Milca VELAZQUEZ

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Gaceta

Número 446, abril 2016. La Gaceta

CULTURAL

Visita a Picasso (O del fin del arte) Giovanni Papini Hace muchos años compré en París seis cuadros de Picasso, no porque me gustaran, sino porque estaban de moda y podían servirme para hacer regalos a las señoras que me invitaban a comer. Pero ahora, encontrándome solo en la Costa Azul y no sabiendo cómo pasar los días, se me ha ocurrido ver personalmente al autor de aquellas pinturas. Antibes, 19 de febrero Vive cerca de aquí, en una villa junto al mar, con su joven- císima y florida esposa. Picasso, según creo, tiene sesenta y cinco o sesenta y seis años, pero es de buena sangre, fuerte y bien formado, de buen color y de excelente humor. Hemos hablado, al principio, de algunos conocidos comu- nes, pero en seguida el tema se ha circunscrito a la pintura. Pablo Picasso no es solamente un feliz artista, sino también un hombre inteligente, que no le importa sonreírse, a su debido tiempo y lugar, de las teorías de sus admiradores. —Usted no es un crítico, ni un esteta —me ha dicho—, y, por tanto, con usted puedo hablar libremente. De joven, como todos los jóvenes, yo tuve la religión del arte, del gran arte. Pero más adelante, con el paso de los años, me di cuenta de que el arte, tal como fue entendido hasta el siglo xix inclusive, ya está concluido, moribundo, condenado, y que la llamada “acti- vidad artística”, con su misma abundancia, no es sino la multi- forme manifestación de su agonía. Los hombres van desaficio- nándose cada vez más de la pintura, escultura y poesía, a pesar de las apariencias contrarias. Los hombres de hoy han puesto su atención y su calor en cosas completamente distintas: las máquinas, los descubrimientos científicos, las riquezas, el do- minio de las fuerzas naturales y de todos los países del orbe. Ya no sienten el arte como una necesidad vital, como

1 Esta fantasía dio lugar a una anécdota muy significativa: las agen- cias de noticias dieron por auténticas las declaraciones de Picasso, y como si fueran de él aparecieron en toda la prensa nacional. (N. del T.)

* Giovanni Papini, “El libro negro”, en Obras (Tomo I), Aguilar, Madrid, 1959.

una necesi- dad espiritual, tal como sucedía en otros siglos. Muchos conti- núan actuando como artistas y ocupándose del arte, pero por razones que tiene poco que ver con el arte verdadero, es decir, por espíritu de imitación, por nostalgia de la tradición, por la fuerza de la inercia, por amor a la ostentación, al lujo, a la cu- riosidad intelectual, por moda o por cálculo. Viven aún, por hábito o por snobismo, en un reciente pasado, pero la inmensa mayoría, tanto alta como baja, no siente una sincera y cálida pasión por el arte, al que considera, todo lo más, como una expansión, una distracción o un ornato. Poco a poco, las nue- vas generaciones, enamoradas de la mecánica y de los deportes, más sinceras, más cínicas y más brutales, abandonarán el arte en los museos o en las bibliotecas, como incomprensibles res- tos del pasado. ¿Qué puede hacer un artista que ha visto claro este fin próximo, como me sucede a mí? Será demasiado duro cambiar de oficio y, además, peligroso desde el punto de vista alimenti- cio. Para él solamente hay dos caminos: tratar de divertirse y procurar ganar más dinero. Desde el momento en que el arte no es ya el manjar que nutre a los mejores, el artista puede desahogarse a placer en toda tentativa de fórmulas nuevas, en todos los caprichos de la fantasía, y en todos los recursos del charlatanismo intelectual. El pueblo ya no busca en

el arte consuelo y exaltación; pero los refinados, los ricos, los ociosos, los alambicadores de quin- taesencias, buscan lo nuevo, lo extraño, lo original, lo extrava- gante, lo escandaloso. Y yo, a partir del cubismo, he contestado a esos señores y a esos críticos con todas las variables singula-ridades que se me han venido a la cabeza, y cuanto menos las han comprendido, más las han admirado. A fuerza de divertir- me con estos juegos, con estos funambulismos, con rompeca- bezas y arabescos, he llegado a ser célebre rápidamente. Y la celebridad, para un pintor, significa ventas, ganancias, fortuna, riqueza. Y ahora, como usted sabe, soy célebre, soy rico. Pero cuando estoy solo, conmigo mismo, no tengo el valor de con- siderarme un artista en el sentido grande y antiguo de la palabra. Verdaderos pintores fueron Giotto y Tiziano, Rembrandt y Goya; yo soy solamente un amuseur public que ha compren- dido su época y ha aprovechado, lo mejor que ha sabido, su imbecilidad, la vanidad y la ambición de sus contemporáneos. Es una amarga confesión la mía, más dolorosa de lo que pueda parecerle, pero tiene el mérito de ser sincera. Et après ça —ha concluido Picasso—, allons boire. La conversación no ha terminado aquí, pero no tengo la paciencia necesaria para consignar las paradojas sin prejuicios que salieron de los labios del viejo pintor.1

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