Invierno | Capítulo 6 | Chocolate caliente. Dios te alimenta

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CAPÍTULO 6

Chocolate caliente Dios te alimenta

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Mi infancia fue como una travesía en la que navegué por encrespados e inmensos océanos de gélidos inviernos, para arribar a las maravillosas islas de mis veranos. Mi escondite, en aquellos años donde todo era aventura, estaba en las copas de los árboles, a los que trepaba con la destreza que me daba la experiencia. Cada árbol era un desafío. ¿Cómo escalarlo?, ¿cómo se vería todo desde allí arriba?, ¿tendría nidos en sus ramas? Cuanto más alto, más excitante, mayor la descarga de adrenalina en la trepada y también la felicidad al conquistar la cima. Allí estaba mi mundo, allí nadie llegaba. Con mis amigos gozábamos de la tranquilidad, donde no llegaban presencias indeseadas. Escenario imaginario de mil historias era mi laboratorio de fantasías y travesuras. En los inviernos, sus copas desnudas, la ausencia de sus hojas y la malvada costumbre de la poda, convertía a mis maravillosos castillos en estatuas frías de mil formas a las que les inventaba identidades, personas, cuerpos. Por las noches, ellos, mis compañeros de andanzas, se convertían en tenebrosas sombras de las que huía caminando rápido, mirando nerviosamente de reojo hacia los costados… Bet-el Samuel miró a Saúl y le dijo: “Cuando llegues a la encina de Tabor, te saldrán al encuentro tres hombres que suben a Dios en Bet-el, llevando uno tres cabritos, otro tres tortas de pan, y el tercero una vasija de vino; los cuales, luego que te hayan saludado, te darán dos panes, los que tomarás de mano de ellos”1. Más allá de la encina y de Débora, algo acontecería al llegar a aquel lugar.

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1ª Samuel 10:3-4.

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Los hombres aparecieron, como predijo Samuel, pero desgraciadamente Saúl llevaba prisa, no se detuvo a analizar el destino que ellos llevaban. Subían a Bet-el, un lugar clave, conocido por todos los judíos. En aquellos tiempos –en los que Dios era libre del templo, pues faltaba un siglo para que Salomón lo construyera–, no existía un único sitio sagrado de adoración. Los judíos tenían lugares en los cuales habían acontecido cosas relevantes, sucesos que habían marcado a los patriarcas y a sus antecesores más cercanos, en los cuales la manifestación de Dios había sido tan evidente y poderosa que traspasó generaciones, modificando el curso de la historia, y por ello se habían hecho famosos. Bet-el era uno de ellos. En la Biblia no encontramos deseo alguno de parte de Dios en edificar un templo. Fue el hombre, David, quien lo propuso e insistió en ello. Como lecciones objetivas de historia e identidad, cada traslado hacia alguno de estos hitos incentivaba la fe puesta de manifiesto desde el momento en que alguien decidía emprender las arduas jornadas de camino, para llegar al punto de encuentro divino. Puerta del cielo Cuando Jacob huyó, sabiendo que su hermano Esaú deseaba matarlo por haberle robado la bendición de su padre Isaac, la noche lo sorprendió en un lugar llamado Luz. Puso una piedra por almohada y se durmió. En sueños, una escalera impresionante se desplegó ante él, por ella subían y bajaban ángeles, y en la cumbre Dios mismo estaba presente. Agitado, se despertó impactado por aquel sueño y dijo: “Cuán tremendo es este lugar, no es otra cosa que casa de Dios y puerta del cielo”2. 2

Génesis 28:17.

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Allí, hizo un pacto con su Creador y, antes de emprender la marcha, nombró a aquel desolado sitio Bet-el, que significa “casa de Dios y puerta del cielo”. El tiempo pasó y el pacto se cumplió. Con el correr de los siglos, Jacob se convirtió en un pueblo… Siempre dominó a su hermano, quien recibió una bendición menor y conformó un pueblo llamado Edom, que significa “rojizo”, en memoria de aquel guiso de lentejas que le costó a Esaú la primogenitura. ¿Qué pasa si queda así? La profecía dada por Isaac a Jacob, en la bendición que profirió sobre él, decía: “Haré de ti una nación grande y poderosa”. Cuando Esaú fue a reclamar por el engaño perpetrado por Jacob y Rebeca, su padre lo anotició: “Es imposible cambiar o anular la bendición”, y aunque lo bendijo sentenció su futuro, advirtiéndole que sus descendientes siempre servirían a los de Jacob. Lo espiritual sobre lo natural: la lección que había en Bet-el y que Saúl tampoco vio. Sus anhelos fueron las razones por las cuales la bendición llegó a Jacob. Fue más importante la pasión que tenía en su alma por las cosas espirituales que el orden de salida del vientre de su madre. Su ardiente deseo, esa imperiosa ilusión de conseguir la aprobación y el respaldo divino fueron lo que sedujo el corazón de Dios, quien, siguiéndolo en su destierro, fue su compañero invisible en el páramo de Bet-el: ese lugar al que también tú debes subir.

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Como reflexionó Blas Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”3. Devoción y amor que superan todo razonamiento religioso confunden a quienes no comprenden la lógica del corazón, la razón de la pasión, que envuelve de gracia al peor de los pecadores cuando este levanta sus ojos y mira al cielo buscando respuesta, como aquel poeta que, consciente de su vocación pecadora, susurra desde su canción con una total certeza de teología jacobezca: “…el día del juicio final puede que Dios sea mi abogado de oficio”4. Desde arriba Subir implica un esfuerzo. La física establece el concepto de fuerza para los desplazamientos horizontales, en tanto que a los verticales se los denomina esfuerzo. Para alcanzar logros excepcionales, hay que romper leyes naturales como la gravedad y la inercia. Cuando alguien se determina a subir, encontrará resistencias. Internas y externas, ambas actúan en nosotros inexorablemente. Fuerzas naturales e invisibles se hacen notar en la vida de una persona tanto como en el desplazamiento de un cuerpo. Agazapadas o erguidas y desafiantes, siempre se manifestarán. Vencerlas es la clave para cualquier triunfo. Ninguna derrota es peor que aquella por la que no se batalló. Desear una nueva vida, formar una familia, subir en el nivel intelectual, estudiar una carrera, mejorar el estado físico, recuperarse de una enfermedad, desarrollar emprendimientos solidarios, crecer económica o socialmente, sanar algún dolor intenso, emprender un proyecto, una empresa… todo, siempre, implica un esfuerzo. 3

Blas Pascal (1623-1662). Físico, matemático y filósofo, autor de La apología del cristianismo. 4 Joaquín Sabina (1949). Cantautor español contemporáneo. Verso de su canción “A mis cuarenta y diez”. CAPÍTULO 6

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Condiciones contrarias que solo la decisión firme de quien emprende el sacrificio puede vencer, no ignorando que habrá cansancio, problemas y desafíos que enfrentar a cada momento. Sentir en muchas ocasiones esa voz interna, que nos dice: “No das más, abandona”. Otras veces, la hostilidad provendrá del medio que te rodea, sea cercano o lejano, que te condiciona y pretende que no cambies, que no asciendas, que permanezcas en el mismo nivel. ¿Cómo prepararse para alcanzar grandes logros, desafíos que apunan de solo mirarlos, que contienen el desánimo en sí mismos? Metas cortas son la respuesta. Dividir grandes sueños en una sucesión de pequeñas metas, estaciones alcanzables, esa es la clave. Sopa de letras Las guerras dejan heridas en los pueblos que las sufren. Largos y profundos surcos de dolor, muerte y pobreza que no se cicatrizan con la firma de la paz. La mitad del siglo XX encontró a Paraguay bregando con sus muchas lastimaduras; algunas tan cruentas como las sanguinarias matanzas perpetradas por la triple alianza –Brasil, Uruguay y Argentina–, que devastaron la nación de hombres, al punto de dejar amenazada la raza guaraní, pues hasta a los niños asesinaron. Los ochenta años trascurridos desde aquellos días no fueron pacíficos, pues en la década de los veinte la guerra civil, y en la de los treinta la del Chaco contra Bolivia, por una disputa de empresas petroleras foráneas, continuaron el drenaje de sangre y vidas. Definitivamente, los días finales de los cuarenta no fueron los mejores para el desarrollo de una niña que nació en una sociedad en la cual el peso de la subsistencia recaía sobre los hombros de las mujeres. Pensar en estudiar era un sueño prohibido. CAPÍTULO 6

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Anhelando esperanza, Fortunata abrió sus ojos para llenar de alegría la casa de los García, una de las tantas familias que poblaron el campo paraguayo. Por esa protección hacia los varones, casi extinguidos, ella no pudo asistir a la escuela, confinada a las rudas labores rurales. Uno de sus hermanos mayores le enseñó a dibujar por trazos su nombre, rasgos que guardó en su memoria. Ese conocimiento era todo su capital intelectual, cuando a los diecinueve años arribó a Buenos Aires para buscar abrirse paso en la vida. Sus primeros empleos fueron de empleada doméstica, donde sus patrones no imponían exigencias pero tampoco ofrecían oportunidades. Más tarde se casó y dedicó su vida a cuidar a sus hijos; sin abandonar sus metas, con fuerza y tesón, llegó a tener su propio negocio. Astuta y sagaz, siempre encontró la forma de resolver su carencia a la hora de escribir los pedidos exactos de mercaderías deseadas o de leer las facturas y notas que le enviaban los proveedores. Nada pudo detener a esta anónima heroína guaraní. Pasado el tiempo, sus hijos se ocuparon de completar formularios o de leerle algún documento importante; incluso cuando estaba fuera de la casa, buscaba a alguna persona que le inspirara confianza para que le diera una mano escribiendo por ella. Sus treinta y seis años llegaron junto con la experiencia maravillosa de conocer a Jesús, quien cambió su vida. El deseo de saber leer, y así progresar también en lo íntimo y personal, se transformó en una necesidad. Fortunata no quería quedarse simplemente con lo que escuchaba del pastor en los sermones, anhelaba buscar a Dios leyendo su Palabra. Decidida, compró una Biblia, y con la ayuda de sus hijos, procuró el modo de leer textos y copiarlos. CAPÍTULO 6

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Aunque no sabía leer, siempre llevaba la Biblia a la iglesia y pedía a quien se sentaba cerca de ella que le escribiera las citas de los pasajes bíblicos, para luego, en su casa, buscarlos y leerlos basándose en lo que recordaba de memoria. Al llegar, en el nuevo milenio, al Centro Cristiano Nueva Vida, fue impulsada por los mensajes que en toda reunión animaban a capacitarse y prepararse para crecer. En marzo de 2011, se acercó a uno de los centros de alfabetización de nuestra comunidad, a la vuelta del templo. Con amor, los alfabetizadores –todos ellos voluntarios– le preguntaron si sabía escribir, si distinguía las mayúsculas de las minúsculas y la letra cursiva. Todo aquello la abrumó; se quedó hasta el final de la clase, pero creyó estar muy grande para aprender a leer y escribir… por eso, no regresó a la siguiente clase. Un mes más tarde, su hija, parte del cuerpo pastoral de la iglesia, le preguntó cómo marchaban sus estudios y descubrió que su madre nunca había vuelto al aula de alfabetización. Tras una larga charla, la animó a volver y a creer, espantando los fantasmas que la desalentaban. Fortunata regresó. Su primer paso fue expresarle sus temores a la alfabetizadora, quien la apoyó y contuvo con cariño. A partir de ese momento, todo le resultó muy fácil. El amor unido a la enseñanza generaron una paciencia percibida por ella y sus compañeros, quienes llenos de confianza, al sentirse respetados como personas, perdieron los temores. Como resultado llegó el aprendizaje, esa escalera maravillosa que ayuda a crecer a los valientes que deciden contra viento y marea subir por ella a una nueva dimensión.

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Meses más tarde, fue sola a hacer un trámite de su pensión jubilatoria. Como de costumbre, cuando le entregaron un formulario que debía completar, miró hacia su alrededor buscando una cara amigable para pedirle ayuda. Pero reaccionó justo a tiempo… era la primera vez que no necesitaba ayuda alguna. Letra por letra, completó aquel formulario. Esa sensación maravillosa de haber alcanzado una meta lejana inundó su ser. Seis meses después, escribió su primera carta, tarea que los alumnos tienen que hacer para finalizar el ciclo. Como revolviendo en la olla de la vida una sopa de letras desordenadas, que maravillosamente tomaron forma de palabras, para alimentar su alma en pleno invierno, mayúsculas y minúsculas en letra cursiva brillaban en aquel papel, expresión de su crecimiento y felicidad. Actualmente, Fortunata continúa con “Escuela para Todos”, un programa a través del cual está realizando la primaria, con el entusiasmo propio de quien, motivado por los logros de la valentía, tiene coraje para ir por más. Hoy sabe que todo lo puede lograr; como prueba contundente escribe, hace trámites y lee su Biblia sin depender de nadie. Vanidades ilusorias Samuel supo que los pasos que Saúl debía dar para alcanzar la medida necesaria de un líder eran grandes. Tenía que salir de lo superfluo y llegar a generar principios, fines y valores claves para gobernar una nación; sobre todo, sabiendo que sería el primer rey, no teniendo antecedentes en los cuales poder buscar una referencia. Por esta causa, el sabio anciano trazó un camino que lo llevaría en un proceso ascendente, pero lo parceló en etapas. Era mucho para hacerlo de una sola vez; cada una de ellas escondía una lección que CAPÍTULO 6

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lo llevaría al lugar de la coronación. La tumba de Raquel, la encina de Tabor, el collado de Dios y finalmente Gilgal… Conocer sus raíces, enfrentar las situaciones de la vida, aprender a profetizar y saber esperar: lecciones maravillosas que requerían tiempo para descubrirlas, aceptarlas y asimilarlas. Cada uno tiene sus propios tiempos de maduración, solo es imprescindible desear crecer, poner en ello todo el empeño, la motivación y el esfuerzo. Paso a paso, etapa por etapa, sin mirar hacia atrás y, cuando menos lo esperes, estarás en la cima… El gran problema de Saúl fue que se ensimismó en su condición. Creyó que, con el aceite derramado sobre su cabeza y las palabras hermosas que había escuchado, todo estaba hecho. Nunca imaginó que la unción llegaba para ayudarlo a crecer y mucho menos que las profecías eran metas que debía alcanzar gracias a ese crecimiento. Saúl pensó: “Samuel lo dijo y me ungió… hecho está”. ¡Qué grave error! No se preparó para ser rey, creyó que ya lo era. Amor que alimenta Las ramas pasaban a una velocidad alocada ante los ojos vivaces de ese muchachito que correteaba los pájaros en libertad. El monte chaqueño, con sus tesoros y sorpresas, atraía a Gaspar Delgado de tal manera que lo arrancaba del colegio. Entre juegos, consumía las horas que debió haber pasado en el aula. La infancia, en tiempos rudos de pobrezas y escaseces, no dura mucho tiempo. Aplacar el hambre se vuelve prioridad, razón por la cual, en la familia Delgado, sin necesidad de verbalizarlo, por el CAPÍTULO 6

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simple hecho consumado, Gaspar se alejó de la escuela en segundo grado. Sin saber leer ni escribir, se curtió desde pequeño en el pesado trabajo. Sacrificios constantes de pueblos hambreados. Aquel chico se hizo hombre. Con sus esperanzas a cuestas, llegó a Buenos Aires, donde se convirtió en un laborioso estibador portuario. Crudeza del trabajo no desconocida, compañera antigua de su vida a la cual le puso el hombro abriéndose paso en el camino. Se afincó en una vivienda social en el barrio Saldías y, unos años después, pudo mudarse a la que hasta hoy sigue siendo su casa en Fuerte Apache. En medio de largas jornadas de trabajo, le llegó el tiempo del amor, que alejó la soledad, y así formó su hogar. Sin embargo, el dolor mezquino lo golpeó al cabo de unos años, cuando enviudó. Fuerte y firme, decidido a no dejarse vencer, volvió a casarse. Fruto de esos matrimonios, sus hijos, cogollos llenos de vigor, lo impulsaron motivándolo a crecer. Para ello, era necesario enfrentar aquel episodio inconcluso en su historia: las aulas lo esperaban, debía volver a estudiar. Compañera inseparable, su hija de nueve años lo acompañó al Centro de Alfabetización. Permaneció a su lado toda la clase. Compañía de amor, que como chocolate caliente nos anima y tranquiliza cuando el miedo a lo desconocido intenta abordar nuestra alma, haciéndonos vulnerables, débiles, intimándonos a huir. Venció obstáculos internos, esa rebelión de la mente que ama a la inercia negándose a recibir lo nuevo, y también físicos, problemas de audición, cuando ambos conspiraban para impedirle comprender y así llegar a leer y escribir. Gaspar estaba determinado, porque comprendía la importancia de la meta que anhelaba alcanzar. Como CAPÍTULO 6

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un titán, sacó fuerzas de debilidad, se esforzó para derrotar toda frustración. “Nunca llegaba tarde, ni faltaba a las clases; fue un excelente estudiante”, reporta con orgullo su alfabetizadora. Ejemplo de tesón, paulatinamente, como un amanecer, la felicidad fue llegando cuando cada letra se unía a otra; así, las palabras nacieron frente a los ojos de este maravilloso chaqueño trabajador. Finalmente, arribó el anhelado día en que pudo tomar entre sus manos su amada Biblia. Cuando la abrió, el contenido no fue ajeno ni lejano como antes, sino claro y diáfano abriéndose en su mente como una fruta madura. El gozo embriagó su alma. La primera carta fue dirigida a su mamá. A pesar de lamentarse de no haber estudiado de pequeño, sabe que todo es posible. El esfuerzo de dar el paso hacia lo desconocido, venciendo temores, frustraciones e íntimos impedimentos, siempre es coronado con la victoria en aquellos que por su valor se vuelven ejemplos vívidos de fe, héroes anónimos dignos de ser imitados. Aprendizaje Tener un hijo no te hace padre, y aprender a serlo lleva toda una vida… De ahí la importancia de los abuelos. Las generaciones anteriores son vitales en nuestro proceso de crecimiento. Ellos, en su otoño, nos brindan las experiencias que adquirieron en la vida, allanan nuestro camino, aceleran nuestro proceso. Es un espacio donde colisionan la sabiduría del humilde contra la necedad del altivo: quien recibe y crece, en contraposición con quien es sabio en su propia opinión.

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Cuando subes, venciendo los contratiempos que no pudieron contra ti, sientes la íntima satisfacción de la victoria y la seguridad de que todo es posible si puedes creer. Ver las cosas desde arriba… cuánta diferencia por cambiar el punto de vista. Conocimiento sobre ignorancia, humildad sobre soberbia, desarrollo sobre resignación, gozo sobre tristeza, abundancia sobre pobreza, solidaridad sobre avaricia, paz sobre tormenta, salud sobre enfermedad, vida sobre subsistencia… Elevarnos, crecer, no conformarnos, esa es la meta. En su libro El hombre mediocre, José Ingenieros señala que el peor enemigo de lo excelente es lo bueno. Quienes se conforman con lo bueno, nunca alcanzan lo mejor. Quizá, su densa lectura obligada por mi padre marcó mi adolescencia y toda mi vida. Anhelar crecer, desarrollarme hasta dar el máximo posible, generar carácter sobreponiéndome a mis imposibilidades o mis incapacidades, me condujeron por un camino que me llevó al valle de la madurez. Esas etapas de preparación de las cuales no era consciente, pero que afloraron en mi vida cuando, en mis tempranos dieciocho años, comencé mi primer labor pastoral en Villa Tranquila, un barrio de emergencia social de la ciudad de Avellaneda, en la ribera del Riachuelo, que la separa de la ciudad de Buenos Aires. Corría el mes de enero del 79, tiempos difíciles, los de la represión de la última y más sangrienta dictadura cívico-militar que padeció la Argentina. A la inseguridad reinante por la cruda época política, se le sumaba la cotidiana lucha clandestina propia de quienes buscan esquivar la miseria. Aquella comunidad pobre, con realidades CAPÍTULO 6

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duras, donde trabajadores esforzados y familias hermosas convivían con malhechores, ladrones, narcos, prostitución, promiscuidades, hechicerías y crueldades, representaba la sociedad a pleno resumida en un solo barrio. Una escuela intensa que, para atravesar su umbral, requería estar previamente a su altura. Desafíos increíbles me esperaban. Solo un espíritu dispuesto para absorber permanentemente toda enseñanza y el anhelo de crecer en lo que fuera necesario podían garantizar mi aprendizaje. Amar a la gente, superar la resistencia de su desconfianza, enfrentar peligros, armas y amenazas. Dar solución a problemáticas tan complejas, como el caso de una niña de doce años embarazada de su propio padre, quien borracho como una cuba no atinaba a responder ante la ira de su esposa y madre de la nena, la que con una inocencia profunda en sus ojos me preguntaba: “¿Cómo es que tengo un bebé en la panza?”. Seis años nos separaban en nuestra edad, pero un abismo en la vida y en la responsabilidad. Ella, con sus problemas, dolores y preguntas; yo, con mi inexperiencia, pero con la pasión y el anhelo de hacer, de esos campos de espinas, verdes y suaves praderas. Esquivando persecuciones y amenazas, tras cuatro años de intensa labor y muchos milagros, aquel desafío generó una comunidad pujante que, a pesar de su escasez, fue madre de otras similares, usinas de vidas e historias transformadas. Ellos, individual y colectivamente, subieron, se transformaron en ejemplos maravillosos. Todo es posible si puedes creer, y por ello trabajar, esforzándote con amor.

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Yo, consciente de mi portentosa incapacidad ante la cruel realidad, sentí la necesidad imperiosa de acercarme a hombres de mucha experiencia y sabiduría. Pastores ancianos que, generosos, vertieron en mí todo su ser y saber. Tesoros que otros no supieron apreciar y menoscabaron con mil críticas desde su inconsistente teoría me esperaban guardados en la contundente sabiduría de la práctica. Ellos me catapultaron haciéndome crecer, subir, mostrándome nuevos horizontes… Cierta vez, a mis treinta y tantos, Teresa, una anciana gitana de la ciudad de Granada, en España, después de escucharme me tomó con sus manos el rostro y me dijo con tierno cariño: “Eres joven, pero hablas como viejo”. Supe a qué se refería. Las enseñanzas recibidas y las experiencias vividas moldearon mi ser. Debes crecer en tu lugar, sabiendo que cada contratiempo es una posibilidad de subir. Dos panes Potenciado por mi inapetencia, el frío invierno en mi niñez calaba mis huesos. Preocupada, consciente de que cada comida era un drama pues yo las sufría como un flagelo, mi mamá buscaba poner en cada plato el máximo de calorías posibles. Recuerdo esas sopas (sabe Dios qué ingredientes tendrían) que me hacían transpirar la nariz, llenándola de pequeñas gotitas que se mezclaban con mis pecas. Con ese combustible extra, aun en las frías tardes invernales, podía jugar y correr, incluso, visitar a mis heridos amigos, los árboles desnudos, que por las sierras despedazadoras de la poda no ofrecían ningún resguardo. En invierno, necesitamos ingerir una buena cantidad de calorías para mantenernos saludables. CAPÍTULO 6

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En zonas de montañas, donde la nieve abunda y se está expuesto a temperaturas muy bajas, los refugios de montaña son el renuevo de los esquiadores –y en caso de tormenta su salvación–, adonde recurren en búsqueda de algo caliente, de ese alimento y esa bebida que los recupere de la exposición al frío, de la sequedad del viento y de los rayos del sol que, por la altura, son más fuertes y lastiman más la piel, la deshidratan, la resquebrajan. En los inviernos del alma, el alimento que necesitamos es de otro tipo. Jesús dijo: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”5. Saúl había salido a buscar las asnas. Pero ¿crees que salió con su criado sin llevar dinero suficiente como para quedarse en diferentes posadas y comprar alimentos? Saúl no estaba hambriento, no tenía problemas de dinero… Quienes subían a Bet-el, lo hacían por ese alimento espiritual, aquel que había experimentado el patriarca Jacob. El mensaje era claro. “Saúl, no tienes hambre, porque fuiste agasajado por Samuel delante de la elite del pueblo con comida especial, pero recuérdalo, y en los días de tu reinado no te alimentes de vanidad, no te alimentes de lo común, no te alimentes de lo que ven tus ojos, de pobres consejos de príncipes seducidos por la tentación de éxitos momentáneos. Sube a Dios en Betel, recibe el alimento de su presencia. Medita, mira tu interior, descubre tus necesidades, tus faltantes, tus escaseces y hambrunas del alma”. El Saúl que salió de su casa como un simple muchacho buscando unas asnas perdidas, repentinamente, se convirtió en un príncipe que en pocos días asumiría como rey. Hay un alimento más importante que el que crees ver, más 5

Mateo 4:4.

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importante que lo que tu intelecto puede analizar. Él te sostiene potente, cuando todos decaen a tu lado. Con él, tú te mantendrás firme y podrás decir como Débora: “¡Alma mía, avanza con poder!”. ¡Recibe ese alimento! ¡Ponlo como prioridad en tu vida! De Bet-el sale la comida para tu alma; sin embargo, Saúl tampoco lo comprendió. No aprovechó ese momento para alimentarse, para nutrirse, y de todo lo que llevaban aquellos hombres (tres cabritos, tres tortas de pan y una vasija de vino) solo recibió dos panes… Recuerdo a los profesores del Seminario Río de la Plata, donde cursé mis estudios, recomendarnos siempre: “Aprovechen estos tiempos en el seminario, porque no se repetirán en los días de la tarea que les tocará emprender”. Aquellos eran tiempos de abundancia de Palabra y enseñanza, que muchos, por superfluos, no supieron aprovechar y se diluyeron en discusiones teológicas muy lejanas de la realidad práctica de la vida cotidiana de la gente. Otros las aprovechamos al máximo. Teóricos llenos de conceptos estériles y hambrientos desesperados por las necesidades que debían saciar convivían en las mismas aulas… Los resultados son contundentes: solo perduraron quienes por la cercanía con la gente y la claridad en el llamado de una vocación divina supieron apreciar el alimento a su tiempo. Muchos, como Saúl cuando se quedó sin la compañía rectora de Samuel, comienzan a ir de aquí para allá, arrastrados por cuanta moda se presenta en el camino; plantas sin invierno, con frutos frágiles, artificiales, emergentes de las teorías que rigen sus vidas. Algunos llegan, incluso, a acudir a modernas formas de la vieja adivinación, como acudió Saúl desesperado cuando visitó a la adivina CAPÍTULO 6

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de Endor para que ella hiciera aparecer a Samuel, quien ya había muerto, a fin de recibir su consejo. Por no profundizar en su llamado, no haber mirado hacia dentro, no nutrirse en su invierno, Saúl buscó desesperadamente respuesta en lo externo, pues en su interior había un vacío inmenso. ¡Qué enseñanza para ti y para mí! ¡Nútrete en tu invierno! ¡Que este no pase sin dejar huella en tu vida! Esos días difíciles tienen mucho que enseñarte, tesoros que descubrir, carácter que desarrollar y fe en medio de experiencias que templan. Cuando todos se rindan y huyan, tú te levantarás firme y sólido, nutrido para florecer en planes y lograr cuanto objetivo te hayas trazado en la vida. Al oír los gritos despavoridos de la sociedad: “Estamos destruidos, no hay esperanza”, tú te levantarás para decir: “Alma, levántate con poder”. Pero si el alma esta débil, ¿cómo podrá levantarse? Arriba, Juan…. De los fríos de mi infancia, ninguno como los 9 de Julio, día de la independencia argentina. Por ser tan friolento, concurría al colegio en el turno tarde, salía de casa después de un almuerzo tempranero y regresaba cuando el sol se estaba ocultando. Pero los 9 de Julio debíamos estar todos a las ocho de la mañana en la escuela sin importar el día de la semana que tocara en el calendario. Para llegar a horario, había que levantarse a las seis, cuando todavía era de noche. “Arriba, Juan; arriba, Juan, que ya cantó el gallito. ¡Oh!, no, mamá; ¡Oh!, no, mamá, que es muy tempranito”, recuerdo que me cantaba mi mamá para hacerme más suave la tortura. Firmes en ese patio descubierto de mi escuela en el barrio de La Boca CAPÍTULO 6

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–la misma donde había estudiado mi papá–, mientras cantábamos la canción “Aurora”, dedicada a nuestra bandera y una de mis preferidas, veíamos cómo esta se izaba… Luego, llegaba el Himno Nacional; después, ese discurso que todos rogábamos que fuera breve. Parecíamos búfalos con ese vapor que salía como humo de nuestras narices y bocas. Cuando el acto terminaba, llegaba lo esperado: ¡¡¡el chocolate caliente!!! Primero, te calentaba las manos, al asir la taza entrecruzando los dedos para aprovechar al máximo su calor. Después, acercando cuidadosamente la nariz, el aroma humeante te calentada por dentro invadiendo los pulmones, hasta que finalmente el ritual cuasi místico terminaba al dar el primer sorbo con precaución. Su poder era tal que calentaba desde las plantas de los pies hasta el último pelo de la cabeza. Era volver a la vida… Como ese chocolate caliente, tu alma necesita la Palabra que guía, alimenta, nutre y calienta. En el invierno más crudo de tu vida, en esos días difíciles, la divina intimidad abriga el alma, calienta hasta lo sumo. Es la mejor forma de conocer el camino para arribar a su presencia; si estás en un momento de necesidad extrema, acércate a ese domicilio espiritual… No busques alimento en el campo de batalla, el sustento debes recibirlo en Bet-el, para entonces sí poder guerrear y vencer. ¡Disfruta como de un chocolate caliente, sáciate porque en el futuro lo necesitarás! Es hora de subir a tu Bet-el, y allí, en soledad, descubrir que ella no es tal. El no ver ni escuchar no significa ausencia de quien te ama. En el silencio uno descubre esa voz que viaja en otros decibeles y CAPÍTULO 6

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esa mirada que ve más allá de los problemas… silencios y sueños que cambian tu realidad. Será cuestión de aprender su lenguaje, registrar su voz y acostumbrar nuestros ojos. Sube y aliméntate: Él te espera.

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