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Magua | Simone Cortezão
MAGUA
| Simone Cortezão
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El aterrizaje en Antofagasta fue al final de una mañana de un sol que no conocía.
Nunca había visto el desierto. Ese día vi una luz amarillenta, una ciudad atrapada en colinas secas. La arquitectura se parecía a las favelas de Brasil, lo que nosotros llamamos autoconstrucción.
Llegué a ISLA cargando mis propias impresiones y búsquedas en torno a la minería. Tras casi once años de trabajo en territorio brasileño, podía reconocer el colapso de la tierra y el accidente resultante.
Llegué con asombro tras la ruptura de dos presas, mucho barro, el reflujo de la tierra derretida y el peso del lodo que se apoderó de toda una región.
En un territorio rodeado de montañas, mi energía en los años de investigación se enfocó en pensar en ellas, que se están yendo al extraer y robarles día a día hasta hacerlas desaparecer. En el desierto, en cambio, la violencia se mostraba en el terreno abierto y seco.
Fui a buscar el fondo de la tierra y su conexión con el cielo, conocía la ubicación geográfica del desierto de Atacama y pensé que en él encontraría pistas, cosmologías de este encuentro. No es que no las encontrara, pero sigo buscando. Sin embargo, fue en las implacables superficies del desierto donde hallé un desvío necesario.
María Elena, un lugar con nombre femenino en medio del desierto, me atrajo. Durante varios días preparé el viaje desde Antofagasta. Pasé un día caminando, sintiendo el calor, percibiendo los sonidos y la luz del desierto. Cuando ya me iba, sentada en la parada del autobús, una señora muy mayor con la piel marcada por el sol llegó y dijo alegremente: “¡hermosa niña!, ¿de dónde es?”. El conductor del autobús, que miraba la conversación, me explicó en un susurro y tono prejuicioso: ella es la prostituta más antigua de María Elena, su nombre es Magua.
Mágoa en portugués es una palabra muy significativa. Es tristeza y resentimiento, el peso del dolor, lo que permanece incluso después de mucho tiempo: un sentimiento profundo. Allí encontré a María, Magua. Regresé después de unos días a esa ciudad minera en medio del desierto, cuyo principal y más antiguo recuerdo vivo fue apodado Magua. María, Magua, no quería, así que no pude encontrarla de nuevo.
Ahora, me detendré en todo lo que vi, daré tiempo a cada sonido e imagen, dejaré que cada uno encuentre un lugar. En la intersección entre ficción y realidad, donde
es posible armar un rompecabezas y mirar los espectros, los pueblos fantasmas, el ácido sulfúrico, las firmas polvorientas dejadas por los antiguos residentes de las ciudades abandonadas, y la minería que aparece como un espejismo entre el vapor ácido y el polvo, en la realidad de alta intensidad y baja frecuencia, volveré a encontrarme con el desierto.