Autor Lizardo Porres V.
Autor Lizardo Porres V. Durante una de esas primeras horas perfumadas a azahar de luna de alba primaveral, las matas de sauco exhalaban una atmósfera dulce y olorosa. Vita ya estaba allí acurrucado en espera de Julián, de quien sus pasos ronroneados en la tierra indicaban su presencia. Llevaba agarrado con los dientes el viejo sombrero de petate que el cerco de hierba mala le hubiera botado, al agacharse, en su silenciosa salida ausente del permiso paternal. Las manos iban ocupadas con dos bolsas de manta, que tiempo atrás guardaron arrobas de azúcar, en cuyo interior iban los enseres para el propósito del día. En el lindero de la pequeña parcela, Vitalino le ordenó al piochín, perro-pensión de pulguerío y de pelaje quishpinudo, y testigo de la fuga de su amo, que regresara al corredor terroso de la casa. Los cantos de los gallos le decían adiós a la luna que ya se precipitaba por el lado contrario de la montaña. Era un domingo de mediados del siglo pasado.
En los caseríos de San Luis y de Letrán causó novedad la construcción de la represa que embalsaba al agua y sería entubada en enormes fauces de un túnel para refrescar al capitalino sediento. Dejaba una pequeña laguneta pero profunda, donde abundaban pequeños peces. Los responsables del proyecto hídrico colocaron avisos de prohibición para bañarse, pescar y lavar ropa. Algunos alcaldes auxiliares y viejos parcelarios fueron celosos de las ordenanzas, pero eso no sepultó la curiosidad y el aprecio por la abundancia, en una tierra donde hay miseria.
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La obscuridad ha sido aliada de lo prohibido. En los hogares de Julián y de Vita no se pasaba de comer frijoles y tortillas aun el domingo. La novedad que causó la primera vez que llevaron muchas pero pequeñas mojarras, demostró que el Día del Señor también es iluminado con la luz de la gracia. Además, qué sabroso, decían, es bañarse desnudo donde hay mucha agua. El guardián de la presa toma su día de descanso semanal y no hay quien controle qué hacen los vecinos, verdaderos dueños del agua que Dios y la naturaleza allí crearon.
Desde la tarde anterior, Vita y Julián, cada quien en su huerta, escarbaban y guardaban las lombrices en bolsas de tuza. También verificaban en un pequeño olote, el molote de hilo para pescar y los dos anzuelitos que habían comprado en el almacén del chino, en una de sus idas al pueblo. Ya para llegar a la presa del Teocinte y todavía en la obscurana, Julián se adelantó y se desvió un tramo para cortar dos varas de caña brava, de las que en el extremo delgado amarrarían el hilo de pescar. No había concluido con el sigilo del ruido del ruco machete cuando vio que a la par, en andante ruido chasquilloso de colmillos filosos, el ahuizote se confundió entre los montes pardos y húmedos del sereno. Julián no se percató, ni sabía del engendro agorero y de suerte torcida que hasta
los antiguos popoles sabían, cientos de calendarios antes de que viniera la rapiña conquistadora de Extremadura. Los sabios y canosos viejos, primeros mozos de San Luis, decían:
“No vayan de noche al río, porque si les sale el ahuizote con todo y nahual, no volverán a ver el verdor de la madre milpa.” Cuando llegaron a la rivera, donde la corriente se explana y forma el enorme boquerón de la represa, descansaron mientras el sol los prodigaría de valor. Esta era una de las muchas aventuras que hacían durante el verano, ya que en el invierno no era propicio porque la presa estaba sucia y subida. Entre la altura de la orilla y la superficie del agua había más de un metro y medio. Acostumbraban pescar antes de bañarse, después caminaban a la orilla del embalse.
...en andante ruido chasquilloso de colmillos filosos, el ahuizote se confundió entre los montes pardos y húmedos del sereno.
Julián y Vita no habían conocido las oportunidades del estudio, eran ya adolescentes pero casi con cuerpos de niño. Las obligaciones del campo los llamaron a tener machete y azadón, en lugar de lápiz, cuadernos o algún libro lleno de mentiras históricas. Su afán era esperar el domingo para regresar al agua que vertía en borbotones para formar el río de la vida.
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“No vayan de noche al río, porque si les sale el ahuizote con todo y nahual, no volverán a ver el verdor de la madre milpa.”
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Hoy la costumbre era inversa, deseaban bañarse antes de pescar. De una de las bolsas de manta, Julián extrajo la pequeña bola negra de jabón de coche, estaba envuelta en una hoja de queso muy marchita. Como siempre lo habían hecho, pronto se despojaron de sus raídas ropas y sin temor a la pecaminosa desnudez, poco a poco tomaron con las manos los manojos de zacate crecido a la vera, de los que se sostuvieron mientras los pies tocaron el manto del agua fría. Al soltarse debieron patalear para mantenerse a flote con nadado de perro. No imaginaron la corriente interior súbita que los aisló de las greñas de zacate, que momentos antes habían sido apretados por manos ya nerviosas. El agua los jalaba hacia la profundidad de la represa y pronto los tragó.
Su ausencia en los hogares angustiados pronto tuvo respuesta. La tarde del domingo enmudeció. El piochín aullaba sin poder informar del adiós que en la madrugada su amo le había dado en el cerco. Gritos de llamado llegaron hasta el río donde las dos varas de pescar formaban una cruz, a la par de las humildes vestimentas. Los tres restantes días de luna llena concluyeron y el guardián de la presa vio flotando en la orilla contraria el cadáver muy blanco y arrugado de Vita, que ya no tenía ojos. El hallazgo arrastró a todas las aldeas vecinas, no faltó el intendente municipal, sus cutachines y el Cura del pueblo. Se creía que Julián estaría pronto cerca del amigo de desgracia. No fue así, no apareció nunca más.
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Julíán no se fue solo, años después le siguió un Lorenzana, un Guate, un Cruz, Víctor Oscal, Benedicto Palencia y hasta Juanito Chamalé, que siendo guardián de la presa y bajo la luz de la luna llena, perdió el equilibrio en una de las orillas cuando vio la sombra del ahuizote. La presa había sido construida en una enorme joya sembrada de teocinte, variedad de maíz aprovechada para forrajes. De ella se alimentaba el ahuizote y sus crías pero cuando el agua del río inundó, todos murieron ahogados. El nahual del ahuizote hoy busca alimento y no se irá de allí hasta que con el agua de la montaña lluevan los nuevos granos de teocinte.
Durante los tres últimos días de luna llena, Julián y Vita comparten el sueño de otros ahogados. El ahuizote de El Teocinte tiene los ojos abiertos y nunca dormirá.
San José Pinula, octubre de 2004.
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Autor Lizardo Porres V.
Ilustraci贸n y diagramaci贸n Carlos A. Jim茅nez