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II OBJETOS

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VOLANDO

VOLANDO

La mudanza de la casa blanca a la casa de mis padres fue divertida, de a poco clasificando y vendiendo se nos pasaban los días en la semana. Sacar las fotos, publicar, ir de viaje al correo a despachar los paquetes, vaciar la casa, fueron tareas titánicas que en el día a día no se sintieron tan difíciles. La casa blanca, como apodamos a la casa de Senillosa, quedaba a solamente veinte cuadras de la casa de mis padres. Todos los fines de semana eran pequeños viajes, pequeñas mudanzas.

Y así de a poco fuimos desarmando nuestra casa para acomodarnos en el nido de nuevo, que ocuparíamos por un tiempo hasta que tuviéramos una fecha más precisa para viajar.

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Cuando Hernán y yo nos fuimos a vivir juntos hicimos de nuestra pequeña casa un hogar lleno de amor, juntamos nuestras cosas, nuestros estilos y la decoramos un poco con muebles nuevos y un poco con muebles heredados de nuestras familias.

En la cocina teníamos la mesa reciclada con el clásico pie de las antiguas máquinas de coser Singer de mi abuela, el revistero de mi suegra que tenía revistas de colección y un perchero de metal. Era quizás un dolor en la retina para cualquier decorador, pero para nosotros era el comienzo de nuestro viaje juntos, era nuestra casita. El centro de esa casa era un cuadro enorme que mandamos a hacer, réplica del cuadro que tienen colgado dos personajes de mi serie favorita, Friends. Ese cuadro representaba tanto para mí. Cuando llegaba de trabajar me detenía unos minutos a verlo porque no podía creer lo bello que era y con cuánto amor Hernán lo había conseguido.

Pesaba una tonelada, pero yo lo amaba.

Con tantas mudanzas, la sorpresiva llegada de la pandemia y el saber que no lo podíamos llevar a Cracovia, decidí venderlo. Durante el encierro no me animé a colgarlo, me despertaba añoranza y también la incertidumbre de no saber si nos quedaríamos ahí hizo que nunca lo colgara. Sabía lo que simbolizaba, sabía que representaba el sueño inconcluso de nuestra futura casa. Por momentos le tomé bronca, pero me propuse volver a conseguir otro.

Pensaba en cuánta importancia le damos a las cosas materiales a veces.

Tuve que desprenderme de cosas que adoraba y hasta regalé algunas que amaba profundamente. Tuvimos que vender el sillón, el cuadro que viajó con destino a la provincia de Córdoba. Me deshice de las mesas, las plantas, los adornos, pero también de creer que necesitamos objetos para ser más felices o más completos. Con cada cosa que vendía me repetía a mí misma: son cosas, son objetos, esto lo podemos reemplazar, de aquello conseguimos otro, mucho lo podemos dejar en Argentina.

Mis copas adoradas, una colección que reúne copas de todos nuestros antepasados, los míos y los de Hernán, las envolví cuidadosamente entre diarios y lágrimas.

Instalados en la casa de mis padres empezamos a buscar fecha de viaje, hacía ya tiempo habíamos hecho los trámites que nos faltaban. Los pasaportes y todo lo más terrible, que fue el papelerío, estaba listo.

En mi antiguo cuarto entró toda nuestra casa. Todo el camino que habíamos hecho hasta ahora estaba en ese cuarto, entre cajas, muebles y amor, mucho amor. Porque así nos mudamos y así nos recibieron, con amor, entendiendo y acompañando. Pero entonces para nuestra fortuna (y lo digo con ironía) a Hernán le avisaron que tenía que viajar a Cracovia para presentarse a trabajar cuanto antes y ahí todo lo planeado se volvió a desarmar. El equipo tenía que separarse.

El 24 de octubre todos reunidos en Ezeiza como un presagio de lo que vendría, anunciaron el vuelo con destino a Madrid y empecé a sentir un hielo correrme por la espalda y temblor en las piernas.

El nudo en la garganta de verlo irse solo me partió al medio y Zoe con su abrazo me volvió a armar.

Durante ese tiempo aprendí mucho, aprendí a hacer cosas que hacía Hernán por nosotras, retomé el gimnasio, la lectura y la concentración. Empecé terapia y empecé a tejer de nuevo. Una tarde, mientras todos dormían la siesta, buscando entre mis lanas encontré una bolsa llena de cuadraditos granny que había tejido durante la cuarentena, eran un montón y no sabía qué iba a hacer. Agarré una aguja de crochet y un ovillo de lana grande y los empecé a unir como si al unirlos pudiera unir los pedazos de mi vida que se estaba desarmando. Con el tiempo resultó ser una manta de colores, una manta que viaja conmigo y lleva todas mis horas de tejido en el balcón de la casa blanca, en el patio de la casa de mis padres y aunque sea algo material creo que ahora es mucho más que eso.

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