El hombre de la sonrisa triste

Page 1

SONR ISA ? TRISTE!

LIB R O S

P A R A E L P U E B L O , N o . 19



E L H O M B R E D E LA S O N R IS A T R I S T E

DEPARTAMENTO DE INSTRUCCION PUBLICA DIVISION DE EDUCACIÓN DE LA COMUNIDAD PUERTO RICO - 1963 SEGUNDA EDICIÓN- 1 9 6 8


ESTE E JE M P L A R DE EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE ES P R O PIE D A D D E :

NOMBRE DE LA FAMILIA

EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE ES OTRO LIBRO DE LA SERIE DE LIBROS PARA EL PUEBLO QUE PUBLICA LA D IV IS IO N DE EDUCACION DE LA C O M U N I D A D D E L , D E PAR TAM EN TO , DE INSTRUC­ CION PUBLICA. LEALO USTED Y DESELO A LEER A SU FAMILIA. PRÉSTESELO A SU VECINO SI EL NO LO TIENE. PARA SU BENEFICIO Y EL DE LOS SUYOS ACUDA SIEMPRE CON SU FAMILIA A LOS CIRCULOS DE LECTURA QUE SE CELEBRARAN EN SU BARRIO.


EL H O M BRE DE LA SONRISA T R IS T E

por René Marqués

¿M e estaré poniendo viejo ?, y miró sus manos duras, enca­ llecidas, poderosas. Las abrió y cerró intermitentemente ob­ servando la flexión de los músculos en el dorso, y las venas que se hinchaban para luego volverse tensas com o cuerdas de ma­ jagua, y los nudillos como roca, o como ausubo quizás. No, no eran manos viejas, aunque tampoco jóvenes, más bien maduras, en el apogeo vigoroso de la edad media del hombre que trabaja, que ha trabajado desde joven. No, más, más atrás: manos que supieron del trabajo desde su víspera de hombre.


Desde siempre, entonces. ¿Desde siempre? Inmovilizó sus manos y dejó de mirarlas, aunque sus ojos se­ guían fijos en ellas. Pero toda su voluntad estaba ahora concen­ trada en el acto insólito de sentirse, de sentir su ser dentro de su propio cuerpo que él sabía grande, aunque no con las formas del que ha cultivado su desarrollo, sino cuerpo en una pieza, macizo, como tallado por el viento, y la lluvia, y el sol y la tierra. Y la vida: en bloque. Sentía la sangre deslizarse bajo la piel, haciendo latir sus sienes, circulando libremente, sin obstáculos. Y sus músculos, alertas al mandato de su voluntad. No, nada había viejo o deca­ dente en aquel cuerpo que albergaba su propio ser. Pero llega un momento en que el hombre mira al mundo y a la vida y siente, asi, de súbito, que algo se ha perdido en su relación con el mundo; que se ha dislocado la sincronización que mantuvo siempre con la vida de los otros. Es un momento terrible en verdad. Y surge la pregunta angustiosa: ¿Me estaré poniendo viejo ? Ya no había nada más que buscar o sentir dentro de su cuerpo; nada en él que fuese alarmante, y dejó su voluntad libre para que se volcara, en parte, sobre el mundo exterior. Alzó la cabeza y miró al mundo que en ese instante estaba circunscrito al paisaje familiar del camino, las lomas suaves y femeninas, el pequeño valle salpicado de casas dóciles. Y un cielo de azul eterno. Era el mando de siempre, el suyo, pequeño y familiar. Y, sin embargo, su mirada parecía descubrir ahora cierta característica extraña, ajena. O quizás no fuese su mirada la que eso descubría, porque no se trataba de algo físico, tangible, sino más bien de una sensación indefinida, que llegaba a él mezclada con frases



oídas meses atrás: Don M anuel, perdone, p ero son los vecinos los que tienen que decidir. -D on Manuel, los vecinos creen . . . -D on Manuel, es mejor esperar a ver qué dicen los vecinos Frases así, que en los últimos tiempos se oían con frecuencia y que él había tratado de asimilar, comprender. Pero le parecían pueriles pues él siempre había decidido por los vecinos, habiendo dedicado su vida -lo creía así- precisamente a eso, a servir a sus semejantes. -N o hay nadie que no le esté agradecido. Y que no le aprecie. Pero no se trata de gratitud ni de amistad, Don Manuel. Vea us­ ted, se trata del proceso democrático . ¿Democrático? El jamás se consideró un reaccionario. Siem­ pre creyó en elecciones libres. Siempre jugó -a su mejor enten­ d er- limpiamente en política. Siempre ayudó a todos, pobres y ricos. -N o es eso, Don Manuel. Se trata de un problema de liderato. Usted, como vecino y amigo ha hecho mucho bien. Pero como lí­ der . . . Bueno, sus métodos no son democráticos. Y las frases que le venían a la memoria se iban ahora concen­ trando en una sola voz, la voz de Juan, el nieto de Don Fidel. Era un chico espigado, de ojos grandes y soñadores; un muchacho casi triste de tan serio, pero amable y cortés, no con los arranques de soberbia de otros jóvenes. Y menos aún con esa grosera aspere­ za en su trato, ni con ese materialismo y cinismo que tenían otros,


quienes, como este Juancho, habían ido a guerras lejanas, a pelear y sufrir, y destrozar sus espíritus. No, el nieto de Don Fidel había sufrido, com o los otros, en la guerra, pero el dolor no le había endurecido, sino que, de algún modo, le había purificado, hecho más hombre, más humano, más limpio y entero de espíritu. Como si sus virtudes de hombre, de hom bre verdadero -n o de mero animal m ach o- se hubiesen cuajado del todo, madurado, en el doloroso crisol de la guerra, que a tantos otros destrozó cruelmente. Y es que quizás sea el dolor la prueba definitiva, la prueba suprema para que el ser humano sepa qué es él en verdad: hombre o animal, hijo de la luz o de las tinieblas, creatura de Dios o puñado de tierra sin posibili­ dad alguna de redención. Y de esa prueba suprema había surgido Juan -el Juancho aquel que todo el barrio recordaba correteando alegre en sus años de chiquillo- ahora maduro de espíritu, denso de humanidad, lleno de comprensión y de amor por los suyos.


-Después de conocer al noble pueblo de Corea, he aprendido a ver en el ser humano una dignidad que antes yo no era capaz de apreciar, Don Manuel. -P ero Juancho, los demás muchachos del barrio dicen que aquel es un pueblo demasiado pobre, que la gente vive en la más espantosa miseria, que no conocen siquiera las máquinas, ni la higiene . . . Juan lo miró con aquellos ojos grandes que se hacían ahora más tristes, y más infinitamente compasivos. -A qu ellos que midieron a Corea en términos de dólares y centavos, de duchas e inodoros, de cocinas eléctricas y televisores, no conocieron al pueblo coreano. Esos que tienen semejante me­ dida para juzgar a un pueblo, jamás sabrán lo que es el valor de un ser humano. Yo vi miseria en Corea, miseria y hambre, en medio de la más espantosa de las guerras. Vi allí sufrir como jamás aquí en mi tierra vi sufrir a nadie. Pero detrás de aquella miseria, de aquel dolor, había un pueblo de cultura milenaria, un pueblo noble y digno, que había conocido la sabiduría de la vida. Y la felicidad, a pesar de su estrechez económica. Allí aprendí a no juzgar a los pueblos por el número de duchas, o inodoros, o carreteras, o televisores, o dólares que puedan poseer sus habitan­ tes, sino por los valores espirituales, por la filosofía de vida, por la actitud de dignidad y nobleza de sus hombres, mujeres y niños ante Dios, ante ellos mismos y ante los demás seres humanos. Juancho hablaba serenamente, aunque a sus ojos se asomaba una luz extraña, esa luz que da la fe en el ser humano cuando se descubre que hay en él tesoros de amor y comprensión, y sabiduría.



Por eso le digo, Don Manuel, que hay que tener fe en el pueblo. No porque así lo diga una doctrina política, sino porque el pueblo está compuesto por seres que son hijos de Dios. Y tenemos que creer en la capacidad de cada uno de esos seres para encontrar dentro de sí fuerza, voluntad, dignidad e ideas sabias con qué enfrentarse a los problemas de la vida. Juan se había casado y tenía dos hijos pequeños. Pero, contrario a muchos jóvenes, no abandonó la tierra. Trabajaba la parte de la finca que le había asignado el abuelo y que algún día sería suya. No eran muchas cuerdas. Y, sin embargo, él, más capacitado quizás que otros para buscar vida distinta en la ciudad, o en los Estados Unidos, trabajaba aquella tierra con fervor y alegría. -N o te vas a hacer rico en la tierra, Juancho. -N o deseo hacerme rico, Don Manuel. - Y Juan sonreía, esta vez casi con malicia.- Quiero conservar en paz mi espíritu. Eso, para mi, es la felicidad y la riqueza. a

El no sabía de dónde Juan sacaba tiempo y energías, pero lo veía en todas partes, multiplicando su actividad: en las consultas con los vecinos, en la ayuda a unos y a otros, en el consejo prudente en el instante preciso. Y ello, sin descuidar a su familia, sin aban­ donar tampoco su labor en la tierra que quería entrañablemente. Como si aquella tierra pobre tuviera espíritu. Y quizás lo tuviera, porque la labor agrícola de Juan siempre daba los mejores frutos! com o si la tierra, sensible, quisiera demostrarle a él, sólo a él, un hondo agradecimiento por la ternura de su trato. -Caramba, Juancho, ¡qué suerte has tenido este año con la


4

cosecha! Y Juan sonreĂ­a, con aquella sonrisa que todos interpretaban como triste. -N o es suerte, amigo. Es el modo de labrar la tierra. Y es *

tambiĂŠn el abono, y el insecticida. Es todo eso, pero eso sĂ­, hecho con fe, y entusiasmo, y amor.


Había en Juan, en todo él, algo com o de misionero, aunque no estaba identificado de modo obvio con secta alguna, y raras veces mencionara a Dios. Su misión no era sectaria, sino huma­ nitaria, lejos de él los sentimientos de aquellos que fanáticamente pretenden atraer adeptos a su causa por medio de la coacción, o la demagogia, o el odio, o la intolerancia. A Juan no le importaba la religión de los otros, ni sus afiliaciones políticas, ni sus razas, ni


sus posiciones sociales o económicas. Para él cada hombre, mujer o niño era un ser humano con una chispa divina dentro de sí, con un fondo de bondad y sabiduría que había que encontrar, sacar a la superficie, activar para el bien del propio individuo y de la humanidad toda. -D on Manuel, los vecinos solicitan una reunión.. . Desde donde estaba sentado, a cam po abierto -con sus grandes manos entrelazadas ante sí- le parecía aún ver la sonrisa triste de Juan cuando pronunciaba esas palabras. Pero ahora estaba solo. El sol, con gravedad casi litúrgica, descendía tras la montaña, cumplida su misión de dar luz a otro día nuestro. Se puso de pie. Era la hora. Lentamente descendió al valle amado y familiar para asistir a la reunión que Juan y los vecinos habían solicitado.

Sentía desconcierto e irritación. A pesar de que la noche era apacible y las estrellas brillaban en un cielo benévolo, y la luna anunciaba ya su pronta aparición. El círculo de hombres y mujeres de todas las edades se ensan­ chaba bajo el tamarindo centenario. Y él sólo era uno más en el círculo. Se sentía un poco perdido, puesto que no ocupaba el acos­ tumbrado sitio presidencial, y era que aquí, en el círculo, no había sitial de honor. Y echaba de menos la mesa ante la cual se sentaba siempre, la mesa que era como una valla protectora entre él y los demás, sobre la cual podía dar un manotazo para imponer el orden, o para disimular un error que él mismo cometiera, o para subrayar una frase de su propio discurso demoledor. La mesa, que era a



m odo de sím bolo de su autoridad. No sabía qué hacer con sus grandes manos ahora, sin mesa donde descansarlas, y las en­ trelazó frente a él, apretándolas tensamente, para desahogar en ellas su desconcierto e irritación. Hacía ya rato que había rendido su propio informe sobre el desvío del camino, aquel proyecto que él creía importante, quizás porque se le había ocurrido a él, o porque el alcalde del pueblo había prometido su ayuda. Algo más que él traería al barrio. Y que, de todos modos, beneficiaría a la comunidad. En otros tiempos, rendido su informe, apenas si habría sido necesario prolongar la reunión, porque todos habrían estado de acuerdo. Pero hoy su informe fue sólo el comienzo de una larga discusión. Todos tenían algo que decir, y parecía que nunca se iban a poner de acuerdo. Tuvo tentaciones de gritar: ¡Basta ya de tonterías! El desvío del camino es lo que conviene. Pero sus ojos tropezaron con los de Juan, y se contuvo. -B ie n - se d ijo - si es cosa de p erd er el tiempo, vamos a perderlo-. Y encendió un cigarro. Se había hecho el propósito de no prestar atención a lo que se decía, pero no pudo evitar percibir claramente algunos con­ ceptos vertidos por los otros. -E l agua, por suerte, no está contaminada. El análisis dio negativo. De modo que, por ahora, no es problema. -E l camino sí es problema. Pero no debemos precipitarnos. En los planes del gobierno hay prioridad para una carretera rural que se empezará el año que viene. No vamos a duplicar el esfuer­ zo del Departamento de Obras Públicas. Es mejor dedicar nuestro


esfuerzo y nuestras energías en otra cosa. -;.Y quién garantiza que esos planes sean ciertos? -L a comisión que fue a la capital con Juan vio los planes. El empleado del Departamento de Obras Públicas dio su palabra. Por poco se le cae el cigarro de la boca. ¡Los vecinos sabían más que él de los asuntos del barrio! ¡Habían hecho analizar el agua! ¡Habían ido en comisión a San Juan para el proyecto del cam ino! Y él, el líder, ni siquiera estaba enterado de aquellos planes. El alcalde tampoco había hablado de eso. ¿Pero es que el alcalde sabía algo al respecto? Bueno, sobre todo, ¿por qué no le habían consultado? ¿Qué era eso de obrar en grupo sin consultarle a él? Hombre -le dijo una voz interior, que podía ser su concien­ cia - ¿de qué te quejas ? En los últimos meses has estado metido en dem asiados líos políticos en el pueblo. A penas te dejas ver en el barrio. ¿Qué quieres ? ¿Que se pudra la gen te p orqu e tú no tienes tiempo de atender sus oroblemas ? Mordió la punta del cigarro con rabia. Se sentía descontento. Aunque no sabía en verdad si ese descontento era por los demás o por si mismo. Echó al aire una tremenda bocanada de humo y cruzo los brazos sobre el pecho. Las voces seguían llegando a él con claridad. Ahora oía la del viejo Rafa. -M as que caminos y cosas materiales, este barrio necesita cosas que sean buenas para la mente y el espíritu, cosas que ayuden a no embrutecernos. Yo recuerdo que en la época cuando el tabaco era aquí una industria, había una cosa buena en la fábrica: el lector. Este era un hombre que leía libros en voz alta mientras los demás trabajaban. Los salarios eran bajos y las condiciones de trabajo, pésimas. Eso es cierto, y nadie echa de



menos esas condiciones malas. Pero los trabajadores aprendieron muchas cosas buenas de lo que el hombre leía en voz alta. Apren­ dieron, inclusive, cosas que les ayudaron a echar por tierra las cosas malas de aquella época. -H o y tenemos radio y televisión, abuelo -d ijo alguien. -S í, sí. Radio para Cha-cha-chá y televisión para llanteras de mujeres histéricas. Eso no sustituye a los buenos libros, mi hijo - ripostó el viejo Rafael-. Los libros aquellos hablaban cosas de justicia y sabiduría que llegaban al alma, cosas que nunca he podido olvidar. Yo propongo que en este barrio se organicen gru­ pos para leer buenos libros en voz alta, como antes. Calló el anciano. Hubo un silencio corto y luego un murmullo de comentarios. Sobre éstos se oyó la voz pausada y firme de Juan. -D o n Rafael, a mi ver, ha traído a nosotros un problema de suma importancia. Creo que debemos estudiarlo seriamente. En el mundo de hoy todo parece mover al hombre a considerar sólo sus problemas materiales. Es cierto, creo, que el hombre ha descuidado su espíritu y su mente. Se ha dicho que no sólo de pan vive el hombre. Puede, incluso, que la obsesión del pan, de lo material, mate espiritualmente al hombre. La felicidad, después de todo, no nos la da exclusivamente la materia. Un hombre de espíritu rico y bolsillo pobre está quizás más capacitado para conocer la felicidad que aquel de bolsillo rico y espíritu demasiado mezquino. De inmediato, se prendió la discusión. El seguía mordis­ queando su tabaco, irritado por la tontería de Juan de traer allí problemas filosóficos. ¡Cuán inútiles! El conocía a su gente. A la postre se inclinarían por la materia, es decir, por todo lo que


1

i

significase comodidad material o dinero. A barriga llena, corazón contento. Esa era la única filosofía que entenderían ellos. ¡Si lo sabría él! No eran mala gente, claro. Eran sus vecinos y amigos. Pero estaban demasiado em brutecidos por el afán de comer y tener comodidades físicas para preocuparse de estimular sus mentes y de alimentar sus espíritus. Después de todo, él podía comprenderlo. ¿No era él mismo, si se miraba bien, un materia­ lista? ¿No lo eran todos? De pronto, sintió una aguda desazón. ¿No había dicho precisa­ mente el viejo Rafa que ellos necesitaban “ cosas buenas para el



espíritu, cosas que ayuden a no embrutecernos” ? Antes él se había preguntado: ¿M e estaré poniendo viejo ? Ahora, y a pesar suyo, se formuló a sí mismo otra pregunta:¿M e estaré poniendo bruto ? Revolvióse molesto en su asiento, tiró el cabo del cigarro y lo aplastó con el tacón del zapato. ¡Malditas tonterías las que se le ocurrían esa noche! Y todo por culpa de Juan. ¿Por qué los de­ más no terminaban aquel inútil parloteo? Pero los demás no tenían intenciones de terminar, y era obvio que no tomaban como “ parloteo” sus propias deliberaciones. Hom­ bres y mujeres, viejos y jóvenes, discutían seriamente sobre el espíritu y la materia, la vida y la felicidad humana. Nada, hom­ bre, que todos se habían metido a filósofos. Y filosofaban de lo lindo. Se asombró de oir ideas y palabras que nunca imaginó pu­ dieran salir de labios de sus vecinos. Hasta el más tosco de todos, Roberto, el bizco, bebedor y pendenciero, hablaba de que hacía falta enseñar a los niños más religión y más moral; cultivar en ellos los valores del espíritu. -Que se miren en mi espejo. Si alguien cree que va a ser feliz siendo como soy, se equivoca. Si yo fuera feliz, no necesitaría beber y jugar y pelear para sentirme vivo. Pero la verdad es que nunca aprendí que la vida pudiera dar más que aquello que se consigue por medio de la fuerza bruta o del dinero. Oía todo aquello y no salía de su asombro. Miró entonces a Juan, el Juancho de rostro serio y apacible. Y descubrió su son­ risa. Y era com o si aquella sonrisa que él siempre juzgó triste fuese una fuente de inspiración para los otros. Como si en la son­ risa de Juancho encontrasen los vecinos inspiración para sacar a la superficie lo mejor de ellos mismos.


¡Cuán distintas las reuniones que él dirigía en el barrio! En ellas siempre él traía un problema, pero con su solución ya decidida. El problema escogido por él mismo siempre se enfocaba hacia dos conveniencias: la conveniencia política o la conveniencia económica. Era cosa de dar a los vecinos alguna cosa material y al mismo tiempo sacar partido político por eso que se daba. Así creía el que se había hecho siempre. Pero nunca, con aquellos viejos métodos de liderato, había llegado él al corazón, al alma de su gente, como llegaba Juancho en esta reunión. Es más, nunca conoció en verdad a sus vecinos com o se mostraban ellos esta noche. Por ejemplo, ¿cuándo Marcela Sánchez había abierto la boca en una reunión de vecinos? Pues allí estaba, hablando con voz firme y ademán decidido. -Y o -decía M arcela- estoy de acuerdo con Roberto. Ahora, que la religión es mayormente responsabilidad de los padres, es un problema del hogar. Podemos reunirnos los padres y hablar sobre el problema. Pero en cuanto a lo que dijo Don Rafa, todos los vecinos debemos organizar esa actividad de leer buenos libros en voz alta. Lo que me preocupa es el sitio. No hay ningún sitio cubierto donde podamos reunirnos muchos. Don Rafa se puso de pie. -Sobre eso -d ijo - tengo una idea. Podemos entre todos cons­ truir un local; un rancho rústico que sirva para reunirnos, y que pertenezca a todos. Daniel Peraza pidió entonces permiso para hablar. -L a idea de Don Rafa es muy buena. Pero ya que nos metemos en un proyecto así, no debería ser un rancho, sino una



construcción mejor, que fuese duradera. -V olviéndose a Juan, preguntó-: ¿Qué tú crees, Juancho? Juan apoyó los codos sobre sus rodillas, meditó un instante y se dispuso a hablar. -C reo que el tipo de construcción dependerá del uso que se le vaya a dar al local. Por ejemplo, si fuese un sitio sólo para reuniones, un rancho rústico sería suficiente. Ahora bien, la primera proposición de Don Rafa abre varias y ricas posibilidades. Hay muchas cosas que pueden estimular la mente y nutrir el espíritu: libros, música, pintura, representaciones, conferencias, entre otras. Si nosotros intentáramos organizar un amplio pro­ grama cultural en nuestro barrio, sería mejor un local duradero, permanente, donde se dieran todas esas actividades. En otras palabras, si decidimos para qué queremos el local, podremos entonces decidir la clase de local que necesitamos. Fue entonces cuando se levantó Lito, el menor de los de Cheo, apenas un adolescente. Porque hasta los muchachos “ metían la cuchara” en esta reunión extraña. ¿Qué iría a decir aquel mocoso . Una idiotez, sin duda. Pero Lito dijo algo que probó no ser idiotez en absoluto. -Bueno, yo creo que, aunque sólo concentráramos en lo que dijo Don Rafa, la lectura de libros en voz alta, necesitamos algo más que una cobija. Los libros hay que tenerlos en un lugar apropiado; hay que clasificarlos y cuidarlos. El local vendría a sei algo así como una biblioteca, donde el que tenga un rato libre pueda ir a leer por su cuenta. Digo, aparte de las lecturas en grupo. r

El seguía observando a todos en silencio. Pero ahora estaba


en verdad interesado. Encendió otro cigarro, para contener las ganas de intervenir. Se había propuesto no meter basa en aquella reunión. Allá ellos que se las entendieran. Pero ya no podía menos que seguir con interés toda la discusión. Tontos -pensó. -¿Y de dónde diablos van a sacar los libros ?

Como si fuese un eco de su pensamiento, oyó a Cándida López preguntar: -¿ Y cómo vamos a conseguir los libros? -Escribiremos al Departamento de Instrucción -dijo alguien. -E so está bien -intervino Don Rafa-. Pero además, queremos otra clase de libros que probablemente el Departamento no tenga. Hay que buscar otras fuentes donde conseguir más libros. Y otra vez intervino Lito, el menor del grupo.



-S i consiguiéramos una lista de los escritores puertorriqueños, podríamos escribirle a cada uno y que cada uno nos enviara ejemplares de sus obras para nuestra biblioteca. -Buena idea. -Juancho, ¿podríamos conseguir esa lista? -Sin duda. Un problema llevaba a otro. Poco a poco surgían las ideas para ir solucionando uno, luego el otro, y el otro. No había ni siquiera que votar para decidir por mayoría. Las ideas de unos iban fundiéndose a las ideas de otros y al final la idea original, moldeada y enriquecida por todos, a todos en verdad pertenecía. Se nombró una comisión que se ocuparía de conseguir los libros. Luego se nombró otra que estudiaría la posibilidad de un programa abarcador para desarrollar distintas actividades cul­ turales en el barrio. Después que este último grupo rindiera su informe, los vecinos se reunirían para decidir la clase de local que la comunidad iba a necesitar de acuerdo a sus necesidades. El fumaba calculando que hacía más de dos horas que estaban reunidos. Muy largo tiempo si se comparaba con las reuniones que él presidía. Pero muy corto si se consideraban las cosas importantes que se habían discutido y decidido. Se asom­ bró de su propia paciencia y tolerancia. Al principio tuvo deseos de marcharse, pero no quiso hacerlo para no demostrar que estaba herido. Por eso se quedó, aunque sin poder ocultar su hosquedad, su entorunamiento, dispuesto a aburrirse él y a castigar a los demás con su silencio. Pero tenía que confesarse que no se había aburrido y que los demás no se sintieron molestos por su


obstinado silencio. Y ahora se preguntaba si quizás él no tendría que revisar sus propias ideas y actitudes. ¿Qué es, después de todo, sentirse viejo, sino sentir que uno no participa ya de las ideas, los goces y los dolores de sus sem ejantes? ¿Qué es sentirse em brute­ cido sino sentir que uno ha cerrado su mente y su espíritu a la luz de la fe, la bondad y la sabiduría de los otros? Quizás yo deba filosofar también un poco -pensó-. Quizás la rutina de mi vida me ha entumecido los músculos del alma. Casi se sobresaltó al oir su nombre. Era el viejo Rafa que a él se refería: . . . y aunque ha estado callado toda la noche, a todos nos interesa oir la valiosa opinión de Don Manuel sobre lo que aquí se ha decidido. Alzo la vista y encontróse con los ojos serenos de Juan. Y era como si fuese Juancho quien le pidiera opinión. Aunque todos los rostros estaban vueltos hacia él. Y su mirada fue recorriendo el grupo de facciones familiares. Y no había en los rostros fatiga, ni alteración por discusiones estériles, ni el temor de no agradarle a el, sino serenidad, una especie de sosiego y satisfacción que salía de muy adentro y que se reflejaba sobre todo en las miradas tranquilas, y quizás también en los labios que esbozaban sonrisas en distintas gradaciones de un mismo sentimiento. ¿Sonrisas tristes, quizás? No lo sabía. Pero aquellos rostros silenciosos y serenos, vueltos a él, le sobrecogieron un tanto, aunque luego se sintió conmovido porque estaban comunicándole , sin saberlo ellos, aquel estado de ánimo: una paz consigo mismo, una paz que vigorizaba todo su ser, alertando su espíritu. No estoy viejo,


I

f


después de todo -pensó. Pero ellos esperaban. Y él rompió su mutismo. -M e parece muy bien lo que ustedes han decidido en esta reunión. Y la reunión en s í ... -D u dó un instante. Tuvo que hacer un último esfuerzo. Pero al fln lo dijo, lo dijo honradamente, tal como lo sentía-: Me parece que es la mejor reunión a la que he asistido en mi vida. Se sintió liberado. Una callada fuente de fe había empezado a emanar de lo más profundo de su ser. Estrechaba las manos de los que se despedían y repetía en voz alta: Buenas noches, con entonación nueva, porque no era ahora una mera frase de cortesía, sino que esta noche era en verdad buena, con una bondad que venía a ellos de otros siglos, de la historia y la cultura de los suyos, de raíces remotas que él había olvidado. Hasta mañana. Que descanse. Que Dios lo bendiga. Frases que adquirían nuevo signi­ ficado, como si él fuese niño otra vez, y ellas hubiesen sido pro­ nunciadas por sus padres, o los padres de sus padres. Porque ahora sabía que en realidad había un mañana, y un descanso bueno dentro de sí y algo así como la bendición de Dios en su alma. La luna iluminaba su figura grande y recia, solitaria ya, porque los demás se alejaban dispersando sus sombras en la campiña nocturna. Pero alguien se había quedado rezagado a sus espaldas. Sintió los pasos lentos y firmes, acercándose. Volvióse a medias y vio a Juancho, ahora junto a él. Se miraron en silencio. Y el otro dijo: -Citará usted para la próxima reunión, desde luego. Él asintió con un movimiento de cabeza, porque estaba


emocionado y no quería que las palabras le temblaran en su voz. Y vio a Juancho sonreir. Era la misma sonrisa de siempre, pero sólo ahora comprendió que no era un sonrisa triste. La veía diferente: una sonrisa feliz, la sonrisa de aquel que está en paz con los hombres y consigo mismo. En silencio se estrecharon las manos. Juancho se alejó en la noche tan apacible de luna. Y él, solo ya, sonrió a su vez.


Editor y Redactor René Marqués

Diseñadores Rafael Tufiño Antonio Maldonado

ilustradores Antonio Maldonado Carlos Raquel Rivera (Portad a In te rio r)

im p r e s o en p u e r t o r ic o p o r

RAMALLO BROS. PRINTING, INC.


»

!



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.