TER R ITO RI O
Número tres 2018
$3 El Salvador
Editor invitado: Roberto Turcios Equipo editorial Susana Reyes, coordinación editorial María Luz Nóchez Eduardo R. Salgado Colaboran en este número: Roberto Turcios Iliana Gómez Leroy W. McConnell Ana Escoto Jaime Barba Claudia Blanco Susana Reyes Beatriz Alcaine Fátima Peña Eduardo R. Salgado María Luz Nóchez Ricardo Vásquez Sonia Baires Óscar Martínez Nayda Acevedo Federico Paredes Emmety Pleitez Imágenes, fotos, ilustraciones: de: Víctor Peña, Carlos Barrera (EF) Gabriel Granadino Daniel Salazar Diseño: Jimena Pons Ganddini Workaholic People José Luis Sanz Director de El Faro Eloísa Vaello Marco Directora del Centro Cultural de España en El Salvador Fotografía de portada autoría de: Víctor Peña
ISSN: 2617-5622 El Salvador, diciembre de 2018 Teléfono: (503) 2233.7300 Reservados todos los derechos de conformidad con la ley. No se permite la reproducción total o parcial de este impreso, ni su traducción, incorporación de un sistema informático, transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, grabación y otros métodos, sin permiso previo y escrito de los titulares de copyright.
P.06
P.30
Roberto Turcios
Fátima Peña
IDENTIDADES QUE MATAN
NO PASAR, PROPIEDAD PRIVADA
P.10
P.38
Roberto Turcios
Eduardo R. Salgado
EL DESAFÍO DE LA VIABILIDAD EN ESTE PULGARCITO
P.12
ERUPCIÓN DEL VOLCÁN DE SAN SALVADOR EL 7 DE JUNIO DE 1917 Leroy W. McConnell
P.16
EL INSTINTO DE MIGRAR Ana Escoto
P.18
LECTURAS ERRÁTICAS Jaime Barba
P.20
TUGURIZACIÓN, UNA REALIDAD QUE NOS CIRCUNDA Claudia Blanco
P.22
AL OTRO LADO DEL MURO, DE PUNTILLAS, VI EL MAR
P.40
EL ARTE DE VITRINEAR
María de la Luz Nóchez
P.42
LEMPA. RÍO DE VIDA Y DE DEGRADACIÓN Ricardo Vásquez
P.46
EL DESARROLLO SUSTENTABLE ES POSIBLE Sonia Baires
P.48
VIVIR EN PEDAZOS DE UN PAÍS Óscar Martínez
P.52
TERRITORIO(S)
UN ESPACIO HOSTIL PARA LAS JUVENTUDES
P.30
P.54
Exposición
PROPIEDAD DE SEÑORES Susana Reyes
P.32 NECIO
Beatriz Alcaine
Nayda Acevedo
EL SALVADOR EN EL SURESTE DE MESOAMÉRICA Federico Paredes
P.60
DE CÓMO EL NÁHUAT FLORECE Emmety Pleitez
Nuestros 21,000 kilómetros cuadrados dan para mucho, hasta para una república independiente de Santa Ana e incluso para otro país paralelo más allá del Lempa. Nos alcanza el suelo para tener 14 provincias y 262 minúsculos municipios. Quién diría que en tan poco espacio caben tantas banderas. O tal vez esa sea la farsa: que no caben. Que en el afán de poseer reino propio hemos hecho un país en el que no cabemos, o sentimos que no cabemos. Por eso grupos, clases, sagas con apellido, frentes, ejércitos, maras han luchado, desplazado o exterminado por el control de la tierra, por el imperio en un pedazo de suelo entre el Paz y el Goascorán. O por imponer una idea. Vivimos en la premisa de que en este país con dimensiones de cuento no hay sitio para todos. En San Salvador, las farmacias y panaderías colocan conos anaranjados en la vía pública para simular que ofrecen parqueo privado y los defienden con un guardia armado. En la periferia de la ciudad, los arquitectos diseñan colmenas de casas sin metros para una familia de dos hijos pero con un microcuarto, al otro lado del lavadero, reservado para esa persona a la que llaman el servicio. Alrededor, se largará un muro y se levantará en la entrada un arco coronado con un nombre francés en letras doradas. Todo ha de tener límites y nombre. En tiempo electoral crecen banderas partidarias en los techos de lámina de comunidades marginales y pequeños pueblos. El adhesivo de un rosario o una estrella de David en la parte trasera del carro advierte de nuestras creencias. Colores puros colonizan las corbatas de los diputados y las blusas de las diputadas. No hay militancia sin chalecos como para las pandillas no hay esquina sin grafiti. Sin distinción social, en El Salvador no sabemos ser sin demarcar. Que es una forma de dejar fuera. Habrá quien se sorprenda de que haya decenas de miles de salvadoreños que, sin más ley que la de vivir, se lancen cada año a invadir suelo desocupado, para tener un espacio digno aunque sea en los indignos márgenes de una quebrada. Habrá quien no entienda la necesidad, la urgencia después de un siglo, el derecho de los indígenas de El Salvador por aparecer en el mapa político, en el de las ideas ya que no en el geográfico, de un país que con el suelo les negó la identidad. Hay aun quien se pregunta por qué familias enteras cruzan a pie desiertos y fronteras llevando con ternura la bandera del terruño que los expulsa, como si fueran colonos hacia nuevos mundos que, en vez de dejar atrás este país, lo estuvieran —¿acaso no lo hacen?— ensanchando. Hay cosas que quienes leemos revistas impresas a dos colores no sabemos y no siempre comprendemos. Por eso queremos hablar de territorios.
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En medio de dos masas continentales, entre los mayores cuerpos de agua del planeta y en una zona de alta sismicidad se encuentra la pequeña Centroamérica; ahí, como un raspón está El Salador. La primera tiene características emblemáticas: el fracaso político, las divisiones interminables y una rica biodiversidad. El segundo cuenta también con las propias: alta densidad poblacional, pequeño territorio y mucha violencia. Hace doscientos años, el nombre del Estado aludió al territorio, al centro de América, ese fue el tiempo de la República Federal de Centro América. Duró poco el invento, apenas dos décadas llenas de divisiones y guerras. En 1842 se consagró el fracaso y las identidades de la división; se consagró la violencia. ¡Riqueza! Es una palabra apropiada para nuestras tierras. En una insignificancia de territorio está una alta concentración de toda la biodiversidad del planeta. La posición geográfica es una de nuestras riquezas. Donde hay dos océanos cerca, casi se tocan, un canal los comunica. Y esa opción estuvo presente cuando se fundó Centroamérica como república. En julio de 1823, los diputados proclamaron el territorio como política. ¡El centro de América! El lugar era promisorio por eso, porque era el centro continental; también por la pestaña entre los mares que podía convertirse en canal. El centro geográfico, pues, como una especie de utopía. El territorio fue la utopía.
Roberto Turcios. Historiador
Los pies de las mujeres y los hombres trazan la historia, las historias de vidas y muertes en los suelos que habitan; así van formando el territorio de verdad, el de las riquezas y las pobrezas, de las querencias, las migraciones y las guerras. En el territorio más pequeño del continente y con la más alta densidad de población, el siglo XX quedó moldeado por grandes hechos sociales: la violencia, el patriarcado y la emigración. En materia política, los tres configuraron al autoritarismo. No fueron rasgos diferentes a los que florecían entre los vecinos; la densidad poblacional, sin embargo, les dio identidades propias. A la mayor concentración de personas por cada kilómetro cuadrado le correspondió una carga de violencia cotidiana en la familia, la escuela, la sociedad y la política. Los cuarteles fueron un depósito especial de formación, porque la disciplina militar operó como vertiente fecunda de autoritarismo e intolerancia. Desde la constitución de la República, el tipo de gestión política también fue un ejercicio de violencia ante los conflictos. Si en la primera etapa de nuestro Estado aparecieron señales tempranas de identidades nacionales, esto fue producto de la tendencia a la salida violenta y la intolerancia en los conflictos con los países vecinos.
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Una descripción de la política en El Salvador parece actual. «En algunos aspectos el Estado de Salvador difiere de los otros. En primer lugar hay muy poca tierra sin apropiar. En siguiente lugar, la gente es activa, inteligente por naturaleza y no por educación; industriosos, ciertamente los mejores cultivadores en Centro América. Con las posiciones ventajosas que deparan los puntos para el embarque del añil, Salvador tiene por sí mismo suficientes medios para volverse floreciente y próspero. Sus condiciones, sin embargo, son en el momento actual el reverso, ya que pocos lugares de Centro América han sufrido más los efectos de las discordias civiles (…) algunas valiosas haciendas han sido casi arruinadas, muchas enteramente; las construcciones, así como otras pertenencias han sido dilapidadas o maliciosamente destruidas por las ciega furia del espíritu partidista (…) A pesar de tan severos infortunios, unos pocos años de paz ininterrumpida permitirían al Estado salir de esta depresión». Eso escribió John Baily en la mitad del siglo XIX (“El Estado de Salvador”, El Salvador de 1840 a 1935).
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Los ánimos descritos por el inglés Baily no están lejos de los del siglo XXI. Una gran tragedia se formó con los terremotos de enero y febrero de 2001. Murieron 1,159 y 8,122 resultaron lesionadas; más de un millón y medio de personas damnificadas; 27,653 viviendas dañadas, de las cuales 163,866 quedaron inhabitables. Según la CEPAL, los daños ocasionados por los dos terremotos equivalieron al 13 % del PIB de 2000 (Informe sobre Desarrollo Humano, 2001). Ante semejante tragedia, la política no cambió, tampoco sus identidades: las direcciones de los partidos no pudieron ponerse de acuerdo para un programa de reconstrucción. El nuestro es un territorio de convulsiones. Las hemos sufrido, las seguiremos padeciendo y no hay dioses de la tierra que nos vuelvan devotos de la prevención. «Cuando se recuerdan los diferentes terremotos que han arruinado a varias de nuestras poblaciones, entre las cuales San Salvador sólo ha sufrido más de doce ruinas (…) cuando se piensa que ese temblor no ha sido de los más ruinosos y que de un momento a otro puede haber uno más intenso y desastroso, etc., no puede menos de recordarse la necesidad de (…) la difusión de conocimientos sismológicos, a la eliminación de sistemas de construcción no-asísmicos». Así escribía Jorge Lardé en uno de sus análisis sobre terremotos (Obras completas, T I,). Algo ocurre entre nosotros para que la tragedia tienda al olvido, algo en nuestros genes e identidades conduce a la desmemoria. Quizás por varias causas: una, el menosprecio hacia los conocimientos; otra, la lógica de la vida en escasez. Si la primera procede de la sociedad agraria y autoritaria, la segunda lo hace del círculo vicioso y perverso de la pobreza; y la combinación de ambas forma la matriz del olvido. La lucha por los recursos dio lugar a los traslados y a la coexistencia de identidades. Las migraciones comenzaron en el siglo XIX y crecieron sin parar en el XX. En la década de 1920 ya había referencias a la presencia masiva de la gente salvadoreña en Honduras. Más tarde, en 1942-1943, coexistieron tres olas de salidas: una hacia Panamá, otra a Honduras y una tercera a California. Entonces eran los tiempos de la dictadura, la que proclamaba su nacionalismo, aunque con las emigraciones no tenía contrariedades. En la década de 1950 hubo una estrategia de desarrollo que le prestó atención al territorio y a la población, considerando que formaban una relación casi inviable. El Gobierno asumió que era poco el territorio y mucha la gente; por esa razón, apostó por Centroamérica. Primero gestionó acuerdos bilaterales con los países vecinos; después negoció un convenio para liberar el tránsito de las mercancías. El Mercado Común Centroamericano fue la mayor entidad regional después de la República Federal del siglo XIX. La otra
carta de la estrategia fue el acuerdo con Honduras para que aceptara la residencia de miles de familias salvadoreñas. La política gestionó esa estrategia porque se resistió a desafiar a los propietarios del territorio con la reforma agraria. Y tuvo cierto éxito; así lideró dos décadas de crecimiento económico, hasta que trató de superar las diferencias con el país vecino mediante la violencia y la exaltación de las identidades nacionales más básicas. Con los fervores nacionalistas prendidos el país se fue a la guerra contra Honduras; esta fue corta, apenas de cien horas, pero produjo un gran desajuste, al suprimir la salida permanente de miles de familias. De esa coyuntura de identidades fervorosas, el país transitó a una crisis histórica y de ahí a otra guerra. La primera fue de cien horas; la segunda, de más de cien meses. Ahora, la sociedad rural tradicional ha desaparecido como producto de la guerra, la emigración y la urbanización. Sin embargo, la vieja organización política se mantiene. Hay un andamiaje centralista que está en crisis, con fronteras municipales y demarcaciones departamentales sin sentido. Esa es la vía para un centralismo anacrónico amparado en la poca atención prestada a la realidad territorial y a los conocimientos. En la franja norteña del territorio se produce la mayor parte de la energía hidroeléctrica y están las fuentes principales de los recursos hídricos, mientras los cuatro departamentos orienteños forman la región más vacía de Estado y políticas públicas. A los doscientos años de vida republicana, las regiones del norte y el oriente siguen expuestas a la marginación por la desidia centralista. El nudo del estancamiento es el poder de las identidades y los hábitos procedentes del mundo agrario y patriarcal en contraste con el dinamismo de una sociedad cambiante. Este último presenta una gran novedad, el Estado democrático constitucional; los dos primeros dan muestras de su vigor con una nueva guerra de identidades en el territorio, cuando hombres y mujeres jóvenes reciclan hábitos viejos en la política y los barrios en la segunda década del siglo XXI. El más pequeño Estado de América, ubicado en el centro del continente, hoy está entre dos aguas: las viejas y vigorosas identidades del autoritarismo ante las incipientes del Estado constitucional democrático. Estas últimas encarnadas en las juventudes podrían hacer un bicentenario renovador que empujara a Centroamérica a un tercer siglo que le hiciera frente a las viejas identidades y a los nuevos peligros del cambio climático. 9
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Ileana Gómez. Socióloga
Cuando hablamos del territorio tendemos a relacionarlo con las divisiones administrativas (municipios, departamentos) o bien con mancomunidades y microrregiones. Sin embargo, lo territorial es una dimensión dinámica; no se trata de espacios determinados por criterios administrativos, geográficos o históricos. Lo territorial se define por la interacción de procesos de índole social, económica y ambiental, y cobra importancia la forma en que los diferentes actores, con sus propuestas, prioridades y visiones, construyen sus proyectos y gestionan los conflictos, este es el ámbito de la gobernanza del territorio. En El Salvador y en Centroamérica, los territorios están siendo reconfigurados por procesos de alcance mundial, como la globalización económica y el cambio climático, lo cuales inciden en las estrategias de planificación, políticas públicas y de inversiones. Otro aspecto crítico que conlleva considerables esfuerzos nacionales y locales es la inseguridad, especialmente por la disputa del control territorial por parte de pandillas y otros grupos ilícitos que limitan la libre movilidad, condicionan o impiden la provisión de servicios básicos, el intercambio comercial y, en general, perturban la vida cotidiana. Esos procesos tienen implicaciones en la gobernanza del territorio de cara a su viabilidad en el largo plazo. Ahora, la idea del desarrollo territorial va más allá de aprovechar las «ventajas competitivas» en términos de los recursos naturales o la localización geográfica; también hay una creciente preocupación porque ese desarrollo sea con inclusión social y sustentabilidad ambiental. No solo se trata de mejorar la economía con atracción de inversiones o creación de empleos, sino de propiciar el desarrollo con igualdad, en mejores condiciones de vida para la mayoría de la pobla-
ción, sin comprometer los recursos naturales, como el agua, la tierra o la biodiversidad. Un elemento clave para este desarrollo territorial inclusivo y sustentable es la capacidad que tengan las sociedades locales para construir una institucionalidad que les permita no solo interactuar con las dinámicas externas, sino definir sus propias propuestas de desarrollo, apoyándose en su tejido social y sus diversos activos. Un caso interesante para ilustrar los desafíos del desarrollo territorial es el de Los Nonualcos, formado por 16 municipios de La Paz y San Vicente. Históricamente ha sido una zona de producción agropecuaria, el 83 % del uso de suelo corresponde a granos básicos, frutales, café y caña de azúcar. Además, está ubicada estratégicamente, en el corredor logístico de la zona paracentral, y cuenta con el principal aeropuerto nacional. El liderazgo de la Asociación de Municipios Los Nonualcos ha promovido capacidades locales enfocadas en aprovechar las inversiones vinculadas con el desarrollo logístico, fomentado por estrategias nacionales que consideran la zona como «el corazón de la plataforma logística» del país. Con todo y estas ventajas, el territorio enfrenta dinámicas que demandan respuestas integrales, como la alta vulnerabilidad ante fenómenos climáticos, las disputas por el control de los recursos, especialmente la tierra, la degradación y la contaminación, además de una creciente inseguridad. Estas dinámicas, que son similares a las de otras partes en El Salvador, destacan la importancia de contar con enfoques de desarrollo territorial que asuman los retos de la inclusión y la sostenibilidad, para garantizar la viabilidad efectiva de nuestros territorios, más allá de la apuesta a las inversiones como llave mágica del desarrollo. 11
ERUPCIÓN DEL VOLCÁN DE SAN SALVADOR EL 7 DE JUNIO DE 1917 L e r o y W. M c C o n n e l l . Misionero de Central American Mission
Esta crónica fue publicada originalmente en The Central American Bulletin, vol. XXIII, n.° III del 15 de julio de 1917. La traducción fue realizada por Andrea María Castillo, estudiante de quinto año de la Licenciatura en Economía y Negocios de la ESEN.
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Todavía nos encontramos en gran confusión, como resultado del gran terremoto, sin poder poner nuestras manos en lo que queremos cuando queremos; por lo queme disculparán amablemente que utilice mi lápiz en esta ocasión. Aunque los periódicos de Estados Unidos están muy ocupados por las grandes demandas de la guerra, etc., supongo que al menos mencionaron la erupción y el terremoto sufridos aquí. Estoy escribiendo esta breve descripción, pensando que llegaría al Boletín e informaría a muchos que están interesados en conocer algunos detalles. El jueves 7, a las 6:30 de la tarde se sintió el primer terremoto, que fue lo suficientemente fuerte como para hacernos levantar y agarrarnos a los postes de la puerta, mientras una multitud salía corriendo a la calle. La mayoría volvió a entrar a sus casas y nos sentamos a cenar, comentando en broma lo ocurrido, aunque notando que la tierra seguía temblando ligeramente. Pronto llegó un terremoto más fuerte que envió a todos a la calle, donde nos quedamos el resto de la noche. El último terremoto había causado algunos daños, pero pronto le siguieron otros más fuertes, que podían oírse venir coo una gran tormenta, que casi lo tumbaban a uno, acompañado por el sonido de la caída de muebles, paredes y casas enteras. En la esqina, cerca de dos casas abajo de la de nosotros, una de las casas más grandes y finas de la ciudad, con gruesos muros de ladrillo, se vion abajo completamente, con gran ruido,enterrando por completo todos sus muebles, etc. Durante varias horas, o hasta las 11:00 de la noche, esta situación continuó: el suelo temblando —como gelatina— continuamente, por los fuertes terremotos ondulatorios que venían de vez en cuando. Hubo terremotos el resto de la noche, pero menores y a intervalos más largos. Al principio la gente se puso a gritar y repetían en voz alta sus oraciones mecánicas cada vez que un temblor fuerte venía, pero luego se calmaron algunos. La planta de energía se apagó con el segundo terremoto, dejando todo en oscuridad, aunque la luna ayudaba a pesar de que no tenía que brillar a través de un manto de nubes que suavemente dejaba caer la lluvia. Temprano, un incendio estalló en una de las farmacias más grandes de la ciudad, que se quemó hasta el suelo, llevándose con ella otra de las tiendas más grandes de la ciudad. 13
Entre los terremotos, nos apresuramos a conseguir sombrillas e impermeables, que nos arreglamos para encontrar después de escalar sobre muebles construido, etc. El guardarropa estaba boca abajo, y usted puede imaginar el golpe que la máquina de escribir debió de haber recibido, que estaba inicialmente encima del guardarropa. El resto de la noche pasamos en el suelo bajo los paraguas y notamos que algo estaba cayendo, que al principio pensamos eran cenizas del fuego. Entonces creímos el rumor de que el volcán de San Salvador, a espaldas nuestras, había estallado. A la luz del día encontramos los paraguas y ropa no solo cubiertos por la arena, sino también con una mancha como quemada cuando limpiábamos. Los componentes sulfúricos en el material, mezclados con el aire húmedo, habían dado como resultado ácido sulfúrico, que también destruyó la vegetación. Pronto se confirmó que la montaña, al pie de la cual se encuentra esta ciudad, había entrado en erupción, pero —para fortuna de nosotros— al otro lado de ella. Una gran corriente de lava continúa fluyendo y cruzó la línea del ferrocarril en el valle abajo, por lo que no hay trenes. A la mañana siguiente, todos regresaron cautelosamente a investigar sus hogares, y probablemente no hay casa que no esté muy dañada, mientras que un gran porcentaje está completamente en el sueño. La pared entre nosotros y nuestros vecinos de al lado está completamente abajo, y otras tres o cuatro paredes están parcialmente caídas. Las tejas del techo se movieron, dejando entrar mucha agua, pero fue de las primeras cosas que arreglamos con la ayuda de algunos creyentes de otra ciudad, aunque todavía gotea mucho. Por tres noches, todo el mundo durmió en las calles, a medida que los terremotos continuaron, aunque modificados en forma. Una gran parte de la gente sigue durmiendo en calles, parques, lotes baldíos, etc., en los más crudos refugios que cada cual ha armado para sí mismos y donde la lluvia los moja bien. La falta de agua durante tres días se añadió a los problemas, pero el Gobierno proclamó ley marcial y ha manejado las cosas de manera más enérgica y loable. Miles de personas salieron de la ciudad hacia el oriente, donde no hubo daños, pero se piensa que regresarán gradualmente, ya que la generosa ayuda de otras partes se está concentrando aquí. El terremoto continúa cada día y noche, y hemos tenido dos desde que empecé esta carta, pero han sido suaves, por lo que el sueño es interrumpido por la noche. Como la advertencia fue dada, nadie murió aquí, por lo que los creyentes están sanos y bien, aunque algunos sin refugio. Los creyentes de Ostuma enviaron en caballos cuatro cargas de comida y ayuda para distribuir, por lo que tampoco hay hambre. Tenemos mucho por lo que alabar al Señor, especialmente por la vida, la salud, el refugio, y que casi ninguna de nuestras pertenencia fue dañada totalmente. Esto es oportuno para impulsar la evangelización y tenemos la intención de hacerlo tan pronto como sea posible. 14
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Ana Escoto. Profesora y sociodemógrafa
Comencé a escribir este texto cuando salía la segunda caravana migrante salvadoreña en la Ciudad de México. Se dirigen hacia el norte, esperando alcanzar su destino final: Estados Unidos. Cientos de familias, mujeres, hombres, niños y niñas buscan proveerse un destino, un futuro, una vida, un bienestar. Saben que esto no está en su lugar de origen. Lo saben, porque lo hemos heredado como opción de vida. La migración ha sido una constante en nuestro país. Es, incluso, el sector más rentable: vivimos de las remesas. Según el Banco Central de Reserva, estas representan alrededor del 18% de lo que se produce en el país, casi una quinta parte de lo que producimos. Se calcula, de acuerdo a las rondas censales de 2010, que hay 1,223,466 personas nacidas en El Salvador que viven en otros países, nueve de cada diez en Estados Unidos. Mientras que las estimaciones de población 16
para 2010 calculan 6,193,164 residentes en El Salvador, lo que indica que los emigrantes equivaldrían a casi 16% de los nacionales residentes y no residentes. No sorprende, entonces, que estos produzcan, en términos de riqueza, una cantidad similar a la que representan del stock poblacional. ¿Cómo llegó un país a perder casi una quinta parte de su población? ¿Cómo llegó un país a depender tanto de la migración como forma de generación de riqueza? Durante el siglo XX y antes de este modelo de extrovertido desarrollo, donde el consumo prevalece sobre la producción, El Salvador tenía una base agroexportadora con una industria incipiente. En esta economía intrarregional y con base agrícola, el patrón migratorio salvadoreño se mantenía en Centroamérica, prevalecían los traslados internos y los movimientos internacionales transfronterizos entre las áreas ru-
rales de países vecinos. Las migraciones tenían carácter temporal. Pero, los cultivos extensivos de banano y algodón, que se beneficiaban de la abundancia de la tierra en Honduras, generaron una emigración de familias campesinas salvadoreñas que se intensificaría en los años 60 y terminó en el conflicto, mal llamado como la “guerra del futbol”. La migración siempre fue una estrategia, pero no una permanente. El conflicto armado expandió los destinos y las permanencias. Mientras Nicaragua, Guatemala y Honduras también vivían sus propias convulsiones, Estados Unidos apareció como nuevo y principal destino de la emigración. Pero, sobre todo, cambió a la migración, pues pasó de ser una estrategia familiar de inserción laboral y empleo temporal a una estrategia de sobrevivencia. Mientras, el endurecimiento de las políticas estadounidenses, a partir de los años 90,
impidió aún más que la migración tuviera una opción al regreso. Hoy veo el éxodo en forma de caravana. Un éxodo que grita. No es que no existiera, ya habíamos visto el aumento de mujeres migrantes; hace dos años, sobre todo, de niños y niñas viajando solos. En la caravana vemos nuevas facetas: ya no es el hombre trabajador agrícola que sale a ganarse el sustento de la familia. Hoy es una familia, muchas veces urbana, la que se mueve hacia un espacio donde su vida sea más segura y tenga oportunidades económicas. Quizás las formas de viajar han cambiado, pero ya van varias generaciones salvadoreñas migrando para sobrevivir. El futuro de mujeres y hombres salvadoreños parece estar afuera, lo que pone en peligro el futuro mismo de El Salvador. 17
Jaime Barba, Escritor e investigador social
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Mucha de la imprecisión de las políticas públicas en El Salvador está asentada sobre un grave equívoco: una errática lectura territorial.
Se asume como cierto, como dato fiable, que los varios ámbitos territoriales que corresponden a lo que llamamos El Salvador están inscritos en el actual mapa político-administrativo (caseríos, cantones, municipios, departamentos). Esto ha llevado de manera continuada a pasar de largo por las más importantes mutaciones materiales y sociales que han tenido lugar aquí, al menos desde mediados del siglo XIX hasta la fecha. La recomposición territorial (y no solo propietaria) que se concretó entre las décadas de 1860 y 1870 en torno a la producción cafetalera dio como resultado otro país. Por un lado, los pequeños núcleos urbanos (Santa Ana, San Salvador, San Miguel, Sonsonate, Ahuachapán), las tradicionales zonas de producción de granos básicos y de diversos productos; por otro lado, lo más relevante y dinámico fue la conformación de las áreas de agroexportación, corazón y vector del nuevo mapa. A propósito de estas áreas de agroexportación, donde el café fue amo indiscutible durante muchas décadas y todo lo demás giró en torno a él, es necesario decir que su gestación, su implantación, su consolidación y su declive marcaron la realidad territorial del país. Sin embargo, desde la gestión de los asuntos públicos siempre se siguió hablando y operando a partir del arcaico mapa político-administrativo. Entre las décadas de 1950 y 1980 se produjo el reacomodo territorial que tuvo como señales indiscutibles el proceso de industrialización por sustitución de importaciones asociado al surgimiento de los ámbitos urbanos de proyección metropolitana (siendo San Salvador y sus alrededores el pivote fundamental de todo eso), la terciarización de la economía y el factor demográfico del flujo migratorio hacia Estados Unidos, y todo ello amalgamado, imbricado y generando dinámicas contradictorias.
Tales procesos y tendencias económicas y sociales no podían menos que contribuir a modificar una vez más el mapa del país. Y como corolario está la generalización de la guerra durante 12 años (1981-1992), que fue el remate de la nueva configuración territorial que ahora puede apreciarse. Aunque siempre persiste (así lo atestiguan los presupuestos gubernamentales) la noción de que el país es el sempiterno mapa político-administrativo, al menos ahora hay apelaciones (undívagas, por lo demás) a «los territorios», aunque es difícil establecer si se tiene en mente la compleja trayectoria de construcción territorial. De cualquier manera e independiente de si expresiones como «ir al territorio» se hacen cargo de lo que la evidencia empírica sugiere, es imprescindible pasar cuanto antes a intentar comprender la realidad del país a partir de las coordenadas territoriales. De este modo, no debería sorprender que ahora pueda decirse que El Salvador quizá está configurado por unos 50 agrupamientos territoriales en los que es posibles identificar uno o dos núcleos urbanos (de primer a tercer rango) como ejes articuladores de los procesos circundantes. Por supuesto que esto no coincide con el actual ordenamiento de acciones gubernamentales y estatales en general. En estos 50 agrupamientos es posible identificar dos tres y hasta cuatro (dependiendo de las dimensiones y de la concentración poblacional) escenarios de intervención. Y en cada uno de estos escenarios, por los dinamismos socio-económico-ambientales prevalecientes, es claro que hay varios nódulos de articulación y dentro de ellos la noción de pivotes es la que mejor aplica para lo que serían los puntos de apoyo de cualquier intervención territorial. Ahora, en medio de debates fogosos, aparecen pocas referencias a estos asuntos, señal quizá de la inclinación por las lecturas erráticas.
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Claudia Blanco. Directora de Fundasal (Fundación Salvadoreña de Desarrollo y Vivienda Mínima
TUGURIZACIÓN, UNA REALIDAD QUE NOS CIRCUNDA Las personas salvadoreñas tenemos un imaginario del territorio similar a la dimensión del hogar. Es la ventaja de ser pequeños: todo está cerca, habitamos en medio de una naturaleza exuberante y un clima bondadoso, donde toda movilidad debería ser posible en un día y, probablemente, las divisiones político-administrativas solo sacian la necesidad humana de pertenencia a una localidad. En esa dimensión pequeña, el deterioro de nuestro territorio ha sido galopante. Las urbes nunca se prepararon para recibir la migración desde hogares rurales; así, la ciudad se pobló de manera espontánea. Las mujeres y los hombres vinieron bajo la hipnosis que prometía una vida mejor en las ciudades que en el campo, una ilusión que fue realidad para pocos y un sueño sin cumplir para las mayorías. Los lugares disponibles para reconstruir la vida fueron aquellos donde no existía «propietario», la mayor parte en riberas de ríos urbanos. En ese galopante deterioro también hemos sido excesivamente permisivos con la invasión sobre volcanes y cerros hermosos. La tierra ha soportado con paciencia las toneladas de desechos que produce nuestra manera de consumo. La Oficina de Planificación del Área Metropolitana de San Salvador menciona que diariamente se producen 1,400 toneladas de basura en esa área (AMSS), de los cuales solo el 5 % se recicla. El crecimiento urbano se ha justificado en detrimento del respeto de la vida rural y sus propias cosmovisiones. En aras de ese desarrollo se abandonó la inversión en el campo, como si este fuese el enemigo del crecimiento y la prosperidad. Se ha dado un uso irracional al recurso natural de El Salvador como si fuera inagotable, olvidando que es el hogar de todos. Una revista de la Fundación Salvadoreña de Desarrollo y Vivienda Mínima (FUNDASAL), de 1973, denominada El carretón de los sueños, proyectó que para 1980 casi trescientas mil familias habitarían en áreas urbanas en condiciones de marginalidad. Según esa predicción, 1,438,500 personas vivirían en «la ciudad», pero en ausencia total de sus derechos humanos, sin agua ni propiedad del suelo, sin energía eléctrica ni accesos para la educación y la recreación, sin ejercicio de ciudadanía plena. 20
Y así fue, esa terrible predicción se cumplió. Según el Mapa de pobreza urbana y exclusión social en El Salvador, publicado en 2010 por el PNUD, en el AMSS, en 1989, existían 303 comunidades marginales; para 2007 ascendieron a 445; para 2008 se contabilizaron 2,508 asentamientos precarios urbanos con 495,981 hogares, equivalentes a más de dos millones de personas. Ahora se requieren gigantescos recursos para llevar la justicia que repare el daño de haber nacido, crecido y muerto en sitios no aptos para el desarrollo humano. Trabajo en la FUNDASAL, que tiene medio de siglo de trayectoria. Con base en muestras de los lugares donde realizamos proyectos, tenemos una sospecha: las zonas tugurizadas se están densificando frente al crecimiento natural de la población –cerca de 30,000 nuevos hogares cada año– y por la imposibilidad de moverse libremente entre colonias o municipios. Esta inhumana densificación está incrementando la vulnerabilidad de muchos lugares, que se ven golpeados por la exclusión territorial y los efectos negativos del cambio climático. Ante estos números apocalípticos, que fríamente llaman «déficit habitacional», no debería sorprendernos la violencia ni la ausencia del Estado en los asentamientos humanos precarios. No es un fenómeno actual, el Estado estuvo siempre ausente, puesto que no garantizó ningún derecho constitucional a millones de personas salvadoreñas. Es necesario volver la mirada hacia el pensamiento rural para fortalecer los medios de vida locales, conectarlos con el ámbito global y evitar más migración. La exuberante naturaleza, mezclada con la sabiduría ancestral del buen manejo del suelo, merece atención e inversión proporcional a la cantidad de personas que habitan en el campo. Por otro lado, es tiempo de llevar justicia que restaure las décadas de violaciones de derechos humanos en las zonas marginales y mesones; y, como un tercer elemento, es necesario edificar el hábitat de manera organizada, recuperando el tejido social y los valores de la vecindad. Vale la pena acompañar esa enorme creatividad para que se prevenga la tugurización y cada hogar pueda ocupar su lugar como corresponde, en ejercicio pleno de sus derechos humanos. 21
Territorio[s] es un relato sobre el ejercicio del poder, un poder caótico y en disputa que construye otros poderes que se ensanchan, amalgaman o superponen determinando la cotidianidad. Estado, dinero, ideologías y grupos criminales construyen fronteras invisibles obligando a entender cómo y cuándo actuar según el ejercicio de la fuerza sobre el territorio. La exposición está compuesta por 6 obras de Antonio Romero y Danny Zavaleta que cuestionan y muestran el ejercicio del poder sobre la población. Territorio[s] se expuso por primera vez en el Teatro Luis Poma el 14 de octubre de 2018 bajo la coordinación de Mauricio Kabistán.
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Espacio habitable (2008) de Antonio Romero Intervención que muestra un plano de una vivienda mínima, en el que la lucha por el territorio invade la intimidad doméstica, ofrecida como una solución al problema de vivienda en El Salvador representada por las luchas de poder dentro de la vivienda que derivan en expulsión de sus habitantes. 23
Sin tĂtulo (videoarte. 2009) de Danny Zavaleta Video a manera de metĂĄfora de la realidad salvadoreĂąa, muestra el ejercicio de atrapar y matar moscas como algo habitual y sin consecuencia. 24
El Tur de Danny Zavaleta Una pieza que subraya las zonas de poder en el territorio y que visibiliza las fronteras de la violencia. 25
Retrato hablado (fanzine. 2008) de Danny Zavaleta* Un impreso que registra una serie de cartas y documentos que relatan la vida de Carlos Portillo, salvadoreño, exintegrante de las Fuerzas Armadas y de la MSS, emigrante y retornado. El ordenamiento de estos relatos permiten un giro insospechado a la percepción que generalmente se le aplica a una persona como Carlos. Al ponerlas en escena ofrecen una lectura sobre los principios, valores y sentimientos de alguien que se ha visto envuelto en sucesos delictivos. Carlos Portillo le entregó este álbum al artista. Retrato hablado es la interpretación de su vida, y la de muchos centroamericanos, de manera desprejuiciada. 26
Estas fotografías muestran el paso de Carlos Portillo por La Fuerza Armada de El Salvador, donde ingresó voluntariamente, a los catorce años para prestar su servicio militar motivado por los enorme deseos de venganza por el daño físico, moral y patrimonial que soldados de la fuerza armada habían causado a él y su familia. Su objetivo era infiltrarse para trasladar información a la guerrilla con quienes simpatizaba. Comenta que al principio ero presa del miedo y la angustia por ser descubierto, sin embargo continuó con su misión. Con el tiempo, pese a destacar por su valentía y notable estado físico, sus críticas al sistema militar y a la guerra misma motivaron que algunos compañeros lo denunciaran como infiltrado. Esto lo obligó a desertar y huir, como asilado político, a los Estados Unidos. 27
Al llegar a EEUU entra a un “crew” chill out donde se mantiene dos años, luego continua su vida en la MSS (Mara Salvatrucha Stoners). Según la versión de Carlos Portillo, la MSS nace con la idea de agrupar a los excombatientes salvadoreños (ya sean guerrilleros como soldados de la Fuerza Armada), con el fin de luchar por los derechos de los salvadoreños que residen en los EEUU. 28
FotografĂa de camping en el Federal Correccional Institution. Retratos Fox, Crow. 29
PROPIEDAD DE SEÑORES La frase la mujer es el corazón del hogar nos refunde justamente ahí, al hogar, que no a la casa. El hogar y la casa encierran conceptos similares, pero con matices distintos: el hogar se relaciona con fuego (la cocina) y la casa con domicilio (la propiedad).
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Susana Reyes. Profesora, poeta, editora, actriz
En esta sociedad matriarcal de facto, pero patriarcal en leyes, la independencia de la mujer pasa por hacerse de su propio hogar en una casa. Pero nunca es fácil, casi siempre estaremos con dificultades económicas para lograrlo. Toca a muchas, además, hacerse cargo ante la falta de responsabilidad del hombre en la pareja; o, peor aún, ante el abandono, la sacada delante de la familia Confley desintegrada. Sin duda las historias son muy variadas en razones y azares, pero siempre que como mujeres nos enfrentamos a hacernos cargo de las propiedades, la reparación del carro y de aquellas decisiones que huelen al territorio de los hombres algún terror se cuela. Una amiga me dijo que había decidido comprar su casa (una que había sido de su tía, ya domiciliada en el extranjero, y que su madre —otro matriarcado de facto— había cuidado como propia). Mi amiga, soltera, con un buen empleo y un novio, llamémoslo exitoso en los negocios, estaba dispuesta a comprar la propiedad a su tía. En el banco le dieron a entender que necesitaba un fiador, buscó a su novio para tal efecto; por fortuna de la diosa, los documentos de él complicaban el trámite y el préstamo no salía. Cuando ella preguntó la razón del retraso, si tan solo se trataba del fiador, el ejecutivo le explicó que los «asumió» como pareja y, por tanto, hizo los trámites con el nombre del ahora exnovio en calidad de codeudor de la propiedad. Hubo que arreglar la solicitud y volver al principio, pues desde siempre ella podía manejar la deuda sin problema y así se hizo de su hermosa casa. Y colorín, colorado… la historia de terror no había terminado: el exnovio desde siempre supo todo y no dijo nada.
Si tenés casa propia, trabajo y comida, podés considerarte millonaria, dijo mi jefe un día. Tengo de todo, le dije, aunque la casa no era mía. Esta era un apartamento en un barrio popular de mala reputación que había sido inversión de mi madre (habíamos terminado como familia ahí porque se lo otorgaron a mi abuelo, pero luego ella tuvo que estar a cargo de todo, incluida la deuda). Me respondió que igual, esa pequeña propiedad, por muy mínima que fuera, era mi tesoro. Aquel hombre tenía razón. Ahora agradezco el esfuerzo de mi madre, ama y señora de una cadena larga del matriarcado familiar, que dejara de hacer y ser tantas cosas para poder sacar adelante a su pequeña familia y darme en heredad ese reino (solo porque como con Juana la Loca terminé siendo la única superviviente en la cadena de sucesión al trono). Cuando me tocó la misma aventura de la propiedad, me vi en la obligación de tomar un préstamo bancario. Ya de por sí era difícil construir la ilusión de una casa grande en una zona tranquila, céntrica. A eso se sumaba que mi ingreso (pese a no ser tan frugal) era inviable para tomar el préstamo por mí misma para una vivienda una rayita arriba de la mínima y, para rematar, fuera de la ciudad. Hube de recurrir a la carta blanca de la esposa de… y tomar mancomunado un préstamo que, obviamente, hizo salir la casa a nombre de él (y mío, pero de él…), porque ganaba más, porque era el hombre de la casa. No puedo quejarme ni de la relación de confianza ni del buen manejo que ambos hicimos del asunto cuando nos separamos y tuve que esperar a poder pasar a mi nombre un préstamo que siempre fue mío, del que todavía debo y que tiene los servicios a nombre del señor. 31
Beatriz Alcaine. Gestora cultural
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Ya era medianoche, más de las doce, porque la banda había terminado de tocar. Quedaba gente por todos lados, hablando, riendo. Disfrutábamos de una paz rica, nueva. Yo había estado un buen rato escondida, descargando música en una oficinita que estaba atrás, cerca de los baños, esperando a que se fuera el pesado ese que me estaba provocando. Cuando calculé que él ya no iba a estar, me estiré la minifalda sicodélica y salí por el pasillo, hacia el jardín. Me saludó una pareja que estaba sentada en una mesa bajo el almendro; vi a Julio en la cabina de sonido enrollando cables y a los músicos desmontando sus instrumentos en la tarima. En el cuartito verde había un grupo grande de gente contando chistes; me fui hacia abajo y aproveché para ir recogiendo envases y vasos vacíos. Vi que habían manchado con la suela del zapato uno de los murales de Óscar y lo limpié con un trapito húmedo. Sonaba Los dinosaurios, de Charly García. Iba subiendo las gradas cuando vi que la cajera me hacía una seña rara con la mano, como espantando moscas, pero ya era demasiado tarde. Me topé de frente, cara a cara, con el escritor feo y borracho del que había estado huyendo toda la noche. Con una Pilsener en la mano, despeinado y baboso, me agarró fuerte del brazo derecho y sentí su aliento agrio en el cuello. —¿Qué ondas, pues?, te me habías perdido. Toda la noche te he estado esperando. Yo quiero que vayás, quiero que vayás conmigo, pero ya sé que no te atrevés, que sos muy burguesita para eso. Yo ya le dije a la Yoyi, ella es mi amiga, es mi cuata, así que vamos, yo quiero que conozcás, pa’que veás como se lleva un negocio. Y yo, con esa tolerancia que no sé de donde sacaba, le fui desprendiendo los dedos de mi brazo, lo alejé con la otra mano y le dije: —Chavo, vos ya estás bien bolo. Dejá de desafiarme, que vos bien sabés que ni me van a dejar entrar. Y traté de seguir caminando hacia la caja, pero no, no dejaba de joder y de insistir… Así que, bueno, a la aventura. Me puse mi gabardina de plástico transparente, porque era la única que había llevado
—atuendo, en general, nada apropiado— y mi casco rojo; me subí en la Vespa roja. Él se encaramó atrás, como pudo, sin casco. El chavo que cuidaba afuera no sabía si reírse o preocuparse —Este se le va a caer cuando cruce en la esquina, me dijo. —Pues sí, pero es un gran necio. Por suerte, vamos aquí cerquita —le dije. Y arranqué. El lugar de su amiga Yoyi quedaba bajando la calle Gabriela Mistral, muy cerca de donde había estado el periódico Primera Plana. No vi que tuviera rótulo. Nos detuvimos donde él me señaló. Carros de lujo estaban parqueados enfrente. El vigilante uniformado lo saludó, al cliente frecuente, y se rio de mí con los ojos. En la puerta estaba el matón de saco negro y corbata, sentado en un taburete, con la espalda bien ancha y una cicatriz en el cachete. —Ajá, broder —le dijo el escritor bolo que no había soltado el envase de Pilsener—; ¿qué ondas?, ¿todo bien? Ella viene conmigo. —Ella no entra. —Cómo no, broder, si es mi cuata. Mirá, ella viene conmigo; la Yoyi ya sabe. —Ella no entra. —Viste que te dije, vos estás loco, ya dejá de joder, perdiste la apuesta, me la vas a pagar—, le dije yo con colerita. El matón ni me miraba. —No te vayás a ir, —me dijo el bolo—; ya voy a salir a traerte. Y desapareció como tragado por un gran monstruo bullicioso y humeante. Me sentía ridícula allí parada entre el vigilante de escopeta y el matón de corbata. ¿Qué hago aquí y por qué le hago caso a este estúpido?, pensaba cozn las manos metidas en las bolsas de la gabardina transparente, cuando apareció una mujer subida en unos descomunales tacones, con un maquillaje rosado y pestañas inmensas, pelo estirado en una larguísima cola de caballo y las uñas plateadas. El escritor parecía un hijito de la mujer, un hijito enfermo. —Lo siento mucho, querida —me dijo con voz rasposa—, aquí protegemos a nuestros clientes. No nos arriesgamos a que pueda haber algún escándalo Se lo he dicho aquí a mi chulis, pero parece que no entiende. Si no sos hombre, este es territorio prohibido.
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Fátima Peña. Comunicadora
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Cuando pensamos en territorios prohibidos en El Salvador solemos pensar en aquellas colonias o barrios asediados por las pandillas. Aun sin contar con información oficial sobre estos territorios, sabemos por cuáles zonas podemos movernos con relativa seguridad y a cuáles definitivamente no entraríamos. Pero en El Salvador hay otros territorios menos delimitados que también son prohibidos; prohibidos porque en ellos no solo se anula la libre movilidad, sino también las identidades individuales y colectivas. Dentro de estos territorios también abunda la hostilidad a lo que se sale de la «norma» o son prohibidos porque la presencia de la autoridades es demasiado represiva y castiga el ocio. Esto es especialmente grave cuando un 31.6 % (IDHES, 2018) de los jóvenes salvadoreños destaca como una privación significativa la falta de espacios públicos para el esparcimiento. Para ilustrar lo anterior podemos remitirnos a varios ejemplos. Hace dos meses caminaba con unos amigos por el centro de San José, Costa Rica. Íbamos acompañados por otro amigo tico. En nuestro camino nos detuvimos en varios parques, llenos de jóvenes de todo tipo. En esos parques pudimos observar cómo los jóvenes fuman marihuana con relativa tranquilidad. Nuestro acompañante tico, de hecho, nos convidó a fumarmos un porro. De inmediato pensé que era mala idea, que alguien nos iba a ver. Que íbamos a ir presos. Él nos tranquilizó y dijo: «sí, obviamente es prohibido, pero la policía lo más que nos dice aquí es que nos vayamos. No pasa nada». No pude dejar de pensar en que eso en El Salvador es casi imposible porque los parques son peligrosos o están abandonados y porque aquí la policía no conoce puntos medios: todo el que consuma droga en espacios públicos se arriesga a ser detenido o, como mínimo, amenazado o golpeado. De hecho, hace un par de años, un grupo de mis amigos fue extorsionado, asaltado y amenazado por miembros de la PNC luego de percatarse que compartían un porro en una calle aledaña a la universidad. Sin embargo, no solo las autoridades o las pandillas imponen restricciones a los territorios. En El Salvador también existen otro tipo de territorios prohibidos y son aquellos que nos reafirman las desigualdades sociales y la falta de acceso a espacios de recreación gratuitos para la población. El lago de Coatepeque es uno de esos lugares. Casi todo el lago está lleno de grandes mansiones y de restaurantes que poco o nada permiten que personas de escasos recursos económicos puedan disfrutar del lago. De hecho, nadie puede permanecer mucho tiempo
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en las aguas que colindan con algún rancho privado. Los vigilantes te piden que te alejés, porque a los patrones no les gusta que te bañés en sus aguas. Este es, pues, un territorio prohibido para quienes no tienen los medios económicos para tener un rancho o para pagar un restaurante con acceso al lago. Diferente es el caso de otros territorios cuyas prohibiciones provienen sobre todo de la cultura (machista) y de las tradiciones de la comunidad. En el nororiente del departamento de Chalatenango se ubica San José Las Flores, un pequeño municipio que no registra asesinatos desde la firma de los Acuerdos de Paz y cuya organización comunitaria se mantiene con fuerza. En Las Flores sus habitantes caminan con tranquilidad y no temen de ninguna pandilla, pero en el parque central suelen reunirse solo los hombres del pueblo. El año pasado un grupo de voluntarias norteamericanas vivieron en este municipio y solían visitar el parque del municipio por las noches. En una ocasión me comentaron que les parecía raro que siempre eran ellas las únicas mujeres que solían quedarse en el parque por varias horas. Unos días después me contaron que unas habitantes del pueblo les dijeron que al parque no van las mujeres, porque eso era señal de que eran «ofrecidas» o «desocupadas» y que no era bien visto que ellas pasaran demasiado tiempo en el parque porque indicaba que andaban en «búsqueda de hombres». Ellas comprendieron que permanecer mucho tiempo ahí era casi un acto clandestino. En el 2015, el Manual ABC de la dinamización de espacios públicos de la OPAMSS señalaba que en el área metropolitana de San Salvador cada habitante dispone en promedio de 3.32 m2 de espacios públicos, aunque lo recomendable por la OMS es que cada habitante tenga acceso a 10 m2 de estos espacios. Traigo a colación este dato porque en el AMSS —y en el país— no solo hay pocos parques y zonas verdes, sino que en ellos también se arrincona, excluye y aprisiona. Son lugares donde los ciudadanos/as no pueden sentirse libres —ni seguros— para ser quienes son. Lamentablemente es también en estos espacios donde se impone la ley del más fuerte o de quien tiene más dinero, o donde se imponen las ideas más ultraconservadoras y la cultura machista. Son territorios que deberían de ser de esparcimiento, pero se han convertido en espacios en donde el «libre esparcimiento» es otra prohibición (o privación económica) más. 37
Ilustraciรณn de Gabriel Granadino
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Eduardo R. Salgado. Periodista y gestor cultural
Qué calor. Bajo del bus y cualquiera diría que vengo del baño, chorreo por todos los recovecos del cuerpo con esta humedad asfixiante. El sol, las palmeras y el cielo azul me saludan. Espera, ¿y el mar? Por allá hay varios restaurantes y hoteles donde quedarse, ahí está bueno. Pero y ¿para acceder a la playa? ¡Bendiciones! Se cierra la puerta y el busero me regala un reguero de delicioso humo negro. Estoy en la Costa del Sol, la playa más extensa del país con 15 km de lisa arena, palmeras y la inmensidad del Pacífico. Según vi en Internet es una de las mejores del país, «un remanso de paz para descansar y disfrutar del mar», como comenta Daniela en una famosa plataforma de viajes. Para llegar hasta esta playa «imperdible» me he chupado dos horas largas entre buses que me llevaron a la terminal, esperar que saliera el transporte, ver cómo el bus paraba en cualquier parte de la carretera, y ahora, encontrarme con que un muro de hormigón me separa del remanso de paz. No pasa nada. Has visitado infinidad de lugares por todas partes sin saber nada del sitio, me intento animar. Así que, continúo el camino. Son las 11a.m., la sed apremia y el sol te fríe los pensamientos, pero hay algo que se sobrepone a todo. Ráfagas de viento húmedo me avisan que el mar está cerquísima, mi oído se afina y sí, ahí se escuchan olas morir en la orilla, ¡el descanso playero está a la vuelta de este aburrido muro de hormigón! Acelero el camino y agudizo la vista con la esperanza de que el muro se termine. La entrada tiene que estar cerca sí o sí. Veo un hueco sin portón ni valla, así que, sin pena, me decido por entrar. Como si fuera la bestia protectora, se envalentona un gallo
con mirada desafiante. Al fondo aparece un imberbe cuarentón con el estómago generoso. ¿Hola? Hola, le digo, ¿sabe cómo puedo acceder a la playa? Sí, cómo no, siga recto y va a encontrar un restaurante con buenos mariscos. Yo lo llevo, que el dueño es chero mío. Pero es que solo quiero pasar a la playa. Me traje comida para pasar el día, ¿cómo hago? Nombre, acá todo es privado. Esto es la entrada a una casa, lo de al lado es otra. Más allá hay varios restaurantes y puestos, más casas y así. Parece que los 300 km de playa que anuncian las webs de turismo están acompañados por otros 300 km de muro de hormigón. Desconocía ese amor por el cemento en El Salvador. Di adiós al bocadillo, al ajustado presupuesto. Di hola a unos ricos mariscos. Hay que recomponerse. Miro con el resentimiento de una víctima forzada al inflexible asiento del bus de vuelta. Me tocan otras dos horas de sufrimiento de nalgas, pero como acá dicen, ni modo. El bus está casi lleno y junto a mí se sienta un joven de semblante risueño y mirada entre curiosa e incrédula. Are you here on vacation? Así es, me voy a quedar unos días por tu país. ¡Qué bueno, amigo! ¿Y adónde vas ahorita? Voy de regreso a San Salvador. Tengo ganas de descansar en una plaza, tranquilo, tomando algo, ¿sabes dónde puedo ir? Pues claro, los domingos suelo ir a Metrocentro. Voy con la familia, los amigos… y allá siempre te encontrás con cheros, las parejas se tiran en la grama… ¡se pone muy alegre! Estupendo, así puedo conocer la ciudad y sus calles en la tarde, ¿y qué plato típico, aparte de las pupusas, me recomiendas? Un buen Pollo Campero, eso sí que te deja bien alegre. Risas. 39
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María de la Luz Nóchez. Periodista
Vitrinear quizá sea el ejercicio por excelencia de los salvadoreños. A falta de parques y espacios públicos accesibles para el ciudadano de a pie, y con tiempo para el ocio pero sin suficiente dinero, el paseo casi obligado es un centro comercial.
construcción de un complejo de bartolinas policiales. Para entonces, 2013, sobre la ubicación del antiguo parque entre San Jacinto (San Salvador) y Ciudad Credisa (Soyapango) ya pesaba el estigma de ser una zona a la que si es necesario no acercarse, mejor.
Vivimos en un país tropical en el que a falta de árboles para sentarse bajo la sombra y relajarse, tenemos cajones con aire acondicionado para refrescarse. Todos los fines de semana, sin excepción, por los pasillos de estos espacios desfilan individuos que llegaron hasta ahí sin el afán de comprar nada, sino como una forma de entretenimiento.
La opción preferencial por vitrinear también tiene que ver con comodidad y accesibilidad. Si bien en el área metropolitana de San Salvador existen espacios como El Cafetalón (Santa Tecla), el parque Bicentenario (San Salvador) y el Parque de la Familia (Planes de Renderos), la facilidad de trasladarse hasta ellos no es la misma que ofrecen los centros comerciales, por donde transitan al menos dos rutas de autobuses distintas que los convierten en lugares «ideales» para el encuentro con amigos, familia o colegas de trabajo.
Pero, ¿por qué vitrineamos tanto? Más allá de que nos ha calado hasta los huesos la idea de que entre más tenemos, más felices somos, lamentablemente en El Salvador se le ha apostado al consumo y no al esparcimiento. Quienes crecieron entre los 80 y los 90 recordarán, con mucha nostalgia, lugares como Plaza Alegre, el Teleférico San Jacinto y el Mundo Feliz. No es coincidencia que dos de ellos terminaron convertidos en cadenas de almacenes. Para el antiguo «reino del pájaro y la nube», en cambio, sólo el Estado tuvo planes en algún momento, aunque contrarios a cualquier tipo de diversión: la
Es más fácil encontrar un centro comercial cerca de un área residencial que un área verde, e incluso le genera plusvalía a la zona. Están por todos lados y brotan cada vez más seguido en forma de placitas, en donde generalmente acaba ubicado, como mínimo, un salón, una farmacia y una sorbetería. Por supuesto que tenerlo al lado, así sea pasar del encierro al encierro refrigerado, lo convertirá en un objetivo más asequible y, sobre todo, más práctico. ¿Quién necesita árboles y una pista para bicicletas si hay, al menos, un café cerca?
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R i c a r d o Vá s q u e z . Arquitecto, presidente de Fundalempa
El Lempa es el río más grande de Centro América con desembocadura en el Océano Pacífico. Su longitud total es de 389 kilómetros y atraviesa El Salvador con una longitud de 295 kilómetros. Nace en Olopa, Guatemala, con el nombre de río Olopa, en la Sierra de Ocotepeque, que se eleva a más de 2 mil metros.
Desde su entrada a El Salvador hasta el mar, el río bordea los departamentos de Santa Ana, Chalatenango, La Libertad, Cuscatlán, Cabañas, San Vicente y Usulután. Pero el Lempa es un gran desconocido y un recurso estratégico ignorado. A estas alturas del siglo XXI, no se ha tomado en cuenta plenamente su extensión territorial, sus recursos ecosistémicos, la cantidad de población asentada en la cuenca ni la importancia económica, social y ambiental. Eso se demuestra por el estado de degradación en el que actualmente se encuentran el río y su cuenca. 43
REGIÓN DE SUBCUENCAS (Mapa de cuenca)
EL SALVADOR SUPERFICIE: 10,255 KMS % DEL TOTAL: 56.22 CUENCA: ALTA
La cuenca del río Lempa es una región hidrográfica compartida entre Guatemala, El Salvador y Honduras.
SUPERFICIE: 7,350 KMS
HONDURAS SUPERFICIE: 5,438 KMS
El territorio de la cuenca está configurado por subcuencas agrupadas en 3 grandes segmentos territoriales: Alto Lempa, Lempa medio y bajo Lempa.
% DEL TOTAL: 29.82 CUENCA: MEDIA SUPERFICIE: 9,288 KMS
GUATEMALA SUPERFICIE: 2,547 KMS % DEL TOTAL: 13.96 CUENCA: BAJA SUPERFICIE: 1,622 KMS
TOTAL SUPERFICIE: 18,240 KMS % DEL TOTAL: 100 CUENCA: TOTAL SUPERFICIE: 18,240 KMS
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Esta cuenca es la de mayor superficie en la vertiente del océano Pacífico, desde el istmo de Tehuantepec, en México, hasta el Cabo de Hornos, en Argentina. Para El Salvador su importancia radica en que por ella fluye el 68 % de los recursos hídricos del país y habita el 60 % de la población total, en 151 municipios, entre ellos los catorce del Área Metropolitana de San Salvador.
GESTIONES DESARTICULADAS En los últimos 25 años se han desarrollado muchas iniciativas en la cuenca del Lempa; sin embargo, se puede constatar que han estado desarticuladas entre ellas. Algunas de las iniciativas más importantes son: Plan Trifinio, Humedal Cerrón Grande, La Montañona. Otras dos —sin estar en la cuenca— se encuentran en el área de la desembocadura: el estero de Jaltepeque y la Bahía de Jiquilisco. Ahora, entre los efectos devastadores de la variabilidad climática y la degradación ambiental están la progresiva disminución en la disponibilidad de agua para el consumo humano, la producción y la sostenibilidad de los servicios ecosistémicos. Por eso, no se puede omitir la incidencia del cambio climático y
la degradación ambiental en los déficits nacionales de agua, energía y alimentos. Con base en la situación crítica que plantean esos factores en la actualidad, en términos generales, debería establecerse un plan estratégico de articulación de todas las iniciativas y los proyectos, incluyendo por supuesto las acciones de la CEL y la ANDA, considerando la posibilidad de un pacto nacional por el Lempa. Además, urge repensar nuestro futuro desde una perspectiva territorial del Triángulo Norte, no solo por ideales unionistas, sino porque nuestros principales recursos hídricos son compartidos con Honduras y Guatemala, por lo cual ninguna estrategia de desarrollo sustentable puede olvidar la negociación con ambos países. 45
El reto en El Salvador es lograr un desarrollo equilibrado, inclusivo y sustentable de sus territorios. Con una extensión de 21,000 km2, una estructura económica basada aún en la agricultura y crecientemente en los servicios, una alta densidad poblacional, una creciente degradación ambiental y características geomorfológicas que son fuente de riesgo de desastres y condicionan actuaciones cabe preguntarse sobre la viabilidad del desarrollo económico y social en nuestros territorios.
Ya se ha planteado que la pequeña extensión geográfica y los varios accidentes que la atraviesan, así como la abultada población, son los factores que dificultan el desarrollo nacional. Sin embargo, otros países, como Holanda y Singapur, con similares extensiones y poblaciones, han demostrado que es posible lograr altos índices de desarrollo económico, incluso a pesar de la naturaleza. El territorio, comprendido como una construc-
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ción social, es un factor propulsor del desarrollo, en la medida en que se coloque en su centro a la población que lo habita, sus medios de vida, su identidad y su cultura. La construcción del territorio salvadoreño es compleja, se ha configurado al compás de los modelos o proyectos económicos impulsados históricamente, los cuales han puesto una atención
Sonia Baires. Socióloga especializada en estudios urbanos
excesiva en el crecimiento, sin considerar las dimensiones sociales y ambientales requeridas para complementarlo. El modelo de sustitución de importaciones, impulsado desde los años cincuenta del siglo pasado, detonó alrededor del eje industrial un proceso de urbanización creciente que generó la mega ciudad de San Salvador, ahora convertida en región metropolitana con alrededor del 30 % de la población total. Este desequilibrio territorial entre el gran San Salvador y el resto de ciudades, incluidas las secundarias como Santa Ana y San Miguel, se ha agravado por las desigualdades crecientes entre la población que habita en zonas residenciales exclusivas y la gran mayoría residente en comunidades precarias y lotificaciones ilegales sin servicios, expuestas a los desastres producidos por el mal manejo de los residuos sólidos o por el bloqueo del cauce natural de las aguas lluvias. La dimensión ambiental del desarrollo territorial, en su relación con las políticas económicas, tampoco ha sido considerada seriamente. Ahora, esta dimensión cobra una importancia capital frente a la amenaza del cambio climático. El Salvador y la región centroamericana están expuestos no sólo a lo conocido, sino a eventos extremos cuyos impactos atentan contra el desarrollo nacional,
de no asumirse una apuesta nacional por la adaptación a este fenómeno global y a su mitigación. «El Salvador posee una extraordinaria diversidad biológica presente en los ecosistemas, especies y genes, presentes en el país, es un patrimonio de innegable importancia económica, social y cultural que merece atención especial» (MARN, MINED, 2018). Varias actividades económicas, como el turismo, la producción pesquera y agrícola, dependen de esa diversidad biológica y del buen funcionamiento de los ecosistemas. De igual forma, la economía y el bienestar de muchas comunidades depende, en buena medida, del aprovechamiento de los recursos biológicos y los servicios ecosistémicos. Muchas especies de vida silvestre son utilizadas por la población, como por pequeñas microempresas e industrias, para diferentes fines, desde la alimentación, el uso medicinal, la tenencia de mascotas y hasta las artesanías. El desarrollo sustentable de nuestros territorios es posible, siempre y cuando las propuestas de desarrollo integren, en forma articulada, las dimensiones social y ambiental, a fin de mejorar la calidad de vida de la población.
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El reto en un país como El Salvador, que ha ocupado el primer lugar del peor podio durante varios años, el del más homicida del mundo, las tragedias totales entierran a las demás tragedias. La muerte, el homicidio, es nuestra vara de medirnos como sociedad violenta. El cadáver asesinado es lo que se enumera. Ese es el verbo ante el homicidio: enumerar, no resolver. En este país, solo alrededor del 10 % de casos de homicidio no quedan en la impunidad. Y sin embargo, si hay reflectores, están sobre ello. Lo demás es bagatela: violaciones, acoso sexual, lavado de dinero. Y luego, aún, queda la vida cotidiana de las personas de clase obrera. Lo que es menos que la bagatela, lo que no es nada, ni delito ni hecho siquiera. Lo infraordinario, que diría Georges Perec. Hay salvadoreños, por ejemplo, miles de salvadoreños, que para ir a trabajar por las mañanas, para vender tomates durante el día, para ir a la escuela o para regresar cada día a sus casas, deben hacer estrategia, evitar la muerte. Todos los días. Porque para esas personas no hay un El Salvador, hay pedazos de eso.
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Óscar Martínez. Periodista
Cada día, según un informe de 2013 de Cancillería salvadoreña, unos 600 salvadoreños abandonan el país: migran, huyen. De entre ellos, los que huyen son los que llegaron al límite, los que recibieron o rozaron la sentencia directa: te vas o te matamos. O incluso los que sobrevivieron al intento franco de hacerlos cadáver: los que esquivaron la bala, los que sortearon el puñal. Tras la amenaza, comúnmente, alguna de las pandillas. Pero antes que ellos, aún en los 21,000 kilómetros que llamamos país, las decenas de miles que viven al borde de ese límite, el salvadoreño común: la empleada doméstica, el obrero de construcción, el empacador de supermercado, la vendedora del mercado, la maquilera, el jardinero. La mayoría de esos 2.5 millones de salvadoreños que, según la Dirección General de Estadística y Censos, vive en pobreza, recorren este país sorteando fronteras invisibles, aprendiendo demarcaciones que no están en ningún mapa, pero en las que les va la vida. A estas profundidades a las que nos hemos hundido como sociedad, saber de qué departamento es uno en El Salvador o de qué municipio, cantón o caserío, es saber nada útil para miles de personas que lo que urgen saber es de qué pandilla-nación es el pedazo de país donde duermen y despiertan con sus hijos cada día. Dicho lo grueso, recitado el dilema, digo ahora lo que ya pocos dicen: la vida de algunas personas. Hubo una mujer cuarentona en el centro de San Salvador que se fue a finales de 2016 de El Salvador. Ella, si le pasaran una encuesta de razones migratorias, marcaría «migración económica». Se fue cuando su negocio fracasó y las escasas ganancias ya no le alcanzaban ni para ser pobre, sino mendiga. Ella tenía un comedor en el predio de la exbiblioteca, en el infartado corazón de este país. Ella habitaba bajo el dominio del Barrio 18 Revolucionarios, tribu Raza Parque Libertad, una de las células fundadoras de la pandilla en El Salvador de principios de los noventa. Las disputas cuadra a cuadra de esos 52 bloques que llamamos centro del país llevaron a que ella quedara cercada. Abajo, diez metros debajo de su comedor, la MS-13. Arriba, una cuadra más allá de su pollo frito, zona en disputa. Sus clientes, de pronto, estaban solo en 50 metros de calle. Su negocio quebró. Ella no podía ya repartir comida a sus compatriotas que trabajaban en la nación de otra pandilla. Ella tuvo que huir. ¿Por qué no movió el comedor?, preguntaría quien no conoce. Porque ella debía pagar extorsión a su pandilla-nación. Irse era dejar de hacerlo, y en su país, en su El Salvador, siempre
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hay una pandilla a la que tendría que explicar por qué llegó ahí. Hay gente aquí a la que le ocurre esa tragedia silenciosa, no documentada, total: hay gente a la que se le acaba El Salvador. Hay un señor en un cantón fronterizo con Guatemala. Ese señor, a sus casi 50 años, ha hecho solo una cosa: cultivar. Hacer crecer frijol y maíz. Lo ha hecho casi todos sus años, desde que a los siete pudo empuñar un machete con propiedad. A ese señor le mataron a su yerno, un expandillero de la MS-13 que durante seis años fue testigo protegido del Estado salvadoreño. A ese yerno lo asesinaron a balazos en 2014 en una callejuela de polvo de San Lorenzo mientras era eso que termina en “protegido”. El señor enterró a su yerno, pero el entierro fue rodeado por pandilleros de esa misma pandilla y el señor y los demás dolientes tuvieron que dejar de cantar alabanzas y correr sin apelmazar del todo la tierra de la tumba. La tumba quedó así, una panza de la tierra del occidente. Al señor, trabajador toda la vida, la alcaldía que administra el cementerio, le ofreció por teléfono una cruz, para que la muerte del “protegido” fuera más solemne —o menos insolente—. El señor, que vive en un cantón donde cosa rara no hay pandilla-nación, no quiso volver a cruzar esa frontera que lo mantiene vivo cultivando frijol. No sea –dijo el sabio campesino- que por poner una cruz haya que abrir otra tumba,
Hay gente aquí que ni muerta está en su tierra.
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Hay un joven de 24 años que vive en una colonia llamada Bosques del Río, en Soyapango, al final de una calle que se llama La Fuente. Ese joven es un buen delantero. Hecha goles casi siempre que juega fútbol. Le gustaba, sobretodo, jugar en una canchita cercana, con grama artificial, en una colonia vecina llamada El Pepeto. Hace años ya, unos cinco, que no hecha goles en El Pepeto. Tras disputas del Barrio 18 Sureños —su pandilla-nación— y la MS-13, la canchita alfombradita quedó del lado de la MS-13. Él hecha goles, pero ya no allá. Allá es a 20 minutos caminando desde su casa. ¿Han escuchado alguna vez que los números no lo cuentan todo? Es verdad. Este país, por ejemplo. No hay números de gente que no puede vender comida en ciertas calles. No hay números de gente que no puede enterrar dignamente a los suyos. No hay números de gente que no puede jugar fútbol en ciertos campos. No hay números y hay miles. Decenas de miles. Esto no es un país para la mayoría. Esto es pedazos. Esto es fragmentos de algo que se rompió y se sigue rompiendo. Esto no es nación, porque nación es, en cualquier acepción, algo común. Esto es fracción. Fracciones. Esto es porciones. Si usted nunca ha tenido que pensar en el riesgo de su vida cuando hace cosas «normales» de la vida —un funeral, un partido, un negocio, un viaje, un noviazgo— entonces usted es una porción concreta de este país. Usted vive en unos muy concretos pedazos de este país. Felicidades.
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Nayda Acevedo Medrano. Consultora en polĂticas pĂşblicas
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Son diversas la acepciones que el concepto de territorio ha tenido. Tras haberse asumido como un espacio geográfico, poco a poco se ha venido convirtiendo en una suerte de suma de aportes de las ciencias sociales: la ciencia política lo observa como el lugar donde suceden relaciones de poder; para las ciencias jurídicas constituye la zona de legitimación de un orden jurídico particular y lo convierte en uno de los pilares del Estado moderno; desde estas variadas disciplinas se configura como el contenedor de las relaciones sociales, convirtiéndose a su vez en influencia de los fenómenos ahí suscitados y así, cada una, da más vida al territorio. En El Salvador, este territorio geográfico de un poco más de 21,000 km2, el 53.5 % de la población es menor de 30 años1. Es, sin duda, un importante porcentaje demográfico que se interrelaciona socialmente, que habita y cohabita, que disputa espacio y poder y, además, responde a un ordenamiento jurídico que muchas veces no reconoce esta proporcionalidad decisiva. Pensar en ambas categorías (territorio y juventud) representa un desafío, por cuanto cualquier política pública, con este mínimo dato, debería gestarse considerando esta realidad. Lo cierto es que ser joven, en este territorio, sigue siendo un ejercicio de construcción identitaria plagado de matices. Problemas como la delincuencia, la exclusión, la estigmatización, la migración, la falta de oportunidades laborales, entre otros, hace que para las juventudes el territorio se convierta en un espacio hostil, que lejos de desarrollar sus capacidades las circunscriba a determinadas condiciones que limitan su crecimiento como seres humanos, como mujeres y hombres que son sujetos de derechos.
Si a esta realidad le pasamos el tamiz del enfoque de género, el territorio se convierte en un escenario aún más agreste; desde lo micro (hogar), hasta lo macro (país) se han forjado profundas brechas de desigualdad y de ejercicios de poder en los procesos de socialización que menoscaban la dignidad de las mujeres jóvenes. Los índices de embarazo adolescente y la tasa de agresiones sexuales son ejemplos de ello, más contundentes si se suma la naturalidad con que se asumen los hechos. Frente a esta construcción de territorio que heredamos a las generaciones jóvenes, ¿tenemos posibilidad de actuar? Pienso que sí. Podemos hacerlo no solo con el adultocentrismo que caracteriza las decisiones que se adoptan, sino también escuchando los sentires y pensares que desde las juventudes se cocinan. Hay una estrecha relación entre ser joven y extenderse en todas las acepciones que tratan de definir al territorio; quizás es tiempo de ser parte de una construcción que les permita bondadosamente crecer y desarrollarse a las mujeres y los hombres jóvenes, que les permita aportar. Eso pasa por abrir senda al relevo generacional y por apostar a la construcción identitaria, donde el territorio es fundamental. Como dijo José Martí:
La juventud debe ejercitar los derechos que ha de realizar y enseñar después. DIGESTYC. Encuesta de Hogares y Propósitos Múltiples de El Salvador, 2017.w 1
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Federico Paredes. Arqueรณlogo
Las contribuciones del territorio salvadoreño a la cultura maya se mencionan a menudo sin la evidencia concreta que las acompañe. Este breve texto señala las evidencias que permiten integrar la arqueología del occidente de El Salvador con los desarrollos culturales de la zona maya del sur, que abarca la vertiente del Pacífico, desde Soconusco, Chiapas, hasta la región comprendida por los actuales departamentos de Ahuachapán, Sonsonate y Santa Ana. También expone por qué nuestra arqueología es clave fundamental para conocer los inicios de la civilización maya. En particular, la tradición escultórica Cabeza de Jaguar, del sureste mesoamericano, es relevante para comprender las formas de vida, la organización social, política e ideológica de los habitantes de la zona maya del sur durante el período Preclásico. 55
Después de la era de los exploradores españoles, británicos, franceses y alemanes, la institución Carnegie de Washington (CIW) inició un programa de investigaciones sobre la cultura maya. Hasta entonces, los esfuerzos arqueológicos se habían concentrado sobre todo en el periodo Clásico tardío (500-900 d.C.), en las tierras bajas de Petén, Belice y la península de Yucatán. Sin embargo, en 1935, la CIW inició un programa de investigación en el altiplano central de Guatemala, con el fin de corregir el desbalance en el trabajo especializado en tierras bajas y conocer mejor el periodo Preclásico medio y tardío (900 a.C.-250 d.C.). La importancia de la vertiente del Pacífico había sido notada por Leopoldo Batres, un pionero de la arqueología mexicana que exploró Teotihuacán en la década de 1880 e investigó Kaminaljuyú, en los primeros años del siglo XX. En 1940, cuando Paul Kirchhoff aportó la definición de Mesoamérica, el británico John E. S. Thompson dirigió su atención brevemente a los desarrollos culturales de la costa pacífica, concentrando sus esfuerzos en el periodo Clásico en la región de Cotzumalguapa, en el departamento de Escuintla. Para entonces, los trabajos en San Andrés y Tazumal apenas iniciaban, terminando un silencio en la investigación arqueológica en El Salvador instalado desde inicios de la década de 1930. También, en 1940 se publicó el libro Los mayas y sus vecinos, que trató de entender las culturas no mayas de Centroamérica. En ese volumen, Francis Richardson describió lo que llamó escultura monumental no Maya de Centroamérica, incluyendo varias ilustraciones de monumentos tallados en piedra de cabezas zoomorfas estilizadas, procedentes del occidente de El Salvador. Pero, ¿cómo se define lo maya en el periodo preclásico en la vertiente del Pacífico? Los investigadores no lo sabían en 1940, y hoy seguimos buscando las respuestas. Basta decir que muchos de los rasgos que forman parte de la definición cultural de lo maya, como los retratos de gobernantes en estelas talladas, asociados a altares colocados en plazas públicas frente a edificios piramidales, fueron usados en el territorio que hoy conocemos como el occidente de El Salvador en fechas tan antiguas que vale la pena referirnos a ellas como constitutivas del germen maya. Veamos un ejemplo complementario; la etnografía de Charles Wisdom, también de 1940, sobre los hablantes de Ch’orti ‘ asentados en el sureste de Guatemala, norte de El Salvador y suroccidente de Honduras, se volvió relevante en los estudios mayas cuando el Ch’orti ‘ fue identificado como la lengua más parecida a la hablada en las tierras bajas mayas del periodo Clásico, lo que demuestra la participación de los habitantes de la vertiente del Pacífico en la conformación de los rasgos que constituyen la cultura maya.
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En 1953, Alfred V. Kidder, entonces jefe del proyecto de la CIW, visitó Chalchuapa y notó que la cerámica más antigua de los grupos de El Trapiche y Casa Blanca era similar a la de los periodos Preclásico medio y tardío en Kaminaljuyú. En la década de 1960, Robert Sharer y sus colegas excavaron en Chalchuapa, y establecieron la primera secuencia cerámica que proporcionó evidencia de una ocupación humana casi continua, desde 1200 a.C. hasta la llegada de los españoles. Las excavaciones de Sharer en El Trapiche recuperaron el monumento 1, con un texto jeroglífico bastante erosionado pero de importancia singular: este había sido quebrado y abandonado antiguamente cerca de tres monumentos de la tradición Cabeza de Jaguar del periodo Preclásico terminal (250 a.C.–250 d.C.). El estilo del Monumento 1 y sus glifos legibles (un signo uinal es la identificación más segura) tienen semejanza con la estela 10 de Kaminaljuyú, la misma que, en 1965, Suzane Miles sugirió como el monumento con el «texto jeroglífico más antiguo conocido» en Mesoamérica. El reconocimiento a la antigüedad de la región, junto a los descubrimientos de la estela 1 de El Baúl, en Escuintla (37 d.C.), y otros monumentos, como la estela 2 de Chiapa de Corzo (36 AC) y la estela 2 de Takalik Abaj (39-9 a.C.), nos brindan las bases fundamentales para argumentar sobre la relevancia de la arqueología de la vertiente del Pacífico para entender los orígenes de la civilización maya. Esto se suma a los trabajos recientes que demuestran la domesticación del cacao y su incorporación a la cultura y la economía desde el 500 a.C. en la bocacosta de Guatemala y, por lo menos, desde 1500 a.C. en el Soconusco, Chiapas. Además está la calidad y la producción referida por los cronistas coloniales sobre la zona de los izalcos, en el occidente de El Salvador en el siglo XVI, cuyo origen es la tradición del cultivo de cacao desde el período prehispánico. La antigüedad de la producción y el consumo del cacao en esta región, atestiguada por investigaciones arqueológicas de las cuales damos cuenta en el libro Water, cacao and the early maya of Chocolá (Kaplan y Paredes Umaña, 2018), ha permitido proponer esta franja del Pacífico como el corazón cacaotero de la zona maya del sur, y esto tiene relevancia para discutir sobre los orígenes de elementos clave en el desarrollo de una tradición civilizatoria que se caracteriza por el surgimiento de ciudades–estado, la invención de un sistema de escritura propio, los calendarios y la configuración de relaciones sociales, políticas y económicas en torno a una matriz cultural que tiene en su base tanto el maíz como el cacao.
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La asociación de la tradición Cabeza de Jaguar con algunos de los retratos más antiguos de gobernantes de la zona maya del sur constituye la evidencia concreta de la configuración política de un territorio que abarca unos 3,000 km2, desde los márgenes del río Paz hacia el este, comprendiendo la sierra de Apaneca, el valle de Chalchuapa y la costa de Ahuachapán y Sonsonate. Las ilustraciones que acompañan este texto, provienen del municipio de Ataco, Ahuachapán, y presentan tres monumentos de la tradición Cabeza de Jaguar asociados al fragmento de un monumento tallado que lleva el retrato de un gobernante. La historia del descubrimiento, los contextos arqueológicos, los elementos iconográficos y los símbolos contenidos en un conjunto de esculturas de piedra volcánica, creadas en la era prehispánica y desplegadas de forma pública en los territorios que hoy conforman el occidente de El Salvador, nos permiten aproximarnos a un conjunto de símbolos cuyo significado antiguo no se limita al retrato de un felino, sino que codifica una manera de comprender el cosmos. Estos monumentos, con una antigüedad de por lo menos 23 siglos, cuyo uso y veneración se extiende en los tres períodos de la era prehispánica, son poco conocidos por la arqueología mesoamericana y han estado ocultos a los ojos de la población salvadoreña durante buena parte del siglo XX. En el presente siglo su reconocimiento público contribuye a la reflexión sobre el pasado e informa sobre los derechos y las luchas de los pueblos indígenas.
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Emmety Pleitez Quiñónez. Actriz, comunicadora
La región conocida como Mesoamérica comprende más de 140 lenguas indígenas, clasificadas en diez familias emparentadas entre sí. El náhuat es una de ellas y pertenece a la familia Uto-azteca o yutonahua, que se extiende desde el estado de Utah y California en Estados Unidos hasta Nicaragua. La variante más conocida de esta familia es el náhuatl mexicano; sin embargo la lengua originaria de los pueblos de El Salvador se distingue de su pariente en varios rasgos fundamentales que dificultan una conversación fluida entre ambos idiomas. En la actualidad el náhuat ha sido declarado «en peligro crítico de extinción», amenazado principalmente por la situación de vulnerabilidad en la que se encuentran sus hablantes nativos. Este patrimonio cultural e identitario de El Salvador está siendo resguardado por un aproximado de 200 hablantes nativos, hombres y mujeres de avanzada edad que aprendieron la lengua en su infancia y durante años se vieron obligados a negarla y adoptar el español como lengua de uso en espacios públicos y privados. A pesar de todo ello, la última década ha visto un leve florecer de la lengua a través de acciones ciudadanas que la fortalecen. Hablantes como Genaro Ramírez, Paula López, de Santo Domingo de Guzmán; Luis Patrocinio y Eugenio Valencia, de Cuisnahuat, por mencionar algunos maestros, dispusieron de su 60
esfuerzo y recursos propios para la enseñanza de su lengua natal. «Cada esfuerzo por el nawat cuenta. Cada uno. No hay que dudarlo. Yo ya he caminado buenas distancias para dar clases en clases de una sola persona», son palabras de Eugenio Valencia expresadas a uno de sus alumnos. Y hemos podido comprobar su lema al participar del esfuerzo de recopilación de cantos y tradición oral de la cultura nahua, conocida como cultura pipil. Uno de estos esfuerzos es el que realiza el Centro Cultural de España desde el año 2012. Liderado por la compositora Sonia Megías, “Ne nawat shuchikisa /El náhuat florece” toma su nombre de una canción escrita por Antonia Ramírez. La iniciativa se propone que la lengua vuelva a ser escuchada en los teatros, las escuelas, los parques, plazas y todos los espacios posibles aprovechando recursos musicales para su difusión. Para ello, Megías ha realizado visitas de campo, recopilación de canciones y composición de arreglos corales y orquestales, teniendo como resultado un catálogo de canciones que condensan el valor patrimonial del náhuat. Al escuchar los cantos en las voces de niñas, niños, jóvenes, docentes y artistas, confirmamos las palabras de Eugenio Valencia y tenemos esperanza de que el náhuat en verdad florece.
KISA NE TUNAL / SALE EL SOL Autora: Antonia Ramírez Recopilación: Sonia Megías Transcripción en náhuat y Traducción al español Colectivo Tzunhejekat Antonia Ramírez es originaria de Santo Domingo de Guzmán. El náhuat es su lengua materna, aunque solo en las últimas décadas se ha animado a hablarla con libertad en su hogar y en espacios públicos. Su canción Ne nawat shuchikisa da nombre a múltiples iniciativas para la revitalización de la lengua y la pieza ha sido interpretada a lo largo y ancho del país. Transcripción musical y edición: Sonia Megías El Salvador-España, IX’2015 Kisa ne tunal, ya’ kisa paki, keman ya’ tejku pewa kwalani, ya’ tatimaka muchi tuweyka, yajika teutak ya’ pewa yawi.
de cuerdas, interpretó una decena de canciones en náhuat, todas de autoría propia. Entre ellas hay alabanzas religiosas, canciones dedicadas a su idioma y a su pueblo. Falleció en 2018. Ken niu-nikchiwa se takwikalis. Tesu nikmati ken niu-nikchiwa, Ini takwikalis, pal nitakwika. Na’ nin nutechan kiunij tajatanutzat, Yajika kiunij, naja nitakwika. Na’ nin nutechan kiunij tajatanutzat, Yajika kiunij, naja nitakwika. ESPAÑOL No sé cómo voy a hacer, Cómo voy a hacer una canción. No sé cómo voy a hacer, Esta canción, para cantarla.
Sale el sol, sale riendo, cuando sube se empieza a enojar, nos quema todo el cuerpo, por eso en la tarde se empieza a ir.
Aquí en mi pueblo así se habla, Por eso así, yo canto.
NE SUCHIT / LA FLOR.
TAKWIKA WAN NAJA / CANTA CONMIGO
Autora: Paula López Transcripción en náhuat y Traducción al español Elvira Estela Patriz.
Autor: Manuel Coreto Recopilación: Sonia Megías Transcripción en náhuat y Traducción al español: Manuel Coreto Como toda lengua viva, el náhuat posee variantes regionales. En esta transcripción de los versos de Manuel Coreto se ha respetado la ortografía original con la que fue creada por su autor. En el pueblo sonsonateco de Cuisnahuat, Manuel Coreto se dedica a la enseñanza del náhuat, lengua que aprendió después del fallecimiento de su padre.
Paula López trabajó en el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas. Su labor en la difusión y enseñanza de la lengua incluyó canciones, poemas, clases dentro y fuera de su pueblo, gestión de actividades de promoción y participación de eventos para la promoción del náhuat. Falleció en abril de 2016. Wan keman tanesi yawi ne metzi wan witz ne tunal, Ne shuchit tapani ka tapuyawa miki tay horaj kisa ne tunal Cuando amanece se va la luna y viene el sol. La flor revienta, o se abre, por la madrugada muere en la hora que sale el sol.
SE TAKWIKALIS / UNA CANCIÓN Autor: Cruz García Recopilación: Sonia Megías Transcripción en náhuat y Traducción al español Colectivo Tzunhejekat Cruz García, acompañado de su familia en un trío
Aquí en mi pueblo así se habla, Por eso así, yo canto.
Wan mugalanchin apan wan wey washtan, wan mugalanchin apan wan wey washtan, naja ‘nemi né, naja ‘nemi né nunan galanchin, nunan galanchin. Con tus hermosos ríos y gran mar, con tus hermosos ríos y gran mar, yo estoy ahí, yo estoy ahí mi madre hermosa, mi madre hermosa. 61
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