4 Cuentos de mujeres

Page 1

UENTO



CUA TRO CUENTOS DE MUJERES

D EPARTAM EN TO DE IN STRUCCIÓN PÚBLICA D IVISIÓ N DE ED U C A C IÓ N DE LA CO M U N ID A D PUERTO RICO - 1959 SEG U N D A ED ICIO N - 1967


i •

ESTE EJEMPLAR DE CUATRO CUENTOS DE MUJERES

ES PROPIEDAD DE

NOMBRE DE LA FAMILIA

CUATRO CUENTOS DE MUJERES ES OTRO LIBRO DE LA SERIE LIBROS PARA EL PUEBLO QUE PUBLICA LA DIVISIÓN DE EDUCACIÓN DE LA COMUNIDAD DEL DEPARTAMENTO D E INSTRUC­ CIÓN PÚBLICA. LÉALO USTED Y DÉSELO A LEER A SU FAMILIA. PRÉSTESELO A SU VECINO SI EL NO LO TIENE. PARA SU BENEFICIO Y EL DE LOS SUYOS, ACUDA SIEMPRE CON SU FAMILIA A LOS CIRCULOS DE LECTURA QUE SE CELEBRAN EN SU BARRIO.



I NDI CE Página Cuatro mujeres en trance de angustia...........................

5

Notas sobre el cuento La r i f a ............................................

9

La r i f a .................................................................................

11

Notas sobre el cuento El reb eld e.....................................

23

El rebelde ...........................................................................

25

Notas sobre el cuento El “ milagrito” de San Antonio . . .

35

El “ milagrito” de San A n ton io.......................................

37

Notas sobre el cuento C h ela ..............................................

47

Chela

...................................................................................

49

Los autores .........................................................................

61


CUATRO MUJERES EN TRANCE DE ANGUSTIA La buena acogida que tuvo entre ustedes el libro Cinco cuentos de miedo nos ha llevado a preparar el que llega hoy a sus manos bajo el título de Cuatro cuentos de mujeres. El cuen­ to es siempre una forma literaria interesante y amena de co­ nocer mejor al mundo y a los seres humanos frente a sus gran­ des y pequeños problemas. Por otro lado, habrán notado ustedes que últimamente algunos de nuestros productos abordan de un modo más espe­ cífico y detallado el valor de la mujer en la familia y en la sociedad en que vive. Leyeron ustedes el libro La mujer y sus derechos. Vieron las películas Modesta y ¿Qué opina la mujer? En todos estos productos se destaca, de un modo u otro, la im­ portancia social y política de la mujer. En Cwatro cuentos de mujeres no nos interesa tanto des­ tacar lo que ya se ha hecho claro en libros y películas anteriores. Es decir, en este libro no vamos a insistir en lo ya discutido: la importancia social y política de la mujer puertorriqueña. Vamos, en cambio, a abordar a la mujer como ser humano, como individuo. Vamos a ver a la mujer, no en su responsabi­ lidad social y política para con la comunidad y la sociedad en que vive, sino en su intimidad. Vamos a sorprenderla en su responsabilidad personal para consigo misma; en la responsa­ bilidad para con su propia e íntima vida como individuo. Todo ser humano, sea hombre o mujer, se enfrenta dia­ riamente a grandes y pequeños problemas que debe resolver. Algunos son problemas que afectan a toda la familia, y la fa­ 5


milia, en conjunto, debe resolverlos. Otras veces se trata de pro­ blemas que afectan a la comunidad, y la comunidad, en con­ junto, debe resolverlos. En ocasiones, son problemas de toda esa sociedad que llamamos nación, y los representantes de esa sociedad, en conjunto, deben resolverlos. Pero a menudo hay problemas o conflictos que no es po­ sible, ni probable, ni deseable, que sean resueltos por toda la familia, toda la comunidad o la sociedad en conjunto. Son con­ flictos personales e íntimos que atañen mayormente al indivi­ duo. En casos así el individuo, sea hombre o mujer, se encuen­ tra ante el dilema de que nadie puede decidir por él, excepto él mismo. A veces, el individuo, en ese trance angustioso,^ busca la ayuda o la orientación de otro individuo. Ese otro individuo puede ser un sacerdote, un ministro, un trabajador social, un amigo o un anciano con experiencia y sabiduría. Pero no siem­ pre es esto posible. La vida, en ocasiones, nos enfrenta a pro­ blemas imprevistos, a situaciones en que, por una razón u otra, no es factible acudir al consejo de los que creemos capacitados para orientarnos. Y entonces nos encontramos solos, a solas con el proble­ ma, ante la exigencia de una solución. Y, dentro de nuestras propias luces y limitaciones, hemos de escoger, de decidir, de dar una solución al conflicto. No podemos ser cobardes y evadir el problema. Para bien o para mal tenemos que solucionarlo. La vida no espera. Y la solución es inaplazable. Al elegir, ele­ gimos nuestra felicidad o nuestra desgracia. Es nuestra res­ ponsabilidad. Nuestra propia y personal responsabilidad. Una responsabilidad que nadie puede asumir en nuestro nombre. Ante una situación semejante se encuentran los indivi­ duos (en este caso, mujeres) de los cuatro cuentos que vamos 6


a leer. La protagonista o personaje principal de cada cuento se encara a un problema o dilema y debe resolverlo por sí mis­ ma. Cada mujer protagonista es un ser distinto con su propio y personal mundo interior. Cada problema que encaran los cuatro personajes es diferente. Pero en los cuatro casos la vida ha situado a estas cuatro mujeres (como nos sitúa a menudo a todos) en el trance angustioso e inescapable de decidir y actuar. Cada autor nos hace conocer al personaje principal y sus circunstancias, nos presenta el conflicto y la solución dada a éste por la protagonista. Pero los autores no juzgan a sus perso­ najes. No nos dicen si la decisión tomada por cada protagonista es buena o mala, si esa decisión conducirá a la felicidad o a la desgracia. Si nos creemos con derecho a juzgar al prójimo, so­ mos nosotros los que tendremos la responsabilidad de enjuiciar los actos de los personajes. Los autores no aspiran a tanto. Ellos aspiran sólo a despertar en nosotros un mayor in­ terés en conocer al ser humano y un mayor sentido de toleran­ cia, de comprensión y de entendimiento hacia la persona del prójimo, sea esa persona hombre o mujer. La muchacha ena­ morada de La rifa, la madre acongojada de El rebelde, la viejecita devota de El “ milagrito” de San Antonio y la joven lisia­ da de Chela, son seres muy humanos que bien podían ser parientas nuestras o vecinas. Antes de que juzguemos sus per­ sonas y sus actos, haríamos bien, quizás, en recordar aquella sentencia bíblica que reza: El que se crea libre de pecado, que tire la primera piedra.

7



EL CUENTO LA RIFA María Guevara es la protagonista de La rifa. En un lenguaje sencillo y familiar, em­ bellecido a menudo por una genuina emoción poética, el autor nos presenta el conflicto de la chica enamorada, ciega ante la verdadera personalidad de su hombre. El tema, corrien­ te y vulgar, adquiere originalidad y finura en las manos del autor, Juan Martínez Capó. El interés dramático de la historia se de­ sarrolla y mantiene situando al lector en el mismo punto de vista de María. Es decir, haciéndole desconocer la verdad sobre José hasta el momento de la revelación final. La medalla, y la sortija ganada en la rifa, son los instrumentos que precipitan la acción y descubren toda la intensidad del drama. El desenlace o solución al conflicto llega brevemente, en el último párrafo, cuando la protagonista, herida en su corazón, “vacía como la gaveta sin su alhaja” , elige valerosa­ mente el único camino que juzga digno de seguir.

9



un

R ecordaba

M a r ía

Guevara

aquellas fiestas patronales en que conoció a su José. Había bajado al pueblo (traje blanco, pelo rizo y zarcillos largos) a subirse en la “ estrella” y rondar las picas. Y a pasar una tarde de juerga sana entre mavíes y piraguas, y risas de isla adentro. La vio por primera vez cuando chocaron al bajarse de la “ machina” , al acertar a desmontarse ambos de sus ca­ ballitos por el mismo lado. Ella dijo “ ay, bendito” y él, “ qué bruto soy” , y soltaron una larga risotada tras lo cual bajaron juntos a la plaza. El, como quien no quiere la cosa, la siguió hasta el atrio de la iglesia. — ¿Usted vive en el pueblo?— preguntó él. — Soy de Roble Arriba. Vine con una gente del barrio a


pasar la tarde en las fiestas. Nos vamos después del rosario de las siete. — Mañana es el último día. Es la fiesta grande. Hay re­ treta y después baile en la plaza. ¿Por qué no viene? — Teníamos pensado venir. — ¿Nos vemos entonces? — Si usté quiere . . . — Ay, ¿y cómo se llama? — María. — Yo soy José, igual que el Patrón. Mañana es mi santo. Y al otro día, venturoso en el pausado calendario de Ma­ ría Guevara, se encontraron nuevamente en el atrio. Y allí le trajo él su primer— su único— regalito: una medalla de la Vir­ gen. Al reverso tenía grabado un nombre: María. — Tiene mi nombre puesto— dijo ella, gratamente sor­ prendida. — Bueno... s í... la compré así— contestó él, vacilantes el gesto y la palabra. Pero María, ya enamorada, no entendió entonces aquel flagrante titubeo. Era María Guevara mujer de un solo hombre, y al en­ contrar a su José supo certeramente que era a él a quien que­ ría. Ella era su primer amor, le confesaba él. Y no tardó en acceder, tras breves días de noviazgo, a los ruegos de José. Después se casarían, dijo él, y ella dulcemente prendada, dejó una noche la casita en la loma y bajó al pueblo, con su amante, su mochila y su medalla que decía María . . . Un año llevaban juntos, desde la noche en que su hom­ bre la hurtó de la casita paternal, más arriba del monte, de donde se divisaba el pueblo echado como una bendición sobre 12



la vega. Y nunca supo María de arrepentimiento, porque creía ciegamente en su José. Todo el día, del amanecer hasta que se acercaba la no­ che, María Guevara lavaba y tendía incansablemente a la vera de su casa, en el patio comunal del caserío, a la entrada del pue­ blo. Lavaba y planchaba, y era su faena su gozo. Porque tenía a José que le endulzaba las noches, cuando terminado el trajín del día, se vestía de limpio y se sentaba en el escalón de madera a oirlo canturrear y echar adivinanzas. Y luego, al acostarse, le hacía olvidar el añil y el almidón, con su voz al oído susurrándole amores. Decían en el pueblo que María lo mantenía, y era ver­ dad. A los pocos días de vivir con él, cayó en la cuenta de que era José parrandero, de mucho gallo y mucho topo y de nin­ gún trabajo. Pero le era fiel, él le decía, y ella, creyendo ciega­ mente, no le importaba lo que el pueblo dijera y trabajaba afa­ nosa para ambos. A los pocos días de venirse del campo, empezó a coger lavado. Y lavando estaba desde entonces, segura de su felicidad 14


y de su hombre. Y aunque éste no le habló ya jamás de casa­ miento, ella sudaba para mantenerle sus pequeños vicios, se­ gura de su amor. Entraba María Guevara a las casas de sus clientes, y con su gracia y su humildad era la delicia de las mujeres. Les contaba cosas del caserío, y ellas, sabedoras de su pasión, insis­ tían en que les hablara de José, y ella les decía su felicidad. En una de estas casas, en el centro del pueblo, llegó el día en que las mujeres hicieron una rifa para la cofradía. Era una sortija de aldea, más brillo que sustancia, pero María tan pronto la vio, ya no la soñó sino en manos de su José. Compró


diez números, tal era su afán de llevarse la prenda. Y fue la ganadora. Cargó su precioso botín a casa y lo guardó en la es­ quina más oscura del tocador, hasta que viniera el día del san­ to del marido, que coincidía con las fiestas patronales que ya se acercaban nuevamente, tan llenas de recuerdos de noviazgo y de huida. Mientras lavaba, se figuraba a José saltar de alegría al ver el enorme “ brillante” que ella le daría con pequeñas enga­ ñifas, hasta ponérselo de sopetón en el dedo, regalo incompa­ rable. Y pensaba en la joya jubilosa, dormida en lo más re­ cóndito de la gaveta. Y según soñaba con la alegría de José, sentía placer en negarse ella misma la vista de la prenda, como si quisiera que gozaran juntos la sorpresa. Fue así que llegaron las fiestas, que este año serían so­ nadas, porque se inauguraba a la vez la nueva alcaldía, y el pueblo estaba alebrestado como nunca. José, aprovechando el ambiente de bulla, se divertía de lo lindo jugando en las picas, trasteando el ambiente, mientras María soñaba y lavaba. Así fue alargando la hora de llegada a la casa, noche a noche, poco a poco, pero ella no le reñía, porque aunque tarde, siempre llegaba y le endulzaba sus horas. Una noche llegó de madrugada y armó un escándalo con sus amigos de parranda frente a la casa, pero María calló, porque era más grande su amor que su soledad. Temprano en la mañana empuñó la plancha. Ya José, do­ minguero, había saltado del árbol. Entró Julia, la nueva ve­ cina, y tras dar unas vueltas por la salita, la dijo de buenas a primeras. — Ese hombre no anda en nada bueno, María. Vélalo. Debe estar enredado con una mujer. 16



— Esas son cosas mías, Julia. Nunca le he velado y no pienso hacerlo ahora. José será bachatero, pero lo que es pe­ gármela, no me la pega. — Buena boba eres. No quería decírtelo porque me ima­ ginaba que lo sabías, pero ya que estás tan ciega, te lo digo: en el barrio donde yo vivía está la que era mujer de José antes de conocerte. Se llamaba María, igual que tú, y la dejó el año pasao, en las fiestas patronales, precisamente. Así, que anda lista. — Te he dicho que ese es asunto mío— gritó María, en­ colerizada como nunca se había sentido— . Y si sigues con tus cuentos, te voy a prohibir que vengas aquí. — Está bien, mujer de Dios, no es para tanto. Después de todo, sólo quiero ayudarte. Eso saca una por metía. Está bien, me voy. Pero la ida de Julia no calmó a María Guevara. Pensaba en unas fiestas patronales como éstas. Pensaba en una medalla que decía María. María, la otra, a quien había dejado por ella en unas fiestas como éstas. Unas fiestas en las que le había dicho que ella era su primer querer . . . Salió al ventorrillo y se tomó un coco de agua. Se sofo­ caba, pero no era cosa de sosegarse, pues la espina ya estaba allí y era un hincar* que ya no se aliviaba. Y a la noche, cuando llegó José, sintió con desagrado, por vez primera, el olor a “ caña” en la boca de su hombre. Ya no estaba atenta a sus palabras, sino que buscaba más allá de ellas, hacia una duda grande que le roía la entraña, y al abandonarse en sus brazos ( ¿no era ésta una leve frialdad que no era nueva, pero que recién se percataba de ella?) se abandonaba sin gozo, 18


como quien piensa en cosas incomprensibles y aterradoras. Así se quedó dormida. Era José un cucubanito que se le escurría de mata en mata, y ella le perseguía, pero sin apresarlo, y en ese sueño terminó la noche, tras una lucecita que se apagaba. Amaneció, y era el día de San José. La noche la había dejado maltrecha y desgastada, no como noche de amores, sino como un gran año de disturbios. Buscó a José a su lado, pero éste ya se había ido. Se levantó y caminó por la casa como una boba, antes de acordarse de que éste era el gran día, el de la sorpresa. Este era el día que esperaba, cuando su José saltaría de alegría (así lo había pensado tantas tardes en el lavadero), cuando ella, entre risas, le entregaría el “ brillante” con maliciosas engañifas. 19


'

Pero ya no había risas en su mente. Ahora soló pensaba, fatigada: — Se la daré cuando venga a almorzar. Y era de nuevo en su corazón la espina. Buscando algo que hacer, porque ese día de fiesta no la­ varía, abrió la gaveta. Sacaría la prenda y la envolvería. Era mejor dársela envuelta. Que él la abriera y la viera. Porque ya no habría placer en ponérsela ella misma en los dedos. Porque ya en la sorpresa que soñara, se clavaba, punzante, el aguijón amargo. Abrió la gaveta y buscó en el rincón. Y no encontró nada. Palpó y rebuscó, y le entró una furia que nunca sintiera. Y tiró gavetas al piso, y camisas, y blusas, y fue gaveta a gaveta persiguiendo la piedra, pero allí era el vacío.


Se cansó como si hubiera caminado del campo al pueblo y del pueblo al campo. Se sentó en la silla, se levantó y buscó de nuevo. Y ahora la espina, convertida en puñal, hurgaba sin cesar en lo más hondo de su querer y le retorcía las entretelas del alma. La Julia estaba en el patio cuando salió María Guevara, y debió ver algo horrendo en su cara porque sólo le dijo: — Mujer, ¿pa dónde vas tan temprano? ¡Parece que has visto al diablo! Pero María no oía. Caminó hasta la plaza y buscaba y buscaba. Cuatro vueltas di ó a las picas y él no aparecía. Salió de la plaza y entró a la iglesia. Un antiguo sentido de reveren­ cia le hizo sentarse un momento. Pero le fue imposible rezar. El enorme pico le escarbaba el corazón y‘ no podía estarse quie­ ta. Salió por la puerta lateral al atrio, donde aquella segunda noche, en aquellas otras fiestas patronales, él le entregó la me­ dalla que decía María. Y allí lo vio. Estaba con la mano recostada en la pared del templo, el brazo alargado, de frente a una mujer que reía prisionera entre él y la iglesia. La mujer se llevaba la mano coquetamente al pelo, y allí, como una risa enorme, estaba la piedra de la rifa, echando a los cuatro vientos su vergüenza. El la miró y se puso blanco. Ella, roída y desentrañada, sólo esperó un leve segundo, un milenio tremendo que se le fue alargando mientras emprendía carrera por el atrio, cruzaba la plaza, llegaba a la casa, sin mirar atrás, sin querer saber si él la seguía . . . Y no sabría jamás si él iba a seguirla, porque con su mo­ chila a cuestas iba repechando ahora la subida del monte, ca­ mino del barrio de sus padres, desde donde se veía el pueblo co­ 21


mo unos maicitos tirados en la vega. Sin José y sin espina. Por­ que ya no le quedaba dentro ni una palabra dulce. Y estaba vacía, vacía como la gaveta sin su alhaja, como la gaveta donde sólo reposaba ahora una medalla que decía María . . .


EL CUENTO EL REBELDE A pesar del título, el protagonista de esta historia de Edwin Figueroa es una mujer. El personaje que en el cuento sólo lleva el nombre de “el rebelde” , es la causa de la acción y el conflicto. Pero no es exactamente el protagonista. La figura principal resulta ser, sin duda, la esposa. El cuento es breve, pero condensa en su brevedad una intensa acción dramática. No obstante, la acción aquí es interna. Apenas hay diálogo. Los personajes casi no expresan sus emociones en palabras habladas. Apenas hay movimiento. Allá, a lo lejos, pasa un en­ tierro. Acá, ante nosotros, tenemos dos seres casi inmóviles: la esposa y la hija. La acción, el verdadero drama, está en el corazón de esas dos mujeres. Especialmente en la esposa. El dilema o conflicto no es reciente para la protagonista. Empezó con su matrimonio. Pero ahora, al pasar frente a ambas el en­ tierro del rebelde, tiene ella que tomar una decisión: revelarle a su hija (o guardar para sí) el secreto de la identidad del padre. El desenlace o solución llega con la misma mesura y sobriedad con que se ha desarrolla­ do todo el relato.

23


EL REBELDE


pera del acontecimiento. Equilibrándose sobre el cajón que ser­ vía de silla permaneció apoyada en el borde roñoso del venta­ nucho mirando la hebra polvorienta del camino hasta su remate más lejano en las crestas del cerróte. Con aquellos grandes ojos azules habría querido traspasar la loma y descubrir lo que no alcanzaba a ver desde su incómoda altura. En el estrecho colgadizo, más viejo y destartalado que el resto de la casa, Valentina simulaba afanarse en los quehaceres usuales. De vez en cuando se arrimaba al pasillo y, deteniéndose a medio ocultar junto al virote de la puerta, espiaba a su hija silenciosamente. Por momentos le entraban deseos de arran­ carla de la ventana donde la niña permanecía aferrada. Pero, al sentirse insegura de lo que debía hacer, dejaba colgar los brazos impotentes y se tornaba al colgadizo con un oscuro senti25


miento de derrota. Los ojos sin brillo, hundidos en la ancha cuenca descarnada, permanecían fijos por largo rato en algún objeto donde encontraba las huellas del ausente. Más de una vez se sorprendió a sí misma alelada, movien­ do los labios maquinalmente en un rumiar interminable de pa­ labras rebeldes. Nos iremos de to esto, más lejos todavía, donde no halle boca que lo miente, ni me persiga más su sombra. Cayó de nuevo en la cuenta de lo que estaba haciendo y reanudó con más brío la faena a medio acabar. Afuera, el cielo era toda una sola claridad cegante cuando la exclamación de la niña llegó hasta la cocina como un canto de mal agüero. — ¡Ya vienen, Valentina! ¡Mire, ya vienen! La mujer sintió la conmoción del grito, pero antes de acudir trató de serenar el semblante, escurrió despacio las ma­ nos jabonosas sobre la artesa del fregado y caminó hacia el cuarto, se acercó sigilosa hasta la ventana y apoyó las manos húmedas sobre los estrechos hombros de su hija. — ¿ “ Pa” quién será esa caja? Valentina escuchó la pregunta y hubiese querido tener fuerzas suficientes para hablarle y contárselo todo de una vez en aquel momento: Sabría to lo que he tenío que fajinear sola pa llevar la vida por culpa de él, se decía. No me volvería a preguntar más y hoy también quedaría enterrao su nombre en esta casa . . . 26


Pero no encontró palabras; alzó los párpados y sus ojos se dilataron desmesuradamente al distinguir en la loma distan­ te los cuatro hombres que cargaban la caja de muerto. Se había propuesto mostrarse fuerte, indiferente; pero sin quererlo, las figuras se le fueron emborronando más y más en cada parpadeo. — ¿Usté no lo conocía, Valentina? — ¡Fue un desconsiderado de primera!— cortó secamente la madre. La niña, sin embargo, no entendió la respuesta; a medida que avanzaban los cuatro hombres sentía crecer su curiosidad. No le llamó la atención, como otras veces, el ruido de los gan­ dules secos estremecidos por la brisa caliente del mediodía; ni le molestó el vaho de sol y polvo que ascendía de la tierra tos­ tada, hasta la ventana. Cuando la niña advirtió que los hombres se distinguían con más claridad, corrió apresuradamente a la puerta y bajó la alta escalera de tachuelo en un santiamén. Fue a ponerse fren-


4

te a las mayas y allí esperó hasta que pasaron la caja vacía para el hombre que había muerto la noche anterior en el Lucero. En los ranchos de la hondonada, las vecinas murmuraron: — Cada muerto tiene su hoyo, pero éste en poco no en­ cuentra quien le eche un puñao de tierra. — Y pensar que por defendel esa tierra se dejó moril. La niña observó atenta el paso del féretro vacío hasta que le vio perderse tras la maraña de árboles entre los dobleces del cerro. La novedad del acontecimiento atrajo al camino la mu­ chachería del barrio y, al dispersarse, cada uno echó su comen­ tario : — A la tardecita bajan esa caja con el difunto adentro. — A mi abuela la fueron a buscal pa que le cantara un rosario, pero en casa no la dejaron dil. — No tenían ni una sábana pa amortajarlo. — Vivía solo en el Lucero, por donde mi pai tiene una tala sembrá. — No se aguantó en el hospital cuando lo sacaron de la cárcel . . . Arriba, en la casa, Valentina abrió el viejo baúl arrinco­ nado junto a la cama. El aire se impregnó, hasta saturar el cuar­ to, de un olor viejo y húmedo que emanaba de aquellos objetos carcomidos. Libros y papeles, recortes de periódicos desmiga­ jados por el tiempo, aparecían ordenados con gran cuidado. Fue considerando la idea de quemarlos sin que la niña lo notara, pero al revolverlos dio con un viejo retrato donde aparecía ella junto al marido joven. Dos largas crenchas negras encerraban 28


29


i

su cara redonda y alegre. La tez moscabada se esparcía tirante sobre los duros pómulos. Mientras lo contemplaba, llevó su ma­ no hasta el rostro, palpándose las facciones ahora huesudas y marchitas. Sintió pasos en la escalera y dejó caer la pesada tapa del baúl. La niña entraba mostrando en el pequeño rostro pecoso la curiosidad no del todo satisfecha; se apechó a la ventana nue­ vamente y comenzó a hablar sin fijarse en lo que la rodeaba. — A la tardecita lo bajan pal pueblo. Dicen que se murió ahogao con sangre. ¿Cómo se llamaría? Se llamaba . . . estuvo a punto de responderle Valentina, pero sintió entonces que su rostro se ensombrecía; hizo un es­ fuerzo por dominar los nervios y caminó hasta la pequeña ima­ gen del Perpetuo Socorro pegada a la pared; frotó el fósforo que llevaba en las manos y, sin querer escuchar más a la niña, encendió dos pedazos de vela sobre el tablero, frente a la Virgen, y le pidió fuerzas para contenerse. La corriente de aire empe­ queñeció las llamas, pero no alcanzó a apagarlas. El ángulo de luz que entraba por el marco descuadrado de la ventana se di­ lató más y m᧠hasta que una sola claridad crepuscular llenó el cuarto. En los altos escalones la niña comenzó la espera nueva­ mente. A la tardecita bajan el difunto, pensó con nueva curio­ sidad. Por los cobijales de los ranchos comenzaron a salir len­ tas columnas de humo, y el mugido vespertino de las reses que regresaban de las “ comeuras” le fue indicando que la hora se acercaba. Tras la altura verdinegra de los montes, el azul unifor­ me del cielo se había hecho más oscuro cuando la niña alcanzó a ver, por fin, la extraña comitiva del entierro. 30


— ¡Allá viene!— gritó, y bajó corriendo de nuevo hacia el camino. Valentina sintió que las brisas frías y silbantes que so­ plaban del cerróte la despojaban de su fuerza; que su cuerpo era como un mazo de yerba seca, sin savia ni color en aquel largo camino de puertas cerradas, desprecios y murmuraciones del barrio. Y pensó nuevamente en huir con su hija: Se lo diré de una vez o nos tendremos que ir, más lejos todavía, por donde no haya pasao el nombre de él ni ande su muerte rondiándonos en la boca e la gente. Cambió la vista y se enfrentó a la imagen del Perpetuo Socorro. Una larga mirada se cruzó entre ambas y sus dedos comenzaron a rodar por las camándulas del rosario en un re­ zo apagado y monótono. La flama endeble de las velas cambia­ ban las sombras intermitentemente. Los cuatro hombres aparecieron en el recodo próximo a la casa, cargando el ordinario ataúd de ralo color violeta. La tarde se apresuraba sobre el campo mientras la niña veía acercarse el tránsito fúnebre y solitario. Cuando estuvie31



ron frente a la casa, la niña cruzó el zanjón que la separaba del y sacrificarse por la patria. camino y siguió a los cuatro hombres vereda arriba. Le lla­ maba la atención la bandera desflecada flotando sobre la tapa de la caja a cada soplo de brisa. Arriba en la casa, Valentina permanecía sentada frente a la imagen iluminada por las velas. En el silencio de las es­ quinas oscuras, el rezo descendía lento, derretido. Pero la voz del hombre no se acallaba en su conciencia. Ni se borraba su figura enérgica que ya no podía repetirse. Y sus palabras martillándole las sienes . . . — Así no se puede vivir, Valentina, hay que tener ideales — ¡Pamplinas, pa mí no hay más patria que mi hija y mi marío! — ¡Hay que tener vergüenza en la cara, no somos ani­ males ! — Ya estoy cansá de tanta promesa. Decídete di una vez. O dejas la manía esa de bandera y de patria o te vas de to esto y me dejas tranquila. Pera si te vas, morirás pa nosotras. Te ase­ guro que día ha de llegar en que tu hija te pasará por el lao y no sabrá que eres su padre . . . Escoge, de hoy pa siempre . . . Y aquel largo silencio antes de la despedida: — De hoy pa siempre, Valentina . . . Después... la soledad vacía la pobreza, el asedio en ca­ da barrio con las noticias del hombre . . . El rebelde. El subver­ sivo, diez años de cárcel, ¡diez años!, el regreso, enfermo y de­ rrotado sin querer verla, buscando un rincón donde morir, sin hablar una palabra, sin aire en los pulmones . . . 33


Tendió la vista a la imagen a la vez que separaba el ros­ tro desencajado de entre las manos estrujadas y filosas. Luego se irguió lentamente y al alzar la vista hacia la ventana, alcan­ zó a ver el final de su historia en los cuatro hombres: el ataúd y la estrella desflecada remontando el último trazo visible del cerróte. Apoyada en el borde roñoso de la ventana observaba a su hija cuando en la loma distante se detuvo para iniciar el re­ greso. La vio mirar hacia la casa y echar otra mirada al soli­ tario cortejo que se perdía por los recuestos empinados. La voz del hombre ya se había acallado en su concien­ cia. .. pero sus propias palabras le llegaban ahora en el brizóte que soplaba del cerro: — Día llegará en que tu propia hija pasará por tu lao y no sabrá que eres su padre. Miró las pequeñas llamas y sintió su ardor en los ojos, en su boca. No se lo diré nunca. Nunca, pensó. Y no se atrevió a mirar la imagen . . . de la Virgen.

34


1 3

EL CUENTO

"EL M ILAGRITO" DE SAN ANTONIO

El “ milagrito” de San Antonio está to­ mado del libro de cuentos de René Marqués, Otro día nuestro. Sobre la protagonista del cuento dice la Dra. Concha Meléndez, crítica y profesora de literatura de la Universidad de Puerto Rico: “La viejecita creyente es una creación desarrollada con fina ternura y graciosa malicia. El tono del cuento, el sentido que sugiere, se logran en un justo equilibrio de detalles, y en ese juego de opues­ tos que es uno de los recursos del cuentista” . En este relato el conflicto es de carácter religioso: un caso de conciencia. El conflicto surge para la anciana cuando el sacerdote español, acostumbrado a las imágenes reli­ giosas de su tierra, rechaza el santo jíbaro de palo que la protagonista desea bendecir. La viejecita resuelve el dilema según sus propias luces. El autor no dice que la solución sea correcta o incorrecta. Dice solamente que la viej-ecita resolvió el problema a su modo. Y que su fe en el santo de su devoción la hace creer que dentro de su pobre entendi­ miento ha ocurrido un pequeño milagro: un “milagrito” de San Antonio. Compartamos o no las creencias de la viejecita, podemos entender su conflicto es­ piritual. Y podemos comprender la solución que le ha dado al dilema, si consideramos sus propias circunstancias y sus muy humanas limitaciones.

35



pasea su modorra por el atrio soleado y ya desierto. La mañana ha sido de brega in­ tensa. Le arden los pies y el sudor empapa su frente. Piensa en el sillón de mimbre al lado de la ventana, junto a su mesa de trabajo. Pero no desea recrearse demasiado en la imagen ten­ tadora. Todavía le falta la boda. La pareja de novios de Hato Arriba no ha llegado aún. ¡Si tan siquiera fuesen puntuales! La ceremonia será corta, murmura para consolar su cansancio. Luego saca su libro de oraciones y se dispone a leer sin interrum­ pir el paseo lento y perezoso por el atrio de la pequeña iglesia colonial. l

P a d r e L u is

La viejecita ha subido el último peldaño de ladrillos que conduce al atrio. Se detiene un instante para tomar aliento. Ve al padre Luis y se pone presurosa la manteleta a guisa de man­ tilla. Ha venido a pie de Junquillo. Ha subido y bajado pendien-


tes. Sus pies pobremente calzados han tropezado mil veces con las lajas del camino. Le arden los pies y el sudor empapa su frente. Pero no piensa en la hamaca de tela de saco colgando de la cumblera. El rostro surcado de arrugas profundas, como tie­ rra que sabe de la labor fructífera del arado, tiene una luz mística que se le sale a torrentes por los ojillos grises y fatiga­ dos. Y sus labios sonríen. — Buenas, padre. El Padre Luis interrumpe su lectura. Ve ante sí la viejecita luciendo una sonrisa tímida en los labios resecos. ¿ Y los no­ vios de Hato Arriba?, se pregunta conteniendo a duras penas un gesto de impaciencia. — He venido a ver si usté, con la gracia de Dios, me ben­ dice mi santito, Padre. La voz de la viejecita es como un canto autóctono que ha­ bla de cosas arcaicas, de liturgias casi olvidadas.

É ¡

...

;

r-'


— Sí, como no. Como no— dice mecánicamente el Padre Luis; pero piensa: Tendré que buscar la estola. ¡Qué fastidio! Hace ademán de alejarse camino de la sacristía. La viejecita saca de entre los pliegues de la manteleta la figura a bendecir. El Padre Luis se detiene estupefacto. Al fin pregunta con mal disimulado enojo: — De dónde ha sacado usted eso? — Es el San Antonio que hizo Don Zoilo, el santero. — Y las manos temblorosas acarician la imagen tosca labrada en ro­ ble del país. A los ojos de la viejecita de Junquillo es una imagen amorosa, piadosa, familiar, bella. A los ojos irritados del Padre Luis, el santo de palo es algo que sus diez años de estadía en la Isla no han podido aún hacerle aceptar como objeto de devoción. — Lo siento mucho, abuela. No puedo bendecirle ese pe­ dazo de palo. El epíteto hiere el corazón de la viejecita. Sus manos tem­ blorosas se cierran sobre la imagen. Lentamente aprieta el san­ to contra su pecho como si quisiera protegerlo de la incompren­ sión de aquel cura que, ahora, de pronto, se le aparece como un ser extraño y hostil. — ¿Por qué, Padre? Si es mi San Antonio— balbucean los labios resecos que ya no sonríen. Un gusanillo de lástima empie­ za a roer el corazón del Padre Luis. No debo ceder, piensa incó­ modo. Y apartando su mirada del rostro ansioso de la viejecita, deja escapar unas frases que suenan brutalmente implacables, quizás por el énfasis castellano del acento. — ¡Qué San Antonio ni qué ocho cuartos, abuela! Eso pue­ de ser cualquier cosa menos la imagen de un santo. 39


Luego, a guisa de consuelo, añade suavizando la voz, tra­ tando de puertorriqueñizar el acento duro de Castilla: — Mire, en la quincalla venden unos santos de yeso co­ mo Dios manda. Y además, son baratos y bonitos. Cómprese uno y se lo bendigo con muchísimo gusto. El Padre Luis ve alejarse a la viejecita con su santo de palo apretado contra el pecho. No se siente muy contento consi­ go mismo. ¡Pero qué otra cosa podía haber hecho! Y piensa en las lindas y •rubias imágenes de su España. Deja escapar un suspiro y abre de nuevo el devocionario. Ojalá vengan pronto esos novios de Hato Arriba, murmura, y se enfrasca en la lec­ tura mientras reanuda su paseo lento y perezoso por el atrio de la pequeña iglesia colonial. La viejecita cruza la plaza lentamente. Le arden los pies y el sudor empapa su frente. Pero no piensa en el descanso. Un mundo de contradicciones le estruja el corazón. Sus ojillos gri­ ses se abren ahora atónitos bajo el sol inmisericorde del medio día. Y su mente hurga en el recuerdo buscando un apoyo pa­ ra rechazar su desconcierto. Desde niña había aprendido a rezar con fervor intenso a los santos jíbaros. Las imágenes de la abuela las había hereda­ do su madre. Y cada vez que el tiempo empezaba a marcar sus huellas en las santas y toscas figuras, su madre las lle­ vaba al santero del barrio para que las retocase: Nuestra Se­ ñora de los Angeles, La Virgen de las Mercedes, Los Tres San­ tos Reyes, San Antonio de los Pobres. Y ella había preferido a San Antonio. San Antonio había sido su guía, su protector y su compañero. El supo atenuar los momentos dolorosos. Le dió aliento en las crisis. Trocó la desesperación en resignación

40


41


cristiana. A él debía los pocos momentos felices de su ya larga vida. Pero la figura de palo, herencia de la abuela, se había gastado tanto por los años y los besos que, para gloria de San Antonio, no quedaba otro remedio que renovar la imagen. En el barrio de la viejecita ya no había santero. Y ella había emprendido un largo viaje a otro barrio lejano donde había oído decir que aún vivía un santero auténtico, “ un santero de los de enantes” . Y así llegó a casa de Don Zoilo. Y le hizo el encargo de su San Antonio. Cuando Don Zoilo le entregó la imagen, la viejecita había decidido venir al pueblo a bendecirla. Y ahora el señor cura decía que su San Antonio no era santo; que los santos de yeso eran los verdaderos. La viejecita cruza la calle desierta y se detiene en la acera para tomar aliento. Con la mano izquierda echa hacia atrás la manteleta negra. Con la derecha oprime su santito contra el pecho anhelante. La figura menuda y temblorosa se acerca al fin cautelosamente a la vitrina de la quincalla. Tiene que hacer un esfuerzo para encontrar lo que sus ojos buscan. Al fin, entre rollos de papel sanitario y calderos de aluminio, descubre las imágenes de yeso. Son baratas y bonitas, había dicho el señor cura. Descubre tres tamaños. Y allí están los precios. Los chiquititos cuestan setenticinco centavos. Los me­ dianos, un peso. Y los más grandecitos, uno cincuenta. Ella, en cambio, le dió a Don Zoilo dos pesos por su San Antonio. Sin em­ bargo, no está del todo convencida de haber hecho un mal negocio. La viejecita pega su rostro sudoroso al cristal frío de la 42


vitrina. Allí hay un San Antonio que sólo cuesta un peso. ¿Pe­ ro cuánto durará? Es de yeso. El yeso se rompe como el vidrio o la loza. Y la pintura del yeso se descascara. Los ojillos grises descubren ya una lacra blanca en el pelo rubio del San Anto­ nio de yeso. ¡A un santo de palo no le pasaría eso! Y un San Antonio de 'palo tampoco seria rubio, piensa la viejecita. Y mira con desconfianza los ojos azules de la imagen extranjera. ¿A quién se le ocurre pensar que San Antonio 43


sea así, como un americano? Todo el mundo sabe que San An­ tonio es santo de pobre. Y todo el mundo sabe que es trigueñito, como los pobres. Los ojillos grises miran con creciente desconfianza la imagen de yeso. ¿Quién va a atreverse a rezarle a un santo tan distinto a una? De pronto, otra duda asalta el corazón de la viejecita. Y suponiendo que una se atreviera rezarle a ese San Antonio rubio, ¿entendería él español? La viejecita saca de debajo de la manteleta el santo de palo. Luego mira al santo de yeso. Y compara. No, no hay com­ paración. Don Zoilo conoce su oficio. El San Antonio jíbaro es familiar, es trigueñito, inspira confianza. El otro es demasia­ do blanco, demasiado extraño, inspira una incómoda cortesía, pero sincera devoción, nunca. El caso es que ella, que ha cono­ cido a San Antonio de toda la vida, sabe muy bien que el ver­ dadero San Antonio es el de palo. Don Zoilo lo hizo “ misma­ mente’’ como el San Antonio de la abuela, que se gastó a fuerza de años de oraciones y de besos. La presencia de un extraño distrae momentáneamente la atención de la viejecita. Es el dueño de la quincalla que re­ gresa del almuerzo. Abre el establecimiento y se acerca con aplomo profesional a la indecisa cliente. — Mucho, bueno y barato, ¿no le parece? Vamos a ver qué le vendemos— exclama frotándose las manos— . Los calde­ ros están reducidos de precio. Y esas palanganas enlozadas son una ganga, una pura g a n ... — El honrado comerciante se interrumpe para dejar escapar un mal disimulado eructo— . Perdón— murmura acariciando su monumental estómago, en el cual se adivina una laboriosa digestión. 44


— iQué hago, San Antonio, qué hago?, se pregunta per­ pleja la viejecita dándole la espalda al vendedor agresivo. Y en ese mismo instante, casi de pronto, le viene la revelación. — ¿Qué le pasa? ¿No va a comprar nada? ¿Ha visto es­ tos baños de zinc? ¿Y los pilones de Santo Domingo? ¡Si es casi una liquidación! El hombre va detrás de la viejecita. Esta, arreglándose la manteleta, se aleja de la tienda. El comerciante de digestión


laboriosa no puede observar la nueva luz que empieza a esca­ parse por los ojillos grises. ¡Todo barato, doña, aprovéchese, aprovéchese! El pregón, monótono y abusivo como un anuncio de ra­ dio, se pierde en el bochorno del mediodía. La viejecita se aleja calle abajo con su paso menudo y tembloroso. Le arden los pies y el sudor empapa su frente, pe­ ro sus ojos no reflejan ya perplejidad ni indecisión. Con la gra­ vedad sesuda de un Padre de la Iglesia, la viejécita acaba de resolver en su cerebro un difícil problema de catolicismo prác­ tico. El San Antonio de la abuela estaba bendito, razona con ló­ gica contundente. Como éste va a ocupar el lugar de aquél, la bendición de aquél le toca también a éste. Una luz intensa se escapa a torrentes de las pupilas gri­ ses. Ya puede el señor cura guardarse su bendición pa tós los santos rubios, murmura con maliciosa alegría. Y apretando el santo de palo contra el pecho fatigado, emprende el regreso a su barrio. La viejecita de Junquillo volverá a subir y a bajar jaldas en su ruta de regreso. Desandará kilómetros bajo el sol inmisericorde. Sus pies pobremente calzados darán mil tropezones en las lajas del camino. Pero la sonrisa de triunfo no podrá ya borrarse ese día de sus labios resecos. Y es que el San Antonio de la abuela ilumina siempre el entendimiento de aquéllos que le conocen tal como es é l: santo de pobre, trigueñito, tallado por manos campesinas en maderita buena del país.

46


EL CUENTO CHELA En este cuento también hay uní» mujer frente a un problema que debe resolver por sí misma. Chela, la protagonista, no sólo se enfrenta a la incomprensión de los demás, si­ no a la duda y al complejo de inferioridad creado por su defecto físico. Todo su valor y toda su entereza vacilan en el momento supremo en que tiene que decidir su felici­ dad futura. El autor, con sencillez y naturalidad, nos va revelando el ambiente del barrio y el ca­ rácter de Chela. Sentimos con Chela su va­ lor y sentimos también sus angustiosos mo­ mentos de vacilación y duda. No hay en el cuento grandes sorpresas ni trucos dramáticos. El autor, Emilio Díaz Valcárcel, describe situaciones y emociones que fluyen con la lógica de la. vida misma. Y cuando Chela, al final, elige su destino, el autor ni siquiera pretende decirnos que esa elección hará la felicidad de la protago­ nista. Nos permite solamente desear que Chela no se haya equivocado en la decisión tomada.

47


CHELA


Sólo Cuando Tino llegó a la casa y pidió entrada, la gente consiguió agru­ par algunas sospechas y organizarías hasta lograr una con­ clusión : — Tino fue a pedil la coja ’e Moncho. Las mujeres comentaban en las quebradas, multiplican­ do sus muslos varicosos en la corriente, paleteando la ropa y restregándola con una energía inusitada. Los viejos mordían las “ mascaúras” y desenvainaban alguna esperanza: — Será que en verdad la interesa. No hay que ser des­ confiados. No hace na que sea coja, ¡la pobre! Los adolescentes — la lascivia podría sus mentes— se re­ unían en ramilletes interrogadores: — ¿Y cómo lo podrán hacer, ah? Chela sabía que bajo cada cumblera esgrimían su nom­ bre y que los viejos parecían comprender y que los adolescentes ADIE

LO

HUBIERA

CREÍDO.


sufrían extraños sueños y que las mujeres aumentadas se mi­ raban involuntariamente las barrigas. Pero a Chela no le importaba. Casi desde que nació ha­ bía atendido la casa de sus padres, exitosamente, luchando con­ tra la miseria que roía desde los zocos hasta el espíritu, ha­ ciendo de la vianda y el bacalao un menú sabroso. Si había que hacer una chaqueta de un trapo, allí estaba Chela para ello. Porque supo sobreponerse con valentía a su desgracia. El he­ cho de que de niña le hubiesen amputado una pierna— desde más arriba de la rodilla— no le hacía menguar su integridad de hembra ante la vida. Por eso, venciendo todo posible obstácu­ lo, iría resuelta al matrimonio; cuando llegase el momento, ca­ minaría con firmeza en sus muletas y entraría al templo con el rostro de frente al porvenir. Tino la haría dichosa porque le tenía apego y le decía co­ sas y, además tenía un camión que resoplaba como toro bravo al trepar la cuesta de allá enfrente. Ella veía el flamante apa­ rato rodar frente a la casa, gimiendo un poco bajo el peso de la arena mojada, y se le ocurría pensar que tal vez los camio­ nes también tenían sus momentos de angustia.


Por el camión— en cuyo parachoque delantero se leía “ DULCE VENENO” — fue que empezó el asunto. Aquella tarde ella venía abrasándose de sol; muleteaba a lo largo de la carretera y su sombra caricaturizaba su difi­ cultad cruelmente. El camión rechinó detrás suyo y ella no pudo menos que saltar hacia la cuneta, a punto de caer. Si hubiese tenido me­ nos respeto a los varones, le hubiera aflojado un buen adjetivo al gracioso. Pero, cuando miró atrás, vio que el hombre salta­ ba ya a la brea y se acercaba con las mangas enrolladas y las palmas de las manos vueltas al frente, como si suplicara. — Perdone si la asusté, no fue ese mi pienso . . . Ella se reafirmó sobre sus muletas: — Si no tengo cuidau, me esparracha. — Yo quería decirle si usté quería que yo la ayudara . . . — Gracias, no veo en qué me pueda ayudar. — Yo le doy “ pon”— dijo él turbándose un poco. Ella explicó entonces, extrañamente conmovida: — Se le agradece, pero estoy cerquita de casa y no quie­ ro que la gente hable. Tino dejó vagar la mirada sobre la carretera y a través de los árboles; no muy lejos, un monte combaba su lomo eriza­ do de guayabos, guamás y yagrumos. Sentenció: — La gente es como la hoja de yagrumo: tiene dos caras. — Sí, por delante— dijo Chela— , santo dónde te pongo, por detrás junden a uno. — Bueno, móntese. 51


— No, ¡miiire . . . ! Habían seguido caminando hasta separarse algunos me­ tros del camión, sin siquiera advertirlo. Después, cuando ella lo vió alejarse, acelerando .duro, adi­ vinó que un semillero de alegrías comenzaba a brotar en la so­ ledad de sus veintiséis años. Lo otro fue fácil: las idas al correo del pueblo, las mar­ garitas sobre la oreja, la bondad creciente de Tino, las palabri­ tas turbadas, el olvido del defecto físico. Una tarde ella le dijo que la gente estaba bochinchando y que aunque ella era así como era, también tenía que saber mantener su nombre en buen sitio. Que si papá Moncho lo lle­ gaba a saber . . . ¡bendito! El sólo tenía tercer grado, pero com­ prendió y dijo que sí, que la iba a visitar, y así lo hizo. Enton­ ces fue que las voces galoparon ruidosamente en la comunidad: — Tino pidió la coja de Moncho. — A lo mejor ya la . . . — Estaría jumo. ¡Le gusta el palo! — Ella está loquita por coger marío. Tino sabía que las cosas .andaban-calientes en la lengua

52



del barrio. Por eso, cuando algún curioso lo acorralaba, solta­ ba su invariable sentencia: — A ustedes no se les pué hacer caso, son como la hoja del yagrumo. Y él mismo fijó la fecha de la boda. Sería un sábado. A Chela, las noches se le estiraban como caminos. Cuan­ do ponía la cabeza en la almohada, un hormiguero de pensa­ mientos le mantenía despierta. Lo que le dijo Petra: — Ese hombre no te conviene, es mayor que tú un mon­ tón de años. Lo que Antonia le advirtió: — Tino siempre ha sío un perdido... cuidao tú. Lo que le sugirió Andrea: — Mejol es que lo dejes, lo que quié es pasal el macho contigo. Lo que le contó Pancha: — Le he conocí o como mil mujeres. Lo que se atrevió a insinuar Felipa: — Tú y él parece que ya . . . ¿no? Lo que Petra le advirtió esta mañana: — Cuidau no te deje plantá... Lo conozco como a mis manos. Chela logró contestar: Yo también lo conozco. Entonces la otra articuló las palabras lentamente, como si regustara en ellas alguna sabrosa experiencia: — Pero no tan bien como yo. 54


Por momentos, Chela llegaba a pensar que era un absur­ do condenar a un hombre a vivir con ella. Los muchachos nun­ ca le habían mostrado apego, pero ella no les tenía resentimien­ to. De todos modos, ellos querían unirse a muchachas “ norma­ les,” y eso era lo más natural del mundo. Pero era natural tam­ bién que ella quisiese formar un hogar, y era natural también que soñara con tener niños hermosos que compensaran plena­ mente sus amarguras de siempre. Y ahí estaba Tino, dispuesto a hacerla feliz. Muchas veces había pensado romper con Tino, pero sabía que él realmente la quería y que era una cobardía suya abandonar la empresa. La madre le había aconsejado, por la tarde: — No debieras enrearte tan pronto, mi ja, yo tú espera­ ría un poco más. — No desconfíe tanto, mamá, yo sé porqué lo dice. — Es por tu bien, eres una chiquilla y no conoces . . . — ¿Chiquilla con veintiséis años? Soy una mujer com-

55


pleta. No importa que me . . . que me haya pasau lo que me pasó. La madre tenía surcos en la frente, abiertos por el arado del tiempo. Dijo: — Tiene mala fama, Chela. Tino tiene mala fama. La hija protestó: — ¿Mala fama? Tiene mala fama porque las mujeres son sobrás con él y él no les hace caso . . . Coge a Petra por ejem­ plo. Está loca por él. — No creo que sea por eso. Tino bebe. — Porque se siente solo— atajó Chela— . Porque no hace otra cosa que trabajar y trabajar y porque se siente solo . . . Deja que nos casemos... ¿A que no se fijan en lo trabajador que es? — Tú no tienes experiencia. — He sufrió ya bastante, déjenme ser feliz. Esperando ansiosamente el día de la boda, Chela se de­ batía entre las sombras, estirando la noche hasta fundirla con la madrugada. Su cerebro repetía una de las frases de Petra obstinadamente: — ¡Cuidado que no te deje plantá!

La brisa andaba agachada entre los pastos y revolvía el polvillo de los terrones en la ladera. El crepúsculo ponía tintes rojos en las agujas de los pinos, y convertía en manzanas a los caimitos, y ruborizada la faz del río. Chela escuchaba el chancleteo de dos primas en la sala; preparaban los adornos de la casa y hablaban incesantemente de que ellas también se habían casado y que los maridos les habían salido como bueyes mansos al trabajo, y que el matri­ monio es cosa grande si se sabe mantener en su punto. 56


Sentada en el balcón, esperando la hora propia para em­ perifollarse, Chela advertía con cierta ansiedad cómo las cre­ cientes sombras engullían los yagrumos en el monte. Dudaba. Era absurdo, pero dudaba. ¡Qué angustia! Y, sin embargo, el crepúsculo ponía tintes nuevos en sus ojos. Al fin la noche entró de lleno, surcada de ladridos y de lejanos cantos de gallos. Media luna, arriba. La casa palpitaba de invitados. Chela, en el balcón, mi­ raba a la carretera por donde vería aparecer el carro que trae­ ría a su prometido. El tropel de voces en la sala le causaba una consternación sin término. Nunca se había sentido centro de actividad alguna, y ahora, en esa algarabía que salía a chorros por las ventanas, había un tácito homenaje a su dicha. Por otro lado, eran ya las siete y el novio no se había presentado. Las voces fueron perdiendo entusiasmo; la algarabía, con el correr del tiempo, fue languideciendo paulatinamente. Quedaron zumbando los comentarios en voz baja, los ojos in­ terrogantes, el movimiento escéptico de las cabezas, la com­ prensión sin límites de los viejos. Salpicaban como gotas las voces de los niños. Un recién nacido desgajó un gu-guaaaa has­ ta ponerse morado, pataleando entre los brazos de la madre que le hamaqueaba y le decía “ bay, bay, bay” aniñando la voz. La novia creía percibir la mirada preguntona de los in­ vitados. Los faroles de un carro iluminaron la carretera y des­ cubrieron trozos de árboles y piedras y cercas desvencijadas. A Chela se le contuvo la respiración. Sonrió. Después escuchó el golpe metálico de una puerta al ce­ rrarse, y en seguida vio aparecer, deshaciendo sombras sobre el camino, una figura cuya vestimenta se destacaba por su blancura. Ella reconoció de inmediato el andar de su hombre. 57


Podía advertir los zapatos 'blanquísimos empujando hacia ade­ lante el tropel de sombra. Y no pudo evitarlo: se viró hacia los invitados, quienes se habían reanimado con la llegada del automóvil: — ¡Está ahí! ¡Tino está ahí!— dijo apretadamente. Los más curiosos se agolparon murmurantes a la puer­ ta. Un viejecito se allegó a Chela y le susurró, poniendo suave­ mente la mano sobre el hombro de ésta: — Yo lo decía. Tino no es lo que dicen. Cuando el novio subió las escaleras, los demás hombres pulularon a su alrededor, admirándole sin reservas la ropa. El era el novio y tenía que ser bien simpático y le estrechó la ma­ no a todos— tieso dentro de su traje que se paraba solo— , y luego se dirigió tímidamente hacia Chela y le sonrió, moviendo la cabeza en señal de saludo. Después, tomando la mano de ella, entró con Chela a la sala, donde fueron recibidos con visibles gestos de aprobación: ¡Linda pareja, concho! 58


— La condená se salió con la suya. — Cá guaraguao tiene su pitirre. — Traje lindo el de él. — ¿Y el de ella, dónde me lo deja? Entonces el novio se empezó a sentir importante y se pavoneó, y preguntó, secándose el “ emborujo” de sudor con su pañuelo también blanco. — ¿Están listos Doña Merce y Don Goyo? El cüra nos está esperando. Los padrinos dijeron que sí y él advirtió, manipulando el nudo de la incómoda corbata: — En mi carro van ustedes y los suegros. Los demás pue­ den ir en las pisicorres de Toño y Carmelo. Se discutió el asunto y todos estuvieron de acuerdo en que habría transportación suficiente. Y empezaron a salir de la casa atropelladamente. Por un momento— como si despertara de un sueño gra­ to— Chela tuvo absoluta conciencia de lo que el matrimonio podría significar para una inválida. ¿Podría ella, en realidad, desenvolverse felizmente al abordar sus futuras obligaciones de esposa? Apretó las muletas contra su cuerpo hasta hacerlas cru­ jir. Otra pregunta, surgida como para consolarse, le llenó la mente: ¿Y por qué razón no? La saboreó repetidas veces, bus­ cando en ella el gusto a la seguridad: Vamos a ver, ¿por qué razón no? Sin embargo, tuvo otro apretado momento de duda. Los músculos se le pusieron rígidos y casi abrió la boca para renunciar a todo. Dudaba. Una vez más dudaba. Y otra vez la pregunta: ¿Tenía derecho a ser feliz? 59


Como secuela, vino la afirmación: Tengo derecho a ser feliz. Y la certidumbre de ese derecho le iluminó repentinamen­ te, como luz mañanera arrojada sobre su indecisión. Bajaba ahora la escalera, ayudada por la madrina y el novio, quien no tenía ojos sino para admirarla. /Tengo derecho a ser feliz, tengo derecho a ser feliz! pensaba fervorosamente, como si rezara. Sintió en su brazo la mano fuerte y tibia de Ti­ no y reconoció en su amor, una vez más, definitivamente, la clave infalible de su felicidad. Entonces Chela sintió otro despertar: el experimentado después de una pesadilla. Y se esforzó por contener los repen­ tinos deseos de abrazar y de gritar su alegría a voz en cuello. Miró al novio, falsamente tímida, y sonrió. Enardecidos por los comentarios de los invitados que les seguían en bulliciosa cola, los novios se dieron a destrenzar el camino que, silenciosamente, apuntaba hacia el porvenir.

60


LOS AUTORES

JUAN MARTINEZ CAPO El autor de La rifa es un joven poeta y periodista puertorriqueño. Trabajó en la redacción de el diario El mundo y ahora es Jefe de Redacción Nocturno de dicho perió­ dico. En 1954 el Instituto de Literatura le concedió uno de los premios de periodismo por su columna semanal Temario isleño. Es­ ta columna de El mundo que, lamentable­ mente, ya no se publica, trataba sobre acti­ vidades literarias, artísticas y culturales de la vida puertorriqueña. Juan Martínez Capó fue por varios años presidente de la Sección de Literatura del Ateneo Puertorriqueño. Ha empezado a interesarse en el género del cuento, y La rifa es una de sus primeras experiencias en ese campo. Sus poemas han aparecido en varias revistas del país. Su libro de poemas Viaje, lo publicó la Editorial Asomante en 1961. Esta es la primera vez que el joven poeta colabora en uno de los libros preparados por la Sección de Editorial de la División de Educa­ ción de la Comunidad.

61


Se le han estrenado o publicado aquí y en el extranjero otras obras suyas de teatro: Los soles truncos, Un niño azul para esa sombra,

La muerte no entrará en palacio, La casa sin reloj, Carnaval afuera, carnaval adentro, El apartamiento y Mariana o el Alba. Marqués fue fundador y director del Teatro Experimental del Ateneo hasta 1954. Ha publicado dos libros de cuentos: Otro día nues­ tro y En una ciudad llamada San Juan. Su novela La víspera del hom­ bre ha ganado dos premios, en Puerto Rico y en los Estados Unidos. Desde 1950 trabaja en la División de Educación de la Comuni­ dad. Ocupa actualmente el cargo de Editor o Jefe de Editorial en di­ cha agencia.

EMILIO DIAZ VAL CARCEL El autor de Chela es el más joven de los cuatro escritores que colaboran en este libro. Después de haber cursado estudios en la Es­ cuela Superior de la Universidad, ingresó en el ejército en 1951. Es­ tuvo en Corea, donde fue corresponsal de guerra de la revista Presente. La vida brutal del frente de batalla hirió hondamente su sensibilidad, dándole temas que luego había de llevar a varias de sus creaciones literarias. Ha publicado cuentos en las revistas puer­ torriqueñas: Puerto Rico Ilustrado, Alma Latina y Asomante. Ingresó en la Universi­ dad de Puerto Rico en 1954, como estudian­ te regular. A mediados de 1955 empezó a trabajar como escritor en la Sección de Edi­ torial de la División de Educación de la Co­ munidad, y siguió tomando algunos cursos universitarios por las noches. En 1955, su cuento La mala noche obtuvo un premio en el concurso literario auspiciado por la Uni­ versidad. En 1958 la Editorial Arrecife de Mé­ xico publicó su primer libro de cuentos in­ titulado El asedio, el cual ganó Premio del Instituto de Literatura y en 1963 Ediciones Taurus de España publicó su segundo libro de cuentos Proceso en diciembre. Tiene una novela terminada, Muere Salcedo, y otra en preparación.

62


EDWIN FIGUEROA Edwin Figueroa, autor de El rebelde, es un joven cuentista puertorriqueño. En 1953, su cuento Aguinaldo Negro ganó el primer premio en el Concurso de Navidad celebrado en el Ateneo Puertorriqueño. Más tarde, el cuento premiado lo publicó la revista puerto­ rriqueña Asomante. Posteriormente se pu­ blicó su libro de cuentos Sobre este suelo. Figueroa trabajó por varios años en las oficinas de análisis del Consejo Superior de Enseñanza y ahora es profesor en la Univer­ sidad de Puerto Rico. Por primera vez aparece un trabajo suyo en nuestra serie de Li­ bros para el pueblo. El cuento El rebelde fue escrito especialmente pa­ ra este libro. Sin embargo, el autor tenía ya interés en abordar el te­ ma desde mucho antes de que se le solicitara colaboración para Cuatro cuentos de mujeres. Fue un hecho feliz que los planes de nuestra Uni­ dad de Editorial coincidieran con el plan previo del autor para su cuento.

RENE MARQUÉS René Marqués, autor de El “ milagrito” de San Antonio, es un dramaturgo puertorriqueño. En 1947 el Instituto de Literatura premió un trabajo suyo sobre teatro, que apareció en el periódico El mundo. En 1949, su cuento El miedo obtuvo el premio único en un- concurso del Ateneo Puertorriqueño y en 1956 dos de sus cuentos fueron premiados en el concurso de Cuentos del Festival de Navidad. En 1950 estrenó en el Teatro Universita­ rio su obra de teatro El sol y los MacDonald. La Carreta, su drama sobre emigrantes boricuas, se estrenó en Nueva York en 1953. Luego se produjo aquí en el Teatro Experi- ¡ mental del Ateneo, en el Teatro Tapia de San Juan y en el Teatro Alcázar de Caguas. A fines de 1954, La carreta volvió a produ­ cirse en la ciudad de Nueva York y en 1957 en Madrid. En octubre de 1956 estrenó en* el Teatro Tapia de San Juan su drama en inglés Palm Sunday (Domingo de Ramos).

63


Editor

René Marqués D iseñador G rá fico

Tufiño ilustradores o D ibujantes

Rafael Tufiño José Meléndez Contreras Antonio M aldonado Carlos Rivera Portada

Isabel Bernal




Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.