DERECHO TRIBUTARIO Y ORDEN DEMOCRÁTICO * · Conferencia pronunciada en el I Congreso Internacional de Derecho Tributario, en Vitoria (Brasil), el 14 de agosto de 1998 por el Prof. Dr. D. José Juan FERREIRO LAPATZA, Catedrático de Dº Financiero y Tributario de la Universidad de Barcelona. Cuando los organizadores de este Congreso, y en especial, mis amigos y respetados colegas los profesores DE BARROS CARBALHO y TORRES, me propusieron hablar ante ustedes del Estatuto del Contribuyente con una especial referencia a los poderes normativos de la Administración no hicieron más que confirmar a mis ojos el interés que en todos los países de Europa y América despierta el tema de la especial protección que parece necesitar el ciudadano, aun en los Estados democráticos de occidente, frente a los poderes especiales que, aun en ellos, sigue detentando el poder cuando se trata de establecer, de aplicar y de cobrar los tributos. Y no parece, ciertamente, que tal interés carezca de base y razón de ser. Por el contrario, encuentra su base y su razón de ser en la especial situación que en este ámbito se vive en España y, que sin duda, se vive también, en mayor o menor grado, en todas nuestras democracias. Una situación que viene marcada por la complejidad, por la confusión, por la oscuridad de las normas que rigen los tributos, y al socaire de ellas, por una libertad, una discrecionalidad en la acción administrativa incompatible con la organización jurídica de una democracia. Porque los poderes que la Administración detenta en esta situación, propiciada, insisto e insistiré repetidamente en este punto a lo largo de toda mi intervención..., en esta situación propiciada por unas normas jurídicas mal hechas, tipifican a las relaciones que unen a Administración y contribuyentes no como relaciones entre iguales sometidas por igual a la Ley y al Derecho, sino como "relaciones de poder" según el tipo elaborado por los juristas alemanes de principios de siglo que HENSEL, magistralmente, describió en 1926 con estas palabras: «El tipo de relación de poder está claro en sus distintivos esenciales; lo fundamental de esta especial figura de vinculación jurídica entre dos sujetos de derecho parece ser que, por lo general, lo decisivo en el contenido de las relaciones jurídicas es la voluntad de una de ellas manifestada en una orden. Poder ordenar y tener que obedecer y no estar autorizado a exigir y deber prestar es lo que revela más claramente la antítesis esencial», entre relaciones de poder, añado yo, incompatibles con el orden democrático y relaciones entre dos sujetos, Administración y administrado, sometidos ambos por igual en la exigencia y cumplimiento de sus respectivas obligaciones a la Ley y al Derecho. Llegados a este punto parece necesario que nos preguntemos sobre el porqué de la pervivencia de
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este tipo de situaciones y relaciones en el ámbito, ciertamente, de todo el Derecho público, pero muy especialmente en el ámbito al que se refiere el Ordenamiento Tributario. La respuesta se encuentra no totalmente, repito, no totalmente, pero sí en gran parte en la tradición y en la historia. En Inglaterra, donde ya desde épocas muy tempranas el Parlamento se impuso al Rey, no fue necesario crear un Derecho público distinto del common law que obliga y regula las relaciones de todos, también las relaciones de la administración con los ciudadanos...Por el contrario, en el continente la democracia se establece mucho más tarde, tras una larga etapa de absolutismo y "a partir" del absolutismo. De un absolutismo, no lo olvidemos, que, sustituyendo el orden jurídico-político medieval, sirvió en todas partes, también en Inglaterra, para crear el Estado de las edades moderna y contemporánea: el Estado cuya transformación permitió, a su vez, el nacimiento de las actuales democracias. Fue este devenir histórico lo que obligó a los revolucionarios franceses del siglo XIX a conservar ciertas prerrogativas regias en manos del ejecutivo y lo que obligó después a los iuspublicistas franceses del siglo XIX a juridificar, a regular estas prerrogativas construyendo un Derecho público del ejercicio del poder público,- y este sentido al servicio del poder público, que exorbitase o excepcionase los poderes que el Derecho privado puede reconocerse un particular. Fueron las circunstancias históricas las que obligaron a los iuspublicistas alemanes de finales del siglo XIX y principios del XX, en su ingente labor de juridificación del poder prusiano, a apoyar decisivamente la creación del régimen de Derecho administrativo típico del continente europeo y, por extensión, de la América Latina. La Europa continental y América Latina cuentan así con desventajas históricas adicionales, aunque los privilegios del poder tampoco hayan estado ni están ausentes del mundo anglosajón, para la transformación plena y efectiva del Estado moderno en el Estado democrático pleno que anuncian ya nuestras actuales democracias para cuando, desprovisto ya de los últimos vestigios del absolutismo, frente al que se ha construido y frente a los que se construye, el Estado pueda ser concebido con plenitud, como con insuperable sencillez lo describió y definió KANT: «La reunión de una pluralidad de hombres bajo normas jurídicas.» La reunión de una pluralidad de hombres iguales en su sometimiento a una ley igual para todos. Pero la tradición jurídica no lo explica, claro está, todo. Si así fuera, bastaría con propugnar su abandono. Y quizá sea la hora de propugnarlo. De propugnar el abandono de unos esquemas jurídicos, de un sistema basado en la distinción Derecho público-Derecho privado que si bien sirvió en una época para juridificar el poder, está sirviendo ahora para .mantener un poder, en ciertos aspectos, contrario a los ideales democráticos. Repito, sin embargo, que ni la tradición jurídica lo explica todo ni su abandono significaría toda la solución. 2
Todos sabemos también, en efecto, que son muchas y muy diversas las circunstancias que determinan que el lento y trabajoso proceso de construcción democrática no pueda considerarse acabado y que tal proceso no alcanzará nunca un acabado perfecto. Quedan todavía muchos vestigios de un poder pre o antidemocrático, o si se quiere, dicho de forma más exacta y real, quedan todavía muchos reductos en los que se puede ejercitar un poder contrario a los ideales democráticos que refleja en cada país, en cada democracia, su Constitución. Y ya ahora no puede extrañamos que estos reductos de poder excesivo se sitúen, precisa y principalmente, en aquellos ámbitos de la realidad social que están más cercanos a la esencia misma del poder. El dinero público está situado, sin duda, en uno de estos ámbitos. La posibilidad de manejo del dinero público es una de las manifestaciones más claras y contundentes del poder; el dinero público es condición necesaria para la existencia misma del poder. ¿Puede ahora extrañamos que los tributos -la fuente principal, fundamental, del dinero públicoconstituyan uno de los ámbitos de la realidad social organizada más vacíos de derecho? ¿Puede alguien extrañarse de que el poder político se haya resistido y se resista con especial virulencia a la penetración plena y absoluta en el ámbito tributario de todas las exigencias jurídicas que derivan de la Constitución? El poder político se resiste y se resistirá siempre a desprenderse de los retazos de vestimenta absolutista que le quedan en tanto arropen aquellas partes, aquellos medios, como los tributos, que son esenciales, vitales para su existencia, su ejercicio y su potencia expansiva. El poder político no es una entelequia. Son hombres. Son los hombres que con total legitimidad se sientan en los órganos del legislativo, trabajan en la burocracia del ejecutivo o juzgan en los Tribunales de Justicia. El poder real son hombres, y es humano que quien quiere el poder y logra ocupar, con toda legitimidad, repito, sus posiciones, se resista a debilitarlas. El poder se resistirá siempre a que las exigencias últimas de la Constitución penetren completamente, plenamente, e] ámbito en exceso vacío de derecho del establecimiento y aplicación de los tributos. Pero todos sabemos también que las leyes de la física se oponen a la existencia de vacíos. La relativa impenetrabilidad de los tributos a las exigencias últimas de la Constitución y del Derecho se debe también, y no en pequeña parte, a que el vacío jurídico que se ha producido y conservado en su entorno se ha colmado con recomendaciones, reglas o consideraciones de tipo económico, contable o puramente político, o lo que es peor -como recientemente ha sucedido en España con la Ley de Derechos y Garantías del Contribuyente-, con envoltorios de propaganda y demagogia carentes prácticamente de contenido. La más fuerte tradición científica, que hasta hace poco tiempo ha considerado a los tributos como patrimonio, cuando no exclusivo, al menos siempre compartido con la ciencia económica, y la peor tradición política -exacerbada hoy por los mass~media-, que ha encontrado siempre en los tributos 3
campo abonado para la propaganda más zafia y la peor demagogia han contribuido así, también y de forma decisiva, a la confusión reinante en el ordenamiento jurídico-tributario. Una confusión que complace al poder político, que encuentra en ella el medio más adecuado donde mantener sus privilegios y que complace también en el mismo sentido a los grandes poderes económicos, sabedores de que es bien cierto el viejo refrán castellano que nos dice que: «a río revuelto, ganancia de pescadores». Pues de todos es bien sabido, por ejemplo, que tanto en el corazón del imperio, los EEUU de América, como en sus más alejadas provincias europeas, como puede ser la Hispania, las grandes fortunas personales pueden escapar legalmente a los más extremos rigores del Impuesto Personal sobre la Renta para guarecerse en el más cómodo habitáculo de Impuesto sobre Sociedades. Nadie ha dicho nunca, ni yo podré decir jamás, que los conocimientos de economía, de contabilidad, de estadística, de sociología o de demografía hayan de estar ausentes a la hora de configurar los tributos o de regular su aplicación. Pero sí he dicho siempre y mantengo con toda firmeza que el reflejo de estos conocimientos y de la decisión política que ha de acompañarlos a la hora de establecer un tributo, el reflejo, digo, de estos conocimientos y de esta decisión en normas jurídicas ha de seguir, indefectiblemente, indiscutidamente, las pautas marcadas por la ciencia del Derecho y de la técnica jurídica. Para que la Constitución y parte de todo el Ordenamiento, cubra y se aplique en todo el enorme espacio que en la vida social actual ocupan y llenan día a día, en la vida de cada ciudadano, los tributos. Frente a tantas "últimas" teorías económicas que defienden como dogma inatacable, aunque no siempre demostrable con rigor, la opinión de sus defensores, que defienden un día con ardor la necesidad "económica" de una tarifa en el Impuesto personal sobre la Renta, de 25 tramos y cuatro decimales, que vaya desde el 15,3214 por 100 al 86 por 100 y defienden, con el mismo tesón, al día siguiente una reducida a tres tramos con el 15, el 20 y el 30 por 100 como tipos; que defienden un día las deducciones en la base para trasladarlas con el mismo entusiasmo al día siguiente a la cuota; frente a tantas "últimas" teorías contables que defienden un día la idea de que el Impuesto sobre Sociedades es, contablemente, igual a la participación en los beneficios sociales del Estado, para defender al día siguiente y con el mismo entusiasmo que es un gasto Y que como tal debe reflejarse en la cuenta de pérdidas y ganancias. frente a tanto dogmatismo adolescente de sus hermanas las otras ciencias sociales, el Derecho, la vieja ciencia del Derecho, que hace mucho tiempo ha pasado ya la no por infantil menos recurrente enfermedad de un dogmatismo mal entendido y exagerado; frente a tanta exageración y prepotencia de sus hermanas la economía y la contabilidad, la vieja ciencia del Derecho debe remontar sus complejos de senectud, debe mostrar y demostrar su verdadero valor, debe recuperar su voz, su lugar y su palabra. Muchas veces, demasiadas veces, hemos oído y leído cómo se niega al Derecho su carácter de 4
ciencia sobre la base de negarle las características propias de un saber objetivo, demostrable y susceptible, por tanto, de acumulación. Y sin embargo, contradiciendo de forma inapelable a quienes tales cosas afirman, seguimos utilizando, después de dos mil años, el saber acumulado por los juristas de Roma; mil veces utilizado y contrastada su utilidad en los más diversos ordenamientos positivos como esquemas, instrumentos técnicos, de organización social: piensen, por ejemplo, en el concepto de obligación, en la diferencia propiedad-posesión, en la prescripción. Piensen, por ejemplo, en la democracia. También como saber acumulado. También como técnica de organización. Ninguna otra rama de la ciencia, como saber especializado distinto y separado de la filosofía..., ninguna otra rama de la ciencia ha contribuido tanto como el Derecho a la creación, a la formación, a la configuración de las actuales democracias. Y su conservación y mejora ha de ser también obra, en parte fundamentalísima, del Derecho. Ya sé que la pregunta se plantea de otro modo inmediato: ¿qué Derecho? Pues bien, a esta pregunta respondo que la validez de los esquemas de conducta, de organización social que el Derecho elabora se contrasta, a través de la historia, con su utilización y aplicación en los distintos ordenamientos positivos. No tenemos otro laboratorio, ni podemos experimentar con no humanos. Sólo en las democracias actuales debemos obtener la autorización del pueblo para su utilización efectiva. Estas son, a mi juicio, las diferencias entre las ciencias sociales y las ciencias experimentales. El Derecho, como todas las ciencias, sólo puede aprender de sus errores, desechando aquellos esquemas de conducta, aquellas técnicas de organización social que se demuestran, a veces sólo con su exposición teórica (por sus contradicciones, por sus dificultades de aplicación, por su falta de eficacia y capacidad delimitadora, etc.), otras sólo después de su aplicación efectiva, que se demuestran, digo, inútiles o perjudiciales para la organización pacífica de la sociedad. Y es claro que en esta labor de creación intervienen los valores del jurista que la realiza. Pero ello no es extraño a ninguna ciencia. Piensen ustedes, actualmente y por ejemplo, en la genética. ¿No influyen los valores en su dirección y creación? Cierto es que en el Derecho es más difícil demostrar "objetivamente" lo que es válido y lo que no lo es. El Derecho, como las otras ciencias sociales, está lleno de palabras vacías cuando no necias, que nada aportan ni nada significan. Y quienes las pronuncian suelen quedar muchas veces, no todas, por fortuna, impunes. No se pueden demostrar, de modo inmediato y objetivo, muchas veces, sus falacias. Sólo la historia y la tradición científica permiten separar la mena de la ganga, el metal de los otros materiales inútiles que lo acompañan. Pero la historia y la tradición científica sí nos permiten utilizar ciertos conocimientos acumulados 5
y contrastados, ciertos conceptos e instituciones básicas, ciertos instrumentos creados por el Derecho para trasladar, ya aquí y ahora, la Constitución a la vida de todos los días, también en el ámbito de los tributos. Piensen, por ejemplo, en la técnica de personificación jurídica del Estado y en su contribución a la colocación del Estado entre nosotros, en una relación de igual a igual, bajo la Ley y el Derecho. También en el ámbito de los tributos, como en todos los otros ámbitos de la vida social, es posible, utilizando los mismos conocimientos científicos, utilizando los mismos instrumentos técnicos, con los conocimientos adecuados para ello, hacer de la Constitución una realidad viva, someter el poder a la Ley y al Derecho y colocarlo, de verdad, entre el pueblo del que surgen, protegiendo a todos los ciudadanos de sus excesos. Cumpliendo así la labor prometeica de nuestras democracias que arrancaron, primero, el poder a reyes y tiranos y deben acabar ahora de bajar al poder del plano sobrenatural o metafisico en el que algunos quieren todavía conservarlo. Para ello, es de nuevo el Derecho, somos nosotros los juristas quienes debemos estar en primera línea reclamando día a día, hora a hora, la aplicación de la Constitución a todos los ámbitos y a todos los ciudadanos y poniendo nuestros conocimientos al servicio de esta reclamación. Desde esta perspectiva, entiendo se equivocan, a mi juicio, quienes para defender a los contribuyentes de los posibles excesos del poder piden un Estatuto que proclame unos derechos y garantías mínimos que oponer a tales excesos. Pues hecha así, la petición no puede dar al Estatuto que se pide otro sentido que el de carta de libertades otorgada por el soberano a sus súbditos, a personas que no detentan el poder como ciudadanos, sino que están unidos a él por una relación especial de dominación o vasallaje. Hecha así, la petición de un Estatuto no puede sino robustecer al poder que lo concede. La exigencia, que no la petición, ha de caminar, en nuestras democracias actuales, en otro sentido. En el de exigir, que no pedir, insisto, la plena y completa aplicación de las normas constitucionales en todo el ámbito de los tributos. Y ello sólo puede hacerse de la mano del Derecho. Aplicando, como ya he dicho, los conocimientos científicos y las técnicas concretas que el Derecho proporciona. Del modo que, a modo de ejemplo -insisto y repito, a modo de ejemplo- voy a intentar hacer ver a continuación. Haciendo ver al mismo tiempo cómo el Derecho plantea, a la hora de configurar los tributos, exigencias que han de valorarse junto a -atemperándolas en ocasiones- las exigencias propias de la economía o de la contabilidad. Exigencias que, las más de las veces, se unen y no se contraponen a las exigencias económicas o contables para lograr un sistema de tributos que cumpla, al máximo posible, las cuatro reglas smithianas de la tributación: economía, justicia, comodidad y certeza. La mejor tradición jurídica nos enseña a comprender la norma jurídica como un mandato abstracto 6
y general que se impone a todos los miembros de la comunidad política. Este concepto jurídico, primario y elemental, encierra consecuencias inmediatas para toda la legislación y permite, estoy seguro, propugnar, exigir, en todos los países, la modificación correctiva de no pocas normas tributarias. Pues la generalidad y la abstracción no son sólo requisitos formales de la norma; son también requisitos sustantivos y esenciales de toda norma jurídica que se incorpore a un ordenamiento democrático. Generalidad y abstracción incorporan y aplican, efecto, los dos valores superiores, la esencia misma de la democracia: la igualdad y la libertad. El carácter abstracto de una norma o, si se quiere, la tipificación cierta y precisa de la acción social ordenada jurídicamente está íntimamente unida a la seguridad y a la certeza y se coloca, así, en primerísima línea, al servicio de la libertad. La generalidad de la norma no es sino el reflejo más genuinamente jurídico de la igualdad. Fijémonos ahora en el carácter abstracto de la norma. Conviene recordar aquí, en primer lugar, que abstracto no es igual a inconcreto o indeterminado, sino todo lo contrario. La labor de abstracción consiste precisamente, y tal y como viene haciendo la ciencia del Derecho desde hace siglos, en sacar, "traer de" múltiples acciones sociales concretas aquellos trazos que se repiten o que, según el legislador, deben de repetirse, y que permiten fijar un esquema de actuación social, "un tipo de relación" que sirve para determinar acciones típicas relevantes para la organización jurídica de la sociedad y que son queridas o protegidas, en consecuencia, por el Derecho. Sólo el carácter abstracto de las normas que tipifican las acciones sociales queridas, protegidas, autorizadas, permitidas, rechazadas o prohibidas por el Derecho puede proporcionar un Derecho claro, cierto y seguro que el contribuyente pueda "abarcar", es decir, tener presente de modo fácil y completo y comprender. Sólo el carácter abstracto de las normas puede proporcionar la certeza del Derecho, o lo que es lo mismo, en su aspecto más puramente jurídico, la seguridad jurídica a que tiene derecho todo ciudadano de un Estado democrático, y en su aspecto más puramente económico, la calculabilidad que WEBER como ningún otro supo hacer ver que está colocada en el corazón del sistema capitalista; que es vital, esencial para el funcionamiento de un sistema basado en el mercado y que, quiérase o no, con todas las correcciones necesarias, está en la base y en el origen de nuestras actuales democracias. Pues bien, a la certeza del Derecho así entendida se oponen, como muchas veces se ha dicho ya y yo mismo he repetido en múltiples ocasiones, y piensen ya ahora en nuestros ordenamientos tributarios..., se oponen, digo, los cambios muy frecuentes y muchas veces innecesarios de las normas; las normas muy prolijas y minuciosas que ignaras de las más elementales nociones jurídicas parecen creer en la posibilidad de regular todas y cada una de las situaciones que la vida social presenta, 7
sustituyendo las normas generales por enumeraciones, cerradas o abiertas. que sólo pueden ocasionar confusiones, lagunas y contradicciones; las normas opacas que, intencionada o inconscientemente (por inercia de sus redactores), ocultan la verdadera intención de la Ley; las normas propaganda, que, vacías de contenido jurídico, sirven sólo al político para hablar en la Cámara, en los periódicos o en la televisión; las cláusulas derogatorias confusas, que hacen perder al contribuyente, al funcionario, al abogado o al juez una parte muy importante de su tiempo buscando el Derecho en vigor; los reenvíos demasiado frecuentes, que además de hacer ininteligible el texto que se lee, construyen una malla de relaciones entre las distintas leyes que hace imposible una modificación puntual y necesaria sin tocar todo o una gran parte del sistema, y en fin, la mezcla de disposiciones que contribuye, sin más, a aumentar de forma muy notable la confusión. Sólo una depurada técnica jurídica puede corregir estos defectos y puede y debe hacer ver a quien establece un tributo que el valor de la certeza debe oponerse muchas veces y primar sobre las mil sutilezas, tan discutibles como indemostrables, propuestas desde la economía o la contabilidad. Pero el legislador actual (y tengo ahora ante mis ojos tanto al legislador español como a las normas que emanan de la Unión Europea) parecen preocuparle muy poco tanto la certeza del Derecho como las exigencias de la técnica jurídica y construye, día a día, sin descanso, con todo afán, una malla normativo-tributaria espesa, oscura, incomprensible e inabarcable. Y la construye de forma impune, fundamentalmente, sobre la base de una mentira que cuanto antes hace falta hacer ver a los ciudadanos. De modo harto falaz, en efecto, el legislador tributario y la burocracia que le prepara los proyectos de ley, no sé muy bien si por ignorancia o con mala fe, han hecho creer a los ciudadanos que las leyes tributarias son necesariamente muy complicadas y muy difíciles de entender (con el aplauso, lo reconozco y me avergüenzo de ello porque soy abogado, de no pocos abogados y asesores). Cuando tal cosa me dicen en España, pongo sólo un ejemplo, y me basta, para demostrar la mentira que está en la base de esta creencia: la Ley 44/1978, del IRPF, es una Ley corta, normalmente escrita clara y, por ende, fácilmente comprensible; sin variar esencialmente su contenido fue sustituida por una Ley, la Ley 18/1991, que no dudo en situar entre las leyes peor escritas, más farragosa y complicada, más minuciosa, confusa y prolija e incomprensible de todas las leyes de las que yo, en mis más de treinta años de oficio, me he ocupado. Y no hay consuelo. La nueva Ley del IRPF que se discute ahora en el Parlamento español es todavía peor. He puesto sólo un ejemplo, pero podría hacer comparaciones semejantes en todos y cada uno de los tributos que integran el sistema fiscal español y comunitario (el IV A en este último caso, o los impuestos especiales armonizados, aunque no compongan ciertamente una sinfonía demasiado agradable). Y si esto es así y no se produce por una ignorancia imperdonable, ¿quid prodest? ¿A quién aprovecha? ¿A quién aprovecha esta malla normativa más que oscura, tenebrosa? Y retorno así el hilo 8
de mi discurso. En el centro de esta oscura normativa germinan, sin duda, y se desarrollan, protegidas por ella, todas las expresiones de un poder no sometido todavía, con rigor, a la Constitución; con el uso y el abuso de las técnicas jurídicas, que también proporciona el conocimiento jurídico, que mejor sirvan al poder. Voy a poner algunos ejemplos. Pero ustedes saben y yo estoy seguro de que podríamos poner muchos más. La técnica, también la técnica jurídica, puede utilizarse lo mismo para hacer el bien que para procurar el mal, para servir a la democracia o para servir a un poder antidemocrático o, en nuestro caso, a manifestaciones antidemocráticas de un poder democrático. Y a mi juicio se emplea en este último sentido cuando se utilizan, con más frecuencia de la necesaria, conceptos jurídicos no suficientemente determinados cuya aplicación sustituyendo a los datos reales con que se cuenta o a conceptos más precisos o determinados, se deja, en mayor o menor grado, en manos de la Administración. Así, cuando se utiliza un concepto tan impreciso e indeterminado como "el valor de mercado" para sustituir los datos reales con que se cuenta o a reglas de valoración más precisas en función de conceptos más precisos, como precio efectivo, cotización media, valor teórico o valor catastral. Se dice, por ejemplo, que en caso de operaciones realizadas con no residentes el precio efectivo podrá ser sustituido por el valor de mercado. Los conocimientos jurídicos se utilizan torticeramente cuando la norma concede a la Administración poderes discrecionales que no son, desde luego, inherentes al mero ejecutor de una Ley: para aprobar, por ejemplo, planes de amortización, para conceder beneficios fiscales, para autorizar provisiones, para valorar operaciones vinculadas, par imputar ingresos o gastos temporalmente, para aprobar planes de reinversión, etc. Se utiliza la técnica jurídica en modo y dirección contrarios a los principios constitucionales cuando se conceden campos al reglamento que están reservados a la Ley. Cuando, por ejemplo, la estimación forfetaria u "objetiva" se califica como un mero procedimiento (y no como lo que es: la sustitución de un impuesto sobre rentas reales por otro sobre rentas medias o presuntas), dejándose en manos de la Administración la fijación de todos sus elementos y la de los sujetos que pueden o tienen que estar sometidos a él. Pues es bien sabido que el Derecho tributario material o sustantivo está reservado a la Ley y que, por tanto, en cuanto a los elementos materiales del tributo el reglamento o bien repite la Ley, en cuyo caso es inútil; o bien dice algo distinto a la Ley, en cuyo caso es ilegal. Por eso he dicho muchas veces que en el ámbito del Derecho tributario material el mejor reglamento es aquel que no existe. Se conculca la seguridad cuando se atribuyen a la Administración facultades de investigación que sobrepasan todos los límites puestos por el ordenamiento, desconociendo, por ejemplo, el derecho de 9
todo ciudadano de un Estado de Derecho a no declarar contra sí mismo en todo procedimiento, también ante la Inspección de Hacienda, del que quepa derivar una sanción de tipo penal. Se conculca, en fin, la seguridad cuando la Ley no sólo permite sino que incita a la Administración a colocar en el centro de su actuación técnicas interpretativas, me refiero a la llamada "interpretación económica", contrarias a las más elementales bases del Estado de Derecho. O cuando se anima o fuerza a la Administración a aplicar las sutilezas de los "negocios jurídicos anómalos", el fraude de ley o el abuso de Tratado, tan de moda últimamente, para calificar discrecional o arbitrariamente los hechos imponibles realizados libremente y libremente escogidos por los contribuyentes. Forzando incluso a la Inspección de Hacienda a. aplicar en ocasiones lo que no dudo en llamar "fraude de ley activo". Es decir, forzando a la Administración, con el único fin de forzar la recaudación, a aplicar una "norma de cobertura" que posibilita la exigencia de una mayor cantidad de dinero al contribuyente, dejando, caprichosa, arbitraria e intencionadamente, de aplicar la norma defraudada: la norma que el contribuyente ha aplicado y que debe aplicarse al hecho efectivamente realizado y querido por él tanto en su contenido como en su forma jurídica. Estoy ahora convencido de que la "economía de opción", perfectamente lícita en un mercado libre, sostenido por hombres libres, la realización de un hecho en lugar de otro por motivos fiscales, lo que la ciencia de la Hacienda más tradicional conoció siempre como remoción, es incompatible con la figura del "fraude de ley", y creo firmemente que sólo la simulación absoluta, fraude fiscal puro y duro, en su caso, puede ser perseguida por la Administración tributaria con la simple técnica de elegir el tributo por el hecho efectivamente realizado y no por otro que no existió. La aplicación torticera de las técnicas que, a modo de ejemplo, acabo de exponer, al servicio de los excesos antidemocráticos del poder, sólo puede combatirse con el uso de una técnica jurídica que, para ser correcta, ha de tener siempre presente el carácter tendencial y esencialmente abstracto de la Ley. De una Ley que atribuye a la Administración tributaria el único papel que puede desarrollar en una democracia: el de brazo ejecutor de la Ley, sin más movimientos posibles que aquellos que están marcados y ordenados por la Ley. Pero la Ley, lo sabemos todos y ya lo he recordado antes, sitúa en su núcleo esencial no sólo el carácter abstracto, sino también su carácter general, la nota o característica de la generalidad colocada de forma inmediata al servicio de la idea de igualdad. Pues bien, no parece que el legislador tributario de nuestros días guarde por la idea de igualdad, atada, insisto, literalmente al carácter general de la Ley, un respeto mayor que el que vimos guarda por las ideas de certeza, seguridad y libertad ligadas al carácter abstracto de la Ley. Basta para convencemos de ello echar una mirada a los múltiples regímenes fiscales especiales que regula cualquiera de nuestros ordenamientos. Basta, para convencernos de ello, echar una mirada 10
a las muy numerosas exenciones y bonificaciones que en ellos se contemplan. Los regímenes especiales, en general aunque no siempre, favorables al contribuyente, las exenciones, bonificaciones y demás beneficios fiscales no favorecen a "los contribuyentes", favorecen a "ciertos contribuyentes". Desde el punto de vista económico han sido calificados en no pocas ocasiones como una de las más peligrosas plagas de nuestros sistemas tributarios actuales, en cuanto que, ocultos dentro de él, privan al sistema de su eficacia y posibilidades recaudatorias y atentan seriamente contra su neutralidad. Desde el punto de vista jurídico configuran uno de los más importantes semilleros de desigualdad y privilegios y constituyen, en cuanto son queridas por la propia Ley, la más dura y peligrosa afrenta al ser y esencia del Derecho. Pues no se trata en estos casos y recuerdo de nuevo a KANT en este punto, de que un ciudadano obligado a cumplir la Ley la quebrante y ofenda con ello al Derecho, sino que se trata de que la propia Ley ofende a lo igual y lo justo y traslada, ella misma, esta ofensa a la realidad. Los beneficios fiscales que carezcan de una plena e indubitada justificación no pueden calificarse así sino como excesos antidemocráticos del poder, en este caso el legislativo, que concede dádivas caprichosas a los grupos de presión que en cada momento aplauden su ejercicio. Baste sólo un ejemplo ciertamente clamoroso. Por más que lo he intentado no he podido lograr nunca, a pesar de las horas de lecturas económicas que he consumido, que alguien me haya demostrado, de forma clara y evidente, la insoslayable necesidad de eximir del IV A, en toda la Unión Europea, al sistema bancario. Claro está que tampoco he dudado nunca de las cordiales relaciones que en un sistema capitalista, deben existir entre el dinero público y el privado, entre la Banca y el poder. De un poder que ataca igualmente a la igualdad cuando procura a la Administración tributaria una fácil y cómoda gestión (las leyes, pudorosamente suelen hablar en estos casos de "eficacia") sobre la base de crear, de modo continuo y recurrente, una realidad irreal con reglas de valoración, ficciones y presunciones iuris et de iure que, cuando se refieren a casos aislados y particulares, no hacen sino crear una capacidad económica artificial y contradictoria contraria a todos los principios de reparto justo de la carga tributaría. Y otro aspecto no menos importante de la igualdad de las partes en un litigio se ve atacado cuando, como hacen con amplia generosidad las leyes tributarias, se conceden a la Administración presunciones iuris tantum que fortalecen su posición y debilitan en el mismo grado la posición del contribuyente. Y cuando en la estimación indirecta administrativa que se ha de utilizar cuando el contribuyente no aporta los datos suficientes para liquidar, se conceden a la Administración facultades probatorias (a veces simples datos estadísticos, frecuentemente datos no referidos al contribuyente ins11
peccionado sino a otros contribuyentes) que no se reconocen como tales en el resto del ordenamiento, incluido, claro está, el orden penal. Quizá en estos últimos supuestos, de estimación administrativa subsidiaria, la solución pueda seguir el camino de recortar la libertad de acción de la Administración en estos supuestos y, sin dejarla inerme, obligarla a aplicar en estos casos, cuando existan y sea posible, las reglas de valoración previstas para la estimación forfetaria u "objetiva" en el tributo de que se trata, o, en todo caso, en establecer en cada tributo las reglas a aplicar en estos supuestos. Esta última idea, este último apunte, me sirve ahora para indicar uno de los posibles caminos a recorrer, en mi opinión, para simplificar el sistema tributario y dotarle de un ordenamiento cierto, abarcable y comprensible que ponga en evidencia, al hacerlos más visibles, los excesos del poder y sirva así para corregirlos. En los impuestos directos sobre las rentas siempre he sido partidario de sustituir en lo posible rendimientos ciertos e individualizados por rendimientos medios potenciales, y en todos los impuestos siempre he sido partidario de los valores medios en todos los casos en que puedan aplicarse, pues cuando unos y otros se aplican de modo general sirven y no atacan al principio de igualdad, sin estar en absoluto reñidos con su versión tributaria, el principio de capacidad. Creo que va siendo hora ya de prescindir del mito economicista que trata de convencemos de un imposible: la medición directa y exacta de la capacidad de cada uno y la aplicación a cada uno de un impuesto que grave exactamente su capacidad. Claro está que el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas ha de tener en cuenta la capacidad de los distintos grupos de renta. Pero puede diferenciar pocos tramos y ser mucho más sencillo de lo que lo es generalmente, en la actualidad sin dejar de ser progresivo. Como progresivo puede ser (como lo es, por ejemplo, en Alemania) el Impuesto sobre Sociedades. Y progresivo puede y debe ser, en mi opinión, un imprescindible Impuesto sobre el Patrimonio que haga, al menos, recordar a las grandes fortunas que el afán de enriquecimiento y acumulación no puede ser ilimitado. Recordándolo a todos también a través de un Impuesto sobre Sucesiones asimismo indispensable y progresivo. La progresividad del sistema no está reñida con su simplificación. Ni con el gravamen de rentas medias o valores medios, cuando valores y rentas efectivas no puedan ser fácilmente identificables por el legislador para delimitar el "tipo" de cada impuesto. Pues la utópica pretensión de gravar a "cada uno" según su "propia" y "distinta" capacidad debe ceder parte de sus exigencias ante la exigencia de un ordenamiento claro y cierto que proporcione seguridad jurídica y probabilidades ciertas de cálculo económico. "El mercado", nos ha dicho de una vez para siempre Max WEBER, «demanda un funcionamiento 12
del Derecho calculable según reglas generales». Pero la complicación del sistema tributario no afecta sólo a las posibilidades de cálculo de los distintos agentes económicos y a su comportamiento. La complicación del sistema tributario es tierra abonada, como he intentado hacer ver hasta ahora, para todos los excesos del poder. Arropada por un tecnicismo artificioso la burocracia tributaria de todos los países ha intentado hacemos creer que tales excesos son necesarios en un mundo tan complicado como es el mundo de los tributos, y que también es necesario dejar en las manos de los "técnicos" de la Administración no sólo un amplio poder reglamentario para desarrollar las leyes que sólo ellos entienden, sino también (y estoy pensando fundamentalmente en mi país) la preparación de los proyectos de Ley que luego ha de aprobar un legislativo que no entiende de tributos y al que sólo se le concede la posibilidad de hacer regalos, para conservar la clientela, con la concesión de beneficios fiscales injustificados. Tenemos que recordar de nuevo a Max WEBER para advertir que, efectivamente, cuando los políticos carecen de carisma, el burócrata tiende a convertirse en un dictador. El político carece de carisma cuando no puede comprender exactamente y en todos sus extremos lo que aprueba; cuando no puede hacer comprender lo que aprueba a los demás, y cuando no puede hacer comprender por qué lo aprueba y lograr así la adhesión de los ciudadanos a su acción. La salvaguarda de estos peligros ciertos y reales de burocratización antidemocrática, tan presentes hoy en mi "gran país", Europa, tras la entrada en funcionamiento del Banco Central Europeo, pasa por arrancar de las manos de la Administración tributaria, sin dejar de oírla, la preparación de las leyes tributarias. Y por aplicar a ellas también, junto a los también imprescindibles conocimientos económicos, contables y estadísticos, los imprescindibles conocimientos jurídicos que sirvan para aplicar también a este sector del ordenamiento los mandatos de la Constitución. Y para ello, para que esto sea posible, la ciencia del Derecho tributario ha de dejar de dedicar sus mayores esfuerzos al comentario puntual y perecedero del último Boletín Oficial del Estado y ha de dedicar sus mayores y mejores esfuerzos, como muchos dentro de ella lo han hecho y lo continúan haciendo, a proporcionar al legislador los esquemas de conducta, los conceptos que él precisa para desarrollar y aplicar la Constitución. Convencidos de que el Derecho tiene capacidad creadora suficiente para proteger, aun dentro de la más exigente organización democrática, tanto el interés general al cuidado del poder como los legítimos intereses de todos y cada uno de los ciudadanos. Abandonando, como ya he dicho, muchos de los esquemas conceptuales elaborados por el Derecho Público continental europeo en el combate por la juridificación de los restos de un poder absoluto que hoy ya no es preciso combatir. Abandonando la perniciosa "superespecialización” actual y aplicando en lo posible a los tributos 13
los conceptos y categorías válidos en todo el ordenamiento jurídico. Aplicando así los métodos e instrumentos propios de la ciencia del Derecho no sólo a los conceptos fundamentales del Derecho tributario (hecho imponible, base, sujetos pasivos, exenciones, etc.), sino también a todos los conceptos, de uso tan frecuente como dispar en esta rama del ordenamiento: "datos contables esenciales", "precios de mercado", reglas de valoración, operaciones vinculadas, estimación administrativa, residencia fiscal, etc. Sólo así, entiendo, la ciencia del Derecho tributario podrá contribuir a hacer posible un Ordenamiento tributario cierto, abarcable, comprensible y seguro que, sin dejar de proteger el interés de todos que la Administración tributaria debe cuidar y cuida, sirva de lenguaje común y vehículo de cooperación entre todas las democracias y sirva para proteger a unos contribuyentes con igual, con la misma intensidad con que la Constitución les protege como ciudadano.
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