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Coronavirus

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Colonia y cultura

Colonia y cultura

Coronavirus chilango coyoacano

Josefina Flores Estrella

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19 de marzo a las 09:18

Uno de lo libros más bonitos, yo diría que incluso genial, de historia que he leído se llama Quién rompió las rejas de Monte Lupo. Lo escribió un italiano, Carlo Maria Cipolla. La historia es más o menos así.

A finales del siglo XVI, la peste anda desatada por Italia; a pesar del cierre de fronteras, llega al Monte Lupo, un pueblo rabón, pobretón y aislado en las colinas de la Toscana. El pueblo tiene, obviamente, a su cura. En cuanto la peste aparece, azote divino, castigo de Dios, invitación a la penitencia; el cura hace lo que tenía que hacer, o sea, organiza sendas jornadas de penitencia pública, procesiones. Y ahí van todos a suplicar clemencia. Imprudentes, estaban en pleno escenario tres, les damos chance porque no tenían Twitter.

El López Gatell de entonces, era el delegado de la oficina de Sanidad Pública de Florencia. Sí, siempre ha habido una parte de los gobiernos, por muy antipáticos que nos parezcan, que se encarga de cuidar la salud de sus gobernados. Bueno pues, este delegado, por cierto también un religioso, emprende tamaña pelea con el cura local, todo es más o menos como ahora: que salgan, que no salgan, que prohíbe eventos públicos, que Dios no lo quiera, que estás viendo lo que pasó en Venecia, que allá son una bola de inmorales pecadores... Cualquier parecido con los debates actuales, ojo, no es coincidencia. Así se la pasan, el uno aferrado a sus ideas pidiendo perdones y el otro, y esto es lo interesante del libro, tratando de entender cuál es la dinámica del contagio. Un pre ilustrado buscando evidencias y datos contra un cura aferrado a sus imágenes y aglomeraciones suplicantes de misericordia. Un buen día el cura organiza otro de sus eventos masivos, la cuarentena es hacia afuera pero dentro del pueblo todos andan sueltos, así como las pelotitas de colores que todos hemos visto. A la procesión sigue tremenda pachanga, el reventón es algo común en tiempos de epidemia, curiosa dinámica, pedimos perdón por los pecados y luego volvemos a cometerlos, total ya sabemos cómo hacerle. Yo por eso soy atea, me olvido de la culpa, la penitencia y el perdón, más fácil. El caso es que después de las pachanga, en la euforia de la borrachera, un grupo de irresponsables decide ir a darle serenata a alguna guapetona de otro pueblo. Las rejas están cerradas, pero les vale y dan portazo y ahí se van a cantar y escupir bichos por todos lados.

El libro está basado en un proceso judicial que abrieron para investigar quién demonios había incumplido con la jornada local de distanciamiento social impuesta por el gobierno de Florencia. El autor no encontró el final del proceso y nunca sabremos quiénes fueron los vándalos malhechores que rompieron la cuarentena. ¿Moraleja? No hay cuarentena perfecta, aunque eso no es pretexto para andar del pingo al pango. Pachangas y borracheras deben ser intramuros.

Divertido el libro y divertido el relato, claro siempre y cuando estés en la comodidad del tiempo de los microscopios, las vacunas y los antibiótico; cuando esa comodidad sufre, lecturas de este estilo me resultan incómodas. Pensamiento mágico dice Renato, la ciencia que tenían al alcance defendiéndose contra la ciencia que se va construyendo pian pianito, le digo yo.

Regreso de pasear a Pimpa y me meto al Twitter ¿qué? ¿Amlo sacando estampitas? “Detente Coronavirus”. Hay que reconocer que el hombre sorprende todos los días. Pero me vi al cura partidario de concentraciones masivas. Esos “Detente” famosos también los usaban los cristeros, se los pegaban en el pecho en la esperanza de que pararan la bala. Súper útil defensa, todos conocemos las propiedades blindadas de la tela bordada. ¿Habrá algún “Detente” para que Amlo pare y se ponga en modo colaboro con mis colaboradores? Algo sí tengo claro, no se puede andar en la procesión aferrados a estampitas y controlar una epidemia.

13 de abril a las 12:11

Que el que esté libre de paranoia tire el jabón a ver si se atreve. Hago un recuento de todos los mecanismos de auto limpieza personal: lavarse las manos todo el tiempo ya es lo de menos, cantando o no, la onda es hacer espuma y cubrir toooooda la superficie de las manos y pasarse a las muñecas. Ya no me he puesto aretes, porque el bicho sobrevive en el metal quién sabe cuánto tiempo; el reloj ha perdido todo sentido y además tampoco quiero que se me moje la correa y se eche a perder; no sería buena idea quitárselo y ponérselo cada vez porque qué tal que…

Estamos sumergidos en una temporalidad muy rara que se mide no por manecillas, sino por gráficas, números y “escenarios” que también tienen número. La incertidumbre se ha vuelto la medida del tiempo; no cuento tanto las horas como los días desde que algo pasó, tantos días desde que se fue mi hermano, tantos desde que saludé al vecino, tantos desde que me cruce muy de cerca con alguien en la calle. Si pasan catorce ya la hice y así le sigo. La necesidad de tener el control campea estos días; y si uno ya era medio controlador (eso dicen acá, pero es cuento) se vuelve aún más imperiosa. No soy la única, hablo con mi amiga de la vida. Hacemos videollamada; primero nos quejamos de la falta de peluqueros “mira esto” y nos mostramos las raíces desteñidas; hablamos mal de los gobiernos, sufrimos la distancia que separa familias y amistades y tocamos el tema de los hijos adolescentes que hacen lo que se les da su gana angustiándonos más de lo que merecemos. Luego me comenta que dice el ese lugar de control y prevención de las enfermedades en Estados Unidos que el bicho viaja en los zapatos y que hay que desinfectarlos. Chin, no lo he hecho; otros catorce días a partir de hoy que lo empiezo a hacer. Es cuento de nunca acabar. Luego están las patas de la Pimpa, ésa trae el zapato integrado y sus hábitos de higiene son más instintivos que racionales. No pues a buscar un video de cómo lavarle las patitas. Extraño mi modo algo más natural; yo sí fui la mamá que recogió paletas del piso, las embarró en el pantalón y se las regresó al chamaco; y dejo que la perra se suba a la cama. Me volví la señora preocupona o qué demonios precisamente porque está en el umbral del peligro. Hacerse más viejo no está ni bien ni mal, pero que te caiga el veinte mirando unas gráficas y sabiéndote al límite del peligro, eso sí que no lo esperaba ni es agradable.

A estas alturas de la gráfica es fácil perderse y perder las proporciones, hasta donde es prevención obvia, racional y lógica y dónde empiezan el miedo y la paranoia. Lo más curioso del asunto es tener la certeza total de que nadie nunca puede controlar absolutamente todo. Si en el ocio me pongo a contar cuántas veces me toque la nariz, cuantas el labio o el ojo, pierdo de calle y debería empezar la cuenta de catorce días otra y otra vez. ¿Qué será mejor, acumular controles sanitarios diversos, quedarse con los qué hay ahora? ¿Arriesgarse a que se roben los zapatos si los dejamos en la puerta? Dura batalla libran la paciencia y la paranoia estas catorcenas infinitas.

Josefina Flores Estrella, historiadora cincuentona, profesora en pausa, madre de familia, cronista espontánea.

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