6 minute read
A partir de mis fuentes Texto y fotos de Miguel Cuerdo Mir
No es exagerado hablar de vida cuando nos referimos a las fuentes. Si no en el sentido estricto de la biología, sí en el de la poesía ¿No es pura vida la observación de Lope de Vega cuando dice que las fuentes riénse tirando perlas a las florecillas? Lo que es indudable es que donde hay fuentes hay un bendito chismorreo. Rosalía de Castro oía y amaba el sonido de las campanas igual que oía y amaba “el murmurar de la fuente”. Emilio Carrere estaba convencido de que una fuente es un “sonoro cristal” donde la luna se confunde con una moneda de plata. Góngora escuchaba a Filomena sobre el chopo de la fuente cuando buscaba conchas y caracoles entre la menuda arena (… y ríase la gente). Es la fuente donde se dormía el Alvargonzález de Machado con el arrullo del agua y donde moría a manos de sus hijos, pero también es la de Machado cuando la fuente “solloza intermitente” y tiene una “quimera” donde “el agua brota y brota en la marmórea taza”. Visión pesimista que comparte Francisco Villaespesa cuando ve que en la fuente el agua “solloza desolada” al salpicar el mármol, porque es un alma condenada a llorar eternamente.
Si no nos podemos acercar a ellas, por lo menos hablemos de ellas, aunque solamente sea porque de ellas, como dice Darío, salen “himnos de amores” y es el lugar de juego preferido de ninfas desnudas e inspiradoras. La fuente, cualquier fuente, nos da un sonido para el recuerdo, una remembranza y un sitio, un encuentro posible con los otros, gracias a sus propiedades inmanentes: agua, música y propicio lugar de encuentro. En muchos lugares de España es lo único que suena ya alrededor de un silencio turgente. Echando la vista atrás, el acceso al agua, uno de los derechos humanos reconocidos hace poco tiempo, se encontraba muy antiguamente en asentamientos en las orillas de los ríos; luego, ya con las grandes obras de infraestructura ideadas por los romanos y en su propia evolución, la población se pudo alejar del agua corriente y disponer su acceso a través de las fuentes públicas, situadas en lugares precisos. Un antiguo adagio alemán decía “tadtulft macht frei” (el aire de la ciudad te hace libre), modernizado por García Montero en uno de sus sonetos con ese “aire de la plaza compartida”. Sin duda es así: favorecer esa inclinación natural a la libre interacción sin cortapisas; pero también hay que decir que ya con fuentes urbanas todo era más fácil. Desde el siglo IV antes de Cristo se relatan fuentes, fuentes urbanas. Cuánta deuda con esos caños cómplices, liberadores. Allí donde había una fuente había un centro de reunión, de noticias, de novedad, de idas y venidas, de intercambio de pareceres, una puerta de salida de los estrechos y aisladores hogares a menudo cavernarios. La fuente como social network.
Advertisement
Madrid, sin ir más lejos, es más de fuentes que de ríos. Nos recordaba la historiadora Rosario Martínez Vázquez de Parga que algunos sostienen que es más Matrice (arroyo madre) que Magerit, más Ma’yrit (“lugar donde abundan las aguas”) que fluvial. Los árabes madrileños pinchaban bolsas subterráneas de agua y con sus “viajes de agua” la distribuían por la ciudad a través de fuentes y caños. Son esos mismos viajes de agua los que hacen florecer un neoclasicismo madrileño a base de fuentes politeístas. La Cibeles
que hoy conocemos, con los caños por encima de Melanión y Atalanta y los traseros del jarrón de los amorcillos, tuvo un lugar más propicio para el encuentro en uno de los costados de la plaza, con abundantes caños de uso público, para la ciudadanía y para los aguadores, ese cártel sin estudiar adecuadamente a día de hoy.
Vino también el arte alrededor de la fuente y, trascendiéndola, la fuente decorativa. La fuente también como artificio, de la que no se recoge agua para beber o lavarse, en la que ya no abreva una troupe de animales prácticamente desaparecida. Son fuentes artísticas, únicas, industrializadas, desde lejos, solamente en fotos infinitas de paseantes, veraneantes, aficionados y otros tantos artistas plásticos o no. Lo eterno en la plasticidad de la piedra, sin más. Como en el caso de la fuente de Apolo (de las Cuatro Estaciones), rindiéndose al mejor alcalde el rey al adoptar su rostro. Un dios venerado a la sombra de los plátanos del Prado que de vez en cuando envía la peste a la humanidad para que recuerde su levedad.
La fuente vuelve al medio, como al principio del principio, pero ya decorativa, aunque necesaria para la memoria de la vida, moviente y salpicante. Si bien parece intuirse que el neoclasicismo madrileño de sus fuentes se inspira en una tierra de agua tímida, escondida pero abundante, entregado siempre a las artes de Apolo, que para eso se le venera, no es menos cierto que ha quedado como suvenir. De algún modo se cumplen los versos de Margarit cuando afirma que la ruina siempre es neoclásica.
En ese balance de pérdidas y ganancias del arte y el progreso, no nos podemos olvidar del poder evocador de las fuentes. No somos ajenos a los poemas que se derraman desde las fuentes. Imposible olvidarse de Echegaray cuando hace que se reflejen a la vez la vida y la muerte “en la senda de la vida/y en el borde de la fuente”. Tampoco cuando los Álvarez Quintero versifican con una “rosa inmaculada” de un “jardín sonriente” que se asomaba al borde de una “tranquila fuente de cristal”, cuando por la “orilla de la fuente” un caballero pasó y la rosa se le prendió, con las postreras e inútiles advertencias del jardinero. Qué decir de la marquesa Eulalia de
Agustín Acosta, la cual, en sus estertores, pidió que la dejaran sobre “la linfa de la fuente” y verse allí junto al jazmín blanco envuelta de azucenas y margaritas, mientras el agua “temblaba como un dolor”. Ya lo decíamos, pero mejor lo dice Blanca Andreu: la fuente es una “comadre”, “aficionada a los chismes” y capaz de entablar amistad con un caballo que iba a ella año tras año y conversaban en su lengua y de sus cosas. En fin, juntarse y conversar en el lenguaje de los delfines y en los espacios que nos han traído hasta aquí.
Mirador
El trabajo de la fotógrafa Guadalupe Boncompte en su viaje a Japón va acompañado de los textos de la poeta Carmen Crespo: algo sucediéndose es el resultado de este encuentro.
te pienso justo delante de estos dedos de esta ceniza pupila verde y arañosa acomodando lo trastocado lo que mueve a su través. una salmodia acomete desde adentro aunque no del todo como un sol o una peonza que regresara continuamente a sí o algo sucediéndose. pocas veces la ceniza iluminó tanto tan discreta en su sombra tan abrupta en su verticalidad. pienso en ti y en los laberintos que recorrimos juntos en aquellos días los que sólo fueron en nuestro interior y los que sólo en mi interior
vidrio/incienso/granada cáscara/vino ven/ven aquí
laberintos palabras que expandían solas mientras nacíamos de nuevo en la corteza en los aromas donde bosqueábamos madriguera. y ahora todo este trajín todo este barullo en la memoria para transmutar nuestras voces en algo diferente para ser otra vez
acordar (se)
: del lat. *accordare, derivado de cor, cordis “corazón” (4) tr. conciliar, componer (5) tr. traer algo a la memoria de otra persona (6) mús. disponer o templar un instrumento musical o armonizar varias voces para que no suenen entre sí (13) prnl. recordar o tener en la memoria algo o a alguien