Las masas humanas más peligrosas son aquellas en cuyas venas ha sido inyectado el veneno del miedo…. del miedo al cambio. Octavio Paz.
Mi padre, a quien le
gustaba el box, pensaba que uno nunca está lo suficientemente preparado para recibir un golpe bajo. Ese derechazo invisible directo a donde más duele, lanzado sin ningún tipo de miramientos ni una pizca de conmiseración hacia el contrario, un buen día me escogió como su víctima. El destino aciago llegó a la puerta de mi casa y clavó los nudillos afilados. Desconocía aún lo que me depararía en las siete horas siguientes. No tenía la menor sospecha de la crueldad del dolor que entraría como un huracán en mi vida arrasando con cuanto encontrara a su paso. Lo que iba a acontecer, ni yo ni nadie lo hubiera podido presentir. Quizás lo sabía aquella lluvia de agosto que caía sobre nosotros con la insistencia de una maldición. Pero qué lejos estaba entonces de adivinar que ese
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día sería el más largo de todos mis días. Que la vida y la muerte se encontrarían frente a frente, que en esas horas conocería lo mejor y lo menos digno de mí; lo peor y lo más noble de los demás.
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Gaspar apareció con el pánico estampado en los ojos. Sus gritos de auxilio le precedieron. Su voz de gruta, antes que su cuerpo, atravesó las cuatro paredes de mi consultorio; luego fueron sus puños los que golpearon con insistencia la madera. Venía anunciando una tragedia de aquellas que te agarran desprevenido y vulnerable: eso que mi padre llamaba fatalidad. —¡Rosendito! —fue lo que salió de su garganta cuando entró bañado en sudor. —¿Qué ocurre? —pregunté sintiendo cómo un frío repentino se me pegaba a la nuca. —¡Se muere, ayúdeme, doctor, por Dios se lo pido! —me suplicó Gaspar con los ojos hinchados y la respiración entrecortada. Me desconcertó que aquel hombre, cuyo temperamento era atrabancado y que nunca salía de su casa sin el cuchillo amarrado a la pernera, estaba ahora frente a mí, deshecho, temblando como un niño. —Tiene que venir conmigo. Es muy urgente. —Y sus dedos gruesos se aferraron con fuerza a mi brazo. Le pedí que se calmara, así no había manera de entendernos y, suponiendo que estábamos perdiendo un tiempo precioso y que luego lo lamentaría, comencé a impacientarme. —Le dije que se tranquilice —pronuncié con sequedad. El hombre cerró los ojos por un momento haciendo un esfuerzo por dominar los nervios que lo atenazaban y, a trompicones, logró ponerme al corriente de la situación.
—Mi chamaco se volvió loco. Esta mañana salió hacia los pastizales, doblado de dolor, iba grite y grite como alma que lleva el diablo.
El mero hecho de escuchar aquella palabra fue como recibir cien dentelladas al mismo tiempo. Rabia. En un instante, su sonido me regresó a recuerdos terribles, demasiado recientes, que no habían tenido tiempo de cicatrizar ni de perder fuerza. Todavía aquella experiencia me castigaba con noches de insomnio en las que deambulaba por la casa perdiéndome en preguntas obsesivas sobre lo que pude hacer y no hice. Para mí, rabia sólo tenía un rostro, un nombre propio: Alejandra. Al terminar de oír a Gaspar comprendí que mi fantasma personal regresaba prendido a los labios de otro hombre. Apenas habían transcurrido cuatro años y dos noches de aquel bautismo de fuego; sucedió cuando aún era un estudiante de segundo año de medicina que realizaba sus prácticas en el hospital de salubridad en la colonia Pantitlán. Como tantas noches, crucé el umbral de la clínica convencido de que al final de la guardia escribiría en el libro de asistencias un “nada relevante”. Cuando entraba allí, en el ánimo llevaba implícito cierto aire de decepción. Para mi desgracia, la rutina me había aleccionado en que los casos asignados por mis superiores apenas entrañaban cierta curiosidad médica para un estudiante inquieto. Eran comprensibles las ganas que tenía de experimentar situaciones con las que se dispara la adrenalina. Pero aquellos casos excepcionales no se habían presentado y, la verdad, me cansé de preguntarme por qué
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Gaspar contó que había sido su mujer la que vio al niño sufriendo, que él acababa de llegar a su casa después de dos días de andar en el camino, incluso habló de una mercancía que llevaba a no sé dónde. Dijo que Clotilde creía que a Rosendito lo mordió el perro de don Tomás y que el perro parecía tener rabia.
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los facultativos eran tan poco solidarios con sus novatos. Así que, con excepción de algún paciente con descompensación de diabetes o con crisis de asma, por lo general, el turno de noche solía ser muy aburrido. Las mañanas que seguían a las guardias, yo tenía pocas anécdotas que contar al resto de mis compañeros de facultad. Con secreta envidia escuchaba a quienes habían participado en intervenciones importantes. En esa época me encontraba en desventaja con respecto al resto de mis colegas de clase. Por el momento, me era imposible dedicar el cien por ciento de mi tiempo a la medicina. Mi padre había muerto dos años atrás, precisamente cuando él y mi madre comenzaban a disfrutar de una época dulce. Nos habíamos mudado a una casa con una habitación para cada uno de los hijos. Yo comenzaba a salir de la adolescencia y disfrutaba las conversaciones con mi padre sobre temas más interesantes, como la situación económica del país y los movimientos estudiantiles. Después de la cena nos pasábamos horas conversando. Un sábado de marzo mi padre fue la noticia inesperada. Sonó el teléfono. “Tu papá sufrió un accidente”, dijo mi tía con una voz entrecortada que apenas pude escuchar por el auricular. Explicó que le habían llamado desde Oaxaca, donde él se encontraba viajando. Luego dijo que tuvo un infarto al miocardio. No necesité muchas preguntas para saber que había muerto. Junto con un tío viajamos toda la noche de la capital a esa ciudad que en ese momento no me interesaba conocer. El recepcionista del hotel donde mi padre se había hospedado me contó cómo lo había visto desplomarse en el rellano de la escalera: “Lo vi subir de dos en dos los escalones y de repente… un golpe tremendo. Cuando fui a ayudarle, ya no respiraba. Una pena, muchacho, pero así es la vida”. Así era la vida, así comenzó a ser, algo pesado, como el oficio de viajante que tenía mi padre. Aquel día, como tantos otros, lo esperábamos en la
Después del entierro, a todos se nos hizo muy cuesta arriba recuperar el compás de la rutina, sobre todo a mi madre. Las cosas cambiaron y nosotros tampoco fuimos los mismos. Mis dos hermanos y yo al cabo de unos meses logramos reponernos al dolor, pero mi madre renunció. Como una sombra ingrávida se dejó llevar. Su tiempo de dolor se prolongó hasta el final de sus días. Los discos de tangos que tanto le gustaba oír a mi padre dejaron de escucharse en la casa; desapareció su risa y el sonido de sus zapatos por el pasillo; pero sobre todo, se desvaneció aquella voz a la que le gustaba cantar a la manera de Gardel. “Volver con la frente marchita...”. Era su canción, la que cantaba cuando quería espantar la nostalgia y las preocupaciones. Nunca se me ocurrió preguntarle por qué le gustaba Gardel. Pude haberlo interrogado sobre el significado que tenía aquella canción para él. Quizás se veía retratado en la letra que habla de un viajero; o tal vez se identificaba porque también las nieves y los disgustos le habían plateado las sienes. Quizás cantar Volver era su manera de exorcizar el miedo de pensar que, al fin y al cabo, “es un soplo la vida…”. Nunca le pregunté por las cosas que ahora me parecen verdaderamente importantes. Me he prometido que algún día escribiré la historia de mis padres, la historia de nosotros. Continué con mis estudios. Mi mayor deseo era verme pronto convertido en médico. No me quedó más remedio que asumir también las responsabilidades de cabeza de familia. Acudía a mis clases por las mañanas y las tardes las ocupaba como programador de computadoras en una de las secretarías del gobierno. Sólo me quedaban las noches y los fines de semana
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casa. Estábamos seguros de que él regresaría de algún lugar, que aparecería por la puerta como siempre había hecho. ¿Por qué iba a ser distinto ese viaje de otros anteriores? Lo cierto es que de Oaxaca él no volvió por sí solo. Yo lo traje a casa en un ataúd.
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para poner en práctica mis conocimientos en distintas clínicas de la periferia del Distrito Federal y cumplir con los créditos académicos reglamentarios. Esa noche en el hospital de Pantitlán, cuando crucé la entrada, las enfermeras y el resto del equipo sanitario corrían por los pasillos del pequeño edificio en el que flotaba un permanente olor a desinfectante. Alguien me gritó que estuviera prevenido, que en cualquier momento necesitarían mi ayuda. El ruido y el calor parecieron aumentar de pronto. Que se contara conmigo, con un estudiante en prácticas en un caso que parecía importante, me aceleró el pulso a mil por hora. Por fin se presentaba esa oportunidad que había esperado. En la planta de urgencias se respiraba una atmósfera de confusión. ¿Qué estaba ocurriendo? En ese momento dudé de si estaba realmente preparado. Tenía un expediente brillante, pero cualquiera sabe que eso no me convertía automáticamente en un buen médico. Junto a mí pasó una enfermera hablando con otra. “Paciente con rabia”, alcancé a escuchar. Inmediatamente me sentí acorralado por un torbellino de dudas. Desconocía cuál era el tratamiento a seguir: ese cuadro clínico no se había tratado en ninguna de las materias. Sí, estaba al corriente de los trabajos de Pasteur, pero aparte de eso ninguno de mis maestros había dedicado una sola palabra a la enfermedad. Lo que sucedió esa noche en el sanatorio fue verdadero. Comprendí que la realidad de la clínica nada tiene que ver con la descripción de los casos en los manuales, en cuyo estudio me había aplicado dos años durante horas interminables, con los codos apretados contra una mesa estrecha, bajo una lámpara disfuncional que sufría constantes fallas, ya fuera por falta de pago o por el mal servicio de la compañía hidroeléctrica de la ciudad.
A medida que nos íbamos acercando a la habitación, se distinguían con nitidez unos alaridos fuertes y penetrantes. Sentí cómo la piel se me erizaba e inmediatamente empecé a sudar. La sensación de angustia crecía en mi estómago. Imaginé que tras aquel umbral no habría más que caos. Por un lado, una voz me decía que lo mejor que podía hacer era salir huyendo; por el otro lado, mi curiosidad médica estaba impaciente por conocer el rostro de aquel enfermo que chillaba de forma desgarradora y conocer de primera mano su dolencia. Por encima de todo, no quería defraudar a mi superior, pero no podía negar que tenía el presentimiento de que, una vez que se abriera la puerta, el peligro saldría en estampida. Estaba lleno de miedo, sería una cobardía negarlo. Fue la primera vez que como médico tuve ese sentimiento, algo que, por lógica, parece contraproducente, impropio de mi profesión. Sentir temor es inevitable, aunque está en nuestra mano dominarlo. Me ocurrió lo mismo ahora que Gaspar irrumpió en mi consultorio. Me invadió la sensación de miedo que a uno se le despierta cuando aparece el dolor. Los demás recurren a ti, van a buscarte a cualquier hora, necesitan que los salves, que frenes el dolor, y ese dolor se vuelve tuyo, te toca de lleno y entra en tu vida como un intruso. Mis profesores de entonces me hablaron muchas veces de mis obligaciones: “Un médico debe actuar negando sus sentimientos, sean cuales sean las circunstancias”. En ese instante, yo debía llevar a la práctica aquel dogma categórico.
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El personal sanitario bullía en el desconcierto. El médico jefe, el doctor Aceves, y su equipo de enfermeras se habían protegido con gorros, guantes desechables, cubre bocas, escarpines y batas de aislamiento. No hizo falta que nadie se molestara en decirme que yo debía hacer lo mismo.
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Hoy soy de los que piensan que los dogmas hay que conocerlos, por supuesto, para echarlos abajo después. Pero en aquel momento, yo no era más que un estudiante acompañando a un equipo en una situación de emergencia, que estaba a punto de aprender una lección imborrable. No era consciente de la gravedad de la situación, pero era evidente que el doctor Aceves estaba nervioso. Era un tipo alto, con exceso de kilos, una papada flácida le descendía de la barbilla. Sus ojos de sapo reflejaban tal angustia que amenazaban con saltar de las cuencas en el momento más inesperado. El doctor, para asegurarse, embuchó los brazos en fundas de almohadas. Tres personas, con él a la cabeza, entramos por fin en la habitación. No he podido olvidarla. Tendría poco menos de diez años, los músculos de su cuerpo convulsionaban con una fuerza desproporcionada para su edad. Las correas alrededor de sus extremidades la sujetaban firmemente a la cama. El médico me insistió en que por nada del mundo tocara a la paciente. Un frío me atravesó de pies a cabeza. Aquella niña pálida y enflaquecida, con los ojos en blanco, escupía una espuma que concentraba en la comisura de sus labios. Su cabeza estaba tan mojada que a cada movimiento los mechones de su cabello eran látigos que disparaban gotas de sudor. Consiguió quedarse afónica, los gritos apenas salían de su pequeña garganta. En sus manos y pies tenía dibujados varios surcos de sangre provocados por el roce de las mordazas. Para colmo, la cánula intravenosa se le había zafado del brazo que sangraba en abundancia. El sufrimiento de la criatura era tan insoportable, que en mi fuero interno sólo deseaba que el desenlace fuera lo más rápido posible. En ese momento pensé que nosotros teníamos la obligación de ponerle fin al dolor. Entre la maraña de pensamientos, oí la voz del doctor Aceves:
—Cógele la mano izquierda, poco a poco, con cuidado de no rozarle las heridas y, sobre todo, que no te arañe. Tenemos que sedarla. —Pero doctor —dijo la enfermera antes de obedecer la orden—, le hemos suministrado ya diez miligramos de diazepam intravenoso.
El doctor Aceves sujetó entonces con firmeza la manita derecha de la niña, levantó su rodilla y dejó caer todo el peso sobre la pierna de la pequeña. Yo copié sus gestos y, una vez que tuvimos el control, la jeringa atravesó la piel de uno de los bracitos. La agonía parecía no tener fin. La niña seguía temblando involuntariamente. El doctor Aceves se mantuvo firme, concentrado en su postura, con los ojos clavados en los miembros que sostenía fuertemente. Él no respondía a mis miradas, al contrario, cerró los ojos y se hundió en un silencioso abatimiento que acabó contagiándome. Enfrente tenía desmadejado a un médico experto. Las gotas de sudor rodaban por sus mejillas, quizá en vez de sudor eran lágrimas, no lo sé. La enfermera que había puesto la inyección permanecía en su puesto, a la orilla de la cama, cabizbaja, como si rezara. Viéndola así, bajita, regordeta, con su vestido blanco, con su toca pulcra y almidonada que con dificultad escondía una abundante cabellera azabache, me trajo la imagen de uno de esos ángeles que pintaban los barrocos sobre el lecho de los moribundos.
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Él pareció no escucharla, tenía su mirada clavada en mi rostro, era muy consciente de que el más leve arañazo que pudiera hacerme la criatura, complicaría seriamente mi salud. Sin pensar en el riesgo personal que corría, me acerqué a la niña. Al principio no quise fijarme en su cara para no ponerme más nervioso de lo que estaba, luego comprobé que tenía los párpados cerrados por el sufrimiento.