Con olor a sol

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DIRECCIÓN GENERAL Francisco Magaña Herrera DIRECCIÓN EDITORIAL Bárbara Bruchez CORRECCIÓN Sara Giambruno ASISTENCIA DE OBRA Y EDICIÓN Karla Jazmín Guerrero Pérez Alejandra E. Sepúlveda Pérez DISEÑO GRÁFICO Luis Alberto Islas Cruz SUPERVISIÓN DE DISEÑO GRÁFICO DIGITAL Gilberto Mancilla Martínez

D.R. © Club Promocional del Libro, S.A. de C.V., 2014 Hamburgo 66-701, Col. Juárez, 06600, México D.F. www.cplibro.com Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, así como su tratamiento informático, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de recuperación o por otros medios, ya sean electrónicos, mecánicos, por fotocopia, registro, etc., sin el previo permiso y por escrito de los titulares del copyright. Impreso en México Mayo 2014 ISBN 978-607-9062-19-4


AUTORA

Julieta L贸pez Olalde

ILUSTRACIONES Jacqueline Vel谩zquez



J

osefa era una niña in qu ie ta , y las señoritas González se quebraban la cabeza buscándole quehaceres para entretenerla: — Josefa, baja unos limones del limonero para hacer refresco. — Josefa, ayúdame a revolver la leche para que el dulce no se queme. — Josefa, saca ese gato de la cocina.


Arriba

ahí iba Josefa. y abajo . Siempre sonriente. A pesar de que había quedado huérfana muy chica, era una niña feliz. La cuidaba su hermana mayor, María, y las señoritas González que, aunque la mantenían ocupada, también le daban dulces y uno que otro besito maternal a escondidas. Además estaba Ignacia, su mejor amiga.




N

achita era hija de la lavandera. Tenía la piel morena y unos g r a n d e s j s o s c u r o s que siempre parecían asombrados. Hablaba con su mamá en una lengua que Josefa no conocía. —Son indias, hija —le dijo una de las señoritas González cuando la niña le preguntó qué idioma raro hablaban—. No debes jugar con ella porque tú eres hija de españoles, criolla porque naciste aquí, pero con sangre española en cada una de tus venas.

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J

osefa no entendió muy bien la prohibición y, aunque intentó obedecer, la cu rio si dad fue más grande. Una mañana, Josefa caminaba entre las sábanas recién lavadas. Era uno de sus pasatiempos favoritos y, aunque nadie sabía de dónde había sacado esa extraña costumbre, la dejaban hacerlo pues así se pasaba largos y tranquilos ratos.


e pronto, al pasar bajo una de las telas se encontró de frente con los grandes ojos de Nachita. —Huelen a sol —le dijo Josefa—, por eso me gusta tanto pasear por aquí. Y tomando la mano a su amiga le pidió que cerrara los ojos para sentir la tibia brisa de jabón.




as dos se rieron y desde entonces cada vez que lograban escaparse se reunían ahí para platicar. Josefa le contaba las historias de su padre, el capitán Ortiz , y del largo viaje que sus padres hicieron desde España. Y aunque pronto se le acabaron las historias de familia, Josefa descubrió que Nachita tenía mucho que contar.



L

e habl贸 de sus antepasados, de un guerrero que se convirti贸 en volc谩n junto a su amada, de cuando la ciudad era un gran lago, de unos dioses que lanzaron n o e o al cielo y le dieron a la luna ese brillo blanco que iluminaba las noches del valle.

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e hicieron inseparables cobijadas por el olor a sol. Todas las tardes, escondidas en la huerta, platicaban y cantaban, a veces en español y otras en náhuatl. Comían dulces, a t r a p a b a n c h a p u l i n e s y perseguían a los gatos que husmeaban en la puerta de la cocina. Se reían hasta que les dolía la panza, pero sin hacer mucho ruido para que no las descubrieran.




U

na mañana, la lavandera no se levantó a cumplir con sus quehaceres. Estaba enferma. Ardía de fiebre. Nachita se quedó a su lado, poniéndole paños mojados sobre la frente y cantándole bajito todas las canciones que se sabía. Nada se pudo hacer: murió esa misma noche.


J

osefa se enteró por la mañana cuando se levantó temprano de lo acostumbrado por el revuelo que había en toda la casa. Encontró a Nachita en la puerta de la cocina. Lloraba y abrazaba un bulto hecho con sus pocas pertenencias.

más




e dijo Josefa: —No te preocupes, amiga, yo también me quedé huérfana. Ya verás que las señoritas son buenas. Vamos a estar bien . Entonces, Nachita la miró con sus ojos, como dos lagunas oscuras. —Tú no entiendes nada —le dijo con una voz ronca que no le conocía—. Yo soy india. Y se dio la media vuelta para seguir llorando de frente a la pared.


F

ue entonces cuando entró la mayor de las señoritas… —Josefa —le gritó—, vete de aquí. ¿No ves que esta india está contagiada de quién sabe qué mal? Ahora mismo se va de la casa —dijo mientras jalaba de un brazo a la llorosa Nachita .




J

osefa sintió que la cara se le ponía roja de furia, ella era su amiga y acababa de perder a su mamá, era una niña que sabía muchas cosas y no podían echarla así nada más. De muy adentro de su corazón salió una fuerza increíble, de un salto se puso frente a su amiga e hizo que la señorita la soltara. A gritos le reclamó que la tratara bien.

brillante



unque llegaron las otras señoritas y su propia hermana, Josefa no se calmó. Abrazó a su amiga y dijo que si la echaban a la calle, ella se iría también, viajarían por las ciudades y vivirían de

contar historias y cantar canciones.


N

ada pudo hacer Josefa. Cuando dos sirvientes se la llevaban, miró con sus grandes ojos a su amiga:

itztlazo t l a

—N i m —le dijo. —Yo también te quiero —respondió Josefa—, y te prometo que un día se van a acabar las injusticias.



M

uchos años después, cuando a Josefa ya nadie le llamaba así, sino la Señora Corregidora , seguía manteniendo su promesa. Y cuando sentía que le faltaban fuerzas para seguir luchando, le bastaba oler una sábana recién lavada para que el olor a sol le hiciera recordar que seguir adelante valía la pena.






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