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UN RELATO (TENTATIVO) DE LA FOTOGRAFÍA EN CHILE

UN RELATO (TENTATIVO) DE LA FOTOGRAFÍA EN CHILE

SAMUEL SALGADO TELLO DIRECTOR CENFOTO-UDP

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Las primeras noticias sobre la llegada de la fotografía a Chile tienen ocasión con el arribo al puerto de Valparaíso, en junio de 1840, de la fragata belga L’Oriental. Era un buque de instrucción y comercio cuya tripulación estaba compuesta principalmente por profesores y jóvenes franceses y belgas. Entre ellos se encontraba el abate Louis Comte, conocedor y operador de una cámara de daguerrotipo, que había tenido la oportunidad de asistir a presentaciones del invento de Daguerre y Niépce en Francia. En el principal periódico chileno se identificó a Comte como la persona “a cargo de un daguerrotipo que les proporciona las vistas más notables de las ciudades y lugares que frecuenten”. No se tiene registro sobre los resultados de los primeros daguerrotipos realizados en el país, ya que el buque L’Oriental, al dejar el puerto de Valparaíso, el 23 de junio, se hundió frente a las costas.

El segundo intento conocido tampoco está exento de curiosidades, azares y yerros. Esta vez fue iniciativa de un diplomático chileno, Francisco Javier Rosales. Seguramente admirado por la capacidad técnica de la fotografía para crear representaciones exactas de la realidad, compró una “cámara lúcida” al mismo Daguerre. Su idea era que los profesores del Instituto Nacional de Santiago, el principal establecimiento de educación del país, conocieran la nueva invención. La cámara de daguerrotipo viajó por el océano Atlántico hasta el puerto de Valparaíso en el verano de 1841, donde llegó sin dificultades. Pero en el puerto, o camino a Santiago, sufrió daños que ni los profesores del Instituto Nacional ni los científicos de la Universidad de Chile pudieron reparar. Así se perdió otra oportunidad de conocer la fotografía en Chile.

Pasarían dos años para que, finalmente, en 1843 el daguerrotipo debutara en Chile, por obra de un francés itinerante, Philogone Daviette, quien pasó dos meses retratando a vecinos de Valparaíso hasta que regresó al Perú, desde donde había venido. Pero sus imágenes no se han logrado identificar. Luego vino otro francés, Hulliel, en el verano de 1844. Su mayor aporte –aunque tampoco se han identificado fotos– fue traspasar sus conocimientos a José Dolores Fuenzalida, un santiaguino de 34 años que se convirtió en el primer daguerrotipista nacional. Entre 1843 y 1850 viajaron cerca de veinticinco daguerrotipistas a Chile y lo recorrieron de norte a sur. Esta afluencia se debe –de alguna manera– al cambio profundo que se estaba produciendo en la mentalidad y la fisonomía de una república en plena emergencia. La fotografía fue una novedad tecnológica muy anhelada por las utopías desarrollistas del momento.

Entre 1850 y 1860 se duplicó el número de daguerrotipistas. En este periodo comenzó la polémica sobre las dos variantes tecnológicas de la nueva invención: el daguerrotipo y la fotografía en papel. A veces el daguerrotipista fue también fotógrafo; otras, hubo verdaderos duelos entre los seguidores de una u otra opción. El hecho es que se multiplicaron los fotógrafos establecidos, tanto en Valparaíso como en Santiago. Esto generó un mercado activo que acrecentó la competencia por mejores precios y soluciones técnicas. Pero tal vez lo más significativo del período es lo que podemos considerar como la educación fotográfica, ya que los fotógrafos comenzaron a comunicar públicamente la forma en que realizaban su oficio. Entre los autores importantes del período se puede destacar a William Helsby, que entre los años 1846 y 1859 alcanzó un gran reconocimiento por su estudio fotográfico que contó con sucursales en Valparaíso y Santiago. Fue un fiel adherente al daguerrotipo, que aplicó en una diversidad de formatos y temas. Documentó paisajes, incendios y nocturnos; hizo miniaturas para anillos y prendedores; y amplió retratos de tamaño natural. También litografió imágenes para publicar en periódicos y enmarcar en salones. Creó una marca asociada a su nombre que quedó ligada a un edificio tradicional de la ciudad de Valparaíso.

En contraposición a Helsby, el alemán Adolfo Alexander, llegado en 1851, ofreció retratar con una nueva invención: el daguerrotipo sobre papel. También hay que destacar al francés Víctor Deroche, llegado en 1852, quien fue pintor, daguerrotipista sobre metal y vidrio, y fotógrafo sobre papel. Fue el primero en proponer un álbum con vistas, idea que años más tarde concretaron varios autores.

EL RETRATO: UNA CARTA DE PRESENTACIÓN SOCIAL

Ya en la segunda mitad del siglo XIX y hasta bien entrado el siglo XX la fotografía estuvo dominada por el retrato de estudio, individual o grupal: era una tecnología al servicio de la imagen social que los republicanos deseaban proyectar y promover. Uno de los aspectos centrales dentro de esta verdadera “ideología del retrato” es la posibilidad de interpretar un sistema “común de valores”, a través del cual los retratados –y también los fotógrafos– buscan situarse en un estatus social favorable.

Al observar los retratos producidos entre los años 1860 y 1880 llaman la atención elementos como la pose, la escenografía y el circuito en el cual entran estas imágenes. Si nos detenemos en la pose del retratado y el decorado donde se inserta, advertimos el sentido teatral de la puesta en escena que intenta fijar el nivel social, cifrado en nociones como la dignidad, la opulencia, el buen gusto, la felicidad y el confort, todos valores de la elite republicana ascendente. Cuando hablamos del circuito de la imagen fotográfica, nos referimos a la práctica de reunir estas imágenes en álbumes fotográficos, que materializaban las reglas y etiquetas del buen vivir urbano.

Hacia 1860 estos retratos atravesaron del daguerrotipo a la fotografía en papel, que permitía reproducir fotografías indefinidamente a partir de un negativo. Esta sustitución abarató los costos y masificó el acceso al retrato. El público rápidamente entendió estas ventajas y aceptó el nuevo formato. El retrato fotográfico se consolidó como testimonio de movilidad social, ya que permitió a amplias capas de la estratificada estructura de clases que prevalecía –y sigue prevaleciendo– en Chile conseguir la anhelada significación política y social.

La fotografía quedó así integrada a la cultura e impregnada de una gran carga emocional, ya que, a través de los retratos individuales y familiares, fácilmente transportables, se afianzaban los lazos de familia. Aquellos que no podían pagar a un pintor consagrado para tener un retrato, encontraron en la fotografía una forma de plasmar los hitos compartidos, como bautismos, primeras comuniones, matrimonios y también la muerte. La fotografía mortuoria, en este tiempo, fue una de las más notables prácticas de memoria. LOS AFICIONADOS

Pronto se amplió el registro más allá del retrato y se incrementó la demanda por vistas de paisajes, un ejemplo de ello es el Álbum: vistas de Valparaíso y costumbres populares, realizado por el fotógrafo Félix Leblanc, entre otros. Esto dio origen al documento histórico y periodístico.

Hacia finales del siglo XIX la práctica fotográfica desarrollada por profesionales estaba extendida a lo largo del país y existían talleres establecidos y bien habilitados para entregar una serie de servicios fotográficos. También los fotógrafos encontraron en los medios impresos, revistas y diarios ilustrados un nuevo ámbito profesional: surgía, tímidamente, la fotografía de prensa como oficio que se instalaría en el siguiente siglo.

Un fenómeno destacable del período es el surgimiento de gran cantidad de fotógrafos aficionados que empujaron los límites de la fotografía y la abrieron hacia el carácter artístico. Ajenos a la finalidad comercial, fundaron su quehacer como una actividad ocasional, desinteresada y relacionada con el ocio, pero muy absorbente, ya que le dedicaban mucha energía durante sus paseos y tiempo libre.

El hecho de no encontrarse motivados por una finalidad comercial permitió a los fotógrafos aficionados abrirse a las distintas posibilidades y experimentar nuevas técnicas y temáticas.

Uno de los fotógrafos aficionados de los que se tiene registro es Julio Bertrand. Arquitecto de profesión, trabajó preferentemente con una máquina estereoscópica y con ella realizó excelentes imágenes. Documentó situaciones sociales y costumbres en Santiago y en el sur, reprodujo su obra como arquitecto, e incursionó en el retrato y en los estudios, trabajando la luz, los reflejos y el claroscuro en escenas de intimidad familiar. Otros aficionados que legaron una obra personal y valiosa fueron Manuel José Domínguez Cerda y León Durandin Abault.

Los aficionados abrieron la discusión sobre las posibilidades artísticas de la fotografía desde el ámbito de la interpretación subjetiva del fotógrafo, en un momento en que la fotografía estaba muy lejos de ser considerada una de las bellas artes. Consideraban, como decía una publicación de la época, que el “arte fotográfico tiene ancho campo para la investigación y un horizonte, cuyo término no se divisa, para la emoción estética”. Para esto, era necesario

llegar a la fotografía de interpretación, o pictórica, dominando la cámara, el objetivo y los procedimientos de impresión. “El fotógrafo debe subordinar los aparatos y toda la técnica a su voluntad: de otro modo continuará siendo un simple operario mecánico, esclavo de una máquina y tiranizado por las exigencias de un formulario rígido”, concluía el artículo del período.

LA MIRADA DEL OTRO

En la bisagra entre dos siglos, la fotografía ya está asumida como un poderoso instrumento que acerca realidades a veces invisibilizadas, pero también como una herramienta ideológica, que interpreta y clasifica esas realidades tiñéndolas por el punto de vista, la situación biográfica y el contexto cultural desde el cual el fotógrafo realiza su práctica.

Por otro lado, se democratiza no sólo a nivel social, sino también de género. Durante el siglo XIX, se conocen pocos estudios fotográficos llevados por mujeres. A los nombres de Dolores García (1860), Carolina B. de Poirier (1870), Teresa Carvallo (1888), la primera mitad del siglo veinte ya tiene incorporada la obra de fotógrafas mujeres. Destacan Elsa Aguayo Fuentes, Billie Aikel, Aída Araya, Cristina Argandoña Parra, Aurora Badilla Padilla, Margit Benko, Elena Briones Fuentes, Gabriela Bussenius Vega, Florisa Castillo Canales, Clara Delpino, Rosa Fuentes, Ana María Parra y Daphne Sauré Vasselon, entre otras.

Abrirse un espacio en un universo tradicionalmente considerado masculino implicó para las mujeres diversas estrategias. Algunas se acercaron a los fotógrafos extranjeros, más proclives a enseñar el oficio; otras trabajaron en estudios retocando fotografías o preparando escenografías para la toma de los retratos; muchas aprendieron a través de familiares que practicaban este oficio.

La producción fotográfica de mujeres combina la estilización artística y el recurso fotográfico femenino como campo de investigación. Lo “femenino” aparece en sus obras no como algo evidente, sino más bien como una sensibilidad particular de la mirada. Así reflexiona la investigadora Andrea Aguad sobre el trabajo de Aurora Falcón May, conocida como Lola Falcón. En los años 40, Lola salía con su hijo por la ciudad y fotografiaba todo lo que veía: estatuas, árboles, mansiones, fuentes y personas que llamaban su atención. Años más tarde, al trasladarse a Nueva York, entró a estudiar fotografía en la New School of Arts. Su mirada femenina va reconociendo temas explícitos: los niños y sus mundos internos, el cuerpo femenino, los desprotegidos y su miseria.

Pero no sólo la mirada desde otro, sino también “sobre” el otro (aquel que pertenece a otra cultura), es un campo de lectura que se constituye en este período, y que se inserta en la estructura ideológica y la necesidad de configurar un imaginario nacional desde la fotografía.

Antecedente clave son las imágenes de la cultura mapuche realizadas ya en la segunda mitad del siglo XIX, que informan sobre el modo en que la fotografía contribuye a reforzar significados. Muchas de estas fotografías son más que “simples” imágenes: son ilustraciones de ideas.

Christian Enrique Valck, Gustavo Millet y Odber Heffer son los responsables de la creación de “artificios prodigiosos”, como indica la investigadora Margarita Alvarado, a través de la delimitación de un espacio, con una parafernalia que pretende caracterizar al mundo mapuche, posando a partir de una estética y corporalidad ajena. Así, la puesta en escena final remonta a una fantasía y memoria desplazadas. Es decir, se construye una “escena étnica”, una recreación que plasma el punto de vista del fotógrafo y la ideología del período. El mapuche dejaba de ser sujeto para convertirse en objeto cultural, una representación de una idea sobre lo salvaje y un elemento discursivo para promover el valor de la civilización.

En el primer cuarto del siglo XX la figura del polaco Martín Gusinde, sacerdote y fotógrafo aficionado, viene a confirmar los condicionamientos de esta mirada teñida por una ideología colonialista. Entre 1919 y 1924 realizó varios viajes a Magallanes, fotografiando a los aborígenes de esa región: Selk´nam, Yámanas y Alacalufes que ya en ese momento se encontraban en proceso de extinción.

En su pretensión de dejar testimonio de los últimos representantes de estos pueblos, Gusinde fijó su idea fotográfica y volvió a colocar artificiosamente al fueguino en su “escenografía original” utilizando una serie de elementos de su cultura ancestral que articulan la “escena étnica”. El fueguino, entonces, aparece forzado a actuar un personaje exótico que

calza con el prejuicio del fotógrafo. Estas estrategias de vestir y revestir –similares a la utilizada en los retratos de la burguesía de los inicios de la fotografía en Chile– permiten identificar los distintos significados que se le atribuye al “otro” desde la cultura dominante. Un aspecto relevante a tener en cuenta en este período es la situación que los fotógrafos crean al momento de tomar el paisaje, realidad que es percibida desde una perspectiva estética.

Uno de los fotógrafos más importantes en esta línea fue el italiano Alberto María de Agostini, que retrató los paisajes de Magallanes y Tierra del Fuego. Sus fotos ofrecen representaciones del paisaje cuya función no es develar un territorio sino operar como telón de fondo que destaca y agrega identidad a los retratados.

EL AUTOR

El siglo XX chileno asiste al afianzamiento de varias tradiciones fotográficas que se han desarrollado hasta ahora. Por un lado, se consolida la fotografía de estudio. Figura emblemática, en este ámbito, es Alfredo Molina La Hitte, fotógrafo profesional y retratista de larga trayectoria, que expuso en diversos salones fotográficos en Santiago entre 1932 y 1943. Abrió un estudio fotográfico que gozó de gran prestigio entre los intelectuales, artistas y gente de teatro de su tiempo. Molina La Hitte se relacionó con los fotógrafos más conocidos del período, como Antonio Quintana, con quien trabajó asociado en 1940. También tuvo un rol importante en la formación de nuevos fotógrafos y fotógrafas.

La obra de Molina La Hitte es un buen ejemplo de la influencia que ejerció en la fotografía la estética del cine de la época, reflejada en primeros planos, efectos flou (imágenes con cierto desenfoque) y deformaciones, además de la pose esteroetipada del retratatado interpretando un gesto dramático.

Un aspecto relevante durante el desarrollo de la práctica fotográfica en el siglo XX chileno tiene que ver con la construcción del concepto de autor, que se caracteriza por una propuesta creativa, un punto de vista y una comprensión de la fotografía como elemento de lectura política y social de la realidad. Dos figuras a destacar son Jorge Opazo y Antonio Quintana. Ambos comienzan sus trabajos entre 1920 y 1930 y se caracterizan por configurar una estética, una temática y un estilo personal marcado por el interés de expresar e interpretar una realidad local.

Jorge Opazo inició su vida profesional como pintor, dedicándose a temáticas históricas y al paisaje. El año 1926 comenzó su carrera como fotógrafo y exhibió retratos con los que rápidamente se hizo conocido. Sus obras se caracterizaban por el uso de luz, los fondos lisos y el trabajo con los planos y ángulos. Su potente y consolidado lenguaje visual lo llevan a desarrollar diferentes aspectos de la fotografía además del retrato. Registró cinematográficamente el paisaje y la urbe moderna de Chile. Su obra termina por marcar el período al convertirse en el año 1938 en el fotógrafo de la presidencia de Chile. Desde ese momento, su estética caracterizó el modo en que se representa a las figuras del poder. El año 1970 dejó el cargo: Salvador Allende fue el último presidente que retrató.

Antonio Quintana es quizás el referente más simbólico para la constitución de un imaginario chileno desde lo autoral. Militante del Partido Comunista, su trabajo está fuertemente marcado por la cuestión social, que marca y define su obra como precursora de la fotografía documental social chilena. Otro aspecto relevante de su práctica es el aporte que hizo a la enseñanza de la fotografía en Chile, ejerciendo la labor docente con total dedicación.

En 1958 Quintana ideó la realización de una gran exposición fotográfica sobre el pueblo chileno que hoy es un referente visual e histórico. La muestra, titulada Rostro de Chile, se inauguró en 1960. El objetivo fundamental de la muestra era configurar un retrato visual de nuestra nación con las realidades geográficas y sociales de nuestros habitantes.

Quintana llegó a ser de los fotógrafos más importantes del país, por la calidad de sus imágenes, por su vocación de maestro, y por abrir nuevos derroteros técnicos y temáticos en fotografía.

En la misma época, surge la figura de Sergio Larraín, fotógrafo que trabajó para la agencia Magnum y que en Chile realizó un notable registro de Valparaíso, además de una serie de otros trabajos. Larraín sofistica la mirada autoral, llevando la fotografía a nuevos rangos estéticos. Su trabajo se entrama con su pensamiento filosófico, que sustituye la idea del “instante decisivo” de Cartier-Bresson –quien fuera su mentor– por la noción oriental del “satori”, como actitud que más que “capaz imágenes” opta por una actitud contemplativa, concentrando la atención en el momento presente. Larraín dejó la fo-

tografía poco después del Golpe Militar chileno para recluirse en un pueblo montañoso del norte de Chile.

DISOLUCIÓN Y RECOMPOSICIÓN

Tras el Golpe y con la implantación de la Dictadura, en 1973, la autoría se diluye, junto con la censura impuesta a la libertad de expresión y la voz individual. Algunos fotógrafos continúan trabajando en silencio, otros prestan servicios, pero durante la primera década desaparecen figuras reconocibles en la fotografía. Sin embargo, subterráneamente, se van gestando una serie de agrupaciones que aparecen en los 80. La más importante es la Asociación de Fotógrafos Independientes, AFI. Esta agrupación gremial fue la encargada de la recomposición y fortalecimiento del medio fotográfico chileno. La AFI comenzó teniendo veintinueve socios, pero en sus años de funcionamiento pasaron por ahí 191 fotógrafos. El colectivo –que funcionó entre 1981 y 1993– fue una forma de apoyarse entre fotógrafos que venían desde distintos mundos (el arte, el periodismo, la publicidad, etc.), pero que estaban unidos por la necesidad de seguir expresándose a través de la fotografía, en el clima de censura y represión imperantes. Todos desarrollaban trabajos personales y algunos trabajaban para medios de prensa como reporteros gráficos. En la práctica, pertenecer a la AFI otorgaba un carnet gremial que ayudaba a sacar de la cárcel a los fotógrafos que eran apresados. Pero también otorgaba sentido de pertenencia y un espacio de diálogo crítico y creativo desde el cual intervenir en la cultura.

Varios de estos fotógrafos hoy están plenamente activos y siguen ejerciendo la influencia de su mirada política sobre las nuevas generaciones.

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