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TRANSITION / TRANSICIÓN 13
TRANSICIÓN
CATALINA MENA LARRAÍN
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Chile no es la postal de un paraíso incontaminado, pero tampoco el mito de un caótico carnaval tercermundista. No es un símbolo del desarrollo, pero tampoco una estampa del atraso. Es un espacio de contradicciones. Y ese es el imaginario que su fotografía escudriña.
Si hubiese una sola imagen: Chile es una franja. Sobre el mapa se dibuja como un país largo y flaco equilibrándose en el borde sur del planeta. Un territorio aislado, de grandes contrastes geográficos. Siempre asolado por terremotos y catástrofes naturales. Es, para la imaginación del mundo, un paisaje poético, pero también político.
En 2020 se cumplirán treinta años desde que este país austral salió de una traumática dictadura militar (1973–1990), época en que la palabra y la mirada estuvieron bajo censura. Hoy, en sus calles –reales y virtuales– las personas dicen y exhiben lo que quieren. Se desbordan en opiniones e imágenes. Se hipertrofian en su expresión.
Aislamiento y conectividad aquí se abrazan. La tecnología escuchó la inquietud isleña y hoy es el país con mayor tasa per cápita de conexión a Internet de Latinoamérica. Como en el resto del mundo, los teléfonos móviles ya son prótesis adheridas al cuerpo de todos los chilenos. Las imágenes, los debates, las noticias, las tendencias internacionales se cuelan en nuestra cotidianidad, entrecruzando lo local con lo global. Vemos y hablamos más. Y más diverso. Pero también más confuso.
Los artistas fotógrafos son quienes traducen sus preguntas a imágenes. A diferencia de la mirada turística –que recoge la superficie lisa y pulida de las cosas– ellos interrogan visualmente el estado de ánimo que circula por las grietas de la cultura: ejercitan la mirada como desnudamiento crítico. Y los chilenos que hoy ejercen seriamente la práctica fotográfica están revelando las contradicciones de una sociedad que aspira al progreso, pero que sigue lidiando con la pesada resaca de la dictadura. Y es que a pesar de su indiscutible desarrollo democrático y económico –que lo coloca por encima de la mayoría de los países de la región– aún Chile está montado sobre sus “pendientes”. Aún el Estado sigue rigiéndose por un conjunto de leyes diseñado por el poder militar; cuatro familias concentran el 20% de la riqueza total del país; la clase media está sepultada por el endeudamiento bancario; el conflicto con el pueblo Mapuche se agrava y los niveles de agresión aumentan; la desigualdad social y económica se agudiza escandalosamente; la salud, la educación y la pensión de vejez no están garantizadas; la violencia de género y las históricas desventajas de las mujeres se hacen evidentes; se destapan innumerables abusos sexuales cometidos por representantes de la Iglesia católica que siguen manejando colegios y universidades.
Puede que esta conciencia de la resaca sea el único síntoma de nuestro desarrollo cultural. Por fin, tras largos años de inercia, estamos comenzando a mirar y nombrar nuestras fracturas. Y han salido a la calle distintos grupos activistas que demandan reivindicaciones sociales (gratuidad en la educación, respeto a las diversidades sexuales, fin del sistema de pensiones y de salud privada, etc.) y que no sólo cuestionan las ideologías y partidos de una democracia neoliberal, sino también la estructura misma del sistema.
Junto con ello, en los últimos años han entrado a escena miles de nuevos inmigrantes latinoamericanos que vienen persiguiendo el “sueño chileno” de una vida mejor. Sueño que, en la mayoría de los casos, se hace añicos a los pocos meses de arribar. Actualmente Chile tiene la más alta tasa de crecimiento anual de inmigración de la región. La mayoría son peruanos, pero últimamente se ha disparado la entrada de colombianos, venezolanos y, sobre todo, haitianos. Muchos de estos últimos viven en la marginalidad, vendieron todo para obtener el dinero que les permitiera llegar a este extremo sur de América y se ven forzados a vivir en el hacinamiento, realizando trabajos mal pagados y sin ninguna posibilidad de volver a su país.
Hoy se mueven por calles, plazas y casas más de seiscientos mil cuerpos extranjeros, que proyectan inéditos colores, formas y gestos. Son movimientos sociales que impactan nuestro imaginario fotográfico: ponen la lente sobre cuerpos y estéticas antes ausentes del espacio público instalando la heterogeneidad. No sólo revelan algo que estaba allí y que ahora se manifiesta, sino también algo nuevo que de pronto se ha infiltrado. Es un fenómeno que perturba a esta insular sociedad chilena, que ha demostrado su miedo y dificultad para convivir con la diferencia. Chile está en tránsito. La “Transición”
(concepto político que se usó hace casi tres décadas para definir el período de negociaciones que permitiría pasar de la dictadura a la democracia) al parecer no ha terminado. Cada tanto, alguna autoridad decreta el fin del proceso, pero rápidamente alguien recuerda lo mucho que falta para ser una “democracia plena”. También se posterga el anhelado arribo al mundo “desarrollado”. Hace poco, un periódico local tituló: “No somos nada: OCDE determina que Chile se graduó del subdesarrollo pero aún no alcanza los niveles de un país desarrollado”.
Quizás esta deriva sirva para pensar la actual escena fotográfica chilena. Imágenes que se debaten entre la denuncia social y la reflexión existencial, entre la lentitud y la rapidez, entre la fisura y el efectismo, entre la resistencia y la seducción, entre el repliegue y el exitismo, entre la crudeza realista y la construcción del artificio: la fotografía chilena contemporánea encarna la convivencia crítica entre distintas políticas de la mirada.
Deliberado recorte visual: toda fotografía, inevitablemente, es política. Pero la fotografía chilena está atravesada por un carácter político suplementario. No sólo porque sintomatiza este estado de Transición, sino también porque es heredera de una tradición viva, encarnada por los fotógrafos que ejercieron –peligrosamente– el oficio en plena dictadura, en los 80, y que aún siguen activos, produciendo obra personal y enseñando a muchos de los jóvenes.
A través de la mirada de los fotógrafos de los 80, Chile fue mirado y emitió al mundo una imagen de sí mismo. Manifestaciones callejeras, represión policial, llanto por los caídos: fueron esas las instantáneas que traspasaron fronteras. Pero la dictadura que pasaba en las calles también allanaba las casas, se metía en los boliches de barrio y, sobre todo, se infiltraba en la propia cabeza. Estos fotógrafos hablaron de una vida y de un sentir que corría entremedio de la brutal contingencia. Mostraron intimidad, silencio, miedo, ironía, precariedad y marginación, en imágenes a veces crudas y desoladas, a veces raras y experimentales, profundamente atravesadas por la subjetividad. Mucho más allá y más acá de su valor documental, la fotografía chilena siempre ha sido una forma de reescritura poética y crítica de la realidad.
Pero en este proceso de Transición, el país entró en lógicas de acuerdos y negociaciones. Y hasta ahora sigue transando antiguas deudas. El foco se ha diluido y la producción visual se ha dispersado en distintas propuestas. Los nuevos autores que se integraron a la fotografía lo hicieron en una democracia capitalista, cuando ya no había una urgencia social que aunara el pensamiento y el deseo crítico. Han estado más solos, pero tienen muchas más oportunidades para estudiar, viajar y aprender, así como también un acceso inédito a recursos visuales y técnicos que los ochenteros nunca se soñaron.
El mundo se globalizó y otros referentes estéticos y discursivos diversificaron el imaginario chileno. Los fotógrafos más jóvenes hoy miran con cierta perplejidad hacia un mercado global de las imágenes que impone estilos y tendencias pero, al mismo tiempo, exige un plus diferencial. Deben competir –como todos– con el monstruoso estallido de imágenes, empujado por una vertiginosa tecnología que permite que cualquiera produzca, reproduzca y haga circular ilimitadamente fotografías.
A propósito de esta crisis se ha hablado de una post-fotografía (Fontcuberta): un ejercicio de edición de imágenes que circulan por las redes, una práctica de post-producción que tiene excitantes rendimientos conceptuales, pero que significa poner en suspenso radical la figura histórica del fotógrafo. En este clima de incertidumbre, los autores más interesantes de la actual escena chilena –muchos aquí representados– son los que se están preguntando por la salvación de la Fotografía con mayúscula: ellos se agarran de su herencia político-poética para sobrevivir en la pregunta.
Levantamientos de estética popular, escenas de corte antropológico que desentrañan precariedades sociales, crudos registros de vidas adolescentes atravesadas por la violencia y la pobreza en la periferia urbana, comentarios poéticos y a la vez sucios que revelan una existencia íntima marcada por el exilio y las rupturas familiares, naufragios emocionales que se traducen en efectos visuales, montajes iconoclastas que denuncian los lastres del colonialismo latinoamericano, memoriales de las víctimas de la dictadura militar, registros del reciente y explosivo fenómeno inmigratorio…
La fotografía chilena contemporánea, que aquí en Landskrona se presenta, echa mano de su acervo crítico para reinterpretar y hacer visibles los códigos que configuran su caleidoscópico paisaje físico, social y psíquico. Es una fotografía que habita la interminable Transición: corre deseosa por entre las grietas de promesas incumplidas.
VIEW: CHILE
CHRISTIAN CAUJOLLE & RODRIGO GOMEZ ROVIRA EXHIBITION CURATORS
In today’s globalised world, does it still make sense to take a geographically segmented approach to photography? Is it still relevant to talk about Swedish, Scandinavian, Chilean, French, South American, Chinese or Japanese photography? Nowadays we can see how, all over the world, comparable or at least related themes and aesthetics are being developed, with frontiers being crossed by file re-processing, composition, references to cinematographic images, appropriation, quotation, and the redefinition of documentary and narrative styles. In this context, is it still legitimate to categorise photographs on the basis of the countries where they are produced?
Yet if we look more closely – and even if this is an over-rapid simplification – we might see that it is in moments of crisis, moments of drama, and indeed in the moments which follow large-scale trauma, that the national dimension of a photograph (as of other forms of expression) comes through. In recent years, we have seen that in countries like Argentina or Cambodia, or Chile which is our focus today, the most violent periods – dictatorships, periods of repression – have given rise to comparable processes, both during and after the tragedy. Without pretending to compare the degrees of violence or repression, or the position of photographers who must choose between clandestine activity and the total impossibility of expression, we invariably find that the subsequent period opens up comparable reconstruction periods and sequences.
It is difficult in Chile, as in most Latin American countries, to talk of “Chilean” photography from the earliest days. Historical analysis shows clearly to what extent the introduction of photography by colonists or travellers established a model imported from abroad. Photography, therefore, even if produced by remarkable Chilean photographers, was not a means of affirming an identity, but a tool for exploring a territory, for giving it form and for sharing it.
Under the dictatorship, taking photographs was an act of resistance by people who wanted to bear witness that they understood situations and events, or that they were determined to chronicle a way of life in which every single instant was marked by the oppressive weight of the atmosphere. After the collapse of the dictatorship, photography, just like the country as a whole, had to re-invent itself.
Photography was no longer, as in the preceding period, characterised by its relationship to power. It once more became mainly an individual matter. At the same time, those who had chronicled the dictatorship, each in their own way, felt lost, bereft of a theme which would serve as a point of reference, an axis. The youngest, some of whom had gone into exile during the dark years, relied on entirely international references which had nothing to do with their “Chilean” identity. As we have seen in other countries which have passed through similar painful historical experiences, questions of identity and historical memory naturally gravitated to the centre of their inquiry. But these concerns, on which the need to rebuild are based, gave rise to widely differing aesthetics, leading photographers to make very eclectic choices, to develop unique individual projects which seem not to bear any of the hallmarks of a national identity.
Chilean photography today is international in its aesthetic affirmations; it is radical according to the needs of individual photographers, rich in diversities which impose a yet greater need for internal coherence in every creation. This is the expression of a post-traumatic situation, driving every artist to re-invent him or herself in order to create or invent, in this new phase, a community which has been exposed to vital danger. It is above all a mode of reflection, a way of envisaging and analysing the contemporary world, an attempt to precipitate and make manifest the situations and challenges which affect us all, everywhere in the world. And this universal process has taken shape in a particular country which today still remembers its recent history.