todos adorábamos a los cowboys

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CAROL BENSIMON

Todos ador谩bamos a los cowboys Traducci贸n de MALU BARNUEVO


Todos adorรกbamos a los cowboys


Rire, donc, puis passer son chemin. Michel Onfray


I

Lo que hicimos fue tomar la BR-116, pasando sobre puentes con publicidad de ciudades que no teníamos la mínima intención de visitar, o que hablaban sobre la vuelta de Cristo y la cuenta atrás para el fin del mundo. Dejamos atrás las carreteras secundarias cuyo inicio marca la autopista, y que después se acaban perdiendo en un polígono industrial y en algunas chozas perdidas alrededor de un arroyo, donde los perros callejeros caminan despacio y casi nunca ladran, y seguimos hasta que la recta se convirtió en una curva. Yo conducía. Julia tenía los pies sobre el salpicadero. Apenas podía mirarla. Cuando no se sabía la letra de las canciones, tarareaba. «Te has cambiado el pelo», dije mirando de reojo su flequillo. Julia contestó: «Cora, hace ya unos dos años». Nos reímos mientras subíamos la sierra. Eso fue al principio de nuestro viaje. Mi coche había estado parado bastante tiempo en el garaje de casa de mi madre, rodeado de un montón de trastos, bajo una funda plateada impermeable, como un gran secreto que no puedes esconder, o como un niño que intenta desaparecer poniéndose las manos frente a los ojos. Al principio mi madre se moría por deshacerse de él. «Es mal negocio tener un coche parado todo ese tiempo», decía, aunque no entendiese ni mucho ni poco de negocios, y menos todavía de librarse de las cosas. Vivía en una casa que ya me parecía grande cuando éramos tres. 7


Si abrías determinados armarios de esa casa, podías presenciar la evolución de la indumentaria femenina desde mediados de los años 60. Bonitos abrigos, lindos vestidos en los que mi madre ya no cabía. En cuanto al coche, fui directa, le dije: «Tal vez vuelva». Podía sentir su respiración atravesando el océano y casi naufragando antes de encontrar de nuevo tierra firme. Tal vez fuera un error darle esperanzas a una madre solitaria, sobre todo teniendo en cuenta que, en aquel momento, yo ni siquiera consideraba la posibilidad de un retorno. Nunca más hablamos sobre el coche. Tres años después yo estaba de vuelta, y me encontré un garaje más lleno que nunca. Apenas podía ver las losas color teja del suelo. Había cajas de todos los tamaños, bolsas llenas de papeles, rodillos quitapelusas, un calentador eléctrico, una bicicleta pequeña, una neverita a la que le faltaba una pata. Tenía la impresión de que podía escribir «lávame» en el aire con la punta de mi dedo índice. Empujé las puertas plegables de madera y dejé que la luz entrase. Durante algún tiempo me quedé mirando la calle. Ya no era la misma calle. Quiero decir, era la misma calle, pero en lugar de las casas de mis amigos de la infancia –¿dónde estarían ahora?– había un edificio. Me asustaba pensar que las preferencias estéticas de alguien pudieran estar resumidas en aquel mastodonte blanco de diecisiete pisos, que destacaba en la manzana como una mujer desnuda en una congregación de monjas, o como una monja en el I Encuentro Brasileño de Practicantes de Poliamor. Además de ese, había otros pequeños cambios en aquel trozo de calle. Estos, sin embargo, no se habían producido en los últimos tres años, los tres años que yo había estado lejos de Porto Alegre y de aquella casa, cuando apenas imaginaba que volvería y la larga lista de comparaciones que de ello resultaría. Por algún 8


motivo, lo que intentaba era reconstruir la calle de mi adolescencia, y la dificultad que encontraba al hacerlo me hizo pensar en esos libritos que venden en Roma, en los que superponiendo dos imágenes puedes ver la grandiosidad del pasado donde hoy solo hay restos de columnas, restos de mármol o una considerable extensión de césped.

Entré de nuevo en el garaje. Quité la funda impermeable del coche. Estaba realmente limpio. Un extraño cuerpo azul metálico en medio de aquella confusión llena de polvo. La batería, o lo que quiera que fuese, había dejado de funcionar. Aunque el coche no pudiese salir de allí en aquel momento, ajusté el respaldo del asiento y me senté dentro. Por poco no puse mis manos sobre el volante. Los coches no me apasionaban. Nunca escribiría la palabra «coche» en un formulario que intentase mapear mis áreas de interés. Si me preguntas cuál es el modelo de aquel coche que acaba de pasar nunca te lo sabría decir. Era desplazarme lo que me atraía, el desplazamiento como un fin. Yo pensaba en cómo esto es evidente cuando tienes tu primer contacto con un coche, hasta que poco a poco todo cambia, y este alcanza, por así decirlo, su plena funcionalidad, su razón de existir: llevarte del punto A al punto B de la forma más rápida y cómoda posible. A los dieciocho años, por el contrario, cuando conduces tu primer coche, con tu carné de conducir en una funda de plástico y aquella foto ridícula con ese corte de pelo del que te vas a arrepentir después, lo único que quieres es rodar por las carreteras vacías de la madrugada sin llegar nunca a un punto B. O mejor, tu punto B es un álbum que escuchas de principio a fin, 9


tu punto B es un lago al que miras mientras fumas, con todos los amigos que has podido meter en el asiento de atrás. Lo raro es que conservar esas costumbres pasada su fecha de caducidad hace que estas parezcan, a ojos de los demás, un mero rasgo de excentricidad de alguien que no supo crecer. Ese era el tipo de cosas que podían irritarme. Mientras pensaba en ellas, mi madre entró en el garaje. Por el espejo retrovisor, vi cómo pasaba sus dedos por las cajas llenas de polvo, con la cabeza baja, dando la impresión de que leía lo que pudiese estar escrito allí, como si hasta aquel instante hubiese ignorado el contenido de esas cajas o ni siquiera supiese por qué estaban apiladas en su garaje. Salí del coche y esperé a que se acercara. Ella me regaló una de sus sonrisas fuera de contexto. «¿No arranca?». Era bastante común que las malas noticias saliesen de la boca de mi madre acompañadas por una sonrisa. No era maldad, al contrario, lo hacía para compensar. —Creo que sería un milagro si arrancase —dije. Estábamos de acuerdo en que no podía ser nada grave, un mecánico podría resolverlo girando una llave inglesa. Seguimos allí de pie. Miré a mi alrededor. Era curioso que no me acordase de aquella bicicleta. Yo era la única niña que había vivido en esa casa. —¿Julia va a viajar contigo? —Aham. —Pensé que os habíais peleado. Era una bicicleta con ruedines, y había una bocina en el manillar.

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—Pensé que ya no os hablabais. Os peleasteis una vez, ¿no? —Sí. Pero ya estamos bien. Le pregunté qué había dentro de todas aquellas cajas. Mi madre arqueó las cejas y miró para abajo. Eran papeles que había recogido de la oficina. Abrió una caja, como si hiciera falta ilustrar lo que estaba diciendo. Vi un trozo de carpeta gris con una etiqueta que decía «Facturación 2002». Probablemente la caja estaba llena de aquellas carpetas. Solo cambiaban los años. —¿Echas de menos el despacho? Ella pensó un momento. —Echo de menos salir de casa.

Llamé a Julia cuatro días después, desde una gasolinera. El cielo estaba azul y las nubes se deslizaban hasta deshacerse. Le pedí que me esperase frente al hotel. Cuando el empleado de la gasolinera terminó de llenar el tanque, me fui. Todas las buenas ideas ya parecieron malas ideas en algún momento. Julia se hospedaba en uno de esos hotelitos del centro. No esos tan decadentes que hasta parecen bonitos, sino uno funcional, cerca de la autovía, frecuentado por ejecutivos con trajes de hombros anchos. Había una media docena de ellos a la entrada, riendo en voz alta mientras caminaban sobre una alfombra roja algo desgastada en el centro y bien conservada en los bordes.

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Un grupo de palmeras falsas, cuyas hojas de plástico parecían más rígidas que un tupperware, daba una bienvenida tropical a quien llegase en coche hasta la puerta de entrada. Julia me esperaba al lado de una de esas palmeras. Llevaba una chaqueta vaquera con los botones abrochados hasta arriba y un pantalón pitillo burdeos. Se había cambiado el peinado radicalmente; levemente ondulado, le caía hasta los hombros, y sobre la frente un flequillo considerable casi le cubría las cejas. Ni en un millón de años sería posible adivinar que esa chica había crecido en el interior de Rio Grande do Sul. Julia se mordía las cutículas. Eso no había cambiado. Cuando me vio, dejó de morderse el dedo, saludó, agarró el asa de su maleta y vino en mi dirección. Bajé del coche. Ella era de Soledade, la capital de las piedras preciosas. Todas las ciudades del interior necesitan autoproclamarse capital de alguna cosa, y, como es lógico, la razón de esta singularidad es obligado motivo de orgullo para sus habitantes, de modo que no había en Soledade quien no viese en un posavasos de amatista o un obelisco de cuarzo rosa una de las artes más sensibles y bellas. Me recibió con un abrazo pausado y un «París te ha sentado muy bien», frase a la que creí mejor contestar con una simple sonrisa. A algunos metros de distancia, un hombre con bombachos nos miraba con triste interés. Por algunos instantes, me imaginé cómo habría sido si ella también hubiese estado allí, en el pequeño apartamento de la rue du Faubourg du Temple, donde se oía un rosario de voces chinas en lo que podían ser sus tareas del día a día, pero que transmitían cierta tensión explicada en el hecho de que yo no era capaz de percibir ninguna diferencia en sus entonaciones. A Julia sin duda le habrían gustado los grandes bulevares, los ornamentos

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dorados de la fachada de la Ópera y los pasteles con tres capas perfectas y brillantes en la vitrina de la confitería, tanto como la estación de metro necesitada de una reforma urgente y el mendigo enfadado que amenaza con el dedo a una señora mayor. Era una chica adaptable, que sacaba lo mejor de todo lo que le mostraras. Llévala para cualquier ciudad del mundo, y al cabo de tres meses te dirá que ese lugar es su casa. Llevamos la maleta de Julia a la parte de atrás del coche y la colocamos en el maletero. Tuvimos tiempo para intercambiar algunas preguntas y respuestas triviales sobre cómo andaban nuestras vidas. París es bonita, Montreal es muy fría, el curso me va bien. Después nos subimos en el coche. El día anterior había comprado un mapa de carreteras de Rio Grande do Sul. Yo no tenía GPS, porque recibir cualquier tipo de instrucción no cuadraba con la idea de aquel viaje. Quería un mapa en el que pudiésemos rodear con un círculo rojo los nombres de las ciudades, de esos que empiezan a romperse por los dobleces cuando los viajes son largos. Julia lo miró con una pequeña sonrisa y cerró la puerta. —¿Dónde vamos primero? Respondí que íbamos para Antonio Prado, en la sierra. Julia empezó a desdoblar el mapa. —Tú nunca has estado allí, ¿verdad? —Ninguna de las dos ha estado allí. El punto final de mi intento de frase impactante coincidió con el clic del cinturón de seguridad, lo que hizo que pareciera aún más ridícula. Para que no se quedase resonando, pregunté casi sin respirar: «¿Y tus padres?». Ella se rió. 13


—Ah, se enfadaron un poco. Están dolidos, la verdad —Julia miraba el mapa, como alguien que hojea una revista con poco interés en una sala de espera—. Pero no me importa tanto como antes, ¿sabes? Se han ido a vivir a la playa. —Lo sé. —Aquello es bonito, pero no hay nada que... Tres golpes en mi ventana nos interrumpieron. Miré y reconocí al tipo de los pantalones bombachos. Era el único que quedaba de todo aquel mogollón del principio, aparte de dos empleados que llevaban las gorras típicas de los chóferes, pero que en realidad parecían recordar más a otra cosa, tal vez a dos chicos disfrazados para una fiesta de carnaval. Bajé la ventanilla. —Tus botas son de hombre —dijo señalando un par de veces hacia dentro del coche. Por su expresión, mis botas parecían haberle arruinado el día. Miré mis propios pies un poco sorprendida, con el fin de comprobar qué era exactamente lo que llevaba puesto; eran mis botas Doctor Martens, por las que había pagado una pequeña fortuna en la tienda de la marca en París. Aquel par de zapatos tenía un pequeño altar reservado en casi todos los movimientos de la contracultura, pero era demasiado esperar que tal carga simbólica entrase en la cabeza cansada de quien, como mucho, había visto las botas militares en los pies de los policías que disparan pelotas de goma contra las tiendas de campaña del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra. Este es el problema de la moda: dependes de los demás. Si ellos no entienden el mensaje, todos tus esfuerzos se los lleva la corriente. Reí resignada. —Me parece que usted no es un especialista en moda. 14


Me quedé mirando su rostro precozmente arrugado y sentí la mano de Julia en mi pierna, la oí pedirme en voz baja que nos fuéramos de allí. Algunos minutos después estábamos dejando la ciudad por la BR-116, una línea gris y ruidosa que circula junto a las vías del tren, cortando los suburbios por la mitad, y que, como en cualquier salida de cualquier gran ciudad brasileña, evidencia los esfuerzos del país por parecerse a Estados Unidos, y más aún el absoluto fracaso de esa misión. Todavía estaba impactada por el episodio del hombre de los bombachos, a pesar de mis firmes convicciones sobre moda y estilo, sobre géneros y sobre cuestiones morales. Pero leer El segundo sexo o lo que sea no te hace inmune a las opiniones de idiotas. Lo que más me molestaba, en realidad, era no saber lo que pensaba Julia al respecto. Es verdad que había descargado su rabia después de salir con el coche («¡No me creo que golpeó la ventana solo para dar su opinión sobre tus botas!»). Es verdad que había dejado claro que no tenían que importarme las palabras de un desconocido («¿Qué acento era aquél? ¡Por Dios!») y que, además, su opinión era diferente («A mí me encantan tus botas»). Pero aquel exceso de manifestaciones acabó por provocar el efecto contrario, el de aumentar mi desconfianza. Fuera del coche, mientras tanto, los edificios al lado de la autovía parecían ser consumidos por la erosión, dañados por una especie de erosión urbana en la cual dos segundos eran equivalentes a centenas de años. Sobre alguno de ellos había anuncios publicitarios con modelos aficionadas en posiciones un tanto grotescas, intentando desesperadamente parecer atractivas. Si alguien surge de una de esas ventanas, pensé, voy a sentir una punzada horrible de lástima.

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—No te imaginas lo que había en el hotel —dijo Julia. Yo me dispuse a continuar aquella conversación, fuera la fuese, hasta que rescatásemos nuestras reservas de intimidad, congeladas algunos años antes. —Ni idea. —Un encuentro de criadores de chinchillas. Ella empezó a reírse, como esas personas que se ríen solas mientras caminan, y nunca sabes si esa risa tiene alguna relación con el hecho de que llevan puestos unos auriculares (¿qué están oyendo que es tan gracioso?). —Estaban negociando pieles con un serbio. En realidad, dos serbios, padre e hijo. Y el adolescente era el especialista —Julia cogió mi iPod—. ¿Cómo se conecta esto? —En ese cable de ahí —señalé—. Pero por favor, sigue. —Ha sido muy bueno. —Imagino. La alegría sin matices de una banda indie se escurrió por los altavoces como un líquido viscoso. «Es mejor guardar la música buena para cuando salgamos del perímetro urbano», pensé. Ella siguió con la historia de las chinchillas, excepcionalmente larga y jugosa. Había seguido casi toda la transacción a distancia, apoyada a la entrada de la sala de convenciones mientras los criadores se relevaban frente a los serbios. Llegaban cargados con maletas y las abrían sobre una gran mesa, y las pieles desbordaban las maletas, eran chinchillas aplanadas, como chinchillas en dos dimensiones, ¿entiendes?, decía Julia, a lo que respondí que sí, que desafortunadamente podía imaginármelo. —Entonces el chico cogía las pieles una por una y las sacudía.

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A veces las soplaba. Creo que era así como sabía si una piel era buena o mala. Después cada una recibía una etiqueta con un valor. Iban haciendo pilas. Tantos dólares en esa, tantos en la otra, y en medio de todo había una traductora pelirroja, que intentaba hacer que los tipos se entendieran, pero que a veces se exaltaba, daba un golpe en la mesa, y parecía completamente perdida.

Yo había subido a la sierra muchas veces, cuando era niña y mis padres todavía estaban llenos de energía. En aquella época, el dinero entraba sin que tuvieran que hacer mucho esfuerzo, transformándose en muñecos articulados de las Tortugas Ninja y servicios de habitaciones en hoteles de cinco estrellas. Nunca pedí un hermano. Mi padre era otorrinolaringólogo, diecinueve letras, siete menos que inconstitucionalísimamente, aunque él insistiese en que su profesión era la palabra más larga de la lengua portuguesa. —Cora, escucha. Inconstitucionalísimamente es un adverbio. —¿Y? —Por eso no está ni en el diccionario. —Pero existe. —Existir, existe, pero es una palabra que solo sirve para ser larga, ¿entiendes? Realmente me encantaba tener una y otra vez esa conversación. Era curioso cómo el éxito profesional de mi padre me daba la falsa impresión de que la otorrinolaringología estaba en alza en aquel periodo de mi infancia, como las tiendas de animales 17


y las empresas de seguridad privada hoy en día. No es que la ciudad entera estuviese con amigdalitis, sinusitis y tumores del canal auditivo, pero todos los que algún día se despertaban tosiendo o medio sordos parecían tener el número de mi padre en la puerta de la nevera. Siendo así, cuando alguien me habla de tiempos difíciles, de los ahorros congelados, del dólar por las nubes, todo lo que consigo pensar es que el inicio de los años noventa fue muy fácil en mi casa. Eso contribuye a una curiosa sensación de que siempre viví la vida al revés; la decadencia de la mayoría fue mi periodo más próspero y, en el momento en que las cosas comenzaron a mejorar alrededor, nuestra familia ya estaba en caída libre. Al decir que los tres íbamos a la sierra con frecuencia me refiero, claro está, a las ciudades de Canela y Gramado. Pocos intentan algo diferente. En esos viajes, mi padre era el tipo que conducía con un brazo por fuera, y mi madre la mujer que consideraba que aquella no era una postura correcta ni segura. Mi padre era el tipo que veía un puesto y quería tomar un caldo de caña de azúcar y comerse un pastel, y mi madre era la mujer que le recordaba que mis tíos contaban con nosotros para la comida. Julia y yo paramos a comer en un lugar al borde de la carretera. Era un sitio que imploraba porque llegara visita, un pastiche de arquitectura alemana cuya parte de delante estaba sobrecargada de macetas, enanos de jardín y alfombras de cuero a cuadros. Bajamos del coche y respiramos el aire fresco de la sierra, como si hubiésemos pasado los últimos seis meses en una caverna mal ventilada. Dos caballetes clavados en la grava («¡Pruébelo!») no dejaban dudas de que allí también daban de comer, merendar, y de que vendían queso, salami, miel, tarjetas de teléfono y pilas.

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—Qué gracioso —comentó Julia. Yo personalmente creía que los establecimientos comerciales que tienen un poco de todo lo que demuestran es que no han conseguido prosperar en ningún ramo en particular, pero, aun así, tuve que estar de acuerdo con ella. El entorno, por lo menos, era realmente bonito. Avancé algunos pasos y miré hacia el valle, allí abajo, salpicado de casas de madera. Algunas chimeneas humeaban, algunos perros ladraban, algunos niños corrían alrededor de otro que, por sus brazos estirados, palmas abiertas, pasos cortos, se suponía que tenía una venda en los ojos. Jugaban a la gallinita ciega. Julia se acercó, arrastrando sus pies por la grava. —Tal vez debamos buscar algo fuera de la ciudad —dije—. Cuando lleguemos a Antonio Prado. —¿Rollo unas cabañas? Asentí con la cabeza. —Dos votos. Entre los dieciocho y los veintiún años, creo que planeamos el famoso «Viaje sin planes» una centena de veces. Y cuando algo se repite tanto, con mínimas variaciones, es normal que se acabe compactando todo en un único gran recuerdo, cuyo escenario se determina de modo aleatorio (basta con que haya sucedido una única vez en el lugar en cuestión), mientas su carga dramática proviene de la suma de todas las noches que acabaron llevándonos a la idea del viaje, más el número de años que nos separan de esas noches. En ese caso, mi recuerdo es el siguiente: Julia y yo tumbadas en un cuarto casi sin muebles, en el tercer piso de la residencia María Inmaculada. Estamos mirando al techo. A mi izquierda hay un tocadiscos del que la familia de

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Julia se quería deshacer, y el vinilo que gira un día perteneció a su hermano, y acompañó las fiestas en las que sus padres servían Cola-Cola, donde un niño más listo que el resto rellenaba los vasos de plástico de sus amigos con cachaza. Houses of the Holy, el álbum de 1973 de Led Zeppelin, vivió entre un Pink Floyd y un Metallica en una habitación típica de adolescente, en el municipio de Soledade, que con frecuencia olía al sudor de las camisetas de fútbol olvidadas sobre los muebles. Pero entonces, el hermano de Julia dejó de escuchar música, supuestamente después de casarse. El día en que escuchamos Houses of the Holy tumbadas en el suelo, nos emocionamos una vez más con el «Viaje sin planes». Había una cantidad infinita de ciudades poco interesantes para descubrir, y aquel disco parecía combustible para nuestros planes de libertad. Una vez más, sin embargo, no salimos de la habitación, no bajamos corriendo las escaleras, no llegamos al coche antes de que la chispa desapareciese. Para ser sincera, seguimos mirando para el techo, aunque el volumen y el tono de nuestras voces hiciesen evidente una buena dosis de emoción. Era como si te pasases meses pensando en teñirte el pelo de azul, y de repente te dieses cuenta de que tanto tiempo pensando, analizando, imaginando, había acabado por satisfacer por completo tu deseo de rebeldía. Así, dejábamos el viaje para otro momento, a una distancia segura de la decepción; al final, quizá tener el pelo azul tampoco fuese un modo tan radical de romper la norma, y los lugares poco interesantes tal vez fueran solo lugares poco interesantes, nada más, y por eso mismo casi nadie iba allí. Respiré hondo. Era el aire de la sierra, y nosotras estábamos allí, con cinco o seis años de retraso, pero allí, finalmente allí. Habíamos sobrevivido a una pelea que continuaba

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sobrevolando sobre nosotras, a ParĂ­s, a Montreal, a la locura de nuestras familias. Aquel viaje era otro fracaso irresistible.

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