La máscara del viento

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Dirección general Francisco Magaña Herrera Dirección editorial Bárbara Bruchez Corrección Sara Giambruno Asistencia de obra Karla Jazmín Guerrero Pérez y edición Alejandra E. Sepúlveda Pérez Diseño gráfico Luis Alberto Islas Cruz Supervisión de Gilberto Mancilla Martínez diseño gráfico digital

D.R. © Club Promocional del Libro, S.A. de C.V., 2014 Hamburgo 66-701, Col. Juárez, 06600, México D.F. www.cplibro.com Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, así como su tratamiento informático, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de recuperación o por otros medios, ya sean electrónicos, mecánicos, por fotocopia, registro, etc., sin el previo permiso y por escrito de los titulares del copyright. Impreso en México Mayo 2014 ISBN 978-607-9062-20-0


máscara La

viento del

AUTORA

Inés Recamier ILUSTRACIONES

Tonantzin Gómez Rodríguez


ace mucho tiempo, dos niñas jugaban a buscar tesoros en el jardín de la casa del abuelo; un jardín con una gran variedad de árboles y muchos escondrijos. El abuelo tenía 84 años y disfrutaba invitando a sus nietas los fines de semana. Era un hombre solitario y melancólico, su mujer había muerto unos meses antes y no le sobrevivía ningún amigo. Sus nietas, María y Celeste, eran su única compañía; por eso él se esmeraba tanto en organizarles diferentes juegos siempre que

lo

visitaban.




Cuando los abuelos llegaron a vivir a esa casa,se encontraron con un jardín sin vida, completamente abandonado.Pero con el tiempo y mucha dedicación, ese terreno pronto se transformó en un oasis donde los abuelos pasaban tardes enteras, inmortalizando el gran amor que se tenían. Se sentaban en una banca frente al árbol y

platicaban d

uran te horas.

MAGIA

Había algo de en ese árbol. Su follaje estaba cubierto de heno blanco como la cabeza del abuelo se cubría de canas; su tronco era grueso y su corteza, suave y de color rojizo. Fue el primer ahuehuete que sembraron juntos.



Al enfermar la abuela, el viejo nunca dejó de cuidar el jardín. Salía cada tarde a cortar flores para ella y las ponía en una vasija de cristal al lado de su cama, en su mesita de noche.



Cada semana, las niñas visitaban al abuelo. Cuando no llovía jugaban a esconderse y él las buscaba, ¡había tantos lugares donde ocultarse! Después, se sentaban a un lado del ahuehuete y el viejo les contaba historias. Pero lo que más les gustaba a las niñas era que el abuelo escondiera los tesoros que su esposa había dejado antes de morir: una colección de alebrijes traídos de Oaxaca y cántaros de cerámica.


Sin embargo, este día iba a ser diferente. El abuelo pensaba ocultar una de sus mayores riquezas: una máscara que había comprado en uno de los viajes que hizo a Tula cuando era joven y que representaba al dios del viento que los mexicas llamaban Ehécatl, porque con su soplo




El viejo esperaba a la s niñas por la tarde, había tiempo de sobra

para preparar el juego. Finalmente, se decidió por esconder la máscara bajo el ahuehuete; no había necesidad de enterrarla, las niñas la confundirían con una de las tantas rocas que había en el jardín.



María y Celeste llegaron temprano, corrieron a los brazos del abuelo y, antes de que él dijera algo, le preguntaron si podían empezar; estaban ansiosas por desenterrar algún tesoro. —He escondido algo muy valioso, pero tendrán que compartirlo porque no hay más que uno. Cuando lo encuentren lávenlo con agua fría y envuélvanlo en papel periódico para que seque bien. —Danos una pista, abuelo. Dinos, ¿qué

estamos buscando?



El abuelo no respondió, entró sigiloso en la cocina a preparar chocolate caliente. No iba a darles ninguna pista, las dejaría jugando en el jardín hasta que se cansaran y, después, cuando estuvieran rendidas, les platicaría la leyenda del “dios del viento”. El abuelo repasaba la historia cuando escuchó un estallido y dejó caer la taza que sostenía, entonces las luces de la casa se apagaron y se hizo una


El abuelo, preocupado por sus nietas, encendió un candil y salió a buscarlas.

Grande fue su sorpresa

cuando descubrió a las niñas

contemplando con asombro la

figura oculta bajo el ahuehuete.

¡Ah!, veo que

encontraron la máscara. No fue

tan difícil,

¿eh?



窶年o es una mテ。scara, abuelo,

es un dios que tiene una boca de pテ。jaro

o y soplando.

y estテ。 sopland


—Vamos, vamos, no exageremos el juego, déjenme ayudar —el abuelo entregó a Celeste la vela y se inclinó con cuidado para recoger la máscara cuando un golpe de viento le impidió acercarse. Vio cómo las niñas caían sobre el pasto y la llama de la vela se extinguía. Entonces, una fuerte bocanada de aire lo arrojó a él también.



Cuando recuperó el sentido, descubrió con pesar que había perdido sus lentes. No veía absolutamente nada, estaba asustado. Podía sentir cómo la tierra se levantaba en remolino y cómo las hojas le golpeaban el rostro, pero no conseguía ponerse en pie y no veía nada. En cambio, podía escuchar… escuchaba a Celeste exigiendo al viento que dejara de soplar al tiempo que escuchaba la voz armoniosa de la abuela que lo llamaba quedito por su nombre.



En ese momento sintió cómo su nieta María le tomaba la mano y se arrastraba hacia él: “Abuelo, el dios está flotando”. María se recargó sobre el hombro del viejo sujetándose fuertemente de su cintura; hacía lo posible por no dejarse llevar, el viento le lastimaba la cara, le costaba respirar y podía sentir cómo el pelo se le revolvía. El abuelo, ya sin fuerzas, quiso abrazarla. “No es un dios, María, es una máscara”, le respondió con dulzura.



El viejo no podía mantener los ojos abiertos, le lastimaba la tierra suspendida en el aire. Hurgaba en el pasto buscando sus lentes con desesperación. —¿Y la luna, María? ¿Y las estrellas? — preguntó inquieto. —No, abuelo, el cielo está oscuro, no hay luna ni hay estrellas.


—¿Y la máscara? ¿Puedes verla todavía?—su voz se escuchaba muy apagada. María notó la respiración alterada del abuelo y sintió temor; ella quería seguir hablándole y que él se calmara. —No, abuelo, no es una máscara, es un dios. Tiene la boca más grande que he visto y está soplando. Cada vez que sopla se eleva más.



…Recuerdo haber sostenido su mano temblorosa,

mi abuelo yacía sobre el pasto y respiraba agitadamen te, podía sentir su

corazón que palpitaba a mil por hora .

No entendíamos qué pasaba,


Celeste y yo habĂ­amos escuchado la

leyenda

de la voz de nuestra madre en repetidas ocasiones...


—Ehécatl significa viento, en

náhuatl—nos decía—, así se le llama al dios creador porque con su soplo movió los vientos y repartió la lluvia, hizo la tierra fértil y creó las montañas y los ríos. El abuelo guarda esa máscara como su más preciado tesoro. Cuando yo era niña, me gustaba pensar que la máscara tenía vida propia y que cuidaba de nosotros.



Mi madre contaba la historia una y otra vez:

—El dios del viento da vida a lo que está inerte. Cuenta la leyenda mexica que se enamoró de Mayáhuel y le dio a la humanidad la habilidad de amar para que ella pudiera corresponderle.


que conocemo

Su

amor lo simboliza un hermoso árbol

s como “el árbol del Tule”, un ahuehuete que tiene más de dos mil años y que fue plantado en Oaxaca

por un sac erdote de

Ehécatl.



Mientras las palabras de mamá se repetían en mi mente, pude ver cómo Celeste se aferraba al árbol y cómo luchaba para no dejarse remolcar por el viento. La escuché gritar; lloraba y le pedía al cielo que parara, que se detuviera.


Entonces vi cómo las raíces inmensas del ahuehuete salían de la tierra y abrazaban con fuerza a mi hermana, protegiéndola para no dejarla ir.


Un torbellino empezó a levantar las hojas caídas en el césped y sentí cómo el cuerpo de mi abuelo se despegaba del piso. Le grité que parara, Celeste también le gritaba, pero la máscara no dejó de soplar hasta disiparse.



Sólo entonces escuchamos la voz dulce y melodiosa de mi abuela: —Es tiempo de que él venga conmigo. Este árbol simboliza nuestro amor como simboliza el amor de Ehécatl, el dios del viento, y Mayáhuel, hoy la diosa del maguey…

ES TIEMPO.



La luz volvió, podíamos ver la luna y también las estrellas de aquel tiempo ya tan lejano. Celeste no dejaba de lamentarse. Observaba al abuelo que yacía inmóvil, su rostro reflejaba una tranquilidad que nunca habíamos visto, estaba contento, en calma. Celeste y yo nos quedamos un rato abrazándolo mientras desenredábamos su melena blanca.



Pronto empez贸 a llover y el agua limpi贸 el polvo de su semblante. Buscamos sus lentes y se los pusimos para que cuando se levantara pudiera ver. Pero el abuelo dorm铆a profundamente y no volvi贸 a despertar.


Mi papi nunca creyó la historia que le contamos. Él y mamá nos explicaron que esa noche hubo tormenta y que un apagón había oscurecido toda la ciudad, pero Celeste y yo no oímos los truenos ni tampoco nos cayó ninguna tromba. Dicen que fue un infarto, sin embargo nosotras sabemos que se lo llevó el viento, al cielo, con la abuela.




Y mis padres buscaron durante mucho tiempo la máscara que mi abuelo trajo en uno de sus viajes, pero no encontraron nunca aquel rostro de facciones toscas y labios con forma de pico que mi abuelo atesoraba: la máscara que mi mami llamaba

“Ehécatl: el dios del viento”. Celeste y yo no volvimos nunca más a esa casa, a ese jardín, a ese árbol.





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