sus ojos cómo han cambiado las cosas desde su infancia. «Recuerdo que en la colonia todos los niños salíamos a jugar a la calle. Andábamos en bicicleta y mi mamá nos gritaba que nos mantuviéramos por la zona pero igualmente salíamos. O cuando entrábamos a una casa, rápidamente decíamos que solo íbamos por agua, para regresar rápidamente a la calle. Ahora siento que fuimos la última generación que pudo hacer eso, o al menos en la colonia donde vivo, ya no se ven niños afuera». Esta idea de sentirse como los últimos que disfrutaron de la calle como campo de juegos y travesuras, lamentablemente la comparten los cuatro. Los tiempos cambian, y mucho. Sebastián Ochoa Vanceros, de 22 años, no ha creado un álbum pero sí que usa la fotografía como parte de la memoria familiar, aunque sea en un formato tan irreverente como el lenguaje de los memes. «Entre mi hermano y yo subimos fotos antiguas de la familia, editadas a modo de meme, en el grupo familiar de WhatshApp», comenta Sebastián con un brillo de picardía en los ojos. En ese chat interno suelen ser recurrentes las burlas a su padre, por la ropa o el cabello desfasado. Su madre no puede reírse con ellos ya que no está incluida en el grupo de WhatsApp. Ella emigró a Estados Unidosdespués de separarse de su padre, y fue él quien sostuvo y mantiene a la familia. Sebastián estudia Comunicación y Estrategia Digital en la Escuela Mónica Herrera. 1

Los menores de 30 años representan el 53,6% de la población, datos de 2017, según encuesta de Digestyc.

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«Desde niños nos educan en la idea de que lo mejor está fuera del país. Todos queremos vivir donde al tío, al hermano o al padre, le va tan bien que envía remesas para todos». Ruth Noemí Romero.

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«De pequeña mis padres me mandaban a la calle a comprar cualquier cosa, y ahora que ya soy adulta, ni se les pasa por la cabeza». Grethell María Ávilo Soto.

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A la pregunta de cuál es el recuerdo más lejano en el tiempo que evocan con nostalgia, Irving Maximiliano Mónico Salamanca, estudiante de Comunicación en la Universidad Don Bosco, comenta que los días 24 y 31 de diciembre, porque son los únicos en los que se reúne la familia. «En esos días mi abuela cocina siempre una lasaña de espinacas con queso porque es vegetariana, y consigue reunir a todos en su casa, a pesar de que unos y otros estén enfrentados». Irving nació en 1999 en San Salvador y asume con toda franqueza que no tiene una buena relación con su madre, quien se marchó del hogar cuando él contaba 6 años. «Pese a que vive a una calle de nuestra casa, casi no nos tratamos», sostiene Irving, que vive junto a su padre y hermano en Mejicanos. La memoria de un joven veinteañero inexorablemente está imbuida por recuerdos familiares. Es en casa donde más tiempo se pasa, donde descubres tu primer plato favorito o donde te peleas con tu hermano por el control de la tele. Sin embargo, hablar de la familia con un joven salvadoreño en muchas ocasiones poco tiene que ver con la imagen edulcorada que el cine hollywoodiense nos vende. La adolescencia en El Salvador comparte espacio con abandonos familiares, parientes emigrados o separaciones que fragmentan la familia. En la casa de Ruth Noemí Romero, capitalina de 20 años que estudia inglés, quien trata de que la familia permanezca unida es su tío, ella y su hermana viven con él en Los Planes de Renderos, pese a que sus padres residen en la capital. Para Noemí, uno de los momentos que sobresalen de su memoria es cuando su tío le llevó a ver Little Chicken en un cine de Ciudad Merliot ya cerrado. Siempre hay lugares que por motivos no aparentes, acontecimientos importantes, o por la belleza de la cotidianidad, recordamos con especial alegría. En el caso de Irving su lugar es el Centro Histórico de San Salvador, donde en su infancia podía pasar todo el día con su padre en busca de algo de pisto. «Recuerdo ir jalando a mi padre del cinto mientras recorríamos el centro, es por eso que ahora me gusta ir al centro, porque me recuerda a mi infancia». En la infancia de Sebastián la colonia donde reside su abuela era un lugar donde pasaba todas las semanas ratos de diversión con sus amigos en la calle. Salir por recados a la tienda, dos calles más allá, era algo normal, una acción que no hacía falta pensar. Eso ahora es descabellado. «Hace como cuatro años los pandilleros empezaron a entrar a la colonia y la casa de mi abuela dejó de ser segura. Mi padre, como es un gran escandaloso y es militar, un día se presentó con un montón de militares en casa de la abuela y desde entonces la respetan más, pero igualmente, ahora como joven de 22 años ya no puedo ir caminando solo a la tienda por el peligro». 56


Esta es la generación de los Acuerdos de Paz, la que creció jugando en las calles y ahora ni se plantea ir caminando a la tienda de la esquina. Esta generación mira la Guerra Civil sin una mochila que les pese, sin deudas del pasado. Quizá por eso, es unánime su respuesta acerca de investigar los crímenes que se cometieron durante la Guerra. «Es necesario saber lo que ocurrió», asienten los cuatro. Sí hay discrepancias en cuanto a juzgar esos crímenes. Noemí e Irving no tienen ninguna duda. Grethell dice que sí pero es más proclive a no centrarse en el pasado «porque le restamos importancia al presente», y Sebastián, cuyo padre es militar, no es partidario de los juicios. Sin prejuicios, sin pelos en la lengua, y también sin mucho conocimiento de lo que fue la guerra, ninguno sabe nada acerca de un Libro amarillo, las conversaciones con sus familiares acerca de sus vivencias en la guerra son escasas. «Tuve que inventarme un trabajo en la universidad para que me contara recuerdos de esos años», reconoce Sebastián. «A veces los mayores viven en el pasado y creen que vivimos en guerra», sentencia con aire resignado Noemí. En su memoria hay un murmullo incrustado por sus mayores que le invita a salir fuera, porque lejos del país se vive mejor, mira si no a la tía, al hermano de este o al sobrino de aquél. Pese a todo, Noemí piensa que les falta información, que en El Salvador hay muchas oportunidades aún por descubrir pero que no se potencian, que se quedan ensombrecidas por lo extranjero. Esa suma de ideas, de chambres, arman una memoria colectiva, unas ideas fijas compartidas por una sociedad que arrastra a las generaciones venideras en sus prejuicios. Dentro de poco será el turno de jóvenes como Grethell, Irving, Noemí y Sebastián de construir una idea de memoria colectiva, de imagen de país. En sus memes, perfiles de redes sociales, comentarios… veremos sus momentos cumbre, sus sonrisas y postales, sus reclamos e indignaciones. ¿Podrán volver a jugar en las calles con las generaciones que lleguen? ¿Seguirá disfrutando Irving de la lasaña en familia? ¿Volverá Noemí al cine con su tío? ¿Podrá regresar Sebastián a por los recados de la abuela sin temor? ¿Adoptará Grethell el uso de los memes en sus álbumes familiares? Lo malo de la memoria es que abre muchas interrogantes y cierra pocas.

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Nacida el 10 de abril de 1926, Santa Tecla.

C l au d i a Me y er, n i e t a d e M a m รก C a r m en

Los pericos australianos de mamรก Carmen.

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Mi ángel en la Tierra se llama mamá Carmen, mi abuela materna. Mucho de lo bueno que tengo en vida sé que ha venido gracias a ella: ora mucho, prende veladoras, hace novenas, reza rosarios, y en cada mirada hacia lo alto o en cada recogimiento por lo bajo sé que mi nombre va en ello. Hubo una época en que fue secretaria (ella lo cuenta), pero en mi memoria siempre ha sido ama de casa. Así la recuerdo: vigilando que no me levantase de la mesa hasta terminar todo el almuerzo (una vez hasta las 4 de la tarde por unos chiles rellenos), ayudándome con las planas de números o en las correrías nocturnas de terminar de completar los libros a final del año escolar. Ha sido la figura gris detrás de la maquinaria hogareña; vigilante, temerosa de algún descarrille entre preocupaciones imaginarias y certeras. En 1996 falleció mi papá René, su esposo y mi abuelo. Al tiempo mamá Carmen sentenció que había fallecido el único quien le podía decir algo, ergo, no admitiría que más nadie le ordenase o reclamase. Luego eran usuales sus salidas de casa sin decir a dónde iba, la hora de regreso o con quién estaría. La preocupación arreciaba de las 8 de la noche en adelante al no saberla de vuelta, entre llamadas a familiares o amigos para localizarla, y viéndola, por fin, regresar a casa pasadas las 10 de la noche, bajarse del auto de alguna amistad, riéndose, feliz, mientras los de adentro pasábamos del susto al coraje. En 1926 Mussolini sufría un atentado e Hirohito se convertía en emperador de Japón. 92 años después la mamá Carmen sale poco de casa pues tiene atrofiadas las articulaciones, lee literatura religiosa, le gustan los calendarios con números grandes para anotar en ellos sus controles en el Seguro Social; pide cuadernos rayados y escribe en ellos con lapicero rojo números, nombres y pensamientos para no olvidarse de cómo escribir ni de lo que le importa. Dormita en un sofá por las tardes, se acuesta muy entrada la noche y se levanta temprano. Insiste en colaborar en los quehaceres de casa pues le disgusta ver platos o la casa sucia, a riesgo de provocarse una caída o un golpe. Se divierte o molesta con las correrías de los gatos de casa y pasa pendiente de los pericos australianos en jaula. Recién en su mente se instalan conspiraciones, ideas extrañas, piensa mal de sus seres más cercanos mientras con frecuencia sentencia «de este año no paso» o «ya van a ver cuando me muera…». En el ínterin me ha ido legando pertenencias, también a su bisnieta, con la confianza y esperanza de que serán cuidadas con celo y será recordada a través de ellas; de lo último legado ha sido un escapulario de la Virgen del Carmen ya bendito. Al visitarla siempre me pregunta cómo me va (trabajo) y cómo estoy (salud):

Última salida juntas a Esquipulas .

si contesto «bien» hay un «gracias a Dios» que deriva en posteriores rezos de agradecimiento por el bienestar; si le cuento o llega a saber de problemas, se lamenta y arrecian las oraciones pidiendo por la pronta calma y bienestar. Se entristece por los familiares o amigos que van muriendo, se cuestiona por qué sigue viva ella y a veces pide al Señor que se la lleve. Por un lado quisiera que ya descansase pues ha sido una vida entregada a mi abuelo, mi madre, mis hermanas y yo; por otro sé que es la columna de la familia y no sé cómo será la vida cuando se vaya… quizás empezaré a rezar más por mi cuenta, oraciones que desde ya saben a orfandad, agradecimiento y tristeza.

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German E. HernĂĄndez Saavedra DiseĂąador y artista multimedia

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Más o menos recuerdo que era un día muy fresco y mi papá me llevaba de la mano a una especie de carnicería, entramos y como era muy pequeño (creo haber tenido unos tres años) el mostrador con toda la carne me quedaba enfrente y apenas podía ver al carnicero. A un lado del mostrador había un pequeño bar y mi papá tomó una cerveza; recuerdo muy bien el sonido al abrir la botella y cómo sonó la madera de la barra. Ese es el primer recuerdo que tengo de pequeño, antes de ese momento creo haber estado protegido en casa y con mi mamá. Al final creo que recuerdo mucho ese momento porque estaba casi solo y mi papá resultaba más misterioso que familiar. Es primera vez que escribo este recuerdo y al retomarlo en mi mente encuentro muchos detalles que pensé olvidados, veo que el único registro que tengo es mi más o menos buena memoria.

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Hoy en día ese primer momento de un papá solo con su hijo quedará marcado por un buen número de likes, de corazoncitos y emojis que significarán algún tipo de relación con otras personas que en ese momento están pendientes. El presente ahora es una serie de actos fotográficos, videos, gifs, memes y casi un exceso de medios que resultan insignificantes al poco tiempo. Por qué: por el exceso de los mismos. Facebook hace de nuestros recuerdos una cosa muy poco personal, resulta casi una imposición, como de ¡Acuérdate de esto!, ¿acaso ya no decidimos sobre nuestros recuerdos tampoco?, ¿las decisiones sobre nuestra memoria también están alojadas en los dispositivos?, o, peor aún, en algún servidor en Miami. Ahora estamos a merced de otro tipo de inclemencia, una que parece menos controlable que un armario en casa, guardar algo en la caja fuerte o de poner en medio de una cama. Esta inclemencia casi intangible se mueve neurálgicamente a través de las redes cibernéticas, puede que esa foto de esa persona que quieres está en un edificio propiedad de Google, iCloud, Dropbox u otras compañías. Cuán lejos ha quedado el álbum familiar y ahora sobran los fotógrafos, los documentalistas y los narradores digitales. De hecho, ahora las redes sociales cibernéticas con esa modalidad de historia pequeña, de show pequeño (acompañado de efectos con carita de perrito, de gatito, sombreritos u otras animaciones) vuelven intencionales nuestros post a son de broma, enojo u otra emoción que le queramos dar; y acá encontramos personas muy hábiles para estas narrativas que, si no se trata de estrellas populares, rápidamente quedarán en el olvido, en el mar, en la nube o en algún edificio. Todo lo que lleve consigo una intención de popularidad es ahora una rutina de hábitos pública que conecta con una red de followers, que con suerte no son robots alojados en Asia o México, enfocados en convencer a un público incidente socialmente. Grandes empresas, movimientos políticos o artistas populares pagan por estos servicios de incrementos en popularidad para cambiar la percepción de las personas. Es como si estuviera pagándole a alguien para que vaya a aplaudir en público cualquier idiotez que se me ocurra.

Circuit Bending es una obra del artista Ulises Vaquerano para el Festival Indie Grits , 2 017, Columbia, S C, Estados Unidos de America.

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En el reciente documental de BuzzFeed URL to IRL se muestra un panorama que juega con nuestra memoria de una manera demencial gracias a la manipulación robótica de grupos de poder. En la gráfica se puede ver un poco que los trending topics son manipulados por robots y no por la gente real, esto quiere decir que la primera información que recibimos casi siempre es falsa o a alguien le interesa que lo veamos primero. Por lo tanto, nuestra memoria de corto plazo se ve invadida por las agencias que propician estas formas de ataque. Hay todo un aparataje que nos está moviendo y la educación siempre será el único vehículo para ser más libres. Ser autodidactas es ahora una necesidad imperante. Pero, volviendo a lo personal, ahora parece existir una preocupación excesiva por evidenciar nuestras experiencias por muy insignificantes que sean. Tengo conocidos que por ejercicio narrativo han comenzado a filmar cada paso que dan a toda hora del día; sin embargo cuando comienzan a hacerlo existe una enorme preocupación por la privacidad y hay otra gente que ya está convencida de estar siempre observados y cada vez más nos muestran más intimidad en sus publicaciones. Hoy en día pareciera haber expertos en vida pública, gente que sin ningún tipo de atadura regala todo lo que tiene para todo el mar de gente que está dispuesto a observarlos como pasivos voyeristas o como psicópatas del teclado, la violencia es la capa caliente sobre el mar de intoxicación informática. En lo personal, me gusta mostrar un panorama un tanto apocalíptico de las cosas, no sé si lo hago por diversión, más creo hacerlo en un tono de advertencia para no dejarse sorprender. Casi siempre he sido la persona que dice: «Te lo dije». Por lo que ahora trataré de dar un pequeño giro más positivo de cómo la tecnología también ha devuelto un poco la esperanza en algunos temas. En el documental El miedo al 13, de David Sington (spoiler alert), vemos cómo el avance tecnológico otorga justicia y oportunidad a una persona vencida por un sistema arcaico, si nadie ha sido testigo de las cosas, las evidencias a partir de los objetos y nuestra relación con ellos van contando la historia de lo que sucede y cómo ha sucedido, y estas evidencias cada día hablan más claro. ¿Qué pasaría si ya no existiera la duda del pasado?, ¿cómo tendríamos que reimaginarnos la historia? La tecnología avanzada parece que nos está llevando a una nueva forma de segmentaciones sociales, una vez derribada toda nuestra privacidad estamos

siendo encasillados en tipologías humanas que servirán a propósitos específicos, nuestra reputación ahora no solo será evidenciada, sino también medida y clasificada, como bien lo dice Gaby Castellanos, directora de la agencia Socialphilia: «Lo digital no es intangible, es valorable y numérico», y, bueno, la reputación es tal vez lo único que realmente tenemos, por lo que advierto: todo lo que imaginaron que nadie vería en la red pueda que ahora vea la luz en una era pos Internet, porque, ¡enfrentémoslo!, el Internet está retrocediendo a ser la nueva TV abarrotada de publicidad que no deseas ver, de imposición de ideologías y de entretenimiento barato. Cuando el Internet iniciaba, los que crecimos junto con las computadoras, recordaremos que muchas veces nos enviaban archivos que sólo podríamos saber su contenido hasta imprimirlo, era un proceso casi mágico de recibir un archivo, imprimirlo y ver que salía una imagen de ese arcaico impresor matricial, algo que estaba muy cerca de una máquina de escribir y que no sólo sacaba letras. ¡Ah! Si has leído esto hasta acá sin haberte distraído por el teléfono y tus redes sociales, o ese enorme algoritmo que te da lo que te gusta sin que lo pidas, eres una persona con un alto grado de concentración y de seguro no representas tantas pérdidas a la compañía que trabajas o, mejor aún, aprovechas mejor el tiempo para tu productividad. Parece que el panorama es más bien un enorme y vasto número de opciones ya creadas para nuestro mejor uso… por ejemplo, esa idea que tanto te carcome por emprender, deberías googlearla, de seguro ya alguien la hizo y te ahorró el trabajo y luego que salgas de la desilusión sobre la originalidad de la idea. Ten en cuenta que ahora los procesos van guiándose a los terrenos de la inteligencia artificial, por lo que me pregunto, entonces: podremos hablar de una memoria artificial, podríamos hablar de múltiples memorias artificiales y tener a nuestra disposición no solo mi memoria y mis ideas sino, las de otros similares a mí…¡Por supuesto! Muchos escritos ahora mencionan cómo estamos más conectados pero más deprimidos. Creo firmemente que las comunidades sociales deben tomar mayor fortaleza para todo tipo de desarrollo cultural y que las redes sociales deben mejorar las dinámicas en razón de la incidencia social y no promover el «me gusta» antes del «yo actúo».

#YoRecuerdo #que #alguien #mepidió #hablar #de #LaMemoria 63


Mauricio Esquivel Artista contemporรกneo 64


Parece fácil pero no lo es, requiere de cierta experiencia aunque a veces es divertido simplemente subir a un riel.

Saltar con un skateboard teniendo de fondo una pinta de una de las pandillas más intimidantes del país en “La Selva”, no es lo mismo que hacerlo cuando se respira el polen de la primavera en un parque en donde hacía pocas semanas era la nieve quien tenía el control sobre lo que vive, lo que permanece hibernando y lo que muere. Una de las características que siempre me han interesado del trabajo realizado por artistas de El Salvador es la coherencia de su experiencia personal reflejada inconscientemente en su producción. Danny Zavaleta, articula su contexto, se involucra de manera directa con sectores a los que quizá solo los documentalistas y periodistas se atreven. Lo hace sin ningún motivo morboso o amarillista. Lo hace (o lo hizo) por vivir dentro de una situación compleja. Lo hace porque le toca. Nuevamente nos encontramos en un panorama sociopolítico controversial con mucha esperanza. «La realidad es una carga», dice Dagoberto Gutiérrez. Ya veremos si en un par de años nuestros hijos logran hacer 360, ollies, juegan fútbol, caminan por la calle sin tener que ver hacia atrás y ojalá los que vivimos fuera dejemos la nostalgia del clima y recordemos el país sin decir «es bonito pero...»

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Olvido

Olvidar

De olvidar.

Del lat. vulg. *oblitāre, y este der. del lat. oblītus, part. de oblivisci.

1. m. Cesación de la memoria que se tenía.

1. tr. Dejar de retener en la mente algo o a alguien. Olvidé su nombre. La enfermedad provocó que olvidara a sus hijos. U. t. c. intr. 2. tr. Dejar de tener en cuenta algo. Olvida lo dicho. 3. tr. Dejar de hacer algo por descuido. Olvidé cerrar la puerta. 4. tr. Dejar algo o a alguien por descuido en un lugar. Olvidé el sombrero en casa. U. t. c. prnl. expr. Me olvidé al niño allí. 5. tr. Dejar de tener afecto o estima por alguien o algo. Me olvidaste muy pronto. 6. tr. desus. Hacer perder la memoria de algo. 7. intr. prnl. Perder de la memoria, de la consideración o de la estima. Se olvidó de mi teléfono. Se olvidan de un detalle. Me olvidé de avisarte. Nunca se olvidó de ella. 8. intr. prnl. Dicho de una cosa: Quedársele olvidada a alguien. Se me olvidó firmar. Se le olvidó el paraguas. olvídame, o que me olvides 1. exprs. coloqs. U. para pedir a alguien que no insista sobre algo. olvídate, o que te olvides, que se olvide, etc. 1. exprs. coloqs. U. para indicar a alguien que debe perder toda esperanza de algo.

2. m. Cesación del afecto que se tenía. 3. m. Descuido de algo que se debía tener presente. dar, o echar, al olvido, o en olvido 1. locs. verbs. olvidar (dejar de retener en la mente). enterrar en el olvido 1. loc. verb. Olvidar para siempre. entregar al olvido 1. loc. verb. olvidar. no tener en olvido a alguien o algo 1. loc. verb. Tenerlo presente. poner en olvido 1. loc. verb. olvidar. 2. loc. verb. Hacer olvidar.

Recuperado de: http://dle.rae.es/?id=R2CQjtx. Diccionario de la lengua española, edición del Tricentenario. Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua Española. Actualización 2017.

Recuperado de: http://dle.rae.es/?id=R28xgWg. Diccionario de la lengua española, edición del Tricentenario. Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua Española. Actualización 2017.

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Carta a mi abuela.


Ta z a d e c er á mi ca de D on a t il a Pere ir a , ví ct im a d e l a masac re de El Moz ote (19 81). Cuenta su sobrino Orlando Márquez que D on at i la se pre ocup aba mucho p or e l ase o en su v iv ien d a . Lo s t r a st es l os li mpia b a c on hoja de Chaparro y c eniz a para quitarles la g rasa antes de enjuag ar los . Fot og r afí a, Fre d R amos .


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