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60 cumpleaños de la Ley de Propiedad Horizontal
Por Carlos Gallego Brizuela, abogado
El 21 de julio de 2020 cumplirá 60 años la Ley de Propiedad Horizontal (LPH), norma que fue objeto de numerosas modificaciones (dieciocho de sus veinticuatro artículos han sido reformados, algunos de ellos varias veces) que intentaron acomodarla a las exigencias de los nuevos tiempos y a los requerimientos de la experiencia práctica, siendo las principales las que operaron las leyes 8/1999, de 6 de abril, y 8/2013, de 26 de junio.
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La reforma de la Ley 8/1999
La Ley 8/1999 presentó la singularidad de ser la única en la historia de nuestro ordenamiento que nació al amparo del artículo 87.3 de la Constitución española y de la Ley Orgánica 3/1984, de iniciativa legislativa popular, y acabó convirtiéndose en ley, aunque cruzándose con otra proposición no de ley que estaba tramitándose en el Congreso y que la completó desfigurándola sustancialmente. La iniciativa popular recibió un extraordinario apoyo impulsado por la organización profesional de los administradores de comunidades bajo el designio de la persecución de la morosidad comunitaria, pero que en realidad perseguía el reforzamiento de la profesionalización de su administración, hasta entonces perfectamente soslayable, con resultado contraproducente al propiciar una inesperada masificación de esa profesión que ha acabado perjudicando a sus propios intereses corporativos.
Otro de sus argumentos estrella —el fondo de reserva— acabó confirmando el fracaso que algunos auguramos desde el principio, cuando objeciones macroeconómicas lo redujeron a un insignificante 5 % del presupuesto ordinario, minimizando la más ambiciosa propuesta del grupo parlamentario catalán que propugnaba ese mismo 5 % pero con carácter acumulativo anual, de modo que en veinte años se consiguiera alcanzar un fondo igual al
La regulación de la junta de propietarios por la reforma de la Ley 8/1999 concede ventaja a los ausentes mientras perjudica a los asistentes
presupuesto anual. Esa era la única vía para que las comunidades se animasen a mantener su edificio mediante revisiones y reparaciones periódicas, como hacemos con nuestros automóviles, en vez de esperar a su agotamiento, cuando esa actuación tardía deviene mucho más compleja y costosa.
Con todo, la consecuencia más odiosa de esta reforma se manifestó en que una torpe regulación de la junta de propietarios favoreció la inasistencia del comunero cuando su voto no es decisivo para integrar la correspondiente mayoría, porque el ausente no solo se asegura por el mero hecho de no asistir la legitimación para impugnar (artículo 18.2), sino que además no empieza a contarle el plazo para la impugnación (artículo 18.3) hasta que recibe el acta. Por el contrario, el comunero asistente se expone a perder su legitimación por no salvar su voto (o por no constar correctamente en el acta que lo salva) y además ve nacer en esa misma fecha de celebración de la Junta el plazo para impugnar, contrariedad esta última especialmente gravosa, habida cuenta que tampoco señala la ley un plazo para notificar las actas y muchas veces se retrasa mucho esa notificación, incluso más allá del plazo de tres meses con que se cuenta para interponer la demanda impugnatoria.
Y aunque la ley no señale un plazo para notificar el acta a los comuneros —aspecto aparentemente menor pero a veces con relevantes consecuencias— que no se señalase un plazo para que los comuneros reciban el acta favorece la desidia de quienes tienen la responsabilidad de redactarla y enviarla, aunque bien es cierto que si el artículo 19.3 da un plazo máximo de diez días para cerrarla, forzoso es deducir que a continuación debe remitirse a los vecinos.
En su día, la aportación más original de esta reforma legal se materializó en la novedosa regulación (en su artículo 21) del juicio monitorio para la reclamación de cuotas y
Fachada de edificio en régimen de propiedad horizontal de Mallorca
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derramas, pero su resplandor se apagó muy pocos meses después con la publicación de la Ley de Enjuiciamiento Civil, que lo generalizó para la reclamación de toda clase de deudas dinerarias.
La reforma de la Ley 8/2013
La Ley 8/2013, de Rehabilitación, Regeneración y Renovación Urbanas, forma parte de las normas dictadas por razones de política económica que aspiraban a reparar los destrozos causados por la crisis del lustro anterior, cuya nota característica más relevante fue la de su muy deficiente técnica legislativa (quizá porque la redactaron economistas y no dejaron que luego la aseasen juristas expertos en la materia). En particular, el nuevo artículo 10 constituyó su expresión más elocuente, un verdadero galimatías en que se mezclan derecho privado y derecho público con extremos de muy difícil comprensión cuyas ambiciosas aspiraciones se han visto frustradas por el fracaso en su puesta en práctica que muchos auguraron. En particular, la intención de favorecer la ejecución de obras en el edificio llegó al extremo de autorizar a que cualquier propietario se pusiera a realizarlas con que solo “resultasen necesarias para el adecuado mantenimiento y cumplimiento del deber de conservación del inmueble y de sus servicios e instalaciones comunes”, estimación que no requería atravesar antes ningún filtro, dejando así el paso despejado para el más extravagante voluntarismo vecinal. No obstante, el sentido común y un acentuado principio de prudencia inspirado principalmente por la generalidad de los abogados han contenido la práctica totalidad de esas iniciativas, de modo que siete años después la audaz apuesta del legislador permanece casi inédita.
Por el contrario, la reforma ofreció instrumentos que se han revelado eficaces para solucionar los problemas de accesibilidad de los edificios (no solo para las nuevas instalaciones de ascensor, sino para completar las que no permiten una La derogación del art. 12 LPH terminó con la unanimidad para aprobar cualquier obra en el edificio, pero está costando mucho asimilarlo
accesibilidad plena y universal, al interponerse entre aquellas y la vía pública algunos escalones). Sin embargo, no tuvieron sus impulsores el coraje necesario para resolver uno de los más graves problemas en la vida de las comunidades propiciado por una errónea interpretación de las normas: me refiero a la doctrina a la que se ha atado el Tribunal Supremo para seguir imponiendo a los propietarios de los locales la contribución, según
El debate parlamentario de la reforma de la LPH del año 2013 se centró en la eliminación de los quorum elevados, que impedían acuerdos de las juntas sobre obras en el edificio que colaborasen a reactivar el sector de la construcción
su coeficiente, de las elevadísimas cantidades (paradójicamente mayores cuanto más humilde, constructivamente hablando, es el edificio) necesarias para sufragar la nueva instalación de un ascensor que los propietarios de los locales no verán en su vida ni, por tanto, les aprovechará en modo alguno. Se perdió así la oportunidad de proporcionar una salida por la que el Tribunal Supremo pudiera escapar de la trampa en la que él mismo se encerró, cuya rectificación es más difícil cuantas más sentencias sigan confirmando ante la incomprensión general esa injusta carga para los inocentes propietarios de los locales. Por el contrario, un creciente número de audiencias provinciales va encontrando otras vías —algunas verdaderamente imaginativas— por las que han conseguido salir de ese arbitrio jurisprudencial para ofrecer una respuesta a la razonable demanda de los afectados que esté más ajustada no solo a principios abstractos de justicia, sino a la propia norma positiva, y, lo que es más concluyente, al sentido común.
La minimización de la unanimidad que (casi) nadie admite
Pero el efecto más relevante de la reforma introducida por la Ley 8/2013 consistió en la reducción de la exigencia de la unanimidad hasta limitarla a los acuerdos que afecten al título constitutivo o a los estatutos (regla 6 del artículo 17). Efectivamente, la exigencia de la unanimidad para la adopción de acuerdos que aprobaban obras en elementos comunes antes de la ley 8/2013 no estaba impuesta directamente por ningún precepto, sino que derivaba de la equivalencia que establecía el artículo 12 entre tales obras y las alteraciones del título constitutivo o los estatutos, diciendo que aquellas “deben someterse al régimen establecido para las modificaciones del mismo” (título constitutivo). Por consiguiente, para acabar con el quorum de la unanimidad exigido para la aprobación de tales obras por la junta le bastó al legislador con suprimir tal equivalencia derogando el artículo 12.
No obstante, los siete años transcurridos desde la Ley 8/2013 han evidenciado enormes dificultades para su asimilación entre todos los operadores jurídicos. De modo que no pueda reprocharse que uno de sus escalones, el de los administradores, que es el más extenso y presente en la práctica, permanezca completamente