Cuadernillo wa 00

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Editorial

Un bicho raro Celebrar el cine de Wes Anderson –como lo hacemos en este cuadernillo especial de Kinetoscopio- se antoja un acto de justicia frente a una obra singular. Anderson es único en su especie, un “bicho raro” que parece fruto de una generación espontánea y no la evolución de alguna tendencia del cine norteamericano contemporáneo. Tal es la peculiaridad de su filmografía. Formalista, naíf, manierista, con un sentido enormemente desarrollado de la relación entre los espacios y sus personajes y dueño de un humor seco (deadpan), el universo fílmico de Anderson está compuesto de abigarrados detalles que hacen de cada uno de sus filmes una continua sorpresa y un reto nada pequeño para el espectador acostumbrado a narrativas más convencionales que la suya. Pero para los fanáticos de su obra, Wes Anderson representa un viento de absoluta libertad creativa, una voz renovadora y fresca, algo completamente diferente a lo que los demás hacen. Estamos ante uno de los autores visualmente más reconocibles de nuestros días. Hagamos una aclaración necesaria: es posible que Anderson no sea el director que haga los retratos más humanos y sensibles. Hay mucho de caricatura en las descripciones que hace filme a filme (es más, una de sus películas, Fantastic Mr. Fox, es animada). Lo que ocurre es que lo suyo es otra cosa, muy diferente a la descripción verista de la realidad: es proponer una mirada distante e intelectual a unos personajes que están a su entero servicio (tal como la recurrente tropilla de actores que los interpreta), que les son útiles para “ambientar” unos relatos que se van desplegando y volviéndose más complejos frente a nuestros admirados ojos. Los personajes y la escenografía puestos al mismo nivel, haciendo parte de un lienzo donde Anderson los mueve y juega a su antojo como si fuera una peculiar partida de ajedrez que él ejecuta con mano maestra. El control que ejerce sobre la puesta en escena es de veras asombroso. Pero ese control no implica narraciones cerradas y excluyentes. Su cine tiene un barniz de ingenuidad que lo convierte en una experienciya inusual: manipuladora, atractiva, compleja e inesperadamente cómica. Parece extraño, pero en esa contradicción de adjetivos yace la fascinación del cine de Wes Anderson. Un autor lleno de meritos y del que todavía tenemos mucho por esperar. Mientras tanto los invitamos a descubrir en las siguientes páginas lo que va de su vida y su obra. El viaje a bordo de este bicho raro vale la pena. -El editor-

Director Andrés M. Murillo R.

Distribución y suscriptores Andrea Ramírez P.

Editor Juan Carlos González A.

Corrección de estilo Juan Pablo Trujillo

Cuadernillo digital exclusivo para suscriptores. Nombre reservado según resolución del Ministerio de Gobierno N° 5737. ISSN 0121-3776. Centro Colombo Americano. Apartado Aéreo 8734, Medellín, Colombia. Teléfono: (574)204-04-04. Fax: (574) 513-2666. E-mail: kinetoscopio@kinetoscopio.com

Comité editorial Andrés M. Murillo R. Samuel Castro Oswaldo Osorio

Diseño Cuadernillo Daniel Restrepo O.

KINETOSCOPIO es una revista publicada por el Centro Colombo Americano de Medellín, Colombia.

Diseño Infográfico Andrea Ramírez P.

Carrera 45 N° 53 - 24, Apartado Aéreo 8734, Medellín, Colombia.

Coordinación Andrea Ramírez P.

Portada Wes Anderson

El contenido de los artículos es responsabilidad única y exclusiva de sus autores y no corresponde necesariamente al pensamiento de la revista.

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Contenido Manuel Yánez Murillo

Son como niños melancólica Bottle Rocket (1996)

El mejor alumno, el peor estudiante Rushmoore (1998)

Un universo maravillosamente imperfecto

Los excéntricos Tenembaums (2001)

Las profundidades de Anderson La vida acuática...(2004)

Extraños en un tren Viaje a Darjeeling (2007)

Alquimia de las marionetas El fantástico Sr. Zorro (2009)

El tiempo del amor, de los amigos y de la aventura Un reino bajo la luna (2012)

El “toque Anderson”

El gran Budapest hotel (2014)

Alejandro Villa M.

Oswaldo Osorio

Liliana Zapata B.

Samuel F. Castro

Yasmín López

Diego Agudelo Gómez

Diana María Agudelo

Juan Carlos González A.

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Escriben en este cuadernillo Diego Agudelo (Colombia) Periodista y bloguero. Coordina el blog de cine www.cinestesia.org Samuel Castro (Colombia) Escritor y guionista. Primer miembro colombiano de la Online Film Critics Society. Crítico de cine de El Colombiano. Edita el sitio web www.ochoymedio. info Columnista en la revista ÚNETE. Fundador y director creativo de la empresa Ideas Lúcidas. Tuitea como @samuelescritor. Trabaja en su segunda novela. Diana María Agudelo (Colombia) Comunicadora Social y Periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana. Cinéfila. Escritora de medios locales. Es crítica novel en las páginas de Kinetoscopio. Juan Carlos González A. (Colombia) Vinculado a Kinetoscopio desde 1993, es columnista editorial de cine del periódico El Tiempo y crítico de cine de la Revista Universidad de Antioquia, así como del suplemento Generación del periódico El Colombiano. Dirige el cineclub de la Universidad EAFIT. Es miembro de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (FIPRESCI) desde agosto de 2013. Yasmín López A. (Colombia) Psicóloga y traductora. Especialista en traducción de ciencias literarias y social humanísticas. Artículos suyos han aparecido en las revistas Agenda y Revista de la facultad de Artes de la U. de A., Revista de la Universidad de Antioquia y el Eafitiense.

Liliana Zapata Blandón (Colombia) Ingeniera Administradora. Cinéfila y apasionada entre otros, por el cine francés, argentino y español. Vinculada desde el año 2013 a la Revista Kinetoscopio. Oswaldo Osorio (Colombia) Comunicador social, historiador, Mágister en Historia del Arte y candidato a Doctor en Artes de la Universidad de Antioquia. Investigador y profesor universitario. Coordinador de programación del Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia y del Festival de Cine Colombiano de Medellín. Crítico de cine del periódico El Colombiano y fundador del portal www.cinefagos.net. Manuel Yañez Murillo (España) Periodista y crítico de cine, colaborador de las publicaciones españolas Fotogramas y Cahiers du cinema (España), así como de la norteamericana Film Comment y del website argentino Otros Cines. Es docente de la escuela Observatorio de Cine de Barcelona. Alejandro Villa (Colombia) Estudio Comunicación social en Bogotá. Estudios inconclusos de publicidad. Master en guión cinematográfico en Europa. Autor de varios cortometrajes, es docente de medios audiovisuales en Manizales y Pereira.

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A prop贸sito de

Wes Anderson


La sonrisa melancólica Por Manuel Yánez Murillo Barcelona, España Wes Anderson pertenece a esa singular estirpe de cineastas cuyas imágenes son identificables a primer golpe de vista. Como ocurre con Howard Hawks y sus planos fijados a la altura de los ojos de los personajes, o con Yasujirō Ozu y sus composiciones tomadas desde un ángulo bajo frontal, o también con Bela Tarr y sus largos travellings de seguimiento de personajes, basta con mirar dos o tres planos de cualquier película de Anderson para reconocer su rúbrica fílmica. Para él, la forma es el contenido. Y todo su universo parece encapsulado en cada una de sus características composiciones frontales, perfectamente simétricas, habitualmente estáticas y centradas sobre un personaje de mirada melancólica, habitualmente uniformado. Está todo ahí, en cada plano: la excentricidad de unos personajes que sueñan con conquistar la grandeza, pero que son conscientes de que, como advertía Max Fisher (Jason Schwartzman) en Rushmore (1998), “sic transit gloria” (la gloria se desvanece). En el contexto del cine contemporáneo, Anderson compite con David Fincher por el primer puesto en el ranking de directores más detallistas del Planeta Cine, herederos del obsesivo perfeccionismo de autores como Stanley Kubrick o Alfred Hitchcock. En el caso de Anderson, esa atención compulsiva por los detalles convierte sus planos en auténticos tableaux vivants, frescos en movimiento que ocultan infinidad de secretos en los bordes del encuadre. El director de Un reino bajo la luna (Moonrise Kingdom, 2012) es probablemente el realizador más manierista del cine norteamericano actual. Sin embargo, su devoción por el estilo no responde a un impulso exhibicionista, sino que conforma su particular manera de inyectar vida y proteger cálidamente a sus personajes: criaturas tocadas por una profunda fragilidad, outsiders que buscan el abrazo de una familia adoptiva. En un momento de angustia y con la locuacidad habitual de los personajes de Anderson, el

protagonista de La vida acuática con Steve Zissou (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004), interpretado por Bill Murray, afirmaba: “¡Somos una banda de tipos extraviados!”. Seres descarriados unidos por el deseo o la necesidad de formar un clan. Y, de hecho, toda la filmografía de Anderson puede verse como una gran reunión familiar, a la manera de las películas de John Cassavetes, cuya cinta Husbands (1970), sobre tres amigos que emprendían juntos un viaje a Londres, inspiró Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007), en la que Anderson filmó el viaje de reconciliación de tres hermanos por la India.

“El director de Un reino bajo la luna (Moonrise Kingdom, 2012) es probablemente el realizador más manierista del cine norteamericano actual.” En el cine de Anderson se congregan regularmente coguionistas (Roman Coppola y Noah Baumbach), colaboradores técnicos (el director de fotografía Robert Yeoman, el compositor Mark Mothersbaugh) y, sobre todo, una fiel tropa de actores liderada por Jason Schwartzman, Willem Dafoe, Angelica Huston, Adrien Brody y el ya mencionado Bill Murray, el mejor representante del tipo de humor preferido por Anderson, el deadpan: una comedia basada en la combinación de una notoria inexpresividad y una apelación al absurdo. Aunque, en realidad, el colaborador más fiel y crucial de Anderson ha sido el coguionista y actor Owen Wilson. Anderson (nacido en Houston, Texas, en 1969) y Wilson se conocieron en la Universidad de Austin

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mientras participaban en un taller de escritura. Desde niño, Anderson había demostrado tener talento para la escritura dramática y, en su escuela secundaria, puso ya en escena obras teatrales que llevaban por título The Five Maseratis y The Battle of the Alamo, representaciones que guardaban un cierto parecido con las épicas funciones organizadas por Max Fisher en Rushmore. Sin embargo, fue el encuentro con Wilson –con quien escribiría sus tres primeras películas– el que activó el resorte creativo que alumbraría la trayectoria de Anderson. Ambos escribieron y filmaron un cortometraje de 13 minutos llamado Bottle Rocket en el que ya brillaba el sello distintivo de su autor: el gusto por la hibridación de géneros cinematográficos –en este caso, el cine de gángsteres, la road movie y la comedia–, el interés por el tema de la amistad y un marcado romanticismo. Aquel cortometraje fue presentado en el Festival de Sundance y terminó llamando la atención de James L. Brooks, el creador de la serie The Simpsons y director de películas como La fuerza del cariño (Terms of Endearment,1983) y Mejor imposible (As Good As it Gets, 1997). Brooks decidió llevarse a Anderson y Wilson a Hollywood y allí les ayudó a producir su primera película, una “extensión” de aquel primer cortometraje. El resto es historia.

El gran heredero En un artículo publicado en 1982 en la revista Film Comment, el crítico norteamericano Dave Kehr escribió lo siguiente acerca de la historia de la comedia yanqui: “desde el advenimiento del sonido, cada década ha producido un director que ha capturado su esencia a través de la comedia: Howard Hawks en los años treinta, Preston Sturges en los cuarenta, Frank Tashlin en los cincuenta, Blake Edwards en los sesenta”. Y si tuviésemos que apuntar el nombre del realizador más emblemático de comedias de los años veinte, ese sería Ernst Lubitsch. Pues bien, si nos adentramos en el ritmo, el look y la esencia del cine de Wes Anderson, encontramos puentes que conectan su obra con la de la mayoría de estos padres de la comedia. De Hawks, ha heredado la debilidad por los brotes de irresponsabilidad y por la figura del adulto aniñado; mientras que a Sturges le

une lo que el crítico Kent Jones ha definido como “una inclinación a hacer películas que parecen desfiles, compuestos por un muestrario diverso y democrático del ser humano”. Aunque, como revela claramente su magistral última película, El gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014), el director con el que Anderson conecta más íntimamente es Lubitsch, con el que comparte una pasión por la economía formal –la capacidad de decir muchas cosas en poco planos–, una mágica habilidad para combinar alegría y melancolía, y un sexto sentido para la confección de diálogos bañados por un delicado halo poético. Cómo describir si no ese momento de Rushmore en el que el padre (Seymour Cassel) le explica a su hijo: “Eres como uno de esos capitanes de viejos veleros. Estás casado con el mar”, a lo que Max responde: “Sí, y llevo en el mar demasiado tiempo”. Además, cabe subrayar la fascinación que siente Anderson por el universo de los buenos modales y las costumbres sociales, que sus personajes emplean rigurosamente, igual que sus uniformes y sus inseparables complementos (anteojos, pipas, sombreros…). Para ellos, se trata de una forma de autoafirmación, un alivio contra la interminable batalla que mantienen contra su susceptible ego. Para comprender la esencia del cine de Anderson, nada mejor que atender a unas palabras que le dedicó el crítico Andrew Sarris a Ernest Lubitsch en su libro The American Cinema: “¿qué son los buenos modales (…) sino el reconocimiento de que, al final, todos perdemos el juego de la vida, pero que aun así debemos vivirlo de acuerdo a las reglas?”.

“Cabe subrayar la fascinación que siente Anderson por el universo de los buenos modales y las costumbres sociales”


(Wes Anderson) Las fructíferas conexiones que es posible establecer entre Anderson y los maestros de la vieja comedia estadounidense ocultan otra curiosa realidad: la enorme distancia que existe entre el cine de Anderson y el de sus coetáneos. En cierta manera, el director de El fantástico Sr. Zorro (Fantastic Mr. Fox, 2009) parece trabajar a contracorriente del cine de su tiempo. Así, en unos lustros marcados por un cierto predominio del realismo y el naturalismo en el contexto del cine de autor –fruto del advenimiento del cine digital–, Anderson ha apostado deliberadamente por un formalismo barroco, casi asfixiante. Luego, en una era en la que el videoclip parecía haber agotado su vigor, el realizador texano ha sabido dar nueva vida a la estética pop elaborando emocionantes e hipnóticas procesiones a cámara lenta: a destacar el sublime encuentro de Gwyneth Paltrow y Luke Wilson en Los excéntricos Tenenbaums (The Royal Tenembaums, 2001), al ritmo del “These Days” de Nico, y el funerario desfile de los hermanos de Viaje a Darjeeling al son de “Strangers” de The Kinks. Aunque el factor clave que diferencia a Anderson de los otros directores de comedia de su generación es el tipo de relación que establece con sus personajes. En una época en que la comedia viraba hacia el cinismo y la misantropía –una tendencia ejemplificada por autores como Todd Solondz, los hermanos Coen o incluso Alexander Payne–,

Anderson ha optado por alinearse espiritualmente con sus personajes. Puede que su forma de filmar evoque un cierto distanciamiento, pero a un nivel emocional e intelectual no cabe duda de que Anderson se sitúa muy cerca de sus personajes. Al margen de la ironía y la crueldad, su cámara busca empatizar con sus protagonistas, participando de sus ilusiones y tristezas, compartiendo con ellos esa peculiar aura aristocrática que los diferencia del resto de los mortales. A falta de una palabra mejor, cabe reconocer que Anderson ama a sus criaturas.

Un cine en evolución El conjunto de la trayectoria de Wes Anderson podría verse como una única obra compacta y homogénea, en la que cada filme funciona como uno de los episodios novelescos en los que se subdivide cada una de sus películas. En ese sentido, resulta interesante advertir el modo en que suele evolucionar el cine de Anderson, con cada película esbozando temas y recursos que luego serán ampliados o desarrollados en filmes posteriores. El caso más evidente es la conversión del primer cortometraje de Anderson, Bottle Rocket, en suprimer largometraje. Luego, es posible proponer una arriesgado pero jugoso parecido entre las obras

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teatrales que presentaba Max Fisher en Rushmore – híbridos de géneros con mucho artificio e imposibles finales felices– y la película La vida acuática con Steve Zissou, una aparatosa gran producción en la que Anderson estuvo a punto de caer víctima de sus excesos estilísticos. De hecho, imaginemos que el ficticio protagonista de Rushmore hubiese dirigido La vida acuática… Esta ilusoria pero creíble posibilidad ratifica el cine de Anderson como la puesta en imágenes de una realidad interior, la expresión torrencial y geométricamente perfecta de un imaginario personal. Y, de hecho, para la consecución definitiva de esa utopía de control y dominio expresivo, no es de extrañar que el realizador texano buscara refugio en el cine de animación stop-motion, primero en las secuencias submarinas de La vida acuática… y más adelante en la sensacional El fantástico Sr. Zorro, adaptación de la novela infantil de Roald Dahl. Más adelante, Anderson evocaría la literatura de J.D. Salinger en Un reino bajo la luna y la del austriaco Stefan Zweig en El gran hotel Budapest. A un nivel temático, cabe apuntar una cierta evolución en la aproximación de Anderson al ya mencionado anhelo familiar que sienten la mayoría de sus personajes. Así, mientras en Bottle Rocket y Rushmore se trabajaba con la idea de una familia adoptiva –construida a través de la amistad–, en películas posteriores como Los excéntricos Tenenbaums, Viaje a Darjeeling o El fantástico Sr. Zorro, los vínculos entre los protagonistas ya son directamente sanguíneos, aunque dicha unión está siempre marcada por la disfunción, el conflicto y el desencuentro. Y qué decir de la fascinación de Anderson por el viejo continente. Una parte de La vida acuática… se rodó en Italia, igual que el cortometraje Castello Cavalcanti (2013), un homenaje velado al universo de Federico Fellini que financió la casa de moda Prada y que se rodó en los estudios Cinecittà. Y de Italia a Francia, más concretamente a París, donde Anderson tiene su segunda residencia, donde rodó el cortometraje Hotel Chevalier (2007) y donde nació François Truffaut, uno de sus héroes fílmicos –junto a Luis Buñuel–, a quien rindió tributo en My Life, My Card, un spot publicitario que dirigió para la compañía American Express y que planteó como un guiño a La noche americana (La Nuit américaine, 1973). En definitiva, una historia de amor con Europa que culminó con El gran hotel Budapest, donde la muy

andersoniana nostalgia por un pasado glorioso se situaba en la Europa de entreguerras, justo en el crepúsculo de la conocida como República de Weimar. Como decía Max Fisher, sic transit gloria: una conciencia de lo que significa la decadencia que solo pueden atisbar aquellos que han conocido la grandeza; aquellos que, como los personajes de Wes Anderson, ambicionan ser los héroes de sus propios sueños, ficciones, vidas.


El mundo de Wes

Anderson

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Son como niños Bottle Rocket (1996)

Por Alejandro Villa M. Pereira, Colombia Todo empezó con un cortometraje de 13 minutos, llamado Bottle Rocket, realizado por un par de jóvenes texanos, Wes Anderson y Owen Wilson, que asistían a un taller de dramaturgia en la Universidad de Texas en Austin. Este corto, realizado en 1992 pero estrenado en el Festival de Sundance en 1994, fue todo un éxito. Con imágenes en blanco y negro se nos cuenta la historia de dos jóvenes, Dignan (Owen Wilson) y Anthony (Luke Wilson), que roban primero una casa y posteriormente, con ayuda de un socio llamado Bob (Robert Musgrave), asaltan una librería. No lucen como criminales, son personas aparentemente inocentes que roban por hobbie, por hacerse los valientes. En realidad son como niños, para ellos todo es un juego, no se toman sus actos ni a ellos mismos en serio.

“Todo empezó con un cortometraje de 13 minutos llamado Bottle Rocket...” Sus diálogos, las apuestas que hacen, sus pequeñas riñas revelan una gran camaradería, pero a la vez una candorosa mentalidad infantil. Hay un humor seco y absurdo en este pequeño relato de un improvisado y nada convencional trío de ladrones de medio pelo. La mentora de Anderson y Wilson, la productora Barbara Boyle, le mostró el cortometraje y su guion a Polly Platt, una colaboradora del director y productor James L. Brooks, quien tenía un acuerdo con Columbia Pictures. A Brooks le gustó el corto y se llevó a ese par de novatos a Hollywood para convertirlo en un largometraje. Durante un año reescribieron el guión y durante el siguiente rodaron el filme. La compañía de Brooks reunió los


cinco millones de dólares que costó la cinta, que también se llamó Bottle Rocket. Para estrenarlo en un ambiente artístico propicio se pensó en recurrir de nuevo al Festival de Sundance, pero para la sorpresa y decepción de sus realizadores, fue rechazado para entrar a la competencia. Terminaría estrenándose comercialmente en los Estados Unidos el 21 de febrero de 1996. El largometraje – ahora a color– retoma la premisa básica del trío de inusuales e inesperados asaltantes. Los robos a la casa y a la librería se mantienen pero se añaden, como era de esperarse, otros elementos dramáticos adicionales: básicamente un interés romántico para Anthony, un sensei para Dignan y un entorno familiar para Bob. Lo que tenemos es un pequeño grupo de asaltantes que parecen jugar a lo que jugaban los gángsters aficionados de Banda aparte (Bande à part, 1964) de Jean-Luc Godard, o sea a montar un plan criminal con babas, tal como lo haría un grupo de escolares en un recreo. Se creen los malos de la historia, pero ellos en el fondo saben que no son así y que todo es un síntoma de la desubicación personal en la que viven. Los une, eso sí, una amistad a toda prueba, resistente a golpes, zancadillas, pequeñas traiciones, errores, fugas y torpezas. Dado que sus familias están ausentes (como en el caso de Anthony), no existen (como en Dignan) o los oprimen (el caso de Bob), ellos deciden escapar y crear un nuevo orden familiar, donde ellos tres sean los artífices de su presente y su futuro. El plan de acción de Dignan, que prevé todo lo que harán de acá a 25 años, no solo es muestra de su candor sino de su decisión de “quemar las naves” e imaginar un porvenir mejor juntos a sus compañeros en el crimen. Bottle Rocket también parte de un acuerdo familiar y de amigos, pues Anderson, Robert Musgrave y Owen Wilson eran amigos y compinches, y además este último actúa en la película junto a sus hermanos Luke y Andrew. Sabemos desde el principio que nada de lo que planean Anthony, Dignan y Bob saldrá bien, pero nos interesa su destino sencillamente porque Wes Anderson también se interesa sinceramente por él. El director pudo haberse puesto por encima de sus personajes y hacer una farsa para burlarse de ellos, pero fue lo suficientemente bondadoso como para evitar hacer eso. Por el contrario, evita juzgarlos y se preocupa por ellos, los cuida, les hace caso, les

sigue el juego, se alegra con la conquista romántica que Anthony logra, disfruta cuando el hermano mayor de Bob es humillado y sufre cuando el atraco perfecto que Dignan concibe se desbarata. Además nunca deja de mostrarnos la perspectiva de los protagonistas, a los que vemos tal como ellos mismos se ven, no como los demás los perciben. Es más, nunca va a desinflar el globo de sus quiméricos sueños. Todo esto dentro de un marco tragicómico, donde el humor absurdo y a veces no pretendido –tipo Jim Jarmusch– está dosificado con gran inteligencia a lo largo de todo el metraje. Esa ternura de Anderson hacia su trío protagónico evita que pensemos que están dementes o que sufren algún retardo mental, sino que creamos de veras que son unos desadaptados, unos misfits inofensivos que requieren una amonestación afectuosa y una intervención psicológica puntual antes que un castigo penal. Martin Scorsese escribe en marzo del año 2000 un texto sobre Anderson en la revista Esquire donde resalta estas mismas características. En un aparte del texto anota que “Este tipo de sensibilidad es rara en el cine. Me hace pensar en Leo McCarey, el director de Make Way for Tomorrow y The Awful Truth. Y también en Jean Renoir. Recuerdo haber visto las películas de Renoir cuando era niño y de inmediato sentirme conectado a los personajes gracias a su amor por ellos. Pasa lo mismo con Anderson. Me he encontrado volviendo a ver Bottle Rocket muchas veces. También estoy muy orgulloso de su segundo filme, Rushmore (1998); tiene la misma ternura, la misma clase de gracia. Ambos son muy divertidos pero también muy conmovedores”. Nacía así la carrera de Wes Anderson. Acá todavía su estilo falta por acabar de pulir, aún no hay ese formalismo extremo que lo va a caracterizar. Pero ya su mundo personal está presente, así como su particular concepto de la comedia fílmica. Es fantástico ver cómo nunca se ha traicionado, constatar como película a película va solidificando su mirada. Pero todo empezó acá, en lo que originalmente fue un corto de 13 minutos llamado Bottle Rocket…

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ElRushmoore mejor alumno, el peor estudiante (1998)

Por Oswaldo Osorio Medellín, Colombia Casualmente, un par de horas antes de escribir este texto, leí un titular que decía que las actividades extracurriculares no son relleno. Tampoco lo son, por supuesto, la búsqueda del amor, cultivar la amistad o estrechar los lazos con la familia. Esta película es sobre todo eso, aunque se trate de la vida en un colegio –el del título– donde lo que menos vemos que hacen los alumnos es estudiar. A juzgar por su cine, seguramente Wes Anderson tuvo muchas actividades extracurriculares cuando estudiaba; no en vano esta es su segunda película, en la que se empiezan a ver casi todos los elementos germinales de su muy apreciada y distintiva obra:

protagonistas emprendedores y carismáticos que no cejan hasta triunfar (o ser derrotados) en una empresa o misión, por absurda o imposible que sea (y que generalmente lo es); pintorescos personajes secundarios, ya fieles escuderos o protagonistas de sugerentes subtramas; meticulosidad y estilo en los detalles de la puesta en escena; el humor serio e inteligente disfrazado de inocencia o ingenuidad; y el amor o desamor como un importante motor de unos universos que, habitualmente, funcionan con su propia lógica. En el colegio Rushmore, Max Fischer es un aventajado alumno que, aunque hijo de un barbero, estudia en tal prestigioso lugar gracias a una beca. Aventajado, pero no precisamente en aquellas áreas que aumentan el promedio de sus calificaciones, sino en las actividades extracurriculares: apicultura, esgrima, latín,


debate, etc. Max tiene un joven escudero, como lo dicta el manual de estilo de Anderson, así como un leal amigo (Bill Murray, que desde ya ingresa como actor fetiche en la filmografía de este director, junto con Jason Schwartzman, quien interpreta a Max) y, naturalmente, un amor –no correspondido–. A partir de esta película también se define la más singular y atractiva característica de los protagonistas de Wes Anderson, y es que son personajes que pueden pasar súbitamente de la excelencia al patetismo. Su carisma y emprendimiento ya mencionados, los convierte en concienzudos héroes de su mundo o su oficio; pero de un momento a otro, ya por el desprecio o indiferencia de los demás o porque fracasan en sus quiméricas o absurdas empresas, adquieren el carácter de hombrecitos patéticos o ingenuos y se vuelven marginales en ese mundo que al parecer dominaban con encanto y pericia: se vuelven antihéroes. Es un mérito de este autor conseguir que esta dualidad no solo sea verosímil, sino hacer de ella casi la esencia de su cine, porque eso es lo que le da hondura a sus personajes, lo que sienta la lógica de funcionamiento de los mundos que crea y lo que le otorga esa doble virtud de ser un cine entrañable y divertido.Entonces cuando parece que Max es realmente ese alumno aventajado, lleno de actividades extracurriculares, casi colega de las directivas del colegio y líder de sus compañeros, de repente, es expulsado y pierde a sus amigos como consecuencia de su comportamiento errático, el cual es causado por un inconsecuente enamoramiento. De manera que lo vemos pasar de ser un inteligente, influyente y recursivo joven, a un adolescente díscolo en quien nadie confía. Así que, entre la excelencia y el patetismo de nuestro (anti)héroe, hay una mujer. De la misma forma, hay un contrincante, es decir, se presenta un triángulo amoroso –algo también frecuente en el universo de Anderson–. No creo que valga la pena especular por qué Max arriesga su mundo, Rushmore, por un amor imposible: una mujer mayor, viuda y profesora de escuela. Mucho se podría decir acerca de llenar el vacío de la ausencia de su madre o de la belleza y sensibilidad de esta mujer o de la conexión intelectual que habría entre ambos. Tal vez las razones no son importantes aquí. Lo importante es todo eso a lo que Max renunció por ese amor no correspondido y el viaje emocional que, en consecuencia, se vio obligado a hacer.

Así que esta historia, además, da cuenta de ese viaje, de lo que perdió y lo que ganó, así como de la forma en que lo consiguió. De hecho, en esta película también empieza Wes Anderson a evidenciar su gusto por los procesos, las tareas, los oficios y los detalles, esas dinámicas que llegan a su mayor paroxismo en El gran hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014). Es como si le otorgara una ceremoniosidad a la vida cotidiana y a las relaciones personales: entregar un broche de puntualidad a un amigo, ofrecerle un papel en una obra a un enemigo o irrumpir por la ventana de la mujer amada. Ninguna de ellas son solo acciones, sino un calculado comportamiento estilizado por los detalles. De ahí que los personajes de este director casi nunca hacen las cosas simple y directamente, sino que, por lo general, dan rodeos, ritualizan sus acciones y las aderezan con gestos sutiles o curiosos objetos. Es como si complementara (que no rellenara) con “actividades extracurriculares”

“A partir de esta película también se define la más singular y atractiva característica de los protagonistas de Wes Anderson...” sus historias y relatos, como si a él no solo le importara hacer la “tarea” de contar una historia en una película, sino también enriquecerla con una cantidad de recursos que están por fuera del currículo reglamentario de hacer cine.

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Un universo maravillosamente imperfecto Los excéntricos Tenembaums (2001)

Por Liliana Zapata B. Medellín, Colombia “Casi todo recuerdo de la brillantez de los Tenenbaums había sido borra da por dos décadas de traición, fracaso y desastre”. Esta frase, que describe la vida adulta de los tres hijos Tenenbaums en contraste con su niñez, nos adentra indudablemente en el universo visto desde los ojos de Wes Anderson, y nos permite por fortuna apreciar otra de sus ocurrentes historias, que son fáciles de reconocer para quienes siguen su cine con fervor, pues basta con encontrar niños cuyo ingenio e imaginación superen fácilmente los de los adultos; un sinnúmero de nombres y referencias al pasado que solo con el paso de los minutos se van desenvolviendo; y por supuesto, historias que –casi sin excepción– involucran a familias disfuncionales que siempre son la causa de los conflictos más profundos de cada personaje.

Otra de las múltiples aristas del universo Andersoniano, de hecho una de las más representativas, es la coralidad, donde los personajes para desarrollarse necesitan con urgencia la presencia de otros, que los validan y completan su mundo. Ningún protagonista es nunca más importante que otro en la historia, el director sabe cómo conjugarlos hábilmente y lograr que cada escena extrañe a cada uno de la misma forma. Sin excepción, cada personaje lleva a cuestas una vida llena de conflicto y dolor que solo Wes Anderson puede develar sin producir hastío, y muy por el contrario, nos lleva a sentir tanto ternura como compasión por ellos y sus enmarañadas vidas. La historia de Los excéntricos Tenenbaums (The Royal Tenembaums, 2001), involucra todos estos elementos de manera exacerbada. La familia Tenenbaum es una familia disfuncional como tantas, conformada por padres separados y tres


hijos (la hija, Margot, es adoptada). Royal, el padre, ha maximizado siempre las debilidades de sus hijos y ellos, genios desde pequeños en muy disímiles campos –finanzas, dramaturgia y tenis–, comienzan a crecer con la certeza de que sus vidas han sido consecuencia del estilo de su padre. En contraste, su madre ha sido una mujer abnegada y dedicada a ellos. Sin embargo, cada uno padece conflictos tan complejos como difíciles de sobrellevar, y mientras el padre lucha por recuperar a sus hijos – en un principio para su propio beneficio–, la madre trata de reconstruir su vida y los hijos, ya adultos, viven sus pérdidas y carencias afectivas de la peor manera. La influencia de los padres en el desarrollo de los hijos es innegable y su conducta repercute directamente en la de estos, pues cuando los primeros están solo empeñados en resaltar las oportunidades de mejora –dejando siempre de lado las fortalezas–, los hijos replican el comportamiento consigo mismos y con los demás, convirtiéndose como los Tenembaums en seres llenos de miedo pero incapaces de expresarlo, con profundas carencias de afecto pero incapaces de ofrecerlo o incluso de recibirlo. Uno de los grandes méritos de este largometraje es que permite observar esas realidades de forma palpable, diagnosticar el daño del pasado en el presente y en el desenvolvimiento en el hoy de un ser humano signado por largos años de dolor y decepción. Pero a pesar de este complejo entramado, Wes Anderson nos muestra esta realidad de forma natural –permitiéndonos apenas vislumbrar lo terrible de estas vidas–, y lo hace con la herramienta más obvia pero más compleja de usar, el humor, que hace que las situaciones más espeluznantes parezcan casi normales. Es el uso de este artilugio el que permite a Anderson explorar a sus personajes e involucrarnos con ellos a tal punto que siempre queramos su salvación y esperemos para ellos finales felices; y si bien no siempre lo son, si les permiten con frecuencia obtener la redención que buscan, permitiéndoles segundas oportunidades, perdón, o esperanza para continuar. Es así como al final, como en casi todos sus filmes, Anderson nos hace partícipes del desenlace de la vida de sus personajes, donde nos damos cuenta de que quizás no todo tiempo pasado necesariamente fue mejor, pues el futuro pareciera más prometedor.

Los excéntricos Tenenbaums es una de las realizaciones de Wes Anderson favoritas del público, quizás por su sinceridad, su humor, o la genialidad de sus personajes, que aún siendo tan imperfectos pueden lograr involucrarnos tanto en sus dilemas como en la resolución de estos, y por esa razón, terminamos queriendo para ellos la liberación de sus miedos y sus incertidumbres, liberación que les permita entender que nunca es demasiado tarde para hallar la serenidad que buscamos. Nuevamente, los personajes del largometraje son interpretados en su mayoría por los ya usuales actores del cine de Anderson: Owen Wilson, Bill Murray, Luke Wilson y Anjelica Huston, entre otros. En particular, Owen Wilson, actor y amigo personal del director, es también co-guionista con Wes Anderson de esta, como de algunas otras de sus historias. Bill Murray, por su parte, puede ser considerado sin duda el actor fetiche del director; su invariable y siempre eficaz presencia le da al cine de Anderson algo de mágico y, a la vez, algo de lugar común necesario en sus historias –que sin tener ninguna similitud en el argumento, llevan sin duda la marca Andersoniana–. Wes Anderson ha sabido crear un cuidado y minuciosamente estructurado universo, que lo ha llevado a convertirse en uno de esos directores genios contemporáneos que tanto urgían. Ha logrado obtener un estilo no solo propio sino original, y aunque su cine genere culto, reservas o incluso odio, puede decirse con certeza que este director texano tiene la imaginación y el talento necesarios para seguir dando de qué hablar pues, eso sí, sobre sus realizaciones nunca se guardará silencio.

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Las profundidades de Anderson Por Samuel F. Castro Medellín, Colombia

El problema de ver una película de juventud de un director que ya ha alcanzado la madurez de su mirada y la perfección de su estilo, es que la visión de la cinta se vuelve condescendiente. Intentamos encontrar en sus pasos erráticos de aquel momento los antecedentes de la genialidad, tratamos de justificar las debilidades, evidentes si las percibiéramos sin ningún condicionamiento, y perdonamos con amabilidad todos los fallos, como si tuviéramos la necesidad de “limpiar” el pasado de un héroe. Para comprobar lo anterior basta con darle una mirada rigurosa a La vida acuática con Steve Zissou (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004), el cuarto largometraje de Wes Anderson. Como si se hubiera tomado de forma literal la observación que hacía a comienzos del siglo algún

La vida acuática con Steve Zissou (2004)

sector de la crítica (o como si quisiera llevarse el punto en una discusión burlándose del contrario) en el sentido de que su trabajo era, a pesar de lo fascinante, más forma que fondo, Anderson simplemente se sumerge en las profundidades para contar esta historia. En las profundidades marinas, para ser más exactos, tomando la fascinación –que junto con él compartieron muchos muchachos de su generación–, por los programas documentales que producía Jacques Cousteau, aquel simpático explorador submarino francés que, no lo olvidemos, era también una leyenda cinéfila por haber ganado con el documental que le ayudó a dirigir un joven Louis Malle, El mundo del silencio (Le monde du silence), tanto el Oscar en 1957 como la Palma de Oro en 1956. Pero, como todos sabemos por las películas de acción que se desarrollan en submarinos, ir a lo profundo no significa ser profundo. La vida acuática con Steve Zissou es la exacerbación de todos los melismas y las barrocas preferencias personales que en sus películas anteriores se habían sugerido (y que, por supuesto, conforman un estilo, pero


“El problema de ver una película de juventud de un director que ya ha alcanzado la madurez de su mirada y la perfección de su estilo, es que la visión de la cinta se vuelve condescendiente...”

nadie dijo que un estilo esté exento de defectos). En vez de una persona disfuncional, como en Rushmore (1998) o una familia disfuncional, como en Los excéntricos Tenenbaums (2001), debemos acompañar a toda una tripulación disfuncional, compuesta por personajes sólo posibles en la imaginación de Anderson, como aquel marino que únicamente habla portugués, Pelé du Santos (no es difícil adivinar de dónde sacó el director texano la inspiración para el personaje), cuya única función en la historia parece ser cantar canciones de David Bowie a ritmo de bossa-nova. Como él hay tantos (el hombre rudo con celos infantiles que hace Willem Dafoe, el contador permisivo que sabe hablar el mismo idioma de los piratas asiáticos que atacan el barco, la periodista con cara de Cate Blanchett y voz de Kate Winslet, el mismísimo doctor Zissou, lascivo y tierno, hábil con las armas y torpe con las herramientas, y la lista continúa) que cuando ha transcurrido menos de una hora, sentimos que no ha pasado nada pero que nos han contado demasiadas cosas. Como si nos hubieran calmado el hambre a punta de algodón de azúcar.

Así como la película lleva al extremo el amor de Wes Anderson por los personajes peculiares, también fue, hasta el año en que se estrenó, el título de su filmografía que iba más a fondo en sus intenciones estéticas. Además de una banda sonora estilizada y repleta de covers –porque La vida acuática es en sí misma un cover de una serie documental–, está la riquísima y hermosa dirección de arte, preocupada por cada detalle a tal punto que hasta construye a escala real el corte transversal del barco –el Belafonte, por Harry Belafonte, conocido como el rey del calipso, porque, claro, Calypso era el nombre del legendario barco de Jacques Cousteau (uno más de los muchos homenajes al francés que hay en la cinta)– sólo para que Anderson se pueda dar el placer de ejecutar su movimiento de cámara favorito, ese giro sobre su eje, de izquierda a derecha o de arriba abajo, que es una de sus marcas visuales. Esa toma en la que vemos a Zissou transitando los distintos espacios del barco, cruzando puertas y subiendo escaleras, mientras la cámara lo sigue como haría un entomólogo con una hormiga en su

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colonia, ya hace que valga la pena ver la película (aunque no tanto como para que el prestigioso sello Criterion la haya incluido en su colección). En el caso de Anderson los espacios sí hablan de los personajes, y ese mismo largo plano que también nos muestra de pasada la sala de edición de sonido donde se “doblan” los diálogos de las imágenes filmadas durante el día o el baño turco que usan todos como cuarto de relajación, dicen más de la “personalidad” del grupo (son todos un poco falsos, se pasan de perezosos) que lo que haría una narración en off o una conversación didáctica entre personajes. Si seguimos buscando cualidades, también habría que destacar las ocurrencias que no aportan a la historia, pero que dan a ésta y a todas las películas de Wes Anderson esa sensación infinita de cuento de hadas. Por ejemplo, los extraños peces luminosos y de textura plástica, animados en técnica cuadro a cuadro, que se encontrarán los marinos del Belafonte en sus exploraciones bajo el agua y que anticipan un lustro los logros que alcanzará con Fantastic Mr.Fox (2009). Es más, si hay algo bonito en La vida acuática es ese momento en que el doctor Zissou halla por fin a su enemigo mortal, el tiburón que acabó con la vida de su compañero de siempre al comienzo de la cinta, que es al mismo tiempo la motivación para todo lo que ha pasado. Esa secuencia es lo más parecido a un espacio de reflexión en una película que carece de ellos. Una película que a medida que van pasando los minutos se va pareciendo a un teatro de marionetas donde el titiritero está aburrido y necesita estar en movimiento para no dormirse. Por eso Anderson de repente también quiere meterle a su historia un asalto al puesto de mando de un científico rival, un par de chistes que no vienen al caso (los delfines con sus cámaras que expían al posible hijo de Zissou haciéndole arrumacos a la periodista invitada) y hasta una secuencia de acción que más parece otro homenaje nostálgico a las malas películas ochenteras del género. A diferencia de sus creaciones más sólidas de madurez, como Un reino bajo la luna (Moonrise Kingdom, 2012) o El gran hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014), La vida acuática no alcanza a ser un universo autosuficiente de puertas abiertas para el espectador. Hasta el propio Anderson con esos injertos que le añade, parece aceptar que su barco se quedó varado en mitad de la ruta. Tal vez

porque confió demasiado en un guion al que le faltaban un par de revisiones, o simplemente porque el contexto que quiso explorar le era muy ajeno, La vida acuática, incluso ahora, con la admiración que genera saber que es parte de la obra de uno de los pocos “autores” norteamericanos (como lo ha reconocido siempre el maestro Martin Scorsese), luce como una sirena varada junto a la playa. Una criatura mitológica que nunca se decidió a ser pez o humano, y prefirió quedarse ahí, en la superficie, cantando canciones bonitas de David Bowie para atrapar espectadores incautos.

“Si hay algo bonito en La vida acuática es ese momento en que el doctor Zissou halla por fin a su enemigo mortal, el tiburón que acabó con la vida de su compañero...”


Extraños en un tren Viaje a Darjeeling (2007)

Por Yasmín López Medellín, Colombia ¿Por qué están tan tristes los personajes de Anderson? En realidad, sus personajes son tristes, así, por definición. Los envuelve un halo de gris anhedonia, incluso en los parajes más soleados. Su creador no les permite arrebatos emocionales: ni la exaltación del sollozo, ni el estruendo de la alegría. Y sin embargo, no sería justo llamarlos planos. Cada uno logra expresarse dentro de este estrecho rango emotivo que les es impuesto. Cada uno es triste a su manera. En el caso de los tres hermanos Whitman, los protagonistas de Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007), como sucede con casi todos los personajes de Anderson, la melancolía, esa marca de creación, tiene mucho que ver con sus vínculos familiares. Un padre fallecido trágicamente,

una madre excéntrica e intermitente (Angelica Houston), que los ama, pero no de la manera en que ellos necesitan ser amados, y una confianza fraternal venida a menos en el último año. Cada hermano debe lidiar, además, con las tribulaciones de su propia vida. Francis (Owen Wilson), suicida malogrado, está obsesionado con su rol de hermano mayor, guiando y controlando a los dos menores. Peter (Adrian Brody), el hermano medio, lleva en su rostro un estigma de angustia paternal: no acaba de elaborar la pérdida de un padre y ya se ve enfrentado a la próxima responsabilidad de ser uno. Jack (Jason Schwartzman), el menor –incluso en estatura–, escritor y donjuán, trata de romper con una historia de amor desafortunada. Con este equipaje y un vistoso set de maletas heredadas del padre muerto, emprenden los hermanos un recorrido en tren por India, a bordo del Darjeeling Limited. A los Whitman los anima la misma esperanza que atrae a millones de turistas:

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encontrar en aquel supermercado espiritual algo instantáneo, que los ponga en el sendero definitivo de la armonía personal y familiar. Anderson deja en evidencia lo artificioso del propósito de los viajeros con el humor pícaro, y un poco naíf, que caracteriza su cine. La gracia con la que se mofa de ese viaje prefabricado al que se lanzan los hermanos –con un asistente personal planeando meticulosamente los recorridos, laminando los itinerarios, que incluyen visitas a “los lugares más espirituales del mundo”, y donde planean encontrar la iluminación– trivializa el turismo espiritual de Occidente en India. Un país usado como parque temático, que en vez de ratones Mickey ofrece estatuas de Ganesha y templos para todos los gustos. Como en toda digna representante de las road movies, los viajeros del Darjeeling van en busca de algo y terminan encontrando otra cosa. Aunque el viaje que inician es espurio, a medida que avanza el recorrido se hace más real. Precisamente cuando son expulsados del tren, sacados del curso que habían planificado, los hermanos inician su viaje. Y atisbos de una India más auténtica empiezan a asomar. La trágica muerte de un niño los devuelve al funeral de su padre, momento en que empieza a regenerarse el tejido familiar. Solo entonces cobra sentido la consigna con la que el hermano mayor los recibió en el tren, y que en aquel momento sonaba a lema de integración empresarial: “que este sea un viaje espiritual donde cada uno busque lo desconocido y aprenda de ello”. Dentro de la filmografía de Anderson Viaje a Darjeeling podría considerarse una declaración de principios no necesariamente intencional. La expresión también es contenido. Una declaración significativa en la carrera de un director, cuyas creaciones han sido acusadas no pocas veces de un esteticismo más o menos vacuo. Como si la exuberancia compositiva, marca reconocible de su cine, implicara el sacrificio de elementos más densamente narrativos –un reparo a todas luces justificado en películas como La vida acuática con Steve Zissou (2004)–. No obstante, si fuese necesario esgrimir una prueba contundente en la obra de Anderson de que no tiene por qué ser así, deberíamos elegir a Viaje a Darjeeling, una película donde imagen, música y palabras armonizan a la perfección. Es evidente en el estilo visual de la película que en un país como India, lleno de especias y

dioses multicolores, un director con la pasión por los detalles de Anderson se siente a sus anchas. Una pasión que lo lleva a convertir un tren real, adquirido exclusivamente para la película, en un plató de filmación rodante, y hacerlo decorar por un ejército de artesanos locales. Pero nada de esa exuberancia visual es accesorio a la historia. Ni la paleta de tonos brillantes, que siempre utiliza en sus hermosos cuentos anacrónicos. Ni el vagón comedor donde todo lo que vemos ha sido hecho o pintado a mano. Mucho menos el suntuoso juego de maletas diseñadas especialmente por el director artístico de la casa Louis Vuitton. De hecho, un elemento como éste, que podría pasar por mero refuerzo visual del carácter de los personajes o elemento compositivo de impacto, va cobrando, a medida que transcurre de la película, un valor intensamente simbólico. Las maletas aparecen en escena casi tantas veces como los personajes principales, de principio a fin, abiertas, cerradas, cargadas, lanzadas, abandonadas. Son las primeras que suben al tren, de la mano de Peter, el más dolido por la muerte del padre, el hijo que se apropia de sus pertenencias para tenerlo cerca. Y en la secuencia final, cuando la cámara muestra de nuevo a los hermanos correr tras un tren, estos arrojan las maletas, liberados por las experiencias del viaje, de la carga emocional del pasado, para tomar un nuevo rumbo. Es difícil no concluir en ese momento que su papel en la historia es el de sustituto visual, símbolo de la presencia del padre. Como este, hay a lo largo de la película una miríada de elementos formales y sonoros que refuerzan o profundizan la trama, sin necesidad de que estos se expliquen en ella. De hecho, algunos encuadres son tan ricos en elementos de sentido que nos dicen más acerca de las obsesiones, esperanzas y deseos de estos personajes de lo que lo haría cualquier diálogo. Ya lo dice la mamá Whitman cuando sus hijos le piden explicaciones que ella no sabe cómo dar: “Quizá podríamos expresarnos más plenamente si lo dijéramos sin palabras”.


Alquimia de las marionetas El fantástico Sr. Zorro (2009)

Por Diego Agudelo Gómez Medellín, Colombia Mr. Fox le tiene fobia a los lobos. Es un hábil perpetrador de granjas y fulmina aves de una mordida y sostiene a su familia escribiendo columnas en el periódico y crea planes maestros como un gran ladrón pero le tiene fobia a los lobos. En su corazón es un animal salvaje. A pesar del buen gusto y el traje de tweed y su honda, honda sabiduría, en su corazón es un animal salvaje que le tiene fobia a los lobos. Pero esa fobia es el disfraz de la admiración, quizá el disfraz de la envidia que Mr. Fox siente por los lobos, por su poderosa libertad. En el encuentro que tiene con uno de ellos sus ojos revelan la verdadera naturaleza de la fobia que dice tenerles. La aventura que narra la película de Wes Anderson está a punto de terminar cuando se produce el encuentro. Mr. Fox conduce una

motocicleta. Acaba de salvar el pellejo y atraviesa a toda velocidad una carretera rural cuando frena ante una advertencia de Kylie, la zarigüeya. A lo lejos, sobre un montículo de rocas, en una zona del bosque con aspecto glacial, se distingue la figura de un lobo altivo y sigiloso. Un lobo sobre sus cuatro patas que en lugar de usar ropa como los demás habitantes de ese bosque entrañablemente civilizado, está desnudo en su pelaje negro, y sus ojos oscuros y centelleantes están clavados en los del personaje principal de esta película animada. Mr. Fox se pregunta de dónde viene, le pregunta en voz alta, pero no recibe respuesta. Entre los dos animales se establece una clase de comunicación que trasciende las palabras, una conexión metafísica, sugerida en los ojos de Mr. Fox, que se llenan de lágrimas, y latente en una exclamación que sale de su boca como si la porción de aire necesaria para pronunciarla hubiera estado reservada en su vientre desde que era un pequeño cachorro: “What a beautiful creature!”.

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Qué hermosa creatura es Mr Fox. También hay que decirlo. Hay que decirlo buscando esas porciones de aire que están reservadas en nosotros para hablar de las cosas importantes. Esta película de Wes Anderson merece además un sobregiro en el aliento que sirva para elogiar a cada uno de los personajes, incluyendo a los malvados.

“Es una obra atípica en la filmografía de este excéntrico director que no se cansa de reafirmar su sello personal en cada nueva producción que estrena.” Es una obra atípica en la filmografía de este excéntrico director que no se cansa de reafirmar su sello personal en cada nueva producción que estrena. Aunque nunca antes había hecho una película totalmente animada, y tampoco había mostrado interés en adaptar historias que no fuesen suyas, con el libro de Roald Dahl, Fantastic Mr. Fox, hizo una excepción. Anderson fue un niño que leía con embriaguez de fantasía la obra del escritor británico y estoy seguro de que reconoció en esta historia de animales cosmopolitas todo un jardín de juegos en el que podía desinhibir sus propias pulsiones creativas. El rodaje de la película tuvo lugar en los estudios Mills de Londres en 2007. Anderson reunió a un copioso equipo de artistas y técnicos para orquestar un proceso de grabación que debía ser minucioso en el cuidado de los detalles y operar con exactitud en la construcción de cada plano. Aunque se utilizaron distintas técnicas de animación, la principal fue el stop motion, un método que tiene tanto de artesanal como de alquímico. Porque no se me ocurre una palabra mejor para describir esta forma de hacer películas. Las animaciones en stop motion son pura alquimia. Para hacer una película tradicional necesitas personas de carne y hueso que asuman un rol y simulen las distintas situaciones y peripecias de la historia. La ilusión de movimiento que queda plasmada en la película depende de

una persona viva que en el ejercicio de su talento y voluntad convierte sus gestos, movimientos y palabras en los de otra persona mientras lo graba la cámara. En cambio, un proceso de animación como el stop motion consiste literalmente en darle vida a objetos inanimados, a materia muerta que, como el monstruo del doctor Frankenstein o el Gollum, necesita una descarga eléctrica o una palabra sagrada para despertar a la vida. En el caso de las marionetas usadas en El fantástico Sr. Zorro (Fantastic Mr. Fox), el soplo de vida que recibieron provino de la cámara misma y los 62.640 cuadros que capturó para generar la extraordinaria ilusión. La película es de una plasticidad deliciosa. Otro sello personal de Anderson, quien prefirió rodar a 12 cuadros por segundo para hacer evidentes las hermosas costuras de la producción. Se utilizaron marionetas articuladas de distintos tamaños con ojos de porcelana que irradiaban el carácter en todos los tipos de miradas. A cada personaje se lo cubrió con pelo real y un vestuario que se diseñó cuidando los más finos detalles. Se buscaron locaciones como granjas y bosques para grabar las voces de los actores –mencionemos solo a George Clooney, Meryl Streep y Jason Schwartzman en representación del conspicuo y multitudinario elenco que Anderson acostumbra incluir en su nómina–. Además, el mobiliario de los sets se diseñó replicando el estilo de los muebles que el escritor Roald Dahl tenía en su casa; quizás de esta manera Anderson reafirmaba la hipótesis de que, creando a Mr. Fox, Dahl estaba haciendo una versión de sí mismo. Otro homenaje está implícito en la ambientación general de la película, inspirada en el pueblo británico donde vivió el escritor: Great Missenden. Después “Es una obra atípica en la filmografía de este excéntrico director que no se cansa de reafirmar su sello personal en cada nueva producción que estrena.” Después de ver El fantástico Sr. Zorro hice el ejercicio de buscar ese pueblito en el mapa. La visión satelital me mostró una comarca geométricamente dividida en parcelas, con oasis de bosque esparcidos aquí y allá –Rock Wood, Wood End, No Man`s Wood– y carreteras en línea recta que recorrí de manera virtual buscando el color por fuera del tiempo que tiene la película. En uno de esos bucólicos caminos por los que alguna vez caminó Dahl, quizá inspirándose para escribir sus libros, encontré


árboles muy parecidos al árbol donde se muda Mr. Fox con su familia y praderas de color pardo en las que lo imaginé, con pavos atenazados en el hocico, huyendo de los terribles Boggis, Bunce y Bean, ejerciendo el salvajismo inherente de un zorro: la inteligencia y la ferocidad al servicio del placer y la supervivencia. En su juventud, Mr. Fox era un hábil saqueador, ladrón infalible, cazador tenaz. La fundación de una familia lo alejó de su lado salvaje y su interés por recuperar ese estilo peligroso de disfrutar la vida es el inicio de la aventura. Este propósito aparentemente egoísta envuelve al pintoresco catálogo de personajes que lo rodean, empezando por su intrépido hijo zorro Ash, su hábil sobrino zorro Kristofferson y los demás animales genuinamente humanizados que se suman al plan: la liebre, el tejón, el castor, el topo, la comadreja, la nutria, incluso el minúsculo ratón. La riqueza de personajes, la personalidad exquisita de cada uno –Ash es una bomba de protones–, la emocionante sucesión de eventos y la belleza de cada plano hace que uno quiera invertir una porción de aliento diciendo de la película lo que Mr. Fox le dice a su hijo cuando expresa su más intrépido acto de coraje: “That was pure-wild-animal-crazyness”.

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El tiempo del amor, de los amigos y de la aventura

Un reino bajo la luna (2012) Por Diana María Agudelo Medellín, Colombia

Wes Anderson es de una u otra manera el director norteamericano más original de las últimas dos décadas, y con ello vienen grandes preguntas sobre su forma de hacer las cosas. Sus detractores afirman que su estética responde a una mentalidad hipster y relacionada con el mundo de los adolescentes, un hombre empeñado en crear casas de muñecas y figurines de color pastel. Sin embargo quienes piensan que es un autor realmente único se remiten a las pruebas: su

trabajo con escritores originales, como el actor Owen Wilson, Noah Baumbach y Roman Coppola; la creación de un estilo propio y que es fácilmente reconocible; su forma de trabajar, tan respetuosa y divertida, que ha formado una especie de “tropa de actores” que siempre aparece en sus películas así sea por unos minutos, son suficientes para asegurar que en efecto estamos ante un autor único en la historia del cine. Y aunque son muchas las teorías sobre este director, él se resiste al análisis arguyendo que sus verdaderas intenciones se encuentran en la historia y los personajes, y que todas esas particularidades que entusiasman a críticos y a espectadores por igual, son secundarias. Se necesita tan solo ver


algunas escenas de cualquiera de sus filmes para entender que estamos presenciando una obra de Anderson. Aunque el director es originario de Texas, hay algo muy europeo en su obsesión con una estética particular: una forma de creer que el estilo de las cosas dicta los sentimientos. Sus composiciones impecables dan la sensación de ser fantasías infantiles: caprichosas, un poco ridículas, a veces la oscuridad las atrapa, tienen una nostalgia propia, con canciones de otras épocas, diálogos cortos y precisos y la sensación de vivir en un estado de añoranza permanente. Las familias están desestructuradas y esto crea una sensación de vivir en un mundo que ha sido creado solamente para ser visto, como lo es un sueño.No hay espacio para la equivocación, los encuadres son extrañamente simétricos, los personajes a los que enmarca se ven en todo el centro, el balance es por ello precario, el aire a cada lado da una sensación que más parece que nos invita a ver una fotografía que una película en movimiento. Visualmente, Un reino bajo la luna (Moonrise Kingdom, 2012) es la película más hermética de Anderson, es una mezcla de una narrativa particular y una estética estática que más parece un mundo vivido en diorama. El filme, que está dedicado a la novia de Anderson, la escritora Juman Malouf, es una historia de amor que muestra a dos personajes solitarios que viven caprichosamente en su mundo interior. Primero conocemos a Suzy (Kara Hayward) de 12 años, que se asoma con sus binoculares a través de la ventana de la gran casa de la familia en una isla en Nueva Inglaterra, antes de salir de improvisto de su hogar. Ella observa a su madre (interpretada por Frances McDormand) encontrarse en secreto con un sheriff solitario (Bruce Willis), mientras que su padre (Bill Murray) ha salido de viaje. Al otro lado de la isla Sam (Jared Gilman), un huérfano de 12 años, se encuentra en una expedición con sus compañeros del grupo de scouts, cuando el “Scout Kaki” (Edward Norton) se da cuenta de que ha desaparecido. Es obvio que ambos se escapan para encontrarse. En esta, su película mejor recibida en mucho tiempo, las palabras e historia nos invitan una vez más a preguntarnos de dónde viene el estilo tan particular del autor. Al llamar la atención sobre su particular forma de filmar, Anderson está tratando de crear un mundo que no necesite

explicación. El culto que el director despierta se basa, no simplemente en esa capacidad para crear un universo con reglas propias, como ya lo han hecho Pedro Almodóvar o Jean Pierre Jeunet, sino en que a través de ese prisma trasmite –en su cuidada preciosidad– la fealdad más profunda de los seres humanos. Es obvio que la belleza formal y calculada de Anderson, puede llegar a ser irónica, parece decirnos que en estos encuadres controlados, en espacios perfectos, son los personajes quienes salen de control, quienes “descuadran” con sus emociones y problemas el ambiente en el que se mueven. También se debe destacar en el estilo de Un reino bajo la luna el hecho de que podemos apoyarnos

“Al llamar la atención sobre su particular forma de filmar, Anderson está tratando de crear un mundo que no necesite explicación.“

en esa estética del director para entender que la historia que estamos viendo toma lugar en la mente de su protagonista, un adolescente ignorado que más que nada quiere dividir, contener, controlar y tener poder. Ese pequeño niño “empresario” de su vida, ya existía en otro mundo de Anderson (y, se puede discutir, existe en todas las historias del director). Desde Rushmore (1998), todos los filmes de Wes Anderson son “Una producción de Max Fisher”. El guion se apoya en el tema principal en el que niños huérfanos conviven con otros niños cuyos padres son totalmente impotentes y carentes de interés alguno en sus hijos. En una de las conversaciones más hermosas del filme, Suzy le manifiesta a Sam que lo envidia por ser huérfano, en el sentido de que ella debe soportar a padres que la ignoran y no lleva una vida especial. Sam le contesta, no sin antes haberse disculpado en caso de que moje la cama que van a compartir, “te amo, pero no sé de que estás hablando”.

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Un reino bajo la luna tiene otros diálogos así de buenos y, como siempre, el producto final es el resultado de un trabajo conjunto de colaboradores tan apasionados como el mismo autor; el filme es perfecto para mostrar la labor del director de producción Adam Stockhausen, de la diseñadora de vestuario Kasia Walicka y del fotógrafo Robert Yeoman, que ya lo han acompañado en otras producciones.Anderson no siente ninguna incomodidad en esa isla de supuestas separaciones entre la infancia y madurez, la osadía y la responsabilidad. El pequeño universo que Anderson dibuja está animado por el estilo cinematográfico de los sesenta, el humor absurdo al que nos tiene acostumbrado y, por encima de todo, el recuerdo de los juegos de infancia y de esa necesidad alterna de sentirse seguros y al mismo tiempo escapar del constrictivo mundo que los adultos y las circunstancias imponen a los más pequeños. Es en definitiva, una historia sobre una transición, de la niñez a la adultez y del dolor que esto provoca en todos los que de una u otra forma están cambiando algo de sus vidas. En el caso de Suzy y Sam, es el momento en que unidos deciden descubrir el mundo, dejar atrás a los adultos y

bailar, al son de una canción francesa; el momento en el que deciden que es el tiempo del amor, de los amigos, de la aventura… de ser los reyes del mundo.


El “toque Anderson”

El gran hotel Budapest (2014)

Por Juan Carlos González A. Medellín, Colombia Escribe Stefan Zweig en su novela La embriaguez de la metamorfosis: “Se detiene ante un gran hotel, atraída por su magnetismo. Acaba de detenerse un automóvil ante la puerta, los mozos de librea se precipitan hacia afuera, cogen la maleta y el bolso de una dama de aspecto un tanto oriental, la puerta giratoria se mueve y los absorbe. Christine, incapaz de seguir, se queda mirando la puerta que la atrae como un embudo; siente un deseo irresistible de ver el mundo anhelado aunque sólo sea durante un minuto. Entraré, piensa. ¡Qué puede ocurrirme?”. Estamos en 1926 y Christine es una joven austriaca empobrecida

que gracias a una tía, casada con un adinerado empresario holandés, pudo pasar unos días en un hotel de lujo en los Alpes suizos y vivir allí como si el cuento de Cenicienta se hubiera hecho realidad, con todo y caducidad del hechizo. Ahora leamos a Wes Anderson en una entrevista que George Prochnik –autor de la reciente biografía de Zweig titulada The Impossible Exile– le hizo en marzo de este año en el diario inglés The Telegraph: “En La embriaguez de la metamorfosis la descripción del gran hotel en Suiza que hace Zweig es muy evocadora. La protagonista es una chica que trabaja en una oficina de correos. A ella la invitan a quedarse en este hotel como un regalo de su tía rica, y cuando ella llega a este lugar la gerencia piensa que ella está ahí para entregar un domicilio. Su maleta es una canasta. Finalmente

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Rodada en Görlitz, una pequeña poblac la cinta está, sin embargo, ambientada Europa oriental llam

se dan cuenta que ella en realidad va a hospedarse en el hotel, que es muy diferente a cualquier sitio en el que ella hubiera estado antes”(1). Anderson descubrió a Stefan Zweig hace aproximadamente seis o siete años cuando se topó con La piedad peligrosa. Luego lee La embriaguez de la metamorfosis y queda sorprendido. “El gran hotel Budapest tiene elementos que de alguna forma fueron robados de ambos libros”, confiesa Anderson en la entrevista con Prochnik. Pero también hay elementos de otros textos de Zwieg, como su libro de memorias El mundo del ayer o su relato "The Fowler Snared". No es sin embargo El gran hotel Budapest un traspaso fiel del mundo literario y creativo de Zweig a la pantalla grande. De eso ya se encargaron Max Ophüls con su Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1848) y Roberto Rosselini con La paura (1954). Lo que ha hecho Wes Anderson en esta ambiciosa y lograda película es trasladar la atmósfera de la Europa entre guerras que Zweig tan elegante y a veces tan melancólicamente describió, y servirse de ella para hilvanar una narración que es 100% propiedad de su curioso universo fílmico.

Rodada en Görlitz, una pequeña población en la frontera germano-polaca, la cinta está, sin embargo, ambientada en un país imaginario situado en Europa oriental llamado Zubrowka. Sin embargo, lo que Anderson aspiraba era reproducir la sensación que producían las películas de los años treinta y cuarenta del siglo XX, ambientadas en Europa pero hechas en estudio en California, como la Varsovia recreada en Ser o no ser (To Be or not to Be, 1942), la Budapest imaginada en El bazar de las sorpresas (The Shop Around the Corner, 1940) o el Paris de Ninotchka (1939). Que estos tres largometrajes hayan sido dirigidos por Ernst Lubitsch no es nada casual. “Creo que logramos un poco de esa sensación, de esa Europa en un estudio de Hollywood, aunque realmente vamos a ir a Europa a hacerla. Tiene algo de eso. Siempre es bueno aspirar a las películas de Lubitsch”(2), expresaba el director. En El gran hotel Budapest sucesivos flashbacks – marcados incluso por cambios en el formato de la imagen, que pasa de pantalla ancha a académico (1.37:1)– nos adentran cada vez más en el pasado de un literato, un hotel y un país. Ese literato,


ción en la frontera germano-polaca, a en un país imaginario situado en mado Zubrowka.

interpretado según el momento temporal del relato por Tom Wilkinson y Jude Law, es el alter ego de Zweig, nuestro inesperado guía al pretérito de otro hombre, el señor Moustafa, propietario del Gran Hotel Budapest, quien va a contarle al escritor los pormenores de su juventud y su trabajo como botones al lado de M. Gustave, el afamado conserje del hotel en los años treinta. Como ven por esta somera descripción, cada vez que avanzamos hacia atrás en el tiempo nos introducimos en una historia aún más compleja y más ramificada, una “construcción en abismo” que asemeja la estructura de las muñecas rusas, donde cada una contiene dentro a la otra. El núcleo de la narración lo constituyen las desventuras de M. Gustave (interpretado por Ralph Fiennes) y el botones, que se antojan tomadas de la mecánica narrativa desplegada por Hitchcock en The Lady Vanishes (1938), filme que también ocurre en una nación ficticia del oriente de Europa, mezclada con la sustancia episódica y la misma verosimilitud de Las aventuras de Tintin. La trama, que involucra la herencia y la tenencia de un cuadro que M. Gustave va a defender a toda costa, tiene

más movimiento, velocidad y acción que todas las creaciones previas de Wes Anderson juntas, amén de una puesta en escena todo lo abigarrada, puntillosa y creativa que ustedes puedan imaginar. El formalismo de Anderson llevado al paroxismo visual y cromático, pero puesto al servicio de una historia de época que se beneficia de esa mirada tan provocativa. El personaje de M. Gustave, suave, enigmático y seductor, es todo lo elegante y atractivo que Anderson necesitaba para hacer un homenaje explícito al cine de Lubitsch, el autor de esas operetas picarescas y sensuales protagonizadas por Maurice Chavalier –como El desfile del amor (The Love Parade, 1929)–; Herbert Marshall –Un ladrón en la alcoba (Trouble in Paradise, 1932)– o Gary Cooper –Una mujer para dos (Design for Living, 1933)–. El “toque Lubitsch”, era algo indefinible, una alquimia que se producía en sus filmes luego de mezclar diálogos de doble sentido, elegancia formal, detalles argumentales muy simbólicos y una atmósfera de ensueño donde todo podía pasar. Anderson tiene su propio “toque”, manierista y de humor absurdo, que también es fácilmente

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reconocible. El gran mérito de El gran hotel Budapest es haber sido capaz de hacernos sentir el “toque Lubitsch” a partir del mundo literario de Stefan Zweig, sin haber traicionado al uno o al otro. Y lo mejor, sin haberse traicionado Anderson como autor. El experimento que hizo para medir sus propias fuerzas funcionó. La película que nos entregó –divertida, emotiva, nostálgica– es un triunfo de sus enormes capacidades y su ingenio.

Citas: 1. George Prochnik, 'I stole from Stefan Zweig': Wes Anderson on the author who inspired his latest movie, página web: www.telegraph.co.uk, disponible en: http://www.telegraph.co.uk/ culture/film/10684250/I-stole-from-Stefan-ZweigWes-Anderson-on-the-author-who-inspired-hislatest-movie.html 2. Kevin Jagernauth, “Wes Anderson Says 'Grand Budapest Hotel' Takes Place 85 Years Ago, Inspired By The Films Of Ernst Lubitsch & Billy Wilder”, página web: www.indiewire.com, disponible en: http://blogs.indiewire.com/theplaylist/wesanderson-says-grand-budapest-hotel-takes-place85-years-ago-inspired-by-the-films-of-ernstlubitsch-billy-wilder-20121031


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Paleta de colores

1998 Rushmore Co-guionista

Owen Wilson

The li 2004 with S Co-guionista

Noah Baumbach

Planos centrados extremo cuidado de la composici贸n

2001 Actores recurrentes Bill Murray

Jason Schwartzman

Luke Wilson

Andrew Wilson

Owen Wilson

Seymour Cassel

Anjelica Huston Waris Ahluwalia Adrien Brody

The Royal Tenembaums

Co-guionista

Owen Wilson

2007

The D L

Co-guionistas

Roman Coppola Jason Schwartzman


GALARDONES NOMINACIONES

INDEPENDENT SPIRIT AWARDS Mejor director Rushmore 1998 ACADEMY AWARDS Mejor Película Animada Fantastic Mr. Fox 2009

ACADEMY AWARDS Mejor Guion The Royal Tenembaums 2002

Co-guionista

CANNES FILM FESTIVAL Palma de Oro Moonrise Kingdom 2012

ACADEMY AWARDS Mejor Guion Moonrise Kingdom 20012

ife aquatic 2009 Fantastic Mr. Fox 2014 Steve Zissou

The Grand Budapest Hotel

Co-guionista

Noah Baumbach

Hugo Guinness

Darjeeling Moonrise 2012 Limited Kingdom

n

BERLIN INTERNATIONAL FILM FESTIVAL Oso de plata The Grand Budapest Hotel 2014

VENICE FILM FESTIVAL Pequeño León de Oro The Darjeeling Limited 2007

Bottke 1996 Rocket

Co-guionista

Roman Coppola

Co-guionista

Owen Wilson

Todo empezó con un cortometraje de 13 minutos, llamado Bottle Rocket... Imágenes filmes: Wes Anderson Centered de kogonada, www.vimeo.com

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