Ruta Literaria Nosotros, los Rivero de Dolores Medio
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Dolores Medio (Oviedo, 16 de diciembre de 1911-Oviedo, 16 de diciembre de 1996)
Dolores Medio en 1953, año del Nadal1
“Una mujer sencilla y una escritora solidaria y comprometida con la condición humana (…)su alma era pura bohemia (…)acogedora, cálida, hospitalaria, generosa”.2 “Dolores Medio es una de las mujeres escritoras que ha llenado con su vida y con su obra gran parte del siglo XX”.3 “La escritora se nos presenta como una mujer joven de espíritu y con una mentalidad muy moderna para su época, alguien que sabía lo que quería y que no paraba hasta conseguirlo. Una mujer con buen sentido de humor, solidaria y, eso sí, en el mejor de los sentidos, un poco rara”.4 1
Fotografías Dolores Medio: RUIZ-TILVE, C. Dolores Medio. 1ª ed. Oviedo. Caja de Ahorros de Asturias, 1991 2 HERNÁNDEZ, Ramón. Dolores Medio: mujer y escritora (Oviedo 1911-1996). Oviedo: KRK, 2010, p. 24-25 3 RUIZ-TILVE, Carmen. Prólogo: una vieja novedad: notas a El milagro de la noche de reyes. Oviedo: KRK, 1994, p. VII 4 POELEN, Anne Marie. Dolores Medio ahuyenta las mariposas negras [en línea] Disponible en: <http://www.raco.cat/index.php/Lectora/article/view/205502/284689> [consulta 6 octubre 2016]
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Ruta Literaria: El Oviedo de Nosotros los Rivero Oviedo es una ciudad dormida. Por las calles, estrechas y empinadas del Oviedo antiguo, envueltas, de ordinario, en espesa niebla, corre un sueño de siglos (…) La personalidad de Oviedo, insobornable y firme, bajo el paisaje blando de la niebla, suele pasar inadvertida a los ojos del viajero que entra en esta ciudad por la Estación del Norte (p. 11-13) Oviedo era una ciudad cargada de prejuicios y de intereses creados, que, como la mayor parte de las viejas capitales provincianas, amaba el orden sobre todas las cosas y tenía muy arraigado el concepto del honor al antiguo estilo. Todo lo que representaba una innovación o un desquiciamiento de su vida apacible era acogido con recelo, cuando no rechazado sin miramientos de ninguna clase. (p. 51)
Tertulias literarias. Librerías. Nuevos centros de enseñanza. Prensa local. Teatro. El movimiento cultural se extiende, pero no rompe el compás de una ciudad que crece lentamente, bajo la niebla espesa de su cielo plomizo. Todavía durante los primeros veinticinco años del siglo actual, conservaba Oviedo la vieja estampa de una histórica ciudad dormida, que no acaba de incorporarse al ritmo acelerado de la vida moderna. Lentitud, sueño, desgana, parecían ser el lema de la ciudad. (…) El parque San Francisco y la calle Uría condensaban la vida y el movimiento del Oviedo moderno. Las demás calles parecían dormitar en suave somnolencia recostadas en el Oviedo antiguo, dejando al tiempo ennegrecer las fachadas de piedra de sus palacios y cubrir piadosamente, con su patina, las desconchadas paredes de sus casuscas centenarias. (p. 144)
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La Estación del Norte, la calle Uría, el parque San Francisco El tren entró en la estación arrastrándose perezosamente por la espesa niebla que envolvía la ciudad (…) regresaba a la ciudad después de una larga ausencia y sentía prisa por recorrerla toda, por acariciar sus piedras centenarias, por hallar en cada calle, en cada plaza, alguna huella de la familia Rivero, cuya historia quería desempolvar (…) Había regresado a Oviedo en cochecama, se envolvía en un abrigo de visón, traía en el bolso su talonario de cheques… Pero la Estación del Norte no era la vieja estación de ladrillos rojos que la había visto partir, ni en el patio de coches le esperaba ya el Covadonga (p. 13-15)
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La gran arteria de la ciudad, era una calle joven, recién nacida. Sin personalidad. Una calle que nada tenía que ver con las viejas calles de la dormida vetusta, tristes, oscuras y oprimidas entre los caserones blasonados y las casucas de paredes desconchadas por 5
Las fotos de la ciudad pertenecen al fondo digitalizado del Archivo Municipal del Ayuntamiento de Oviedo. http://www.oviedo.es/el-ayuntamiento/archivo-municipal/documentos-digitalizados [consulta 6 octubre 2016]
5 la humedad (…) La calle Uría era joven, ancha, alegre…Arrancaba del antiguo emplazamiento de “El Carbayón”, el árbol secular de los ovetenses, derribado en el año 1879 y llegaba hasta la Estación del Norte (…) Sobre la acera izquierda, iban surgiendo, como por arte de encantamiento, pequeñas construcciones, tipo chalet (…) En la acera derecha se levantaban casas de vencidad, de tres y ¡hastas de cuatro pisos! (…) Decididamente, la nueva y moderna rúa había arrebatado el cetro de la supremacía y la elegancia a la vieja y cansada Cimadevilla, que extendía sus tentáculos –Nueva, Rúa, Santorio, Trascorrales, Plaza de la Constitución, Sol, Magdalena, Fierros, Jesús, El Peso—sobre la parte antigua de la ciudad. (p. 53-54) El monumento al Conde de Santa Bárbara, que se levantaba al término del Boulevard (…) Lena lo saludó como a un viejo amigo y le habló con la naturalidad con que acostumbraba a hablar a los animales, a las estatuas (p. 18) Una apretada hilera le partía en dos avenidas –de ida y de regreso–, por las que paseaban las señoritas. Las artesanas debían hacerlo por la acera que bordeaba el parque, si no querían despertar la murmuración de todo Oviedo, que las censuraría duramente si se atrevían a pasar la raya marcada por los convencionalismos. A su vez, las artesanas cuidaban de que ninguna muchacha de servicio, ni obrerita de poca categoría, se atreviese a alternar con ellas (…) (p. 17)
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San José A la calle San José, precisamente, se trasladaron los Rivero cuando tuvieron que abandonar la case de la calle de la Universidad (…) Un edificio antiguo, sin estilo arquitectónico definido, pero con ínfulas de casa solariega. Un caserón convertido en casa de vecindad (p. 145)
Los cantos de la calle y las losas rotas de las aceras torturaban a sus pies tanto como a su espíritu la ausencia de la calle de la Universidad con su alegre vecindario de estudiantes y modistillas, comercios, hoteles. En una palabra: vida. La calle de San José era una calle dormida. Lena la había llamado, desde el primer momento, “la calle muerta”. Una calle sin tránsito, sin comercios, casi sin edificios (…) sin sol, sin movimiento, acunada por el posar de las campanas, permanecía aletargada sobre un regazo de redondos cantos y losas desgastadas (p. 146)
La calle de San José no pertenecía a los modernos barrios de elegantes construcciones en las que estaban instalados el comercio, las oficinas y la banca, ni se hallaba enclavada en las barriadas obreras, primeras en recoger y propagar toda clase de rumores. San José pertenecía a las calles muertas o dormidas del viejo Oviedo, que participaban apenas en el movimiento de la vida social (p. 304)
—Hija mía, está tan lejos… Habéis venido a vivir a la Patagonia. ¡Qué horror! Creí que no acababa nunca de llegar (p. 147)
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La Catedral La Catedral de Oviedo tiene, sobre la frescura honda de los demás templos góticos, la humedad de una catacumba (…) Las grandes baldosas blancas y negras que pavimentan su suelo producen, con frecuencia, la sensación de estar recién lavadas (…) En el recinto de la Catedral hay siempre humedad y frescura (…) (p. 206) Tía Mag decía que cuando se le cayese de la mano aquella bola que sostenía, se acabaría el mundo (p. 25)
Entran por la puerta de la nave, dirigiéndose al altar de San Antonio, en el que se decía la misa de nueve. Ocupó el señor Quintana un reclinatorio y arrodilló a la niña en otro, próximo al suyo entregándole un devocionario abierto: –lee y aplica la Misa por el alma de tu padre (p. 23)
8 Seguía visitando al Cristo del Pasadizo y a otra amiga que también había encontrado en la Catedral. La llamaba la “Virgen de la leche” (…) Era, como el Cristo del Pasadizo, una Virgen a la que nadie rezaba. Su peana se levantaba entre dos puertas gemelas que, frente a las del claustro, al otro lado del crucero, comunicaban con la capilla del Rey Casto.(p. 221)
Pero más que el Arte mismo, había hechizado a Lena la serenidad magnífica del claustro. Aquella paz sencilla que contrastaba con sus ideas turbulentas y su constante vagar desorientado. (…) El jardín del claustro le parecía también como un pequeño oasis, un delicioso refugio para sus correrías (…) Así acabó por conocer todos los rincones del templo, tan bien como había ido conociendo todo Oviedo (…) Durante todo un invierno refugió Lena Rivero su inquietud en la Catedral (p. 220-221)
Cimadevilla, Trascorrales, Plaza Mayor
Desde entonces, Cimadevilla comenzó a sumirse en el dulce sopor de las calles viejas, que añoran el fru-fru de las enaguas almidonadas y el señoril empaque de las crinolinas. Cimadevilla es en la actualidad una calle del Oviedo antiguo, demasiado
9 alta, demasiado vieja, demasiado aburrida. Y las señoras elegantes de la ciudad se olvidan con frecuencia de incluirla en su recorrido cuando salen de compras (p. 55)
Magdalena, Puerta Nueva Pero San Lázaro tenía también una vecindad poco edificante, que le arrebató la hija a Mariona: la Puerta Nueva. La Puerta Nueva fue durante muchos años, hasta que la guerra civil la dejó reducida a escombros, el barrio de la prostitución ovetense. Y no de una prostitución vergonzante, disimulada bajo la apariencia de una vecindad pacífica, como algunas casucas miserables de la calle de Covadonga o de la Vega. La Puerta Nueva exhibía sus desgarraduras morales descaradamente, con un impudor absoluto. Estaba situada la Puerta Nueva sobre la carretera de Castilla que es también la del Cementerio del Salvador, y aunque entonces no era la hermosa avenida en que hoy se ha convertido, estaba tan frecuentada como cualquier calle céntrica de la ciudad (p. 117- 118)
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El Fontán
Lena conocía la plaza a la hora del mercado y entonces resultaba tan diferente… Por todas partes cestas, sacos, cajones, mostradores portátiles de madera… Mujeres que pregonan gritando su mercancía, cacareos de gallinas, regateos, disputas. Un infierno de gritos, de pregones, de olores desagradables… (…) Sólo bajo este aspecto conocía Lena la Plaza, y se quedó sorprendida gratamente al descubrir aquella tarde su verdadero encanto. En los atardeceres, la plazuela desnuda mostraba su belleza romántica, señorial… Una cadena de árboles con la copas enlazadas como las manos de las niñas que juegan al corro, cercaba la cuadrada acera, limpia a esas horas de tenderetes. El Palacio del Marqués de San Féliz, el teatro viejo y otras viejas mansiones (…) Tenía El Fontán, sobre el empaque señorial de su plaza abierta, la gracia folklórica de la pequeña plaza, recogida entre su marco de soportales, como un patio de vecindad. Un corrillo de viejas parecían las casucas que la cercaban (…) En una de aquellas casas se desarrollaba el drama de “tigre Juan” narrado en una novela de Pérez de Ayala. Tía Mag le había contado que Tigre Juan había existido de verdad y eran muchos los ovetenses viejos que le recordaban (p. 183)
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Riego, Ramón y Cajal, Porlier
Al llegar a la plazuela de Riego, se detuvo a saludar al viejo amigo. La estatua del revolucionario le era tan familiar y tan querida como la del Inquisidor, aunque su pedestal no resultase tan fácilmente accesible… Siempre llegaba algún guardia a tiempo para impedir el asalto a la verja y jardines que le rodeaban. Por cierto, que los jardines de Riego traían intrigada a Lena. No se explicaba el motivo de que aquellos minúsculos jardines se encogiesen o se estirasen cada vez que cambiaba el ayuntamiento (p. 128-129) Y gozaba de un favor especial “la Charito”, una de las bailarinas del Café Suizo, que había hecho una larga temporada en la ciudad (p. 111)
La casa de los Rivero, aunque vieja, era una casa confortable y grande. Los Rivero la ocupaban por completo: el bajo, los dos pisos y la buhardilla (p. 27)
12 En la casa de los Rivero, en la “república federal”, como la llamaba Ger, cada habitación, cada individuo, era un Estado autónomo que gozaba de absoluta independencia y poseía su propia personalidad bien acusada. Haciendo, desde luego, una salvedad. Una triste salvedad: el “Aguilucho”, el ejemplar más curioso e interesante de la familia, no poseía dominios. Su habitación había sido para todos “la habitación de mamá” (p. 109)
La segunda “Uva de Oro” se abrió y empezó a vivir del crédito de la primera. Ya no era la gran bodega de la calle San Francisco, pero tenía buena clientela y estaba más surtida que la anterior. (p. 64) Desde la cama la veía todos las mañanas marcar el rumbo del viento. La veleta era una buena amiga (…) Desde aquí se ve también la torre de San Isidoro. También cuadrada y dorada también bajo la luz del sol. Y la cónica de nuestro Banco Asturiano… Y si te inclinas un poco hacia la derecha, ese conato de cúpula bizantina de San Juan. Es curioso parece que todas las torres de la ciudad se han dado cita delante de mi ventana… (p. 138)
Los jardines de Porlier eran sencillos, salvajes, aviniéndose por ello con el temperamento de la pequeña Rivero. Un marco de castaños sombreaba cuatro
13 alfombras de hierba, en las que se revolcaban a placer todos los chicos del barrio. Y en el centro, algo así como una farola, siempre apagada. La plazuela, llena de gritos infantiles, estaba descuidada. Deliciosamente salvaje y abandonada. En el corazón mismo de la ciudad, enmarcada por los palacios de Camposagrado, del Conde Toreno y del Banco Asturiano (p. 77)
Al fin iba a ver un príncipe de verdad. Y no solo a verlo de lejos, sino tenerlo de vecino. La regia habitación de la rotonda, que iba a ocupar Su Alteza, quedaba, precisamente, frente a sus balcones (p. 89)
La Universidad, la calle san Francisco Las cadenas de la Universidad de Oviedo eran algo consustancial con su vida. Cuando era niña se columpiaba en ellas, después de haberlas ganado, en buena lid, a los muchachos del barrio (p. 20)
Fue tía Mag quien le contó la leyenda relacionada con las cadenas de la Universidad. Y en aquellos lejanos tiempos, la calle de la Universidad se llamaba la calle de la Picota. Por la de San Francisco subían los reos de la Inquisición cubiertos con sus sambenito. Los llevaban montados sobre una mula y, según decía tía Mag, el reo que, dando un salto, conseguía agarrarse a las cadenas, había salvado su vida. (p. 20)
La niña se había refugiado en la Universidad, desde que ella y sus huestes habían sido desalojadas de las ruinas de la antigua Fortaleza. En ella tenía instalado Lena Rivero su cuartel general y, en verdad, no era fácil encontrar en todo Oviedo un lugar más apropiado para sus correrías. (p. 76)
14 Alli estaba desafiando el fuego, como desafiaba el paso de los siglos. Allí estaban sus muros inconmovibles. Pero sólo sus muros. El interior, como el del Palacio Episcopal, era un montón de ruinas (…) Y la biblioteca: una de las mejores de España… (p. 340)
Levantó el piso de la calle Uría, que había instalado con toda clase de comodidades, y se acopló al pisito que la señora Quintana habitaba en la calle de San Francisco. Retiro a Heidi del colegio, lo que constituía un ahorro considerable. Y tomó el traspaso de “La Uva de Oro”, un almacén de vinos al por mayor, que abría sus puertas en los bajos del palacio del Banco Asturiano (p. 62)
La vida comercial, 1990
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Lena Rivero contemplaba, a través de los cristales de la ventanilla, el pequeño valle, envuelto en un manto de fina niebla. Un paisaje quebrado, verde y dulce, que contrastaba con la aridez viril y ancha de la meseta. Las cercanas montañas clavaban su picachos en un cielo de sucio algodón en rama. Pequeñas colinas y desniveles y una vegetación exuberante obligaban al expreso a retorcerse, ondulándose como una serpiente negra que reptase entre surcos y malezas (p. 359)