Libro Leonardo da Vinci

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Leonardo da Vinci Índice

Contexto El nuevo prototipo de artista Condiciones sociales Teorías del arte La naturaleza del artista El don de la creatividad Vida y filosofía

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Contexto



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El nuevo prototipo del artista

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ero llegó el día en que los artistas comenzaron a sublevarse contra el orden jerárquico del cual formaban parte, el día que juzgaron que el organismo destinado a proteger sus intereses era una cárcel en lugar de un asilo. Esta nueva ideología, irreconciliable con el orden establecido, salió a relucir por vez primera en Florencia. Los mismos artistas empezaron a propagarla justo en el momento en que Brunelleschi hacía valer sus derechos ante las leyes del gremio. Ya antes de 1437 el pintor Cennino Cennini había escrito Il libro dell’arte, que en muchos aspectos conservaba aún el carácter práctico de los manuales medievales. Sin embargo, también retrata al artista nuevo, cuya conducta glosa de la siguiente manera: Vuestra vida debería regirse siempre como si estudiarais teología, filosofía o las demás ciencias, es decir: comer y beber con moderación por lo menos dos veces al día, escogiendo comidas ligeras pero sustanciosas y vinos suaves. Hay otra regla más que, si se sigue, hará que vuestra mano sea tan ligera que flote, incluso vuele como una hoja llevada por el viento, y es: no disfrutar en exceso de la compañía de las mujeres. En lo que alcanza a nuestros conocimientos, es la primera exhortación escrita por un artista y dirigida a sus colegas en la que aconseja emular la dignidad y templanza del nombre erudito. Poco después Lorenzo Ghiberti (m. 1455), pintor, escultor y arquitecto, compuso su monumental tratado de arte y artistas que incluye la primera autobiografía que se sabe escrita por un artista. Este hecho, de por sí, tiene una importancia extraordinaria, porque una autobiografía obliga a mirar la vida de uno mismo desde fuera, viéndola dentro de la historia y formando parte de ella; precisa la distancia de la autocensura, y la introspección se convirtió en un rasgo importante para la nueva raza de artistas. Hacia el final de su autobiografía Ghiberti afirma con orgullo nada disimulado: «Pocas son las cosas importantes creadas en nuestro país que no hayan sido proyectadas y llevadas a cabo por mi propia mano». Si es permisible interpretar esta frase en el sentido de que Ghiberti daba importancia al hecho de que no se limitaba a seguir órdenes sino que él mismo «diseñaba», es decir, que inventaba «cosas de importancia», entonces sus palabras, junto con el modelo de Cennini para un modus vivendi culto, describen sucintamente lo que estaba sucediendo: se creaba un nuevo tipo de artista, un artista sustancialmente diferente del antiguo artesano porque era consciente de sus facultades intelectuales y creativas. Pero el locus classicus de este nuevo prototipo es el breve tratado De pictura de León Battista Alberti, escrito en 1436. Cuando el joven estudioso y escritor visitó Florencia en 1434 le

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complació encontrar allí «artes desconocidas y nunca vistas». Brunelleschi, Donatello, Luca della Robbia y Ghiberti estaban en su apogeo, y Masaccio había muerto pocos años antes en la flor de su vida. Inspirado por artistas sensibles y clientes comprensivos, Alberti escribió y difundió su tratado, Para & la pintura, la más noble de las artes, «tiene en si un poder divino». Es «el mejor adorno para las cosas y el más antiguo, digna de los hombres libres, grata para los entendidos y para los que no lo son». Opina que «un gran aprecio por la pintura es el mejor indicio de una mente cabal», y aconseja que «la primera gran preocupación del que busque lograr eminencia en la pintura sea la de adquirir la fama y renombre de los clásicos», meta alcanzable únicamente si se dedica todo el tiempo y pensamiento al estudio. Aparte de aprender las técnicas necesarias, el «artista moderno» deberte dominar la geometría, la óptica y la perspectiva y saber las reglas de composición; tiene que ser versado en el mecanismo del cuerpo humano porque «los vuelos del alma» se reflejan en «los movimientos del cuerpo». Pero el atributo más noble, la inventio, sólo se adquirirá «familiarizándose con poetas, retóricos y otros igualmente entendidos en las letras». Alberti también señala que los buenos modales y elegante porte hacen más a la hora de conseguir clientela y dinero contante que la mera destreza técnica y la diligencia. Queda claro que ya no bastaba ser un artesano excelente. El nuevo artista tenía que ser un «uomo buono et docto in buone lettere» un hombre de buen carácter y grandes conocimientos. El artista renacentista había entrado en el escenario europeo. Había llegado la hora de admitir a la pintura, la escultura y la arquitectura en el circulo de las artes liberales. Para alzar las artes visuales del nivel de lo mecánico al de las artes liberales había que proporcionarles una sólida base teórica, y el primero y más importante paso en esta dirección lo dio Alberti. Con el acceso de las artes visuales al círculo de las artes liberales, cosa que habían suplicado los artistas de los siglos XV y XVI en palabra y pintura, el artista ascendió de obrero a intelectual”. Ahora su profesión se equiparaba a la poesía y las ciencias teóricas. Para el artista emancipado los viejos gremios artesanales eran una supervivencia anacrónica. El proceso de liberación fue alentado por la mala interpretación del lugar que habían ocupado los artistas en la Antigüedad. Alberti adujo el elevado rango social de los pintores antiguos para dar prestigio a sus sucesores modernos; hacia finales del siglo XV, Filarete afirmó que la pintura, que en su tiempo aún se consideraba un oficio vil, era practicada incluso por los emperadores romanos, y Giovanni Sanzio, padre de Rafael, no era el primero en sostener que los griegos no permitían practicar la pintura a los esclavos. Miguel Ángel también vivió en el error, si no se equivoca su biógrafo Condivi, pensando que los clásicos no admitían a los plebeyos al ejercicio del arte.

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En su De pictura Alberti expuso su prototipo del artista bien asentado y social-mente integrado, aceptado en los círculos académicos de todos los tiempos. Pero la liberación del lazo protector del gremio también condujo a la aparición de un tipo de artista diferente —que se negaba a aceptar las convenciones sociales, que pertenecía, en opinión del público, a una clase propia y que con el tiempo se convirtió en lo que actualmente se denomina «bohemio». Estos dos tipos de artista, el conformista y el inconformista, reclamarán nuestra atención en los capítulos siguientes.

Cuadro homenaje al maestro Petrarca

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Condiciones sociales

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ara relatar la historia del ascenso del artista debemos comenzar por la Edad Media. Ya han sido analizadas la baja condición social del artista medieval, así como su estrechamente limitada situación jurídica, pero puede resultar útil insistir brevemente sobre algunos hechos esenciales. Al igual que los miembros de todos los demás oficios, los pintores y escultores estaban organizados en gremios, los cuales, generalmente se ocupaban del «hombre en su totalidad», imponiendo la observancia religiosa a sus miembros, controlando la educación de los aprendices y las enseñanzas de los maestros, supervisando contratos, etc. El reglamento del Gremio de Pintores de Siena, formulado en 1355, regulaba la relación del maestro con su aprendiz de un modo conveniente para un tipo de organización artesanal como la de la Edad Media. En un estudio reciente se ha vuelto a poner de manifiesto que los requerimientos legales de una «obra maestra», la obra de arte ejecutada por el aprendiz para demostrar su competencia, estaban imbuidos de un espíritu medieval que incluso se seguía aplicando al artista. Y en una ciudad retrasada artística y culturalmente como Genova, los artistas que allí residían a comienzos del siglo xvi aún exigían que se prohibiera la inmigración de maestros extranjeros para evitar la competencia. Pero tampoco fue algo impuesto desde fuera a los artistas el hecho de que tanto estos como otros artesanos se situaran en el mismo nivel; ellos mismos aceptaron gustosamente esta posición. Edgar Zilsel, en su interesante obra sobre el concepto de genio, llama nuestra atención sobre las diferencias de mentalidad existentes entre poetas y pintores de las primeras fases del Renacimiento. Los escritores se consideraban a sí mismos como los depositarios de la fama, y eran conscientes de que la búsqueda de la misma era también su propia motivación. Boccaccio convirtió en poetas a los antiguos sacerdotes que aseguraban la inmortalidad a la clase a la que servían; para estos antiguos escritores, poetas y teólogos eran quasi una cosa (una misma cosa). (Véase su Vita de Dante). Y Petrarca admite, aunque con ciertos remordimientos de conciencia, que sólo por buscar la fama comenzó a escribir su epopeya África, así como sus composiciones históricas. La coronación en Roma de Petrarca, como el poetas laureatus es una dramatización —en estilo clasicista— de los deseos de fama como motivación del hombre literario.

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Teorías del arte

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os pintores tuvieron una evolución más lenta. Cennini, que escribió una generación o dos más tarde que Petrarca y Boccaccio, piensa que los jóvenes que ingresan en la profesión de pintor no deben sentirse motivados por «la pobreza o las necesidades cotidianas»; ni siquiera menciona la fama; lo que les debe impulsar es «un sentido de entusiasmo y exaltación». Esto puede sonar familiar, incluso moderno, al lector actual acostumbrado a pensar que la experiencia individual del artista y su entusiasmo son los que le hacen trabajar. Sin embargo, es probable que Zilsel esté en lo cierto al presumir que lo que aquí leemos en Cennini sea la expresión del hábito medieval de pensamiento, según la cual el individuo debía aceptar humildemente el ideal del taller. Cómo, si no, nos preguntaríamos ¿puede prevalecer el mismo «sentido de entusiasmo y exaltación» si el pintor está dedicado a embellecer joyeros, dorar estandartes, pintar escudos, y componer colores para el provecho de damas entregadas a la cosmética? Hay que recordar que Cennini aceptaba todas estas actividades, sin reserva, como propias del trabajo del pintor. Los intentos de cambiar radicalmente la posición social y legal del artista prevalecieron durante todo el siglo XV, y su eco se deja sentir, con frecuencia, en épocas posteriores. La razón fundamental esgrimida para el ascenso del rango del artista es que las artes visuales no pertenecen a los oficios llamados artes mechanicae, sino que constituyen parte integrante de las artes liberales, esto es, las ciencias dignas de la ocupación de un caballero. ¿Acaso el pintor no necesita un conocimiento profundo de geometría para realizar correctamente la representación de la perspectiva? ¿No demuestran —tanto pintores como escultores— sus conocimientos de anatomía? ¿Y no precisan todos ellos de una familiaridad con la literatura y la historia clásica para ser capaces de entender adecuadamente los temas heroicos y sublimes? En otras palabras: los artistas reivindicaban una posición superior, no en razón de ciertos valores específicamente artísticos (hoy hablaríamos de creatividad, experiencia psicológica, etc.), sino porque el arte es ciencia. El artista exigía el birrete del doctor, y por ello también reclamaba la posición social del mismo. Desde mi punto de vista, sería una simplificación excesiva suponer, como hacen algunos sociólogos, que los artistas del siglo XV basaban su obra en la ciencia para alcanzar para sí la posición social reservada a los científicos. No podemos analizar aquí las razones últimas por las que el arte se volvió hacia la ciencia (lo que sería probablemente tarea de un filósofo), pero podemos decir que, desde el momento en que el arte se fundamentó en la perspectiva, la correcta representación anatómica, y similares, se alcanzó la base para reclamar una nueva posición para el artista.

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En su lucha por el reconocimiento, los artistas y sus defensores se apoyaron, a menudo, en la Antigüedad. Se creía que la venerada Antigüedad podía proporcionar un modelo de alta consideración en el que las artes visuales podrían apoyarse. Alberti, en la segunda parte de De la Pintura, dedicó un extenso pasaje a la respetable edad de las artes visuales y a la alta estima de que disfrutaron en el mundo clásico. El viejo y legendario sabio Trimegisto, leemos, «cree que la escultura y la pintura nacieron al mismo tiempo que la religión>>. Veinte años después de Alberti, el arquitecto Filarete, en su curioso Ensayo sobre Arquitectura (Florencia, 1464), habla de los emperadores romanos, que no se avergonzaban de pintar, mientras que «hoy se considera una vergüenza». A finales del siglo XV, Giovanni Santi, el padre de Rafael, recuerda su «siglo mezquino», que despreciaba la pintura, mientras que en la Antigüedad estaba prohibido instruir a los esclavos en el arte. El mismo Miguel Ángel, según Condivi, criado y secretario suyo, gustaba de admitir en el estudio del arte «sólo a hombres nobles, no a plebeyos», porque ésta «era la costumbre de los antiguos». La Antigüedad proyectada por todos estos artistas y escritores era totalmente utópica; era más el ensueño de un humanista que la Antigüedad histórica. En el primer capítulo de este libro vimos en cuan baja estima se consideraba, en realidad, al artista en la sociedad griega y en la romana. Pero en el siglo xv, la imagen utópica evocada por los humanistas desempeñó un importante papel en el continuo debate sobre la posición social del artista. ¿Pero qué ocurrió realmente? En algunos casos, particularmente en Florencia, se puede seguir el proceso con cierto detalle. En 1378, a los pintores de Florencia se les había concedido el privilegio de formar un ramo independiente dentro del Gremio de Médicos y Farmacéuticos, al que pertenecían. Este privilegio fue otorgado porque su trabajo era «importante para el estado». Giotto, pintor, fue nombrado supervisor de todo el trabajo artístico en relación con la Catedral de Florencia. Sin embargo, tales logros, notables en sí, no permitieron liberar a los artistas de los lazos del sistema gremial medieval (como, por ejemplo, era el caso de los poetas). Por ello, era inevitable un conflicto abierto entre las aspiraciones de los artistas y los modelos organizativos del sistema artesanal medieval. Quizá el mejor ejemplo conocido de dicho conflicto sea el rechazo de Brunelleschi a pagar sus cuotas al Arte de Maestri di Pietra e Legnami, el gremio al que pertenecían todos los trabajadores de la construcción. A requerimiento del gremio, fue debidamente encarcelado el 20 de agosto de 1434, y no fue liberado hasta once días después tras la intervención de las autoridades catedralicias; en aquel momento estaba realizando su singular trabajo para la cúpula de la Catedral de Florencia. Sin embargo, la clara demostración de independencia personal y protesta contra las trabas

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sociales heredadas, que llevó a cabo Brunelleschi, no cambió de la noche a la mañana la situación del artista. Si bien ya se había dejado sentir generaciones antes, no fue hasta 1571 cuando, en Florencia, la exigencia del gremio de controlar la obra y conducta de los artistas cesó oficialmente. Una de las expresiones más explícitas del lento cambio de la posición del artista en la sociedad son las biografías y, posteriormente, las autobiografías, tanto de pintores como escultores. Hemos visto que Boccaccio dedicó uno de sus relatos del Decamerón a un pintor, Giotto, describiendo en él su conducta e incluso su apariencia física. Hacia 1400, el prestigio de los pintores había crecido lo suficiente como para hacer que algunos de ellos figuraran en la lista de ciudadanos de los que una ciudad podría sentirse orgullosa. Filippo Villani, uno de los primeros cronistas de Florencia, nombra a algunos pintores entre los distinguidos florentinos a los que se ha homenajeado con el relato de sus vidas. A mediados del siglo xv, un humanista residente en Nápoles, Bartolomeo Fazio, compuso una colección de biografías de hombres famosos (De viris illustribus, 1457), y junto a las de príncipes y héroes militares, también contó las historias de algunos pintores. A Bartolomeo Fazio debemos la primera biografía de Jan van Eyck, «el mejor pintor de nuestro tiempo» . Pero, a pesar de estos avances graduales en la posición social y legal del artista, las opiniones que el pueblo llano mantenía cambiaron sólo muy lentamente. Si hemos de dar crédito a lo que cuenta Vasari, casi a finales del siglo XV, el padre de Miguel Ángel aún hacía objeciones a la profesión que su hijo había elegido, porque él no podía distinguir a un scultore de un scarpellino, un escultor de un cantero. En otro lugar, Vasari habla de un pintor del siglo XV que, «como los mejores artistas de su tiempo, también pintó cofres, mientras que hoy, todo el mundo se avergonzaría de ello». Vasari, por el hecho de escribir a mediados del siglo XVI, pudo gozar de una visión retrospectiva sobre la dinámica evolución de la posición del artista en la sociedad. Otra expresión de los cambios que tuvieron lugar, especialmente en lo que se refiere a la creciente autoestima de los pintores, se manifiesta en sus autobiografías. A pesar de su escasez en número, constituyen unos testimonios significativos. La primera se encuentra probablemente en los Comentarii de Ghiberti. En el libro segundo de los Comentarii, sin duda, el más importante de los tres que componen la obra, Ghiberti trata de ofrecer una historia de sus antecesores artísticos, como preparación al lector para la enumeración concluyente de sus propias obras. Aun siendo la autobiografía de un escultor, la primera en su género y clara-

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mente un orgulloso anuncio de independencia individual, todavía percibimos en el texto de Ghiberti el eco de los ideales del taller. «Yo, oh! supremo lector», declara Ghiberti, «no tuve que obedecer [el deseo del] al dinero, sino que me entregué al estudio del arte, que desde mi infancia he perseguido con gran entusiasmo y devoción». ¿Era el retrato un medio de manifestar y reforzar la nueva posición del artista? Casi huelga decir que la retratística, como género pictórico, surgió de condiciones mucho más amplias en alcance que las meras aspiraciones y luchas del artista por alcanzar una posición. Pero merece la pena tomar en consideración la teoría de Zilsel según la cual con la aparición del arte del retrato, el pintor y el escultor llevaron a cabo una tarea sorprendentemente similar a la realizada por los poetas El poeta confería fama e inmortalidad al héroe y gobernante al que enaltecía, y ahora, de manera parecida, el pintor ensalzaba y preservaba «para la eternidad» la imagen del héroe y del gobernante. Así como el poeta alcanzó su prestigio a partir de esta función, ¿no pudo también el pintor lograr la suya a partir de la retratística? Leonardo cuenta entre las virtudes y valores de la pintura, el hecho de que el pintor salvaguarda para la posteridad las imágenes de hombres famosos. En el siglo XVI, Pietro Aretino aconseja a los artistas que retraten sólo a hombres famosos, obviamente con la convicción de que el prestigio de los representados revertirá en el pintor. Francesco Bocchi, en 1571, investigó detalladamente la relación social entre los artistas y el público retratado por ellos: cuanto más encumbrado estaba el individuo, más elevada era la posición del artista.

Análisis geométrico de una obra

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La naturaleza del artista

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o que hasta aquí hemos esbozado acerca del artista renacentista corresponde a su lucha por alcanzar posición social y derechos legales, un reconocimiento de la sociedad. Pero su cambio de posición en la sociedad es solamente una faceta del proceso histórico que estamos tratando de describir; la otra es la imagen del artista, tal y como cristalizó en la cultura de la época, así como la que él percibía de sí mismo. ¿Qué clase de figura era el artista? ¿Qué se pensaba sobre su carácter, sus costumbres y su relación con su obra? En el proceso del que surgió la nueva imagen del artista, se pueden distinguir dos períodos consecutivos. Durante una época relativamente corta, los dos se entrelazaron, y, atendiendo a las obras y opiniones de algunos artistas y autores, la primera fase y la última se fundieron. Sin embargo, cuando se observa desde una distancia adecuada, ambos surgen claramente bajo el dominio de tendencias diferentes y se centran en problemas distintos. La primera etapa cubre la mayor parte del siglo xv. Es la época en la que el artista trata de justificar su reivindicación de que la pintura es una ciencia y que, por ello, él es digno de la posición del doctor y de los honores que esto conlleva. Como hemos visto, los artistas del siglo xv eran, de hecho, activos estudiosos de algunos aspectos de la ciencia y aplicaban los resultados a sus obras. Las habilidades naturales y cualidades del carácter que más se valoraban en aquella época eran un estudio diligente, la deliberación minuciosa, un equilibrio racional de los modelos compositivos y el poder de penetración psicológica. «La perfección del arte», dice Alberti, el portavoz más importante del momento, «se encontrará en la diligencia, aplicación y estudio». Cuando describe el proceso en el que el pintor crea una obra del tipo más elevado y dramático, una istoria, todo está impregnado de un tono de fría moderación. «Cuando nos encontramos en la tesitura de pintar una historia», leemos hacia el final de De la Pintura, el artista debe realizar esmerados dibujos y después, debe llamar a sus amigos y pedirles consejo acerca de la composición. Alberti insiste en la necesidad de deliberación y cuidada preparación. «Nos preocuparemos de que todo esté tan bien elaborado de antemano, que no habrá nada en el cuadro cuya colocación no sepamos perfectamente». En el momento real de aplicar la pintura, el artista combinará «la necesaria diligencia con la rapidez», pero Alberti aconseja al pintor que evite una situación en la que «la impaciencia de acabar nos haga realizar el trabajo precipitadamente». En este proceso de lenta y deliberada configuración de la obra no cabe lo que generaciones posteriores han entendido por inspiración. Inspiración, éxtasis, deseo imperativo de autoexpresión: estas cualidades psicológicas no forman parte del proceso de «construcción» de una pintura, como cuando se levanta un edificio. Nada de la manía de Platón sobrevive aquí; el pintor es un «productor» racional.

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También se valoran otras cualidades, fundamentalmente de naturaleza social, y se estimula a los artistas a promoverlas. En primer lugar, se intenta que pintores y escultores demuestren que son caballeros. Así, Alberti requiere que el pintor esté «tan preparado como sea posible en las artes liberales». Pero también exige que el artista «sea un buen hombre». Las formas parecen haber sido más importantes que el carácter. Por ello, citando de nuevo a Alberti, el artista «debe adquirir buenos hábitos, principalmente la humanidad y la afabilidad. En otras palabras, el comportamiento personal del artista debe ajustarse a las normas de la clase en la que quiere ser aceptado. Hay una ausencia completa del «comportamiento artístico» específico, ese tópico que ha alcanzado tanta popularidad en nuestros días. En algún momento, alrededor de 1500, la imagen del artista comenzó a cambiar gradualmente. Evidentemente no se pueden dar fechas concretas de este proceso, pero cuando leemos la literatura del siglo xvi, especialmente la de Italia, no podemos dejar de apreciar una disminución de la importancia concedida a la competencia y los logros científicos del artista; se subrayan otras cualidades que, hoy en día, encuadraríamos bajo el epígrafe general de «creatividad». También son menores las referencias a las buenas maneras y a la elegancia social del artista; en su lugar, va surgiendo lentamente el perfil de una figura, en cierto modo, excéntrica, caracterizada principalmente por su naturaleza y temperamento, algo que se ha convertido, en los tiempos modernos, en un rasgo típico del artista. Junto a este cambio gradual de opinión, proliferan las biografías de pintores y escultores, que alcanzan su cima en la famosa obra de Vasari. También se hacen más frecuentes las autobiografías de los artistas: a finales del siglo XVI se escribió la deliciosa autobiografía de Benvenuto Cellini, un clásico en su género. Los relatos biográficos de pintores y escultores parecen estar ahora más cerca de las biografías de los poetas; el énfasis puesto en las prácticas del taller y la realidad rutinaria se redujo drásticamente, y las biografías se convirtieron en retratos de personalidades. Quizá la expresión más sorprendente del nuevo concepto sea la reiterada afirmación de la idea de que hay que nacer artista para poder ser ilustre, ya que la formación por sí sola, aun siendo la más exquisita, no será suficiente. A medida que avanza el siglo y el ambiente cambia, cada vez se oye hablar menos de la formación artística en general. Leonardo, que luchó más que nadie por consolidar la imagen del artista como científico, había señalado ya que la pintura «no se puede enseñar a los que no están dotados por naturaleza». Más aún, en una breve declaración que casi contradice lo que había dicho anteriormente, Leonardo afirma que la pintura es más sublime que las ciencias porque las obras de arte son inimitables. Al enseñar matemáticas, Leonardo asevera con cierto optimismo, «el discípulo asimila todo lo que el

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maestro lee para él», pero la pintura «no puede enseñarse a los que no están naturalmente capacitados para ella». En la literatura del arte veneciana del siglo xvi el crítico Pietro Aretino, que llevó a cabo un irascible ataque contra los humanistas que abrumaban la literatura y el arte con su erudición y sus doctas sentencias, se convirtió en un apasionado defensor del genio artístico innato. «El arte», dice, «es el don de la generosa naturaleza, y se nos concede en la cuna». Otro autor veneciano, Ludovico Dolce —quien dedicó a Pietro Aretino una traducción rimada del Ars poética de Horacio— compuso en 1557 un tratado de pintura al que llamó Aretino. En su tratado abogaba fuertemente por la misma idea. «El pintor nace», dice, y cita como autoridad a Ariosto: Escasean los poetas, e igual sucede con los pintores que verdaderamente merecen este nombre. De Tiziano dice más tarde, en la misma obra, que la naturaleza misma le hizo pintor. Impulsado por ella, no pudo seguir «esa árida y forzada línea» de su maestro. Aquí se sugiere un motivo que apenas hubiera sido concebible un siglo antes: la individualidad de un artista choca con los procedimientos técnicos aceptados en los talleres. La idea del artista nato continúa ocupando un lugar esencial en el pensamiento estético. En 1590 Giovanni Paolo Lomazzo, en una obra de la que nos ocuparemos después, dijo que aquellos que no han nacido pintores nunca podrán alcanzar la brillantez en este arte, esto es, «si no están bendecidos con los dones creativos y los conceptos artísticos ya desde la cuna». Al leer estas afirmaciones, que podrían completarse con muchas más, cabe preguntarse qué es lo que pensaban los artistas y autores del siglo XV. Sin duda, en la época de Alberti y de Piero della Francesca, no se creía que cualquiera que hubiera recibido una formación adecuada podría ser capaz de crear las grandes obras de arte de las que aquella época se sentía tan orgullosa. Sin embargo, cuando se habla de arte, no se hace mención alguna de los dones innatos del artista. Entre el siglo XV y el xvi cambian radicalmente la imagen del artista y sus necesidades. Pintores y escultores, escritores y lectores del siglo XVI, atraídos por la nueva imagen del artista, centraron rápidamente su atención en dos cuestiones: ¿Cuál es la naturaleza del artista? ¿Cuál es la fuente de su fuerza creativa? La teoría artística del siglo XV, tan completamente centrada en problemas diferentes, no podía proporcionar a las nuevas generaciones el marco conceptual de referencia para la exploración de estos campos desconocidos; la guía tenía que buscarse en otras tradiciones de pensamiento.

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Una de las principales aproximaciones a la investigación sobre la naturaleza del artista, y la primera explicación sobre su personalidad, fue la teoría del temperamento melancólico. El concepto de «melancolía», como sabemos por algunas excelentes investigaciones, se remonta a la ciencia y la medicina griegas. Los griegos clasificaron la infinita variedad de caracteres humanos en cuatro clases o tipos principales, a los que llamaron temperamentos. Los cuatro temperamentos —sanguíneo, colérico, flemático y melancólico— se explican por la mezcla de los cuatro humores o sustancias fluidas existentes en el cuerpo. Basándose en una filosofía que concebía al hombre como una criatura psicofísica, creían que el predominio de uno de los fluidos daba lugar a un tipo de carácter. El melancólico es una persona en la que predomina la bilis negra, en el colérico, la amarilla; en el sanguíneo domina la sangre, y en el flemático, la flema. En un momento temprano de la historia, los temperamentos estaban asociados también a ciertas habilidades y dones, de tal manera que la teoría de los temperamentos se convirtió también en una patología profesional. En la antigua Grecia, la melancolía poseía una naturaleza ambigua; si la bilis negra, cuyo predominio produce melancolía, no se mitigaba adecuadamente, el melancólico padecería diferentes formas de demencia, pero si dicho fluido se moderaba convenientemente, se crearía una predisposición a la genialidad. Leon Batista Alberti

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Aristóteles parece haber sido el primero en postular una conexión entre el humor melancólico y el talento excepcional para las artes y las ciencias. Su famoso Problemata (XXX. 1) comienza con la pregunta: «¿A qué se debe que todos los que han llegado a destacar en filosofía o política o poesía o en las artes son claramente melancólicos, algunos de ellos, hasta el extremo de estar afectados por la enfermedad que causa la bilis negra?» Después sigue analizando la relación entre melancolía y genio. El concepto aristotélico nunca llegó a olvidarse completamente, pero fue enormemente reprimido durante la Edad Media. En la Florencia del siglo XV revivió y se convirtió en un importante tema intelectual. Marsilio Ficino, el fundador de la Academia Platónica florentina, insistió en estos «dones divinos» del melancólico,

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Busto de Benven


nuto Cellini

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si bien no olvidó nunca los peligros; combinó las dotes intelectuales y artísticas del melancólico con el concepto platónico de la manía divina. Para muchos pensadores renacentistas la conclusión parecía ineludible: sólo los melancólicos podían experimentar el entusiasmo creativo del que hablaba Platón. Durante la Edad Media se creía en la existencia de una estrecha y fundamental conexión entre los temperamentos y los planetas. Esta teoría, quizá formulada originalmente por un escritor árabe en el siglo IX, Abu-Masar, presumía que el temperamento sanguíneo pertenecía a Júpiter; el colérico, a Marte, y el flemático, a Venus. El melancólico nacía bajo el signo de Saturno, y a Saturno se atribuían todas las ambivalencias del temperamento melancólico; Saturno es la siniestra y triste figura de las estrellas mitologizadas. Ficino afirmaba que todos los hombres geniales, necesariamente melancólicos, son hijos de Saturno. En la obra en la que formulaba esta teoría, De vita tripliá, escrita entre 1482 y 1489, analizaba solamente los temperamentos y logros de los eruditos y poetas, pero incluso sin proponérselo, proporcionó un modelo conceptual para la investigación del carácter de los pintores, así como de los escultores. Poco después de 1500, cuando una auténtica corriente de admiración por la melancolía y los melancólicos barría los centros de la Europa culta, estaba realmente en boga distinguir a los pintores y escultores, así como a los poetas y filósofos, como «melancólicos» o nacidos bajo el signo de Saturno. Llegó a ser una práctica generalizada descubrir en los artistas aquellas inclinaciones y cualidades del carácter y comportamiento que, normalmente, se asociaban a la melancolía: sensibilidad, tristeza, aislamiento y excentricidad. Melanchthon, el erudito teólogo de la Reforma luterana, definió a Alberto Durero como un melancholicus. El cultivado embajador de Ferrara en Roma describió a Rafael (aún en vida del artista) como «propenso a la melancolía como todos los hombres con el mismo genio excepcional». Paolo Pino, pintor veneciano del siglo XVI, autor de un tratado de teoría del arte, contribuye a la moda general de la melancolía (si puedo llamarla así) dando a los artistas un bienintencionado consejo sobre cómo superar los estados depresivos ligados ineludiblemente al temperamento de la gente excepcional. El hecho de que Luis Vives, erudito del siglo xv y precursor español de la moderna psicología, dude de si se puede llegar a conocer realmente un problema psíquico («No hay nada más recóndito, obscuro y desconocido para todos que la mente humana», dijo con palabras que son tan válidas hoy como hace cuatro siglos), no indica, evidentemente, una disminución del peso

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de la creencia en las cualidades del temperamento saturniano; Vives nunca cuestionó esto específicamente. En la gran obra de Vasari, la melancolía natural del artista es, obviamente, un lugar común. Incluso los artistas que hoy en día han sido casi olvidados están calificados de melancólicos. La gigantesca figura del melancólico que proyecta su sombra en el pensamiento estético de todo el siglo XVI es, por supuesto, Miguel Ángel, al que volveremos enseguida. A finales del siglo XVI, Romano Alberti, que más tarde se convirtió en el primer secretario de la Academia di San Luca en Roma, la primera auténtica academia de arte, trató incluso de encontrar una razón psicológica moderna a la melancolía artística: puesto que los pintores y escultores deben «retener visiones fijadas en su mente», forzosamente acaban «alejados de la realidad» (hoy utilizaríamos probablemente el término de «introvertidos»); su aislamiento del mundo les vuelve melancólicos, si bien entre los melancólicos se incluye, nos asegura Romano Alberti, a «casi todas las personas capacitadas y con talento». Por tanto, podemos afirmar que los artistas pertenecen a una determinada psicología temperamental. Pero el tipo saturniano abarca un grupo mucho más amplio que el de los pintores y escultores; como sabemos, también se consideraba melancólicos a filósofos, poetas y otros hombres geniales. Por otra parte, los eruditos renacentistas no pensaban que el temperamento melancólico actuara mecánicamente. Únicamente admitían que el hecho de pertenecer al temperamento saturniano creaba una inclinación hacia el arte (o hacia otras ocupaciones que precisaran de una cierta brillantez). Decir de alguien que es melancólico sólo puede significar que posee la predisposición a ser artista (o poeta, o filósofo), no que ya lo sea. ¿Qué es, entonces, lo que hace que alguien esté inclinado o predispuesto a ser un artista?

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El don de la creatividad

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l Renacimiento no poseía un término para designar la creatividad, pero era en ello en lo que pensaban los autores de la época cuando intentaban responder a la cuestión que nos ocupa. Por expresarlo de una forma simple: lo que convierte al melancólico en pintor es una capacidad de producir una obra de arte hasta entonces inexistente. Durante los siglos XV y XVI, incluso a los pensadores y artistas más avanzados les horrorizaba decir que algo realizado por el hombre había sido «creado». El poderoso impacto de las creencias medievales según las cuales «una criatura no puede crear» (utilizando palabras de san Agustín) no pudo ser superado fácilmente. En el segundo capítulo de este libro vimos que santo Tomás de Aquino hizo especial hincapié en que lo que un artista produce no es más que una «cuasi-creación»; lo que para nosotros es una creación no es, en realidad, más que un cambio en la forma efímera que adquiere un fragmento material al ser modelado. La idea heredada de que sólo Dios puede crear se mantuvo muy vigente durante el primer Renacimiento. Como ha demostrado Panofsky incluso Leonardo —que se mantuvo tan independiente, como le fue posible en su tiempo, de los conceptos teológicos medievales— rechazó el término creare al hablar del artista, a pesar de que denominara al pintor «maestro y dios» de un mundo de imágenes afables o terroríficas modeladas en su obra. Pero, como ya hemos dicho anteriormente, este rechazo del término no debe confundirnos; tanto en el Alto Renacimiento como en el tardío, la gente tenía un concepto bastante claro de la idea de creación artística. Fue éste un concepto que no comenzó a hacer su aparición hasta aproximadamente el año 1500. El siglo XV estaba familiarizado con la noción de invenzione (invención) que, para los oídos modernos puede tener una resonancia similar a «creación». Pero lo que quería expresar entonces con invenzione era muy diferente de lo que hoy se expresa mediante «creación». La invenzione no equivalía a la invención de algo que no existiera anteriormente, una creado ex nihilo, recordando la definición medieval de «auténtica» creación. Los autores del siglo XV entendían por invenzione fundamentalmente la materia temática de una obra de arte, la cual debía encontrarse, o más bien, ser seleccionada en el legado del corpus de la literatura y los temas históricos. La invenzione puede también significar —dando al concepto la máxima amplitud posible— la novedad e inventiva en los detalles, o incluso de la totalidad de figuras alegóricas, que según lo aceptado en la época, haría más inteligible el significado del tema 40. Pero esto, evidentemente, no es idéntico al significado medieval o moderno de «creación», a saber, el de originar la obra, darle el ser partiendo de la nada. Leone Battista Alberti introdujo la noción de invenzione en la teoría del arte, pero conviene recordar que no habla de ella en relación al arte en general, sino sólo referida a un tipo particular de pintura, la istoria, esto es, la representación de un tema heroico y sublime. «La invención es algo», dice,

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«que incluso por sí sola y sin representación pictórica puede producir placer». ¿Qué otra cosa podría ilustrar mejor la diferencia entre la invenzione de Alberti y el concepto moderno de creación que su confusión de la obra de arte con el tema? Obviamente, nadie ha podido contemplar el ilustrativo ejemplo que Alberti señala, la legendaria pintura La Calumnia, de Apeles (que representaba la condena y castigo de una víctima inocente, reivindicada demasiado tarde por el Arrepentimiento y la Verdad). Alberti la conocía a través de la descripción literaria de Luciano, traducida del griego poco antes de que escribiera De la Pintura. Lo que Alberti parece haber considerado como la principal «invención» eran las figuras alegóricas del cuadro, en especial, quizá, la figura de «una joven, avergonzada y tímida, llamada Verdad». Si éste es el significado de la «invención», no es de sorprender que en este mismo contexto Alberti aconseje al pintor que «se asocie con poetas y oradores». Dos generaciones después de Alberti, la perspectiva cambió. Para ponernos al corriente de las nuevas ideas, comenzaremos con Durero. El gran pintor y dibujante alemán fue un ferviente misionero del evangelio (italiano) según el cual la pintura era una ciencia y un cuadro debía ser «correcto». Como hemos visto, él mismo hizo novedosas contribuciones en cuanto a medidas y construcciones anatómicas, así como sobre el empleo práctico del sistema de perspectiva; más aún, rechazó explícitamente cualquier «medida inventada» (o proporción) (erdichtete Mass). No obstante, el propio Durero era consciente de un «maravilloso don» del pintor, completamente inmensurable, capaz de «producir algo en su corazón» que nunca

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hubiera sido visto por nadie, y en lo que nadie antes hubiera pensado. Le parecía «extraño» que «un hombre pudiera hacer un bosquejo de algo con su pluma en media hoja de papel, o tallarlo en un diminuto trozo de madera con su pequeño cincel y transformarlo en algo mejor y más artístico que la gran obra en la que otro haya estado trabajando durante un año entero». La calidad artística es, así, independiente del tamaño y del tiempo empleado en preparar una obra de arte. También la materia temática parece haber llegado a ser menos decisiva de lo que se solía pensar. Verdaderamente «extraño» o «inusual» debió de parecer a los artistas y escritores que, tras todo un siglo de adoctrinamiento en la creencia de que únicamente existe una forma «verdadera» de representación y de que el valor de una obra de arte viene determinado por su «corrección» y belleza —ambas igualmente mensurables— llegaran a la misma conclusión alcanzada por Durero en el primer cuarto del siglo xvi: «Pues hay un gran arte que muestra su auténtico poder en las cosas toscas y rústicas ... y este don es maravilloso. Porque a menudo Dios otorga a un hombre el poder intelectual [Verstand] de hacer algo bueno, cuyo parangón no se encuentra en su tiempo; y quizá no haya existido nada igual en mucho tiempo antes de él ni tampoco vendrá enseguida después de él». La naturaleza creativa del artista se pone de manifiesto al compararlo con el creador principal, Dios. Desde principios o mediados del siglo xvi, pintores y escultores son llamados, cada vez con más frecuencia, divinos. En la Edad Media, el adjetivo divus estuvo, evidentemente, estrictamente reservado a los santos. Sin embargo, la sociedad urbana y secular de la Italia

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renacentista, como Burckhardt ha demostrado claramente, no vaciló en emplear este término santo para los gobernantes o celebridades del momento. El término también entró a formar parte de los elogios de los poetas. Así, Boccaccio afirma que Dante, si no hubiera sido por sus enemigos, habría llegado a ser un «dios en la tierra». Lo que Boccaccio quería decir probablemente era que Dante podría haber sido reconocido y universal-mente venerado; sin embargo, no hace ninguna referencia específica a la capacidad creadora del poeta. El término «divino», que iba perdiendo paulatinamente su connotación puramente religiosa, podía incluso utilizarse como rasgo de la pintura. Alberti inicia su epístola a Brunelleschi, que le sirve de prólogo a su libro De la Pintura, con las palabras (no siempre correctamente traducidas): «Solía maravillarme y, al mismo tiempo, apenarme de que tantas excelentes y divinas artes y ciencias ...» (che tante optime et divine arti e scientie ... en italiano). Avanzado el tratado (en el libro segundo), describe cómo el artista, al ver al público adorar sus obras «se considerará a sí mismo otro dios» {un altro Iddio). ¿Significa esto que el artista se sentirá adorado y reverenciado como un ser supremo, o nos encontramos aquí ante una referencia quizá velada al poder creativo del artista? Sea lo que fuere, durante el siglo xv, la calificación de divino no se atribuía todavía a ningún artista individual, vivo o muerto. Sin embargo, esto fue lo que exactamente ocurrió a comienzos y a mediados del siglo xvi. Incluso en esta época, el sentido preciso del término no siempre fue evidente. Podía expresar un elogio general y exaltado, cierto tipo de exclamación admirativa que, aun basada en la obra del artista, no se restringía forzosamente a ésta. No obstante, las más de las veces, se refería específicamente al poder del artista de producir, o de crear, tal y como diríamos hoy, como resultado, en gran parte, de las ideas expresadas en la literatura aquí considerada. Pietro Aretino, el crítico veneciano de quien ya hemos hecho mención, dirige una carta al «divino Miguel Ángel», asegurándole que es una «persona divina», no, sin embargo, sin referirse específicamente al «lápiz sobrehumano» del artista. En una carta a Tiziano, el mismo Aretino habla del «pincel sobrehumano» del pintor». (Se podría mencionar de pasada que pocos detalles muestran tan claramente la distancia intelectual entre la Edad Media y el siglo XVI como la atribución de una naturaleza «sobrehumana» a un objeto que es generalmente la herramienta común de un artesano, como un pincel o un lápiz.) Paolo Pino, en su Diálogo sobre la Pintura (1548), llama a Tiziano y a Miguel Ángel «dioses mortales». Si fuera posible unirlos, dice Pino, se tendría el «dios de la pintura», que no puede tener aquí más significado que el de creador de la obra perfecta. Algunos años más tarde, Lodovico Dolce publicó su Diálogo de la Pintura, llamado el Aretino (1557), que es, sin duda, el tratado veneciano más

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importante sobre el tema. En el extenso título de este libro, Dolce habla de «la virtud y las obras del divino Tiziano». El punto culminante de esta tendencia literaria de comparar al artista con Dios se alcanzó en la gran obra de Vasari (primera edición, 1550; segunda edición revisada, 1568), al que volveremos en breve. Vasari utiliza ampliamente el adjetivo «divino»; obviamente, ya no vacila en servirse de esta comparación, que un siglo antes habría sonado tan blasfema. Con ella, expresa su admiración general por la naturaleza maravillosa del artista (en sentido amplio) y, más específicamente, denota la capacidad creativa del pintor y del escultor. Así, Leonardo posee un intelecto «divino y maravilloso» que le permite representar un prado «tan natural y con tanto detalle» que ni un ingegno divino lo haría mejor. Rafael es un «dios mortal» a causa de sus muchas capacidades, entre las que se cuenta su graciosa umanità (humanidad). Pero la comparación del artista con Dios también gozaba de un significado más específico que se refería fundamentalmente a la obra de arte. Un cartone de Miguel Ángel es una «cosa más divina que humana», y su Moisés no es humano, sino algo (cosa) divino».

Tiziano Vecelli

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l esfuerzo de los artistas por lograr la corrección material —se podría hablar de una pasión por la verdad objetiva— llegó a su punto culminante a finales del siglo XV. El legado de Leonardo, a través de sus escritos y dibujos, constituye la materialización más completa, y ciertamente única, de este empeño. La universalidad de los intereses de Leonardo es algo comúnmente conocido: si hubo alguna vez un uomo universale, fue Leonardo. No menos sorprendente que la amplitud de sus temas es la unidad de su pensamiento; sin embargo, el carácter específico que se pone de manifiesto en todas sus anotaciones, algunas tomadas de sus lecturas, otras en las que formula pensamientos y observaciones innovadoras, puede hacer difícil captar, a primera vista, una doctrina global. A pesar del estado fragmentario de dichas notas, el pensamiento de Leonardo no es una combinación desordenada de diferentes opiniones. Podemos percibir su personalidad intelectual y artística, completamente articulada, como extraída de un único molde. Nada es más característico del pensamiento de Leonardo que su actitud empírica, particularmente el hecho de que hiciera de la visión la fuente y criterio de la verdad científica y de la representación artística. Leonardo creía profunda y apasionadamente en la verdad que Panofsky ha etiquetado como un symbolum fidei de la teoría renacentista del arte: la complementariedad —o incluso la unidad— de la teoría y la práctica. «Aquellos que se enamoran de la teoría prescindiendo de la práctica», dice Leonardo, «son como marineros que gobiernan un barco sin timón ni brújula, que nunca saben con certeza hacia dónde se dirigen». Esto nos recuerda la máxima de Alberti de que «quien no tiene dónde apuntar la flecha, tensa el arco en vano». «La práctica debería estar basada siempre en una teoría bien fundamentada», concluye Leonardo. En ocasiones parece incluso situar la teoría por encima de la práctica. «Primero estudia la ciencia», aconseja al artista, «y después sigue la práctica que nace de dicha ciencia». Las matemáticas, perfecta materialización de la teoría pura, son una base segura de conocimiento. Allí donde las matemáticas no tienen aplicación, la certeza es inalcanzable. Incluso en un manuscrito sobre anatomía, Leonardo advierte al lector: «Que no me lea nadie que no sea matemático». En una ocasión, sugiere incluso que si uno

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Leonardo da Vinci, 1513 Último retrato

entiende las razones (ragioní) de los procesos de la naturaleza, no necesitará la experiencia para conocerlos. Todo esto lo aplica, evidentemente, al trabajo del artista. «El pintor que pinta sólo por la práctica y el uso de sus ojos, pero sin el entendimiento, es como un espejo que imita sin comprender nada de lo que tiene frente a él». Pero la teoría, por muy fundamental que sea, no menosprecia la experiencia. La experiencia es la fuente de todo nuestro conocimiento. «La sabiduría es la hija de la experiencia»: principio guía al que vuelve Leonardo en varias formulaciones. Las ciencias «que no surgen de la experiencia, madre de toda certeza», son «vanas y llenas de errores». La experiencia no es sólo el origen del conocimiento; es también la piedra de toque de la verdad. «Las ciencias verdaderas son aquellas que se perciben a través de los sentidos, por la experiencia, y que silencian las lenguas de los pendencieros». Cualquier prueba que proceda sólo de la mente (como es el silogismo, que estuvo tan de moda como una forma independiente del pensamiento escolástico) es un «discurso dudoso» {parlar dubbioso). Leonardo aconseja a su lector imaginario (o es quizá una advertencia que se hace a sí mismo) «huir de los preceptos de aquellos pensadores cuyos criterios no están confirmados por la experiencia». Pero, ¿qué es exactamente «experiencia»? Según Leonardo, cualquier cosa percibida

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por los sentidos merecería ese nombre, pero era en la visión en lo que pensaba primero y por encima de todo. La experiencia visual es para él, como diríamos actualmente, el paradigma perfecto de la experiencia en general. Contemplar algo significa la adquisición de un conocimiento seguro u obtención de una prueba irrefutable. Tan fuerte era el apego de Leonardo a la observación directa que algunos investigadores modernos creen que temía hacer cualquier generalización de una abstracción que no pudiera estar fundamentada en la evidencia visual. Ernst Cassirer, en un importante libro sobre el pensamiento filosófico del Renacimiento, mantenía incluso que «el ideal científico de Leonardo no tiene como finalidad otra cosa que la observación perfecta, el saper vedere». La visión perfecta no es meramente una recepción serena, aunque pasiva, de los estímulos visuales del mundo exterior; es la captación de la forma articulada y definida de todo lo que contemplamos. Observar, así debe entenderse en el pensamiento de Leonardo, es un proceso activo. Cuando elogiaba la visión era en la función articuladora de ésta en la que pensaba. La vista, dice Leonardo, «rige la astronomía, hace la cosmografía, aconseja y corrige todas las artes humanas». No hay que sorprenderse, por tanto, cuando nos dice que las «ciencias de la visión son las más nobles». Algunas veces, Leonardo se deja llevar por su fascinación por el poder de la vista y sustituye la frialdad de su exposición objetiva por Leonardo da Vinci Anatomía del hombro

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Esquemas de inventos

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admiraciones cargadas de emoción. Termina una de sus alabanzas de la visión con la exclamación: «¡Oh, la más excelente de entre todas las cosas creadas por Dios, ¿qué alabanzas puedo encontrar para expresar tu nobleza? ¿Qué gentes, qué lenguas pueden describir tu dominio?». En este punto es interesante desviarnos momentáneamente para analizar lo que la admiración de Leonardo por la visión nos revela acerca de sus orígenes intelectuales y el lugar que ocupa dentro de un medio histórico y cultural concreto. La vida intelectual de Florencia en la época en la que Leonardo creció estaba dominada por el humanismo literario en general, y por el movimiento neoplatónico, en particular. Estos movimientos, como los eruditos han subrayado a menudo, eran indiferentes, cuando no declaradamente hostiles, a la observación directa de la naturaleza material y a la riqueza de los fenómenos ópticos. Ciertamente, Ficino, el representante principal y más influyente del platonismo renacentista, estuvo fascinado con la magia de la luz y el poder del sol, como se pone de manifiesto claramente en su libre paráfrasis del Banquete de Platón. No obstante, esta fascinación por la luz no debe desorientarnos. En última instancia, Ficino creía que el poder mágico de la luz nos permitiría ver «a través» de lo que percibimos directamente, traspasar aquello que nuestros ojos corporales nos revelan. La actitud de Leonardo es totalmente diferente. Considera tan importante la visión, no sólo porque le hace posible ver «a través» de lo que percibe, sino más bien, porque le permite ver «en» ello, si se me permite la expresión. En otras palabras, admira la visión porque le revela la abundancia de formas existentes en

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Leonardo da Vinci, 1481 Adoraci贸n de los Magos

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el mundo real y en los fenómenos ópticos. En la Florencia del siglo XV había algunos centros donde la experiencia visual se tomaba tan seriamente como lo hacía Leonardo, y entre ellos, los más importantes eran los talleres de los artistas. Incluso un breve vistazo a lo que se producía en el taller del Verrocchio, donde Leonardo era aprendiz, proporciona una evidencia convincente de la rectitud y disciplina en la observación de la naturaleza que se practicaban allí. Pero, también en la teoría del arte gozaban de gran estima la observación exacta y el poder de la visión. Alberti había ya definido la vista como el sentido «más sagaz», el que nos permite «inmediatamente decidirnos sobre lo que es correcto o falso en el artificio de la ejecución de las cosas». Probablemente no es una mera casualidad que el emblema personal de Alberti fuera un ojo alado. En la teoría del arte, la visión misma se convirtió en tema de las principales investigaciones. En cuanto a la perspectiva, como pronto veremos, las condiciones y leyes de la visión, indicadoras de parte de su poder de configuración, fueron objeto de un examen pormenorizado. Pero, el sentido de la visión atrajo también la atención de algunos científicos de la época. El matemático y científico más famoso del siglo XV, Luca Pacioli —discípulo de Piero della Francesca y maestro y amigo de Leonardo— afirmaba que «basándome en la autoridad de quienes saben, la vista es la fuente del conocimiento», desafiando con ello, incluso el programa de estudios heredado, el llamado quadrivium, que se componía de aritmética, geometría, astronomía y música. O la música debe ser excluida, como subordinada a los otros tres, decía, «o la perspectiva, esto es, la pintura, debe ser incluida». Luca Pacioli estaba, evidentemente, familiarizado con la interpretación tradicional que entendía la música como un sistema de proporciones abstractas; sin embargo, concebía la música como un arte en el sentido moderno del término: no puede existir sin un cierto tipo de experiencia sensual; la música debe ser escuchada. Pero continúa, «si dices que la música satisface al oído, uno de los sentidos naturales, entonces la perspectiva satisface a la vista, que es más noble, por ser la primera puerta del intelecto». Esta declaración bien pudo haber sido escrita por Leonardo. ¿Sorprende que una actitud semejante tuviera como resultado, con el tiempo, el concepto de una «ciencia de la visión»? Al elogiar el poder de la visión, Leonardo seguía, al mismo tiempo, las tradiciones de los talleres artísticos y una tendencia científica de su época. Tanto esta tendencia como aquellas tradiciones se apartaban de la corriente principal de humanismo literario y de la filosofía platónica. Volviendo a la teoría de Leonardo, debemos resaltar una vez más que no hay que entender el método «visibilista» en sentido limitado y literal. Leonardo no era ese ingenuo realista que, a menudo, se ha querido ver en él. Su capacidad para observar la naturaleza fue mayor

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de lo que cabría esperar de un espectador que se fía ingenua y exclusivamente de sus sentidos. La moderna investigación sobre su legado ha señalado que Leonardo «veía estructuras matemáticas en fenómenos ópticos». Al tratar brevemente sus estudios anatómicos, comprobaremos que, también en ellos, la visión le revelaba, no sólo los particulares inmediatos, sino también las estructuras generales y paralelismos. (Sus investigaciones sobre las ilusiones ópticas demuestran que también era consciente de los engaños de la visión) .Esta, tal y como Leonardo la entendía, consistía en una articulación inherente —aunque no siempre manifiesta— de las formas presentes en la naturaleza. Al desarrollar esta función, la visión revela su profunda afinidad con la pintura. De hecho, Leonardo no trazó una línea divisoria entre una obra de arte y una proposición científica. Lo que, en el fondo, le atraía tan fuertemente, tanto de la visión como de la pintura, era la inmediatez de la articulación y su capacidad de comunicación directa y vigorosa. Lo que la visión conjuga no precisa ser traducido a un lenguaje diferente que, a su vez, requiera interpretación; por el contrario, se sitúa directamente ante nuestros ojos. «La ciencia más útil es aquella cuyos resultados son los que mejor pueden transmitirse», dice Leonardo (núm. 17). Pero ningún otro medio —ya sea prueba intelectual, deducción lógica, o formulación literaria— posee la capacidad directa y la evidencia de la visión y la representación pictórica. Por ello, el científico debe ser capaz de representar gráficamente sus descubrimientos. No basta con tener un conocimiento profundo en un campo, para ser un buen científico; también son requisitos esenciales un adecuado dibujo lineal e incluso un dominio de la perspectiva. Por esta misma razón el artista posee una de las aptitudes para ser científico. «La pintura presenta las obras de la naturaleza ante los sentidos con mayor autenticidad y certeza de lo que hacen las palabras o letras.» Leonardo puede, así, decir: «La pintura hace de su resultado final un bien compartido por todas las generaciones del mundo».

Leonardo da Vinci Estudio de las manos

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La perfecta combinación de teoría y práctica, de ciencia y arte, tan extraordinariamente características de Leonardo, impregna toda su obra, pero en ninguna parte se pone tan de manifiesto como en sus estudios anatómicos. Estos estudios, que prosiguieron durante casi toda su vida, consistían principalmente en la disección de cadáveres, pero también en el análisis pormenorizado de doctrinas antiguas y medievales sobre anatomía. Leonardo mantuvo contacto también con los más avanzados anatomistas de su época, si bien el carácter exacto de dichos encuentros no siempre está claro (particularmente en lo que concierne a su encuentro con Marcantonio della Torre [1481-1511], el más célebre anatomista de su tiempo, relación ésta que ha llegado a ser objeto de especulación y hacia la que se han sentido atraídos numerosos eruditos). Leonardo consideraba tan importantes estos estudios que se califica a sí mismo como un pittore anatomista, acuñando así uno de los términos más reveladores del vocabulario renacentista de pintura. Leonardo, como se sabe, fue un observador enormemente meticuloso de los elementos más insignificantes

Leonardo da Vinci y Berrochio, 1495 Bautismo de Cristo

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de la naturaleza; sus dibujos muestran una riqueza y precisión en el detalle anatómico sin comparación, ni siquiera entre los talleres artísticos más avanzados de la Florencia renacentista, y aún hoy son admirados por la información específica que proporcionan. Leonardo era consciente de su concentración en los detalles. Para obtener un conocimiento exacto y completo de «unas cuantas venas», nos cuenta que fue necesario diseccionar más de diez cadáveres, «destruyendo los diferentes miembros y extrayendo incluso las partículas más pequeñas de carne que rodean dichas venas, sin causar más efusión de sangre que el sangrado imperceptible de las venas capilares. Y como un solo cuerpo no bastaba para tanto rato, se hizo imprescindible proceder por fases con tantos cuerpos como fueron precisos para completar mi conocimiento; y esto lo repetí dos veces más hasta descubrir las diferencias». Sin embargo, la mente de Leonardo, a pesar de su perspicacia, no era atomista. No diseccionó los cuerpos que estudiaba en una prolija e inagotable variedad de detalles. En sus dibujos anatómicos siempre trató de presentar la estructura general del cuerpo lo más claramente posible. V.P. Zubov, erudito ruso que ha escrito un libro muy útil sobre Leonardo como científico, insiste contundentemente en el carácter «sintético» de los dibujos anatómicos del maestro, los cuales no son una relación de observaciones aisladas, «sino la síntesis de los resultados obtenidos a partir de muchas autopsias». Las propias palabras de Leonardo confirman el hallazgo de una tendencia sintética en sus dibujos anatómicos. Muchas de sus notas pertenecen a una selección de aspectos diferentes del mismo objeto o figura. Podemos llegar a un «verdadero conocimiento de la forma de cualquier cuerpo», dice, sólo con observarlo desde distintos ángulos. Al dibujar los miembros de un hombre, declara Leonardo: «me ajustaré a la mencionada regla, realizando cuatro pruebas para los cuatro lados de cada miembro, y para los huesos haré cinco, cortándolos por la mitad y mostrando la parte hueca de cada uno de ellos». El propósito mismo de los dibujos anatómicos explica por qué es imprescindible un carácter sintético; los dibujos tienen la finalidad de sustituir al verdadero cuerpo como objeto de estudio. Si participaras en una lección de anatomía, esto es, en una auténtica disección, le dice al lector, «a pesar del talento que puedas tener, ni verías ni obtendrías conocimiento más que de unas cuantas venas», pero cuando observas el dibujo, se presentan ante ti todos los detalles del cuerpo entero. En sus dibujos anatómicos, Leonardo fue más lejos de lo estrictamente necesario para el trabajo del artista, llegando a convertir los dibujos casi en informes puramente científicos. Algunos ejemplos famosos son (además del de «el hueco» de los huesos, ya mencionado) los dibujos que representan la anatomía del corazón, los cuadros de situs (es decir, la

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anatomía de una mujer encinta), y el del embrión en el interior del útero materno. (Leonardo utilizó incluso obras técnicas artísticas además del dibujo para obtener resultados científicos: dibujó los ventrículos del cerebro mediante el procedimiento llamado de la cera perdida empleado en la fundición del bronce.) En todos estos dibujos, así como en los breves textos que los acompañan, la corrección objetiva alcanza su culminación, oscureciendo todas las demás tendencias. Es comprensible así que a partir de estos dibujos se abra una línea que conduce directamente a Vesalio, cuya obra Fabrica, profusamente ilustrada, apareció en 1543 y está considerada comúnmente como el certificado de nacimiento de la ciencia anatómica moderna. No obstante, la mayoría de los dibujos puramente científicos de Leonardo son reveladores de la mente y la mano de un gran artista; poseen fuertes cualidades expresivas que los convierten en obras de arte, aun en los casos en que sólo pretendían ser informes científicos. Así, la postura contraída (anatómicamente correcta) del feto y las luces y sombras con las que está representado evocan «ese sentimiento secular, expresado por tantos poetas, de que la vida es muerte y la muerte es vida». El lector moderno no puede dejar de preguntarse qué consecuencias tuvo para la pintura este esfuerzo por lograr la corrección objetiva y qué cambios produjo en la teoría del arte. ¿Puede el deseo de precisión en la

Leonardo da Vinci, 1505 Santa Ana, la Virgen, el Niño y San Juanito

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representación de la realidad ser coherente con los fines estéticos?, ¿puede la búsqueda apasionada de la «verdad» permanecer en el marco de una teoría de la pintura sin hacerlo estallar? Al leer las notas de Leonardo, teniendo en cuenta estas cuestiones, sorprende lo poco que le dedica (al menos, de forma explícita) a la belleza en el arte y la escasa atención que prestó a los temas principales del pensamiento estético de su época. Dondequiera que se refiere —siempre de paso— a la belleza, el contexto resulta elocuente. Obviamente, aunque no lo diga explícitamente, para él la belleza no era un componente esencial del arte, como sí lo fue para Alberti. El contexto principal en el que Leonardo habla de la belleza es en su análisis de los contrastes. Se sentía profundamente atraído por ellos e intentaba descubrirlos en la naturaleza y en el arte. Entre otros opuestos, se encuentra también el existente entre la belleza y la fealdad. El poeta y el pintor describen «la belleza y la fealdad del cuerpo». Por lo que concierne al pintor, los dos polos parecen tener casi la misma importancia. La fealdad puede incluso servir a un propósito concreto: hace que lo bello, representado a su lado, parezca aún más radiante de lo que sería si se contemplara aisladamente. En pocos aspectos se hace tan patente la diferencia entre Alberti y Leonardo como en sus criterios sobre la belleza en el arte, y esta diferencia está relacionada con la lucha por la corrección. Como recordaremos, Alberti instaba al artista a que escogiera de la naturaleza las partes bellas y las representara, aisladas o combinadas, en la obra de arte. El principio de selección gozaba, según Alberti, de una validez universal; el artista debía siempre acatarlo, sin tener en cuenta el carácter y el tema específico que pudiera tener su obra. Leonardo, por el contrario, apenas hace hincapié en la selección de la belleza en la naturaleza. Resulta sintomático que el célebre relato del antiguo artista Zeuxis, quien pintó la imagen perfecta de Helena (o Venus) tras seleccionar y copiar las partes más bellas de las cinco doncellas más hermosas de Crotona —relato del que ningún autor renacentista que escribiera sobre arte

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Leonardo da Vinci, 1495 La Última Cena

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o estética privó a sus lectores— no parece haber sido mencionado, en ningún momento, entre la vasta colección de los escritos de Leonardo. De sus anotaciones se deduce que rechazaba el principio de su selección, aunque nunca lo expresara explícitamente. No obstante, aconsejó al pintor que no tratara de mejorar las obras de la naturaleza, pues ello sólo le conduciría a la pérdida de naturalidad y al amaneramiento (núm. 433). Leonardo deseaba claramente que el pintor representara todo lo que existe en la naturaleza, sin omisión ni selección. El artista debía transformarse en un espejo (conocedor) de la realidad en todas sus formas y variedades. Existe otra diferencia, no menos significativa, entre Alberti y Leonardo. Alberti creía conocer cuál era la belleza absoluta, perfecta, a saber, un sistema de proporciones completamente equilibrado. Para él, sólo hay un tipo de belleza perfecta totalmente objetiva y, por ello, independiente de las emociones del espectador (aunque pueda canalizar dichas emociones en determinadas direcciones). El mismo tipo es, evidentemente, válido para todas las figuras. No nos tropezamos con una belleza tan perfecta en la experiencia directa, y de hecho, Alberti era consciente de estar hablando de una «idea de belleza». Sin duda, esta idea no procede sólo de la propia mente («Esa idea de belleza, que hasta la mente más experimentada percibe con dificultad, se oculta al inexperto»). Pero, aunque sea imprescindible la experiencia para captarla, Leonardo da Vinci, 1502 La Gioconda

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seguirá siendo una idea, una imagen de un sistema objetivo de proporciones. Cuando Leonardo habla de belleza, no piensa fundamentalmente en formas objetivas, mensurables, sino más bien en cualidades emocionales, imposibles de medir; habla de la gracia y el encanto que nos atraen. No existe criterio que pueda medir la belleza y no hay medios seguros para distinguirla, como Alberti podía pensar. El pintor que no esté naturalmente dotado de la gracia puede educar su imaginación contemplando rostros bellos. Pero, para saberlos escoger, debe seguir la opinión del público, más que sus propios gustos (o, como podríamos decir, cualquier criterio innato); de seguir sus preferencias personales, acabará por pintar solamente caras similares a la suya propia (núm. 278). Leonardo rechaza además la base misma de la teoría de Alberti; en la naturaleza hay muchos sistemas de proporciones y ninguno de ellos es en sí mismo superior a los otros. En una anotación que puede interpretarse como una crítica casi directa a la teoría de la belleza de Alberti, Leonardo reprende al pintor que estudia las medidas y proporciones del desnudo, pero desprecia la variedad de la naturaleza: «un hombre puede estar bien proporcionado y ser gordo y bajo, o alto y delgado, o corriente» (núm. 97). Cualquier sistema de propor-

Leonardo da Vinci, 1472 Anunciación

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ciones ideales entraría en contradicción con la naturaleza. Existe variedad entre las cualidades de la naturaleza «maravillosas y dignas de elogio»; ninguna de las obras de la naturaleza se parece con exactitud a cualquiera de las otras. «Por ello, tú, imitador de la naturaleza, observa y permanece atento a las grandes variaciones de los contornos.» Finaliza esta nota dirigiéndose al pintor: «Pero si deseas realizar tus figuras basándote en una única medida, has de saber que no se podrán distinguir las unas de las otras, lo cual es algo que nunca se ha visto en la naturaleza» (núm. 291). Se podrían esgrimir muchas razones para explicar las diferencias entre Alberti y Leonardo, los dos padres fundadores y representantes clásicos de la teoría de la pintura en el primer Renacimiento. Alberti mantenía contactos con el platonismo, mientras que Leonardo se mantuvo al margen; las fuentes de Alberti fueron principalmente filosóficas y literarias, mientras que Leonardo se formó en el ámbito del taller. Alberti, que se dedicó, como él mismo decía, «al conocimiento de las cosas, las buenas disciplinas, y las artes secretas» no estuvo primordialmente interesado en las ciencias empíricas y en la tecnología, mientras que Leonardo, que irónicamente se autocalificaba de «persona iletrada» (orno senza lettere), se sintió fascinado por aquello que se podía aprender de la experiencia y de la experimentación técnica. Cualesquiera que fueran las motivaciones de estos dos autores y artistas, sus actitudes marcan un giro patente en el carácter de la teoría del arte. Este cambio de acento coincide con la relevancia e importancia cada vez mayor que se daba a la demanda de una representación correcta. A principios del siglo xv, Alberti, como ya hemos señalado, no era consciente del conflicto potencial entre la representación fidedigna de la naturaleza y la plasmación de la belleza. En las dos generaciones que transcurren entre los años en los que Alberti formuló sus conceptos y en los que Leonardo escribió sus notas, debió de hacerse patente el conflicto entre la representación correcta y la materialización de la belleza. Tanto en los talleres de los artistas como entre los grupos de científicos se evidenció probablemente que si se pretende, por un lado, alcanzar la corrección en la representación, no es posible, simultáneamente, pretender también la belleza perfecta, o en tal caso, será necesario modificar los criterios de la belleza.

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Leonardo da Vinci, 1490 Hombre de Vitruvio

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Leonardo da Vinci Mario Elices Melchor Clara Briones Vedia


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