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CELEBRAR Y ESPERAR
Me puse una coraza, me hice valiente para mí, para mi familia, para mi hija, para Hernán que estaba a millones de kilómetros. Me enfoqué en hacer que cada día que pasáramos distanciados fortaleciera el vínculo, el proyecto y los sueños. Me enfoqué en que el impacto de la migración fuera transitado lo más armoniosamente posible. Tengo la particularidad de enfrentar las dificultades como desafíos. Me aferro a mi humor y a mi ironía. Confío en los procesos.
Todas las mañanas al despertarme para ir a trabajar me repetía, ¡yo puedo! ¡Ya falta menos, yo puedo! Vamos a poder.
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Me propuse celebrar todo: los cumpleaños, la navidad, el año nuevo, los casamientos. Cualquier mínima ocasión era motivo para reunirme con amigos y con la familia. Yo era la cabeza de la organización con el único objetivo de celebrar el aquí y el ahora.
Claro que en realidad fue más complicado, muchas noches me quedaba llorando y al otro día me costaba levantarme temprano, me ponía a tomar mate, miraba una película en el celular, me volví experta en hierbas medicinales para ayudarme a conciliar el sueño.
Aprendí a organizarme, compré valijas y empecé a armarlas con lo que sí o sí tenía que llevar, leía sobre migración, sobre lo que se extrañaba, sobre lo que duele y lo que no. Aprendí que los que se quedan también sufren.
Era mucho de todo, llegaron las fiestas y me propuse sentarnos todos en la misma mesa, sabía que no iban a ser las mismas fiestas de siempre, estas serían las últimas en Argentina.
La Navidad siempre fue especial en casa de mis padres, el mantel, la decoración, los ritos, los olores de la comida, la ropa y el viejo fantasma de mi bala perdida que me dio aún más motivos para celebrar. Se hicieron las doce y todos lloramos un poco de emoción y un poco de tristeza. Aunque en Cracovia eran ya las cuatro de la madrugada hicimos una videollamada y pensé:
¿Qué es una noche comparada con toda la vida?
De nuevo con una mezcla grande de sentimientos, de felicidad por estar todos sentados en la misma mesa, me hice la valiente, la mamá divertida. Bailamos, nos reímos, comimos y celebré a mi familia, a mi hija, a mis padres, a mi hermana, a mi suegra. Celebré la vida porque pese a las distancias siempre estaríamos juntos, unidos como una gran familia.
Pusimos una fecha, pensamos en el cumpleaños de Zoe, Hernán vendría a sorprenderla, juntaríamos ya las últimas cosas y nos iríamos, pero no fue así.
Como estaba bastante preocupada porque Zoe nunca había viajado en avión, decidí organizar unas vacaciones que incluyeran un vuelo en avión. También yo quería despedirme de mi lugar en el mundo, así que combinando ambos deseos nos fuimos con Zoe unos días a Necochea y volvimos en avión.
Como dije, me hice valiente, aprendí a hacer cosas que nunca había imaginado hacer. Tener la oportunidad de compartir esos días con mi hija me hizo repensarme como madre, como hija.
Me sorprendí una tarde charlando en la playa con Zoe, tomamos helado en las mismas heladerías donde iba yo de niña, le mostré lugares increíbles y la llevé a Sacoa donde su papá se pasaba horas jugando a los fichines en los veranos. Me animé a hacer cosas de las que me creía incapaz: sentarnos a cenar solitas en un restaurante, enseñarle a nadar o armar la carpa. Me animé a hacer un check in sola, vi su cara de felicidad, vi su cara la primera vez que vio el mar, la vi dejar de usar la mamadera.
Y todo trataba de compartírselo a Hernán porque sabía que cuando se volvieran a encontrar ya no sería un bebé sino una niña.
Toda esta experiencia ya nos estaba transformando, de nuevo el tiempo hacía estragos en nuestras vidas.
Nuestros padres que veían como crecíamos y apoyaban con amor esa decisión que les dolía pero que sabían era la mejor. Nuestros hermanos que estoicamente acompañaban ese proceso y nos ayudaban y sostenían con la complicidad que sólo un hermano puede tener. Los amigos, las juntadas, las reuniones, las charlas, los abrazos eternos que avecinaban la despedida.
Yo me propuse disfrutar de eso también, me propuse celebrar.
Un domingo, íbamos en taxi con Zoe al parque. Sentía en el movimiento constante de mis piernas como los nervios se escapaban por los pies. Hernán y yo habíamos discutido por teléfono una vez más. Sentía un nudo en la garganta y ganas de llorar que contuve para que ella no se diera cuenta, aunque en el fondo creo que percibió mi bronca porque a mitad de camino me dió la mano en silencio y me miró con compasión.
Nos bajamos acá, le dije al chofer, y nos bajamos a las apuradas después de pagar. Como era en la esquina caminamos una cuadra rumbo a la calesita. Al llegar compramos varias vueltas, subimos y entre vuelta y vuelta recibí un mensaje de Hernán. El mensaje decía: las extraño horrores y ahí mismo girando y girando me puse a llorar desconsoladamente.
Nos bajamos de la calesita de nuevo a las apuradas y busqué un espacio más tranquilo para respirar.
El nudo en la garganta era ahora un hueco en el pecho. Zoe me dio la mano de nuevo, se sentó en el pasto en posición de indio frente a mí, me hizo sentarme y me dijo: mamá, ¡vení sentate acá! ¿Qué te pasa?
¿Extrañás a papá? Yo asentí con la cabeza y ella me miró como si fuera la adulta y yo la niña. Con convicción y sabiduría me dijo: sólo queda esperar y en posición de yoga nos pusimos a respirar. Zoe, quien yo creía ingenuamente que no entendía nada, había entendido todo y para mayor sorpresa me lo estaba enseñando a mí.
No sé cómo pasé esos días, la incertidumbre me volvía a acechar, la ansiedad, los miedos, las despedidas.
Finalmente teníamos una fecha. Que Hernán volviera significaba también que ya nos iríamos a Cracovia. Como aquel 24 de octubre volví a sentir ese hielo correrme por la espalda y el temblor en las piernas, pero ahora parecía que se sumaban mariposas en la panza, me brotaron lágrimas de felicidad. Por fin nos volveríamos a abrazar, por fin el equipo se volvería a reunir y se terminaría la espera.
El regreso de Hernán fue una mezcla de emociones, Zoe con su cartel de purpurina dorada que decía “papá” llenó de brillos toda la ropa y de emoción mi corazón. Que mis padres nos llevaran buscarlo me dió mucha alegría, mucha seguridad y volver a abrazarlo de nuevo fue increíble.
Aprovechamos esos tres días de su estadía para alistar las valijas, comer cosas ricas y reunirnos en familia. Se pasaron muy rápido la verdad, pero aprendí a esperar y sobre todo a celebrar.