Tipos puertorriqueños: Prosa costumbrista del Siglo 20 (1968)

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r.PROSA COSTUMBRISTA

ipos DEL SIGLO 20

puertorriqueños

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INTRODUCCION En el Libro del Pueblo titulado Fiestas y Costumbres de Puerto Rico, que inició esta colección, hicimos una selección de prosa costumbrista del siglo XIX. Los trabajos allí reunidos

se centraron en la descripción de costumbres,' aunque uno de ellos, "El hombre velorio", también participa de esa otra moda lidad del género: la presentación de tipos.

Al hacer hoy un escogido representativo de la prosa costum brista en el siglo XX, hemos dado el énfasis a los tipos puerto rriqueños, completando así en esta colección ambas vertientes del costumbrismo. Cuatro de los autores representados —Melén-

dez Muñoz, José S. Alegría, Antonia Sáez y Amelia Agostini— nacieron en el pasado siglo, pero su obra pertenece de hecho al nuestro.

Entre los tipos figuran el alcohólico bohemio, de Meléndez Muñoz; el gallero, de Alegría; el "vate" trovador, de Antonia Sáez; la corsa, de Amelia Agostini; el tocador de guitarra, de Arana-Soto; el curandero de barrio, de Fonfrías; la loca del pue

blo, de María T. Babín; el piragüero, de Díaz Montero; el des

pedidor de duelos, de Díaz Alfaro; la árabe, de Ester Feliciano. Don Manuel Fernández Juncos, al comentar los valores de El Jíbaro de Alonso, auguraba que su valor aumentaría según

vayan las antiguas costumbres modificándose y desapareciendo .

Esta, indudablemente, es una de las virtudes del género costum brista: resulta ser un cofre donde se van guardando Im usos y

tipos de nuestra gente, tanto del campo como del pueblo, para nuestro deleite actual y el de las futuras generaciones puer o-

Para los que se interesan en la historia del costumbrismo en Puerto Rico, es lectura obligada el prólogo de Concha Melendez a la obra Galería Puertorriqueña, de Fernández Juncos, puoucada por el Instituto de Cultura en 1958.

Núm. 8/Julio de 1968

Esta serie. Libros del Pueblo,es publicada por el Instituto de Cultura Puertorriqueña


Santos Pitirre Miguel Melendez Muñoz

YO TENGO una cariñosa y profunda dilección por estos tipos callejeros, trashumantes incorregibles, que viven en completa

exención de preocupaciones, que ignoran las transiciones continuas de la forma poética y que no saben una jota de nuestras inútiles filosofías.

Santos Pitirre, fue un tipo popular en mi pueblo, y pasó a mejor vida en una fecha que nadie recuerda. Murió, como se muere todo el mundo, lo mismo los Santos de apellidos de plutocráticas

ejecutorias y felices que los miserables y tristes Santos Pitirre, o con cualquier otro apodo. Santos fue todo un carácter. Vio, cuando su vida declinaba,

que el trabajo, en su forma empírica, desgasta y aniquila, que consume las energías vitales, y que, cuando se ejerce en süs rudi mentarias modalidades, no reintegra en goces, bienestar y placeres

el esfuerzo que cuesta realizarlo. Santos debió pensar en plena madurez de su existir, algo así como esto que yo escribo ahora,

porque no solía trabajar por el tiempo que le conocí. Y bien pudo decir como aquel gracioso del cuento que al preguntarle uno: "¿Hombre, usted no siente ganas de trabajar?", contestó: "Sí, como no, las siento, pero me las aguanto." La vida de Santos merecía la partitura de los Tres Gorriones,

porque vivió como uno de ellos los últimos días de su vida. Guando yo conocí a Santos era ya un perfecto tipo alcohohsta.


El acné rosáceo de su nariz piramidal, ponía un manchón rojo en su rostro picaresco, abultado en la región ciliar, y sus espesos y enmarañados mostachos se asentaban sobre el pronunciado prog natismo de sus recias mandíbulas.

Por aquel tiempo los chicos de la escuela molestábamos a Santos con nuestras burlas, y en el punto más difícil de uno de

aquellos casus belli, se presentaba el cabo Arnejo, o el guardia Fa, un tipo especial de municipal bufo, y mientras nosotros nos decla

rábamos en escandalosa retirada, el polizonte decía a Santos:

—Vamos, Pitirre, a ver si os dejáis de contumelias y marcháis en el.acto para el depósito ...

Santos se cuadraba militarmente, saludaba a Fa, y exclamaba: —A la orden, mi general... De frente... malch.

Fa seguía adelante, orgulloso del servicio que había prestado, y Santos marchaba detrás, remendando el cómico y ridículo andar del polizonte. De pronto se detenía, miraba al guardia y lanzaba el evohé de sus bacanales callejeras: —Pitireeee ... Yooooo reepico, pues...

Fa daba media vuelta, y haciendo ademán de desenvainar el enorme espadón que azotaba los tacos de sus botas monumen tales, prorrumpía iracundo: 2


—Camine sin dilación, porque si no va usté a llevar una tollina fenomenal.

Santos volvía a cuadrarse y decía: —No hay novedá, don Fa. Doble cabesa variasión derecha... ¡Derechal Y entraba en la cárcel.

Santos gozaba de grandes simpatías entre las chicas de buena sociedad, a las que siempre lanzaba requiebros y piropos inocentes.

Claro está que esta simpatía era reductible siempre a que ellas le embromasen y amenizaran su tedio con las gracias de él, que poseía un repertorio de malas décimas, declamadas con voz aguardentosa. Un día iba Santos por una calle, caminando con su peculiar movimiento ondulatorio. Era día festivo y había un grupo de seño ritas endomingadas luciendo sus galas en un balcón. Cuando vieron a Santos le llamaron a grandes voces. —Santos... Santos ... Pitirre.

Santos se detuvo y saludó. —Buenas tardes, niñas.

—Díganos algo, Santos. Una canción, una décima — y corea ron su petición con una cascada de risas armoniosas.

El aspecto del pobre alcoholista era desastroso aquel día. La piel de su rostro brillaba con toda su turgencia, sus ojos tenían una mirada siniestra y su prognatismo era el de una bestia carnicera. —Como no, ya verán ustedes — exclamó Santos, y dijo: —¡Ay, qué niñas más hermosas!... ¡Ay diosa!

Ay, que niñas más campechanas... Como las campanas...

Las contempló con gesto desafiador, y con todo el cinismo de que era capaz, gritó: ' Pero qué niñas más... sin... vergüenzas, con tó y trensas... Las niñas se retiraron precipitadamente del balcón y Santos

siguió su camino, murmurando: Eso es pa que me dejen quieto... Yo estoy ya aborresío do esta perra vida. Santos Pitirre fue un tipo popular en mi pueblo y pasó a me

jor vida en una fecha que nadie recuerda... Vayan estas líneas, como humildes siemprevivas, hasta la tumba ignorada del pobre

bohemio que, tal vez, apeló al alcohol para curarse del miedo de >vivir.

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Pepa la Loca María Teresa Babín

LOS ARBOLES no se mueven. Piedra, polvo y sed en la hora inerme del mediodía. Pasan sin ruido los hombres, los niños

de la escuela y los perros flacos. De pronto, un grito desafo rado estremece el silencio de la siesta. Un grito que llega de lejos como una saeta, pero que retumba cerca, como si saliera de lo más adentro de cada garganta. "¿Quién grita?" nos atrevemos a pre guntarle al negro que fuma su jumazo rezongando a la sombra de una verja mal parada. Da media vuelta, molesto por la interrup

ción, mastica el cabo del cigarro, escupe y dice gruñendo a regaña dientes: "¿Quién grita?... Pues, ¿quién ha de ser? La loca, Pepa la loca."

Pepa, la loca del pueblo. En todos los pueblos hay una loca,

la misma loca. Se pasea por las calles envuelta en trapos de colores; pide limosna aquí y allá; entra y sale de la iglesia, la alcaldía, el


cafetín y la farmacia. Se alimenta de las sobras que le dan en las fondas, recoge los desperdicios de los zafacones, se adorna con flores los cabellos en desorden, habla con los señores y los mendigos,

se acerca a los balaustres de las casas ricas y por las noches, cuando no acierta a recordar el rumbo de la casucha donde vive su única

hermana en las afueras del pueblo, duerme acurrucada en un banco

de la plaza, en un zaguán o en la escalera de alguna resideneia

pueblerina. Es una loca tranquila, joven todavía, simpática y pintoresca.

De pronto, una piedra corta el aire y un chico seguido de otros chicos corre gritando desaforadamente: ¡La loca, la loca!... Ladran los perros, huyen las mujeres y los hombres, y Pepa, la pobre loca, se levanta las faldas, abre los ojazos iluminados de sangre de rabia y de angustia; echa a maldecir y persigue a los chicos en una carrera desbocada, despistada y llorosa. Los mal

vados se alejan rápidos hacia el puente, se ocultan y celebran con risas la ganzada pueril, revolcando el cuerpo en el polvo del rio seco. Pepa no acierta a descubrirlos, continúa su carrera ver

tiginosa sin rumbo, azuzada por los ladridos de los perros rea lengos, y en una esquina cerca del negro que fuma su jumazo

impasible a la hora de la siesta dos policías le cierran el paso a la pobre Pepa, y la detienen después de mucho forcejeo. La desgraciada va a dar con sus huesos molidos a la cárcel vieja y fría. Y todos los días a la hora de la sed, Pepa grita sin consuelo desde la celda. Pero Pepa no logra conmover a nadie. Tanto que

le gustaba andar por las calles sin hacer daño, al aire libre, reco giendo flores y adornando su cabello enmarañado, hablando a todos con la razón de su incoherencia inofensiva, encendiendo en cada

esquina la alegría de sus harapos brillantes, como un meteoro luminoso en la pobreza del pueblo cuerdo y desteñido. Pepa no tiene otra cosa que su locura. Nadie la puede ayu dar a romper las barras de la prisión donde no cabe nada más que su cuerpo sucio y descarnado. Pero la voz de Pepa se huye hacía todos los confines del pueblo a la hora del sol perpen

dicular, y entonces retumba con una furia quejosa en los oídos de los peores sordos del mundo. Cuando algún forastero pre

gunta asombrado: ¿Quién grita?... siempre hay un ciudadano listo a responder de mal humor a la pregunta cuya contestación nadie ignora en el pueblo. ¿Quién ha de ser? La loca, natural mente Pepa, la loca del pueblo.


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Pepe el Gallero José S. Alegría

ACIA la salida del pueblo el caserío trepaba por un mon tículo de piedra que convertía en precipicio el talud de la carretera que conducía al pueblo vecino. En ese montículo el caserío era variado y alegre. Las casas que daban frente a la calle o a la parte de carretera que lo

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bordeaba en uno de sus frentes, eran construcciones buenas,

de madera y techo de zinc pintado de rojo o de verde. Algu nas de estas casas eran de dos plantas y todas tenían un pe queño jardín al frente y arboleda que ponían una nota alegre en el paisaje. Las construcciones que se aglomeraban al fondo eran pequeñas, habitadas por gente humilde que las más tra bajaban en la central azucarera que estaba a corta distancia del pueblo. En una de estas casitas vivía Pepe, el gallero más famoso

del pueblo y sus contornos. Junto a su casita, separado por un callejón, había un gran ránchón de madera que Pepe utilizaba para cuidar los gallos. Frente a la casa y al ranchón se extendía un gran espacio vacío en el que se veía una valla improvisada con madera y sacos y varias hileras de gallos a cabuya, que junto a sus banquetas lucían al sol la bella y esplendorosa policromía de sus finos plumajes.

Pepe era un hombre de unos cuarenta años, coloradote, de fuerte musculatura, pelo negro y rizado y un abultado bigote que enmarcaba su constante sonrisa. Bajo un par de frondosas cejas.


brillaban sus negras pupilas. Jovial, de buen humor siempre; comedido, amable y respetuoso, era querido y tratado como un

buen amigo de todos. En su vida no hizo otra cosa que cultivar el arte de cuidar a perfección sus gaUos de pelea, pertenecientes a las más connotadas personas de la locahdad. Tan pronto los animales saludaban con su canto el nuevo

día, los sacaba de las jaulas para prodigarles toda clase de cui dados. Los alimentaba con maíz de la mejor clase, yemas de huevo cocido, guineos, pedazos de carne blanda... y agua limpia. La alimentación de sus gallos representaba para Pepe una de sus mas serias preocupaciones, pues era preciso que las aves adqui

rieran fuerza y no engordaran para mantenerse en su peso. El agua, su pureza, su cantidad, las horas de entrenamiento, el paseo, el plumaje... constituían problemas graves y la solución deman daba estudio y reflexión por parte del gallero. Las jaulas de

dos pisos y de unos seis pies de alto, había que colocarlas de manera que ninguno de los gallos pudiera ver a su vecino, evi

tando de este modo excitaciones innecesarias que podían por otra parte destruir su estilo de pelea.

Antes que nada se les limpiaba los ojos y las fauces nasales y con grandes buches de agua con ron se les mojaba el cuello y la cabeza y se les rociaba por debajo de las alas y del rabo. Después se les iba colocando en sus estacas del patio para estar expuestos determinado tiempo a los rayos del sol y lucir firmes y erguidos en las escamosas patas y el pescuezo encendido, sus pu pilas de azabache engarzadas en un anillo de oro. Cuando Pepe había terminado estas faenas se dedicaba a los tráqueos o a pelear los gallos nuevos para dejarlos a media pluma. Los tráqueos eran sistemáticos, consecuentes. Valiéndose de la chata, los enseñaba a saltar, a correr, a

aligerar el paso, a atacar, a valerse de ciertas mañas para la pe lea; dar revirada, vigilar el ataque, dar saltos, picar de adelante, de costado y hasta de atrás. Para estos tráqueos se embotaban los gallos almohadillándoles los espolones con algodón y tiras de

lino para hacerlos inofensivos y evitar que pudieran herir o ma tar la chata.

Cuando lo creía conveniente, dejaba Pepe la chata y los

tomaba del pecho y los lanzaba al aire, una y otra vez, haciéndolos saltar para afirmarles bien las patas y aplomarlos en la caída. Al mes de traqueo, cada gallo era una masa dura y com8


pacta de músculos y lo que les restaba de cresta breve y glo bulosa, se veía pletóríca de sangre, como si estuviera a punto de estallar.

Temprano, los domingos y días feriados, Pepe salía con sus gallos que llevaban peones de confianza en blancas fundas pen dientes de una fuerte vara que terciaban al hombro o hacían descansar sobre la espalda. Se dirigía a las galleras donde los señores de arriba esperaban para los grandes desafíos; para iniciar aquel espectáculo sangriento que tanto gusta a nuestro pueblo. No había entonces pueblo ni ciudad que no contara con su valla de gallos (...) La riña de gallos es uno de nuestros espectáculos vernáculos por excelencia; un espectáculo que brinda al mismo tiempo una fuente de observaciones que en no pocas oportunidades han

servido de ejemplo a los hombres, sea por la fuerza con que los gallos se lanzan a la pelea, sea por la particularísima manera de combatir de cada uno de los contendores, en que parecen poner

un sentido, y, si se quiere, una picardía admirables. El caso es que las vallas de gallos, por una u otra razón, siempre atrajeron al paisanaje, que entre apuesta y apuesta, sa

bía gustar el espectáculo sin descuidar los mil detalles que inchnaban sus preferencias por cada combatiente. La historia del gallo que en el corral domina ostentando presuntuosamente sus dotes de galanteador infatigable y su tem peramento belicoso, está vinculada a los orígenes del desenvol vimiento humano del mundo. Con su canto rotundo y claro, es el

reloj vivo que mide el tiempo de la noche. Cristo mismo lo in mortaliza cuando en los sombríos días de la Pasión, advierte a

San Pedro que lo negaría "al tercer canto del gallo." Según el poema de Chanakya, el gallo enseña estas cuatro virtudes: combatir con denuedo, levantarse temprano, compartir los alimentos con la familia y proteger y defender a la esposa.

El gallo fue capturado y reducido a la domesticidad por los chinos antes de que el perro, la paloma y el caballo establecie

ran un pacto de modus vivendi con el hombre. El nombre de ki —ave doméstica que conoce el tiempo—le fue dado por la dinastía

Chou, cuyo dominio se inició 1,200 años antes de Cristo. Los ro manos que lo hallaron entre los galos, lo llamaron gallus, y Julio César destaca su significado religioso. Por esta causa el gallo es


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desde los orígenes, el ave nacional de Francia, anunciador sim bólico de la nueva aurora.

El galanteo es en el gallo toda una ceremonia en que por medio de la exhibición de su plumaje trata de impresionar fa vorablemente a su compañera. Su arrastrar del ala, el porte altivo y presuntuoso, la ma jestad en el andar, el ojo vigilante, el temperamento batallador y su innegable sabiduría del tiempo, lo hacen que disfrute en todo corral de su sultanía y que su canto rotundo mida el tiempo de nuestro sueño y salude el triunfo de cada aurora. El canto del gallo saludando el nuevo día suena en los con

tomos como el canto de la esperanza y del trabajo; no hay pecho humano que al oirlo no se sienta animado de un alegre y vivi ficante soplo de optimismo.

Un desafio de gallos era un espectáculo cuajado de sor prendentes incidencias y múltiples emociones.

Ya a las nueve de la mañana la gallera estaba invadida por la concurrencia. Una concurrencia heterogénea, pintoresca si se quiere, donde no existían ni matices de clases ni prejuicios ra

ciales. Despojados de altibajos convencionales, magistrados de luen gas barbas, doctores, abogados, hacendados, ricos comerciantes e

industriales, hombres de letras y políticos de fuste, se codeaban y concertaban apuestas con humildes obreros, trabajadores de plan tíos y jibaros iletrados. 10


El deporte de los gallos fue en Puerto Rico un rasero que hacía caballeros de todos los que concurrían a las galleras, fuera cual fuera su posición en la sociedad. Los alrededores de la gallera estaban atestados de coches,

caballos de trote con relucientes y claveteadas albardas, espesas pellizas y banastillas de balcón y rejilla, o con finas sillas sobre

alegres sudaderos, que alternaban con los chongos y los flacos jamelgos de los jíbaros y humildes traficantes, con sus rodillas de hollejos y su aparejo de crin con forro de lona cosida con hilo

de saco y sus banastas de bejucos. Regadas por dondequiera, mu

chas bateas con dulces, lechón asado, pescado, bacalao frito, pas teles, empanadas y otras golosinas y refrescos.

En el ranchón cercano a la gallera, una vez casada una pelea,

se examinaban pico y espuelas a los gallos, se verificaba el peso .utilizando una balanza sin los platillos, en la que se colgaban los gallos en cada uno de sus extremos y en sus sacos respectivos. Una vez fijada la posta, se procedía por los coleadores a afilarle

las espuelas y el pico a los gallos, utilizando la hoja bien afilada de un cortaplumas.

Cuando los coleadores entraban al centro de la gallera con

sus gallos en las manos, se hacía sentir la algarabía en las gradas y alrededores del redondel, donde la mutitud excitada y gesticu lante discutía los méritos de los contendores y concertaba a voz en cuello sus apuestas. 11


Allí, en la valla, estaba Pepe con su gallo "Catalina," negro

de reflejos verdes, de pico cruel y con dos espadas muy largas y curvadas rematando con elegancia el abanico de su cola. El contrincante era "Cacique," un gallo giro, violento, erguido, con sus tarsos armados de espolones largos y agudos, orgullo de su dueño, un rico agricultor de Arecibo, que iba a ser coleado por don Joa

quín, uno de los mejores galleros de su tiempo. A Pepe se le veía sereno, confiado, dibujando bajo su abul tado bigote su sonrisa de siempre. Por fin los coleadores enfrentaron los gallos para que de inmediato comenzara la pelea que sólo había de concluir con la muerte de uno de los contendores; que tal era la fama de ambos. Comenzaron los tiros a revuelo, sé separaron y se miraron con odio por espacio de un instante, se estudiaban; en un brusco arranque acortaron las distancias, las cabezas temblequeaban, su

biendo, bajando, hasta que los picos se trabaron en un rápido juego de fintas; de repente el "Catalina" se revolvió súbito y clavó su espuela en la cresta de su rivgl abriéndole tamaña he rida; un hilo de sangre viva y roja regó la arena de la valla

mientras se oía un tronar de voces y de gritos en las gradas estimulando las aves en lucha.

—¡Diez pesos a cinco y voy al negro! ¡Diez a cinco! Los tacaños, nerviosos, esperaban las apuestas diez a uno. El giro se fue a correr, a darle vueltas y más vueltas a la

valla, en tanto que el negro lo perseguía. En las gradas el jaleo endemoniado ensordecía, impidiendo que se oyeran las apuestas. De repente el giro se mantuvo, se revolvió súbito. Se volvieron a trabar los picos y ambos gallos se alzaron en el aire. Pepe se puso pálido. Un triangulito rojo brillaba como un rubí desmon tado en la arena del redondel. El "Catalina" se había despicado y al darse cuenta de ello, el gallo instintivamente cambió su orden de pelea. Ahora peleaba con el buche pegado a su con trincante y cuando se sentía picado en el cuello echaba casi al

suelo la cabeza, para que las finas espuelas de "Cacique" pasa ran por encima sin herirlo. Pero hubo un instante en que "Ca cique" pudo cargar al negro y con una de sus espuelas le abrió una larga brecha en el cuello. El "Catalina" volvió sobre el golpe,

fortalecido de rabia, tomó una picada como pudo con su pico roto y ensangrentado y clavó ambas espuelas en el cuerpo de su

adversario. El giro dejaba ahora pender un ala y se doblaba sobré is


una pata. La sangre que manaba de sus cabezas y sus cuerpos

los enceguecía y los debilitaba. Jaspeados de sangre peleaban con dificultad y sus patas de cuando en cuando daban golpes en el vacío. En un momento en que ambos gallos, inactivos, con las cabezas barnizadas de sangre, descansaban apuntalándose en el peso del enemigo se cantó ¡careol y ambos coleadores se lanzaron a levantar sus gallos del suelo. Inmediatamente aquellos dos

hombres examinaron las heridas de sus gallos. Pepe lavó con agua con alcohol al "Catalina" y metiendo uno de sus dedos por el pico del gallo y sujetándolo por detrás se metió aquella cabeza

dentro de la boca y luego la pasó a lo largo del cuello chupando la sangre de las heridas. Como la respiración del gallo se advertía atrancada en un ronquido de coágulo, Pepe lo soplaba y con prác tica sorprendente conseguía que el gallo abriera los párpados que estaban cerrados por los golpes de "Cacique". Después le calentó, frotándole las patas y los muslos y lo sopló por el pico. Transcurrido el tiempo, los coleadores con suma parsimonia pusieron sus gallos en la raya. Inmediatamente voló uno contra el otro, poniendo en acción pico y espuelas, animados por las curas de sus coleadores y el instinto de la lucha. La sangre brotaba ahora en mayor abundancia y las plumas volaban, levántandose muchas veces hasta pegarse en el rostro de los coleadores.

El gentío gritaba, no para enardecer sino enardecido, por aquellas dos vidas que a unos pasos de él batallaban a muerte.

Ambos gallos cayeron al suelo. El "Catalina" clavó el pico roto en la arena para apuntalarse mientras a corta distancia "Ca cique," aturdido, se movía con dificultad, tropezando en un ala

rota. Súbito el "Cacique" se fué sobre el gallo negro que se había incorporado, dejando oír el silbido de su respiración penosa. Aque llos dos montones de plumas empapadas en sangre se levantaron y cayeron unidos con sus picos rojos de sangre. Una espuela del "Catalina" estaba enterrada en el cráneo del gallo giro que en vano trataba de librarse, mientras tendido, sus patas de cuando en cuando daban un golpe en el vacío.

Los dos coleadores se miraron y don Joaquín se adelantó y levantó su gallo que ya no era otra cosa que una masa san grienta y blanda. El "Catalina" había ganado la pelea.

Cuando nos acercamos a Pepe le vimos rodeado de un grupo, comentando las vicisitudes de la pelea, mientras con paternal 13


ternura tenía sentado en sus manos al gallo negro de los reflejos verdes, que había perdido su pico cruel en la pelea y quebrado

las elegantes espadas que remataban con elegancia el abanico de su cola.

Bien merecido tiene el "Catalina" la ofrenda de unos versos.

CABALLERO GENTIL

Es mi gallo un caballero de afilados espolones y gentiles aficiones a líos de gallinero. En su clarín vocinglero lanza al aire sus pregones y defiende sus blasones con sus espuelas de acero. Si al batey de la vecina va detrás de una gallina en porte de seductor, tiene mi gallo el talante del caballero galante de la espada y de la flor. u


El vate de Mabú

Seño Hilario Antonia Sdez

IGNORO cómo, cuándo y por qué llegó seño Hilario a convertise en el cuco de la muchachada de Humacao, en los tem

pranos días de mi infancia. Pero era el caso que al decir: Ahí viene el vate, no quedaba muchacho en la calle que no co

rriera a ponerse a salvo entre las paredes de su casa. Y a decir verdad, nada había de siniestro en la esbelta figura del vate. Alto y enjuto, como el Caballero de la Triste Figura, parecía fundido en bronce. Más que mulato parecía indio, con sus pómulos levantados, su cabello recio y bronco, sus oj'os tristes, perdidos muchas veces en la lejanía. Yo, como todos los demás muchachos, participaba del temor que infundía, pero a la vez sentía cierta curiosidad, ciertas ansias de acercarme a él para saber qué había de verdad en el dicho que el vate echaba a los muchachos en el saco que siempre tenía a las espaldas y se los llevaba para Mabú. Mabú era entonces para mí tan fabuloso y enigmático como su vate. Gracias a esa preciosa intuición educadora que tenía mi madre llegué no sólo a perderle el miedo a seño Hilario, sino a quererlo y admirarlo. Hoy su recuerdo es uno de los caminos que recorro a menudo con deleitación y añoranza.

Veamos cómo se rompió el embrujo:

Jugábamos frente al portón de casa una de nuestras empe ñadas partidas de peregrina cuando alguien del grupo gritó: Ahí 15


viene el vate. Corrimos todos. Casi derribo a mamá que, en ese preciso instante, salía a la puerta. Mamá como en muchas otras ocasiones, nada dijo; esperó imperturbable a que seño Hilario

llegase junto al balcón y con su natural gracejo le invitó a que entrara a la sala. Aterrada, desde el comedor, temía por la vida de mamá y por la mía. El buen hombre se mostraba un tanto reacio a entrar y mucho más a sentarse en un sillón como máma lo in vitaba; pero el tono persuasivo de mamá, su amabilidad, lograron vencer la timidez del humilde pordiosero. ¿Qué lleva en el saco? — preguntó mamá. Yo pensaba, ahora sale de el un niño; pero para mi sorpresa, sólo había en el saco unos mendrugos de pan junto a unos za patos viejos.

Poca cosa ha logrado hoy, seño Hilario —añadió mamá. Está muy mala la cosa, niña — se atrevió a decir en voz baja. Mi madre conocía las dotes poéticas del vate y le pidió que versara por los Reyes Magos. Entonces se transfiguró, perdió

la timidez, se incorporó, se llevó la mano derecha al oído como hacía siempre que improvisaba y con voz sonora y noble gesto recitó de improviso las décimas, para mí, entonces, las más mara villosas del mundo.

También yo perdí el temor y poco a poco me fui acercando a mamá oyéndolo embelesada. Se había resuelto el enigma, se había roto el embrujo. Seño Hilario perdió su poder de cuco para con

vertirse, por el don de su palabra, en un mago creador de las mayores bellezas. Mamá le obsequió con café, alguna ropa viejá

y algunas monedas y le pidió que viniera todos los sábados. A ello consintió a condición de entrar por el portón y no por la sala. Sábado tras sábado en el apartamiento de la cochera unos cuantos muchachitos amantes de cuentos y aventuras, en com

pañía de mamá, oíamos enbobados las décimas que por los Reyes

Magos, la Virgen del Carmen, el Niño Jesús, creaba, con gran sentido del ritmo, con alguna que otra frase sin sentido, pero que

rimaba bien y que entonces no percibíamos, nuestro poeta de Mabú.

Entre él y yo se fue entablando una amistad que existió mientras le duró a él la existencia. Era nuestro mayor encanto acu

dir a las justas de trovadores de las fiestas patronales y ver cómo nuestro amigo salía siempre triunfante. Todavía me parece verlo, ufano y complacido con las aclamaciones del público y majesid


tuoso montar en la calesa para el paseo triunfal, con su traje de chaquet, su sombrero de copa, pero sin zapatos y saludar a todos lados al pasar por las calles del pueblo. Pasaron los años, salí de casa a estudiar y siempre, en las cartas de mamá, había noticias del vate, de sus triunfos en los concursos de trovadores, de lo mucho que me echaba de menos, de

las décimas que me iba a componer cuando regresara. Nimca faltó a darme la bienvenida.

Ahora no te voy a versar por los Reyes Magos, sino por tus oj'os negros — me decía sonriente. Nada pedía, aceptaba con grandes muestras de gratitud lo que se le daba y sus décimas elogiosas eran como tributo a la amistad, en aquella especie de éxtasis en que caía cuando versaba. jCómo lamento no haber recogido sus décimas y haberlas con servado!

Me hice maestra, más de ima vez logré que me acompañara a mi escuela, viejo ya y achacoso pero siempre jovial, para que le recitara a mis discípulos. Una mañana, no había salido aún el sol, tocó papá a la

puerta de mi alcoba para decirme que me apresurara si quería con él acompañar hasta su última morada al fiel amigo de mi infancia. Ambos, callados, llegamos hasta la quebrada de Mabú. Ya se acercaba el cortejo de campesinos que traían el féretro cu

bierto con bejucos de puerco en flor, con cundiamores y con panchitas, que manos amigas y piadosas habían depositado sobre la caja de aquel cantor que sin saber por qué, fue el cuco de los muchachos y al que el amor de una madre hizo amigo fiel y re cuerdo imperecedero de su hija siempre enamorada de la poesía. 17


Guásima Ernesto Juan Fonfrías

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Elcamino real mitiga el sol de la media tarde. Como sombras protectoras se levantan enhiestas y en hileras las majestuosas guásimas. En otros lugares de la finca crecen

silvestres. Frondosas, copudas, familiares.

El ganado se cobija bajo sus ramas. En sus raíces abundan las bellotas que halagan el paladar de los cerdos. Sus hojas se hacen azúcar en la hirsuta lengua de la vaca cimarrona. Son árboles

corpulentos, verdinegros, de corteza obscura que sirve para pócima purgativa. Tiene copiosa ramazón. Se deja poseer por el hombre

para que de su madera estoposa haga hormas, duelas y otros objetos útiles.

En primavera sus racimos de flores de color blanco amari llento se llenan de abejas, mariposas, zumbadores, que en por fiada contienda tratan de libar del escondido néctar que nutre sus arterias.

Las hojas de la guásima son ásperas y algo dentadas, pero tiernas para el gusto del ganado vacuno y porcino que las apetece extraordinariamente.

Los conejos domésticos la saborean con goloso apetito.

Al promediar la tarde las guásimas se pueblan de mozambiques. Se aturrulla el ambiente de chillidos agudos. Cada uno busca el mejor lugar para pasar la noche al lado de la compañera que le correspondió en suerte. 19


Las estrellas se cuelgan de sus ramas, y parecen guirnaldas de luces, de tonos distintos cuando el viento susurra en su follaje. En las mañanas, antes que el sol se bañe en las fuentes o se

eche a caminar calzando sus sandalias de oro por las trochas em polvadas, la guásima despierta a los gritos de sus múltiples mora dores, que marulleros hilvanan el inicio de un día de faena.

Se baten sobre las rubias gavillas del maíz, se hartan de las

frutas maduras y caen contra los gusanos que aún dormidos, asoman por las rendijas del húmedo barbecho. La "guásima se columpia suavemente al soplo de la brisa. Parece que ríe animosa, feliz, comprensiva, aunque le duela alguna desgarradura de su carne hecha por el hombre, porque

sabe que con ello habrá de mitigar una necesidad. Sirve de atalaya a las bestias, cuando en los días tempestuosos se guarecen bajo Su sombra, en espera del cese de la turbonada.

El hombre la siente suya, iwrque forma parte de su vida diaria en sus ingentes necesidades. La chiquillería sube a sus ramas para hurgar la fruta, y en lo alto de su armazón, saborea la golosina hurtada que el árbol da munificente.

Las aves se esconden para tejer sus nidos en lo apretado de

su ioHaje pardo, y en las tardes serenas se les oye entonar sus ricos fainos, que la guásima agradece como si fuera ella quien así diera 5as notas de sus ramas mecidas al viento.

Hasta los reptiles se escurren entre sus raíces, y las ardillas

Imsoan la guarida de su tronco, desde donde barruntan al perro husmeador que habrá de lanzarse en su persecución, o al hombre 'que le persigue alevoso. Para bien o para mal, la guásima no sabe de odios, y se dá a

■quien hasta ella se allega en procura de pan, de luz, de flores, de trinos, de sombra y protección.

Para eso la hizo Dios, desde los lejanos días de la creación. Como ella conocí a un hombre de quien conservo el mejor de los recuerdos.

Era un negrazo imponente. Sus seis pies y pico de osamenta rijosa y dura le daban una apariencia extraordinaria. has arrugas le corrían por toda la cara; se atrepellaban en la boca desdentada y sumida, de la cual se erguían únicamente dos colmillos amarillos y relativamente grandes, como sólidos horcones qne soportaran los más difíciles embates. m


Tenía una risa fácil, espontánea, madrugadora, que se anto

jaba un panal de miel en su boca ancha. Se ponía de píe trabajosamente. Caminaba dando la sensación de venirse a tierra, y no lo conseguía, porque sus piernas a pesar de la avanzada edad le sostenían de firme.

Sus pies eran callosos y aplatanados. El dedo grande se apar taba de los demás como rehuyendo todo trato, y se alargaba como reptil que avanza la cabezota fuera de la madriguera. Nunca había calzado zapatos. Primero por no tenerlos, luego

mayor por no resistir el apretujón de la carne dentro de la horma de cuero.

Cargaba sobre sus espaldas un tanto encorvadas más de un siglo de vida, según sus palabras, y las de sus hijos mayores que colindaban dos de ellos en ochenta y uno, y ochenta y seis el otro,

y de quienes no había necesidad de dudar. Se llamaba Juan, le decían Guásima, y su nombre completo conforme aparecía en algún papel era Juan Leocadio Santana Cruz, oriundo de Toa Baja, de padres esclavos de un rico desaparecido mallorquín según se le oía platicar con pausada y cavernosa voz en alguna ocasión.

"Arrecueldo," decía, "que cuando el siclón de San Nalsiso mentao, yo tenía como quinse año. Eso fue allá pal sesenta y siete. Así que saqué cuenta don," y mirando interrogante, plegaba la boca en una sonrisa humilde.

"Dinpué bino otra tolmenta que ñamaban Santa Juana. Fué tolmenta platanera. No dejó soco parao. Pa entose cogí mujeL Endimpué binieron como a siento en boca. Pol gujto. Benían, se diban y queábamoj chabao." El barrio le conocía por su apodo y el mote era parte de su persona.

Vivía en im pedacito de tieira magra, más abajo de mi finca, en el mismo lugar donde naciera "del que ni pol pienso" había salido. Nunca conoció más mundo que ese, aunque era un mundo de sabiduría vasta extraída de la solera de una vida dura y difícil mente gozada, a cuya cobija levantó una familia honrada, buena y juiciosa. De ella dependía con holgura, por la ayuda que le daban sus hijos, los de éstos, y la de sus biznietos que aimque residiendo

en la capital, alguna que otra tarde se le aparecían para aposen tarse bajo su calor.

Guásima era una fuente repleta de historias viejas. Conocía. n


bien a la naturaleza en su desnuda aportación, y usaba de esa sabiduría para recetar hojas y raíces que reponían la salud, evitaban

la pérdida de una res cuando paría en el monte y la placenta no salía con naturalidad, o inclusive para un santiguo que "desembucha" al enfermo.

Por el camino de mi finca que daba hasta el lugar donde vivía el viejo negro, veía pasar a los cuitados en busca de un remedio

o de un consejo. Eran muchas las veces que oí hablar de sus aciertos. "Imagínese usté doñita," escuchaba decir a una de las mujeres

curadas dirigiéndose a mi esposa; "yo tenía una piquiña en to el cuelpo y nenguna medesina me remediaba. Sin poel llebaba gastan máj de sinco pesoj, hasta que Guásima me dió a bebel salsabacoa, una mata doñita que crese en el corral e casa, y con eso toy como nasía endenuebo." La mujer mostraba los brazos, las piernas, y hasta en un momento quiso levantar el traje más de la cuenta, pero mi mujer la atajó con un ademán.

"Ese hombre sabe más que un dotol," aseguró uno de mis peones convencido de lo que afirmaba.

Le oíamos desembarazarse con bastante gracejo, mientras

tiraba de la soga de una novilla cabecidura que urgía calostrar, por haber parido fuera del rancho hacía días, y a la muerte de la ternera la ubre comenzó a hincharse.

Nadie contestó a su aseveración, pero el silencio señaló interés

en lo que Eulogio decía.

22


"Po ansina como lo oye. Mi mujel no comía. Siempre taba con una temblequera que no podía ni dal del cuelpo. La llebé aonde

el médico del pueblo. Le resetó una medesina que me cojtó bente ríale y no se curó. Ya la cosa me tenía jalto. La llebé aonde Guásima,

le dió a bebel un guarapillo e poleo con pasóte, y dimpué unoj baño de anamú, y se curó. Ahí la tienen, mejol que yo, la condená." A veces me escurría hasta su batey para echar unos párrafos, y en uno de ellos supe la historia de su apodo. "Cuando yo nasí, lisensiao, mi pay había, muelto ejclabo. Mi may bibía en esta finca, e/ciaba también de don Soilo Pimentel, mayolquín y hombre bueno. Había mucha tierra a toa la reonda. Cuando siacabó la ejclabitú, el biejo le dió un peasito e tierra a su gente, y a mi may le tocó este solal. Aquina mesmo nasí, aonde usté me bé. De aquí no he salió ni pa mandal a cantal un siego." "De muchacho me trepé a un palo e guásima que había nasío ahí al lao," señalaba a un rincón de la casa, "y a ejcondía e mi may me jalté de su frutita dulsona. Pol poco me la enlío. Tube a la colmillúa pegaita al catre un tiempo.

"¿De qué ta enfelmo el muchacho? preguntaban, y mi may desía, de guásima; y guásima paquí, quásima payá, me queé guási ma pal resto e mi bía." "¿Qué se hizo del árbol?" inquirí. Guásima miró hasta el lugar donde había estado su homónimo,

y quedó nublado su rugoso semblante por unos segundos. Volvió el rostro hasta mí, carraspeó un momento y habló. "Siacabó. Era silbestre, de mucha copa, y tronco goldo como

un buey. Yo lo arrecueldo con pena y cariño, blanco. Era como un hijo mío. Dende que tube rasón me cobije baj'o del. Suj rama me gualdaron de muchaj palisaj, y en ellaj" cogía nidoj e ruiseñore. "Se lo llebó el último siclón, el de San Felipe, pero ya taba

rojo puel tronco, y ejbensijao. Cuando siacabó, paesía que me diba yo también. Asina como lo oye, niño. Me dió un dolol en la caja el pecho que me faltó el aire. Me paesió que me diba a moril. ¡El probé...! Respeté el silencio que siguió a sus últimas palabras. Poco tiempo después Guásima murió rodeado de los suyos. Murió de viejo, tranquilo y cristianamente como había vivido. Juan Leocadio Santana Cruz era como el árbol del que había tomado el apodo. Una sombra de bien para la protección de sus. .congéneres. 23


Don PROCOPIO, más que un ser, es un ave funeral, un lúgubre emisario de las sombras: Traje luctuoso de paño, lazo de mariposa agorera, prendido de una no muy limpia camisa, revuelta melena de poeta suicida del siglo diecinueve. Vive de la carroña — de sus muertos — como esas aves omi

nosas que revolotean inquietas sobre los seres en descomposición. Negocio que no finiquita.- Dios en su infinita misericordia hizo al hombre mortal, para que este circunspecto varón pudiera Vivir. ¿Qué sería de don Procopio si se acabaran los muertos?

En el Pueblito de Hato el Cabro se rumora sotto voce, que existe un convenio bipartita entre don Policarpio, el de la funeraria "El último Suspiro," y el viejo despedidor de duelos. Y hasta len

guas viperinas insinúan a trastienda la posibilidad de una "triple entente" con don Prudo Agüero, el boticario... ¡Calumnias, infundios de vivosl Don Procopio declama en

voz cavernosa y con unción aquel trillado verso: "Yo les llamo a los muertos, mis amigos, y les llamo a los vivos mis verdugos..." El, mejor que nadie, comprende y entiende lo que quiso decir Juan de Dios... Chocano, o el que fuera ... El tiene entre los difuntos su clientela.

Es un patético actor de dramón romántico... Precisa para

desplegar a plenitud sus geniales facultades de trágico, un fondo escénico de túmulos funerarios de cruces implorantes, de sauces llorones.

Su oratoria fúnebre nunca es la misma. Es cambiante, torna

diza, proteica. Varía de acuerdo a los deudos, categoría del muerto

y estipendios previos. Muchos aseveran que la muerte es la que nivela a los hombres. Don Procopio desmiente, furibundo, el aserto. Los muertos no son todos iguales; tienen sus categorías ultraterrenas. "No es lo mismo un Juan Vaina muerto, que todo un señor difunto u


con sarcófago, coche fúnebre, sendas coronas y los honorarios co rrespondientes de los que en vida fueron y seguirán siendo." Es rico el léxico de don Procopio. Eso de decir a secas que

una persona murió revela pobreza de estilo, crudeza en la forma, profanación del acto más sublime del ser. Para don Procopio la palabra "murió" tiene una variedad de sinónimos, de frases equi

valentes... Falleció, finó, finiquitó, partió hacia mejor vida, el Señor lo llamó a su seno, entregó su alma al Creador, dejó de existir, etc.

Es un eufemista, im purista de la noble oratoria fúnebre. Se violenta, siente náuseas cuando escucha a un cernícalo decir con

desparpajo: "Fulano de Tal estiró la pata," "se quedó mirando la pechuga," "se fue a justas, peló él coco"... Se muere una res, un caballo, un perro. El diccionario tiene

voces más distinguidas, más solemnes, más nobles, para el finar de los reyes de la creación. Las condiciones atmosféricas determinan no pocas veces la

tónica de su oración póstuma. Es un día neblinoso, densos nu barrones cubren los cielos, rasga el rayo la densa sombra. Sobre

deudos y amigos cae tenazmente la lluvia. Don Procopio no se arredra, está en su elemento, se sublimiza; levanta las temblorosas manos al cielo:

"Parece que la naturaleza, en su secreta e infinita sabiduría, se une al dolor inmenso que embarga a deudos y amigos. El día se cubre de negros crespones, se rasgan las nubes con el rayo, el cielo llora también."

El día es esplendoroso, en las copas de los árboles hay un nacimiento de trinos, el sol cae de plano sobre las cabezas de

deudos y amigos. Suda copiosamente don Procopio, se pasa el pañuelo negro sobre la lívida faz y clama: 25


viste sus mejores galas, el sol sale luminoso, los

pájaros trinan en las copas de los áboles, revolotean'inquietas las mariposas de múltiples colores, como aprestándose la naturaleza a recoger en su seno el alma pura, el alma sin mancha, el alma

de la que en vida fuera Eduvigis Trinidad.

¡No hay que llorar, no! Como esa ave canora que surca el ámbito azul, así penetrará en el reino de la pureza." ^Don Procopío es un mago, un transformador de la "vil ma teria. Arranca lágrimas al corazón más empedernido. Halla vir tudes que los mismos deudos y difuntos desconocían. Sobre una prominencia natural a la sombra del llamado "Arbol de los Em

bustes," se destaca la luctuosa figura del Demóstenes pueblerino:

Ha fallecido. ¡Error! Está vivo aún en el corazón de deudos, amigos, allegados, el que cariñosamente llamáramos Lucas Peñapobre y Carpió. Padre como él, ninguno."

El finado, según decires de las López, había dejado cinco hijos en matrimonio... y quince sabe Dios dónde. Otrora comienza su endecha póstuma:

"Los hombres como el desaparecido mueren casi siempre jóvenes. Las almas buenas no se encuentran en su medio en este mundo de la materia. Dios los reclama pronto a su seno omni

potente. Don Polo era un hombre ecuánime, un hombre íntegro, im hombre honrado."

Las hojas del sombroso árbol tiemblan en las altas ramas. El yacente era no muy tímido en transacciones comerciales. Se

lucró bastante con el mercado negro, y se declaró en quiebras estratégicas más de una vez. Ya lo dice el refrán: "Pueblo pe queño, campana grande."

Don Ceño era de su hogar, entregado al amor de sus hijos, hombre sin vicios."

La faz de don Liborio, el tabernero, se demuda. El finado

era su más asiduo y desprendido cliente. En homenaje al extinto cerró su taberna. El último Trago, y concurre ahora a las exequias del nunca bien llorado amigo. Algunos chuscos del pueblo comentan que el antiguo árbol empieza gradualmente a marchitarse del lado en que suele hablar el ínclito varón.

Don Procopío, por obra de magia trueca una bvurda caja, un sarcófago común, en cofre de virtudes excelsas. La muerte

borra todos los defectos. Descubre virtudes inadvertidas para deu-. 26


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dos y amigos. Deja perplejos a los mismos familiares, que se recri minan y lamentan de no haberse percatado a tiempo de las bellas cualidades que adornaban al fenecido.

En tomo a su vida, se narran anécdotas que tienen trasunto

de calunmias. Entre otras, se destaca la siguiente: Don Procopio

habíase excedido en las copas, y se le llamó a destiempo para despedir a don Lencho Peñarubia. Don Lencho debía los hono

rarios correspondientes a un hermano que murió para el comienzo de la Primera Guerra Mundial.

De no muy buen grado y con peor talante se dirigió a su

dolorosa encomienda. Como el médico y el cura el despedidor de duelos no puede rehuir el deber que le obliga, so pena de violar la ética de la profesión. Algo oscilante, se enfrentó don Ptocopio a la comitiva fúnebre, bajo el clásico árbol.

A su mente, cosa extraña, no acudía la frase cargada, am pulosa, retórica. Se le traba la lengua. Un sudor frío le bañaba

el negro traje. Penosamente por fin pudo decir: "Venimos aquí bajo este árbol... bajo este árbol, a despedir al que en vida fuera hombre puro, hombre noble, hombre que no tenia nada

28


de él. El, a quien cariñosamente llamáramos..." Su mente quedó en blanco, sintió que el árbol de los embustes se le desplomaba

encima. Las gentes daban vueltas ante sus ojos. Pero no podía fallar, sería su primer fracaso como orador póstumo. Y sin enco mendarse a nadie preguntó a uno de los amigos cercanos: —"Oye, dime, ¿cómo era el nombre de este embrollón y sinvergüenjsa?" Don Procopio, niega la veracidad de este incidente. Es más, es capaz de retar —a duelo de sangre— al que se atreva a difundir tamaña farsa.

El objeto y finalidad de su peroración es hacer llorar. La efectividad de su discurso se mide por la cantidad de lágrimas

derramadas. El pobre don Procopio se morirá un día, como cudquier hijo de vecino. Cuando el viejo despedidor de duelos se enfrenta a esta verdad amarga, tiembla como el copudo árbol al embate de su oratoria.

Se ve de "cuerpo presente", en una tosca caja, inmovilizado, escuchando la oratoria ramplona, sin elegancia, de un neófito ai los menesteres del más allá... Y lamenta de todo corazón que

no pueda él mismo despedir su propio duelo. Espíritus mezquinos, deslenguados de profesión, aseguran que d día que despidan él duelo de don Procopio, él árbol de los "embustes" caerá fulminado. 29


El piragüero Aníbal Díaz Montero

Estuvimos hablando un rato con don Juan Figueroa

Ortiz. Aunque algo grueso, de mediana estatura y con 66 años cumplidos, se ve ágil y dispuesto en su trabajo rutinario.

Llegamos hasta el carretón en que mueve su negocio de piraguas. Siempre lo vemos en la esquina de las calles Nueva y Unión, frente a la Academia del Perpetuo Socorro de Miramar. 30


—Don Juan— le abordamos—, ese letrero que dice "La Nueva Esperanza" ¿Quiere decir que hubo otra? —Sí, cuestión del carro. Hace veinticinco años, cuando empecé en esto, tuve uno que se llamaba "La Esperanza," Pintado así de verde y muy parecido en la forma. Me duró trece años. Cuando compré este otro le mandé pintar el nombre de "La Nueva Espe ranza" y ya han pasado doce más.

-¿Entonces hace un cuarto de siglo que vende usted piraguas? —Sí, señor. Y todo el tiempo en Miramar. En esta esquina llevo más de veinte.

—¿Es usted de aquí, de Santurce? —No, de Corozal. Vine joven. Antes fui quincallero y tuve también un cafetín. En otras ocasiones negociaba en las plazas de

mercado. Después me metí en esto y fíjese el tiempo que ya llevo. —¿Prepara usted mismo los sirops? —Oh, sí, a eso se debe que tenga tan buena clientela. —Parece que le quedan buenos. —Tal vez. Pero lo más importante es la limpieza. Todas mis botellas son lavadas con agua hirviendo y los ingredientes que uso también tiene que ser de lo mejor. Si no es así prefiero dejar el carro en casa.

—¿Qué tiene hoy? —Tamarindo,frambuesa, coco, anís, vainilla, melao y guayaba., 31


Hablamos de la calidad de los productos que usa. Los compra él mismo y exige lo mejor. Le pregunto si conoce a Isidro Maysonet, él coquero de Santurce. —¿Al Negro? —Bueno, ese que vende cocos por ahL —Sí, Isidro, el negro, le decimos nosotros. A él se los encargo.

Siempre me los trae buenos, sequesitos y frescos. —¿Secos y frecos?

—Le quiero decir que me los trae después de tumbarlos de

los que se han secado en la palma. —Ya veo.

Volvemos al negocio de las piraguas. Recuerdo a Jacinto, el que nos fiaba cuando de muchacho estudiábamos en la escuela Matienzo Cintrón, desaparecido plantel de la parada 23. —¿Le gustaban?— .me dice. —Entonces sí. Ya con una de cuando en cuando me basta. En

aquellos días valían a im centavo y a dos.

—Ahora valen cinco pero son mejores. —Ráspeme una a ver. El hombre quita un paño que tiene sobre el bloque de hielo, coge el cepillo y rachi rachi lo deja lleno de picadura en un mo mento. Da un golpe con la punta del instrumento para que ésta se afloje y después la echa en un vaso de papel, la aprieta con un conito de metal para que le dé forma, se voltea y... —¿De qué la quiere? Cuando le dije que de anís ya él tenía la botella en las manos y sonriendo, me dijo: —Yo sabía de que eso era que la quería usted. En verdad no sé en qué se fundó para imaginárselo, pero la eogí y empecé a sorberla. En esto sonó el timbre de la Academia y varios niños, con sus xmiformes grises y blancos, se acercaron al carrito. Todos querían 3a suya. El cepillo paraba sólo cuando él repartía las combinaciones de sirops que le pedían los muchachos. —Frambuesa y coco. —Melao y vainilla. —De tamarindo namá.

El brazo de don Juan iba y venía sobre el trozo de hielo que aminoraba con rapidez. Al rato el grupo fue desfilando y volvimos quedamos solos. Entonce^ le <dqe.: :32


—En este brete de tanto raspar cuando usted llega a su casa

por la noche tendrá el brazo como el de tm pitcher después de tirar nueve entradas.

—¿El brazo como el de un qué?

-Quiero decirle que lo tendrá muy cansado. Don Juan se toca el hombro derecho con la mano izquierda y me dice: —Qué vá, ya está curao.

—¿Sus clientes son esos niños de la escuela? —sigo yo. —En parte, si usted supiera que cada rato se para un auto

grande ahí, se baja el blanco y viene donde mi. Me saluda por mi nombre y siempre es alguien que cuando muchacho fue mi mar chante. Que me acuerde ahora le voy a decir algunos... Me nombra don Juan un grupo de personas muy conocidas en los negocios, la política, las distintas profesiones, comerciantes des tacados de San Juan, etc. Todos han sido sus parroquianos y entre

tiempos le visitan en su esquina. Se ve muy ufano de haber servido piraguas a dos generaciones de la conocida barriada de Miramar. —Me pagan muy bien —sigue diciéndome— pero lo más que me gusta es cuando me aseguran que en el único sitio donde se toman una en confianza es en mi carrito. Eso vale mucho, amigo. —Claro que vale —acepté yo. —Y el ánimo que me da.

—¿Y después que termina con su trabajo del día, va al cine o tiene alguna otra diversión?

—No. Voy a la Iglesia. Es donde mejor me encuentro. Me siento muy feliz desde que conozco la palabra del Señor. Eso y tres nietecitos que tenemos mi esposa y yo son las cosas que más nos alegran la vida. Nuestros ocho hijos murieron todos y ahora vivimos para esas criaturitas.

Nos despedimos de don Juan. Ya otro cliente juvenil se acer caba. El rachi rachi empieza otra vez sobre el hielo. AI. "etiramos vuelve otra vez a nuestra mente la pregunta del porque fue que el

determinó que yo la quería de anís. Quizás la experiencia de cinco lustros mirando la gente a los que había de preguntar: —¿De qué la quiere? «00

Estuve ausente de Miramar mucho tiempo. Cuando volví ya

no estaba don Juan ni su carro. No encontré quien pudiera infor marme sobre él. 33


n

i

SU


La árabe

.

Como el cedro del Líbano Ester Feliciano Mendoza

Hay en mis recuerdos de infancia un lugarcito con olor a

cedros, a vinos, a miel y a leche. En el triscan los cabritillos y las ovejas, y hay un desfile de pastores por entre huertos de olivos y granados. En una carroza de maderas del Líbano, como la de Salomón, con regias vestiduras de telas brillantes, cubiertas las manos de sortijas, las orejas con pantallas de piedras preciosas, tintineantes los brazos de pulseras, pasa una mujer, dorada toda ella en el calor de lo maravilloso.

—Mami, ¡que viene "la árabe"! Viene para aca. Se detiene el recuerdo en la visión que va creciendo calle arriba. Por allá viene "la árabe", bajita, gruesa, ligero el paso,

agitando en el aire un rebelde mechón de pelo que comienza a blanquear. A su lado, tratando de mantener el paso al compás del de ella, viene el muchacho que le carga el enorme bulto, in clinado hacia adelante bajo el peso de toda una mercadería que nos dilata las pupilas curiosas a mi hermana y a mi. Venía "la árabe", visitando altares, como decía mi madre.

Tenía sus clientes escogidos en todo el pueblo. Entraba en las casas, iluminando con aquellos enormes ojos color de miel, dorada toda ella por el sol, fácil la sonrisa, alisándose el mechón rebelde. Mientras tomaba asiento, iba haciendo un recuento de los sitios

por donde había pasado, los encargos que le habían hecho las otras "marchantas", ensalzaba las cualidades de la nueva mercancía; 35


—Traigo bara tí un Crebé de la China, que no le quise vender a nadie. Le dejé un cortecito a mi hija, borque es una cosa particular y linda.

Me llenaba una laxitud soñadora mientras hablaba "la ára

be . Sin detenerse, en un español que se tomaba espeso, de una dulzura lenta y pegajosa, donde zumbaban como abejitas las "bes , que ella poma en lugar de las "pes", charlaba, charlaba, encendiendo en mi unos deseos intensos de escuchar su lengua materna.

Abre el baquete, muchacho —decía de pronto.

Abría el muchacho los bultos y comenzaban a aparecer col chas y manteles elaborados con variadas figuras; mantones de Manila con rosas brillantes. Recuerdo que mi tía compró uno en verde nilo, que lucia muy orgullosa cuando venían las "compa ñías ,cuando había veladas , o cuando yo tomaba parte en alguna fiesta escolar.

Tras los mantones aparecían los cortes de telas. No eran

nunca parecidas a las que exhibían en las vitrinas del pueblo. La "árabe" las acariciaba, se las echaba a mi madre en la falda, las doblaba y desdoblaba, mientras pronunciaba aquellos nombres que en su lengua goteaban misteriosamente:

Este bonyi, lo bordas con bunto de cruz y te queda brecioso. Mira, el selani es nuevo. ¡Que lindo y qué barato! Combra, niña, combra, tu sabes que no tienes que bagar ahora ;. Mi madre, que se sabia vencida, le ofrecía una taza de café, para darse tiempo en calcular qué podría comprar, qué rebaja pedir. La vendedora siempre ponía un precio para que luego "le ofrecieran".

En uno de esos viajes, mi madre compró para mí un crepé de la China en rojo flamboyan, que no he podido borrar nunca de mi mente. Llegué a sentirme parte del encantamiento en que yo había envuelto a la árabe". Es por eso que va siempre en su carroza de madera del Líbano, en flotante crepé rojo, en bro cado rosa o en un azul turquesa con blancas flores raras.

Luego de amarrar de nuevo el bulto de las telas, ella metía

la mano en las profundidades de unos bolsillos que parecían no tener fondo y extraía un pañuelo de hombre, atado en las cuatro puntas —copia en miniatura del bulto de telas— y sacaba panta llas, pulseras, sortijas, prendedores... Mi madre contaba mentalmente. Hablaba la vendedora. Yo, 36


soñaba. Un día llegó al pueblo una "baisana". Se encontraron las vendedoras en mi casa. Mí madre quería comprar una sobrecama

para mí. Ambas tenían lo que mí madre deseaba. Ambas le daban el mismo precio. Ella no sabía qué hacer. De pronto, mirándose a los ojos, comenzaron a hablar en su lengua materna. ¿Qué se dijeron? No lo sé. Saltaban los cabritillos ya, y triscaban las ovejas, desde la escena que se presentaba en la sobrecama, hasta las palabras que yo tanto había anhelado. Me sumergía yo en una somnolencia olorosa a miel y a leche, a uvas'y a dátiles. Ellas hablaban en su dulce lengua misteriosa. Mi madre le compró la colcha a la "nueva". Fue un acuerdo armonioso entre ellas, logrado al calor de la hermosa lengua mis teriosa. Bajaron cogidas del brazo, charlando, riendo, mientras de la colcha en que aparecía un mercado arabe, me subía al pensa miento un perfume como de cedros del Líbano..

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a ! 37


Juan Perdió Salvador Arana-Soto

E ENCONTRA.BA una mañana en un pueblo de la Isla cuan

vi pasar un entierro. Sólo una docena de personas acom M dopañaban al humilde ataúd forrado de tela negra. —¡Pobre Juan Perdíol— oí que dijo alguien a mi lado. —¿Juan Perdió, el tocador de guitarra? —pregimté El mismo— contesto alguien. Y, después de un instante de reflexión, añadió: —aunque a decir verdad, lo menos que hacía en los últimos años era tocar la guitarra, aparte de que, de que rer tocarla, se lo habría impedido el temblor de las manos. Juan ya no tenía pulso. No podía tenerlo, con lo que bebía—. Recordé entonces a Juan Perdió y, con él, se me vino a la me

moria todo un periodo de mi vida. ¡Qué tiempos aquellos de mi niñez, en la altura puertorriqueña! Tiempos de guaraguaos y de pitirres, de cafetales y de mucaros, de chágaras y buruquenas en los nos, de carreras a caballo por sabanas y caminos reales, de fresco y de aire puro, de verde exhuberante y de azul de cielo impoluto... Y tiempo, también, de décimas y cuatros y güiros, tiempos de música campesina por donde había venido a conocer a Juan Perdió.

Con los años, se me había olvidado todo esto, pero había en cambio aprendido algo de la historia y de los problemas de mi país, y sabia ya por qué del campo se habían venido las familias

al pueblo y por qué se había arruinado la agricultura y por qué se sembraba tanta caña y por qué iban desapareciendo nuestros 38


bosques y, entre tantas otras cosas, también por qué ya no había vuelto a la altura Juan Perdió.

Ahora, a la vista de aquel humilde ataúd, al mismo tiempo

que revivía los hechos felices de mi niñez, reconstruía los salien tes de aquel período de nuestra historia, porque Juan Perdió era símbolo de aquella época.

Siempre aparecía a pie, con su guitarra, ya comenzada la co secha de café, allá por el mes de noviembre. Pasada ésta, desapa recía otra vez y era, como vine a saber ya mayor, que iba enton

ces a otros pagos, los pagos de la costa, los pagos de la caña. Ade más, era en un pueblo de la costa que vivía, aunque para noso

tros, muchachos, era tan típico de la altura como el mismísimo café. Siempre le esperábamos nosotros y el llegaba siempre. La noticia corría de casa en casa y de hacienda en hacienda;

—¡Llegó Juan Perdió!—. Las cuerdas de la guitarra lo iban anun ciando. ¡Y qué anuncio éste, para un pueblo que lleva la guitarra en el alma y que vivía aislado en la montaña, separado de las al deas, que llamábamos pueblos, por malísimos caminos! Porque

Juan Perdió era la guitarra —música fina, más que la del cuatro y el güiro—, Juan Perdió era la danza y la marcha —música fina, mas

que la décima-, y Juan Perdió, era, por fin, el resto del mundo, el mundo que no conocíamos y del cual oíamos algo por interme

dio precisamente, del tocador de guitarra, que nos traía las últi mas noticias. Para nosotros, los niños, era todavía más: era la aven

tura, era lo nuevo, era la brisa que venia de lejos... ¡Que muchas cosas era entonces para todos Juan Perdió, el hombre cuyos tristes despojos veía yo pasar por aquella calle de aquel pueblo! La distancia entre hacienda y hacienda era, por lo regular, cosa de media o de una hora, de modo que Juan Perdió visitaba varias en un día. Por la noche se quedaba en una y dormía en los bajos, entre toldas de café, o en el cuarto de maquinas. Asi visita

ba la hacienda Cartagena, y la Mariana, y Cristales, y la Marga rita, y Dos Hermanos, y Plato Indio, y La Esperanza, y la Isabelita, y tantas otras... De modo que, por los meses de noviembre

y diciembre, con la cosecha de café nos venia la de música fina, además de la música propia, pues con güiro y cuatro se celebraba en cada hacienda la fiesta del acabe.

Juan Perdió tocaba danzas y valses y mazurkas y marchas y, entre estas últimas, la consabida "Entrada a Bilbao , que no po

día faltar en el repertorio de ningún guitarrista. El que sabia re producir con las cuerdas de la guitarra el sonido de las cometas, 39


de los tambores y hasta de los cañones de la "Entrada a Bilbao,"

quedaba consagrado tocador de guitarra. Y Juan Perdió para no sotros era, no sólo guitarrista consagrado, sino el más grande de todos los guitarristas del mundo.

El año de 1914, sin que por ello disfrutáramos menos de su guitarra o perdiera importancia la cosecha de café, cuando llegó

Juan Perdió encontró a toda la altura pendiente de las vicisitudes de la guerra mundial, que habia comenzado unos meses antes. Hasta este año el tema general de conversación habia sido siem

pre el de la política insular. Aquellos campos eran en su inmensa mayoría unionistas que seguían fielmente al que se llamaba a si mismo jibaro de Barranquitas. Las elecciones, que tenían lugar cada dos años, mantenían el interés en los acontecimientos politicos, máxime cuando no habia otros de importancia. Hacia unos años que venia perdiendo votos la Unión, en parte, entre otras

cosas, por la ausencia del líder, que se habia ido a Washington a luchar por el gobierno propio, y, en tanta o mayor, por el debate sobre la ciudadanía.

Ahora, en este año de 1914, como en los que iban a venir, ce

día el interés por la política insular y, especialmente por la cues tión de la ciudadanía, ante la presión de los acontecimientos in

ternacionales. ¿Entrarían los Estados Unidos en la guerra? ¿Ten dríamos que pelear nosotros? No nos dábamos cuenta que esto y aquello eran cosas que iban juntas; no sospechábamos que Iba mos a ser ciudadanos y que, con ello. Ibamos a tener que pelear junto a los soldados de los Estados Unidos.

En tal ambiente de preocupación, pasaron los años de 1915 y 1916. Juan Perdió nos traía, junto con las noticias y la alegría de su guitarra, los temores de la Isla. Y vino el año 1917, que se ría, el último, casi, de Juan Perdió, y su guitarra. El mundo ente ro estaba cambiando y, con él, cambiaríamos también nosotros, los puertorriqueños, y, con nosotros, el pobre Juan Perdió. Porque en este año mismo sucedieron las cosas, todas, que ya

anunciamos: con la ley ("Bill") Jones vino, en parte, el gobierno propio, que tanto deseábamos, y la ciudadanía americana que sus

tituía a la puertorriqueña y que el país, en su mayoría, venia com

batiendo, y con un discurso de Wilson, entraron los americanos a la guerra como aliados de la Entente. Los puertorriqueños, por ciudadanos americanos, tendríamos que tomar parte en la con tienda.

De todo lo cual resultó que, sin perder tiempo, en el mismo 40


año de 1917, junto con la escasez de pan, vino el alistamiento, y se llevaron a muchos de nuestros jíbaros y los metieron en cam pamentos en San Juan, y obligaron a ponerse zapatos a quienes no los habían usado en toda una vida. Con esto ya la guerra se

nos ponía demasiado cerca a los puertorriqueños y si Juan Perdió nos encontró en noviembre de 1917 ansiosos y preocupados, no

menos nos lo pareció él a nosotros. Porque Juan Perdió tenía im hijo, el único, y ya había cumplido los 21, y había caído en el primer sorteo y se lo habían llevado. Y así pasamos el uno y los otros la mayor parte del año de 1918, año de terremoto, año de influenza, año de armisticio y el año decisivo en la vida de Juan Perdió. El pan seguía racionado;

ya no pasaba todos los días el panadero con sus sacos de pan col gando de los extremos del palo de bambú que llevaba sobre los hombros. Se iban llevando hombres jóvenes del barrio; iban lle

gando cartas de los pobres reclutas sometidos a la tortura de los

recios zapatos de cuero y a la de las comidas exóticas de los cam pamentos. Muchos habían sido enviados a Panamá y los Estados Unidos. Algunos habían sido enviados a Europa y, de estos, ha bía habido heridos y hasta muertos.

Pero seguíamos cuidando el cafetal y él seguía pariendo, co menzando por las regiones más bajas de la altura. Vinieron las florecidas y se acercaba la cosecha cuando vino el gran terremo to. Sentimos la tierra temblar en la altura, pero, gracias a Dios,

no sufrimos muertes y destrucciones como sucedió en el pueblo. Llegaron los primeros granos, que los peones recogían en mo chilas, y, en noviembre, junto con la cosecha, el armisticio, y, po co después, Juan Perdió, con su guitarra. Nunca más a propósito llegara Juan Perdió, de quien esperábamos las últimas noticias sobre el terremoto y el fin de la guerra mundial, grandes acon tecimientos ocurridos en unas cuantas semanas.

Pero Juan Perdió llegó deshecho: le habían matado el hijo en la guerra. Que había sufrido una gran desgracia no tenía ni que decirlo; lo traía escrito en el rostro y lo decían las cuerdas de su guitarra. Ya no era el Juan Perdió alegre que entraba en nuestros campos como una brisa fresca o como los primeros ra yos del sol por las mañanas. La noticia —que Juan Perdió venía triste porque le habían matado el hijo en la guerra— llegó a la hacienda dos o tres días antes que él. Lo esperamos, entonces, aún con mayor interés, se guros, al menos, de oir sus noticias, si no nos regalaba con la múu


sica de su guitarra. No pensábamos que le veríamos este año por última vez.

Una mañana, ya bien alto el sol, vimos llegar a Juan Perdió. Corrimos hacia el los muchachos sin perder un instante, gritando a voz en cuello: —¡Ahí viene Juan Perdió! ¡Llegó Juan Perdió!—. Pero cuando llegamos a él, dando brincos alrededor y gritan do ¡Juan Perdió!, ¡Juan Perdió!, no nos devolvió el saludo como

otras veces sino que, ladeando la cara y los ojos en vilo, parecía absorto en algo. Perplejos e intrigados, callamos nosotros. Nos

llego entonces, como a él, el ruido que lo tenia suspenso. Era el fonógrafo de casa. Sin duda lo habían puesto para celebrar la lle gada de Juan Perdió. ¡Trágico error! Era el primer fonógrafo que había llegado a nuestra monta ña. Lo había traído mi padre de la Capital, con medía docena de discos, y estábamos todos muy orgullosos. Solíamos tocar esta victrola todas las noches, a fuerza de maniguetazos, y era ésta la primera vez que la oíamos a esta hora, un día de trabajo. Lue go supe que mis hermanos le tenían preparada la sorpresa, que creían grata, a Juan Perdió.

Y fue, no hay duda, grande la sorpresa, como vamos a ver, pero en cuanto a lo de grata, resultó una terrible equivocación, pues ahora escuchaba Juan Perdió, con cara de incrédulo asom

bro y de manifiesto disgusto, aquella música estridente y chillona, descompuesta, nerviosa, brusca y convulsiva. En realidad, aque llo desentonaba en la tranquilidad edénica de aquel paisaje tropi cal de tupidos bosques llenos del canto de los pájaros. Porque es taban saludando la llegada de Juan Perdió con un "fox," que era el disco más discordante que teníamos.

Juan, que había ido deteniendo el paso, hasta convencerse de

lo que se trataba, salió ahora gritando, en furioso soliloquio: — ¡Pero como, en la altura también! ¡Tamaña porquería! ¡Me voy y no vuelvo!—.

Y asi diciendo, dió vuelta y se alejó por donde había venido.

Aquel mismo día le vieron borracho en la tienda de don Fruto, entre la Cartagena y la Isabelita.

Al año siguiente de 1919 no vino Juan Perdió. —¿Lo mataría la influenza?— se preguntaba la gente. Y, ahora, tantos años después, a la vista del humilde ataúd

que llevaba sus restos, venia yo a encontrar la respuesta: lo había matado el alcohol, y, mas que el alcohol, lo había matado el fo.nógrafo.


Doña Cristina Molinelli Amelia Agostini de del Río

AS


CADA VEZ que levanto la tapa de mi cofrecillo de sándalo fluye un suave olor que aroma el ambiente de mi estancia. Las cosas

que me rodean como que se arrinconan prudentes o timora tas para dar paso a la irrupción de los recuerdos de la niñez, atro

pellados y confusos unos, serenos y nítidos los otros. ¿Exhala la fragancia realmente la madera del cofre o esta

rá en el recuerdo de una lejanía espacial y temporal? Son muchas primaveras para volver atrás, a la niñez cris-

tahna, a la niñez impulso y ensoñación. Y sin embargo, ¡con qué nitidez se me aparece en la lejanía del pasado puertorriqueño, tan remoto, la figura de doña Cristina de Molinelli!

^

Ya había cumplido yo los ocho años y todavía me seguía aburriendo la misa mayor, a la que me llevaba un poco a remol que mi madre.¡Era una misa tan larga y tan historiada! Me distraía con lo más mínimo: con el vuelo de una mosca

o bien contando los botones del vestido de alguna señora del banco de enfrente u observando el chisporroteo de las velas de los dorados candelabros o escuchando el constante ras ras del abani

queo de las muchachas y las toses, en todos los tonos, de viejos y jóvenes. Jugaba con mis rizos, lánguidos rizos a pesar de haberme pasado todo el día del sábado con la cabeza llena de moñitos o

de "papelillos" como decíamos entonces. Ni el agua de azúcar u


en que me empapaba el pelo mi madre lograba rizarme el cabe llo lacio y rebelde. Me distraía hasta con mi propia pamela, la de las margari tas de trapo y las dos cintas de terciopelo negro que me colga ban hasta media espalda. Quizá por lucir aquella pamela, primor de los primores, me conformaba yo con tener que ir a la misa

mayor: ¡vanidad infantil! Pero todo el vagar del pensamiento y todo gesto de impa ciencia se paralizaban con la entrada de doña Cristina en la Igle sia. Doña Cristina me fascinaba, como la luz a la mariposilla más inquieta y revoltosa, desde que se anunciaba, infaliblemente unos

minutos después de empezar la misa, con sus pasitos cortos y el fru fru de sus sedas y tafetanes. Se sentaba, señera, en una silla de paja de alto respaldar, en la nave de la derecha. A tres cuartos de perfil con respecto a los feligreses de los bancos, podíamos con templarla a todo sabor. Junto al reclinatorio de peluche verde co locaba la sombrilla de encajes de Bruselas; el mango labrado, que

remataba un puño muy rococó, era una joya. Y las manos de do ña Cristina, con sus mitones negros y las sortijas de brillantes, dos pájaros intranquilos; en eUas se concentraba la vida, mientras su ca

ra permanecía inmóvil, clavados los ojos en el altar. ¿Cuánto tiempo

emplearía doña Cristina en su atavío y en rizarse los flequillos? Todo lo que llevaba la viejecita, aunque rico, estaba un po co pasado y marchito. Eran los mismos trajes y los mismos som breros que había traído de Francia hacía años y serían los mis

mos que había de ponerse muchos años más. El arte de doña Cris

tina consistía en combinarlos y retocarlos con un nuevo lazo de terciopelo o alguna blonda amarillenta por el transcurso del tiem po.

Malas lenguas comentaban que al llegar doña Cristina de Ajaccio a París, el corso Molinelli la había llevado a una casa de

modas para antes de salir para América y que al decirle el modis to, "Esta es la última moda," había protestado Cristina: "Nada de última moda; la primera, la primerita es la que quiero." La gente se burlaba un poco, por detrás, claro, de la elegan cia un tanto marchita de doña Cristina pero todos cuando habla ban con ella lo hacían con respeto y hasta con cariño. Si le de cían "¡Siempre tan galana 1" les impulsaba el afecto;¡era la señora tan fina y tan amable! La corsa agradecía los elogios con digni dad y mesura y expresaba su gratitud en un castellano pintoresco, un tanto rebelde a las reglas gramaticales. A5


A una tía mía —buena pero guasona— le gustaba darle pali que por oírle retazos de su vida. Una noche, de balcón a balcón, le contaba doña Cristina:

—Créame usted, mi señora amiga doña Antonia, tenía yo el pelo tan largo que me daba dos vueltas con la trenza alrededor

del cuello, como si fuera una piel, porque si no, lo perro me se guían para jugar con ella. Entonces mucho conde y marqúese me hacían el amor; y ya ve usted, todo lo desprecié por venirme a esta América tan lejana. Me enamoré del viejo que está en lo cementerio... ¡Dios le haya perdonado lo que me martirizó el

condenadito! Porque lo que soy yo, no le perdono ni aunque le viera en una paüa de aceite hirviendo..., bueno, quizá le perdona ría, que a los muertos se les perdona todo por estar muertos... Sabrá usted que a lo cuatro años de casados me puso lo cuerno con una jíbara. Desde entonces no le di ni el canto de una uña. Me amargó el cochon la juventud. Es cierto. Como buena corsa, no le perdonó jamás. Doña

Cristina bajó de la montaña con su hija y se quedó para siem pre en la casa del pueblo. Ya no tuteó más a su marido ni le re

cibió en su casa más que como visita de mucho cumplido. Aún no tenía veintiséis años.

A doña Cristina no se la veía en todo el día; las persianas permanecían cerradas y no había visiteo. Por las criadas se sabía que era muy parca en el comer, muy lectora y muy rezadora, di versión y devoción que alternaba con la costura. Por la tarde do ña Cristina se mecía en la única mecedora que había en la terra za. Leía con lupa. Llegó a ser una viejecita apergaminada. Agil, sin embargo, y con magníficos dientes. En ellos estaba aún la juventud. Bien lo sabía ella al mirarse al espejo con ojos cansados y melancóhcos. Aún me parece verla con sus flequillos rizados y una cinta negra o morada de más de una pulgada de ancho alrededor del cuello delgado y verdaderamente marfileño, como las blondas de encaje con que se engalanaba. Se murmuraba de ella que había echado una maldición a su hija el día de la boda con un corso que no era santo de su devo

ción. "¡Ojalá que te mueras de partol" Maldición que se cumplió para dolor de la madre. La imaginación popular había creado es te mito adornándolo con mil detalles.

¿En labios de doña Cristina una maldición? Parecía impo-y U6


sible; esto no se compaginaba con la caridad de la señora; nunca faltaba doña Cristina en casas de enfermos.

A mi padre le gustaba conversar con ella en francés, lengua materna de aquél, y en su larga enfermedad esperaba la visita diaria con más afán que la del médico. Doña Cristina, me atrevía

a jurarlo, se inventaba miles de picardías para hacer reír a mi pa dre y éste, que había sido en un tiempo masón, embromaba a la viejecita con alusiones a su beatería. La mañana que murió mí

padre estaba doña Cristina a su lado y, mientras llorábamos en silencio oyendo la fatiga de su agonía, doña Cristina, arrodillada, rezaba en voz plácida pidiendo al Señor que acogiera a su buen amigo con benévolencia "aunque hubiera sido masón." Entonces

tendría doña Cristina setenta y pico de años; le llevaba veinte a mi padre. Siguió viniendo a mi casa donde la queríamos por el cariño y la admiración que sentía por la sensibilidad y el carácter de mi padre.

Me embarqué para seguir estudios universitarios y al volver a los dos años me encontré con que doña Cristina se había ido a Córcega. "A echarle un vistazo antes de morirme. Me quiero mo rir en América y dormir junto a mi hija." Así le había dicho a mi madre.

Se fue y la misa mayor se quedó sin su reliquia. No volvió nunca porque murió en Ajaccio y sus parientes la enterraron en el

panteón de la famiha. ¿Entraría en el paraíso doña Cristina con sus pasitos cortos y el fru fru de sus sedas y tafetanes y su som

brilla de encaje de Bruselas con el mango rococó? ¿Llegaría con unos minutos de retraso, igual que cuando entraba a oír la misa mayor?

Cierro el cofrecillo de sándalo y vuelven las cosas que me rodean a adquirir su contomo, pero pronto apago la luz y se su men todas de nuevo en la imprecisión. Sólo tienen vida el lucero que alcanzo a ver desde mi cama y mi propio corazón. Y me voy durmiendo sin saber en cuál de los dos se acuna la viejecita de los flequillos


Indice

Santos Pitirre

I

Miguel Meléndez Muñoz

1

Pepa la Loca María Teresa Bdbín

Pepe el Gallero José S. Alegría

7

Seño Hilario

Antonia J. Sáez

15

Guásima

Ernesto Juan Fonfrías

18

Don Procopio, el despedidor de duelos Abelardo Díaz Alfaro

24-

El piragüero Aníbal Díaz Montero

30

Gomo el cedro del Líbano Ester Feliciano Mendoza

35

Juan Perdió Salvador Arana-Soto

38

Doña Cristina Molinelli

Amelia Agostini de del Río 48

43


SOBRE LOS AUTORES MIGUEL MELENDEZ MUÑOZ (1884-1966). Ensayista, novelista, cuen

tista, dramaturgo, y periodista. Autor de Yuyo, Cuentos del Cedro, Cuentos de la Carretera Central y otras obras. El Instituto de Cultura publicó sus Obras Completas. La selección figura en Lecturas Puertorriqueñas. JOSE S. ALEGRIA (1887-1965). Poeta, cuentista, periodista. Publicó Cró

nicas Frivolas, El Alma de la Aldea, Rosas y Flechas, Cartas a Florinda. La selección es de Retablos de la Aldea.

ANTONIA SAEZ (1895-1964). Ensayista y educadora. Autora de Las Artes

del Lenguaje en la Escuela Secundaria; La Lectura, Arte del Lenguaje; El Teatro en Puerto Rico, Las Artes del Lenguaje en la Escuela Elemental.

AMELIA AGOSTINI DEL RIO (n. 1896). Educadora, ensayista, cuentista y poetisa. Colaboro con su esposo Angel del Río en una antología de litera tura española. Autora de Del Solar Hispánico, Mitos para Niños. La selec ción es de Viñetas de Puerto Rico.

SALVADOR ARANA-SOTO (n. 1908). Médico, ensayista, cuentista. Autor

de: Diccionario de Temas Regionalistas en la Poeáa Puertorriqueña, Cuba y

Puerto Rico^ No Son . . ., Diccionario de Médicos Puertorriqueños, Catálogo de Farmacéuticos de Puerto Rico, Catálogo de Médicos Puertorriqueños de Siglos Pasados, Los Médicos en el Descubrimiento del Nuevo Mundo. La Política Exterior de Puerto Rico. La selección es de La Camisa Volantona.

ERNESTO JUAN FONFRIAS (n. 1909). Abogado, poeta, cuentista, ensa yista y periodista. Autor de: Bajo la Cruz del Sur, Cosecha, Conversao en el Batey, Una Voz en la Montaña, Sementera, Raíz y Espiga. La selección es de Guásima.

MARIA TERESA BABIN (n. 1910). Ensayista, poetisa y draniaturga. Entre sus obras figuran: El Mundo Poético de Federico García Lorca; García Lar

ca, Vida y Obra, Introducción a la Cultura Hispánica, Jornadas Literarias, Siluetas Literarias. Las Voces de tu Voz, Panorama de la Cultura Puerto rriqueña, La Hora Colmada. La selección es de Fantasía Boricua.

ANIBAL DI^ MONTERO,(n. 1911). Cuentista y novelista. Autor de: La

Brisa Mueve las Guajanas. Pedruquito y sus Amigos. Una Mujer y una Sota, La Biblioteca. La selección es de Hablando con Ellos.

ABELARDO DIAZ ALEARO (n. 1917). Cuentista. Autor de Terrazo, de la cual el Instituto de Cultura publicó una selección en su Biblioteca Popular. La selección en este folleto es de Mi Isla Soñada.

ESTER FELICIANO MENDOZA (n. 1918). Cuentista y poetisa. Autora de: Nanas, Arco Iris, Coqut, Nanas de la Navidad, Nanas de la Adolescen cia. La selección es de Voz de la Tierra Mía.

Selección de Juan Martínez Capó.


Ejste

folleto forma parte de la serie Libros del Pueblo que publica el Instituto de Cultura Puer torriqueña. La serie, de un carácter aún más difusivo que la Serie Popular del Instituto, se reparte gratuitamente, en forma de folletos, monografías sobre temas de interés general y

trabajos de literatos puertorriqueños del pasado y del presente. Los folletos ayudarán al lector a iniciarse en la lectura de las mejores obras lite rarias de Puerto Rico y a adquirir conocimien tos de la historia, las artes y las ciencias.

Las personas interesadas en adquirir ejem piares de estos folletos podrán solicitarlos en el Departamento de Instrucción Pública, principal encargado de la distribución, en los Centros Culturales de los pueblos, o en las oficinas del Instituto en San Juan.

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