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CÉSAR CASTELLANOS D. © 2003 Publicado por G12 Editores. / 978-958-8453-99-6 / © Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de la presente obra incluida su carátula, en cualquiera de sus formas, gráfica, audiovisual, electrónica, magnetofónica o digital sin la debida autorización de los editores. Cuando no se indica otra fuente, las citas bíblicas corresponden a la versión: Reina Valera, 1960 (Copyright Sociedades Bíblicas en América Latina). G12 Media: Edición_Manuela Castellanos_Doris Perla Mora G12 Editores_Sur América - Calle 22C # 31-01 Bogotá, Colombia - (571) 269 34 20. G12 Editors_USA - 15595 NW 15TH Avenue, Miami, FL 33169 Colombia 2021 WWW.CESARCASTELLANOS.TV
Contenido Introducción Capítulo 1 La revelación de la Cruz Capítulo 2 Siete palabras de victoria Capítulo 3 La importancia de tener un encuentro Capítulo 4 ¡Gracias dios por tu perdón! Capítulo 5 El encuentro nos da una nueva oportunidad Capítulo 6 Sanando nuestro corazón Capítulo 7 Transformando la maldición en bendición
Capítulo 8 ¿Cómo ser libres de la maldición? Capítulo 9 El poder de la bendición Capítulo 10 Teniendo victoria sobre el adversario Capítulo 11 Conozcamos al Espíritu Santo Capítulo 12 Estableciendo la visión
Introducción La vida de todo ser humano depende de un encuentro. Hay encuentros que alegran otros que entristecen, pero tener un encuentro con la revelación de la Cruz es la experiencia más gloriosa que pueda alcanzar una persona. Cuando esto sucede, el cambio es radical y abarca todos los aspectos de la vida. Posiblemente, algunos estarán pensando que me estoy refiriendo a la profesión de fe que hacemos cuando conocemos al Señor Jesús, pero déjeme decirle que la revelación de la Cruz va un paso más allá. Solo a través de ella podemos conocer a Jesús en el momento de su quebrantamiento. Él no podrá revelarnos sus bendiciones, si primero no hemos sido confrontados en los diferentes aspectos de la crucifixión. Cuando Jacob tuvo su encuentro cara a cara con el ángel del Señor, él dijo: “Vi a Dios cara a cara, y fue librada mi alma” (Génesis 32:30b). El patriarca Job, quien se justificaba por no comprender el por qué de su
situación, frente a frente con el mismo Señor, expresó: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:5-6). El profeta Isaías quedó asombrado cuando vio la gloria del Señor y exclamó: “Entonces dije: ¡Ay de mí! Que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5). El rey David, después de ser confrontado por el profeta Natán, se humilló confesando su pecado, imploró ser purificado con sangre y experimentó un genuino arrepentimiento, diciendo: “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Salmos 51:17). El Apóstol Pablo expresó: “Para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros. Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos; como algunos de vuestros propios poetas también han dicho: Porque linaje suyo somos” (Hechos 17:27-28). En su disertación a los atenienses, les expresó que cualquiera que anhelara tener un encuentro con Dios, no le sería difícil, porque siempre podemos hallarle, Él siempre está cerca nuestro, tan cerca como el aire que
respiramos. “Y me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón” (Jeremías 29:13).
Capítulo 1:
La revelación de la Cruz “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3). MESES atrás, mi esposa estaba reunida con su equipo de doce y les estaba enseñando que la base para tener un grupo correctamente formado debe fundamentarse en la revelación de la Cruz. Luego pidió que cada una de las mujeres orara para que el Señor les diera la revelación de la Cruz, tomando como texto bíblico de referencia, Juan 17:3. Finalizando ya, mi esposa elevó la siguiente oración: “Dios, dame la revelación de la Cruz”. Después de estas breves palabras, ella se vio frente a la experiencia más extraordinaria que jamás hubo tenido. Dios tomó su espíritu y lo unió al Espíritu de Cristo en el momento exacto de su crucifixión. Literalmente, ella pudo sentir todo lo que Jesús sintió cuando estaba colgado de aquel madero. Al mismo tiempo, se abrieron sus ojos espirituales y pudo ver las tinieblas que había sobre la tierra. Conocer a Jesús es recibir la revelación de la Cruz, es experimentar el poder de Dios por medio de lo que Jesús sufrió para alcanzar nuestra redención.
Por medio de la fe, la meta de cada creyente debería ser llegar hasta la Cruz y percibir lo que el Señor Jesús vivió, sintiendo su misma agonía. Es fundamental que le pidamos a Dios que nos permita sentir lo que Jesús sintió, pues si somos uno con Él en su muerte, también lo seremos en su resurrección. La Cruz debe hacerse rhema, es decir, palabra vivificada, en cada uno de nosotros.
LA EXPERIENCIA DE LA CRUZ, UN MILAGRO Vivir la experiencia de la Cruz es un milagro. El Señor toma nuestro espíritu trasladándolo hasta el mismo momento de su mayor agonía y, literalmente, llegamos a ser uno con Él. Luego que usted ha vivido esta experiencia, adquiere la habilidad de llevar a aquellos que está discipulando a recibir esa misma revelación de la Cruz. Allí entendemos que Él no murió para ser admirado como un mártir, ni para que la gente sintiera compasión por Él; tampoco lo hizo para ser famoso, sino que su misión fue tomar mi lugar, y su lugar, llevando todas nuestras debilidades al madero, cancelando la deuda que teníamos nosotros con Dios. Todo aquel que comprenda esta revelación llegará a sentir que la muerte de Jesús pasa a ser también su propia muerte. Esto implica que el dolor que Él sintió, nosotros también lo sentiremos. Usted podrá decir: “Siento sobre mí la misma agonía, dolor y sufrimiento que Cristo, pero como si fuese yo el que está crucificado”. Cuando Claudia tuvo la revelación de la Cruz, y fue transportada de una manera sobrenatural hasta el Monte Calvario, Dios corrió el velo y le
enseñó el sufrimiento de Jesús, tal como David proféticamente lo vivió, al componer el Salmo 22. Por lo general, los grandes hombres de Dios, fueron confrontados con la Cruz. Aunque el sufrimiento de Jesús sucedió muchos años después de David, Dios tomó el espíritu de aquel rey y lo trasladó en el tiempo, llevándolo a sentir todo aquello que Jesús iba a padecer. En cada palabra de este salmo vemos reflejado el dolor, la angustia y la incertidumbre que Jesús sentiría mientras estuviera colgado de aquel madero. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de las palabras de mi clamor? Dios mío, clamo de día, y no respondes; y de noche, y no hay para mí reposo” (Salmos 22:1-2). Lo que Jesús estaba viviendo es lo que Claudia experimentó. Sus ojos espirituales se abrieron y comenzó a ver las oscuras nubes. La Palabra declara que hubo tinieblas desde el mediodía hasta las tres de la tarde. Todo se oscureció, y esas nubes eran las legiones de demonios que recaían sobre el cuerpo de Jesús. El Hijo de Dios había declarado ya acerca de esta hora negra, la noche que lo habían entregado: “Mas esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas” (Lucas 22:53b). Jesús podía ver cómo los demonios, con toda su furia, venían contra Él como fuertes toros de Basán (Salmos 22:12), como leones hambrientos que abrían su boca rugiendo con toda clase de palabras perniciosas, procurando que se debilitara en su fe. Mi esposa pudo también sentir que todos sus huesos se descoyuntaban y
que su corazón se deshacía en su interior. Aunque intentó pedir ayuda, sus fuerzas no le respondían; lo único que podía hacer era gemir en angustia. Durante un lapso de tres horas, atravesó aquella agonía. No estaba en su cuerpo, pues había sido transportada por el Espíritu de Dios y se hallaba en éxtasis. Al igual que Jesús, durante todo ese tiempo, sintió la ausencia de protección en aquella Cruz. Los demonios, como perros, venían a destrozar su carne. Pero el momento más angustioso ella lo experimentó cuando sintió que el Señor, en su oración, dijo: “Mas tú, Jehová, no te alejes; fortaleza mía, apresúrate a socorrerme. Libra de la espada mi alma, del poder del perro mi vida. Sálvame de la boca del león, y líbrame de los cuernos de los búfalos” (Salmos 22:19-21). Jesús esperaba que el Padre viniera pronto en su ayuda y le diera una total liberación. Pero Claudia vio cuando el Padre se levantó y le dio la espalda, dejándolo prácticamente a la merced de esos feroces demonios. Eso fue lo que llevó a Jesús a dar un gran grito de angustia: “¡Dios mío, Dios mío, porque me has desamparado!” (Marcos 15:34b). Cualquiera podría preguntarse por qué el Padre no quiso ayudar a su propio Hijo. Debemos entender que Jesús había renunciado a todos sus privilegios para poder otorgar plena redención a la humanidad. En la Cruz, Jesús representaba a toda la raza humana que se había rebelado contra Dios; Él había asumido el pecado de todas las personas, no solo de esa época sino de todos los tiempos. Y si hay algo que Dios no puede ver es el pecado. Por tal motivo, el Padre no tuvo otra opción que alejarse de Jesús.
NACER A LA REVELACIÓN DE LA CRUZ Todos los creyentes debemos recibir la revelación de la Cruz, pues si participamos de la muerte de Cristo, también gozaremos de su resurrección. Y si sufrimos con Él, también reinaremos con Él.
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